HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA |
GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: 1808-1814.LIBRO TERCERO.ALZAMIENTO NACIONAL
Insurrección
general contra los franceses. — Levantamiento de Asturias. — Misión a
Inglaterra. — Levantamiento de Galicia. — Levantamiento de Santander. —
Levantamiento de León y Castilla la Vieja. — Levantamiento de Sevilla. —
Rendición de la escuadra francesa surta en Cádiz. — Levantamiento de Granada. —
Levantamiento de Extremadura. — Conmociones en Castilla la Nueva. —
Levantamiento de Cartagena y Murcia. — Levantamiento de Valencia. —
Levantamiento de Aragón. — Levantamiento de Cataluña. — Levantamiento de las
Baleares. — Navarra y Provincias Vascongadas. — Islas Canarias. — Reflexiones
generales. — Portugal. — Su situación. — Divisiones francesas que intentan
pasar a España. — Los españoles se retiran de Oporto. — Primer levantamiento de
Oporto. — Levantamiento de Tras-os-Montes, y segundo
de Oporto. — Se desarma a los españoles de Lisboa. — Rechazan los españoles a
los franceses en Os Pegões. — Levantamiento de los Algarbes. — Convenciones entre algunas juntas de España y
Portugal.
Encontrados
afectos habían agitado durante dos meses a las vastas provincias de España.
Tras la alegría y el júbilo, tras las esperanzas tan lisonjeras como rápidas de
marzo habían venido las zozobras, las sospechas, los temores de abril. El 2 de
mayo había llevado consigo a todas partes el terror y el espanto, y al
propagarse la nueva de las renuncias, de las perfidias y torpes hechos de
Bayona, un grito de indignación y de guerra lanzándose con admirable esfuerzo
de las cabezas de provincia, se repitió y cundió resonando por caserías y
aldeas, por villas y ciudades. A porfía las mujeres y los niños, los mozos y
los ancianos arrebatados de fuego patrio, llenos de cólera y rabia, clamaron
unánime y simultáneamente por pronta, noble y tremenda venganza. Renació
España, por decirlo así, fuerte, vigorosa, denodada; renació recordando sus
pasadas glorias; y sus provincias conmovidas, alteradas y enfurecidas se
representaban a la imaginación como las describía Veleyo Patérculo, tam diffusas, tam frequentes, tam feras. El viajero
que un año antes pisando los anchos campos de Castilla hubiese atravesado por
medio de la soledad y desamparo de sus pueblos, si de nuevo hubiese ahora
vuelto a recorrerlos, viéndolos llenos de gente, de turbación y afanosa
diligencia, con razón hubiera podido achacar a mágica transformación mudanza
tan extraordinaria y repentina. Aquellos moradores como los de toda España,
indiferentes no había mucho a los negocios públicos, salían ansiosamente a
informarse de las novedades y ocurrencias del día, y desde el alcalde hasta el
último labriego, embravecidos y airados, estremeciéndose con las muertes y
tropelías del extranjero, prorrumpían al oírlas en lágrimas de despecho. Tan
cierto era que aquellos nobles y elevados sentimientos, que engendraron en el
siglo decimosexto tantos portentos de valor y tantas y tan inauditas hazañas,
estaban adormecidos, pero no apagados en los pechos españoles, y al dulce
nombre de patria, a la voz de su rey cautivo, de su religión amenazada, de sus
costumbres holladas y escarnecidas se despertaron ahora con viva y recobrada
fuerza. Cuanto mayores e inesperados habían sido los ultrajes, tanto más
terrible y asombroso fue el público sacudimiento. La historia no nos ha
transmitido ejemplo más grandioso de un alzamiento tan súbito y tan unánime
contra una invasión extraña. Como si un premeditado acuerdo, como si una
suprema inteligencia hubiera gobernado y dirigido tan gloriosa determinación,
las más de las provincias se levantaron espontáneamente casi en un mismo día, sin
que tuviesen muchas noticias de la insurrección de las otras, y animadas todas
de un mismo espíritu exaltado y heroico. A resolución tan magnánima fue
estimulada la nación española por los engaños y alevosías de un falso amigo
que, con capa de querer regenerarla desconociendo sus usos y sus leyes, intentó
a su antojo dictarle otras nuevas, variar la estirpe de sus reyes, y destruir
así su verdadera y bien entendida independencia, sin la que desmoronándose los
estados más poderosos, hasta su nombre se acaba y lastimosamente perece.
Este
uniforme y profundo sentimiento quiso en Asturias, primero que en otra parte,
manifestarse de un modo más legal y concertado. Contribuyeron a ello diversas y
muy principales causas. Juntamente con la opinión que era común a toda España
de mirar con desvío y odio la dominación extranjera, aún se conservaba en aquel
principado un ilustre recuerdo de haber ofrecido su enmarañado y riscoso suelo
seguro abrigo a los venerables restos de los españoles esforzados, que huyendo
de la irrupción sarracénica dieron principio a la larga y porfiada lucha que
acabó por afianzar la independencia y unión de los pueblos peninsulares. Le
inspiraba también confianza su ventajosa y naturalmente resguardada posición.
Bañada al norte por las olas del océano, rodeada por otras partes de caminos a
veces intransitables, la ceñían al mediodía fragosas y encumbradas montañas.
Acertó igualmente a estar entonces congregada la junta general del principado,
reliquia dichosamente preservada del casi universal naufragio de nuestros antiguos
fueros. Sus facultades, no muy bien deslindadas, se limitaban a asuntos
puramente económicos; pero en semejante crisis, compuesta en lo general de
individuos nombrados por los concejos, se la consideró como oportuno centro
para legitimar y dirigir atinadamente los ímpetus del pueblo. Reuníase cada tres años, y casualmente en aquel cayó el de
su convocación, habiendo abierto sus sesiones el 1.º de mayo.
A pocos
días con la aciaga nueva del 2 en Madrid llegó a Oviedo la orden para que el
coronel comandante de armas Don Nicolás de Llano Ponte publicase el sanguinario
bando que el 3 había Murat promulgado en la capital del reino. Los moradores de
Asturias conmovidos y desasosegados al par de los demás de España, habían ya en
29 de abril apedreado en Gijón la casa del cónsul francés, de resultas de haber
este osado arrojar desde sus ventanas varios impresos contra la familia de
Borbón. En tal situación y esparciéndose la voz de que iban a cumplirse
instrucciones rigurosas remitidas de Madrid por el desacato cometido contra el
cónsul, se encendieron más y más los ánimos en gran manera estimulados por las
patrióticas exhortaciones del marqués de Santa Cruz de Marcenado, de su
pariente Don Manuel de Miranda y de Don Ramón de Llano Ponte, canónigo de
aquella iglesia, quien habiendo servido antes en el cuerpo de guardias estaba
adornado de hidalgas y distinguidísimas prendas.
Decidida
pues la audiencia territorial de acuerdo con el jefe militar a publicar el 9 el
bando que de Madrid se había enviado, empezaron a recorrer juntos las calles,
cuando a poco tiempo agolpándose y saliéndoles al encuentro gran muchedumbre a
los gritos de viva Fernando VII y muera Murat, los obligaron a retroceder y
desistir de su intento. Agavillándose entonces con mayor aliento los
alborotados, entre los que se señalaron los estudiantes de la universidad,
reunidos todos enderezaron sus pasos a la sala de sesiones de la junta general
del principado. Hallaron allí firme apoyo en varios de los vocales. Don José
del Busto, juez primero de la ciudad, y en secreto de inteligencia con los
amotinados, arengó en favor de su noble resolución; sostuviéronle el conde Marcel de Peñalva y el de Toreno [padre del autor de esta historia], y
sin excepción acordaron sus miembros desobedecer las órdenes de Murat, y tomar
medidas correspondientes a su atrevida determinación. La audiencia en tanto
desamada del pueblo, ya por estar formando causa a los que habían apedreado la
casa del cónsul francés, y ya también porque compuesta en su mayor parte de
agraciados y partidarios del gobierno de Godoy, miraba al soslayo unos
movimientos que al cabo habían de redundar en daño suyo, procuró por todos
medios apaciguar aquella primera conmoción, influyendo con particulares y con
militares y estudiantes, y dando sigilosamente cuenta a la superioridad de lo
acaecido. Consiguió también que en la junta el diputado por Oviedo Don Francisco
Velasco, apoyado por el de Grado, Don Ignacio Flórez, discurriese largamente en
el día 13 acerca de los peligros a que se exponía la provincia por los
inconsiderados acuerdos del 9, y no menos la misma junta habiéndose excedido de
sus facultades. El Velasco gozando de concepto por su práctica y conocida
experiencia, alcanzó que se suspendiese la ejecución de las medidas resueltas,
y solo el marqués de Santa Cruz de Marcenado que presidía, se opuso con
fortaleza admirable, diciendo que «protestaba solemnemente, y que en cualquiera
punto en que se levantase un hombre contra Napoleón tomaría un fusil y se
pondría a su lado.» Palabras tanto más memorables cuanto salían de la boca de
un hombre que rayaba en los sesenta años, propietario rico y acaudalado, y de las
más ilustres familias de aquel país: digno nieto del célebre marqués del mismo
nombre, distinguido escritor militar y hábil diplomático, que en el primer
tercio del siglo último, arrastrado de su pundonor, había perecido gloriosa
pero desgraciadamente en los campos de Orán.
Noticiosos
Murat y la junta suprema de Madrid de lo que pasaba en Asturias procuraron con
diligencia apagar aquella centella, llenos del recelo de que saltando a otros
puntos no acabase por excitar una general conflagración. Dieron por tanto
órdenes duras a la audiencia, y enviaron en comisión al conde del Pinar,
magistrado conocido por su cruel severidad, y a Don Juan Meléndez Valdés, más
propio para cantar con acordada lira los triunfos de quien venciese que para
acallar los ruidos populares. Se mandó al propio tiempo al apocado Don
Crisóstomo de la Llave, comandante general de la costa cantábrica, que pasase a
Oviedo para tomar el mando de la provincia, disponiendo que concurriesen allí a
sus órdenes un batallón de Hibernia procedente de Santander, y un escuadrón de
carabineros que estaba en Castilla.
Mas estas
providencias en vez de aquietar los ánimos solo sirvieron para irritarlos. Los
complicados en los acontecimientos del 9 vieron en ellas la suerte que se les
preparaba, y persistieron en su primer intento. Vinieron en su ayuda los avisos
de Bayona que provocaban cada día más a la alteración y al enojo, y la relación
que del sanguinario día 2 de mayo hacían los testigos oculares que
sucesivamente llegaban escapados de Madrid. Redoblaron pues su celo los de la
asonada del 9, y pensaron en ejecutar su suspendida pero no abandonada empresa. Citábanse en casa de Don Ramón de Llano Ponte, y con
tan poco recato que de distintas y muchas partes se acercaba a aquel foco de
insurrección gente desconocida con todo linaje de ofrecimientos. Asistimos
recién llegados de la corte a las secretas reuniones, y pasmábanos el continuo acudir de paisanos y personas de todas clases que con noble
desprendimiento empeñaban y comprometían su hacienda y sus personas para la
defensa de sus hogares. Se renovaban las asonadas todas las noches, habiendo
sido bastantemente estrepitosas las del 22 y 23; pero se difirió hasta el 24 el
final rompimiento por esperarse en aquel día al nuevo comandante la Llave,
enviado por Murat. Para su ejecución se previno a los paisanos de los contornos
que se metiesen en Oviedo al toque de oraciones, circulando al efecto Don José
del Busto esquelas a los alcaldes de su jurisdicción. Se tomaron además otras
convenientes prevenciones, y se cometió el encargo de acaudillar a la multitud
a los Señores Don Ramón de Llano Ponte y Don Manuel de Miranda. Antes de que
llegase la Llave, con gran priesa se le había anticipado un ayudante del
mariscal Bessières, napolitano de nación, quien estuvo muy inquieto hasta que
vio que el comandante se acercaba a las puertas de la ciudad. Entró por ellas
el 24 acompañado de algunas personas sabedoras de la trama dispuesta para
aquella noche. Se había convenido en que el alboroto comenzaría a las once de
la misma, tocando a rebato las campanas de las iglesias de la ciudad y de las
aldeas de alrededor. Por equivocación habiéndose retardado una hora el toque se
angustiaron sobremanera los patriotas conjurados, mas un repique general a las
doce en punto los sacó de pena.
Fue su
primer paso apoderarse de la casa de armas, en donde había un depósito de
100.000 fusiles, no solamente fabricados en Oviedo y sus cercanías, sino
también trasportados allí por anteriores órdenes del príncipe de la Paz.
Favorecieron la acometida los mismos oficiales de artillería partícipes del
secreto, señalándose con singular esmero Don Joaquín Escario. Entretanto se
encaminaron otros a casa del comandante la Llave, y de puerta en puerta
llamando a los individuos de la junta del principado, se formó esta en hora tan
avanzada de la noche agregándosele extraordinariamente vocales de afuera.
Entonces reasumiendo la potestad suprema afirmó la revolución, nombró por
presidente suyo al marqués de Santa Cruz, y le confió el mando de las armas. Al
día siguiente 25 se declaró solemnemente la guerra a Napoleón, y no hubo sino
un grito de indecible entusiasmo. ¡Cosa maravillosa que desde un rincón de
España hubiera habido quien osase retar al desmedido poder ante el cual se
postraban los mayores potentados del continente europeo! A frenesí pudiera
atribuirse, si una resolución tan noble y fundada en el deseo de conservar el
honor y la independencia nacional no mereciese más respeto.
La junta
se componía de personas las más principales del país por su riqueza y por su
ilustración. El procurador general Don Álvaro Flórez Estrada, enterado de
antemano de la conmoción urdida, la sostuvo vigorosamente, y la junta en cuerpo
adoptó con actividad oportunas medidas para armar la provincia y ponerla en
estado de defensa. Los carabineros reales llegaron muy luego así como el
batallón de Hibernia, y ni unos ni otros pusieron obstáculo al levantamiento.
Los primeros pasaron después a Castilla a las órdenes de Don Gregorio de la
Cuesta, y se entresacaron del último varios oficiales, sargentos y cabos para
cuadros de la fuerza armada que se iba formando. La junta había resuelto poner
en pie un cuerpo de 18.000 hombres. Multiplicó para ello inconsideradamente los
grados militares, y con razón se le hicieron justos cargos por aquella demasía.
Sin embargo la disculpó algún tanto la escasez en que se encontraba de
oficiales veteranos para llenar plazas que exigía el completo del ejército que
se disciplinaba. Echóse mano de estudiantes o
personas consideradas como más aptas, y en verdad que de los nuevos salieron
excelentes oficiales que o se sacrificaron por su patria, o la honraron con su
conducta, denuedo y adelantamiento en la ciencia militar. No poco contribuyeron
a la presteza de la nueva organización los dones cuantiosos que generosamente
se ofrecieron por particulares, y que entraban todos los días en las arcas
públicas.
Como en
el alzamiento de Asturias habían intervenido las personas de más valía del
país, no se había manchado su pureza con ningún exceso de la plebe, y menos con
atropellamientos ni asesinatos. Pero transcurridos algunos días estuvo a riesgo
de representarse un espectáculo lastimoso y sumamente trágico. Los comisionados
de Murat de que arriba hablamos, el conde del Pinar y Don Juan Meléndez Valdés,
por su propia seguridad habían sido detenidos a su arribo a Oviedo juntamente
con el comandante la Llave, el coronel de Hibernia Fitzgerald y el comandante
de carabineros Ladrón de Guevara, que solos se habían separado de la unánime
decisión de los oficiales de sus respectivos cuerpos. Desde el principio el
marqués de Santa Cruz, pertinaz y de condición dura, no había cesado de pedir
que se les formase causa. Halagaba su opinión a la muchedumbre; pero la junta
dilataba su determinación esperando que se templase la ira que contra los
arrestados había. Acaeció en el intermedio que acudiendo sucesivamente de los puntos
más distantes los nuevos alistados, llegaron los de los concejos que median
entre el Navia y Eo, y se notó que eran más inquietos
y turbulentos que los de los otros partidos. Recelosa la junta de algún desmán,
resolvió poner a los detenidos fuera de los lindes del principado. Por
atolondramiento u oculta malicia de mano desconocida, se trató de sacarlos en
medio del día y públicamente, para que en coche emprendiesen su viaje. A su
vista gritaron unas mujerzuelas que se marchan los traidores; y juntándose a
sus descompasados clamores un tropel de los reclutas mencionados, cogieron en
medio a los cinco desventurados y los condujeron al campo de San Francisco
extramuros de la ciudad, en donde atándolos a los árboles se dispusieron a
arcabucearlos. En tamaño aprieto felizmente se le ocurrió al canónigo Don
Alonso Ahumada buscar para la desordenada multitud el freno de la religión,
único que ya podía contenerla, y con el sacramento en las manos y ayudado de
personas autorizadas salvó de inminente muerte a los atribulados perseguidos,
habiéndose mantenido impávido en el horroroso trance el coronel de Hibernia.
Con lo que al paso que se preservaron sus vidas, quedó terso y limpio de todo
lunar el bello aspecto del levantamiento de Asturias. Raro ejemplo de moderación
en tiempos en que desencadenándose el furor popular se da a veces suelta bajo
el manto de patriotismo a las enemistades personales.
Desde el
momento en que la junta de Asturias se pronunció y declaró soberana, trató de
entablar negociaciones con Inglaterra. Nombró para que con aquel objeto pasasen
a Londres a Don Andrés Ángel de la Vega y al vizconde de Matarrosa,
autor de esta historia, así entonces llamado por vivir todavía su padre. La
misión era importante y de empeño. Pendía en gran parte de su feliz resultado
dar fortunada cima a la comenzada empresa. El viaje
por sí presentó dificultades, no habiendo en aquel momento crucero inglés en
toda la costa asturiana, y era arriesgado para el deseado fin aventurarse en
barco de la propia nación. A los tres días de la insurrección y muy al caso
apareció sobre el cabo de Peñas un corsario de Jersey, el cual sospechando
engaño resistió al principio entrar en tratos; mas con el cebo de una crecida
suma convino en tomar a su bordo los diputados nombrados, quienes desde Gijón
se hicieron a la vela el 30 de mayo.
No es de
más ni obra del amor propio el detenernos en contar algunos pormenores de la
mencionada misión, habiendo servido de cimiento a la nueva alianza que se
contrajo con la Inglaterra, y la cual dio ocasión a tantos y tan portentosos
acontecimientos. En la noche del 6 de junio arribaron los diputados a Falmouth,
y acompañados de un oficial de la marina real inglesa se dirigieron en posta y
con gran diligencia a Londres. No eran todavía las siete de la mañana cuando
pisaron los umbrales del almirantazgo, y su secretario Mr. Wellesly Pool apenas daba crédito a lo que oía, procurando con ansia descubrir en el
mapa el casi imperceptible punto que osaba declararse contra Napoleón. Poco
después y en hora tan temprana se avistó con los diputados Mr. Canning, ministro entonces de relaciones extranjeras. En
vista de las proclamas y del calor y persuasivo entusiasmo que animaba a los
enviados asturianos [común entonces a todos los españoles], no dudó un instante
el ministro inglés en asegurarles que el gobierno de S. M. B. protegería con el
mayor esfuerzo el glorioso alzamiento de la provincia que representaban. Su
pronta y viva penetración de la primera vez columbró el espíritu que debía
reinar en toda España cuando en Asturias se había levantado el grito de independencia,
previendo igualmente las consecuencias que una insurrección peninsular podría
tener en la suerte de Europa y aun del mundo.
Ya con
fecha de 12 de junio Mr. Canning comunicaba a los
diputados de oficio y por escrito: «el rey me manda asegurar a VV. SS. que S.
M. ve con el más vivo interés la determinación leal y valerosa del principado
de Asturias para sostener contra la atroz usurpación de la Francia una
contienda en favor de la restauración e independencia de la monarquía española.
Asimismo S. M. está dispuesto a conceder todo género de apoyo y de asistencia a
un esfuerzo tan magnánimo y digno de alabanza... El rey me manda declarar a VV.
SS. que está S. M. pronto a extender su apoyo a todas las demás partes de la
monarquía española que se muestren animadas del mismo espíritu que los
habitantes de Asturias.»
Siguióse a esta
declaración el envío a aquella provincia de víveres, municiones, armas y
vestuarios en abundancia: no fue al principio dinero por no haber los diputados creídolo necesario. Fueron nombrados para que pasasen
a Asturias dos oficiales y el mayor general sir Thomas Dyer, quien desde
entonces fue el protector constante y desinteresado de los desgraciados
patriotas españoles.
Era a la
sazón primer lord de la tesorería el duque de Portland, y los nombres tan
conocidos después de Castlereagh, Liverpool y Canning entraban a formar parte de su ministerio. Tenían por norma de su política las
reglas que habían guiado a Mr. Pitt, con quien habían estado estrechamente
unidos. Pero en cuanto a la causa española todos los partidos concurrieron en
la misma opinión, sin que hubiese la menor diferencia ni disenso. Claramente
apareció esta conformidad en la discusión parlamentaria del 15 de junio en la
cámara de los comunes. Mr. Sheridan uno de los corifeos de la oposición,
célebre como literato, y célebre como orador, decía en aquella sesión: «¿El
denodado ánimo de los españoles no tomará mayor aliento cuando sepa que su
causa no solo ha sido abrazada por los ministros aisladamente, sino también por
el parlamento y el pueblo de Inglaterra? Si hay en España una predisposición
para sentir los insultos y agravios que sus habitantes han recibido del tirano
de la tierra, y que son sobrado enormes para poder expresarlos con palabras,
¿aquella predisposición no se elevará al más sublime punto con la certeza de
que sus esfuerzos han de ser cordialmente sostenidos por una grande y poderosa
nación? Pienso que se presenta una importante crisis. Jamás hubo cosa tan
valiente, tan generosa, tan noble como la conducta de los asturianos.»
Ambos
lados de la cámara aplaudieron aquellas elocuentes palabras que expresaban el
común sentir de todos sus individuos. Trafalgar y las famosas victorias
alcanzadas por la marina inglesa nunca habían excitado ni mayor alegría ni más
universal entusiasmo. El interés nacional anduvo unido en esta ocasión con lo
que dictaban la justicia y la humanidad, y así las opiniones más divergentes y
encontradas en otros asuntos, se juntaron ahora y confundieron para celebrar en
común y de un modo inexplicable el alzamiento de España. Bastó solo la noticia
del de Asturias para causar efecto tan prodigioso. No les era dado a los
diputados moverse ni ir a parte alguna sin que se prorrumpiese alrededor suyo
en vítores y aplausos. Detenemos aquí la pluma ciertos de que se achacaría a
estudiada exageración el repetir aun compendiosamente lo que en realidad pasó.
En medio sin embargo de la universal satisfacción estaban los diputados
contristados, habiendo transcurrido más de quince días sin que aportase barco
ni aviso alguno de las costas de España. No por eso menguó el entusiasmo
inglés: más bien, a ser posible, vino a aumentarle y a sacar a todos de dudas y
sobresalto la llegada de Don Francisco Sangro enviado por la junta de Galicia,
y el cual traía consigo no solamente la noticia del levantamiento de tan
importante y populosa provincia, mas también el de toda la península.
Galicia
en efecto se había alzado el 30 de mayo, día de San Fernando. La extensión de
sus costas, sus muchas rías y abrigados puertos, la desigualdad de su montuoso
terreno, su posición lejana y guarecida de angostas y por la mayor parte
difíciles entradas, sus arsenales, y en fin sus cuantiosos y variados recursos
realzaban la importancia de la declaración de aquel reino.
Además de
la inquietud, necesaria y general consecuencia del 2 de mayo, conmovió con
particularidad los ánimos en la Coruña la aparición del oficial francés Mongat comisionado para tomar razón de los arsenales de
armas y artillería, de la tropa allí existente, y para examinar al mismo tiempo
el estado del país. Por ausencia del capitán general Don Antonio Filangieri mandaba el mariscal de campo Don Francisco
Biedma, sujeto mirado con desafecto por los militares y vecinos de la ciudad, e
inhábil por tanto para calmar la agitación que visiblemente crecía. Aumentola con sus providencias, porque colocando artillería
en la plaza de la capitanía general, redoblando su guardia y viviendo siempre
en vela, dio a entender que se disponía a ejecutar alguna orden desagradable.
El Biedma obraba en este sentido con tanto mayor confianza cuanto quedaban
todavía en la Coruña, a pesar de las fuerzas destacadas a Oporto en virtud del
tratado de Fontainebleau, el regimiento de infantería de Navarra, los
provinciales de Betanzos, Segovia y Compostela, el segundo de voluntarios de
Cataluña y el regimiento de artillería del departamento. Para estar más seguro
de estos cuerpos pensó también granjearse su voluntad, proponiéndoles conforme
a instrucciones de Madrid la etapa de Francia que era más ventajosa. Hubo jefes
que aceptaron la oferta, otros la desecharon. Pero este paso fue tan imprudente
que despertó en los soldados viva sospecha de que se fraguaba enviarlos del
otro lado de los Pirineos, y llenar su hueco con franceses. Sobrecogióse asimismo el paisanaje de temor de la conscripción, en el que le confirmaron
vulgares rumores con tanta más prontitud creídos en semejantes casos, cuanto
suelen ser más absurdos. Tal fue por ejemplo el de que el francés Mongat había mandado fabricar a la maestranza de artillería
miles de esposas destinadas a maniatar hasta la frontera a los mozos que se
enganchasen. Por infundada que fuese la voz no era extraño que hallase cabida
en los prevenidos ánimos de los gallegos, a cuyos oídos había llegado la noticia
de violencias semejantes a las que en la misma Francia se cometían con los
conscriptos.
En medio
del sobresalto llegó a la Coruña un emisario de Asturias, portador de las
nuevas de su primera insurrección, con intento de brindar a las autoridades a
imitar la conducta del principado. Se presentó al señor Pagola, regente de la
audiencia, quien con la amenaza de castigarle le obligó a retirarse
sigilosamente a Mondoñedo. Con todo súpose, y más y
más se pronunciaba la opinión sin que hubiera freno que la contuviese.
Alcanzaron en tanto a Madrid avisos del estado inquieto de Galicia, y se ordenó
pasar allí al capitán general Don Antonio Filangieri,
hombre moderado, afable y entendido, hermano del famoso Cayetano, que en su
elocuente obra de la legislación había defendido con tanta erudición y celo los
derechos de la humanidad. Adorábanle los oficiales,
le querían cuantos le trataban; pero la desgracia de haber nacido en Nápoles le
privaba del favor de la multitud, tan asombradiza en tiempos turbulentos. Sin
embargo habiendo quitado la artillería de delante de sus puertas, y mostrádose suave e indulgente, hubiera quizá parado la
revolución si nuevos motivos de desazón y disgusto no hubiesen acelerado su
estampido. Primeramente no dejaba de incomodar la arrogancia desdeñosa con que
los franceses establecidos en la Coruña miraban a su vecindario desde que el
oficial Mongat los alentó con su altivez intolerable,
si bien a veces templada por la prudencia de Mr. Fourcroi,
cónsul de su nación. Pero más que todo, y ella en verdad decidió el
rompimiento, fue la noticia de las renuncias de Bayona, y de la internación en
Francia de la familia real, con lo que al paso que el poder de la autoridad se
entorpecía y menguaba, creció el ardor popular saltando la valla de la
subordinación y obediencia.
Algunos
patriotas encendidos del deseo de conservar la independencia y el honor
nacional, se juntaban a escondidas con varios oficiales para dar acertado
impulso al público descontento. Asistían individuos del regimiento de Navarra,
de lo que noticioso el capitán general mandó que aquel cuerpo se trasladase al
Ferrol; medida que tal vez influyó en su posterior y lamentable suerte. En
lugar de amortiguarse aviváronse con esto los
secretos tratos, y ya tocaban al estado de sazón, cuando la víspera de San Fernando
entró a caballo por las calles de la Coruña un joven de rostro halagüeño,
gallardo en su porte, y tan alborozado que atravesándolas con entusiasmados
gritos movió la curiosidad de sus atónitos vecinos. Avistose con el regente de la audiencia, quien cortándole toda comunicación le hizo
custodiar en la casa de correos. Allí se agolpó al instante la muchedumbre, y
averiguó que el desconocido mozo era un estudiante de la ciudad de León, en
donde a imitación de Asturias había la población tratado de levantarse y crear
una junta. Con la nueva espuela determinaron los que secretamente y de consuno
se entendían, no aguardar más tiempo, y poner cuanto antes el reino de Galicia
en abierta insurrección.
El
siguiente día 30 se ofreció como el más oportuno impeliendo a su ejecución un
impensado incidente. Era costumbre todos los años en dicho día enarbolar la
bandera en los baluartes y castillos, y notóse que en
este se había omitido aquella práctica que solamente se verificaba en
conmemoración de Fernando III llamado el Santo, sin atender a que el soberano
reinante llevara o no aquel nombre. Mas como ahora desagradaba su sonido al
gobierno de Madrid, fuera por su orden o por lisonjearle, se suspendió la
antigua ceremonia. El pueblo echando de menos la bandera se mostró airado, y
aprovechando entonces los secretos conjurados la oportuna ocasión, enviaron
para acaudillarle a Sinforiano López, de oficio sillero,
hombre fogoso, y que, dotado de verbosidad popular, era querido de la multitud
y a su arbitrio la gobernaba. Luego que se acercó al palacio del capitán
general, envió por delante para tantear el ánimo de la tropa algunos niños que
con pañuelos fijos en la punta de unos palos, y gritando viva Fernando VII y
muera Murat, intentaron meterse por sus filas. Los soldados, en cuyo número se
contaban bastantes que estaban de concierto con los atizadores, se reían de los
muchachos, y los dejaban pasar y gritar, sin interrumpirlos en su aparente
pasatiempo. Alentados los instigadores se atropellaron de golpe hacia el
palacio, diputando a unos cuantos para pedir que según costumbre se tremolase
la bandera. Aquel edificio está sito dentro de la ciudad antigua; y al ruido de
que era acometido, concurrió la multitud de todos los puntos, precipitándose
por la puerta Real y la de Aires. Los primeros que en diputación habían
penetrado dentro de los umbrales de palacio, alcanzado que hubieron que se
enarbolase la bandera, pidieron que volviera a la Coruña el regimiento de
Navarra, y como acontece en los bullicios populares, a medida que se
condescendía en las peticiones, fuéronse estas
multiplicando: por lo que y encrespado el tumulto, Don Antonio Filangieri se desapareció por una puerta excusada y se
refugió en el convento de dominicos. No así Don Francisco Biedma y el coronel
Fabro, quienes a pesar del odio que contra ambos había como parciales del
príncipe de la Paz, osaron salir por la puerta principal. Caro hubo de costarles
el temerario arrojo: al Biedma le hirieron de una pedrada, pero levemente; y al
Fabro que puesto al frente de los granaderos de Toledo, de cuyo cuerpo era
jefe, dio con su espada de plano a uno de los que peroraban a nombre del
pueblo, reciamente le apalearon, sin que sus soldados hiciesen ademán siquiera
de defenderle: tan aunados estaban militares y paisanos
Como era
día festivo y también por avisos circulados a las aldeas había acudido a la
ciudad mucha gente de los contornos, y todos juntos los de dentro y los de
fuera asaltaron el parque de armas, y le despojaron de más de 40.000 fusiles.
En la acometida corrió gran peligro el comisario de la maestranza de artillería
Don Juan Varela, a quien falsamente se atribuía el tener escondidas las esposas
que habían de atraillar a los que se llevasen a Francia. Muy al caso le ocurrió
a Sinforiano López sacar en procesión el retrato de
Fernando VII, con cuya artimaña atrayendo hacia sí a la multitud, salvó a
Varela del fatal aprieto.
En fin
por la tarde se formó una junta, y a su cabeza se puso el capitán general;
entrando en ella las principales autoridades y representantes de las diferentes
clases y corporaciones ya civiles ya eclesiásticas. Por indisposición de Filangieri presidió los primeros días la junta el mariscal
de campo Don Antonio Alcedo, hombre muy cabal y prudente, y permitió en el
naciente fervor que cualquiera ciudadano entrase a proponer en la sala de
sesiones lo que juzgase conveniente a la causa pública. Púsose luego coto a una concesión que en otros tiempos hubiera sido indebida y
peligrosa.
La junta
anduvo en lo general atinada, y tomó disposiciones prontas y vigorosas. Dio
igualmente desde el principio una señalada prueba de su desprendimiento en
convocar otra junta, que elegida libre y tranquilamente por las ciudades de
Galicia, no tuviese la tacha de ser fruto de un alboroto, y de solo representar
en ella una pequeña parte de su territorio. Para alcanzar tan laudable objeto
se prefirió a cualquiera otro medio el más antiguo y conocido. Cada seis años
se congregaba en la Coruña una diputación de todo el reino de Galicia,
compuesta de siete individuos escogidos por los diversos ayuntamientos de las
siete provincias en que está dividido. Celebrábase esta reunión para conceder la contribución llamada de millones, y elegir un
diputado que en unión con los de las otras ciudades de voto en cortes
concurriese a formar la diputación de los reinos, que constando de siete
individuos, y removiéndose de seis en seis años residía en Madrid, más bien
para presenciar festejos públicos y obtener individuales favores que para
defender los intereses de sus comitentes. Conforme a su digna resolución
expidió la junta sus convocatorias, y envió a todas partes comisionados que
pusiesen en ejecución las medidas que había decretado de armamento y defensa.
Siendo idéntica la opinión de todos los pueblos, fueron aquellos a doquiera que
llegaban recibidos con aplauso y sumisamente acatados. En algunos parajes
habían precedido alborotos a la noticia del de la Coruña, y en todos ellos se
respetaron y obedecieron las providencias de la junta, corriendo la juventud a
alistarse con el mayor entusiasmo. Solamente en el Ferrol hubiera podido
desconocerse la autoridad del nuevo gobierno por la oposición que mostraban el
conde de Cartaojal, comandante de la división de
Ares, y el jefe de escuadra Obregón, que mandaba los arsenales; pero los demás
oficiales y soldados conformes con el pueblo en sus sentimientos, y
pronunciándose altamente, desbarataron los intentos de sus superiores.
Conmovido
así todo el reino de Galicia se aceleró la formación y organización de su
ejército. Se incorporaron los reclutas en los regimientos veteranos, y se
crearon otros nuevos, entre los que merece particular distinción el batallón
llamado literario, compuesto de estudiantes de la universidad de Santiago, tan
bien dispuestos y animados como todos los de España en favor de la causa
sagrada de la patria. La reunión de estas fuerzas con las que posteriormente se
agregaron de Oporto, ascendía en su totalidad a unos 40.000 hombres.
No
tardaron mucho en pasar a la Coruña los regidores nombrados por los
ayuntamientos de las siete capitales de provincia en representación de su
potestad suprema; instalándose con el nombre de junta soberana de Galicia.
Asociaron a su seno al obispo de Orense que entonces gozaba de justa
popularidad, al de Tuy y a Don Andrés García, confesor de la difunta princesa
de Asturias, en obsequio a su memoria. Se mandó asimismo que asistiesen a las
comisiones administrativas, en que se distribuyesen los diversos trabajos,
personas inteligentes en cada ramo.
El
levantamiento de Galicia tuvo como el de toda España su principal origen en el
odio a la dominación extranjera, y en la justa indignación provocada por los
atroces hechos de Madrid y Bayona. Fueron en aquel reino los militares los
primeros motores, sostenidos por la población entera. El clero si bien no dio
el impulso, aplaudió y favoreció después la heroica resolución, distinguiéndose
más adelante los curas párrocos, quienes fomentaron y mantuvieron la encendida
llama del patriotismo. Sin embargo miraron allí con torvo rostro las
conmociones populares dos de los más poderosos eclesiásticos, cuales eran Don
Rafael Múzquiz, arzobispo de Santiago, y Don Pedro Acuña, ex-ministro de gracia y justicia. Celosos partidarios del príncipe de la Paz asustáronse del advenimiento al trono de Fernando VII, y
trabajaron en secreto y con porfiado ahínco por deshacer o embarazar en su
curso la comenzada empresa. El de Santiago, portentoso conjunto de corrupción y
bajeza, procuraba con aparente fanatismo encubrir su estragada conducta,
disfrazar sus vicios y acrecentar el inmenso poderío que le daban sus riquezas
y elevada dignidad. Astuto y revolvedor tiró a sembrar la discordia so color de
patriotismo. Había entre Santiago, antigua capital de Galicia, y la Coruña que
lo era ahora, añejas rivalidades; y para despertarlas ofreció un donativo de
tres millones de reales con la condición sediciosa de que la junta soberana
fijase su asiento en la primera de aquellas ciudades. Muy bien sabía que no se
accedería a su propuesta, y se lisonjeaba de excitar con la negativa reyertas
entre ambos pueblos que trabasen las resoluciones de la nueva autoridad. Mas la
junta mostró tal firmeza que atemorizado el solapado y viejo cortesano se
cobijó bajo la capa pastoral del obispo de Orense para no ser incomodado y
perseguido.
A pocos
días de la insurrección una voz repentina y general difundida en toda Galicia
de que entraban los franceses, dio desgraciadamente ocasión a desórdenes, que
si bien momentáneos, no por eso dejaron de ser dolorosos. Así fue que en Orense
un hidalgo de Puga mató de un tiro a un regidor a las puertas del ayuntamiento,
por habérsele dicho que el tal era afecto a los invasores. Bien es verdad que
Galicia dentro de su suelo no tuvo que llorar otra muerte en los primeros
tiempos de su levantamiento.
Tuvo sí
que afligirse y afligir a España con el asesinato de Don Antonio Filangieri, que saliendo de los lindes gallegos había
fijado su cuartel general en Villafranca del Bierzo, y tomado activas
providencias para organizar y disciplinar su gente, el cual creyendo oportuno,
así para su propósito como para cubrir las avenidas del país de su mando, sacar
de la Coruña sus tropas [en gran parte bisoñas y compuestas de gente
allegadiza], las situó en la cordillera aledaña del Bierzo, extendiendo las más
avanzadas hasta Manzanal, colocado en las gargantas que dan salida al
territorio de Astorga. Lo suave de la condición de dicho general y el haberle
llamado la junta a la Coruña, alentó a algunos soldados de Navarra, cuyo cuerpo
estaba resentido desde la traslación al Ferrol, para acometerle y asesinarle
fría y alevosamente el 24 de junio en las calles de Villafranca. Los abanderizó
un sargento, y hubo quien buscó más arriba la oculta mano que dirigió el mortal
golpe. Atroz y fementido hecho matar a su propio caudillo, respetable varón e
inocente víctima de una soldadesca brutal y desmandada. Por largo tiempo quedó
impune tan horroroso crimen: al fin y pasados años recibieron los que le
perpetraron el merecido castigo. Había sucedido en el mando por aquellos días al
desventurado Filangieri Don Joaquín Blake, mayor
general del ejército, y antes coronel del regimiento de la Corona. Gozaba del
concepto de militar instruido y de profundo táctico. La junta le elevó al grado
de teniente general.
De
Inglaterra llegaron también a Galicia prontos y cuantiosos auxilios. Su
diputado Don Francisco Sangro fue honrado y obsequiado por aquel gobierno, y se
remitieron libres a la Coruña los prisioneros españoles que gemían hacía años
en los pontones británicos. Arribó al mismo puerto Sir Carlos Stuart, primer
diplomático inglés que en calidad de tal pisó el suelo español. La junta se
esmeró en agasajarle y darle pruebas de su constante anhelo por estrechar los
vínculos de alianza y amistad con S. M. Británica. Las demostraciones de
interés que por la causa de España tomaba nación tan poderosa, fortificaron más
y más las novedades acaecidas, y hasta los más tímidos cobraron esperanzas.
Levantamiento
de Santander.
Santander
agitado y conmovido ponía en sumo cuidado a los franceses, estando casi situado
a la retaguardia de una parte considerable de sus tropas, y pudiendo con su
insurrección impedir fácilmente que entre sí se comunicasen. También temían que
la llama una vez prendida se propagase a las provincias vascongadas, y los
envolviese a favor del escabroso terreno, en medio de poblaciones enemigas,
fatigándolos y hostigándolos continuadamente. Así fue que el mariscal Bessières
no tardó desde Burgos en despachar a aquel punto a su ayudante general Mr. de Rigny, que, después se ha ilustrado más dignamente con los
laureles de Navarino. Iba con pliegos para el cónsul
francés Mr. de Ranchoup, por los que se amonestaba al
ayuntamiento, que en caso de no mantenerse la tranquilidad pasaría una división
a castigar con el mayor rigor el más leve exceso. Semejantes amenazas lejos de
apaciguar acrecentaron el disgusto y la fermentación. Estaba en su colmo,
cuando una leve disputa entre Mr. Pablo Carreyron,
francés avecindado, y el padre de un niño a quien aquel había reprendido,
atrajo gente, y de unas en otras se enardeció el pueblo clamoreando que se
prendiese a los franceses.
Tocaron
entonces a rebato las campanas de la catedral y los tambores la generala,
resonando por las calles los gritos de viva Fernando VII y muera Napoleón y el
ayudante de Bessières. Armado como por encanto el vecindario, arrestó a los
franceses, pero con el mayor orden; y conducidos al castillo cuartel de San
Felipe, se pusieron guardias a las puertas de las respectivas casas de los
presos para que no recibiesen menoscabo en sus propiedades. Era aquel día el 26
de mayo, y como de la Ascensión festivo; por lo que arremolinándose numerosa
plebe cerca de la casa del cónsul francés, se desató en palabras y amenazas
contra su persona y la de Mr. de Rigny. Sus vidas
hubieran peligrado si los oficiales del provincial de Laredo que guarnecían a
Santander, no las hubieran puesto en salvo exponiendo las suyas propias. Los
sacaron de la casa consular a las once de la noche, y colocándolos en el centro
de un círculo que formaron con sus cuerpos, los llevaron al ya mencionado
cuartel de San Felipe, dejándolos bajo la custodia de los milicianos que le
ocupaban.
Al día
inmediato 27 se compuso una junta de los individuos del ayuntamiento y varias
personas notables del pueblo, las que eligieron por su presidente al obispo de
la diócesis Don Rafael Menéndez de Luarca. Hallábase este ausente en su quinta
de Liaño a dos leguas de la ciudad, no pudiendo por tanto haber tomado parte en
los acontecimientos ocurridos. El gobierno francés que con estudiado intento no
veía entonces en el alzamiento de España sino la obra de los clérigos y los
frailes, achacó al reverendo obispo de Santander la insurrección de la
provincia cantábrica. Mas fue tan al contrario que en un principio aquel
prelado se resistió obstinadamente a admitir la presidencia que le ofreció la
junta, y solo a fuerza de reiteradas instancias condescendió con sus ruegos.
Era el de Santander eclesiástico austero en sus costumbres, y acatábale el vulgo como si fuera un santo: estaba
ciertamente dotado de recomendables prendas, pero las deslucía con terco
fanatismo y desbarros que tocaban casi en locura. Dio luego señales de su
descompuesto temple, autorizándose con el título de regente soberano de
Cantabria a nombre de Fernando VII y con el aditamento de alteza.
A poco se
supo la insurrección de Asturias con lo que tomó vuelo el levantamiento de toda
la montaña de Santander, y aun los tibios ensancharon sus corazones.
Inmediatamente se procedió a un alistamiento general, y sin más dilación y
faltos de disciplina salieron los nuevos cuerpos a los confines y puertos secos
de la provincia. Mandaba como militar Don Juan Manuel de Velarde, que de
coronel fue promovido a capitán general, y el cual se apostó en Reinosa con
artillería y 5000 hombres, los más paisanos mezclados con milicianos de Laredo.
Su hijo Don Emeterio, muerto después gloriosamente en la batalla de la Albuera,
ocupó el Escudo con 2500 hombres, igualmente paisanos. Otros 1000 recogidos de
partidas sueltas de Santoña, Laredo y demás puertecillos se colocaron en los
Tornos. Por aquí vemos como Santander a pesar de su mayor proximidad a los
franceses se arriesgó a contrarrestar sus injustos actos y a emplear contra
ellos los escasos recursos que su situación le prestaba.
Osadía
fue sin duda la de esta provincia, pero guarecida detrás de sus montañas no
parecía serlo tanto como la de las ciudades y pueblos de la tierra llana de
Castilla y León. Sus moradores no atendiendo ni a sus fuerzas ni a su posición,
quisieron ciegamente seguir los ímpetus de su patriotismo, y a los pueblos
cercanos a tropas francesas les salió caro tan honroso como irreflexionado arrojo. Apenas había alzado Logroño el pendón de la insurrección, cuando
pasando desde Vitoria con dos batallones el general Verdier,
fácilmente arrolló el 6 de junio a los indisciplinados paisanos, retirándose
después de haber arcabuceado a varios de los que se cogieron con las armas en
la mano, o a los que se creyeron principales autores de la sublevación. No fue
más dichosa en igual tentativa la ciudad de Segovia. Confiando sobradamente en
la escuela de artillería establecida en su alcázar, intentó con su ayuda hacer
rostro a la fuerza francesa, cerrando los oídos a proposiciones que por medio
de dos guardias de Corps le había enviado Murat. En virtud de la repulsa se
acercó a la ciudad el 7 de junio el general francés Frère,
y los artilleros españoles colocaron las piezas destinadas al ejercicio de los
cadetes en las puertas y avenidas. No había para sostenerlas otra tropa que
paisanos mal armados, los cuales al empeñarse la refriega se desbandaron
dejando abandonadas las piezas. Se apoderó de Segovia el enemigo, y el director
Don Miguel de Cevallos, los alumnos y casi todos los oficiales se salvaron y
acogieron a los ejércitos que se formaban en las otras provincias.
Al mismo
tiempo que tales andaban las cosas en puntos aislados de Castilla, tomó cuerpo
la insurrección de Valladolid y León, fortificándose con mayores medios y
estribando sus providencias en los auxilios que aguardaban de Galicia y
Asturias. Desde el momento en que la última de aquellas provincias había en el
23 y 24 de mayo proclamado a Fernando y declarádose contra los franceses, había León imitado su ejemplo. Como a su definitiva
determinación hubiesen precedido parciales conmociones, en una de ellas fue
enviado a la Coruña el estudiante que tanto tumultuó allí la gente. Mas el
estar asentada la ciudad de León en la tierra llana, y el serles a los
franceses de fácil empresa apaciguar cualquiera rebelión a sus mandatos, había
reprimido el ardor popular. Por fin habiéndose enviado de Asturias 800 hombres
para confortar algún tanto a los tímidos, se erigió el 1.º de junio una junta
de individuos del ayuntamiento y otras personas, a cuya cabeza estaba como
gobernador militar de la provincia D. Manuel Castañón. No eran pasados muchos
días cuando se transfirió la presidencia al capitán general bailío Don Antonio
Valdés, antiguo ministro de marina, y quien habiendo honrosamente rehusado ir a
Bayona, tuvo que huir de Burgos a Palencia y abrigarse al territorio leonés.
Fueron de Asturias municiones, fusiles y otros pertrechos, con cuya ayuda se
empezó el armamento.
Estaba en
Valladolid de capitán general Don Gregorio de la Cuesta militar antiguo y
respetable varón, pero de condición duro y caprichudo, y obstinado en sus
pareceres. Buen español, acongojábale la intrusión
francesa, mas acostumbrado a la ciega subordinación miraba con enojo que el
pueblo se entrometiese a deliberar sobre materias que a su juicio no le
competían. El distrito de su mando abrazaba los reinos de León y Castilla la
Vieja, cuya separación geográfica no ha estorbado que se hubiesen confundido ambos
en el lenguaje común y aun en cosas de su gobierno interior. La pesada mano de
la autoridad los había molestado en gran manera, y el influjo del capitán
general era extremadamente poderoso en las provincias en que aquellos reinos se
subdividían. Con todo pudiendo más el actual entusiasmo que el añejo y
prolongado hábito de la obediencia, ya hemos visto como en León, sin contar con
Don Gregorio de la Cuesta, se había dado el grito del levantamiento. Era la
empresa de más dificultoso empeño en Valladolid, así porque dentro residía
dicho jefe, como también por el apoyo que le daba la chancillería y sus
dependencias. Sin embargo la opinión superó todos los obstáculos.
En los
últimos días de mayo el pueblo agavillado quiso exigir del capitán general que
se le armase y se hiciese la guerra a Napoleón. Asomado al balcón se resistió
Cuesta, y con prudentes razones procuró disuadir a los alborotados de su
desaconsejado intento. Insistieron de nuevo estos, y viendo que sus esfuerzos
inútilmente se estrellaban contra el duro carácter del capitán general,
erigieron el patíbulo vociferando que en él iban a dar el debido pago a tal
terquedad, tachada ya de traición por el populacho. Dobló entonces la cerviz
Don Gregorio de la Cuesta, prefiriendo a un azaroso fin servir de guía a la
insurrección, y sin tardanza congregó una junta a que asistieron con los
principales habitantes individuos de todas las corporaciones. El viejo general
no permitió que la nueva autoridad ensanchase sus facultades más allá de lo que
exigía el armamento y defensa de la provincia; conviniendo tan solo en que a
semejanza de Valladolid se instituyese una junta con la misma restricción en
cada una de las ciudades en que había intendencia. Así Ávila y Salamanca
formaron las suyas, pero la inflexible dureza de Cuesta y el anhelo de estos
cuerpos por acrecer su poder, suscitaron choques y reñidas contiendas.
Valladolid y las poblaciones libres del yugo francés se apresuraron a alistar y
disciplinar su gente, y Zamora y Ciudad Rodrigo suministraron en cuanto
pudieron armas y pertrechos militares.
Enlutaron
la común alegría algunos excesos de la plebe y de la soldadesca. Murió en
Palencia a sus manos un tal Ordóñez que dirigía la fábrica de harinas de
Monzón, sujeto apreciable. Don Luis Martínez de Ariza, gobernador de Ciudad
Rodrigo, experimentó igual suerte, sirviendo de pretexto su mucha amistad y
favor con el príncipe de la Paz. Lo mismo algún otro individuo en dicha plaza;
y en la patria del insigne Alonso del Tostado, en Madrigal, fue asesinado el
corregidor, y unos alguaciles odiados por su rapaz conducta. Castigó Cuesta con
el último suplicio a los matadores; pero una catástrofe no menos triste y
dolorosa afeó el levantamiento de Valladolid. Don Miguel de Cevallos, director
del colegio de Segovia, a quien hemos visto alejarse de aquella ciudad al
ocuparla los franceses, fue detenido a corta distancia en el lugar de
Carbonero, achacando infundadamente a traición suya el descalabro padecido. De
allí le condujeron preso a Valladolid. Le entraron por la tarde, y fuera
malicia o acaso, después de atravesar el portillo de la Merced, torcieron los
que le llevaban por el callejón de los toros al campo grande, donde los nuevos
alistados hacían el ejercicio. A las voces de que se aproximaba levantose general gritería. Iba a caballo y detrás su
familia en coche. Llovieron muy luego pedradas sobre su persona, y a pesar de
querer guarecerle los paisanos que le escoltaban, desgraciadamente de una cayó
en tierra, y entonces por todas partes le acometieron y maltrataron. En balde
un clérigo de nombre Prieto buscó para salvarle el religioso pretexto de la
confesión: solo consiguió momentáneamente meterle en el portal de una casa,
dentro del cual un soldado portugués de los que habían venido con el marqués de Alorna le traspasó de un bayonetazo. Con aquello se enfureció
de nuevo el populacho, arrastró por la ciudad al desventurado Cevallos, y al
fin le arrojó al río. Partían el alma los agudos acentos de la atribulada
esposa, que desde su coche ponía en el cielo sus quejas y lamentos, al paso que
empedernidas mujeres se encarnizaban en la despedazada víctima. Espanta que un
sexo tan tierno, delicado y bello por naturaleza, se convierta a veces y en
medio de tales horrores en inhumana fiera. Mas apartando la vista de objeto tan
melancólico, continuemos bosquejando el magnífico cuadro de la insurrección,
cuyo fondo, aunque salpicado de algunas oscuras manchas, no por eso deja de
aparecer grandioso y admirable.
Levantamiento
de Sevilla.
Las
provincias meridionales de España no se mantuvieron más tranquilas ni perezosas
que las que acabamos de recorrer. Movidos sus habitantes de iguales afectos no
se desviaron de la gloriosa senda que a todos había trazado el sentimiento de
la honra e independencia nacional. Siendo idénticas las causas, unos mismos
fueron en su resultado los efectos. Solamente los incidentes que sirvieron de
inmediato estímulo variaron a veces. Uno de estos notable e inesperado influyó
con particularidad en los levantamientos de Andalucía y Extremadura. Por
entonces residía casualmente en Móstoles, distante de Madrid tres leguas, Don
Juan Pérez Villamil secretario del almirantazgo. Acaeció en la capital el
suceso del 2 de mayo, y personas que en lo recio de la pelea se habían escapado
y refugiado en Móstoles, contaron lo que allí pasaba con los abultados colores
del miedo reciente. Sin tardanza incitó Villamil al alcalde para que
escribiendo al del cercano pueblo pudiese la noticia circular de uno en otro
con rapidez. Así cundió creciendo de boca en boca, y en tanto grado exagerada
que cuando alcanzó a Talavera pintábase a Madrid
ardiendo por todos sus puntos y confundido en muertes y destrozos. Se expidieron
por aquel administrador de correos avisos con la mayor diligencia, y en breve
Sevilla y otras ciudades fueron sabedoras del infausto acontecimiento.
Dispuestos
como estaban los ánimos, no se necesitaba sino de un levísimo motivo para
encenderlos a lo sumo y provocar una insurrección general. El aviso de Móstoles
estuvo para realizarla en el mediodía. En Sevilla el ayuntamiento pensó
seriamente en armar la provincia, y se trató de planes de armamento y defensa.
Órdenes posteriores de Madrid contuvieron el primer amago; pero conmovido el
pueblo se alentaron algunos particulares a dar determinado rumbo al descontento
universal. Fue en aquella ciudad uno de los principales conmovedores el conde
de Tilly, de casa ilustre de Extremadura, hombre inquieto, revoltoso y tachado
bastantemente en su conducta privada. Aunque dispuesto para alborotos, e
igualmente amigo de novedades que su hermano Guzmán, tan famoso en la
revolución francesa, nunca hubiera conseguido el anhelado objeto, si la causa
que ahora abrazaba no hubiese sido tan santa, y si por lo mismo no se le
hubiesen agregado otras personas respetables de la ciudad.
Juntábanse todos en
un sitio llamado el Blanquillo hacia la puerta de la Barqueta, y en sus
reuniones debatían el modo de comenzar su empresa. Aparecióse al propio tiempo en Sevilla un tal Nicolás Tap y
Núñez, hombre poco conocido y que había venido allí con propósito de conmover
por sí solo la ciudad. Ardiente y despejado peroraba por calles y plazas, y
llevaba y traía a su antojo al pueblo sevillano, subiendo a punto su descaro de
pedir al cabildo eclesiástico doce mil duros para hacer el alzamiento contra
los franceses; petición a que se negó aquel cuerpo. Se ejercitaba antes en el
comercio clandestino, y con el título intruso de corredor tenía mucha amistad
con las gentes que se ocupaban en el contrabando con Gibraltar y la costa, a
cuyo punto hacía frecuentes viajes. Callaban las autoridades temerosas de mayor
mal, y los que con Tilly maquinaban procuraron granjearse la voluntad de quien
en pocos días había adquirido más nombre y popularidad que ningún otro. Buscáronle y fácilmente se concertaron.
No
transcurría día sin que nuevos motivos de disgusto viniesen a confirmarlos en
su pensamiento, y a perturbar a los tranquilos ciudadanos. En este caso
estuvieron varios papeles publicados contra la familia de Borbón en el Diario
de Madrid que se imprimía desde el 10 de mayo bajo la inspección del francés Esménard. Disonaron sus frases a los oídos españoles no
acostumbrados a aquel lenguaje, y unos papeles destinados a rectificar la
opinión en favor de las mudanzas acordadas en Bayona, la alejaron para siempre
de asentir a ellas y aprobarlas. Gradualmente subía de punto la indignación,
cuando de oficio se recibió la noticia de las renuncias de la familia real de
España en la persona de Napoleón. Parecioles a Tilly, Tap y consortes que no convenía desaprovechar la
ocasión, y se prepararon al rompimiento.
Se
escogió el día de la Ascensión 26 de mayo y hora del anochecer para alborotar a
Sevilla. Soldados del regimiento de Olivenza comenzaron el estruendo
dirigiéndose al depósito de la real maestranza de artillería y de los almacenes
de pólvora. Reunióseles inmenso gentío, y se
apoderaron de las armas sin desgracia ni desorden. Se adelantó a aquel paraje
un escuadrón de caballería mandado por Don Adrián Jácome, el cual lejos de
impedir la sublevación, más bien la aplaudió y favoreció. Prendiendo con
inexplicable celeridad el fuego de la revolución hasta en los más apartados y
pacíficos barrios, el ayuntamiento se trasladó al hospital de la Sangre para
deliberar más desembarazadamente. Pero en la mañana del 27 el pueblo
apoderándose de las casas consistoriales abandonadas, congregó en ellas una
junta suprema de personas distinguidas de la ciudad. Tap y Núñez procediendo de buena fe era por su extremada popularidad quien escogía
los miembros, siendo otros los que se los apuntaban. Así fue que como forastero
obrando a ciegas, nombró a dos que desagradaron por su anterior y desopinada
conducta. Se le previno, y quiso borrarlos de la lista. Fueron inútiles sus
esfuerzos y aun le acarrearon una larga prisión, mostrándose encarnizados
enemigos suyos los que tenía por parciales. Suerte ordinaria de los que entran
desinteresadamente e inexpertos en las revoluciones: los hombres pacíficos los
miran siempre, aun aplaudiendo a sus intentos, como temibles y peligrosos, y
los que desean la bulla y las revueltas para crecer y medrar, ponen su mayor
conato en descartarse del único obstáculo a sus pensamientos torcidos.
Se instaló
pues la junta, y nombró por su presidente a Don Francisco Saavedra, antiguo
ministro de hacienda, confinado en Andalucía por la voluntad arbitraria del
príncipe de la Paz. De carácter bondadoso y apacible, tenía saber extenso y
vario. Las desgracias y persecuciones habían quizá quitado a su alma el temple
que reclamaban aquellos tiempos. A instancias suyas fue también elegido
individuo de la junta el asistente Don Vicente Hore,
a pesar de su amistad con el caído favorito. Entró a formar parte y se señaló
por su particular influjo el Padre Manuel Gil, clérigo reglar. La espantadiza
desconfianza de Godoy que sin razón le había creído envuelto en la intriga que
para derribarle habían urdido en 1795 la marquesa de Matallana y el de Malaespina, le sugirió entonces el encerrarle en el
convento de Toribios de Sevilla, en el que se corregían los descarríos ciertos
o supuestos de un modo vergonzoso y desusado ya aun para con los niños.
Disfrutaba el padre Gil, si bien de edad provecta, de la robustez y calor de
los primeros años: con facilidad comunicaba a otros el fuego que sustentaba en
su pecho, y en medio de ciertas extravagancias más bien hijas de la descuidada
educación del claustro que de extravíos de la mente, lucía por su erudición y
la perspicacia de su ingenio.
La
nombrada junta se intituló suprema de España e Indias. Desazonó a las otras la
presuntuosa denominación; pero ignorando lo que allende ocurría, quizá juzgó
prudente ofrecer un centro común, que contrapesando el influjo de la autoridad
intrusa y usurpadora de Madrid, le hiciese firme e imperturbable rostro. Fue
desacuerdo insistir en su primer título luego que supo la declaración de las
otras provincias. Su empeño hubiera podido causar desavenencias que felizmente
cortaron la cordura y tino de ilustrados patriotas.
Para la
defensa y armamento adoptó la junta medidas activas y acertadas. Sin distinción
mandó que se alistasen todos los mozos de dieciséis hasta cuarenta y cinco
años. Se erigieron asimismo por orden suya juntas subalternas en las
poblaciones de 2000 y más vecinos. La oportuna inversión de los donativos
cuantiosos que se recibían, como también el cuidado de todo el ramo económico,
se puso a cargo de sujetos de conocida integridad. En ciudades, villas y aldeas
se respondió con entrañable placer al llamamiento de la capital, y en Arcos
como en Carmona, y en Jerez como en Lebrija y Ronda no se oyeron sino
patrióticos y acordes acentos.
En la
conmoción de la noche del 26 y en la mañana del 27 nadie se había desmandado,
ni se habían turbado aquellas primeras horas con muertes ni notables excesos.
Estaba reservado para la tarde del mismo 27 que se ensangrentasen los muros de
la ciudad con un horrible asesinato. Ya indicamos como el ayuntamiento había
trasladado al hospital de la Sangre el sitio de sus sesiones. Dio con este paso
lugar a hablillas y rencores. Para calmarlos y obrar de concierto con la junta
creada, envió a ella en comisión al conde del Águila procurador mayor en aquel
año. A su vista se encolerizó la plebe, y pidió con ciego furor la cabeza del
conde. La junta para resguardarle prometió que se le formaría causa, y ordenó
que entre tanto fuese enviado en calidad de arrestado a la torre de la puerta
de Triana. Atravesó el del Águila a Sevilla entre insultos, pero sin ser herido
ni maltratado de obra. Solo al subir a la prisión que le estaba destinada,
entrando en su compañía una banda de gente homicida, le intimó que se
dispusiese a morir, y atándole a la barandilla del balcón que está sobre la
misma puerta de Triana, sordos aquellos asesinos a los ruegos del conde y a las
ofertas que les hizo de su hacienda y sus riquezas, bárbaramente le mataron a
carabinazos. Fue por muchos llorada la muerte de este inocente caballero, cuya
probidad y buen porte eran apreciados en general por todos los sevillanos. Hubo
quien achacó imprudencias al conde; otros, y fueron los más, atribuyeron el
golpe a enemiga y oculta mano.
Rica y
populosa Sevilla, situada ventajosamente para resistir a una invasión francesa,
afianzó, declarándose, el levantamiento de España. Mas era menester para poner
fuera de todo riesgo su propia resolución contar con San Roque y Cádiz, en
donde estaba reunida la fuerza militar de mar y tierra más considerable y mejor
disciplinada que había dentro de la nación. Convencida de esta verdad despachó
la junta a aquellos puntos dos oficiales de artillería que eran de su
confianza. El que fue a San Roque desempeñó su encargo con menos embarazos,
hallando dispuesto a Don Francisco Javier Castaños que allí mandaba, a
someterse a lo que se le prescribía. Ya de antemano había entablado este
general relaciones con Sir Hugo Dalrymple, gobernador
de Gibraltar, y lejos de suspender sus tratos por la llegada a su cuartel
general del oficial francés Roquiat, de cuya comisión
hicimos mención en el anterior libro, las avivó y estrechó más y más. Tampoco
se retrajo de continuarlos ni por las ofertas que le hizo otro oficial de la
misma nación despachado al efecto, ni con el cebo del virreinato de Méjico que
tenían en Madrid como en reserva para halagar con tan elevada dignidad la
ambición de los generales, cuya decisión se conceptuaba de mucha importancia.
Es de temer no obstante que las pláticas con Dalrymple en nada hubieran terminado, si no hubiese llegado tan a tiempo el expreso de
Sevilla. A su recibo se pronunció abiertamente Castaños, y la causa común ganó
con su favorable declaración 8941 hombres de tropa reglada que estaban bajo sus
órdenes.
Tropezó
en Cádiz con mayores obstáculos el conde de Teba, que fue el oficial enviado de
Sevilla. Habitualmente residía en aquella plaza el capitán general de
Andalucía, siéndolo a la sazón Don Francisco Solano, marqués del Socorro y de
la Solana. No hacía mucho tiempo que había regresado a su puesto desde
Extremadura y de vuelta de la expedición de Portugal, en donde le vimos soñar
mejoras para el país puesto a su cuidado. Después del 2 de mayo solicitado y
lisonjeado por los franceses, y sobre todo vencido por los consejos de
españoles antiguos amigos suyos, con indiscreción se mostraba secuaz de los
invasores, graduando de frenesí cualquiera resistencia que se intentase. Ya
antes de mediados de mayo corrió peligro en Badajoz por la poca cautela conque
se expresaba. No anduvo más prudente en todo su camino. Al cruzar por Sevilla
se avistaron con él los que trabajaban para que aquella ciudad definitivamente
se alzase. Esquivó todo compromiso, mas molestado por sus instancias pidió
tiempo para reflexionar, y se apresuró a meterse en Cádiz. No satisfechos de su
indecisión, luego que tuvo lugar el levantamiento del 27, siendo ya algunos de
los conspiradores individuos de la nueva junta, impelieron a esta para que el
28 enviase a aquella plaza al mencionado conde de Teba, quien con gran ruido y
estrépito penetró por los muros gaditanos. Era allí muy amado el general
Solano: debíalo a su anterior conducta en el gobierno
del distrito, en el que se había desvelado por hacerse grato a la guarnición y
al vecindario. En idolatría se hubiera convertido la afición primera, si se
hubiese francamente declarado por la causa de la nación. Continuó vacilante e
incierto, y el titubear de ahora en un hombre antes presto y arrojado en sus
determinaciones, fue calificado de premeditada traición. Creemos ciertamente
que las esperanzas y promesas con que de una parte le habían traído
entretenido, y los peligros que advertía de la otra examinando militarmente la
situación de España, le privaron de la libre facultad de abrazar el honroso
partido a que era llamado de Sevilla. Así fue que al recibir sus pliegos ideó
tomar un sesgo con que pudiera cubrirse.
Convocó a
este propósito una reunión de generales, en la que se decidiese lo conveniente
acerca del oficio traído por el conde de Teba. Largamente se discurrió en su
seno la materia, y prevaleciendo como era natural el parecer de Solano, se
acordó la publicación de un bando cuyo estilo descubría la mano de quien le
había escrito. Dábanse en él las razones militares
que asistían para considerar como temeraria la resistencia a los franceses, y
después de varias inoportunas reflexiones se concluía con afirmar que puesto
que el pueblo la deseaba, no obstante las poderosas razones alegadas, se
formaría un alistamiento y se enviarían personas a Sevilla y otros puntos,
estando todos los once, que suscribían al bando, prontos a someterse a la
voluntad expresada. Contento Solano con lo que se había determinado le faltó
tiempo para publicarlo, y de noche con hachas encendidas y grande aparato mandó
pregonar bando por las calles, como si no bastase el solo acuerdo para dar
suficiente pábulo a la inquietud del pueblo.
La
desusada ceremonia atrajo a muchos curiosos, y luego que oyeron lo que de
oficio se anunciaba, se irritaron sobremanera los circunstantes, y con el
bullicio y el numeroso concurso pensaron los más atrevidos en aprovecharse de
la ocasión que se les ofrecía, y de montón acudieron todos a casa del capitán
general. Allí un joven llamado Don Manuel Larrús,
subiendo en hombros de otro, tomó la palabra y respondiendo una tras de otra a
las razones del bando, terminó con pedir a nombre de la ciudad que se declarase
la guerra a los franceses, y se intimase la rendición a su escuadra fondeada en
el puerto. Abatiose el altivo Solano a la voz del
mozo, y quien para dicha suya y de su patria hubiera podido, acaudillándolas,
ser árbitro y dueño de las voluntades gaditanas, tuvo que arrastrarse en pos de un desconocido. Convino pues en juntar al día
siguiente los generales, y ofreció que en todo se cumpliría lo que demandaba el
pueblo.
La
algazara promovida por la publicación del bando siguió hasta rayar la aurora, y
la muchedumbre cercó y allanó en uno de sus paseos la casa del cónsul francés
Mr. Le Roi, cuyo lenguaje soberbio y descomedido le
había atraído la aversión aun de los vecinos más tranquilos. Se refugió el
cónsul en el convento de S. Agustín y de allí fue a bordo de su escuadra.
Acompañó a este desmán el de soltar a algunos presos, pero no pasó más allá el
desorden. Los amotinados se aproximaron después al parque de artillería para
apoderarse de las armas, y los soldados en vez de oponerse los excitaron y
ayudaron.
A la
mañana inmediata 29 de mayo celebró Solano la ofrecida junta de generales, y
todos condescendieron con la petición del pueblo. Antes había ya habido algunos
de ellos que en vista del mal efecto causado por la publicación del bando,
procuraron descargar sobre el capitán general la propia responsabilidad,
achacando la resolución a su particular conato: indigna flaqueza que no poco
contribuyó a indisponer más y más los ánimos contra Solano. Ayudó también a
ello la frialdad e indiferencia que este dejaba ver en medio de su carácter
naturalmente fogoso. No descuidaron la malevolencia y la enemistad emplear
contra su persona las apariencias que le eran adversas, y ambas pasiones
traidoramente atizaron las otras y más nobles que en el día reinaban.
Por la
tarde se presentó en la plaza de S. Antonio el ayudante Don José Luquey anunciando al numeroso concurso allí reunido que
según una junta celebrada por oficiales de marina, no se podía atacar la
escuadra francesa sin destrozar la española todavía interpolada con ella. Se
irritaron los oyentes y serían las cuatro de la tarde cuando en seguida se
dirigieron a casa del general. Se permitió subir a tres de ellos, entre los que
había uno que de lejos se parecía a Solano. El gentío era inmenso y tal el
bullicio y la algazara que nadie se entendía. En tanto el joven que tenía
alguna semejanza con el general se asomó al balcón. La multitud aturdida le tomó
por el mismo Solano, y las señas que hacía para ser oído, por una negativa dada
a la petición de atacar a la escuadra francesa. Entonces unos sesenta que
estaban armados hicieron fuego contra la casa, y la guardia mandada por el
oficial San Martín, después caudillo célebre del Perú, se metió dentro y
atrancó la puerta. Creció la saña, trajeron del parque cinco piezas y apuntaron
contra la fachada, separada de la muralla por una calle baja, un cañón de a
veinticuatro de los que coronaban aquella. Rompieron las puertas, huyó Solano,
y encaramándose por la azotea se acogió a casa de su vecino y amigo el irlandés Strange. Al llegarse encontró con Don Pedro Olaechea,
hombre oscuro, y que habiendo sido novicio en la Cartuja de Jerez, se le
contaba entre los principales alborotadores de aquellos días. Presumiendo este
que el perseguido general se habría ocultado allí, habíasele adelantado entrando por la puerta principal. Se sorprendió Solano con el
inesperado encuentro, mas ayudado del comandante del regimiento de Zaragoza Creach que casualmente entraba a visitar a la señora de Strange, juntos encerraron al ex-cartujo en un pasadizo, de donde queriendo el tal por una claraboya escaparse se
precipitó a un patio, de cuyas resultas murió a pocos días. Pero Solano no
pudiendo evadirse por parte alguna, se escondió en un hueco oculto que le
ofrecía un gabinete alhajado a la turca, donde la multitud corriendo en su
busca desgraciadamente le descubrió. Pugnó valerosa, pero inútilmente, por
salvarle la esposa del señor Strange Doña María Tuker; la hirieron en un brazo, y al fin sacaron por
violencia de su casa a la víctima que defendía. Arremolinándose la gente
colocaron en medio al marqués y se le llevaron por la muralla adelante con
propósito de suspenderle en la horca. Iba sereno y con brío, no apareciendo en
su semblante decaimiento ni desmayo. Maltratado y ofendido por el paisanaje y
soldadesca, recibió al llegar a la plaza de San Juan de Dios una herida que
puso término a sus días y a su tormento. Revelaríamos para execración de la
posteridad el nombre del asesino, si con certeza hubiéramos podido averiguarlo.
Bien sabemos a quién y cómo se ha inculpado, pero en la duda nos abstenemos de
repetir vagas acusaciones.
Reemplazó
al muerto capitán general D. Tomás de Morla, gobernador de Cádiz. Aprobó la
junta de Sevilla el nombramiento, y envió para asistirle y quizá para vigilarle
al general Don Eusebio Antonio Herrera, individuo suyo. Se hizo marchar
inmediatamente hacia lo interior parte de las tropas que había en Cádiz y sus
contornos, no contándose en la plaza otra guarnición que los regimientos
provinciales de Córdoba, Écija, Ronda y Jerez, y los dos de línea de Burgos y
Órdenes militares, que casi se hallaban en cuadro. El 31 se juró solemnemente a
Fernando VII y se estableció una junta dependiente de la suprema de Sevilla. En
la misma mañana parlamentaron con los ingleses el jefe de escuadra Don Enrique Macdonnell y el oidor Don Pedro Creux. Conformáronse aquellos con las disposiciones de la
junta sevillana, reconocieron su autoridad y ofrecieron 5000 hombres que a las
órdenes del general Spencer iban destinados a Gibraltar.
Cobrando
cada vez más aliento la junta suprema de Sevilla hizo el 6 de junio una
declaración solemne de guerra contra Francia, afirmando «que no dejaría las
armas de la mano hasta que el emperador Napoleón restituyese a España al rey
Fernando VII y a las demás personas reales, y respetase los derechos sagrados
de la nación que había violado, y su libertad, integridad e independencia.»
Publicó por el mismo tiempo que esta declaración otros papeles de grande
importancia, señalándose entre todos el conocido con el nombre de Prevenciones.
En él se daban acomodadas reglas para la guerra de partidas, única que convenía
adoptar; se recomendaba el evitare las acciones generales, y se concluía con el
siguiente artículo, digno de que a la letra se reproduzca en est lugar: «se cuidará de hacer entender y persuadir a la
nación que libres, como esperamos, de esta cruel guerra a que nos han forzado
los franceses, y puestos en tranquilidad y restituido al trono nuestro rey y
señor Fernando VII, bajo él y por él se convocarán cortes, se reformarán los
abusos y se establecerán las leyes que el tiempo y la experiencia dicten para
el público bien y felicidad; cosas que sabemos hacer los españoles, que las
hemos hecho con otros pueblos sin necesidad de que vengan los... franceses a
enseñárnoslo...» Dedúzcase de aquí si fue un fanatismo ciego y brutal el
verdadero móvil de la gloriosa insurrección de España, como han querido
persuadirlo extranjeros interesados o indignos hijos de su propio suelo.
Jaén y
Córdoba se sublevaron a la noticia de la declaración de Sevilla, y se
sometieron a su junta, creando otras para su gobierno particular, en que
entraron personas de todas clases. En Jaén desconfiándose del corregidor Don
Antonio María de Lomas, le trasladaron preso a pocos días a Valdepeñas de la
Sierra, en donde el pueblo alborotado le mató a fusilazos. Córdoba se apresuró
a formar su alistamiento, dirigió gran muchedumbre de paisanos a ocupar el
puente de Alcolea, dándose el mando de aquella fuerza armada, llamada
vanguardia de Andalucía, a Don Pedro Agustín de Echevarri.
Aprobó la junta de Sevilla dicho nombramiento; la que por su parte no cesaba de
activar y promover las medidas de defensa. Confió el mando de todo el ejército
a Don Francisco Javier Castaños, recompensa debida a su leal conducta, y el 9
de junio salió este general a desempeñar su honorífico encargo.
Rendición
de la escuadra francesa surta en Cádiz.
Entre
tanto quedaba por terminar un asunto que al paso que era grave interesaba a la
quietud y aun a la gloria de Cádiz. La escuadra francesa surta en el puerto
todavía tremolaba a su bordo el pabellón de su nación, y el pueblo se dolía de
ver izada tan cerca de sus muros y en la misma bahía una bandera tenida ya por
enemiga. Era además muy de temer, abierta la comunicación con los ingleses, que
no consintiesen estos tener largo tiempo casi al costado de sus propias naves y
en perfecta seguridad una escuadra de su aborrecido adversario. Instó por
consiguiente el pueblo en que prontamente se intimase la rendición al almirante
francés Rossilly. El nuevo general Morla, fuera
prudencia para evitar efusión de sangre, o fuera que anduviese aún dudoso en el
partido que le convenía abrazar [sospecha a que da lugar su posterior
conducta], procuraba diferir las hostilidades divirtiendo la atención pública
con mañosas palabras y dilaciones. El almirante francés con la esperanza de que
avanzasen a Cádiz tropas de su nación, pedía que no se hiciese novedad alguna
hasta que el emperador contestase a la demanda hecha en proclamas y
declaraciones de que se entregase a Fernando VII: estratagema que ya no podía
engañar ni sorprender a la honradez española. Aprovechándose de la tardanza
mejoraron los franceses su posición, metiéndose en el canal del arsenal de la
Carraca, y colocándose de suerte que no pudieran ofenderles los fuegos de los
castillos ni de la escuadra española. Constaba la francesa de cinco navíos y
una fragata: su almirante Mr. de Rossilly hizo
después una nueva proposición, y fue que para tranquilizar los ánimos saldría
de bahía si se alcanzaba del británico, anclado a la boca, el permiso de
hacerse a la vela sin ser molestado; y si no, que desembarcaría sus cañones,
conservaría a bordo las tripulaciones y arriaría la bandera, dándose mutuamente
rehenes, y con el seguro de ser respetado por los ingleses. Morla rehusó dar
oídos a proposición alguna que no fuese la pura y simple entrega.
Hasta el
9 de junio se habían prolongado estas pláticas, en cuyo día temiéndose el enojo
público se rompió el fuego. El almirante inglés Collingwood que de Toulon había
venido a suceder a Purvis, ofreció su asistencia,
pero no juzgándola precisa fue desechada amistosamente. Empezó el cañón del Trocadero a batir a los enemigos, sosteniendo sus fuegos
las fuerzas sutiles del arsenal y las del apostadero de Cádiz que fondearon
frente de Fort-Luis. El navío francés Algeciras incomodado por la batería de
morteros de la cantera, la desmontó: también fue a pique una cañonera mandada
por el alférez Valdés y el místico de Escalera, pero sin desgracia. La pérdida
de ambas partes fue muy corta. Continuó el fuego el 10, en cuyo día a las tres
de la tarde el navío Héroe francés que montaba el almirante Rossilly,
puso bandera española en el trinquete, y afirmó la de parlamento el navío
Príncipe, en el que estaba Don Juan Ruiz de Apodaca comandante de nuestra
escuadra. Abriéronse nuevas conferencias que duraron
hasta la noche del 13, y en ella se intimó a Rossilly que a no rendirse romperían fuego destructor dos baterías levantadas junto al
puente de la nueva población. El 14 a las siete de la mañana izó el navío
Príncipe la bandera de fuego, y entonces se entregaron los franceses a merced
del vencedor. Regocijó este triunfo, si bien no costoso ni difícil, porque con
eso quedaba libre y del todo desembarazado el puerto de Cádiz, sin haber habido
que recurrir a las fuerzas marítimas de los nuevos aliados.
En tanto
Sevilla, acelerando el armamento y la organización militar, envió a todas
partes avisos y comisionados; y Canarias y las provincias de América no fueron
descuidadas en su solícita diligencia. Quiso igualmente asentar con el gobierno
inglés directas relaciones de amistad y alianza, no bastándole las que
interinamente se habían entablado con sus almirantes y generales: a cuyo fin
diputó con plenos poderes a los generales D. Adrián Jácome y D. Juan Ruiz de
Apodaca, que después veremos en Inglaterra. Ahora conviene seguir narrando la
insurrección de las otras provincias.
Levantamiento
de Granada.
Hemos
referido más arriba que Córdoba y Jaén habían reconocido la supremacía de
Sevilla. No fue así en Granada. Asiento de una capitanía general y de una
chancillería, no había estado avezada aquella ciudad, así por esto como por su
extensión y riqueza a recibir órdenes de otra provincia. Por tanto determinó
elegir un gobierno separado, levantar un ejército propio suyo, y concurrir con
brillantez y esfuerzo a la común defensa. En los dos últimos meses se habían
dejado sentir los mismos síntomas de desasosiego que en las otras partes; pero
no adquirió aquel descontento verdadera forma de insurrección hasta el 29 de
mayo. A la una de aquel día entró por la ciudad a caballo y con grande
estruendo el teniente de artillería Don José Santiago, que traía pliegos de
Sevilla. Acompañado de paisanos de las cercanías y de otros curiosos que se
agregaron con tanta más facilidad cuanto era domingo, se dirigió a casa del
capitán general.
Éralo a
la sazón Don Ventura Escalante, hombre pacífico y de escaso talento, quien
aturdido con la noticia de Sevilla se quedó sin saber a qué partido ladearse.
Por de pronto con evasivas palabras se limitó a mandar al oficial que se
retirase, con lo que creció por la noche la agitación, y agriamente se censuró
la conducta tímida del general. Ser el día siguiente 30 el de San Fernando, no
poco influyó para acalorar más los ánimos. Así fue que por la mañana
agolpándose mucha gente a la plaza nueva, en donde está la chancillería,
residencia del capitán general, se pidió con ahínco por los que allí se
agruparon que se proclamase a Fernando VII. El general, en aquel aprieto, con
gran séquito de oficiales, personas de distinción y rodeado de la turba
conmovida salió a caballo, llevando por las calles como en triunfo el retrato
del deseado rey. Pero viendo el pueblo que las providencias tomadas se habían
limitado al vano aunque ostentoso paseo, se indignó de nuevo, e incitado por
algunos acudió de tropel y por segunda vez a casa del general, y sin disfraz le
requirió que desconfiándose de su conducta era menester que nombrase una junta,
la cual encargada que fuese del gobierno, cuidara con particularidad de armar a
los habitantes. Cedió el Escalante a la imperiosa insinuación. Parece ser que
el principal promovedor de la junta, y el que dio la lista de sus miembros, fue
un monje jerónimo llamado el P. Puebla, hombre de vasta capacidad y de carácter
firme. Eligiose por presidente al capitán general, y
más de cuarenta individuos de todas clases entraron a componer la nueva
autoridad. Al instante se pensó en medidas de guerra: el entusiasmo del pueblo
no tuvo límites, y se alistó la gente en términos que hubo que despedir gran
parte. Llovieron los donativos y las promesas, y bien pronto no se vieron por
todos lados sino fábricas de monturas, de uniformes y de composición de armas.
Granada puede gloriarse de no haber ido en zaga en patriotismo y heroicos
esfuerzos a ninguna otra de las provincias del reino. Y ¡ojalá que en todas
hubiera habido tanta actividad y tanto orden en el empleo de sus medios!
Pero,
ciudad extendida e indefensa, hubiera sin embargo corrido gran riesgo si alguna
fuerza enemiga se hubiera acercado a sus puertas. Se hallaba sin tropas,
destinadas a otros puntos las que antes la guarnecían. Un solo batallón suizo
que quedaba, por orden de la corte se había ya puesto en marcha para Cádiz.
Felizmente no se había alejado todavía, y en obediencia a un parte de la junta
retrocedió y sirvió de apoyo a la autoridad.
Declarada
con entusiasmo la guerra a Bonaparte, requisito que acompañaba siempre a la
insurrección, se llamó de Málaga a Don Teodoro Reding,
su gobernador, para darle el mando de la gente que se armase, y tuvo la
especial comisión de adiestrarla y disciplinarla el brigadier Don Francisco
Abadía, quien la desempeñó con celo y bastante acierto. Todos los pueblos de la
provincia imitaron el ejemplo de Granada. En Málaga pereció desgraciadamente el
20 de junio el vicecónsul francés Mr. D’Agaud y Don
Juan Croharé, que sacó a la fuerza el populacho del
castillo de Gibralfaro en donde estaban detenidos. Pero sus muertes no quedaron
impunes, vengándolas el cadalso en la persona de Cristóbal Ávalos y de otros
dos, a quienes se consideró como principales culpados.
La junta
de Granada no contenta con los auxilios propios y con las armas que aguardaba
de Sevilla, envió a Gibraltar en comisión a Don Francisco Martínez de la Rosa,
quien a pesar de su edad temprana era ya catedrático en aquella universidad, y
mereció por sus aventajadas partes ser honrado con encargo de tanta confianza.
No dejó en su viaje de encontrar con embarazos, recelosos los pueblos de
cualquiera pasajero que por ellos transitaba. Siendo el segundo español que en
comisión fue a Gibraltar para anunciar la insurrección de las provincias
andaluzas, le acogieron los moradores con júbilo y aplauso. No tanto el
gobernador Sir Hugo Dalrymple. Prevenido en favor de
un enviado de Sevilla que era el que le había precedido, temía el inglés una
fatal desunión si todos no se sometían a un centro común de autoridad. Al fin
condescendió en suministrar al comisionado de Granada fusiles y otros
pertrechos de guerra, con lo que, y otros recursos que le facilitaron en
Algeciras, cumplió satisfactoriamente con su encargo. A la llegada de tan
oportunos auxilios se avivó el armamento, y en breve pudo Granada reunir una
división considerable de sus fuerzas a las demás de Andalucía, capitaneándolas
el mencionado Don Teodoro Reding, de quien era mayor
general Don Francisco Abadía, y teniendo por intendente a Don Carlos Veramendi,
sujetos todos tres muy adecuados para sus respectivos empleos.
Deslustrose
el limpio brillo de la revolución granadina con dos deplorables
acontecimientos. Don Pedro Trujillo, antiguo gobernador de Málaga, residía en
Granada, y mirábasele con particular encono por su
anterior proceder y violentas exacciones, sin recomendarle tampoco a las
pasiones del día su enlace con Doña Micaela Tudó,
hermana de la amiga del príncipe de la Paz. Hiciéronse mil conjeturas acerca de su mansión, e imputábasele tener algún encargo de Murat. Para protegerle y calmar la agitación pública, se
le arrestó en la Alhambra. Determinaron después bajarle a la cárcel de corte,
contigua a la chancillería, y esta fue su perdición, porque al atravesar la
plaza nueva se amontonó gente dando gritos siniestros, y al entrar en la
prisión se echaron sobre él a la misma puerta y le asesinaron. Lleno de heridas
arrastraron como furiosos su cadáver. Achacose entre otros a tres negros el
homicidio, y sumariamente fueron condenados, ejecutados en la cárcel, y ya
difuntos puestos en la horca una mañana. Al asesinato de Trujillo siguiéronse otros dos, el del corregidor de Velez-Málaga y el de Don Bernabé Portillo, sujeto dado a la
economía política, y digno de aprecio por haber introducido en la abrigada
costa de Granada el cultivo del algodón. Su indiscreción contribuyó a
acarrearle su pérdida. Ambos habían sido presos y puestos en la cartuja
extramuros para que estuviesen más fuera del alcance de insultos populares. El
23 de junio, día de la octava del Corpus, había en aquel monasterio una
procesión. Despachábase por los monjes con motivo de
la fiesta mucho vino de su cosecha, y un lego era el encargado de la venta.
Viendo este a los concurrentes alegres y enardecidos con el mucho beber, díjoles: «más valía no dejar impunes a los dos traidores
que tenemos adentro.» No fue necesario repetir la aleve insinuación a hombres
ebrios y casi fuera de sentido. Entraron pues en el monasterio, sacaron a los
dos infelices y los apuñalaron en el Triunfo. Sañudo el pueblo parecía
inclinarse a ejecutar nuevos horrores, maliciosamente incitado por un fraile de
nombre Roldán. Doloroso es en verdad que ministros de un Dios de paz embozados
con la capa del patriotismo se convirtiesen en crueles carniceros. Por dicha el
síndico del común llamado Garcilaso distrajo la atención de los sediciosos, y
los persuadió a que no procediesen contra otros sin suficientes y
justificativas pruebas. La autoridad no desperdició la noche que sobrevino:
prendió a varios, y de ellos hizo
ahorcar a nueve, que cubiertas las cabezas con un velo, se suspendieron en el
patíbulo, enviando después a presidio al fraile Roldán. Aunque el castigo era
desusado en su manera, y recordaba el misterioso secreto de Venecia, mantuvo el
orden y volvió a los que gobernaban su vigoroso influjo. Desde entonces no se
perturbó la tranquilidad de Granada, y pudieron sus jefes con más sosiego
ocuparse en las medidas que exigía su noble resolución.
Levantamiento
de Extremadura.
La
provincia de Extremadura había empezado a desasosegarse desde el famoso aviso
del alcalde de Móstoles, que ya alcanzó a Badajoz en 4 de mayo. Era gobernador
y comandante general el conde de la Torre del Fresno, quien en su apuro se
asesoró con el marqués del Socorro general en jefe de las tropas que habían
vuelto de Portugal. Ambos convocaron a junta militar, y de sus resultas se dio
el 5 una proclama contra los franceses, la primera quizá que en este sentido se
publicó en España, enviando además a Lisboa, Madrid y Sevilla varios oficiales
con comisiones al caso e importantes. Obraron de buena fe Torre del Fresno y
Socorro en paso tan arriesgado; pero recibiendo nuevos avisos de estar
restablecida la tranquilidad en la capital, así uno como otro mudaron de
lenguaje y sostuvieron con empeño el gobierno de Madrid. Habían alucinado a
Socorro cartas de antiguos amigos suyos, y halagádole la resolución de Murat de que volviese a su capitanía general de Andalucía para
donde en breve partió. Su ejemplo y sus consejos arrastraron a Torre del Fresno
que carecía de prendas que le realzasen: general cortesano y protegido como
paisano suyo por el príncipe de la Paz, aplacíale más
la vida floja y holgada que las graves ocupaciones de su destino. Sin la
necesaria fortaleza aun para tiempos tranquilos, mal podía contrarrestar el
torrente que amenazaba. La fermentación crecía, menguaba la confianza hacia su
persona, y avivando las pasiones los impresos de Madrid que tanto las
despertaron en Sevilla, trataron entonces algunas personas de promover el
levantamiento general. Se contaban en su número y eran los más señalados Don
José María Calatrava, después ilustre diputado de cortes, el teniente rey Mancio y el tesorero Don Félix Ovalle, quienes se juntaban
en casa de Don Alonso Calderón. Se concertó en las diversas reuniones un vasto
plan que el 3 o 4 de junio debía ejecutarse al mismo tiempo en Badajoz y
cabezas de partido. En el ardor que abrigaban los pechos españoles no era dado
calcular friamente el momento de la explosión como en
las comunes conjuraciones. Ahora todos conspiraban, y conspiraban en calles y
plazas. Ciertos individuos formaban a veces propósito de enseñorearse de esta
disposición general y dirigirla; pero un incidente prevenía casi siempre sus
laudables intentos.
Así fue
en Badajoz, en donde un caso parecido al de la Coruña anticipó el estampido.
Había ordenado el gobernador que el 30, día de San Fernando, no se hiciese la
salva, ni se enarbolase la bandera. Notose la falta,
se apiñó la gente en la muralla, y una mujer atrevida después de reprender a
los artilleros cogió la mecha y prendió fuego a un cañón. Al instante
dispararon los otros, y a su sonido levantose en toda
la ciudad el universal grito de viva Fernando VII y mueran los franceses.
Cuadrillas de gente recorrieron las calles con banderolas, panderos y sonajas,
sin cometer exceso alguno. Se encaminaron a casa del gobernador, cuya voz se
empleó exclusivamente en predicar la quietud. Impacientáronse con sus palabras los numerosos espectadores, y ultrajáronle con el denuesto de traidor. Mientras tanto y azarosamente llegó un postillón
con pliegos, y se susurró ser correspondencia sospechosa y de un general
francés. Ciegos de ira y sordos a las persuasiones de los prudentes, enfureciéronse los más y treparon sin demora hasta entrarse
por los balcones. Acobardado Torre del Fresno se evadió por una puerta falsa, y
en compañía de dos personas aceleró sus pasos hacia la puerta de la ciudad que
da al Guadiana. Advirtiendo su ausencia siguieron la huella, le encontraron, y
rodeado de gran gentío se metió en el cuerpo de guardia sin haber quien le
obedeciese. Cundió que se fugaba, y en medio de la pendencia que suscitó el
quererle defender unos y acometerle otros, le hirió un artillero, y lastimado
de otros golpes de paisanos y soldados fue derribado sin vida. Arrastraron
después el cadáver hasta la puerta de su casa, en cuyos umbrales le dejaron
abandonado. Víctima inocente de su imprudencia, nunca mereció el injurioso epíteto
de traidor con que amargaron sus últimos suspiros.
El
brigadier de artillería Don José Galluzo fue elevado
al mando supremo, y al gobierno de la plaza el teniente rey Don Juan Gregorio Mancio. Interinamente se congregó una junta de unas veinte
personas escogidas entre las primeras autoridades y hombres de cuenta. Los
partidos constituyeron del mismo modo otras en sus respectivas comarcas, y
unidos obedecieron las órdenes de la capital. Hubo por todas partes el mejor
orden, a excepción de la ciudad de Plasencia y de la villa de los Santos, en
donde se ensangrentó el alzamiento con la muerte de dos personas. Las clases
sin distinción se esmeraron en ofrecer el sacrificio de su persona y de sus
bienes, y los mozos acudieron a enregimentarse como
si fuesen a una festiva romería.
Entristeció
sin embargo a los cuerdos el absoluto poder que por pocos días ejerció el
capitán Don Ramón Gavilanes, despachado de Sevilla para anunciar su
pronunciamiento. Al principio con nueva tan halagüeña colmó su llegada de
júbilo y satisfacción. Acibarose luego al ver que por
la flaqueza de Don José Galluzo procedió el Gavilanes
a manera de dictador de índole singular, repartiendo gracias y honores, y aun
inventando oficios y empleos antes desconocidos. La junta sucumbió a su
influjo, y confirmó casi todos los nombramientos; mas volviendo en sí puso
término a las demasías del intruso capitán, procurando que se olvidase su
propia debilidad y condescendencia con las medidas enérgicas que adoptó.
Después ella misma legitimó la autoridad provincial convocando una junta a que
fueron llamados representantes de la capital, de los otros partidos, de los
gremios y principales corporaciones.
Casi
desmantelada la plaza de Badajoz y desprovistos sus habitantes de lo más
preciso para su defensa, fue su resolución harto osada, estando el enemigo no
lejos de sus puertas. Ocupaba a Elvas el general Kellerman, y para disfrazar el estado de la ciudad alzada,
se emplearon mil estratagemas que estorbasen un impensado ataque. La guarnición
estaba reducida a 500 hombres. La milicia urbana cubría a veces el servicio
ordinario. Uno de los dos regimientos provinciales estaba fuera de Extremadura,
el otro permanecía desarmado. Las demás plazas de la frontera, débiles de suyo,
ahora lo estaban aún más, arruinándose cada día las fortificaciones que las
circuían. Todo al fin fue remediándose con la actividad y celo que se desplegó.
Al acabar junio contó ya el ejército extremeño 20.000 hombres. Sirvieron mucho
para su formación los españoles que a bandadas se escapaban de Portugal a pesar
de la estrecha vigilancia de Junot: y de los pasados portugueses y del propio
ejército francés pudo levantarse un cuerpo de extranjeros. Importantísimo fue
para España y particularmente para Sevilla el que se hubiera alzado
Extremadura. Con su ayuda se interrumpieron las comunicaciones directas de los
franceses del Alentejo y de la Mancha, y no pudieron estos ni combinar sus
operaciones, ni darse la mano para apagar la hoguera de insurrección encendida
en la principal cabeza de las Andalucías.
Castilla
la Nueva.
Ocupadas
u observadas de cerca por el ejército francés las cinco provincias en que se
divide Castilla la Nueva, no pudieron en lo general sus habitantes formar
juntas ni constituirse en un gobierno estable y regular. Procuraron con todo en
muchas partes cooperar a la defensa común, ya enviando mozos y auxilios a las
que se hallaban libres, ya provocando y favoreciendo la deserción de los
regimientos españoles que estaban dentro de su territorio, y ya también
hostigando al enemigo e interceptando sus correos y comunicaciones. El ardor de
Castilla por la causa de la patria caminaba al par del de las otras provincias
del reino, y a veces raros ejemplos de valor y bizarría ennoblecieron e
ilustraron a sus naturales. Más adelante veremos los servicios que allí se
hicieron, sobre todo en la desprevenida y abierta Mancha. Ya desde el principio
se difundieron proclamas para excitar a la guerra, y aun hubo parajes en que
hombres atrevidos dieron acertado impulso a los esfuerzos individuales.
Penetradas
de iguales sentimientos y alentadas por la protección que las circunstancias
les ofrecían, lícito les fue a las tropas que tenían sus acantonamientos en los
pueblos castellanos, desampararlos e ir a incorporarse con los ejércitos que
por todas partes se levantaban. Entre las acciones que brillaron con más pureza
en estos días de entusiasmo y patriotismo, asombrosa fue y digna de mucha loa
la resolución de Don José Veguer, comandante de zapadores y minadores, quien
desde Alcalá de Henares y a tan corta distancia de Madrid partió en los últimos
días de mayo con 110 hombres, la caja, las armas, banderas, pertrechos y
tambores, y desoyendo las promesas que en su marcha recibió de un emisario de
Murat, en medio de fatigas y peligros, amparado por los habitantes, y
atravesando por la sierra de Cuenca, tomó la vuelta de Valencia, a cuya junta
se ofreció con su gente. Al amor de la insurrección que cundía, buscaron los
otros soldados el honroso sendero ya trillado por los zapadores. Así se
apresuraron en la Mancha a imitar su glorioso ejemplo los carabineros reales, y
en Talavera sucedió otro tanto con los voluntarios de Aragón y un batallón de
Saboya que iban con destino a domeñar la Extremadura. ¿Qué más? De Madrid mismo
desertaban oficiales y soldados sueltos de todos los cuerpos y partidas
enteras, como se verificó con una de dragones de Lusitania y otra del
regimiento de España, la cual salió por sus mismas puertas sin estorbo ni
demora. Fácil es figurarse cuál sería la sorpresa y aturdimiento de los
franceses al ver el desorden y la agitación que reinaban en las poblaciones
mismas de que eran dueños, y la desconfianza y desmayo que debían sembrarse en
sus propias filas. Por momentos se acrecentaban sus zozobras, pues cada día
recibían la nueva de alguna provincia levantada, y no poco los desconcertó el
correo portador de lo que pasaba en la parte oriental de España que vamos a
recorrer.
Cartagena
y Murcia.
Fue allí
Cartagena la primera que dio la señal, compeliendo a levantar el estandarte de
independencia a Murcia y pueblos de su comarca. Plaza de armas y departamento
de marina reunía Cartagena un cúmulo de ventajas que fomentaban el deseo de
resistencia que la dominaba. Se esparció el 22 de mayo que el general Don José
Justo Salcedo pasaba a Mahón para encargarse de nuevo del mando de la escuadra
allí fondeada y conducirla a Toulon. Interesaba esta providencia a un
departamento de cuya bahía aquella escuadra había levado el ancla, y en donde
se albergaban muchas personas conexionadas con las tripulaciones de su bordo.
Por acaso en el mismo día vinieron las renuncias de Bayona, vehemente
incitativo al levantamiento de toda España, y con ellas otras noticias tristes
y desconsoladoras. Amontonándose a la vez novedades tan extraordinarias
causaron una tremenda explosión. El cónsul de Francia se refugió a un buque
dinamarqués. Reemplazó a Don Francisco de Borja, capitán general del
departamento, Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, siendo después el 10 de junio
inmediato asesinado el primero de resultas de un alboroto a que dio ocasión un
artículo imprudente de la Gaceta de Valencia. Escogieron por gobernador al
marqués de Camarena la Real, coronel del regimiento de Valencia, y se formó en
fin una junta de personas distinguidas del pueblo, en cuyo número brillaba el
sabio oficial de marina Don Gabriel Ciscar. Cartagena declarada era un fuerte
estribo en que se podían apoyar confiadamente la provincia de Murcia y toda la
costa. Abiertos sus arsenales y depósitos de armas, era natural que proveyesen
en abundancia, como así lo hicieron, de pertrechos militares a todos los que se
agregasen para sostener la misma causa. Nada se omitió por la ciudad después de
su insurrección para aguijar a las otras. Y fue una de sus oportunas y primeras
medidas poner en cobro la escuadra de Mahón, a cuyo puerto y con aquel objeto
fue despachado el teniente de navío Don José Duelo, quien llegando a tiempo
impidió que se hiciese a la vela como iba Salcedo a verificarlo conformándose
con una orden de Murat recibida por la vía de Barcelona.
De los
emisarios que Cartagena había enviado a otras partes penetraron en Murcia a las
siete de la mañana del 24 de mayo cuatro oficiales aclamando a voces a Fernando
VII. Se conmovió el pueblo a tan desusado rumor, y los estudiantes de San
Fulgencio, colegio insigne por los claros varones que ha producido, se
señalaron en ser de los primeros a abrazar la causa nacional. Acrecentándose el
tumulto, los regidores con el cabildo eclesiástico y la nobleza tuvieron
ayuntamiento, y acordaron la proclamación solemne de Fernando, ejecutándose en
medio de universales vivas. No hubo desgracias en aquella ciudad, y solo por
precaución arrestaron a algunos mirados con malos ojos por el pueblo y al que
hacía de cónsul francés. En la de Villena pereció su corregidor y algún
dependiente suyo, hombres antes odiados. Se eligió una junta de dieciséis
personas entre las de más monta, resaltando en la lista el nombre del conde de
Floridablanca, con quien a pesar de su avanzada edad todavía nos encontraremos.
El mando de las tropas se confió a Don Pedro González de Llamas, antiguo
coronel de milicias, y comenzaron a adoptarse medidas de armamento y defensa.
Como esta provincia por lo que respecta a lo militar dependía del capitán
general de Valencia, sus tropas obraron casi siempre y de consuno, por lo menos
en un principio, con las restantes de aquel distrito.
Valencia.
Pero
entre las provincias bañadas por el Mediterráneo llamó la atención sobre todas
la de Valencia. Indispensable era que así fuese al ver sus heroicos esfuerzos,
sus sacrificios y desgraciadamente hasta sus mismos y lamentables excesos. Tributáronse a unos los merecidos elogios, y arrancaron los
otros justos y acerbos vituperios. Los naturales de Valencia activos e
industriosos, pero propensos al desasosiego y a la insubordinación, no era de
esperar que se mantuviesen impasibles y tranquilos, ahora que la desobediencia
a la autoridad intrusa era un título de verdadera e inmarcesible gloria. Sin
embargo ni los trastornos de marzo ni los pasmosos acontecimientos que desde
entonces se agolparon unos en pos de otros, habían
suscitado sino hablillas y corrillos hasta el 23 de mayo. En la madrugada de
aquel día se recibió la Gaceta de Madrid del 20, en la que se habían insertado
las renuncias de la familia real en la persona del emperador de los franceses.
Solían por entonces gentes del pueblo juntarse a leer dicho papel en un puesto
de la plazuela de las Pasas, encargándose uno de satisfacer en voz alta la
curiosidad de los demás concurrentes. Tocó en el 23 el desempeño de la
agradable tarea a un hombre fogoso y atrevido, quien al relatar el artículo de
las citadas renuncias rasgó la Gaceta y lanzó el primer grito de viva Fernando
VII y mueran los franceses. Respondieron a su voz los numerosos oyentes, y
corriendo con la velocidad del rayo se repitió el mismo grito hasta en los más
apartados lugares de la ciudad. Se aumentó el clamoreo agrupándose miles de
personas, y de tropel acudieron a la casa del capitán general, que lo era el
conde de la Conquista. En vano intentó este apaciguarlos con muchas y atentas
razones. El tumulto arreció, y en la plazuela de Santo Domingo mostráronse sobre todo los amotinados muy apiñados y
furiosos.
Faltábales caudillo, y allí por primera vez se les presentó el P. Juan Rico, religioso
franciscano, el cual resuelto, fervoroso, perito en la popular elocuencia y
resguardado con el hábito que le santificaba a los ojos de la muchedumbre, unía
en su persona poderosos alicientes para arrastrar tras sí a la plebe, dominarla
e impedir que enervase esta su fuerza con el propio desorden.
Arengó
brevemente al innumerable auditorio, le indicó la necesidad de una cabeza, y
todos le escogieron para que llevase la voz. Excusose Rico, insistió el pueblo, y al cabo cediendo aquel, fue llevado en hombros
desde la plazuela de Santo Domingo al sitio en que el real acuerdo celebraba
sus sesiones. Hubo entre los individuos de esta corporación y el P. Rico largo
coloquio, esquivando aquellos condescender con las peticiones del pueblo, y
persistiendo el último tenazmente en su invariable propósito. Acalorándose con
la impaciencia los ánimos, asintieron las autoridades a lo que de ellas se
exigía, y se nombró por general en jefe del ejército que iba a formarse al
conde de Cervellón, grande de España, propietario
rico del país, aunque falto de las raras dotes que semejante mando y aquellos
tiempos turbulentos imperiosamente reclamaban. Como el de la Conquista y el
real acuerdo habían con repugnancia sometídose a
tamaña resolución, procuraron escudarse con la violencia dando subrepticiamente
parte a Madrid de lo que pasaba, y pidiendo con ahínco un envío de tropas que
los protegiese. El pueblo ignorante de la doblez tranquilamente se recogió a
sus casas la noche del 23 al 24. En ella había el arzobispo tanteado a Rico, y ofrecídole una cuantiosa suma si quería desamparar a
Valencia, cuyo paso habiendo fallado por la honrosa repulsa del solicitado, se
despertaron los recelos, y en acecho los principales promovedores del alboroto
prepararon otro mayor para la mañana siguiente.
Rico se
había albergado aquella noche en el convento del Temple en el cuarto de un
amigo. Muy temprano y a la sazón en que el pueblo empezó a conmoverse, fue a
visitarle el capitán de Saboya Don Vicente González Moreno con dos oficiales
del propio cuerpo. Era de importancia su llegada, porque además de aunarse así
las voluntades de militares y paisanos, tenía Moreno amistad con personas de
mucho influjo en el pueblo y huerta de Valencia, tales eran Don Manuel y Don
Mariano Beltrán de Lis, quienes de antemano juntábanse con otros a deplorar los males que amenazaban a la patria, pagaban gente que
estuviese a su favor, y atizaban el fuego encubierto y sagrado de la
insurrección. Concordes en sentimientos Moreno y Rico meditaron el modo de
apoderarse de la ciudadela.
Un
impensado incidente estuvo entre tanto para envolver a Valencia en mil
desdichas. La serenidad y valor de una dama lo evitó felizmente. Habíase
empeñado el pueblo en que se leyesen las cartas del correo que iba a Madrid, y
en vano se cansaron muchos en impedirlo. La valija que las contenía fue
trasportada a casa del conde de Cervellón, y a poco
de haber comenzado el registro se dio con un pliego que era el duplicado del
parte arriba mencionado, y en el que el real acuerdo se disculpaba de lo hecho,
y pedía tropas en su auxilio. Viendo la hija del conde, que presenciaba el
acto, la importancia del papel, con admirable presencia de ánimo al intentar
leerle le cogió, rasgole en menudos pedazos, e
imperturbablemente arrostró el furor de la plebe amotinada. Esta, si bien
colérica, quedó absorta, y respetó la osadía de aquella señora que preservó de
muerte cierta a tantas personas. Acción digna de eterno loor.
En el
mismo día 24 y conforme a la conmoción preparada pensaron Rico, Moreno y sus
amigos en enseñorearse de la ciudadela. Con pretexto de pedir armas para el
pueblo se presentaron en gran número delante del acuerdo, y como este
contestase, según era cierto, que no las había, exigieron los amotinados para
cerciorarse con sus propios ojos que se les dejase visitar la ciudadela, en
donde debían estar depositadas. Se concedió el permiso a Rico con otros ocho;
pero llegados que fueron, todos entraron de montón, pasando a su bando el barón
de Rus que era gobernador. Gran brío dio este suceso a la revolución, y tanto
que sin resistencia de la autoridad se declaró el día 25 la guerra contra los
franceses, y se constituyó una junta numerosísima en que andaba mezclada la más
elevada nobleza con el más humilde artesano.
La
situación empero de Valencia hubiera sido muy peligrosa, si Cartagena no la
hubiese socorrido con armas y pertrechos de guerra. Estaba en esta parte tan
exhausta de recursos que aun de plomo carecía; pero para suplir tan notable
falta empezó igualmente la fortuna a soplar con próspero viento. Por singular
dicha arribó al Grao una fragata francesa cargada con 4000 quintales de aquel
metal, la cual sin noticia del levantamiento vino a ponerse a la sombra de las
baterías del puerto, dándole caza un corsario inglés. A la entrada fue
sorprendida y apresada, y se envió a su contrario, que bordeaba a la banda de
afuera, un parlamento para comunicarle las grandes novedades del día, y
confiarle pliegos dirigidos a Gibraltar. En esta doble y feliz casualidad vio el
pueblo la mano de la providencia, y se ensanchó su ánimo alborozado.
Hasta
ahora en medio del conflicto que había habido entre las autoridades y los
amotinados no se había cometido exceso alguno. Sospechas nacidas del acaso
empezaron a empañar la revolución valenciana, y acabaron al fin por
ensangrentarla horrorosamente.
Don
Miguel de Saavedra, barón de Albalat, había sido uno de los primeros nombrados
de la junta para representar en ella a la nobleza. Mas reparándose que no
asistía, se susurró haber pasado a Madrid para dar en persona cuenta a Murat de
las ruidosas asonadas: rumor falso e infundado. Solamente había de cierto que
el barón, odiado por el pueblo desde años atrás en que como coronel de milicias decíase haber mandado hacer fuego contra la multitud
opuesta a la introducción y establecimiento de aquel cuerpo, creyó prudente
alejarse de Valencia mientras durase el huracán que la azotaba, y se retiró a
Buñol siete leguas distante. Su ausencia renovó la antigua llaga todavía no
bien cerrada, y el espíritu público se encarnizó contra su persona. Para
aplacarle ordenó la junta que pues había el barón rehusado acudir a sus
sesiones, se presentase arrestado en la ciudadela. Obedeció, y al tiempo que el
29 de mayo regresaba a Valencia, se encontró a tres leguas, en el Mas del Poyo,
con el pueblo, que impaciente había salido a aguardar el correo que venía de
Madrid. Por una aciaga coincidencia el de Albalat y el correo llegaron juntos,
con lo cual tomaron cuerpo las sospechas. Entonces a pesar de sus vivas
reclamaciones cogiéronle y le llevaron preso. A media
legua de la ciudad se adelantó a protegerle una partida de tropa al mando de
Don José Ordóñez, quien a ruegos del barón en vez de conducirle directamente a
la ciudadela, torció a casa de Cervellón, extravío
que en parte coadyuvó a la posterior catástrofe, extendiéndose la voz de su
vuelta, y dando lugar a que se atizase el encono público y aun el privado. Entró
en aquellos umbrales amagado ya por los puñales de la plebe: aceleró hacia allí
sus pasos el P. Rico, y vio al barón tendido sobre un sofá pálido y descaecido.
El infeliz se arrojó a los brazos de quien podía ampararle en su desconsuelo, y
con trémulo y penetrante acento le dijo: «Padre, salve usted a un caballero que
no ha cometido otro delito que obedecer a la orden de que regresase a
Valencia.» Rico se lo prometió, y contando para ello con la ayuda de Cervellón fue en su busca; pero este no menos atemorizado
que el perseguido se había metido en la cama con el simulado motivo de estar
enfermo, y se negó a verle, y a favorecer a un desgraciado con quien le
enlazaba antigua amistad y deudo. Ruin villanía y notable contraposición con el
valor e intrepidez que en el asunto de las cartas había mostrado su hija.
Entonces
el P. Rico, pidiendo el pueblo desaforadamente la cabeza del barón, determinó
con intento de salvarle que se le trasladase a la ciudadela, metiéndole en
medio de un cuadro de tropa mandado por Moreno. Sin que fuese roto por los
remolinos y oleadas de la turba, consiguieron llegar al pedestal del obelisco
de la plaza. Allí al fin forzó el pueblo el cuadro, penetró por todos lados, y
sordo a las súplicas y exhortaciones de Rico dieron de puñaladas en sus propios
brazos al desventurado barón, cuya cabeza cortada y clavada en una pica la
pasearon por la ciudad. Difundiose en toda ella un
terror súbito, y la nobleza para apartar toda sospecha aumentó sus
ofrecimientos y formó un regimiento de caballería de individuos suyos, que no
deslucieron el esplendor de su cuna en empeñadas acciones.
Triste y
doloroso como fue el asesinato del barón de Albalat, desaparece a la vista de
la horrorosa matanza que a pocos días tuvo que llorar Valencia, y a cuyo
recuerdo la pluma se cae de la mano. En 1.º de junio se presentó en aquella
ciudad Don Baltasar Calvo, canónigo de San Isidro de Madrid, hombre travieso,
de amaño, fanático y arrebatado, con entendimiento bastantemente claro. Entre
los dos bandos que anteriormente habían dividido a los prebendados de su
iglesia de jansenistas y jesuitas, se había distinguido como cabeza de los
últimos, y ensañádose en perseguir a la parcialidad
contraria. Ahora tratando de amoldar a su ambición las doctrinas que tenazmente
había siempre sostenido, notó muy luego que el padre Rico con su influjo
pudiera en gran manera servirle, e hizo resolución de trabar con él amistad;
pero ya fuesen celos, o ya que en uno hubiera mejor fe que en otro, no pudieron
entenderse ni concordarse. El astuto Calvo procuró entonces urdir con otros la
espantosa trama que meditaba. Para encubrir sus torcidos manejos distraía con
apariencias de santidad la atención del pueblo, tardando mucho en decir misa, y
permaneciendo arrodillado en los templos cuatro o cinco horas en acto de
contrita y fervorosa oración. Quería ser dominador de Valencia, y creyó que con
la hipocresía y con poner en práctica la infernal maquinación de matar a los
franceses, cautivaría el ánimo del pueblo que tanto los odiaba. Para alcanzar
su intento era necesario comenzar por apoderarse de la ciudadela, en cuyo
recinto había ordenado la junta que aquellos se recogiesen, precaviéndolos de
todo daño y respetando religiosamente sus propiedades y haberes. No era difícil
la empresa, porque solo habían quedado allí de guarnición unos cuantos
inválidos, habiéndose ausentado con su gente para formar una división en
Castellón de la Plana Don Vicente Moreno, nombrado antes por la junta
gobernador de dicha ciudadela. Calvo conoció bien que dueño de este punto tenía
en sus manos una prenda muy importante, y que podría a mansalva cometer la proyectada
carnicería.
Él y sus
cómplices fijaron el 5 de junio para la ejecución de su espantoso plan, y
repentinamente al anochecer, levantando gran gritería y alboroto, sin obstáculo
penetraron dentro de los muros de la ciudadela y la dominaron. Fue Calvo de los
primeros que entraron, y apresurándose a poner en obra su proyecto se complació
en unir a la crueldad la más insigne perfidia. Porque presentándose a los
franceses detenidos, con aire de compunción les dijo: «que intentando el
populacho matarlos, movido de piedad y caridad cristiana se había anticipado a
preservarlos, disponiendo él a escondidas que se evadiesen por el postigo que
daba al campo, y partiesen al Grao, en donde encontrarían barcos listos para
transportarlos a Francia.» Al propio tiempo que de aquel modo con ellos se
expresaba, había preparado para determinarlos y azorar aún más sus caídos
ánimos que se diesen por los agavillados gritos amenazadores de traición y
venganza. Con semejante amago cedieron los presos a las insinuaciones del
fingido amigo, y trataron de salir por el postigo indicado. Al ir a ejecutarlo
corrió la voz de que se salvaban los franceses, y hombres ciegos y rabiosos se
atropellaron hacia su estancia. Dentro comenzó el horrible estrago: presidíale el feroz clérigo. Hubo tan solo un intermedio en
que se llamaron confesores para asistir en su última hora a las infelices
víctimas. Aprovechándose de aquellos breves instantes algunas personas humanas
volaron a su socorro, acompañadas de imágenes y reliquias veneradas por los
valencianos. Su presencia y las enternecidas súplicas de los respetables
confesores a veces apiadaban a los verdugos; pero el furibundo Calvo,
convertido en carnívora fiera, acallaba con el terror las lágrimas y los
quejidos de los que intercedían en favor de tantos inocentes, y estimulaba a
sus sicarios añadiendo a las esperanzas de un asalariado cebo la blasfemia de
que nada era más grato a los ojos de la divinidad que el matar a los franceses.
Quedaban vivos setenta de estos desgraciados, y menos bárbaros los ejecutores
que su sanguinario jefe, suspendieron la matanza, y pidieron que se les hiciese
gracia. Fingió Calvo acceder a su ruego seguro de que en vano hubiera insistido
en que se continuase el destrozo, y mandó que los sacasen por fuera del muro a
la torre de Cuarte. Mas, ¡quién creyera tamaña ferocidad! Aquel tigre había a
prevención apostado una cuadrilla de bandidos cerca de la plaza de toros, y al
emparejar con ella los que ya se juzgaban libres, se vieron acometidos por los
encubiertos asesinos, quienes fría y traidoramente los traspasaron con sus
espadas y puñales. Perecieron en la noche 330 franceses: se pensó que con la
oscuridad se pondría término a tan bárbaro furor, pero el de Calvo no estaba
todavía satisfecho.
Al
empezar el alboroto había la junta comisionado a Rico para que le enfrenase y
estorbara los males que amagaban. Inútiles fueron ofertas, ruegos y amenazas.
La voz de su primer caudillo fue tan desoída por los amotinados como cuando
mataron a Albalat. Nueva prueba si de ella se necesitase de que «los tribunos
del pueblo [según la expresión de Tito Livio] más bien que rigen son regidos
casi siempre por la multitud.» (*Calvo ensoberbecido se erigió en señor
absoluto, y durante la carnicería de la ciudadela expidió órdenes a todas las
autoridades, y todas ellas humildemente se le sometieron empezando por el
capitán general. Rico desfallecido temió por su persona y se recogió a un sitio
apartado. Sin embargo por la mañana recobrando sus abatidas fuerzas montó a
caballo, y confiando en que la multitud con su inconstancia desampararía a su
nuevo dueño, pensó en prenderle, y estaba a punto de conseguir contra su rival
un seguro triunfo, cuando el coronel Don Mariano Usel propuso en la junta que se nombrase a Calvo individuo suyo. Le apoyaron otros
dos, por lo que de resultas hubo quien a estos y al Usel los sospechara de no ignorar del todo el origen de los horrores cometidos.
Calvo en
la mañana del 6 todavía empapado en la inocente sangre tomó asiento en la
junta. Consternados estaban todos sus miembros, y solo Rico despechado por el
suceso de la anterior noche, alzó la voz, dirigió con energía su discurso al
mismo Calvo, acriminó con negros colores su conducta, y afirmó que Valencia
estaba perdida si al instante no se cortaba la cabeza a aquel malvado. Se sorprendió
Calvo, pasmáronse los otros circunstantes, y en esto
andaban cuando una parte del populacho destacada por su jefe sediento de
sangre, después de haber recorrido las casas en que se guarecían unos pocos
franceses y de haberlos muerto, arrastró consigo a la presencia de la misma
junta ocho de aquellos desgraciados que quiso inmolar en la sala de las
sesiones. El cónsul inglés Tupper que antes había
salvado a algunos, intentó inútilmente y con harto riesgo de su persona
libertar a estos. Los individuos de aquella corporación amedrentados
precipitadamente se dispersaron, salpicándose sus vestidos con la sangre de los
ocho infelices franceses, vertida sin piedad por infames matadores. Todo fue
entonces terror y espanto. Rico se escondió y aun dos veces mudó de disfraz,
temiendo la inevitable venganza de Calvo que triunfante dominaba solo, y se
disponía a ejecutar actos de inaudita ferocidad.
Felizmente
no todos se descorazonaron: al contrario los hubo que trabajando en silencio
por la noche, pudieron congregar la junta en la mañana del 7. Vuelto en sí Rico
del susto llevó principalmente la voz, y queriendo los asistentes no ser
envueltos en la ruina común que amenazaba, decretaron el arresto de Calvo, y
antes de que este pudiera ser avisado diéronse prisa
a ejecutar la resolución convenida, sorprendiéronle y
sin tardanza le pusieron a bordo de un barco que le trasladó a Mallorca. Allí
permaneció hasta últimos de junio, en que preso se le volvió a traer a Valencia
para ser juzgado. Grandes y honrosos sucesos acaecieron en el intervalo en
aquella ciudad, y con los cuales lavó algún tanto el negro borrón que los
asesinatos habían echado sobre su gloria. Ahora aunque anticipemos la serie de
los acontecimientos, será bien que concluyamos con los hechos de Calvo y de sus
cómplices. Así con el pronto y severo castigo respirará el lector angustiado
con la nefanda relación de tantos crímenes.
Habiendo
vuelto Calvo a Valencia, alegó conforme a la doctrina de su escuela en una
defensa que extendió por escrito, que si había obrado mal había sido por hacer
el bien, debiendo la intención ponerle a salvo de toda inculpación. Aquí
tenemos renovada la regla invariable de los sectarios de Loyola, a quienes todo
les era lícito, con tal que, como dice Pascal, supiesen dirigir la intención.
No le sirvió de descargo a Calvo, porque condenado a la pena de garrote fue
ajusticiado en la cárcel a las doce de la noche del 3 de julio, y expuesto su
cadáver al público en la mañana del 4. Hubo en la formación y sentencia de la
causa algunas irregularidades, que a pesar de la atrocidad de los crímenes del
reo hubiera convenido evitar. Achacose también a Calvo haber procedido en
virtud de comisión de Murat. Careció de verosimilitud y de fundamento tan
extraña acusación. Se inventó para hacerle odioso a los ojos de la muchedumbre,
y poder más fácilmente atajarle en su desenfreno. Fue hombre fanático y
ambicioso, que mezclando y confundiendo erróneos principios con sus feroces
pasiones, no reparó en los medios de llevar a cabo un proyecto que le
facilitase obtener el principal y quizá exclusivo influjo en los negocios del
día.
La junta
pensó además en hacer un escarmiento en los otros delincuentes. Creó con este
objeto un tribunal de seguridad pública, compuesto de tres magistrados de la
audiencia D. José Manescau, y los señores Villafañe y
Fuster. Había la previsión del primero preparado una manera fácil de descubrir
a los matadores, y la cual en parte la debió a la casualidad. En la mañana que
siguió a la cruel carnicería quince o veinte de los asesinos con las manos aún
teñidas en sangre, creyendo haber procedido según los deseos de la junta, se
presentaron para entregar los relojes y alhajas de que habían despojado a los
franceses muertos, y pidieron en retribución del acto patriótico que habían
ejecutado alguna recompensa. El advertido Manescau condescendió en dar a cada uno treinta reales, pero con la precaución al
escribano de que les tomase los nombres bajo pretexto que era preciso aquella
formalidad para justificar que habían cobrado el dinero. Partiendo de este
antecedente pudo probarse quiénes eran los reos, y en el espacio de dos meses
se ahorcó públicamente y se dio garrote en secreto a más de doscientos
individuos. Severidad que a algunos pareció áspera, pero sin ella la anarquía a
duras penas se hubiera reprimido en Valencia y en otros pueblos de su reino,
entre los que Castellón de la Plana y Ayora habían visto también perecer a su
gobernador y alcalde mayor. Con el ejemplo dado la autoridad recobró la
conveniente fuerza.
Luego que
la junta se vio desembarazada de Calvo y de sus infernales maquinaciones, se
ocupó con más desahogo en el alistamiento y organización de su ejército. El
tiempo urgía, repetidos avisos anunciaban que los franceses disponían una
expedición contra aquella provincia, y era preciso no desaprovechar tan
preciosos momentos. Cartagena suministró inmediatos recursos, y con ellos y los
que pudieron sacarse del propio suelo se puso la ciudad de Valencia en estado
de defensa. Al mismo tiempo se dirigió sobre Almansa un cuerpo de 15.000
hombres al mando del conde de Cervellón, a quien se
juntó de Murcia Don Pedro González de Llamas, y otro de 8000 bajo las de Don
Pedro Adorno se situó en las Cabrillas. Tal estaba el reino de Valencia antes
de ser atacado por el mariscal Moncey, de cuya campaña nos ocuparemos después.
La justa
indignación abrigada en todos los pechos bullía con acelerados latidos en el de
los moradores del antiguo asiento de las franquezas y libertades españolas, en
la inmortal Zaragoza.
Levantamiento
de Aragón.
Gloria
duradera le estaba reservada, y la patria de Lanuza renovó en nuestros días las
proezas que solemos colocar entre las fábulas de la historia. Su levantamiento
sin embargo nada ofreció de nuevo ni singular, caminando por los mismos pasos
por donde habían ido algunas de las otras provincias. Con mayo empezaron los
corrillos y las conversaciones populares, y al recibirse el correo de Madrid agrupábanse las gentes a saber las novedades que traía.
Siendo por momentos más tristes y adversas, aguardaban todos que la inquieta
curiosidad finalizaría por una estrepitosa explosión. Repartieron en efecto el
24 las cartas llegadas por la mañana, y de boca en boca cundió velozmente cómo
Napoleón se erigía en dueño de la monarquía española de resultas de haber renunciado
la corona en favor suyo la familia de Borbón. Instantáneamente se armó gran
bulla; y hombres, mujeres y niños se precipitaron a casa del capitán general
Don Jorge Juan de Guillelmi. Los vecinos de las
parroquias de la Magdalena y San Pablo concurrieron en gran número capitaneados
por varios de los suyos y entre ellos el tío Jorge, que era del arrabal.
Descolló el último sobre todos, y la energía de su porte, el sano juicio que le
distinguía, lo recto de su intención y el varonil denuedo con que a cada paso
expuso después su vida, le hacen acreedor a una honrosa y particular mención.
Hombre sin letras y desnudo de educación culta, halló en la nobleza de su
corazón y como por instinto los elevados sentimientos que han ilustrado a los
varones esclarecidos. Su nombre aunque humilde, escrito al lado de ellos,
resplandecerá sin deslucirlos.
La
muchedumbre pidió al capitán general que hiciera dimisión del mando. Costó
mucho que se resolviese al sacrificio, mas forzado a ello y conducido preso a
la Aljafería, fue interinamente sustituido por su segundo el general Mori. Al
anochecer se embraveció el tumulto, y desconfiándose del nuevo jefe por ser
italiano de nación, se convidó con el mando a Don Antonio Cornel, antiguo
ministro de la guerra, quien rehusó aceptarle.
Mori el
25 congregó una junta, la cual tímida como su presidente buscaba paliativos que
sin desdoro ni peligro sacasen a sus miembros del atascadero en que estaban
hundidos: inútiles y menguados medios en violentas crisis. Enfadose el pueblo
con la tardanza, volviendo sus inquietas miradas hacia Don José Palafox y Melci. Recordará el lector que este militar a últimos de
abril, en comisión de su jefe el marqués de Castelar, había ido a Bayona para
informar al rey de lo ocurrido en la soltura y entrega del príncipe de la Paz.
Continuó allí hasta los primeros días de mayo, en que se asegura regresó a
España con encargo parecido al que por el propio tiempo se dio a la junta
suprema de Madrid para resistir abiertamente a los franceses. Penetró Palafox
por Guipúzcoa, de donde se trasladó a la Torre de Alfranca,
casa de campo de su familia cerca de Zaragoza. Permaneciendo misteriosamente en
su retiro, movió a sospecha al general Guillelmi,
quien le intimó la orden de salir del reino de Aragón. Tenemos entendido que Palafox
incomodado entonces, se arrimó a los que anhelaban por un rompimiento, y que no
sin noticia suya estalló la revolución zaragozana. Por fin al oscurecer del 25,
depuesto ya Guillelmi y quejoso el pueblo de Mori, se
despacharon a Alfranca 50 paisanos para traer a la
ciudad a Palafox. Al principio se negó a ir aparentando disculpas, y solo cedió
al expreso mandato que le fue enviado por el interino capitán general.
Al entrar
en Zaragoza pidió que se juntase el acuerdo en la mañana del 26 con intento de
comunicarle cosas del mayor interés. En la sesión celebrada aquel día hizo uso
de las insinuaciones que se le habían hecho en Bayona para resistir a los
franceses, y sobre las cuales a causa de estar S. M. en manos de su enemigo se
guardó profundo silencio. Rogó después que se le desembarazase de la
importunidad del pueblo que se manifestaba deseoso de nombrarle por caudillo,
añadiendo no obstante que su vida y haberes los inmolaría con gusto en el altar
de la patria. Enmudecieron todos, y vislumbraron que no desagradaban a los
oídos de Palafox los clamores prorrumpidos por el pueblo en alabanza suya.
Aguardaba la multitud impaciente a las puertas del edificio, e insistiendo por
dos veces en que se eligiese capitán general a su favorecido, alcanzó la
demanda cediendo Mori el puesto que ocupaba.
Alzado a
la dignidad suprema de la provincia Don José Palafox y Melci fue obedecido en toda ella, y a su voz se sometieron con gusto los aragoneses
de acá y allá del Ebro. Admiró su elevación, y aún más que en sus
procedimientos no desmereciese de la confianza que en él tenía el pueblo.
Todavía mancebo, pues apenas frisaba con los veintiocho años, bello y agraciado
de rostro y de persona, con traeres apuestos y cumplidos, cautivaba Palafox la
afición de cuantos le veían y trataban. Pero si la naturaleza con larga mano le
había prodigado las perfecciones del cuerpo, no se creía hasta entonces que
hubiese andado tan generosa en punto a las dotes del entendimiento. Buscado y
requerido por las damas de la corrompida corte de Carlos IV, se nos ha
asegurado que con porfiado empeño desdeñó el rendimiento obsequioso de la que
entre todas era, si no la más hermosa, por lo menos la más elevada. Esta
tenacidad fue una de las principales calidades de su alma, y la empleó más
oportuna y dignamente en la memorable defensa de Zaragoza. Sin práctica ni
conocimiento de la milicia ni de los negocios públicos, tuvo el suficiente tino
para rodearse de personas que por su enérgica decisión, o su saber y
experiencia le sostuviesen en los apurados trances, o le ayudasen con sus
consejos. Tales fueron el padre Don Basilio Bogiero,
de la Escuela pía, su antiguo maestro; Don Lorenzo Calvo de Rozas, que habiendo
llegado de Madrid el 28 de mayo fue nombrado corregidor e intendente, y el
oficial de artillería Don Ignacio López, a quien se debió en el primer sitio la
dirección de importantes operaciones.
Para
legitimar solemnemente el levantamiento convocó Palafox a cortes el reino de
Aragón. Acudieron los diputados a Zaragoza, y el día 9 de junio abrieron sus
sesiones en la casa de la ciudad, asistiendo 34 individuos que representaban
los cuatro brazos, en cuyo número se comprendía el de las ocho ciudades de voto
en cortes. Aprobaron estas todo lo actuado antes de su reunión, y después de
nombrar a Don José Rebolledo de Palafox y Melci capitán general, juzgaron prudente separarse, formando una junta de 6 individuos
que de acuerdo con el jefe militar atendiese a la defensa común. La autoridad y
poder de este nuevo cuerpo fueron más limitados que el de las juntas de las
otras provincias, siendo Palafox la verdadera, y por decirlo así, la única
cabeza del gobierno. Dependió no poco esta diferencia de la particular
situación en que se halló Zaragoza, la cual temiendo ser prontamente acometida
por los franceses, necesitaba de un brazo vigoroso que la guiase y protegiese.
Era esto tanto más urgente cuanto la ciudad estaba del todo desabastecida. No
llegaba a 2000 hombres el número de tropas que la guarnecían, inclusos los
miñones y partidas sueltas de bandera. De doce cañones se componía toda la
artillería, y esta no gruesa, escaseando en mayor proporción los otros
pertrechos. En vista de tamaña miseria apresuráronse Palafox y sus consejeros a reunir la gente que de todas partes acudía, y a
organizarla, empleando para ello a los oficiales retirados y a los que de
Pamplona, San Sebastián, Madrid, Alcalá y otros puntos sucesivamente se
escapaban. Restableció en la formación de los nuevos cuerpos el ya desusado
nombre de tercios, bajo el que la antigua infantería española había alcanzado
tantos laureles, distinguiéndose más que todos el de los estudiantes de la
universidad, disciplinado por el barón de Versages.
Se recogieron fusiles, escopetas y otras armas, se montaron algunas piezas
arrinconadas o viejas, y la fábrica de pólvora de Villafeliche suministró municiones. Escasos recursos si a todo no hubiera suplido el valor y
la constancia aragonesa.
El
levantamiento se ejecutó en Zaragoza sin que felizmente se hubiese derramado
sangre. Solamente se arrestaron las personas que causaban sombra al pueblo.
Enérgico
como los demás, fue en especial notable su primer manifiesto por dos de los
artículos que comprendía. «1.º Que el emperador, todos los individuos de su
familia, y finalmente todo general francés, eran personalmente responsables de
la seguridad del rey y de su hermano y tío. 2.º Que en caso de un atentando
contra vidas tan preciosas, para que la España no careciese de su monarca
usaría la nación de su derecho electivo a favor del archiduque Carlos, como
nieto de Carlos III, siempre que el príncipe de Sicilia y el infante Don Pedro
y demás herederos no pudieran concurrir.» Échase de
ver en la cláusula notada con bastardilla que al paso que los aragoneses
estaban firmemente adictos a la forma monárquica de su gobierno, no se habían
borrado de su memoria aquellos antiguos fueros que en la junta de Caspe les
habían dado derecho a elegir un rey, conforme a la justicia y pública
conveniencia.
Levantamiento
de Cataluña.
«Cataluña,
como dice Melo, una de las provincias de más primor, reputación y estima que se
halla en la grande congregación de estados y reinos, de que se formó la nación
española» levantó erguida su cerviz humillada por los que con fementido engaño
habían ocupado sus principales fortalezas. Mas desprovistos los habitantes de
este apoyo, sobre todo del de Barcelona, grande e importante por el armamento,
vestuario, tropa, oficialidad y abundantes recursos que en su recinto se
encerraban, les faltó un centro de donde emanasen con uniforme impulso las
providencias dirigidas a conmover las ciudades y pueblos de su territorio. No
por eso dejaron de ser portentosos sus esfuerzos, y si cabe en ellos y en
admirable constancia sobrepujó a todas la belicosa Cataluña. Solamente
obstruida y cortada por el ejército enemigo, tuvo al pronto que levantarse
desunida y en separadas porciones, tardando algún tiempo en constituirse una
junta única y general para toda la provincia.
Las
conmociones empezaron a últimos de mayo y al entrar junio. Dentro del mismo
Barcelona se desgarraron el 31 de aquel mes los carteles que proclamaban la
nueva dinastía. Hubo tumultuosas reuniones, andúvose a veces a las manos, y resultaron muertes y otros disgustos. Los franceses se
inquietaron bastantemente, ya por lo populoso de la ciudad, y ya también porque
el vecindario amotinado hubiera podido ser sostenido por 3500 hombres de buena
tropa española, que todavía permanecían dentro de la plaza, y cuyo espíritu era
del todo contrario a los invasores. Sin embargo acalláronse allí los alborotos, pero no en las poblaciones que estaban fuera del alcance de
la garra francesa.
Había
Duhesme, su general, pensado en hacerse dueño de Lérida para conservar francas
sus comunicaciones con Zaragoza. Consiguió al efecto una orden de la junta de
Madrid, ya no débil, pero sí culpable, la cual ordenó la entrega a la tropa
extranjera. Cauto sin embargo el general francés envió por delante al
regimiento de Extremadura, que no pudiendo como español despertar las sospechas
de los leridanos le allanase sin obstáculo la ocupación. Penetraron no obstante
aquellos habitantes intención tan siniestra, y haciendo en persona la guardia
de sus muros rogaron a los de Extremadura que se quedasen afuera. Con gusto
condescendieron estos aguardando en la villa de Tárrega favorable coyuntura
para pasar a Zaragoza, en cuyo sitio se mantuvieron firmes apoyos de la causa
de su patria. Lérida por tanto fue la que primero se armó y declaró
ordenadamente. Al mismo tiempo Manresa quemó en público los bandos y decretos
del gobierno de Madrid. Tortosa luego que fue informada de las ocurrencias de
Valencia, imitó su ejemplo y por desgracia algunos de sus desórdenes, habiendo
perecido miserablemente su gobernador Don Santiago de Guzmán y Villoria. Igual
suerte cupo al de Villafranca de Panadés, Don Juan de
Toda. Así todos los pueblos unos tras de otros o a la vez se manifestaron con
denuedo, y allí el lidiar fue inseparable del pronunciamiento. Yendo uno y otro
de compañía, nos reservaremos pues el hablar más detenidamente para cuando
lleguemos a las acciones de guerra. El principado se congregó en junta de todos
sus corregimientos a fines de junio, y se escogió entonces para su asiento la
ciudad de Lérida.
Levantamiento
de las Baleares.
Separadas
por el Mediterráneo del continente español las Islas Baleares, no solo era de
esperar que desconociesen la autoridad intrusa, resguardadas como lo estaban y
al abrigo de sorpresa, sino que también era muy de desear que abrazasen la
causa común, pudiendo su tranquilo y aislado territorio servir de reparo en los
contratiempos, y dejando libres con su declaración las fuerzas considerables de
mar y tierra que allí había. Además de la escuadra surta en Menorca, de que
hemos hablado, se contaban en todas sus islas unos 10.000 hombres de tropa
reglada, cuyo número, atendiendo a la escasez que de soldados veteranos había
en España, era harto importante.
Notáronse en todas
las Baleares parecidos síntomas a los que reinaban en la península, y cuando se
estaba en dudas y vacilaciones arribó de Valencia el 29 de mayo un barco con la
noticia de lo ocurrido en aquella ciudad el 23. El general, que lo era a la
sazón Don Juan Miguel de Vives, en unión con el pueblo se mostró inclinado a
seguir las mismas huellas; pero se retrajo en vista de pliegos recibidos de
Madrid pocas horas después, y traídos por un oficial francés. Hízole titubear su contenido, y convocó el acuerdo para que
juntos discurriesen acerca de los medios de conservar la tranquilidad. Se
traslució su intento, y por la tarde una porción de jóvenes de la nobleza y
oficiales formaron el proyecto de trastornar el orden actual, valiéndose de la
buena disposición del pueblo. Idearon como paso previo tantear al segundo cabo
el mariscal de campo Don Juan Oneille, con ánimo de
que reemplazase al general, quien sabiendo lo que andaba paró el golpe
reuniendo a las nueve de la noche en las casas consistoriales una junta de
autoridades. Se iluminó la fachada del edificio, y sep. 275 anunció al pueblo
la resolución de no reconocer otro gobierno que el de Fernando VII. Entonces
fue universal la alegría, unánimes las demostraciones cordiales de patriotismo.
Evitó la oportuna decisión del general desórdenes y desgracias. Al día siguiente
30 se erigió la junta que se había acordado en la noche anterior, la cual
presidida por el capitán general se compuso de más de 20 individuos,
entresacados de las autoridades, y nombrados otros por sus estamentos o clases.
Se agregaron posteriormente dos diputados por Menorca, dos por Ibiza, y otro
por la escuadra fondeada en Mahón.
En esta
última ciudad, siendo las cabezas oficiales de ejército y de marina, se había
depuesto y preso al gobernador y al coronel de Soria, Cabrera, y desobedecido
abiertamente las órdenes de Murat. Recayó el mando en el comandante interino de
la escuadra, a cuyas instancias envió la junta de Mallorca para relevarle al
marqués del Palacio, poco antes coronel de húsares españoles.
En nada
se había perturbado la tranquilidad en Palma ni en las otras poblaciones. Solo
el 29 para resguardar su persona se puso en el castillo de Bellver al oficial
francés portador de los pliegos de Madrid. Doloroso fue tener también que
recurrir a igual precaución con los dos distinguidos miembros del instituto de
Francia, Arago y Biot, quienes en unión con los
astrónomos españoles Don José Rodríguez y Don José Chaix habían pasado a aquella isla con comisión científica importante. Era pues la de
prolongar a la isla de Formentera la medida del arco del meridiano, observado y
medido anteriormente desde Dunkerque hasta Monjuich en Barcelona por los sabios Mechain y Delambre. La operación dichosamente se había terminado
antes que las provincias se alzasen, estorbando solo este suceso medir una base
de verificación proyectada en el reino de Valencia. Ya el ignorante pueblo los
había mirado con desconfianza, cuando para el desempeño de su encargo
ejecutaban las operaciones geodésicas y astronómicas necesarias. Figurose que eran planos que levantaban por orden de
Napoleón para sus fines políticos y militares. A tales sospechas daban lugar
los engaños y aleves arterías con que los ejércitos franceses habían penetrado
en lo interior del reino: y en verdad que nunca la ignorancia pudiera alegar
motivos que pareciesen más fundados. La junta al principio no osó contrarrestar
el torrente de la opinión popular; pero conociendo el mérito de los sabios
extranjeros, y la utilidad de sus trabajos, los preservó de todo daño; e
imposibilitada por la guerra de enviarlos en derechura a Francia, los embarcó
en oportuna ocasión a bordo de un buque que iba a Argel, país entonces neutral,
y de donde se restituyeron después a sus hogares.
El
entusiasmo en Mallorca fue universal, esmerándose con particularidad en
manifestarle las más principales señoras; y si en toda la isla de Mallorca,
como decía el cardenal de Retz, «no hay mujeres
feas», fácil será imaginar el poderoso influjo que tuvieron en su
levantamiento.
En Palma
se creó un cuerpo de voluntarios con aquel nombre, que después pasó a servir a
Cataluña. Y aunque al principio la junta obrando precavidamente no permitió que
se trasladasen a la península las tropas que guarnecían las islas, por fin
accedió a que se incorporasen sucesivamente con los ejércitos que guerreaban.
Navarra y
provincias vascongadas.
Unas tras
otras hemos recorrido las provincias de España y contado su glorioso
alzamiento. Habrá quien eche de menos a Navarra y las provincias vascongadas.
Pero lindando con Francia, privados sus moradores de dos importantes plazas, y
cercados y opresos por todos lados, no pudieron revolverse ni formalizar por de
pronto gobierno alguno. Con todo animadas de patriotismo acendrado impelieron a
la deserción a los pocos soldados españoles que había en su suelo, auxiliaron
en cuanto alcanzaban sus fuerzas a las provincias lidiadoras, y luego que las
suyas estuvieron libres o más desembarazadas se unieron a todas, cooperando con
no menor conato a la destrucción del común enemigo. Y más adelante veremos que
aun ocupado de nuevo su territorio, pelearon con empeño y constancia por medio
de sus guerrillas y cuerpos francos.
Islas
Canarias.
En las
Islas Canarias aunque algo lejanas de las costas españolas, se siguió el
impulso de Sevilla. Dudose en un principio de la certeza de los acontecimientos
de Bayona, y se consideraron como invención de la malevolencia, o como voces de
intento esparcidas por los partidarios de los ingleses. Mas habiendo llegado en
julio noticia de la insurrección de Sevilla y de la instalación de su junta
suprema, el capitán general marqués de Casa-Cagigal dispuso que se proclamase a
Fernando VII, imitando con vivo entusiasmo los habitantes de todas las islas el
noble ejemplo de la península. Hubo sin embargo entre ellas algunas
desavenencias, renovando la Gran Canaria sus antiguas rivalidades de primacía
con la de Tenerife. Así se crearon en ambas separadas juntas, y en la última
despojado del mando Casa-Cagigal, ya de ambas aborrecido, fue puesto en su
lugar el teniente de rey Don Carlos O’Donnell. Se levantaron después quejas muy
sentidas contra este jefe y la junta de Tenerife, que no cesaron hasta que el
gobierno supremo de la central puso en ello el conveniente remedio.
Por lo
demás el cuadro que hemos trazado de la insurrección de España parecerá a
algunos diminuto o conciso, y a otros difuso u harto circunstanciado.
Responderemos a los primeros que no habiendo sido nuestro propósito escribir la
historia particular del alzamiento de cada provincia, el descender a más
pormenores hubiera sido obrar con desacuerdo. Y a los segundos que en vista de
la nobleza de la causa y de la ignorancia cierta o fingida que acerca de su
origen y progreso muchos han mostrado, no ha sido tan fuera de razón dar a
conocer con algún detenimiento una revolución memorable, que por descuido de
unos y malicia de otros se iba sepultando en el olvido o desfigurándose de un
modo rápido y doloroso. Para acabar de llenar nuestro objeto, será bien que fundándonos
en la verídica relación que precede, sacada de las mejores fuentes, añadamos
algunas cortas reflexiones, que arrojando nueva luz refuten las equivocaciones
sobrado groseras en que varios han incurrido.
Reflexiones
generales.
Entre
estas se ha presentado con más séquito la de atribuir las conmociones de España
al ciego fanatismo, y a los manejos e influjo del clero. Lejos de ser así,
hemos visto cómo en muchas provincias el alzamiento fue espontáneo, sin que
hubiera habido móvil secreto; y que si en otras hubo personas que
aprovechándose del espíritu general trataron de dirigirle, no fueron clérigos
ni clases determinadas, sino indistintamente individuos de todas ellas. El
estado eclesiástico cierto que no se opuso a la insurrección, pero tampoco fue
su autor. Entró en ella como toda la nación, arrastrado de un honroso
sentimiento patrio, y no impelido por el inmediato temor de que se le despojase
de sus bienes. Hasta entonces los franceses no habían en esta parte dado
ocasión a sospechas, y según se advirtió en el libro segundo, el clero español
antes de los sucesos de Bayona más bien era partidario de Napoleón que enemigo
suyo, considerándole como el hombre que en Francia había restablecido con
solemnidad el culto. Por tanto la resistencia de España nació de odio contra la
dominación extranjera: y el clérigo como el filósofo, el militar como el
paisano, el noble como el plebeyo se movieron por el mismo impulso, al mismo
tiempo y sin consultar generalmente otro interés que el de la dignidad e
independencia nacional. Todos los españoles que presenciaron aquellos días de
universal entusiasmo, y muchos son los que aún viven, atestiguarán la verdad
del aserto.
No menos
infundado aunque no tan general, ha sido achacar la insurrección a conciertos
de los ingleses con agentes secretos. Napoleón y sus parciales que por todas
partes veían o aparentaban ver la mano británica, fueron los autores de
invención tan peregrina. Por lo expuesto se habrá notado cuán ajeno estaba
aquel gobierno de semejante suceso, y cuánto le sorprendió la llegada a Londres
de los diputados asturianos que fueron los primeros que le anunciaron. Muchas
de las costas de España estaban sin buques de guerra ingleses que de cerca
observasen o fomentasen alborotos, y las provincias interiores no podían tener
relación con ellos ni esperar su pronta y efectiva protección; y aun en Cádiz,
en donde había un crucero, se desechó su ayuda, si bien amistosamente, para un
combate en el que por ser marítimo les interesaba con más especialidad tomar
parte. Véase pues si el conjunto de estos hechos dan el menor indicio de que la
Inglaterra hubiese preparado el primero y gran sacudimiento de España.
Mas aun
careciendo de la copia de datos que muestran lo contrario, el hombre
meditabundo e imparcial fácilmente penetrará que no era dado ni a clérigos ni a
ingleses, ni a ninguna otra persona, clase ni potencia por poderosa que fuese,
provocar con agentes y ocultos manejos en una nación entera un tan enérgico,
unánime y simultáneo levantamiento. Buscará su origen en causas más naturales,
y su atento juicio le descubrirá sin esfuerzo en el desorden del anterior
gobierno, en los vaivenes que precedieron, y en el cúmulo de engaños y
alevosías con que Napoleón y los suyos ofendieron el orgullo español.
No
bastaba a los detractores dar al fanatismo o a los ingleses el primer lugar en
tan grande acontecimiento. Se han recreado también en oscurecer su lustre,
exagerando las muertes y horrores cometidos en medio del fervor popular. Cuando
hemos referido los lamentables excesos que entonces hubo, cubriendo a sus
autores del merecido oprobio, no hemos omitido ninguno que fuese notable.
Siendo así, dígasenos de buena fe si acompañaron al tropel de revueltas
desórdenes tales que deban arrancar las desusadas exclamaciones en que algunos
han prorrumpido. Solo pudieran ser aplicables a Valencia y no a la generalidad
del reino, y aun allí mismo los excesos fueron inmediatamente reprimidos y
castigados con una severidad que rara vez se acostumbra contra culpados de
semejantes crímenes en las grandes revoluciones. Pero al paso que profundamente
nos dolemos de aquel estrago, séanos lícito advertir que hemos recorrido
provincias enteras sin topar con desmán alguno, y en todas las otras no
llegaron a treinta las personas muertas tumultuariamente. Y por ventura en la
situación de España, rotos los vínculos de la subordinación y la obediencia,
con autoridades que compuestas en lo general de hechuras y parciales de Godoy
eran miradas al soslayo y a veces aborrecidas, ¿no es de maravillar que
desencadenadas las pasiones no se suscitasen más rencillas, y que las
tropelías, multiplicándose, no hubiesen salvado todas las barreras? ¿Merece
pues aquella nación que se la tilde de cruel y bárbara? ¿Qué otra en tan
deshecha tormenta se hubiera mostrado más moderada y contenida? Cítesenos una
mudanza y desconcierto tan fundamental, si bien no igualmente justo y honroso,
en que las demasías no hayan muy mucho sobrepujado a las que se cometieron en
la insurrección española. Nuestra edad ha presenciado grandes trastornos en
naciones apellidadas por excelencia cultas, y en verdad que el imparcial examen
y cotejo de sus excesos con los nuestros no les sería favorable.
Después
de haber tratado de desvanecer errores que tan comunes se han hecho, veamos lo
que fueron las juntas y de qué defectos adolecieron. Agregado incoherente y
sobrado numeroso de individuos en que se confundía el hombre del pueblo con el
noble, el clérigo con el militar, estaban aquellas autoridades animadas del
patriotismo más puro, sin que a veces le adornase la conveniente ilustración.
Muchas de ellas pusieron todo su conato en ahogar el espíritu popular, que les
había dado el ser, y no le sustituyeron la acertada dirección conque hubieran
podido manejar los negocios hombres prácticos y de estado. Así fue que bien
pronto se vieron privadas de los inagotables recursos que en todo trastorno
social suministra el entusiasmo y facilita el mismo desembarazo de las antiguas
trabas: no pudiendo en su lugar introducir orden ni regla fija, ya porque las
circunstancias lo impedían, y ya también porque pocos de sus individuos estacan
dotados de las prendas que se requieren para ello. Hombres tales, escasos en
todos los países, era natural que fuesen más raros en España, en donde la
opresiva humillación del gobierno había en parte ahogado las bellas
disposiciones de los habitantes. Por este medio se explica como a la grandiosa
y primera insurrección, hija de un sentimiento noble de honor e independencia
nacional, que el despotismo de tantos años no había podido desarraigar, no
correspondieron las medidas de gobierno y organización militar y económica que
en un principio debieron adoptarse. No obstante justo es decir que los
esfuerzos de las juntas no fueron tan cortos ni limitados como algunos han
pretendido; y que aun en naciones más adelantadas quizá no se hubiera ido más
allá si en lo interior hubiesen tenido estas que luchar con un ejército
extranjero, careciendo de uno propio que pudiera llamarse tal, vacías las arcas
públicas y poco provistos los depósitos y arsenales.
Fue muy
útil que en el primer ardor de la insurrección se formase en cada provincia una
junta separada. Esta especie de gobierno federativo, mortal en tiempos
tranquilos para España, como nación contigua por mar y tierra a estados
poderosos, dobló entonces y aun multiplicó sus medios y recursos; excitó una
emulación hasta cierto punto saludable, y sobre todo evitó que los manejos del
extranjero, valiéndose de la flaqueza y villanía de algunos, barrenasen
sordamente la causa sagrada de la patria. Un gobierno central y único, antes de
que la revolución hubiese echado raíces, más fácilmente se hubiera doblegado a
pérfidas insinuaciones, o su constancia hubiera con mayor prontitud cedido a
los primeros reveses. Autoridades desparramadas como las de las juntas, ni
ofrecían un blanco bien distinto contra el que pudieran apuntarse los tiros de
la intriga, ni aun a ellas mismas les era permitido [cosa de que todas
estuvieron lejos] ponerse de concierto para daño y pérdida de la causa que
defendían.
Acompañó
al sentimiento unánime de resistir al extranjero otro no menos importante de
mejora y reforma. Cierto que este no se dejó ver ni tan clara ni tan
universalmente como el primero. Para el uno solo se requería ser español y
honrado; mas para el otro era necesario mayor saber que el que cabía en una
nación sujeta por siglos a un sistema de persecución e intolerancia política y
religiosa. Sin embargo apenas hubo proclama, instrucción o manifiesto de las
juntas en que lamentándose de las máximas que habían regido anteriormente, no
se diese indicio de querer tomar un rumbo opuesto, anunciando para lo futuro o
la convocación de cortes, o el restablecimiento de antiguos fueros, o el
desagravio de pasadas ofensas. Infiérase de aquí cuál sería sobre eso la opinión
general cuando así se expresaban unas autoridades que compuestas en su mayor
parte de individuos de clases privilegiadas, procuraban contener más bien que
estimular aquella general tendencia. Así fue que por sus pasos contados se
encaminó España a la reforma y mejoramiento, y congregó sus cortes sin que
hubiera habido que escuchar los consejos o preceptos del extranjero. Y ¡ojalá
nunca los escuchara! Los años en que escribimos han sido testigos de que su
intervención tan solo ha servido para hacerla retroceder a tiempos comparables
a los de la más profunda barbarie.
Nos
parece que lo dicho bastará a deshacer los errores a que ha dado lugar el
silencio de algunas plumas españolas, el despique de otras y la ligereza con
que muchos extranjeros han juzgado los asuntos de España, país tan poco
conocido como mal apreciado.
Antes de
concluir el presente libro será justo que demos una razón, aunque breve, de la
insurrección de Portugal, Portugal. cuyos acontecimientos anduvieron tan
mezclados con los nuestros.
Aquel
reino si bien al parecer tranquilo, viéndose agobiado con las extraordinarias
cargas y ofendido de los agravios que se hacían a sus habitantes, tan solo
deseaba oportuna ocasión en que sacudir el yugo que le oprimía.
Junot en
su desvanecimiento a veces había ideado ceñirse la corona de Portugal. Para
ello hubo insinuaciones, sordas intrigas, proyectos de constitución y otros
pasos que no haciendo a nuestro propósito, los pasaremos en silencio. Tuvo por
último que contentarse con la dignidad de duque de Abrantes a que le ensalzó su
amo en remuneración de sus servicios.
Desde el
mes de marzo con motivo de la llamada de las tropas españolas anduvo el general
francés inquieto, temiendo que se aumentasen los peligros al paso que se
disminuía su fuerza. Se tranquilizó algún tanto cuando vio que al advenimiento
al trono de Fernando habían recibido los españoles contra orden. Así fue, como
hemos dicho, que los de Oporto volvieron a sus acantonamientos; se mantuvieron
quietos en Lisboa y sus contornos los de Don Juan Carrafa; y solo de los de
Solano se restituyeron a Setúbal cuatro batallones, no habiendo Junot tenido
por conveniente recibir a los restantes. Prefirió este guardar por sí el
Alentejo, y envió a Kellerman para reemplazar a
Solano, cuya memoria fue tanto más sentida por los naturales, cuanto el nuevo
comandante se estrenó con imponer una contribución en tal manera gravosa que el
mismo Junot tuvo que desaprobarla. Kellerman transfirió a Elvas su cuartel general para observar
de cerca a Solano, quien permaneció en la frontera hasta mayo, en cuyo tiempo
se retiró a Andalucía.
En este
estado se hallaban las cosas de Portugal cuando, después del suceso del 2 de
mayo en Madrid, receloso Napoleón de nuevos alborotos en España, ordenó a Junot
que enviase del lado de Ciudad Rodrigo 4000 hombres que obrasen de concierto
con el mariscal Bessières, y otros tantos por la parte de Extremadura para
ayudar a Dupont que avanzaba hacia Sierra Morena. Al entrar junio llegaron los
primeros al pie del fuerte de la Concepción, el cual situado sobre el cerro
llamado el Gardón, sirve como de atalaya para
observar la frontera portuguesa y las plazas de Almeida y Castel-Rodrigo. El
general Loison que mandaba a los franceses ofreció al
comandante español algunas compañías que reforzasen el fuerte contra los
comunes enemigos de ambas naciones. El ardid por tan repetido era harto grosero
para engañar a nadie. Pero no habiendo dentro la suficiente fuerza para la
defensa, abandonó el comandante por la noche el fuerte, y se refugió a Ciudad
Rodrigo, cuya plaza distante cinco leguas, y levantada ya como toda la
provincia de Salamanca, redobló su vigilancia y contuvo así los siniestros
intentos de Loison. Por la parte del mediodía los
4000 franceses que debían penetrar en las Andalucías,
trataron con su jefe Avril de dirigirse sobre Mértola, y bajando después por las riberas de Guadiana,
desembocar impensadamente en el condado de Niebla. Allí la insurrección había
tomado tal incremento, que no osaron continuar en empresa tan arriesgada. Al
paso que así se desbarataron los planes de Napoleón, que en esta parte no hubieran
dejado de ser acertados, si más a tiempo hubiesen tenido efecto los
acontecimientos del norte de Portugal, vinieron del todo a trastornar a Junot,
y levantar un incendio universal en aquel reino.
Los
españoles a su vuelta a Oporto habían sido puestos a las órdenes del general
francés Quesnel. Desagradó la medida inoportuna en un
tiempo en que la indignación crecía de punto, e inútil no siendo afianzada con
tropa francesa. Andaba así muy irritado el soldado español, cuando alzándose
Galicia comunicó aquella junta avisos para que los de Oporto se incorporasen a
su ejército y llevasen consigo a cuantos franceses pudiesen coger. Concertáronse los principales jefes, se colocó al frente al
mariscal de campo Don Domingo Belestá como de mayor
graduación, y el 6 de junio habiendo hecho prisionero a Quesnel y a los suyos, que eran muy pocos, tomó toda la división española que estaba en
Oporto el camino de Galicia.
Primer levantamiento
de Oporto.
Antes de
partir dijo Belestá a los portugueses que les dejaba
libres de abrazar el partido que quisieran, ya fuese el de España, ya el de
Francia, o ya el de su propio país. Escogieron el último como era natural. Pero
luego que los españoles se alejaron, amedrentadas las autoridades se sometieron
de nuevo a Junot.
Continuaron
de este modo algunos días hasta que el 11 de junio habiéndose levantado la
provincia de Tras-os-Montes, y nombrado por su jefe
al teniente general Manuel Gómez de Sepúlveda, hombre muy anciano, se extendió
a la de Entre-Duero-y-Miño la insurrección, y se renovó el 18 en Oporto en
donde pusieron a la cabeza a Don Antonio de San José de Castro, obispo de la
diócesis. Cundió también a Coimbra y otros pueblos de
la Beira, haciendo prisioneros y persiguiendo a algunas partidas sueltas de
franceses. Loison que desde Almeida había intentado
ir a Oporto, retrocedió al verse acometido por la población insurgente de las
riberas del Duero.
Una junta
se formó en Oporto que mandó en unión con el obispo, la cual fue reconocida por
todo el norte de Portugal. Al instante abrió tratos con Inglaterra, y diputó a
Londres al vizconde de Balsemao y a un desembargador.
Entabló también con Galicia convenientes relaciones, y entre ambas juntas se
concluyó una convención o tratado de alianza ofensiva y defensiva.
Súpose en
Lisboa el 9 de junio la marcha de las tropas españolas de Oporto, y lo demás
que en esta ciudad había pasado. Sin dilación pensó Junot en tomar una medida
vigorosa con los cuerpos de la misma nación que tenía consigo, y cuyos soldados
estaban con el ánimo tan alborotado como todos sus compatriotas. Temíase una sublevación de parte de ellos y no sin algún
fundamento. Ya en el mes anterior y cuando en 5 de mayo dio en Extremadura la
proclama de que hicimos mención el desgraciado Torre del Fresno, había sido
enviado allí de Badajoz el oficial Don Federico Moreti para concertarse con el general Don Juan Carrafa y preparar la vuelta a España
de aquellas tropas. La comisión de Moreti no tuvo
resulta, así por ser temprana y arriesgada, como también por la tibieza que
mostró el mencionado Carrafa; pero después embraveciéndose la insurrección
española, llegaron de varios puntos emisarios que atizaban, faltando solo
ocasión oportuna para que hubiese un rompimiento. Ofrecíasela lo acaecido en Oporto, y con objeto de prevenir golpe tan fatal, procuró Junot
antes de que se esparciese la noticia sorprender a los nuestros y desarmarlos.
Pudo sin embargo escaparse de Mafra y pasar a España el marqués de Malaespina con el regimiento de dragones de la Reina; y
para engañar a los demás emplearon los franceses varios ardides, cogiendo a
unos en los cuarteles y a otros divididos. Mil y doscientos de ellos que
estaban en el campo de Ourique, rehusaron ir al
convento de San Francisco, barruntando que se les armaba alguna celada.
Entonces Junot los mandó llamar al Terreiro do Pazo,
fingiendo que era con intento de embarcarlos para España. Alborozados por nueva
tan halagüeña llegaron a aquella plaza, cuando se vieron rodeados por 3000
franceses, y asestada contra sus filas la artillería en las bocacalles. Fueron
pues desarmados todos y conducidos a bordo de los pontones que había en el
Tajo. No se comprendió a los oficiales en precaución tan rigurosa; pero no
habiendo creído algunos de ellos deber respetar una palabra de honor que se les
había arrancado después de una alevosía, se fugaron a España, y de resultas sus
compañeros fueron sometidos a igual y desgraciada suerte que los soldados.
No fue
tan fácil sorprender ni engañar a los que estando a la izquierda del Tajo
vivían más desembarazadamente. Así desertó la mayor parte del regimiento de
caballería de María Luisa, y fue notable la insurrección de los cuerpos de
Valencia y Murcia, de los que con una bandera se dirigieron a España muchos
soldados. Estaban en Setúbal, y el general francés Graindorge que allí mandaba los persiguió. Hubo un reencuentro en Os-Pegões,
y los franceses habiendo sido rechazados no pudieron detener a los nuestros en
su marcha.
El haber
desarmado a los españoles de Lisboa motivó la insurrección de los Algarbes, y por consecuencia la de todo el mediodía de
Portugal. Gobernaba aquella provincia de parte de los franceses el general Maurin, a quien estando enfermo sustituyó el coronel Maransin. Eran cortas las tropas que estaban a sus órdenes,
y cuidadoso dicho jefe con los alborotos, había salido para Vila Real en donde
construía una batería que asegurase aquel punto contra los ataques de Ayamonte.
Ocupado en guarecerse de un peligro, otro más inmediato vino a distraerle y
consternarle. Era el 16 de junio cuando Olhá, pequeño
pueblo de pescadores a una legua de Faro, se sublevó a la lectura de una
proclama que había publicado Junot con ocasión de haber desarmado a los
españoles. Dio el coronel José López de Sousa el primer grito contra los
franceses, que fue repetido por toda la población. Este alboroto estuvo a punto
de apaciguarse; pero obligado Maransin, que había
acudido al primer ruido a salir de Faro para combatir a los paisanos que
levantados descendían de las montañas que parten término con el Alentejo, se
sublevó a su vez dicha ciudad de Faro, formó una junta, se puso en comunicación
con los ingleses, y llevó a bordo de sus navíos al enfermo general Maurin y a los pocos franceses que estaban en su compañía. Maransin en vista de la poca fuerza que le quedaba se
retiró a Mértola para de allí darse más fácilmente la
mano con los generales Kellerman y Avril que ocupaban el Alentejo. Se aproximó después a Beja,
y por haberle asesinado algunos soldados la entró a saco el 25 de junio.
Prendió la insurrección en otros puntos, y en todos aquellos en que el espíritu
público no fue comprimido por la superioridad de la fuerza francesa, se repitió
el mismo espectáculo y hubo iguales alborotos que en el resto de la península.
Entre la junta de Faro y los españoles suscitose cierta disputa por haber estos destruido las fortificaciones de Castro Marim. De ambos lados se dieron las competentes
satisfacciones, y amistosamente se concluyó un convenio adecuado a las
circunstancias entre los nuevos gobiernos de Sevilla y Faro.
No faltó
quien viese así en este arreglo como en lo que antes se había estipulado entre
Galicia y Oporto, una preparación para tratados más importantes que hubieran
podido rematar por una unión y acomodamiento entre ambas naciones.
Desgraciadamente varios obstáculos con los cuidados graves de entonces debieron
impedir que se prosiguiese en designio de tal entidad. Es sin embargo de desear
que venga un tiempo en que desapareciendo añejas rivalidades, e ilustrándose
unos y otros sobre sus recíprocos y verdaderos intereses, se estrechen dos
países que al paso que juntos formarán un incontrastable valladar contra la
ambición de los extraños, desunidos solo son víctima de ajenas contiendas y
pasiones.
LIBRO CUARTO.BATALLA DE BAILÉN
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HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA |