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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: 1808-1814.

LIBRO SEGUNDO.

 

Primeros indicios del viaje de la corte. — Orden para que la guarnición de Madrid pase a Aranjuez. — Proclama de Carlos IV de 16 de abril. — Conducta del embajador de Francia y de Murat. — Síntomas de una conmoción. — Primera conmoción de Aranjuez. — Decreto de Carlos IV: prisión de Don Diego Godoy. — Continúa la agitación y temores de otra conmoción. — Segunda conmoción de Aranjuez. — Prisión de Godoy. — Retrato de Godoy. — Tercer alboroto de Aranjuez. — Abdicación de Carlos IV el 19 de marzo. — Conmoción de Madrid del 19 y 20 de marzo. — Alborotos de las provincias. — Juicio sobre la abdicación de Carlos IV. — Ministros del nuevo monarca. — Escóiquiz. — El duque del Infantado. — El duque de San Carlos. — Primeras providencias del nuevo reinado. — Proceso del príncipe de la Paz y de otros, 23 de marzo. — Grandes enviados para obsequiar a Murat y a Napoleón. — Avanza Murat hacia Madrid. — Entrada de Fernando en Madrid en 24 de marzo. — Conducta impropia de Murat. — Opinión de España sobre Napoleón. — Juicio sobre la conducta de Napoleón. — Propuesta de Napoleón a su hermano Luis. — Correspondencia entre Murat y los reyes padres. — Juicio sobre la protesta. — Siguen los tratos entre Murat y los reyes padres. — Desasosiego en Madrid. — Llega Escóiquiz a Madrid en 28 de marzo. — Fernán Núñez en Tours. — Entrega de la espada de Francisco I. — Carta de Napoleón a Murat. — Viaje del infante Don Carlos. — Llegada a Madrid del general Savary. — Aviso de Hervás. — 10 de abril: salida del rey para Burgos. — Nombramiento de una junta suprema. — Sobre el viaje del rey. — Llega el rey el 12 de abril a Burgos. — Llega a Vitoria el 14. — Escribe Fernando a Napoleón: contesta este en 17 de abril. — Seguridad que da Savary. — Tentativas o proposiciones para que el rey se escape. — Proclama al partir el rey de Vitoria. — Sale de Vitoria el 19 de abril. — 20 de abril: entrada del rey en Bayona. — Sigue la correspondencia entre Murat y los reyes padres. — Pasan los reyes padres al Escorial. — Entrega de Godoy en 20 de abril. — Quejas y tentativas de Murat. — Reclama Carlos IV la corona, y anuncia su viaje a Bayona. — Inquietud en Madrid. — Alboroto en Toledo. — En Burgos. — Conducta altanera de Murat. — Conducta de la junta, y medidas que propone. — Creación de una junta que la sustituya. — Llegada a Madrid de D. Justo Ibarnavarro. — Posición de los franceses en Madrid. — Revistas de Murat. — Pide la salida para Francia del infante Don Francisco y reina de Etruria. — 2 de mayo. — Salida de los infantes para Francia el 3 y el 4. — Llega Napoleón a Bayona. — Se anuncia a Fernando que renuncie. — Conferencias de Escóiquiz y Cevallos. — Llegada de Carlos IV a Bayona. — Come con Napoleón. — Comparece Fernando delante de su padre. — Condiciones de Fernando para su renuncia. — No se conforma el padre. — Comparece por segunda vez Fernando delante de su padre. — Renuncia Carlos IV en Napoleón. — Carlos IV y María Luisa. — Renuncia de Fernando como príncipe de Asturias. — La reina de Etruria. — Planes de evasión. — Se interna en Francia a la familia real de España. — Inacción de la junta de Madrid. — Murat presidente de la junta. — Equívoca conducta de la junta. — Napoleón piensa dar la corona de España a José. — Diputación de Bayona. — Medidas de precaución de Murat.

 

 

Los habitantes de España alejados de los negocios públicos, y gozando de aquella aparente tranquilidad propia de los gobiernos despóticos, estaban todavía ajenos de prever la avenida de males que, rebalsando en su suelo como en campo barbechado, iban a cubrirle de espantosas ruinas. Madrid, sin embargo agitado ya con voces vagas e inquietadoras, creció en desasosiego con los preparativos que se notaron de largo viaje en casa de Doña Josefa Tudó, particular amiga del príncipe de la Paz, y con la salida de este para Aranjuez el día 13 de marzo. Sin aquel incidente no hubiera la última ocurrencia llamado tanto la atención, teniendo el valido por costumbre pasar una semana en Madrid, y otra en el sitio en que habitaban SS. MM., quienes de mucho tiempo atrás se detenían solamente en la capital dos meses del año, y aun en aquel al trasladarse en diciembre del Escorial a Aranjuez, no tomaron allí su habitual descanso, retraídos por el universal disgusto a que había dado ocasión el proceso del príncipe de Asturias.

Viose muy luego cuán fundados eran los temores públicos; porque al llegar al sitio el príncipe de la Paz, y después de haber conferenciado con los reyes, anunció Carlos IV a los ministros del despacho la determinación de retirarse a Sevilla. A pesar del sigilo con que se quisieron tomar las primeras disposiciones, se traslució bien pronto el proyectado viaje, y acabaron de cobrar fuerza las voces esparcidas con las órdenes que se comunicaron para que la mayor parte de la guarnición de Madrid se trasladase a Aranjuez. Prevenido para su cumplimiento el capitán general de Castilla Don Francisco Javier Negrete, se avistó en la mañana del 16 con el gobernador del consejo el coronel Don Carlos Velasco, dándole cuenta de la salida de las tropas en todo aquel día, en virtud de un decreto del generalísimo almirante; y previniéndole al propio tiempo de parte del mismo publicar un bando que calmase la turbación de los ánimos. No bastándole al gobernador la orden verbal, exigió de Don Carlos Velasco que la extendiese por escrito, y con ella se fue al consejo, en donde se acordó, como medida previa y antes de obedecer el expresado mandato, que se expusiesen reverentemente a S. M. las fatales consecuencias de un viaje tan precipitado. Aplaudiose la determinación del consejo, aunque nos parece no fue del todo desinteresada, si consideramos la incierta y precaria suerte que, con la temida emigración más allá de los mares de la dinastía reinante, había de caber a muchos de sus servidores y empleados. Así se vio que hombres que como el marqués Caballero en los días de prosperidad habían sido sumisos cortesanos, fueron los que con más empeño aconsejaron al rey que desistiese de su viaje.

Fuese influjo de aquellas representaciones, o fuese más bien el fundado temor a que daba lugar el público descontento, el rey trató momentáneamente de suspender la partida, y mandó circular un decreto a manera de proclama que comenzaba por la desusada fórmula de «amados vasallos míos.» La gente ociosa y festiva comparaba por la novedad el encabezamiento de tan singular publicación al comenzar de ciertas y famosas relaciones que en sus comedias nos han dejado el insigne Calderón y otros ingenios de su tiempo; si bien no asistía al ánimo bastante serenidad para detenerse al examen de las mudanzas e innovaciones del estilo. Tratábase en la proclama de tranquilizar la pública agitación, asegurándose en ella que la reunión de tropas no tenía por objeto ni defender la persona del rey, ni acompañarle en un viaje que solo la malicia había supuesto preciso: se insistía en querer persuadir que el ejército del emperador de los franceses atravesaba el reino con ideas de paz y amistad, y sin embargo se daba a entender que en caso de necesidad estaba el rey seguro de las fuerzas que le ofrecerían los pechos de sus amados vasallos. Bien que con este documento no hubiese sobrado motivo de satisfacción y alegría, la muchedumbre que leía en él una especie de retractación del intentado viaje se mostró gozosa y alborozada. En Aranjuez apresuradamente se agolparon todos a palacio dando repetidos vivas al rey y a la familia real, que juntos se asomaron a recibir las lisonjeras demostraciones del entusiasmado pueblo. Mas como se notó que en la misma noche del 16 al 17 habían salido las tropas de Madrid para el sitio en virtud de las anteriores órdenes que no habían sido revocadas, duró poco y se acibaró presto la común alegría.

Entonces se desaprobó generalmente la resolución tomada por la corte de retirarse hacia las costas del mediodía, y de cruzar el Atlántico en caso urgente. Pero ahora que con fría imparcialidad podemos ser jueces desapasionados, nos parece que aquella resolución al punto a que las cosas habían llegado era conveniente y acertada, ya fuese para prepararse a la defensa, o ya para que se embarcase la familia real. Desprovisto el erario, corto en número el ejército e indisciplinado, ocupadas las principales plazas, dueño el extranjero de varias provincias, no podía en realidad oponérsele otra resistencia fuera de la que opusiese la nación, declarándose con unanimidad y energía. Para tantear este solo y único recurso, la posición de Sevilla era favorable, dando más treguas al sorprendido y azorado gobierno. Y si, como era de temer, la nación no respondía al llamamiento del aborrecido Godoy ni del mismo Carlos IV, era para la familia real más prudente pasar a América que entregarse a ciegas en brazos de Napoleón. Siendo pues esta determinación la más acomodada a las circunstancias, Don Manuel Godoy en aconsejar el viaje obró atinadamente, y la posteridad no podrá en esta parte censurar su conducta; pero le juzgará sí gravemente culpable en haber llevado como de la mano a la nación a tan lastimoso apuro, ora dejándola desguarnecida para la defensa, ora introduciendo en el corazón del reino tropas extranjeras deslumbrado con la imaginaria soberanía de los Algarbes. El reconcentrado odio que había contra su persona fue también causa que al llegar al desengaño de las verdaderas intenciones de Napoleón se le achacase que de consuno con este había procedido en todo: aserción vulgar, pero tan generalmente creída en aquella sazón que la verdad exige que abiertamente la desmintamos. Don Manuel Godoy se mantuvo en aquellos tratos fiel a Carlos IV y a María Luisa, sus firmes protectores, y no anduvo desacordado en preferir para sus soberanos un cetro en los dominios de América, más bien que exponerlos, continuando en España, a que fuesen destronados y presos. Además Godoy no habiendo olvidado la manera destemplada con que en los últimos tiempos se había Napoleón declarado contra su persona, recelábase de alguna dañada intención, y temía ser víctima ofrecida en holocausto a la venganza y público aborrecimiento. Bien es verdad que fue después su libertador el mismo a quien consideraba enemigo, mas debiólo a la repentina mudanza acaecida en el gobierno, por la cual fueron atropellados los que confiadamente aguardaban del francés amistad y amparo, y protegido el que se estremecía al ver que su ejército se acercaba: tan inciertos son los juicios humanos.

Averiguada que fue la traslación de las tropas de la capital al sitio, volviéronse a agitar extraordinariamente las poblaciones de Madrid y Aranjuez con todas las de los alrededores. En el sitio contribuía no poco a sublevar los ánimos la opinión contraria al viaje que pública y decididamente mostraba el embajador de Francia; sea que ignorase los intentos de su amo y siguiera abrigando la esperanza del soñado casamiento, o sea que tratara de aparentar: nos inclinamos a lo primero. Mas su opinión al paso que daba bríos a los enemigos del viaje para oponerse a él, servía también de estímulo y espuela a sus partidarios para acelerarle, esperando unos y temiendo otros la llegada de las tropas francesas que se adelantaban. En efecto Murat dirigía por Aranda su marcha hacia Somosierra y Madrid, y Dupont por su derecha se encaminaba a ocupar a Segovia y el Escorial. Este movimiento hecho con el objeto de impeler a la familia real, intimidándola a precipitar su viaje, vino en apoyo del partido del príncipe de Asturias, alentándole con tanta más razón cuanto parecía darse la mano con el modo de explicarse del embajador. Murat en su lenguaje descubría incertidumbre, imputándose entonces a disimulo lo que tal vez era ignorancia del verdadero plan de Napoleón. Al después tan malogrado Don Pedro Velarde, comisionado para acompañarle y cumplimentarle, le decía en Buitrago en 18 de marzo que al día siguiente recibiría instrucciones de su gobierno; que no sabía si pasaría o no por Madrid, y que al continuar su marcha a Cádiz probablemente publicaría en San Agustín las miras del emperador encaminadas al bien de España.

Avisos anteriores a este y no menos ambiguos ponían a la corte de Aranjuez en extremada tribulación. Sin embargo es de creer que cuando el 16 dio el rey la proclama en que públicamente desmentía las voces de viaje, dudó por un instante llevarle o no a efecto, pues es más justo atribuir aquella proclama a la perplejidad y turbación propias de aquellos días, que al premeditado pensamiento de engañar bajamente a los pueblos de Madrid y Aranjuez. Continuando no obstante los preparativos de viaje, y siendo la desconfianza en los que gobernaban fuera de todo término, se esparció de nuevo y repentinamente en el sitio que la salida de SS. MM. para Andalucía se realizaría en la noche del 17 al 18. La curiosidad junto probablemente con oculta intriga había llevado a Aranjuez de Madrid y sus alrededores muchos forasteros cuyos semblantes anunciaban siniestros intentos: las tropas que habían ido de la capital participaban del mismo espíritu, y ciertamente hubieran podido sublevarse sin instigación especial. Aseguróse entonces que el príncipe de Asturias había dicho a un guardia de corps en quien confiaba «esta noche es el viaje, y yo no quiero ir», y se añadió que con el aviso cobraron más resolución los que estaban dispuestos a impedirle. Nosotros tenemos entendido que para el efecto advirtió S. A. a Don Manuel Francisco Jáuregui, amigo suyo, quien como oficial de guardias pudo fácilmente concertarse con sus compañeros de inteligencia ya con otros de los demás cuerpos. Prevenidos de esta manera, el alboroto hubiera comenzado al tiempo de partir la familia real; una casualidad le anticipó.

Puestos todos en vela rondaba voluntariamente el paisanaje durante la noche, capitaneándole disfrazado, bajo nombre de tío Pedro, el inquieto y bullicioso conde del Montijo, cuyo nombre en adelante casi siempre estará mezclado con los ruidos y asonadas. Andaba asimismo patrullando la tropa, y unos y otros custodiaban de cerca, y observaban particularmente la casa del príncipe de la Paz. Entre once y doce salió de ella muy tapada Doña Josefa Tudó, llevando por escolta a los guardias de honor del generalísimo: quiso una patrulla descubrir la cara de la dama, la cual resistiéndolo excitó una ligera reyerta, disparando al aire un tiro uno de los que estaban presentes. Quién afirma fue el oficial Tuyols que acompañaba a Doña Josefa para que vinieran en su ayuda, quién el guardia Merlo para avisar a los conjurados. Lo cierto es que estos lo tomaron por una señal, pues al instante un trompeta apostado al intento tocó a caballo, y la tropa corrió a los diversos puntos por donde el viaje podía emprenderse. Entonces y levantándose terrible estrépito, gran número de paisanos, otros transformados en tales, criados de palacio y monteros del infante Don Antonio, con muchos soldados desbandados, acometieron la casa de Don Manuel Godoy, forzaron su guardia, y la entraron como a saco, escudriñando por todas partes, y buscando en balde al objeto de su enfurecida rabia. Se creyó por de pronto que a pesar de la extremada vigilancia se había su dueño salvado por alguna puerta desconocida o excusada, y que o había desamparado a Aranjuez, u ocultádose en palacio. El pueblo penetró hasta lo más escondido, y aquellas puertas antes solo abiertas al favor, a la hermosura y a lo más brillante y escogido de la corte, dieron franco paso a una soldadesca desenfrenada y tosca, y a un populacho sucio y desaliñado, contrastando tristemente lo magnífico de aquella mansión con el descuidado arreo de sus nuevos y repentinos huéspedes. Pocas horas habían transcurrido cuando desapareció tanta desconformidad, habiendo sido despojados los salones y estrados de sus suntuosos y ricos adornos para entregarlos al destrozo y a las llamas. Repetida y severa lección que a cada paso nos da la caprichosa fortuna en sus continuados vaivenes. El pueblo si bien quemó y destruyó los muebles y objetos preciosos, no ocultó para sí cosa alguna, ofreciendo el ejemplo del desinterés más acendrado. La publicidad siendo en tales ocasiones un censor inflexible, y uniéndose a un cierto linaje de generoso entusiasmo, enfrena al mismo desorden, y pone coto a algunos de sus excesos y demasías. Las veneras, los collares y todos los distintivos de las dignidades supremas a que Godoy había sido ensalzado, fueron preservados y puestos en manos del rey; poderoso indicio de que entre el populacho había personas capaces de distinguir los objetos que era conveniente respetar y guardar, y aquellos que podían ser destruidos. La princesa de la Paz, mirada como víctima de la conducta doméstica de su marido, y su hija fueron bien tratadas y llevadas a palacio tirando la multitud de su berlina. Al fin restablecida la tranquilidad volvieron los soldados a sus cuarteles, y para custodiar la saqueada casa se pusieron dos compañías de guardias españolas y valonas con alguna más tropa que alejase al populacho de sus avenidas.

La mañana del 18 dio el rey un decreto exonerando al príncipe de la Paz de sus empleos de generalísimo y almirante, y permitiéndole escoger el lugar de su residencia. También anunció a Napoleón esta resolución que en gran manera le sorprendió. El pueblo arrebatado de gozo con la novedad corrió a palacio a vitorear a la familia real que se asomó a los balcones conformándose con sus ruegos. En nada se turbó aquel día el público sosiego sino por el arresto de Don Diego Godoy, quien despojado por la tropa de sus insignias fue llevado al cuartel de guardias españolas, de cuyo cuerpo era coronel: pernicioso ejemplo entonces aplaudido y después desgraciadamente renovado en ocasiones más calamitosas.

Parecía que desbaratado el viaje de la real familia y abatido el príncipe de la Paz, eran ya cumplidos los deseos de los amotinados; mas todavía continuaba una terrible y sorda agitación. Los reyes temerosos de otra asonada, mandaron a los ministros del despacho que pasasen la noche del 18 al 19 en palacio. Por la mañana el príncipe de Castel-Franco y los capitanes de guardias de Corps, conde de Villariezo y marqués de Albudeite, avisaron personalmente a SS. MM. que dos oficiales de guardias con la mayor reserva y bajo palabra de honor acababan de prevenirles que para aquella noche un nuevo alboroto se preparaba mayor y más recio que el de la precedente. Habiéndoles preguntado el marqués Caballero si estaban seguros de su tropa, respondieron encogiéndose de hombros «que solo el príncipe de Asturias podía componerlo todo.» Pasó entonces Caballero a verse con S. A., y consiguió que, trasladándose al cuarto de sus padres, les ofreciese que impediría por medio de los segundos jefes de los cuerpos de la casa real la repetición de nuevos alborotos, como también el que mandaría a varias personas, cuya presencia en el sitio era sospechosa, que regresasen a Madrid, disponiendo al mismo tiempo que criados suyos se esparciesen por la población para acabar de aquietar el desasosiego que aún subsistía. Estos ofrecimientos del príncipe dieron cuerpo a la sospecha de que en mucha parte obraban de concierto con él los sediciosos, no habiendo habido de casual sino el momento en que comenzó el bullicio, y tal vez el haber después ido más allá de lo que en un principio se habían propuesto.

Tomadas aquellas determinaciones no se pensaba en que la tranquilidad volvería a perturbarse, e inesperadamente a las diez de la mañana se suscitó un nuevo y estrepitoso tumulto. El príncipe de la Paz, a quien todos creían lejos del sitio, y los reyes mismos camino de Andalucía, fue descubierto a aquella hora en su propia casa. Cuando en la noche del 17 al 18 habían sido asaltados sus umbrales, se disponía a acostarse, y al ruido, cubriéndose con un capote de bayetón que tuvo a mano, cogiendo mucho oro en sus bolsillos y tomando un panecillo de la mesa en que había cenado, trató de pasar por una puerta escondida a la casa contigua que era la de la duquesa viuda de Osuna. No le fue dado fugarse por aquella parte, y entonces se subió a los desvanes, y en el más desconocido se ocultó metiéndose en un rollo de esteras. Allí permaneció desde aquella noche por el espacio de 36 horas privado de toda bebida y con la inquietud y desvelo propio de su crítica y angustiada posición. Acosado de la sed tuvo al fin que salir de su molesto y desdichado asilo. Conocido por un centinela de guardias valonas que al instante gritó a las armas, no usó de unas pistolas que consigo traía, fuera cobardía o más bien desmayo con el largo padecer. Sabedor el pueblo de que se le había encontrado se agolpó hacia su casa, y hubiera allí perecido si una partida de guardias de Corps no le hubiese protegido a tiempo. Condujéronle estos a su cuartel, y en el tránsito acometiéndole la gente con palas, estacas y todo género de armas e instrumentos procuraba matarle o herirle buscando camino ap. 83 sus furibundos golpes por entre los caballos y los guardias, quienes escudándole le libraron de un trágico y desastroso fin. Para mayor seguridad, creciendo el tumulto, aceleraron los guardias el paso, y el desgraciado preso en medio y apoyándose sobre los arzones de las sillas de dos caballos seguía su levantado trote ijadeando, sofocado y casi llevado en vilo. La travesía considerable que desde su casa había al paraje adonde le conducían, sobre todo teniendo que cruzar la espaciosa plazuela de San Antonio, hubiera dado mayor facilidad al furor popular para acabar con su vida, si temerosos los que le perseguían de herir a alguno de los de la escolta no hubiesen asestado sus tiros de un modo incierto y vacilante. Así fue que aunque magullado y contuso en varias partes de su cuerpo, solo recibió una herida algo profunda sobre una ceja. En tanto avisado Carlos IV de lo que pasaba ordenó a su hijo que corriera sin tardanza y salvara la vida de su malhadado amigo. Llegó el príncipe al cuartel adonde le habían traído preso, y con su presencia contuvo a la multitud. Entonces diciéndole Fernando que le perdonaba la vida, conservó bastante serenidad para preguntarle a pesar del terrible trance «si era ya rey» a lo que le respondió «todavía no, pero luego lo seré.» Palabras notables y que demuestran cuán cercana creía su exaltación al solio. Aquietado el pueblo con la promesa que el príncipe de Asturias le reiteró muchas veces de que el preso sería juzgado y castigado conforme a las leyes, se dispersó y se recogió cada uno tranquilamente a su casa. Godoy desposeído de su grandeza volvió adonde había habitado antes de comenzarse aquella, y maltratado y abatido quedó entregado en su soledad a su incierta y horrenda suerte. Casi todos a excepción de los reyes padres le abandonaron, que la amistad se eclipsa al llegar el nublado de la desgracia. Y aquel a cuyo nombre la mayor parte de la monarquía todavía temblaba, echado sobre unas pajas y hundido en la amargura, era quizá más desventurado que el más desventurado de sus habitantes. Así fue derrocado de la cumbre del poder este hombre que de simple guardia de Corps se alzó en breve tiempo a las principales dignidades de la corona, y se vio condecorado con sus órdenes y distinguido con nuevos y exorbitantes honores. ¿Y cuáles fueron los servicios para tanto valimiento; cuáles los singulares hechos que le abrieron la puerta y le dieron suave y fácil subida a tal grado de sublimada grandeza? Pesa el decirlo. La desenfrenada corrupción y una privanza fundada, ¡oh baldón!, en la profanación del tálamo real. Menester sería que retrocediésemos hasta Don Beltrán de la Cueva para tropezar en nuestra historia con igual mancilla, y aun entonces si bien aquel valido de Enrique IV principió su afortunada carrera por el modesto empleo de paje de lanza, y se encaminó como Godoy por la senda del deshonor regio, nunca remontó su vuelo a tan desmesurada altura, teniendo que partir su favor con Don Juan Pacheco, y cederle a veces al temido y fiero rival.

 

Retrato de Godoy.

 

Don Manuel Godoy había nacido en Badajoz en 12 de mayo de 1767, de familia noble pero pobre. Su educación había sido descuidada; profunda era su ignorancia. Naturalmente dotado de cierto entendimiento, y no falto de memoria, tenía facilidad para enterarse de los negocios puestos a su cuidado. Vario e inconstante en sus determinaciones deshacía en un día y livianamente lo que en otro sin más razón había adoptado y aplaudido. Durante su ministerio de estado, a que ascendió en los primeros años de su favor, hizo convenios solemnes con Francia perjudiciales y vergonzosos; primer origen de la ruina y desolación de España. Desde el tiempo de la escandalosa campaña de Portugal mandó el ejército con el título de generalísimo; no teniendo a sus ojos la ilustre profesión de las armas otro atractivo ni noble cebo que el de los honores y sueldos; nunca se instruyó en los ejercicios militares; nunca dirigió ni supo las maniobras de los diversos cuerpos; nunca se acercó al soldado ni se informó de sus necesidades o reclamaciones; nunca en fin organizó la fuerza armada de modo que la nación en caso oportuno pudiera contar con un ejército pertrechado y bien dispuesto, ni él con amigos y partidarios firmes y resueltos: así la tropa fue quien primero le abandonó. Reducíase su campo de instrucción a una mezquina parada que algunas veces ofrecía delante de su casa a manera de espectáculo a los ociosos de la capital y a sus bajos y por desgracia numerosos aduladores: ridículo remedo de las paradas que en París solía tener Napoleón. Tan pronto protegía a los hombres de saber y respeto, tan pronto los humillaba. Al paso que fomentaba una ciencia particular, o creaba una cátedra, o sostenía alguna mejora, dejaba que el marqués Caballero, enemigo declarado de la ilustración y de los buenos estudios, imaginase un plan general de instrucción pública para todas las universidades incoherente y poco digno del siglo, permitiéndole también hacer en los códigos legales omisiones y alteraciones de suma importancia. Aunque confinaba lejos de la corte y desterraba a cuantos creía desafectos suyos o le desagradaban, ordinariamente no llevaba más allá sus persecuciones ni fue cruel por naturaleza: solo se mostró inhumano y duro con el ilustre Jovellanos. Sórdido en su avaricia vendía como en pública almoneda los empleos, las magistraturas, las dignidades, los obispados, ya para sí, ya para sus amigas, o ya para saciar los caprichos de la reina. La hacienda fue entregada a arbitristas más bien que a hombres profundos en este ramo, teniéndose que acudir a cada paso a ruinosos recursos para salir de los continuos tropiezos causados por el derroche de la corte y por gravosas estipulaciones. Desembozado y suelto en sus costumbres dio ocasión a que entre el vulgo se pusiese en crédito el esparcido rumor de estar casado con dos mujeres: habiéndose dicho que era una Doña María Teresa de Borbón, prima carnal del rey, que fue considerada como la verdadera, y otra Doña Josefa Tudó, su particular amiga, de buena índole y de condición apacible, y tan aficionada a su persona que quiso consignar en la gracia que se le acordó de condesa de Castillo-Fiel el timbre de su incontrastable fidelidad. Conteníale a veces en sus prontos y violentos arrebatos. Godoy en el último año llegó al ápice de su privanza, habiendo recibido con la dignidad de grande almirante el tratamiento de alteza, distinción no concedida antes en España a ningún particular. Su fausto fue extremado, su acompañamiento espléndido, su guardia mejor vestida y arreada que la del rey: honrado en tanto grado por su soberano fue acatado por casi todos los grandes y principales personajes de la monarquía. ¡Qué contraste verle ahora y comparar su suerte con aquella en que aún brillaba dos días antes! Situación que recuerda la del favorito Eutropio que tan elocuentemente nos pinta uno de los primeros padres de la Iglesia griega. «Todo pereció, dice; una ráfaga de viento soplando reciamente despojó aquel árbol de sus hojas, y nos le mostró desnudo y conmovido hasta en su raíz... ¿quién había llegado a tanta excelsitud? ¿No aventajaba a todos en riquezas? ¿no había subido a las mayores dignidades? ¿No le temían todos y temblaban a su nombre? Y ahora más miserable que los hombres que están presos y aherrojados; más necesitado que el último de los esclavos y mendigos, solo ve agudas armas vueltas contra su persona; solo ve destrucción y ruina, los verdugos y el camino de la muerte.» Pasmosa semejanza y tal que en otros tiempos hubiera llevado visos de sobrehumana profecía.

Encerrado el príncipe de la Paz en el cuartel de guardias de Corps, y retirado el pueblo, como hemos dicho, a instancias y en virtud de las promesas que le hizo el príncipe de Asturias,p. 88 se mantuvo quieto y sosegado, hasta que a las dos de la tarde un coche con seis mulas a la puerta de dicho cuartel movió gran bulla, habiendo corrido la voz que era para llevar al preso a la ciudad de Granada. El pueblo en un instante cortó los tirantes de las mulas y descompuso y estropeó el coche.

El rey Carlos y la reina María Luisa sobrecogidos con las nuevas demostraciones del furor popular, temieron peligrase la vida de su desgraciado amigo.. El rey achacoso y fatigado con los desusados bullicios, persuadido además por las respetuosas observaciones de algunos que en tal aprieto le representaron como necesaria la abdicación en favor de su hijo, y sobre todo creyendo juntamente con su esposa que aquella medida sería la sola que podría salvar la vida a Don Manuel Godoy, resolvió convocar para las siete de la noche del mismo día 19 a todos los ministros del despacho y renunciar en su presencia la corona, colocándola en las sienes del príncipe heredero. Este acto fue concebido en los términos siguientes: «Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado después de la más seria deliberación abdicar mi corona en mi heredero y mi muy caro hijo el príncipe de Asturias. Por tanto es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como rey y señor natural de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su éxito y debido cumplimiento, lo comunicaréis al consejo y demás a quien corresponda. — Dado en Aranjuez a 19 de marzo de 1808. — Yo el rey. — A Don Pedro Cevallos.»

Divulgada por el sitio la halagüeña noticia, fue indecible el contento y la alegría; y corriendo el pueblo a la plazuela de palacio, al cerciorarse de tamaño acontecimiento unánimemente prorrumpió en víctores y aplausos. El príncipe después de haber besado la mano a su padre se retiró a su cuarto en donde fue saludado como nuevo rey por los ministros, grandes y demás personas que allí asistían.

En Madrid se supo en la tarde del 19 la prisión de Don Manuel Godoy, y al anochecer se agrupó y congregó el pueblo en la plazuela del Almirante, así denominada desde el ensalzamiento de aquel a esta dignidad, y sita junto al palacio de los duques de Alba. Allí levantando gran gritería con vivas al rey y mueras contra la persona del derribado valido, acometieron los amotinados su casa inmediata al paraje de la reunión, y arrojando por las ventanas muebles y preciosidades, quemáronlo todo sin que nada se hubiese robado ni escondido. Después, distribuidos en varios bandos, y saliendo otros de puntos distintos con hachas encendidas, repitieron la misma escena en varias casas, y señaladamente recibieron igual quebranto en las suyas la madre del príncipe de la Paz, su hermano Don Diego, su cuñado marqués de Branciforte, los ex-ministros Álvarez y Soler, y Don Manuel Sixto Espinosa, conservándose en medio de las bulliciosas asonadas una especie de orden y concierto.

Siendo universal el júbilo con la caída de Godoy, fue colmado entre los que supieron a las once de la noche que Carlos IV había abdicado. Pero como era tarde la noticia no cundió bastantemente por el pueblo hasta el día siguiente, domingo, confirmándose de oficio por carteles del consejo que anunciaban la exaltación de Fernando VII. Entonces el entusiasmo y gozo creció a manera de frenesí, llevando en triunfo por todas las calles el retrato del nuevo rey, que fue al último colocado en la fachada de la casa de la Villa. Continuó la algazara y la alegría toda aquella noche del 20; pero habiéndose ya notado en ella varios excesos, fueron inmediatamente reprimidos por el consejo, y por orden suya cesó aquel nuevo género de regocijos.

En las más de las ciudades y pueblos del reino hubo también fiesta y motín, arrastrando el retrato de Godoy que los mismos pueblos habían a sus expensas colocado en las casas consistoriales: si bien es verdad que ahora su imagen era abatida y despedazada con general consentimiento, y antes habían sido muy pocos los que la habían erigido y reverenciado buscando por este medio empleos y honores en la única fuente de donde se derivaban las gracias: el pueblo siempre reprobó con expresivo murmullo aquellas lisonjas de indignos conciudadanos.

Fue tal el gusto y universal contento, ya con la caída de Don Manuel Godoy y ya también con la abdicación de Carlos IV, que nadie reparó entonces en el modo con que este último e importante acto se había celebrado, y si había sido o no concluido con entera y cumplida libertad: todos lo creían así llevados de un mismo y general deseo. Sin embargo graves y fundadas dudas se suscitaron después. Por una parte Carlos IV se había mostrado a veces propenso a alejarse de los negocios públicos, y María Luisa en su correspondencia declara que tal era su intención cuando su hijo se hubiera casado con una princesa de Francia. Confirmó su propósito Carlos al recibir al cuerpo diplomático con motivo de su abdicación, pues dirigiendo la palabra a Mr. de Strogonoff, ministro de Rusia, le dijo: «En mi vida he hecho cosa con más gusto.» Pero por otra parte es de notar que la renuncia fue firmada en medio de una sedición, no habiendo Carlos IV en la víspera de aquel día dado indicio de querer tan pronto efectuar su pensamiento, porque exonerando al príncipe de la Paz del mando del ejército y de la marina se encargó el mismo rey del manejo supremo. En la mañana del 19 tampoco anunció cosa alguna relativa a su próxima abdicación; y solo al segundo alboroto en la tarde y cuando creyó juntamente con la reina poner a salvo por aquel medio a su caro favorito, resolvió ceder el trono y retirarse a vida particular. El público, lejos de entrar en el examen de tan espinosa cuestión, censuró amargamente al consejo, porque conforme a su formulario había pasado a informe de sus fiscales el acto de la abdicación: también se le reprendió con severidad por los ministros del nuevo rey, ordenándole que inmediatamente lo publicase, como lo verificó el 20 a las tres de la tarde. El consejo obró de esta manera por conservar la fórmula con que acostumbraba proceder en sus determinaciones, y no con ánimo de oponerse y menos aún con el de reclamar los antiguos usos y prácticas de España. Para lo primero ni tenía interés, ni le era dado resistir al torrente del universal entusiasmo manifestado en favor de Fernando; y para lo segundo, pertinaz enemigo de cortes o de cualquiera representación nacional, más bien se hubiera mostrado opuesto que inclinado a indicar o promover su llamamiento. Sin embargo para desvanecer todo linaje de dudas, conveniente hubiera sido repetir el acto de la abdicación de un modo más solemne y en ocasión más tranquila y desembarazada. Los acontecimientos que de repente sobrevinieron pudieron servir de fundada disculpa a aquella omisión; mas parándonos a considerar quiénes eran los íntimos consejeros de Fernando, cuáles sus ideas y cuál su posterior conducta, podemos afirmar sin riesgo que nunca hubieran para aquel objeto congregado cortes, graduando su convocación de intempestiva y peligrosa. Con todo su celebración a ser posible hubiera puesto a la renuncia de Carlos IV [conformándose con los antiguos usos de España] un sello firme e incontrastable de legitimidad. Congregar cortes para asunto de tanta gravedad fue constante costumbre nunca olvidada en las muchas renuncias que hubo en los diferentes reinos de España. Las de Doña Berenguela y la intentada por Don Juan I en Castilla; la de Don Ramiro el monje en Aragón con todas las otras más o menos antiguas fueron ejecutadas y cumplidas con la misma solemnidad, hasta que la introducción de dinastías extranjeras alteró práctica tan fundamental, siendo al parecer lamentable prerrogativa de aquellos príncipes atropellar nuestros fueros, conservar nuestros vicios, y olvidándose de lo bueno que en su patria dejaban, traernos solamente lo perjudicial y nocivo. Así fue que en las dos célebres cesiones de Carlos I y Felipe V no se llamó a cortes ni se guardaron las antiguas formalidades. Verdad es que no hubo ni en una ni en otra asomo de violencia, y a la de Carlos I celebrada en Bruselas públicamente con gran pompa y aparato asistieron además muchos grandes. La de Felipe V fue más silenciosa, poniendo en esta parte nuestros monarcas más y más en olvido la respetable antigüedad según que se acercaban a nuestro tiempo. El rey dijo que obraba «con consentimiento y de conformidad con la reina su muy cara y muy amada esposa.» Singular modo de autorizar acto de tanta trascendencia y de interés tan general. La opinión entonces a pesar de estar reprimida no quedó satisfecha, pues los «jurisperitos y los mismos del consejo real, nos dice el marqués de San Felipe, veían que no era válida la renuncia no hecha con acuerdo de sus vasallos... pero nadie replicó, pues al consejo real no se le preguntó sobre la validación de la renuncia, sino se le mandó que obedeciese el decreto...» Ahora lo mismo: ni a nadie se le preguntó cosa alguna, ni nadie replicó esperándolo todo de la caída de Godoy y del ensalzamiento de Fernando: imprevisión propia de las naciones que entregándose ciegamente a la sola y casual sucesión de las personas, no buscan en las leyes e instituciones el sólido fundamento de su felicidad.

Exaltado al solio Fernando VII del nombre, conservó por de pronto a los mismos ministros de su padre, pero sucesivamente removió a los más de ellos. Fue el primero que estuvo en este caso Don Miguel Cayetano Soler, dotado de cierto despejo, y que encargado de la hacienda fue más bien arbitrista que hombre verdaderamente entendido en aquel ramo. Se puso en su lugar a Don Miguel José de Azanza, antiguo virrey de Méjico, quien confinado en Granada gozaba del concepto de hombre de mucha probidad. Quedó en estado Don Pedro Cevallos con decreto honorífico para que no le perjudicase su enlace con una prima hermana del príncipe de la Paz. Teníanle en el reinado anterior por cortesano dócil, estaba adornado de cierta instrucción, y si bien no descuidó los intereses personales y de familia, pasó en la corrompida corte de Carlos IV por hombre de bien. Se notó posteriormente en su conducta propensión fácil a acomodarse a varios y encontrados gobiernos. Continuó al frente de la marina Don Francisco Gil y Lemus, anciano respetable y de carácter entero y firme. Sucedió a pocos días en guerra al enfermizo y ceremonioso Don Antonio Olaguer Feliú el general Don Gonzalo Ofarril, recién venido de Toscana, en donde había mandado una división española. Gozaba créditos de hombre de saber y de más aventajado militar. Empezó por nombrársele director general de artillería, y elevado al ministerio fue acometido de una enfermedad grave que causó vivo y general sentimiento: tanta era la opinión de que gozaba, la cual hubiera conservado intacta si la suerte de que todos se lamentaban hubiera terminado su carrera. El marqués Caballero, ministro de gracia y justicia, enemigo del saber, servidor atento y solícito de los caprichos licenciosos de la reina, perseguidor del mérito y de los hombres esclarecidos, había sido hasta entonces universalmente despreciado y aborrecido. Viendo en marzo a qué lado se inclinaba la fortuna, varió de lenguaje y de conducta, y en tanto grado que se le creyó por algún tiempo autor en parte de lo acaecido en Aranjuez: debió a su oportuna mudanza habérsele conservado en su ministerio durante algunos días. Pero perseguido por su anterior desconcepto y ofreciendo poca confianza, pasó en cambio de su puesto a ser presidente de uno de los consejos: contribuyó mucho a su separación el haber maliciosamente retardado cuatro días el despacho de la orden que llamaba a Madrid de su confinamiento a Don Juan Escóiquiz. Entró en el despacho de gracia y justicia Don Sebastián Piñuela, ministro anciano del consejo. Se alzaron los destierros a Don Mariano Luis de Urquijo, al conde de Cabarrús y al sabio y virtuoso Don Gaspar Melchor de Jovellanos, víctima la más desgraciada y con más saña perseguida en la privanza de Godoy. También fueron llamados todos los individuos comprendidos en la causa del Escorial, mereciendo entre ellos particular mención Don Juan Escóiquiz, el duque del Infantado y el de San Carlos.

 

Escóiquiz.

 

Era Don Juan Escóiquiz hijo de un general y natural de Navarra. Educado en la casa de pajes del rey, prefirió al estruendo de las armas el quieto y pacífico estado eclesiástico, y obtuvo una canonjía en la catedral de Zaragoza de donde pasó a ser maestro del príncipe de Asturias. En el nuevo y honroso cargo en vez de formar el tierno corazón de su augusto discípulo infundiendo en él máximas de virtud y tolerancia; en vez de enriquecer su mente y adornarla de útiles y adecuados conocimientos, se ocupó más bien en intrigas y enredos de corte ajenos de su estado, y sobre todo de su magisterio. Queriendo derribar a Godoy se atrajo su propia desgracia y se le alejó de la enseñanza del príncipe, dándole en la iglesia de Toledo el arcedianato de Alcaraz. Desde allí continuó sus secretos manejos, hasta que al fin de resultas de la causa del Escorial se le confinó al convento del Tardón. Aficionado a escribir en prosa y verso no descolló en las letras más que en la política. Tradujo del inglés, con escaso numen, el Paraíso perdido de Milton, y de sus obras en prosa debe en particular mencionarse una defensa que publicó del tribunal de la Inquisición; parto torcido de su poco venturoso ingenio. Fue siempre ciego admirador de Bonaparte, y creciendo de punto su obcecación comprometió con ella al príncipe su discípulo, y sepultó al reino en un abismo de desgracias. Presumido y ambicioso, somero en su saber, sin conocimiento práctico del corazón humano y menos de la corte y de los gobiernos extraños, se imaginó que, cual otro Jiménez de Cisneros, desde el rincón de su coro de Toledo saliendo de nuevo al mundo, regiría la monarquía y sujetaría a la estrecha y limitada esfera de su comprensión la extensa y vasta del indomable emperador de los franceses. Condecorado con la gran cruz de Carlos III, fue nombrado por el nuevo rey consejero de Estado, y como tal asistió a las importantes discusiones de que hablaremos muy pronto. El duque del Infantado dado al estudio de algunas ciencias, fomentador en sus estados de la industria y de ciertas fábricas, gozaba de buen nombre, realzado por su riqueza, por el lustre de su casa, y principalmente por las persecuciones que su desapego al príncipe de la Paz le habían acarreado. Como coronel ahora de guardias españolas y presidente del consejo real tomó parte en los arduos negocios que ocurrieron, y no tardó en descubrir la flojedad y distracción de su ánimo, careciendo de aquella energía y asidua aplicación que se requiere en las materias graves. Tan cierto es que hombres cuyo concepto ha brillado en la vida privada o en tiempos serenos, se eclipsan si son elevados a puesto más alto, o si alcanzan días turbulentos y borrascosos. Dio la América el ser al duque de San Carlos, quien después de haber hecho la campaña contra Francia en 1793, fue nombrado ayo del príncipe de Asturias, y desterrado al fin de la corte con motivo de la causa del Escorial. La reina María Luisa decía que era el más falso de todos los amigos de su hijo; pero sin atenernos ciegamente a tan parcial testimonio, cierto es que durante la privanza de Godoy no mostró respecto del favorito el mismo desvío que el duque del Infantado, y solícito lisonjero buscó en su genealogía el modo de entroncarse y emparentar con el ídolo a quien tantos reverenciaban. Escogido para mayordomo mayor en lugar del marqués de Mos, estuvo especialmente a su cargo, junto con el del Infantado y Escóiquiz, dirigir la nave del estado en medio del recio temporal que había sobrevenido, e inexperto y desavisado la arrojó contra conocidos escollos tan desatentadamente como sus compañeros.

Fueron las primeras providencias del nuevo reinado o poco importantes o dañosas al interés público, empezándose ya entonces el fatal sistema de echar por tierra lo actual y existente, sin otro examen que el de ser obra del gobierno que había antecedido. Se abolía la superintendencia general de policía creada el año anterior, y se dejaba resplandeciente y viva la horrible Inquisición. Permitíase en los sitios y bosques reales la destrucción de alimañas, y se suspendía la venta del séptimo de los bienes eclesiásticos concedida y aprobada dos años antes por bula del Papa: medida necesaria y urgentísima en España, obstruida en su prosperidad con la embarazosa traba del casi total estancamiento de la propiedad territorial; medida que, repetimos, hubiera convenido mantener con firmeza, cuidando solamente de que se invirtiese el producto de la venta en procomunal. Se suprimió también un impuesto sobre el vino con el objeto de halagar a los contribuyentes, como si abandonando el verdadero y sólido interés del estado no fuera muy reprensible dejarse llevar de una mal entendida y efímera popularidad. Pero aquellas providencias fueran o no oportunas, apenas fijaron la atención de España, inquieto el ánimo con el cúmulo de acontecimientos que unos en pos de otros sobrevinieron y se atropellaron.

El príncipe de la Paz en la mañana del 23 de marzo había sido trasladado desde Aranjuez al castillo de Villaviciosa, escoltándole los guardias de corps a las órdenes del marqués de Castelar, comandante de alabarderos, y allí fue puesto en juicio. Fuéronlo igualmente su hermano Don Diego, el ex-ministro Soler, Don Luis Viguri, antiguo intendente de la Habana, el corregidor de Madrid Don José Marquina, el tesorero general Don Antonio Noriega, el director de la caja de consolidación Don Miguel Sixto Espinosa, Don Simón de Viegas, fiscal del consejo, y el canónigo Don Pedro Estala, distinguido como literato. Para procesar a muchos de ellos no hubo otro motivo que el de haber sido amigos de Don Manuel Godoy, y haberle tributado esmerado obsequio; delito, si lo era, en que habían incurrido todos los cortesanos y algunos de los que todavía andaban colocados en dignidades y altos puestos. Se confiscaron por decreto del rey los bienes del favorito, aunque las leyes del reino entonces vigentes autorizaban solo el embargo y no la confiscación, puesto que para imponer la última pena debía preceder juicio y sentencia legal, no exceptuándose ni aquellos casos en que el individuo era acusado del crimen de lesa majestad. Además conviene advertir que no obstante la justa censura que merecía la ruinosa administración de Godoy, en un gobierno como el de Carlos IV, que no reconocía límite ni freno a la voluntad del soberano, difícilmente hubiera podido hacérsele ningún cargo grave, sobre todo habiendo seguido Fernando por la pésima y trillada senda que su padre le había dejado señalada. El valido había procedido en el manejo de los negocios públicos autorizado con la potestad indefinida de Carlos IV, no habiéndosele puesto coto ni medida, y lejos de que hubiese aquel soberano reprobado su conducta después de su desgracia, insistió con firmeza en sostenerle y en ofrecer a su caído amigo el poderoso brazo de su patrocinio y amparo. Situación muy diversa de la de Don Álvaro de Luna, desamparado y condenado por el mismo rey a quien debía su ensalzamiento. Don Manuel Godoy, escudado con la voluntad expresa y absoluta de Carlos, solo otra voluntad opresora e ilimitada podía atropellarle y castigarle; medio legalmente atroz e injusto, pero debido pago a sus demasías, y correspondiente a las reglas que le habían guiado en tiempo de su favor.

Pasados los primeros días de ceremonia y públicos regocijos se volvieron los ojos a los huéspedes extranjeros que insensiblemente se aproximaban a la capital. La nueva corte soñando felicidades y pensando en efectuar el tan ansiado casamiento de Fernando con una princesa de la sangre imperial de Francia, se esmeró en dar muestras de amistad y afecto al emperador de los franceses y a su cuñado Murat, gran duque de Berg. Fue al encuentro de este para obsequiarle y servirle el duque del Parque, y salieron en busca del deseado Napoleón, con el mismo objeto los duques de Medinaceli y de Frías, y el conde de Fernán Núñez.

Ya hemos indicado como las tropas francesas se avanzaban hacia Madrid. El 15 de marzo había Murat salido de Burgos, continuando después su marcha por el camino de Somosierra. Traía consigo la guardia imperial, numerosa artillería y el cuerpo de ejército del mariscal Moncey, al que reemplazaba el de Bessières en los puntos que aquel iba desocupando. Dupont también se avanzaba por el lado de Guadarrama con toda su fuerza, a excepción de una división que dejó en Valladolid para observar las tropas españolas de Galicia. Se había con particularidad encargado a Murat que se hiciera dueño de la cordillera que divide las dos Castillas, antes que se apoderase de ella Solano u otras tropas; igualmente se le previno que interceptara los correos, con otras instrucciones secretas, cuya ejecución no tuvo lugar a causa de la sumisa condescendencia de la nueva corte.

Murat, inquieto y receloso con lo acaecido en Aranjuez, no quiso dilatar más tiempo la ocupación de Madrid, y el 23 entró en la capital llevando delante, con deseo de excitar la admiración, la caballería de la guardia imperial, y lo más escogido y brillante de su tropa, y rodeado él mismo de un lujoso séquito de ayudantes y oficiales de estado mayor. No correspondía la infantería a aquella primera y ostentosa muestra, constando en general de conscriptos y gente bisoña. El vecindario de Madrid, si bien ya temeroso de las intenciones de los franceses, no lo estaba a punto que no los recibiese afectuosamente, ofreciéndoles por todas partes refrescos y agasajos. Contribuía no poco a alejar la desconfianza el traer a todos embelesados las importantes y repentinas mudanzas sobrevenidas en el gobierno. Solo se pensaba en ellas y en contarlas y referirlas una y mil veces; ansiando todos ver con sus propios ojos y contemplar de cerca al nuevo rey, en quien se fundaban lisonjeras e ilimitadas esperanzas, tanto mayores cuanto así descansaba el ánimo fatigado con el infausto desconcierto del reinado anterior.

Fernando, cediendo a la impaciencia pública, señaló el día 24 de marzo para hacer su entrada en Madrid. Causó el solo aviso indecible contento, saliendo a aguardarle en la víspera por la noche numeroso gentío de la capital, y concurriendo al camino con no menor diligencia y afán todos los pueblos de la comarca. Rodeado de tan nuevo y grandioso acompañamiento llegó a las Delicias, desde donde por la puerta de Atocha entró en Madrid a caballo, siguiendo el paseo del Prado, y las calles de Alcalá y Mayor hasta palacio. Iban detrás y en coche los infantes Don Carlos y Don Antonio. Testigos de aquel día de placer y holganza, nos fue más fácil sentirle que nos será dar de él ahora una idea perfecta y acabada. Horas enteras tardó el rey Fernando en atravesar desde Atocha hasta palacio: con escasa escolta, por doquiera que pasaba, estrechado y abrazado por el inmenso concurso, lentamente adelantaba el paso, tendiéndosele al encuentro las capas con deseo de que fueran holladas por su caballo: de las ventanas se tremolaban los pañuelos, y los vivas y clamores saliendo de todas las bocas se repetían y resonaban en plazuelas y calles, en tablados y casas, acompañados de las bendiciones más sinceras y cumplidas. Nunca pudo monarca gozar de triunfo más magnífico ni más sencillo; ni nunca tampoco contrajo alguno obligación más sagrada de corresponder con todo ahínco al amor desinteresado de súbditos tan fieles.

Murat oscurecido y olvidado con la universal alegría, procuró recordar su presencia con mandar que algunas de sus tropas maniobrasen en medio de la carrera por donde el rey había de pasar. Desagradó orden tan inoportuna en aquel día, como igualmente el que no estando satisfecho con el alojamiento que se le había dado en el Buen Retiro, por sí y militarmente, sin contar con las autoridades, se hubiese mudado a la antigua casa del príncipe de la Paz, inmediata al convento de Doña María de Aragón. Acontecimientos eran estos de leve importancia, pero que influyeron no poco en indisponer los ánimos del vecindario. Aumentose el disgusto a vista del desvío que mostró el mismo Murat con el nuevo rey, desvío imitado por el embajador Beauharnais, único individuo del cuerpo diplomático que no le había reconocido. La corte disculpaba a entrambos con la falta de instrucciones, debida a lo impensado de la repentina mudanza; mas el pueblo comparando el anterior lenguaje de dicho embajador amistoso y solícito con su fría actual indiferencia, atribuía la súbita transformación a causa más fundamental. Así fue que la opinión, respecto de los franceses, de día en día fue trocándose y tomando distinto y contrario rumbo.

Hasta entonces, si bien algunos se recelaban de las intenciones de Napoleón, la mayor parte solo veía en su persona un apoyo firme de la nación y un protector sincero del nuevo monarca. La perfidia de la toma de las plazas u otros sucesos de dudosa interpretación, los achacaban a viles manejos de Don Manuel Godoy o a justas precauciones del emperador de los franceses. Equivocado juicio sin duda, mas nada extraño en un país privado de los medios de publicidad y libre discusión que sirven para ilustrar y rectificar los extravíos de las opiniones. De cerca habían todos sentido las demasías de Godoy, y de Napoleón solo y de lejos se habían visto sus pasmosos hechos y maravillosas campañas. Los diarios de España, o más bien la miserable Gaceta de Madrid, eco de los papeles de Francia, y unos y otros esclavizados por la censura previa, describían los sucesos y los amoldaban a gusto y sabor del que en realidad dominaba acá y allá de los Pirineos. Por otra parte el clero español, habiendo visto que Napoleón había levantado los derribados altares, prefería su imperio y señorío a la irreligiosa y perseguidora dominación que le había precedido. No perdían los nobles la esperanza de ser conservados y mantenidos en sus privilegios y honores por aquel mismo que había creado órdenes de caballería, y erigido una nueva nobleza en la nación en donde pocos años antes había sido abolida y proscrita. Miraban los militares como principal fundamento de su gloria y engrandecimiento al afortunado caudillo, que para ceñir sus sienes con la corona no había presentado otros abuelos ni otros títulos que su espada y sus victorias. Los hombres moderados, los amantes del orden y del reposo público, cansados de los excesos de la revolución, respetaban en la persona del emperador de los franceses al severo magistrado que con vigoroso brazo había restablecido concierto en la hacienda y arreglo en los demás ramos. Y si bien es cierto que el edificio que aquel había levantado en Francia no estribaba en el duradero cimiento de instituciones libres, valladar contra las usurpaciones del poder, había entonces pocos en España y contados eran los que extendían tan allá sus miras.

Napoleón bien informado del buen nombre con que corría en España, cobró aliento para intentar su atrevida empresa, posible y hacedera a haber sido conducida con tino y prudente cordura. Para alcanzar su objeto dos caminos se le ofrecieron, según la diversidad de los tiempos. Antes de la sublevación de Aranjuez la partida y embarco para América de la familia reinante era el mejor y más acomodado. Sin aquel impensado trastorno, huérfana España y abandonada de sus reyes hubiera saludado a Napoleón como príncipe y salvador suyo. La nueva dominación fácilmente se hubiera afianzado, si adoptando ciertas mejoras hubiera respetado el noble orgullo nacional y algunas de sus anteriores costumbres y aun preocupaciones. Acertó pues Napoleón cuando vio en aquel medio el camino más seguro de enseñorearse de España, procediendo con grande desacuerdo desde el momento en que desbaratado por el acaso su primer plan, no adoptó el único y obvio que se le ofrecía en el casamiento de Fernando con una princesa de la familia imperial: hubiera hallado en su protegido un rey más sumiso y reverente que en ninguno de sus hermanos. Cuando su viaje a Italia, no había Napoleón desechado este pensamiento, y continuó en el mismo propósito durante algún tiempo, si bien con más tibieza. El ejemplo de Portugal le sugirió más tarde la idea de repetir en España lo que su buena suerte le había proporcionado en el país vecino. Afirmóse en su arriesgado intento después que sin resistencia se había apoderado de las plazas fuertes, y después que vio a su ejército internado en las provincias del reino. Resuelto a su empresa nada pudo ya contenerle.

Esperaba con impaciencia Napoleón el aviso de haber salido para Andalucía los reyes de España, a la misma sazón que supo el importante e inesperado acontecimiento de Aranjuez. Desconcertado al principio con la noticia, no por eso quedó largo tiempo indeciso; y obstinado y tenaz en nada alteró su primera determinación. Claramente nos lo prueba un importante documento. Había el sábado en la noche 26 de marzo recibido en Saint-Cloud un correo con las primeras ocurrencias de Aranjuez, y otro pocas horas después con la abdicación de Carlos IV. Hasta entonces solo él era sabedor de lo que contra España maquinaba: sin compromiso y sin ofensa del amor propio hubiera podido variar su plan. Sin embargo al día siguiente, el 27 del mismo, decidido a colocar en el trono de España a una persona de su familia, escribió con aquella fecha a su hermano Luis rey de Holanda. «El rey de España acaba de abdicar la corona, habiendo sido preso el príncipe de la Paz. Un levantamiento había empezado a manifestarse en Madrid, cuando mis tropas estaban todavía a cuarenta leguas de distancia de aquella capital. El gran duque de Berg habrá entrado allí el 23 con 40.000 hombres, deseando con ansia sus habitantes mi presencia. Seguro de que no tendré paz sólida con Inglaterra sino dando un grande impulso al continente, he resuelto colocar un príncipe francés en el trono de España... En tal estado he pensado en ti para colocarte en dicho trono... Respóndeme categóricamente cuál sea tu opinión sobre este proyecto. Bien ves que no es sino proyecto, y aunque tengo 100.000 hombres en España, es posible por circunstancias que sobrevengan, o que yo mismo vaya directamente, o que todo se acabe en quince días, o que ande más despacio siguiendo en secreto las operaciones durante algunos meses. Respóndeme categóricamente: si te nombro rey de España, ¿lo admites? ¿Puedo contar contigo?...» Luis rehusó la propuesta. Documento es este importantísimo, porque fija de un modo auténtico y positivo desde qué tiempo había determinado Napoleón mudar la dinastía de Borbón, estando solo incierto en los medios que convendría emplear para el logro de su proyecto. También por estos días conferenciando con Izquierdo le preguntó, si los españoles le querrían como a soberano suyo. Replicole aquel con oportunidad plausible: «con gusto y entusiasmo admitirán los españoles a V. M. por su monarca, pero después de haber renunciado a la corona de Francia.» Imprevista respuesta y poco grata a los delicados oídos del orgulloso conquistador. Continuando pues Napoleón en su premeditado pensamiento, y pareciéndole que era ya llegado el caso de ponerle en ejecución, trató de aproximarse al teatro de los acontecimientos, habiendo salido de París el 2 de abril con dirección a Burdeos.

En tanto Murat, retrayéndose de la nueva corte, anunciaba todos los días la llegada de su augusto cuñado. En palacio se preparaba la habitación imperial, adornábase el Retiro para bailes, y un aposentador enviado de París lo disponía y arreglaba todo. Para despertar aún más la viva atención del público se enseñaba hasta el sombrero y botas del deseado emperador. Bien que en aquellos preparativos y anuncios hubiese de parte de los franceses mucho de aparente y falso, es probable que sin el trastorno causado por el movimiento de Aranjuez, Napoleón hubiera pasado a Madrid. Sorprendido con la súbita mudanza determinó buscar en Bayona ocasión que desenredase los complicados asuntos de España. Ofreciósela oportuna una correspondencia entablada entre Murat y los reyes padres, y a que dio origen el ardiente deseo de libertar a Don Manuel Godoy, y poner su vida fuera de todo riesgo. Fue mediadora en la correspondencia la reina de Etruria, y Murat, considerándola como conveniente al final desenlace de los intentos de Napoleón, cualesquiera que ellos fuesen, no desaprovechó la dichosa coyuntura que la casualidad le ofrecía. De ella provino la famosa protesta de Carlos IV contra su abdicación, sirviendo de base dicho acto a todas las renuncias y procedimientos que tuvieron después lugar en Bayona.

Nació aquella correspondencia poco después del día 19 de marzo. Ya en el 22 las dos reinas madre e hija escribían con eficacia en favor del preso Godoy, manifestando la de España que estaba su felicidad cifrada en acabar tranquilamente sus días con su esposo y el único amigo que ambos tenían. Con igual fecha lo mismo pedía Carlos IV, añadiendo que se iban a Badajoz. Es de notar el contexto de dichas cartas en las que todavía no se hablaba de haber protestado el rey padre contra la abdicación hecha en el día 19, ni de asunto alguno conexo con paso de tanta gravedad. Sin embargo cuando en 1810 publicó el Monitor esta correspondencia, insertó antes de las enunciadas cartas del 22 otra en que se hace mención de aquel acto como de cosa consumada; pero el haberse omitido en ella la fecha, diciendo al mismo tiempo la reina que a nada aspiraba sino a alejarse con su esposo y Godoy todos tres juntos de intrigas y mando, excita contra dicha carta vehementes sospechas, o de que se omitió la fecha por haber sido posteriormente escrita a la del 22, o, lo que es también verosímil, que se intercaló el pasaje en que se habla de haber protestado, no aviniéndose con este acto e implicando más bien contradicción los deseos de la reina allí manifestados. La protesta apareció con la fecha del 21; mas las cartas del 22 con otras aserciones encontradas que se notan en la correspondencia, prueban que en la dicha protesta se empleó una supuesta y anticipada fecha, y que Carlos no tuvo determinación fija de extender aquel acto hasta pasados tres días después de su abdicación.

La lectura atenta de toda la correspondencia, y lo que hemos oído a personas de autoridad, nos induce a creer que Carlos IV se resolvió a formalizar su protesta después de las vistas que el 23 tuvieron él y su esposa con el general Monthion, jefe del estado mayor de Murat. De cualquiera modo que dicho general nos haya pintado su conferencia, y bien que haya querido indicarnos que los reyes padres estaban decididos de antemano a protestar contra su abdicación, lo cierto es que hasta aquel día Carlos IV no se había dirigido a Napoleón, y entonces lo hizo comunicándole cómo se había visto forzado a renunciar, «cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada le habían dado a conocer bastante la necesidad de escoger entre la vida o la muerte; pues [añadía] esta última se hubiera seguido a la de la reina.» Concluía poniendo enteramente su suerte en las manos de su poderoso aliado. Acompañaba a la carta el acto de la protesta así concebido. «Protesto y declaro que todo lo que manifiesto en mi decreto del 19 de marzo, abdicando la corona en mi hijo, fue forzado por precaver mayores males y la efusión de sangre de mis queridos vasallos, y por tanto de ningún valor. — Yo el rey. — Aranjuez 21 de marzo de 1808.»

Del cúmulo de pruebas que hemos tenido a la vista en un punto tan delicado e importante, conjeturamos fundadamente que Carlos, cuya abdicación fue considerada por la generalidad como un acto de su libre y espontánea voluntad, y la cual el mismo monarca de carácter indolente y flojo dio momentáneamente con gusto; abandonado después por todos, solo y no acatado cual solía cuando empuñaba el cetro, advirtió muy luego la diferencia que media entre un soberano reinante y otro desposeído y retirado. Fuele doloroso en su triste y solitaria situación comparar lo que había sido y lo que ahora era, y dio bien pronto indicio de pesarle su precipitada resolución. El arrepentimiento de haber renunciado fue en adelante tan constante y tan sincero, que no solo en Bayona mostraba a las claras la violencia que se había empleado contra su persona, sino que todavía en Roma en 1816 repetía a cuantos españoles iban a verle y en quienes tenía confianza, que su hijo no era legítimo rey de España, y que solo él Carlos IV era el verdadero soberano. No menos ahondaba y quebrantaba el corazón de la reina el triste recuerdo de su perdido influjo y poderío: andaba despechada con la ingratitud de tantos mudables cortesanos antes en apariencia partidarios adictos y afectuosos, y grandemente la atribulaban los riesgos que cercaban a su idolatrado amigo. Ambos, en fin, sintieron el haber descendido del trono, acusándose a sí mismos de la sobrada celeridad con que habían cedido a los temores de una violenta sublevación. No fueron los primeros reyes que derramaron lágrimas tardías en memoria de su antiguo y renunciado poder.

Pesarosos Carlos y María Luisa y dispuestos sus ánimos a deshacer lo que inconsideradamente habían ofrecido y ejecutado el día 19, vislumbraron un rayo de halagüeña esperanza al ver el respeto y miramiento con que eran tratados por los principales jefes del ejército extranjero. Entonces pensaron seriamente en recobrar la perdida autoridad, fundando más particularmente su reclamación en la razón poderosa de haber abdicado en medio de una sedición popular y de una sublevación de la soldadesca. Murat si no fue quien primero sugirió la idea, al menos puso gran conato en sostenerla, porque con ella fomentando la desunión de la familia real, minaba por su cimiento la legitimidad del nuevo rey, y ofrecía a su gobierno un medio plausible de entrometerse en las disensiones interiores, mayormente acudiendo a buscar el anciano y desposeído Carlos reparo y ayuda en su aliado el emperador de los franceses.

Murat al paso que urdía aquella trama o que por lo menos ayudaba a ella, no cesaba de anunciar la próxima llegada de Napoleón, insinuando mañosamente a Fernando por medio de sus consejeros cuán conveniente sería que para allanar cualesquiera dificultades que se opusiesen al reconocimiento, saliera a esperar a su augusto cuñado el emperador. Por su parte el nuevo gobierno procuraba con el mayor esfuerzo granjear la voluntad del gabinete de Francia. Ya en 20 de marzo se mandó al consejo publicar que Fernando VII lejos de mudar el sistema político de su padre respecto de aquel imperio, pondría su esmero en estrechar los preciosos vínculos de amistad y alianza que entre ambos subsistían, encargándose con especialidad recomendar al pueblo que tratase bien y acogiese con afecto al ejército francés. Se despacharon igualmente órdenes a las tropas de Galicia que habían dejado a Oporto, para que volviesen a aquel punto, y a las de Solano, que estaban ya en Extremadura en virtud de lo últimamente dispuesto por Godoy, se les mandó que retrocediesen a Portugal. Estas sin embargo se quedaron por la mayor parte en Badajoz, no cuidándose Junot de tener cerca de sí soldados cuya conducta no merecía su confianza.

El pueblo español entre tanto empezaba cada día a mirar con peores ojos a los extranjeros, cuya arrogancia crecía según que su morada se prolongaba. Continuamente se suscitaban empeñadas riñas entre los paisanos y los soldados franceses, y el 27 de marzo de resultas de una más acalorada y estrepitosa, estuvo para haber en la plazuela de la Cebada una grande conmoción, en la que hubiera podido derramarse mucha sangre. La corte acongojada quería sosegar la inquietud pública, ora por medio de proclamas, ora anunciando y repitiendo la llegada de Napoleón que pondría término a las zozobras e incertidumbre. Era tal en este punto su propio engaño que en 24 de marzo se avisó al público de oficio «que S. M. tenía noticia que dentro de dos días y medio a tres llegaría el emperador de los franceses...» Así ya no solamente se contaban los días sino las horas mismas: ansiosa impaciencia, desvariada en el modo de expresarse, y afrentosa en un gobierno cuyas providencias hubieran podido descansar en el seguro y firme apoyo de la opinión nacional.

¡Cosa maravillosa! Cuanto más se iban en Madrid desengañando todos y comprendiendo los fementidos designios del gabinete de Francia, tanto más ciego y desatentado se ponía el gobierno español. Acabó de perderle y descarriarle el 28 de marzo con su llegada Don Juan de Escóiquiz, quien no veía en Napoleón sino al esclarecido, poderoso y heroico defensor del rey Fernando y sus parciales. Deslumbrado con la opinión que de sí propio tenía, creyó que solo a él le era dado acertar con los oportunos medios de sacar airoso y triunfante de la embarazosa posición a su augusto discípulo, y cerrando los oídos a la voz pública y universal, llamó hacia su persona una severa y terrible responsabilidad. Causa asombro, repetimos, que los engaños y arterías advertidos por el más ínfimo y rudo de los españoles se ocultasen y oscureciesen a Don Juan Escóiquiz y a los principales consejeros del rey, quienes por el puesto que ocupaban y por la sagacidad que debía adornarles, hubieran debido descubrir antes que ningún otro las asechanzas que se les armaban. Pero los sucesos que en gran manera concurrían a excitar su desconfianza, eran los mismos que los confortaban y aquietaban. Tal fue el pliego de Izquierdo, de que hablamos en el libro anterior. Las proposiciones en él inclusas, y por las que nada menos se trataba que de ceder las provincias del Ebro allá, y de arreglar la sucesión de España, sobre la cual dentro del reino nadie había tenido dudas, no despertaron las dormidas sospechas de Escóiquiz ni de sus compañeros. Atentos solo a la propuesta indicada en el mismo pliego de casar a Fernando con una princesa, pensaron que todo iba a componerse amistosamente, llevando tan allá Escóiquiz y los suyos el extravío de su mente, que en su Idea sencilla no se detiene en asentar «que su opinión conforme con la del consejo del rey había sido que las intenciones más perjudiciales que podían recelarse del gobierno francés, eran las del trueque de las provincias más allá del Ebro por el reino de Portugal, o tal vez la cesión de la Navarra;» como si la cesión o pérdida de cualquiera de estas provincias no hubiera sido clavar un agudo puñal en una parte muy principal de la nación, desmembrándola y dejándola expuesta a los ataques que contra ella intentase dirigir a mansalva su poderoso vecino.

El contagio de tamaña ceguedad había cundido entre algunos cortesanos, y hubo de ellos quienes sirvieron por su credulidad al entretenimiento y burla de los servidores de Napoleón. Se aventajó a todos el conde de Fernán Núñez, quien para merecer primero las albricias dejando atrás a los que con él habían ido a recibir al emperador de los franceses, se adelantó a toda diligencia hasta Tours. No distante de aquella ciudad cruzándose en el camino con Mr. Bausset, prefecto del palacio imperial, le preguntó con viva impaciencia si estaba ya cerca la novia del rey Fernando, sobrina del emperador. Respondiole aquel que tal sobrina no era del viaje ni había oído hablar de novia ni de casamiento. Tomando entonces Fernán Núñez en su ademán un compuesto y misterioso semblante, atribuyó la respuesta del prefecto imperial o a estudiado disimulo o a que no estaba en el importante secreto. No dejan estos hechos por leves que parezcan de pintar los hombres que con su obcecación dieron motivo a grandes y trascendentales acontecimientos.

Lejos Murat de contribuir con su conducta a ofuscar a los ministros del rey, obraba de manera que más bien ayudaba al desengaño que a mantener la lisonjera ilusión. Continuaba siempre en sus tratos con la reina de Etruria y los reyes padres, no ocupándose en reconocer a Fernando, ni en hacerle siquiera una visita de mera ceremonia y cumplido. A pesar de su desvío bastaba que mostrase el menor deseo para que los ministros del nuevo rey se afanasen por complacerle y servirle. Así fue que habiendo manifestado a Don Pedro Cevallos cuánto le agradaría tener en su poder la espada de Francisco I depositada en la real armería, le fue al instante entregada en 4 de abril, siendo llevada con gran pompa y acompañamiento y presentada por el marqués de Astorga en calidad de caballerizo mayor. Al par que en sus anteriores procedimientos se portó en este paso el gobierno español débil y sumisamente, el francés dejó ver estrecheza de ánimo en una demanda ajena de una nación famosa por sus hazañas y glorias militares, como si los triunfos de Pavía y el inmortal trofeo ganado en buena guerra, y que adquirieron a España sus ilustres hijos Diego de Ávila y Juan de Urbieta pudieran nunca borrarse de la memoria de la posteridad.

Napoleón no estaba del todo satisfecho de la conducta de Murat. En una carta que le escribió en 29 de marzo le manifestaba sus temores, y con diestra y profunda mano le trazaba cuanto había complicado los negocios el acontecimiento de Aranjuez Este documento si fue escrito del modo que después se ha publicado, muestra el acertado tino y extraordinaria previsión del emperador francés, y que la precipitación y equivocados informes de Murat perjudicaron muy mucho al pronto y feliz éxito de su empresa. Sin embargo además de las instrucciones que aparecen por la citada carta, debió de haber otras por el mismo tiempo que indicasen o expresasen más claramente la idea de llevar a Francia los príncipes de la real familia; pues Murat siguiendo en aquel propósito y no atreviéndose a insistir inmediatamente en sus anteriores insinuaciones de que Fernando fuese al encuentro de Napoleón, propuso como muy oportuna la salida al efecto del infante Don Carlos, en lo cual conviniendo sin dificultad la corte, partió el infante el 5 de abril. No habían pasado muchos días ni aun tal vez horas cuando Murat poco a poco volvió a renovar sus ruegos para que el rey Fernando se pusiese también en camino y halagase con tan amistoso paso a su amigo el emperador Napoleón. El embajador francés apoyaba lo mismo y con particular eficacia, habiendo en fin claramente descubierto que la política de su amo en los asuntos de España era muy otra de la que antes se había figurado.

Pero viendo el rey Fernando que su hermano el infante no había encontrado en Burgos a Napoleón y proseguía adelante sin saber cuál sería el término de su viaje, vacilaba todavía en su resolución. Sus consejeros andaban divididos en sus dictámenes: Cevallos se oponía a la salida del rey hasta tanto que se supiera de oficio la entrada en España del emperador francés. Escóiquiz constante en su desvarío sostenía con empeño el parecer contrario, y a pesar de su poderoso influjo hubiera difícilmente prevalecido en el ánimo del rey, si la llegada a Madrid del general Savary no hubiese dado nuevo peso a sus razones y cambiado el modo de pensar de los que hasta entonces habían estado irresolutos e inciertos. Savary, general de división y ayudante de Napoleón, iba a Madrid con el encargo de llevar a Fernando a Bayona, adoptando para ello cuantos medios estimase convenientes al logro de la empresa. Juzgose que era la persona más acomodada para desempeñar tan ardua comisión, encubriendo bajo un exterior militar y franco profunda disimulación y astucia. Apenas, por decirlo así, apeado, solicitó audiencia particular de Fernando, la cual concedida manifestó con aparente sinceridad «que venía de parte del emperador para cumplimentar al rey y saber de S. M. únicamente si sus sentimientosp. 119 con respecto a la Francia eran conformes con los del rey su padre, en cuyo caso el emperador prescindiendo de todo lo ocurrido no se mezclaría en nada de lo interior del reino, y reconocería desde luego a S. M. por rey de España y de las Indias.» Fácil es acertar con la contestación que daría una corte no ocupada sino en alcanzar el reconocimiento del emperador de los franceses. Savary anunció la próxima llegada de su soberano a Bayona, de donde pasaría a Madrid, insistiendo poco después en que Fernando saliese a recibirle, con cuya determinación probaría su particular anhelo por estrechar la antigua alianza que mediaba entre ambas naciones, y asegurando que la ausencia sería tanto menos larga cuanto que se encontraría en Burgos con el mismo emperador. El rey vencido con tantas promesas y palabras, resolvió al fin condescender con los deseos de Savary, sostenido y apoyado por los más de los ministros y consejeros españoles.

Cierto que el paso del general francés hubiera podido hacer titubear al hombre más tenaz y firme si otros indicios poderosos no hubieran contrapesado su aparente fuerza. Además era sobrada precipitación antes de saberse el viaje de Napoleón a España de un modo auténtico y de oficio, exponer la dignidad del rey a ir en busca suya, habiéndose hasta entonces comunicado su venida solo de palabra e indirectamente. Con mayor lentitud y circunspección hubiera convenido proceder en negocio en que se interesaban el decoro del rey, su seguridad y la suerte de la nación, principalmente cuando tantas perfidias habían precedido, cuando Murat tenía conducta tan sospechosa, y cuando en vez de reconocer a Fernando cuidaba solamente de continuar sus secretos manejos con la antigua corte. Mas el deslumbrado Escóiquiz proseguía no viendo las anteriores perfidias, y achacaba las intrigas de Murat a actos de pura oficiosidad, contrarios a las intenciones de Napoleón. Sordo a la voz del pueblo, sordo al consejo de los prudentes, sordo a lo mismo que se conversaba en todo el ejército extranjero, en corrillos y plazas, se mantuvo porfiadamente en su primer dictamen y arrastró al suyo a los más de los ministros, dando al mundo la prueba más insigne de terca y desvariada presunción, probablemente aguijada por ardiente deseo de ambiciosos crecimientos.

Hubo aún para recelarse el que Don José Martínez de Hervás, quien como español y por su conocimiento en la lengua nativa había venido en compañía del general Savary, avisó que se armaba contra el rey alguna celada, y que obraría con prudente cautela desistiendo del viaje o difiriéndole. Pero, ¡oh colmo de ceguedad!, los mismos que desacordadamente se fiaban en las palabras de un extranjero, del general Savary, tuvieron por sospechosa la loable advertencia del leal español. Y como si tantos indicios no bastasen, el mismo Savary dio ocasión a nuevos recelos con pedir de orden del emperador que se pusiese en libertad al enemigo declarado e implacable del nuevo gobierno, al odiado Godoy. Incomodó, sin embargo, la intempestiva solicitud, y hubiera tal vez perjudicado al resuelto viaje, si el francés, a ruego del Infantado y Ofárril, no hubiera abandonado su demanda.

Firmes pues en su propósito los consejeros de Fernando y conducidos por un hado adverso, señalaron el día 10 de abril para su partida,. en cuyo día salió S. M. tomando el camino de Somosierra para Burgos. Iban en su compañía Don Pedro Cevallos ministro de estado, los duques del Infantado y San Carlos, el marqués de Múzquiz, Don Pedro Labrador, Don Juan de Escóiquiz, el capitán de guardias de Corps conde de Villariezo, y los gentil-hombres de cámara marqués de Ayerbe, de Guadalcázar, y de Feria. La víspera había escrito Fernando a su padre pidiéndole una carta para el emperador con súplica de que asegurase en ella los buenos sentimientos que le asistían, queriendo seguir las mismas relaciones de amistad y alianza con Francia que se habían seguido en su anterior reinado. Carlos IV ni le dio la carta, ni le contestó, con achaque de estar ya en cama: precursora señal de lo que en secreto se proyectaba.

Antes de su salida dispuso el rey Fernando que se nombrase una junta suprema de gobierno presidida por su tío el infante Don Antonio y compuesta de los ministros del despacho, quienes a la sazón eran Don Pedro Cevallos, de estado, que acompañaba al rey; Don Francisco Gil y Lemus, de marina; Don Miguel José de Azanza, de hacienda; Don Gonzalo Ofraril, de guerra, y Don Sebastián Piñuela, de gracia y justicia. Esta junta según las instrucciones verbales del rey debía entender en todo lo gubernativo y urgente, consultando en lo demás con S. M.

En tanto que el rey con sus consejeros va camino de Bayona, será bien que nos detengamos a considerar de nuevo resolución tan desacertada. La pintura triste que para disculparse traza Escóiquiz en su obra acerca de la situación del reino, sería juiciosa si en aquel caso se hubiese tratado de medir las fuerzas militares de España y sus recursos pecuniarios con los de Francia, a la manera de una guerra de ejército a ejército y de gobierno a gobierno. Le estaba bien al príncipe de la Paz calcular fundado en aquellos datos como quien no tenía el apoyo nacional; mas la posición de Fernando era muy otra, siendo tan extraordinario el entusiasmo en favor suyo que un ministro hábil y entendido no debía en aquel caso dirigirse por las reglas ordinarias de la fría razón, sino contar con los esfuerzos y patriotismo de la nación entera, la cual se hubiera alzado unánimemente a la voz del rey, para defender sus derechos contra la usurpación extranjera; y las fuerzas de una nación levantada en cuerpo son tan grandes e incalculables a los ojos de un verdadero estadista, como lo son las fuerzas vivas a las del mecánico. Así lo pensaba el mismo Napoleón, quien en la carta a Murat del 29 de marzo arriba citada decía: «La revolución de 20 de marzo prueba que hay energía en los españoles. Habrá que lidiar contra un pueblo nuevo lleno de valor, y con el entusiasmo propio de hombres a quienes no han gastado las pasiones políticas...»; y más abajo: «se harán levantamientos en masa que eternizarán la guerra...» Acertado y perspicaz juicio que forma pasmoso contraste con el superficial y poco atinado de Escóiquiz y sus secuaces. Era además dar sobrada importancia a un paso de puro ceremonial para concebir la idea que la política de un hombre como Napoleón en asunto de tal cuantía hubiera de moderarse o alterarse por encontrar al rey algunas leguas más o menos lejos; antes bien era propio para encender su ambición un viaje que mostraba imprevisión y extremada debilidad. Se cede a veces en política a un acto de fortaleza heroica, nunca a míseros y menguados ruegos.

El rey en su viaje fue recibido por las ciudades, villas y lugares del tránsito con inexplicable gozo, haciendo a competencia sus moradores las demostraciones más señaladas de la lealtad y amor que los inflamaban. Entró en Burgos el 12 de abril sin que hubiese allí ni más lejos noticia del emperador francés. Deliberose en aquella ciudad sobre el partido que debía tomarse, de nuevo reiteró sus promesas y artificios el general Savary, y de nuevo se determinó que prosiguiese el rey su viaje a Vitoria. Y he aquí que los mismos y mal aventurados consejeros que sin tratado alguno ni formal negociación, y solo por meras e indirectas insinuaciones habían llevado a Fernando hasta Burgos, le llevan también a Vitoria, y le traen de monte en valle y de valle en monte en busca de un soberano extranjero mendigando con desdoro su reconocimiento y ayuda, como si uno y otro fuera necesario y decoroso a un rey que habiendo subido al solio con universal consentimiento, afianzaba su poder y legitimidad sobre la sólida e incontrastable base del amor y unánime aprobación de sus pueblos.

Llegó el rey a Vitoria el 14. Napoleón que había permanecido en Burdeos algunos días, salió de allí a Bayona, en donde entró en la noche del 14 al 15, de lo que noticioso el infante Don Carlos, hasta entonces detenido en Tolosa, pasó a aquella plaza. Savary, sabiendo que el emperador se aproximaba a la frontera, y viendo que ya no le era dado por más tiempo continuar con fruto sus artificios si no acudía a algún otro medio, resolvió pasar a Bayona llevando consigo una carta de Fernando para Napoleón. No tardó en recibirse la respuesta estando con ella de vuelta en Vitoria el día 17 el mismo Savary, y la cual estaba concebida en términos que era suficiente por sí sola a sacar de su error a los más engañados. En efecto la carta respondía a la última de Fernando, y en parte también a la que le había escrito en 11 de octubre del año pasado. Sembrada de verdades expresadas con cierta dureza, no se soltaba en ella prenda que empeñase a Napoleón a cosa alguna: lo dejaba todo en dudas dando solo esperanzas sobre el ansiado casamiento. Notábase con especialidad en su contexto el injurioso aserto que Fernando «no tenía otros derechos al trono que los que le había transmitido su madre:» frase altamente afrentosa al honor de la reina, y no menos indecorosa al que la escribía que ofensiva a aquel a quien iba dirigida. Pero una carta tan poco circunspecta, tan altanera y desembozada embelesó al canónigo Escóiquiz, quien se recreaba con la vaga promesa del casamiento. Por entonces vimos lo que escribía a un amigo suyo desde Vitoria, y le faltaban palabras con que dar gracias al Todopoderoso por el feliz éxito que la carta de Napoleón pronosticaba a su viaje. Realmente rayaba ya en demencia su continuada obcecación.

Savary auxiliado con la carta aumentó sus esfuerzos y concluyó con decir al rey «me dejo cortar la cabeza si al cuarto de hora de haber llegado S. M. a Bayona no le ha reconocido el emperador por rey de España y de las Indias... Por sostener su empeño empezará probablemente por darle el tratamiento de alteza; pero a los cinco minutos le dará majestad, y a los tres días estará todo arreglado, y S. M. podrá restituirse a España inmediatamente...» Engañosas y pérfidas palabras que acabaron de decidir al rey a proseguir su viaje hasta Bayona.

Sin embargo hubo españoles más desconfiados o cautos que no dando crédito a semejantes promesas, propusieron varios medios para que el rey se escapase. Todavía hubiera podido conseguirse en Vitoria ponerle en salvo, aunque los obstáculos crecían de día en día. Los franceses habían redoblado su vigilancia, y no contentos con los 4000 hombres que ocupaban a Vitoria a las órdenes del general Verdier, habían aumentado la guarnición especialmente con caballería enviada de Burgos. Savary tenía orden de arrebatar al rey por fuerza en la noche del 18 al 19 si de grado no se mostraba dispuesto a pasar a Francia. Cuidadoso con no faltar a su mandato, estando muy sobreaviso hacía rondar y observar la casa donde el rey habitaba. A pesar de su esmerado celo la evasión se hubiera fácilmente ejecutado a haberse Fernando resuelto a abrazar aquel partido. Don Mariano Luis de Urquijo que había ido de Bilbao a cumplimentarle a su paso por Vitoria, propuso de acuerdo con el alcalde Urbina un medio para que de noche se fugase disfrazado. Hubo también otros y varios proyectos, mas entre todos es digno de particular mención como el mejor y más asequible el propuesto por el duque de Mahón. Era pues que saliendo el rey de Vitoria por el camino de Bayona, y dando confianza a los franceses con la dirección que había tomado, siguiera así hasta Vergara, en cuyo pueblo abandonando la carretera real torciese del lado de Durango y se encaminase al puerto de Bilbao. Añadía el duque que la evasión sería protegida por un batallón del inmemorial del rey residente en Mondragón, y de cuya fidelidad respondía. Escóiquiz con quien siempre nos encontraremos cuando se trate de alejar al rey de Bayona y librarle de las armadas asechanzas, dijo: «que no era necesario habiendo S. M. recibido grandes pruebas de amistad de parte del emperador.» Eran las grandes pruebas la consabida carta. El de Mahón no por eso dejó de insistir la misma víspera de la salida para Bayona, habiéndose aumentado las sospechas de todos con la llegada de 300 granaderos a caballo de la guardia imperial. Mas al querer hablar, poniéndole la mano en la boca, pronunció Escóiquiz estas notables palabras: «es negocio concluido, mañana salimos para Bayona: se nos han dado todas las seguridades que podíamos desear.»

Tratose en fin de partir. Sabedor el pueblo se agrupó delante del alojamiento del rey, cortó los tirantes de las mulas, y prorrumpió en voces de amor y lealtad para que el rey escuchase sus fundados temores. Todo fue en vano. Apaciguándose el bullicio a duras penas, se publicó un decreto en que afirmaba el rey «estar cierto de la sincera y cordial amistad del emperador de los franceses, y que antes de cuatro o seis días darían gracias a Dios y a la prudencia de S. M. de la ausencia que ahora les inquietaba.»

Partió el rey de Vitoria el 19 de abril y en el mismo llegó a Irún casi solo, habiéndose quedado atrás el general Savary por habérsele descompuesto el coche. Se albergó en casa del señor Olazábal sita fuera de la villa, en donde había de guarnición un batallón del regimiento de África, decidido a obedecer rendidamente las órdenes de Fernando. La providencia a cada paso parecía querer advertirle del peligro, y a cada paso le presentaba medios de salvación. Mas un ciego instinto arrastraba al rey al horroroso precipicio. Savary tuvo tal miedo de que la importante presa se le escapase, a la misma sazón que ya la tenía asegurada, que llegó a Irún asustado y despavorido.

El 20 cruzó el rey y toda la comitiva el Bidasoa, y entró en Bayona a las diez de la mañana de aquel día. Nadie le salió a recibir al camino a nombre de Napoleón. Más allá de San Juan de Luz encontró a los tres grandes de España comisionados para felicitar al emperador francés, quienes dieron noticias tristes, pues la víspera por la mañana habían oído al mismo de sup. 128 propia boca que los Borbones nunca más reinarían en España. Ignoramos por qué no anduvieron más diligentes en comunicar al rey el importante aviso, que podría descansadamente haberle alcanzado en Irún: quizá se lo impidió la vigilancia de que estaban cercados. Abatió el ánimo de todos lo que anunciaron los grandes, echando también de ver el poco aprecio que a Napoleón merecía el rey Fernando en el modo solitario con que le dejaba aproximarse a Bayona, no habiendo salido persona alguna elevada en dignidad a cumplimentarle y honrarle, hasta que a las puertas de la ciudad misma se presentaron con aquel objeto el príncipe de Neufchâtel y Duroc, gran mariscal de palacio. Admiró en tanto grado a Napoleón ver llegar a Fernando sin haberle especialmente convidado a ello, que al anunciarle un ayudante su próximo arribo exclamó: «¿cómo?... ¿viene?... no, no es posible...» Aún no conocía personalmente a los consejeros de Fernando.

Después de la partida del rey prosiguiendo Murat en su principal propósito de apoyar las intrigas que se preparaban en la enemistad y despecho de los reyes padres, avivó la correspondencia que con ellos había entablado. Hasta entonces no habían conferenciado juntos, siendo sus ayudantes y la reina de Etruria el conducto por donde se entendían. Mucho desagradaron los secretos tratos de la última, a los que particularmente la arrastró el encendido deseo de conseguir un trono para su hijo, aunque sus esfuerzos fueron vanos. En la correspondencia, después de ocuparse en el asunto que más interesaba a Murat y su gobierno, esto es, el de la protesta de Carlos IV, llamó a la reina y a su esposo intensamente la atención la desgraciada suerte de su amigo Godoy, del pobre príncipe de la Paz, con cuyo epíteto a cada paso se le denomina en las cartas de María Luisa. Duda el discurso, al leer esta correspondencia, si es más de maravillar la constante pasión de la reina por el favorito, o la ciega amistad del rey. Confundían ambos su suerte con la del desgraciado a punto que decía la reina: «si no se salva el príncipe de la Paz, y si no se nos concede su compañía, moriremos el rey, mi marido, y yo.» Es digna de la atenta observación de la historia mucha parte de aquella correspondencia, y señaladamente lo son algunas cartas de la reina madre. Si se prescinde del enfado y acrimonia con que están escritas ciertas cláusulas, da su contexto mucha luz sobre los importantes hechos de aquel tiempo, y en él se pinta al vivo y con colores por desgracia harto verdaderos el carácter de varios personajes de aquel tiempo. Posteriores acontecimientos nos harán ver lastimosamente con cuánta verdad y conocimiento de los originales trazó la reina María Luisa algunos de estos retratos. Los reyes padres habían desde marzo continuado en Aranjuez, teniendo para su guardia tropas de la casa real. También había fuerza francesa a las órdenes del general Wattier, socolor de proteger a los reyes y continuar dando mayor peso a la idea de haberse ejercido contra ellos particular violencia en el acto de la abdicación. El 9 de abril pasaron al Escorial por insinuación de Murat con el intento de aproximarlos al camino de Francia. No tuvieron allí otra guardia más que la de las tropas francesas y los carabineros reales.

En Madrid apenas había salido el rey cuando Murat pidió con ahínco a la junta que se le entregase a Don Manuel Godoy, afirmando que así se lo había ofrecido Fernando la víspera de su partida en el cuarto de la reina de Etruria: aserción tanto más dudosa cuanto si bien allí se encontraron, parece cierto que nada se dijeron, retenidos por no querer ni uno ni otro ser el primero a romper el silencio. Resistiéndose la junta a dar libertad al preso, amenazó Murat conque emplearía la fuerza si al instante no se le ponía en sus manos. Afanábase por ser dueño de Godoy, considerándole necesario instrumento para influir en Bayona en las determinaciones de los reyes padres, a quienes por otra parte en las primeras vistas que tuvo con ellos en el Escorial uno de aquellos días les había prometido su libertad. La junta se limitó por de pronto a mandar al consejo con fecha del 13 que suspendiese el proceso intentado contra Don Manuel Godoy hasta nueva orden de S. M., a quien se consultó por medio de Don Pedro Cevallos. La posición de la junta realmente era muy angustiada, quedando expuesta a la indignación pública si le soltaba, o a las iras del arrebatado Murat si le retenía. Don Pedro Cevallos contestó desde Vitoria que se había escrito al emperador ofreciendo usar con Godoy de generosidad perdonándole la vida, siempre que fuese condenado a la pena de muerte. Bastole esta contestación a Murat para insistir en 20 de abril en la soltura del preso con el objeto de enviarle a Francia, y con engaño y despreciadora befa decía a su nombre el general Belliard en su oficio: «El gobierno y la nación española solo hallarán en esta resolución de S. M. I. nuevas pruebas del interés que toma por la España, porque alejando al príncipe de la Paz quiere quitar a la malevolencia los medios de creer posible que Carlos IV volviese el poder y su confianza al que debe haberla perdido para siempre.» ¡Así se escribía a una autoridad puesta por Fernando y que no reconocía a Carlos IV! La junta accedió a lo último a la demanda de Murat, habiéndose opuesto con firmeza el ministro de marina Don Francisco Gil y Lemus. Mucho se motejó la condescendencia de aquel cuerpo; sin embargo eran tales y tan espinosas las circunstancias que con dificultad se hubiera podido estorbar con éxito la entrega de Don Manuel Godoy. Acordada que esta fue, se dieron las convenientes órdenes al marqués de Castelar, quien antes de obedecer, temeroso de algún nuevo artificio de los franceses, pasó a Madrid a cerciorarse de la verdad de boca del mismo infante presidente. El pundonoroso general al oír la confirmación de lo que tenía por falso hizo dejación de su destino, suplicando que no fuesen los guardias de Corps quienes hiciesen la entrega, sino los granaderos provinciales. El bueno del infante le replicó que «en aquella entrega consistía el que su sobrino fuese rey de España:» a cuya poderosa razón cedió Castelar, y puso en libertad al preso Godoy a las 11 de la noche del mismo día 20, entregándole en manos del coronel francés Martel. Sin detención tomaron el camino de Bayona, adonde llegó Godoy con la escolta francesa el 26, habiéndosele reunido poco después su hermano Don Diego. Se albergó aquel en una quinta que le estaba preparada a una legua de la ciudad, y a poco tuvo con Napoleón una larga conferencia. El rey, si bien no desaprobó la conducta de la junta, tampoco la aplaudió, elogiando de propósito al consejo que se había opuesto a la entrega. En asunto de tanta gravedad procuraron todos sincerar su modo de proceder; entre ellos se señaló el marqués de Castelar apreciable y digno militar, quien envió para informar al rey no menos que a tres sujetos, a su segundo el brigadier Don José Palafox, a su hijo el marqués de Belveder y al ayudante Butrón. Así, y como milagrosamente, se libró Godoy de una casi segura y desastrada muerte.

En todos aquellos días no había cesado Murat de incomodar y acosar a la junta con sus quejas e infundadas reclamaciones. El 16 había llamado a Ofárril para lamentarse con acrimonia o ya de asesinatos, o ya de acopios de armas que se hacían en Aragón. Eran estos meros pretextos para encaminar su plática a asunto más serio. Al fin le declaró el verdadero objeto de la conferencia. Era pues que el emperador no reconocía en España otro rey sino a Carlos IV, y que habiendo para ello recibido órdenes suyas iba a publicar una proclama que manuscrita le dio a leer. Se suponía extendida por el rey padre, asegurando en ella haber sido forzada su abdicación, como así se lo había comunicado a su aliado el emperador de los franceses, con cuya aprobación y arrimo volvería a sentarse en el solio. Absorto Ofárril con lo que acababa de oír informó de ello a la junta, la cual de nuevo comisionó al mismo en compañía de Azanza para apurar más y más las razones y el fundamento de tan extraña resolución. Murat, acompañado del conde de Laforest, se mantuvo firme en su propósito, y solo consintió en aguardar la última contestación de la junta que verbalmente y por los mismos encargados respondió: «1.º Que Carlos IV y no el gran duque debía comunicarle su determinación. 2.º Que comunicada que le fuese se limitaría a participarla a Fernando VII: y 3.º Pedía que estando Carlos IV próximo a salir para Bayona se guardase el mayor secreto y no ejerciese durante el viaje ningún acto de soberanía.» En seguida pasó Murat al Escorial, y poniéndose de acuerdo con los reyes padres escribió Carlos IV a su hermano el infante Don Antonio una carta en la que aseguraba haber sido forzada su abdicación del 19 de marzo, y que en aquel mismo día había protestado solemnemente contra dicho acto. Ahora reiteraba su primera declaración confirmando provisionalmente a la junta en su autoridad como igualmente a todos los empleados nombrados desde el 19 de marzo último, y anunciaba su próxima salida para ir a encontrarse con su aliado el emperador de los franceses. Es digno de reparo que en aquella carta expresase Carlos IV haber protestado solemnemente el 19, cuando después dató su protesta del 21, cuya fecha ya antes advertimos envolvía contradicción con cartas posteriores escritas por el mismo monarca. Prueba notable y nueva de la precipitación conque en todo se procedió, y del poco concierto que entre sí tuvieron los que arreglaron aquel negocio; puesto que fuera la protesta extendida en el día de la abdicación o fuéralo después, siendo Carlos IV y sus confidentes los dueños y únicos sabedores de su secreto, hubieran por lo menos debido coordinar unas fechas cuya contradicción había de desautorizar acto de tanta importancia, mayormente cuando la legitimidad o fuerza de la protesta no dimanaba de que se hubiese realizado el 19, el 21 o el 23, sino de la falta de libre voluntad conque aseguraban ellos había sido dada la abdicación. Respecto de lo cual como se había verificado en medio de conmociones y bullicios populares, solo Carlos IV era el único y competente juez, y no habiendo variado su situación en los tres días sucesivos a punto que pudiera atribuirse su silencio a completa conformidad, siempre estaba en el caso de alegar fundadamente que cercado de los mismos riesgos no había osado extender por escrito un acto que descubierto hubiera sobremanera comprometido su persona y la de su esposa. En nada de eso pensaron; creyeron de más al parecer detenerse en cosas que imaginaron leves, bastándoles la protesta para sus premeditados fines. Carlos IV después de haber remitido igual acto a Napoleón, en compañía de la reina y de la hija del príncipe de la Paz se puso en camino para Bayona el día 25 de abril, escoltado por tropas francesas y carabineros reales, los mismos que le habían hecho la guardia en el Escorial. Fácil es figurarse cuán atribulados debieron quedar el infante y la junta con novedades que oscurecían y encapotaban más y más el horizonte político.

La salida de Godoy, las conferencias de Murat con los reyes padres, la arrogancia y modo de explicarse de gran parte de los oficiales franceses y de su tropa, aumentaban la irritación de los ánimos, y a cada paso corría riesgo de alterarse la tranquilidad pública de Madrid y de los pueblos que ocupaban los extranjeros. Un incidente agravó en la capital estado tan crítico. Murat había ofrecido a la junta guardar reservada la protesta de Carlos IV, pero a pesar de su promesa no tardó en faltar a ella, o por indiscreción propia, o por el mal entendido celo de sus subalternos. El día 20 de abril se presentó al consejo el impresor Eusebio Álvarez de la Torre para avisarle que dos agentes franceses habían estado en su casa con el objeto de imprimir una proclama de Carlos IV. Ya había corrido la voz por el pueblo, y en la tarde hubiera habido una grande conmoción, si el consejo de antemano no hubiese enviado al alcalde de casa y corte Don Andrés Romero, quien sorprendió a los dos franceses Funiel y Ribat con las pruebas de la proclama. Quiso el juez arrestarlos, mas ni consintieron ellos en ir voluntariamente, ni en declarar cosa alguna sin orden previa de su jefe el general Grouchy, gobernador francés de Madrid. Impaciente el pueblo se agolpó a la imprenta, y temiendo el alcalde que al sacarlos fuesen dichos franceses víctimas del furor popular, los dejó allí arrestados hasta la determinación del consejo, el cual no osando tomar sobre sí la resolución, acudió a la junta que, no queriendo tampoco comprometerse, dispuso ponerlos en libertad, exigiendo solamente de Murat nueva promesa de que en adelante no se repetirían iguales tentativas. Tan débiles e irresolutas andaban las dos autoridades, en quienes se libraba entonces la suerte y el honor nacional. La libertad de Godoy y el caso sucedido en la imprenta, al parecer poco importante, fueron acontecimientos que muy particularmente indispusieron el espíritu público contra los franceses. En el último claramente aparecía el deseo de reponer en el trono a Carlos IV, y renovar así las crueles y recientes llagas del anterior reinado; y con el primero se arrancaba de manos de la justicia y se daba suelta al objeto odiado de la nación entera.

No se circunscribía a Madrid la pública inquietud. En Toledo el día 21 de abril se turbó también la tranquilidad por la imprudencia del ayudante general Marcial Tomás, que había salido enviado a aquella ciudad con el objeto de disponer alojamientos para la tropa francesa. Explicábase sin rebozo contra el ensalzamiento de Fernando VII, afirmando que Napoleón había decidido restablecer en el trono a Carlos IV. Esparcidos por el vecindario semejantes rumores, se amotinó el pueblo agavillándose en la plaza de Zocodover, y paseando armado por las calles el retrato de Fernando, a quien todos tenían que saludar o acatar, fueran franceses o españoles. La casa del corregidor Don José Joaquín de Santa María, y las de los particulares Don Pedro Segundo y Don Luis del Castillo fueron acometidas y públicamente quemados sus muebles y efectos, achacándose a estos sujetos afecto al valido y a Carlos IV: crimen entonces muy grave en la opinión popular. Duró el tumulto dos días. Le apaciguó el cabildo y la llegada del general Dupont, quien con la suficiente fuerza pasó el 26 de Aranjuez a aquella ciudad. En Burgos. Iguales ruidos y alborotos hubo en Burgos por aquellos días de resultas de haber detenido los franceses a un correo español. El intendente marqués de la Granja estuvo muy cerca de perecer a manos del populacho, y hubo con esta ocasión varios heridos.

Apoyado en aquellos tumultos provocados por la imprudencia u osadía francesa, y seguro por otra parte de que Fernando había atravesado la frontera, levantó Murat su imperioso y altanero tono, encareciendo agravios e importunando con sus peticiones. Guardaba con la junta, autoridad suprema de la nación, tan poco comedimiento que en ocasiones graves procedía sin contar con su anuencia. Así fue que queriendo Bonaparte congregar en Bayona una diputación de españoles, para que en tierra extraña tratase de asuntos interiores del reino, a manera de la que antes había reunido en León respecto de Italia; y habiendo Murat comunicado dicha resolución a la junta gubernativa a fin de que nombrase sujetos y arreglase el modo de convocación; al tiempo que esta en medio de sus angustias entraba en deliberación acerca de la materia, llegó a su noticia que el gran duque Murat había por sí escogido al intento ciertas personas, quienes rehusando pasar a Francia sin orden o pasaporte de su gobierno, le obligaron a dirigirse a la misma junta para obtenerlos. Diolos aquella, creciendo en debilidad a medida que el francés crecía en insolencia.

Más adelante volveremos a hablar de la reunión que se indicaba para Bayona. Ahora conviene que paremos nuestra atención en la conducta de la junta suprema, autoridad que quedó al frente de la nación y la gobernó hasta que grandes y gloriosos levantamientos limitaron su flaca dominación a Madrid y puntos ocupados por los franceses. A pesar de no haber sido su mando muy duradero varió en su composición, ya por el número de sujetos que después se le agregaron, ya por la mudanza y alteración sustancial que experimentó al entrar Murat a presidirla. Nos ceñiremos por de pronto al espacio de su gobernación, que comprende hasta los primeros días de mayo, en cuyo tiempo se componía de las personas antes indicadas bajo la presidencia del infante Don Antonio, asistiendo con frecuencia a sus sesiones el príncipe de Castel-Franco, el conde de Montarco y Don Arias Mon, gobernador del consejo. Se agregaron en 1.º de mayo por resolución de la misma junta todos los presidentes y decanos de los consejos, y se nombró por secretario al conde de Casa-Valencia. En su difícil y ardua posición hostigada de un lado por un jefe extranjero impetuoso y altivo, y reprimida de otro con las incertidumbres y contradicciones de los que habían acompañado al rey a Bayona, puede encontrar disculpa la flojedad y desmayo con que generalmente obró durante todos aquellos días. Hubiérase también achacado su indecisión al modo restricto con que Fernando la había autorizado a su partida, si Don Pedro Cevallos no nos hubiera dado a conocer que para acudir al remedio de aquel olvido o falta de previsión, se le había enviado a dicha junta desde Bayona una real orden para «que ejecutase cuanto convenía al servicio del rey y del reino, y que al efecto usase de todas las facultades que S. M. desplegaría si se hallase dentro de sus estados.» Parece ser que el decreto fue recibido por la junta, y en verdad que con él tenía ancho campo para proceder sin trabas ni miramiento. Sin embargo constante en su timidez e irresolución no se atrevió a tomar medida alguna vigorosa sin consultar de nuevo al rey. Fueron despachados con aquel objeto a Bayona Don Evaristo Pérez de Castro y Don José de Zayas: llegó el primero sin tropiezo a su destino; detúvose al segundo en la raya. Susurrose entonces que una persona bien enterada del itinerario del último lo había revelado para entorpecer su misión: no fue así con Pérez de Castro, quien encubrió a todos el camino o extraviada vereda que llevaba. La junta remitía por dichos comisionados cuatro preguntas acerca de las cuales pedía instrucciones. «1.ª Si convenía autorizar a la junta a sustituirse en caso necesario en otras personas, las que S. M. designase, para que se trasladasen a paraje en que pudiesen obrar con libertad, siempre que la junta llegase a carecer de ella. 2.ª Si era la voluntad de S. M. que empezasen las hostilidades, el modo y tiempo de ponerlo en ejecución. 3.ª Si debía ya impedirse la entrada de nuevas tropas francesas en España, cerrando los pasos de la frontera. 4.ª Si S. M. juzgaba conducente que se convocasen las cortes, dirigiendo su real decreto al consejo, y en defecto de este [por ser posible que al llegar la respuesta de S. M. no estuviera ya en libertad de obrar] a cualquiera chancillería o audiencia del reino.»

Preguntas eran estas con que más bien daba indicio la junta de querer cubrir su propia responsabilidad, que de desear su aprobación. Con todo habiendo dentro de su seno individuos sumamente adictos al bien y honor de su patria, no pudieron menos de acordarse con oportunidad algunas resoluciones, que ejecutadas con vigor hubieran sin duda influido favorablemente en el giro de los negocios. Tal fue la de nombrar una junta que sustituyese a la de Madrid, llegado el caso de carecer esta de libertad. Propuso tan acertada providencia el firme y respetable Don Francisco Gil y Lemus, impelido y alentado por una reunión oculta de buenos patriotas que se congregaban en casa de su sobrino Don Felipe Gil Taboada. Fueron los nombrados para la nueva junta el conde de Ezpeleta, capitán general de Cataluña que debía presidirla, Don Gregorio García de la Cuesta, capitán general de Castilla la Vieja, el teniente general Don Antonio de Escaño, Don Gaspar Melchor de Jovellanos, y en su lugar, y hasta tanto que llegase de Mallorca, Don Juan Pérez Villamil, y Don Felipe Gil Taboada. El punto señalado para su reunión era Zaragoza, y el último de los nombrados salió para dicha ciudad en la mañana misma del aciago 2 de mayo, en compañía de Don Damián de la Santa que debía ser secretario. Luego veremos cómo se malogró la ejecución de tan oportuna medida.

Los individuos que en la junta de Madrid propendían a no exponer a riesgo sus personas abrazando un activo y eficaz partido, se apoyaban en el mismo titubear de los ministros y consejeros de Bayona, quienes ni entre sí andaban acordes, ni sostenían con uniformidad y firmeza lo que una vez habían determinado. Hemos visto antes como Don Pedro Cevallos había expedido un decreto autorizando a la junta para que obrase sin restricción ni traba alguna; de lo que hubiéramos debido inferir cuán resuelto estaba a sobrellevar con fortaleza los males que de aquel decreto pudieran originarse a su persona y a los demás españoles que rodeaban al rey. Pues era tan al contrario, que el mismo Don Pedro envió a decir a la junta en 23 de abril por Don Justo Ibarnavarro oidor de Pamplona, que llegó a Madrid en la noche del 29,«que no se hiciese novedad en la conducta tenida con los franceses para evitar funestas consecuencias contra el rey, y cuantos españoles [porque no se olvidaban] acompañaban a S. M.» El mencionado oidor, después de contar lo que pasaba en Bayona, también anunció de parte de S. M. «que estaba resuelto a perder primero la vida que a acceder a una inicua renuncia... y que con esta seguridad procediese la junta»; aserción algún tanto incompatible con el encargo de Don Pedro Cevallos. Siendo tan grande la vacilación de todos, siendo tantas y tan frecuentes sus contradicciones, fue más fácil que después cada uno descargase su propia responsabilidad, echándose recíprocamente la culpa. Por consiguiente si en este primer tiempo procedió la junta de Madrid con duda y perplejidad, las circunstancias eran harto graves para que no sea disimulable su indecisa y a veces débil conducta, examinándola a la luz de la rigurosa imparcialidad.

La fuerte y hostil posición de los franceses era también para desalentar al hombre más brioso y arrojado. Tenían en Madrid y sus alrededores 25.000 hombres, ocupando el Retiro con numerosa artillería. Dentro de la capital estaba la guardia imperial de a pie y de a caballo con una división de infantería mandada por el general Musnier, y una brigada de caballería. Las otras divisiones del cuerpo de observación de las costas del océano a las órdenes del mariscal Moncey, se hallaban acantonadas en Fuencarral, Chamartín, convento de San Bernardino, Pozuelo y la casa de Campo. En Aranjuez, Toledo y el Escorial había divisiones del cuerpo de Dupont, de suerte que Madrid estaba ocupado y circundado por el ejército extranjero, al paso que la guarnición española constaba de poco más de 3000 hombres, habiéndose insensiblemente disminuido desde los acontecimientos de marzo. Mas el vecindario, en lugar de contener y reprimir su disgusto, le manifestaba cada día más a cara descubierta y sin poner ya límites a su descontento. Eran extraordinarias la impaciencia y la agitación, y ora delante de la imprenta real para aguardar la publicación de una gaceta, ora delante de la casa de correos para saber noticias, se veían constantemente grupos de gente de todas clases. Los empleados dejaban sus oficinas, los operarios sus talleres, y hasta el delicado sexo sus caseras ocupaciones para acudir a la Puerta del Sol y sus avenidas, ansiosos de satisfacer su noble curiosidad: interés loable y señalado indicio de que el fuego patrio no se había aún extinguido en los pechos españoles.

Murat por su parte no omitía ocasión de ostentar su fuerza y sus recursos para infundir pavor en el ánimo de la desasosegada multitud. Todos los domingos pasaba revista de sus tropas en el paseo del Prado, después de haber oído misa en el convento de Carmelitas descalzos, calle de Alcalá. La demostración religiosa acompañada de la estrepitosa reseña, lejos de conciliar los ánimos o de arredrarlos, los llenaba de enfado y enojo. No se creía en la sinceridad de la primera tachándola de impío fingimiento, y se veía en la segunda el deliberado propósito de insultar y de atemorizar con estudiada apariencia a los pacíficos, si bien ofendidos moradores. De una y otra parte fue creciendo la irritación siendo por ambas extremada. El español tenía a vilipendio el orgullo y desprecio con que se presentaba el extranjero, y el soldado francés temeroso de una oculta trama anhelaba por salir de su situación penosa, vengándose de los desaires que con frecuencia recibía. A tal punto había llegado la agitación y la cólera, que al volver Murat el domingo 1.º de mayo de su acostumbrada revista, y a su paso por la Puerta del Sol fue escarnecido y silbado con escándalo de su comitiva por el numeroso pueblo que allí a la sazón se encontraba. Semejante estado de cosas era demasiado violento para que se prolongase, sin haber de ambas partes un abierto y declarado rompimiento. Solo faltaba oportuna ocasión, la cual desgraciadamente se ofreció muy luego.

El 30 de abril presentó Murat una carta de Carlos IV para que la reina de Etruria y el infante Don Francisco pasasen a Bayona. Se opuso la junta a la partida del infante, dejando a la reina que obrase según su deseo. Reiteró Murat el 1.º de mayo la demanda acerca del infante, tomando a su cuidado evitar a la junta cualquiera desazón o responsabilidad. Tratose largamente en ella si se había o no de acceder: los pareceres anduvieron muy divididos, y hubo quien propuso resistir con la fuerza. Consultose acerca del punto con Don Gonzalo Ofarril como ministro de la guerra, quien trazó un cuadro en tal manera triste, si bien cierto, de la situación de Madrid apreciada militarmente, que no solo arrastró a su opinión la de la mayoría, sino que también se convino en contener con las fuerzas nacionales cualquiera movimiento del pueblo. Hasta ahora la junta había sido débil e indecisa: en adelante menos atenta a sus sagrados deberes irá poco a poco uniéndose y estrechándose con el orgulloso invasor. Resuelto pues el viaje de la reina de Etruria conforme a su libre voluntad, y el del infante Don Francisco por consentimiento de la junta, se señaló la mañana siguiente para su partida.

 

2 de mayo.

 

Amaneció en fin el 2 de mayo, día de amarga recordación, de luto y desconsuelo, cuya dolorosa imagen nunca se borrará de nuestro afligido y contristado pecho. Un présago e inexplicable desasosiego pronosticaba tan aciago acontecimiento, o ya por aquel presentir oscuro que a veces antecede a las grandes tribulaciones de nuestra alma, o ya más bien por la esparcida voz de la próxima partida de los infantes. Esta voz y la suma inquietud excitada por la falta de dos correos de Francia, habían llamado desde muy temprano a la plazuela de palacio numeroso concurso de hombres y mujeres del pueblo. Al dar las nueve subió en un coche con sus hijos la reina de Etruria, mirada más bien como princesa extranjera que como propia, y muy desamada por su continuo y secreto trato con Murat: partió sin oponérsele resistencia. Quedaban todavía dos coches, y al instante corrió por la multitud que estaban destinados al viaje de los dos infantes Don Antonio y Don Francisco. Por instantes crecía el enojo y la ira, cuando al oír de la boca de los criados de palacio que el niño Don Francisco lloraba y no quería partir, se enternecieron todos, y las mujeres prorrumpieron en lamentos y sentidos sollozos. En este estado y alterados más y más los ánimos, llegó a palacio el ayudante de Murat Mr. Augusto Lagrange encargado de ver lo que allí pasaba, y de saber si la inquietud popular ofrecía fundados temores de alguna conmoción grave. Al ver al ayudante, conocido como tal por su particular uniforme, nada grato a los ojos del pueblo, se persuadió este que era venido allí para sacar por fuerza a los infantes. Siguiose un general susurro, y al grito de una mujerzuela: que nos los llevan, fue embestido Mr. Lagrange por todas partes, y hubiera perecido a no haberle escudado con su cuerpo el oficial de valonas Don Miguel Desmaisieres y Flórez; mas subiendo de punto la gritería y ciegos todos de rabia y desesperación, ambos iban a ser atropellados y muertos si afortunadamente no hubiera llegado a tiempo una patrulla francesa que los libró del furor de la embravecida plebe. Murat prontamente informado de lo que pasaba envió sin tardanza un batallón con dos piezas de artillería: la proximidad a palacio de su alojamiento facilitaba la breve ejecución de su orden. La tropa francesa llegada que fue al paraje de la reunión popular, en vez de contener el alboroto en su origen, sin previo aviso ni determinación anterior, hizo una descarga sobre los indefensos corrillos, causando así una general dispersión, y con ella un levantamiento en toda la capital, porque derramándose con celeridad hasta por los más distantes barrios los prófugos de palacio, cundió con ellos el terror y el miedo, y en un instante y como por encanto se sublevó la población entera.

Acudieron todos a buscar armas, y con ansia a falta de buenas se aprovechaban de las más arrinconadas y enmohecidas. Los franceses fueron impetuosamente acometidos por doquiera que se les encontraba. Respetáronse en general los que estaban dentro de las casas o iban desarmados, y con vigor se ensañaron contra los que intentaban juntarse con sus cuerpos o hacían fuego. Los hubo que arrojando las armas e implorando clemencia se salvaron, y fueron custodiados en paraje seguro. ¡Admirable generosidad en medio de tan ciego y justo furor! El gentío era inmenso en la calle Mayor, de Alcalá, de la Montera y de las Carretas. Durante algún tiempo los franceses desaparecieron, y los inexpertos madrileños creyeron haber alcanzado y asegurado su triunfo; pero desgraciadamente fue de corta duración su alegría.

Los extranjeros prevenidos de antemano, y estando siempre en vela, recelosos por la pública agitación de una populosa ciudad, apresuradamente se abalanzaron por las calles de Alcalá y carrera de San Jerónimo barriéndola con su artillería, y arrollando a la multitud la caballería de la guardia imperial a las órdenes del jefe de escuadron Daumesnil. Señaláronse en crueldad los lanceros polacos y los mamelucos, los que conforme a las órdenes de los generales de brigada Guillot y Daubray forzaron las puertas de algunas casas, o ya porque desde dentro hubiesen tirado, o ya porque así lo fingieron para entrarlas a saco y matar a cuantos se les presentaban. Así asaltando entre otras la casa del duque de Híjar en la carrera de San Jerónimo arcabucearon delante de sus puertas al anciano portero. Estuvieron también próximos a experimentar igual suerte el marqués de Villamejor y el conde de Talara, aunque no habían tomado parte en la sublevación. Salváronlos sus alojados. El pueblo combatido por todas partes fue rechazado y disperso, y solo unos cuantos siguieron defendiéndose y aun atacaron con sobresaliente bizarría. Entre ellos los hubo que vendiendo caras sus vidas se arrojaron en medio de las filas francesas hiriendo y matando hasta dar el postrer aliento: hubo otros que parapetándose en las esquinas de las calles iban de una en otra haciendo continuado y mortífero fuego: algunos también en vez de huir aguardaban a pie firme, o asestaban su último y furibundo golpe contra el jefe u oficial conocido por sus insignias. ¡Estériles esfuerzos de valor y personal denuedo!

La tropa española permanecía en sus cuarteles por orden de la junta y del capitán general Don Francisco Javier Negrete, furiosa y encolerizada, mas retenida por la disciplina. Entretanto paisanos sin resguardo ni apoyo se precipitaron al parque de artillería, en el barrio de las Maravillas, para sacar los cañones y resistir con más ventaja. Los artilleros andaban dudosos en tomar o no parte con el pueblo, a la misma sazón que cundió la voz de haber sido atacado por los franceses uno de los otros cuarteles. Decididos entonces y puestos al frente Don Pedro Velarde y D. Luis Daoiz abrieron las puertas del parque, sacaron tres cañones y se dispusieron a rechazar al enemigo, sostenidos por los paisanos y un piquete de infantería a las órdenes del oficial Ruiz. Al principio se cogieron prisioneros algunos franceses, pero poco después una columna de estos de los acantonados en el convento de San Bernardino se avanzó mandada por el general Lefranc, trabándose de ambos lados una porfiada refriega. El parque se defendió valerosamente, menudearon las descargas, y allí quedaron tendidos número crecido de enemigos. De nuestra parte perecieron bastantes soldados y paisanos: el oficial Ruiz fue desde el principio gravemente herido. Don Pedro Velarde feneció atravesado de un balazo: y escaseando ya los medios de defensa con la muerte de muchos, y aproximándose denodadamente los franceses a la bayoneta, comenzaron los nuestros a desalentar y quisieron rendirse. Pero cuando se creía que los enemigos iban a admitir la capitulación se arrojaron sobre las piezas, mataron a algunos, y entre ellos traspasaron desapiadadamente a bayonetazos a Don Luis Daoiz, herido antes en un muslo. Así terminaron su carrera los ilustres y beneméritos oficiales Daoiz y Velarde: honra y gloria de España, dechado de patriotismo, servirán de ejemplo a los amantes de la independencia y libertad nacional. El reencuentro del parque fue el que costó más sangre a los franceses, y en donde hubo resistencia más ordenada.

Entretanto la débil junta azorada y sorprendida pensó en buscar remedio a tamaño mal. Ofárril y Azanza habiendo recorrido inútilmente los alrededores de palacio, y no siendo escuchados de los franceses, montaron a caballo y fueron a encontrarse con Murat, quien desde el principio de la sublevación para estar más desembarazado y más a mano de dar órdenes, ya a las tropas de afuera, ya a las de adentro, se colocó con el mariscal Moncey y principales generales fuera de puertas en lo alto de la cuesta de San Vicente. Llegaron allí los comisionados de la junta, y dijeron al gran duque que si mandaba suspender el fuego y les daba para acompañarlos uno de sus generales se ofrecían a restablecer la tranquilidad. Accedió Murat y nombró al efecto al general Harispe. Juntos los tres pasaron a los consejos, y asistidos de individuos de todos ellos se distribuyeron por calles y plazas, y recorriendo las principales alcanzaron que la multitud se aplacase con oferta de olvido de lo pasado y reconciliación general. En aquel paseo se salvó la vida a varios desgraciados, y señaladamente a algunos traficantes catalanes a ruego de Don Gonzalo Ofárril.

Retirados los españoles, todas las bocacalles y puntos importantes fueron ocupados por los franceses, situando particularmente en las encrucijadas cañones con mecha encendida.

Aunque sumidos todos en dolor profundo, se respiraba algún tanto con la consoladora idea de que por lo menos haría pausa la desolación y la muerte. ¡Engañosa esperanza! A las tres de la tarde una voz lúgubre y espantosa empezó a correr con la celeridad del rayo. Afirmábase que españoles tranquilos habían sido cogidos por los franceses y arcabuceados junto a la fuente de la Puerta del Sol y la iglesia de la Soledad, manchando con su inocente sangre las gradas del templo. Apenas se daba crédito a tamaña atrocidad, y conceptuábanse falsos rumores de ilusos y acalorados patriotas. Bien pronto llegó el desengaño. En efecto, los franceses después de estar todo tranquilo habían comenzado a prender a muchos españoles, que en virtud de las promesas creyeron poder acudir libremente a sus ocupaciones. Prendiéronlos con pretexto de que llevaban armas: muchos no las tenían, a otros solo acompañaba o una navaja o unas tijeras de su uso. Algunos fueron arcabuceados sin dilación, otros quedaron depositados en la casa de correos y en los cuarteles. Las autoridades españolas fiadas en el convenio concluido con los jefes franceses, descansaban en el puntual cumplimiento de lo pactado. Por desgracia fuimos de los primeros a ser testigos de su ciega confianza. Llevados a casa de Don Arias Mon gobernador del consejo con deseo de librar la vida a Don Antonio Oviedo, quien sin motivo había sido preso al cruzar de una calle, nos encontramos con que el venerable anciano, rendido al cansancio de la fatigosa mañana, dormía sosegadamente la siesta. Enlazados con él por relaciones de paisanaje y parentesco, conseguimos que se le despertase, y con dificultad pudimos persuadirle de la verdad de lo que pasaba, respondiendo a todo que una persona como el gran duque de Berg no podía descaradamente faltar a su palabra... ¡tanto repugnaba el falso proceder a su acendrada probidad! Cerciorado al fin, procuró aquel digno magistrado reparar por su parte el grave daño, dándonos también a nosotros en propia mano la orden para que se pusiese en libertad a nuestro amigo. Sus laudables esfuerzos fueron inútiles, y en balde fueron nuestros pasos en favor de Don Antonio Oviedo. A duras penas penetrando por las filas enemigas con bastante peligro, de que nos salvó el hablar la lengua francesa, llegamos a la casa de correos donde mandaba por los españoles el general Sesti. Le presentamos la orden del gobernador, y friamente nos contestó que para evitar las continuadas reclamaciones de los franceses, les había entregado todos sus presos y puéstolos en sus manos: así aquel italiano al servicio de España retribuyó a su adoptiva patria los grados y mercedes con que le había honrado. En dicha casa de correos se había juntado una comisión militar francesa con apariencias de tribunal; mas por lo común sin ver a los supuestos reos, sin oírles descargo alguno ni defensa los enviaba en pelotones unos en pos de otros para que pereciesen en el Retiro o en el Prado. Muchos llegaban al lugar de su horroroso suplicio ignorantes de su suerte; y atados de dos en dos, tirando los soldados franceses sobre el montón, caían o muertos o mal heridos, pasando a enterrarlos cuando todavía algunos palpitaban. Aguardaron a que pasase el día para aumentar el horror de la trágica escena. Al cabo de veinte años nuestros cabellos se erizan todavía al recordar la triste y silenciosa noche, solo interrumpida por los lastimeros ayes de las desgraciadas víctimas y por el ruido de los fusilazos y del cañón que de cuando en cuando y a lo lejos se oía y resonaba. Recogidos los madrileños a sus hogares lloraban la cruel suerte que había cabido o amenazaba al pariente, al deudo o al amigo. Nosotros nos lamentábamos de la suerte del desventurado Oviedo, cuya libertad no habíamos logrado conseguir, a la misma sazón que pálido y despavorido le vimos impensadamente entrar por las puertas de la casa en donde estábamos. Acababa de deber la vida a la generosidad de un oficial francés movido de sus ruegos y de su inocencia, expresados en la lengua extraña con la persuasiva elocuencia que le daba su crítica situación. Atado ya en un patio del Retiro, estando para ser arcabuceado le soltó, y aun no había salido Oviedo del recinto del palacio cuando oyó los tiros que terminaron la larga y horrorosa agonía de sus compañeros de infortunio. Me he atrevido a entretejer con la relación general un hecho que si bien particular, da una idea clara y verdadera del modo bárbaro y cruel con que perecieron muchos españoles, entre los cuales había sacerdotes, ancianos y otras personas respetables. No satisfechos los invasores con la sangre derramada por la noche, continuaron todavía en la mañana siguiente pasando por las armas a algunos de los arrestados la víspera, para cuya ejecución destinaron el cercado de la casa del príncipe Pío. Con aquel sangriento suceso se dio correspondiente remate a la empresa comenzada el 2 de mayo, día que cubrirá eternamente de baldón al caudillo del ejército francés, que fríamente mandó asesinar, atraillados sin juicio ni defensa a inocentes y pacíficos individuos. Lejos estaba entonces de prever el orgulloso y arrogante Murat que años después cogido, sorprendido y casi atraillado también a la manera de los españoles del 2 de mayo, sería arcabuceado sin detenidas formas y a pesar de sus reclamaciones, ofreciendo en su persona un señalado escarmiento a los que ostentan hollar impunemente los derechos sagrados de la justicia y de la humanidad.

Difícil sería calcular ahora con puntualidad la pérdida que hubo por ambas partes. El consejo interesado en disminuirla la rebajó a unos 200 hombres del pueblo. Murat aumentando la de los españoles redujo la suya acortándola el Monitor a unos 80 entre muertos y heridos. Las dos relaciones debieron ser inexactas por la sazón en que se hicieron y el diverso interés que a todos ellos movía. Según lo que vimos y atendiendo a lo que hemos consultado después y al número de heridos que entraron en los hospitales, creemos que aproximadamente puede computarse la pérdida de unos y otros en 1200 hombres.

Calificaron los españoles el acontecimiento del 2 de mayo de trama urdida por los franceses, y no faltaron algunos de estos que se imaginaron haber sido una conspiración preparada de antemano por aquellos: suposiciones falsas y desnudas ambas de sólido fundamento. Mas, desechando los rumores de entonces, nos inclinamos sí a que Murat celebró la ocasión que se le presentaba y no la desaprovechó, jactándose como después lo hizo de haber humillado con un recio escarmiento la fiereza castellana. Bien pronto vio cuán equivocado era su precipitado juicio. Aquel día fue el origen del levantamiento de España contra los franceses, contribuyendo a ello en gran manera el concurso de forasteros que había en la capital con motivo del advenimiento al trono de Fernando VII. Asustados estos y horrorizados, volvieron a sus casas difundiendo por todas las provincias la infausta nueva y excitando el odio y la abominación contra el cruel y fementido extranjero.

 

Día 3.

 

Profunda tristeza y abatimiento señalaron el día 3. Las tiendas y las casas cerradas, las calles solitarias y recorridas solamente por patrullas francesas ofrecían el aspecto de una ciudad desierta y abandonada. Murat mandó fijar en las esquinas una proclama digna de Atila, respirando sangre y amenazas, con lo que la indignación, si bien reconcentrada entonces, tomó cada vez mayor incremento y braveza.

Aterrado así el pueblo de Madrid, se fue adelante en el propósito de trasladar a Francia toda la real familia, y el mismo día 3 salió para Bayona el infante Don Francisco. No se había pasado aquella noche sin que el conde de Laforest y Mr. Freville indicasen en una conferencia secreta al infante Don Antonio la conveniencia y necesidad de que fuese a reunirse con los demás individuos de su familia, para que en presencia de todos se tomasen de acuerdo con el emperador las medidas convenientes al arreglo de los negocios de España. Condescendió el infante consternado con los sucesos precedentes, y señaló para su partida la madrugada del 4, habiéndose tomado un coche de viaje de la duquesa viuda de Osuna, a fin de que caminase más disimuladamente. Dirigió antes de su salida un papel o decreto [no sabemos qué nombre darle] a Don Francisco Gil y Lemus como vocal más antiguo de la junta y persona de su particular confianza. Aunque temamos faltar a la gravedad de la historia, lo curioso del papel así en la sustancia como en la forma exige que le insertemos aquí literalmente. «Al señor Gil. — A la junta para su gobierno la pongo en su noticia como me he marchado a Bayona de orden del rey, y digo a dicha junta que ella sigue en los mismos términos como si yo estuviese en ella. — Dios nos la dé buena. — A Dios, señores, hasta el valle de Josafat. — Antonio Pascual.» Basta esta carta del buen infante Don Antonio Pascual para conjeturar cuán superior era a sus fuerzas la pesada carga que le había encomendado su sobrino. Había sido siempre reputado por hombre de partes poco aventajadas, y en los breves días de su presidencia no ganó ni en concepto ni en estimación. La reina María Luisa le graduaba en sus cartas de hombre de muy poco talento y luces, agregábale además la calidad de cruel. El juicio de la reina en su primera parte era conforme a la opinión general; pero en lo de cruel, a haberse entonces sabido, se hubiera atribuido a injusta calificación de enemistad personal. Por desgracia la saña con que aquel infante se expresó el año de 1814 contra todos los perseguidos y proscritos, confirmó triste y sobradamente la justicia e imparcialidad con que la reina había bosquejado su carácter. Aquí acabó por decirlo así la primera época de la junta de gobierno, hasta cuyo tiempo si bien se echa de menos energía y la conveniente previsión, falta disculpable en tan delicada crisis, no se nota en su conducta connivencia ni reprensibles tratos con el invasor extranjero. En adelante su modo de proceder fue variando y enturbiándose más y más. Pero ya es tiempo de que volvamos los ojos a las escenas no menos lamentables que al mismo tiempo se representaban en Bayona.

Napoleón al día siguiente de su llegada el 16 de abril, dio audiencia en aquella ciudad a una diputación de portugueses enviada para cumplimentarle, y les ofreció conservar su independencia, no desmembrando parte alguna de su territorio ni agregándolos tampoco a España. No pudo verle el infante Don Carlos por hallarse indispuesto; mas Napoleón pasó a visitar en persona a Fernando una hora después de su arribo, el que se verificó como hemos dicho el día 20. El recién llegado bajó a recibirle a la puerta de la calle, en donde habiéndose estrechamente abrazado estuvieron juntos corto rato, y solamente se tocaron en la conversación puntos indiferentes. Fernando fue convidado a comer para aquella misma tarde con el emperador, y a la hora señalada yendo en carruajes imperiales con su comitiva, fue conducido al palacio de Marracq donde Napoleón residía. Saliole este a recibir hasta el estribo del coche, etiqueta solo usada con las testas coronadas. En la mesa evitó tratarle como príncipe o como rey. Acabada la comida permanecieron poco tiempo juntos, y se despidieron quedando los españoles muy contentos del agasajo con que habían sido tratados, y renaciendo en ellos la esperanza de que todo iba a componerse bien y satisfactoriamente. Vuelto Fernando a su posada entró en ella muy luego el general Savary con el inesperado mensaje de que el emperador había resuelto irrevocablemente derribar del trono la estirpe de los Borbones, sustituyendo la suya, y que por consiguiente S. M. I. exigía que el rey en su nombre y en el de toda su familia renunciase la corona de España e Indias en favor de la dinastía de Bonaparte. No se sabe si debe sorprender más la resolución en sí misma y el tiempo y ocasión de anunciarla, o la serenidad del mensajero encargado de dar la noticia. No habían transcurrido aun cinco días desde que el general Savary había respondido con su cabeza de que el emperador reconocería al príncipe de Asturias por rey si hiciese la demostración amistosa de pasar a Bayona; y el mismo general encargábase ahora no ya de poner dudas o condiciones a aquel reconocimiento, sino de intimar al príncipe y a su familia el despojo absoluto del trono heredado de sus abuelos. ¡Inaudita audacia! Aguardar también para notificar la terrible decisión de Napoleón el momento en que acababa de darse a los príncipes de España pruebas de un bueno y amistoso hospedaje, fue verdaderamente rasgo de inútil y exquisita inhumanidad, apenas creíble a no habérnoslo trasmitido testigos oculares. Los héroes del político florentino César Borja y Oliveretto di Fermo en sus crueldades y excesos parecidos en gran manera a este de Napoleón, hallaban por lo menos cierta disculpa en su propia debilidad y en ser aquella la senda por donde caminaban los príncipes y estados de su tiempo. Mas el hombre colocado al frente de una nación grande y poderosa, y en un siglo de costumbres más suaves nunca podrá justificar o paliar siquiera ni su aleve resolución, ni el modo odioso e inoportuno de comunicarla.

Después del intempestivo y desconsolador anuncio, tuvieron acerca del asunto Don Pedro Cevallos y Don Juan Escóiquiz importantes conferencias. Comenzó la de Cevallos con el ministro Champagny, y cuando sostenía aquel con tesón y dignidad los derechos de su príncipe, en medio de la discusión se presentó el emperador, y mandó a ambos entrar en su despacho, en donde enojado con lo que a Cevallos le había oído, pues detrás de una puerta había estado escuchando, le apellidó traidor, por desempeñar cerca de Fernando el mismo destino de que había disfrutado bajo Carlos IV. Añadidos otros denuestos, se serenó al fin y concluyó con decir que «tenía una política peculiar suya; que debía [Cevallos] adoptar ideas más francas, ser menos delicado sobre el pundonor y no sacrificar la prosperidad de España al interés de la familia de Borbón.»

La primera conferencia de Escóiquiz fue desde luego con Napoleón mismo, quien le trató con más dulzura y benignidad que a Cevallos, merced probablemente a los elogios que el canónigo le prodigó con larga mano. La conversación tenida entre ambos nos ha sido conservada por Escóiquiz, y aunque dueño este de modificarla en ventaja suya, lleva visos de verídica y exacta, así por lo que Bonaparte dice, como también por aparecer en ella el bueno de Escóiquiz en su original y perpetua simplicidad. El emperador francés poco atento a floreos y estudiadas frases, insistió con ahínco en la violencia con que a Carlos IV se le había arrancado su renuncia, siendo el punto que principalmente le interesaba. No por eso dejó Escóiquiz de seguir perorando largamente; pero su cicerónica arenga, como por mofa la intitulaba Napoleón, no conmovió el imperial ánimo de este, que terminó la conferencia con autorizar a Escóiquiz para que en nombre suyo ofreciese a Fernando el reino de Etruria en cambio de la corona de España; en cuya propuesta quería dar al príncipe una prueba de su estimación, prometiendo además casarle con una princesa de su familia. Después de lo cual y de tirarle amistosa si bien fuertemente de las orejas, según el propio relato del canónigo, dio fin a la conversación el emperador francés.

Apresuradamente volvió a la posada del rey Fernando Don Juan Escóiquiz, a quien todos aguardaban con ansia. Comunicó la nueva propuesta de Napoleón, y se juntó el consejo de los que acompañaban al rey para discutirla. En él los más de los asistentes, a pesar de los repetidos desengaños, solo veían en las nuevas proposiciones el deseo de pedir mucho para alcanzar algo, y todos a excepción de Escóiquiz votaron por desechar la propuesta del reino de Etruria. Cierto que si por una parte horroriza la pérfida conducta de Napoleón, por otra causa lástima y despecho el constante desvarío de los consejeros de Fernando y aquel continuado esperar en quien solo había dado muestras de mala voluntad. La opinión de Escóiquiz fue aún menos disculpable; la de los otros consejeros se fundaba en un juicio equivocado, pero la del último no solo le deshonraba como español queriendo que se trocase el vasto y poderoso trono de su patria por otro pequeño y limitado, no solo daba indicio de mísera y personal ambición, sino que también probaba de nuevo imprevisión incurable en imaginarse que Bonaparte respetaría más al nuevo rey de Etruria que lo que había respetado al antiguo y a los que eran legítimamente príncipes de España.

Continuaron las conferencias habiendo sustituido a Cevallos Don Pedro Labrador, y entendiéndose con Escóiquiz Mr. de Pradt, obispo de Poitiers. Labrador rompió desde luego sus negociaciones con Mr. de Champagny: los otros prosiguieron sin resultado alguno su recíproco trato y explicaciones. Daba ocasión a muchas de estas conferencias la vacilación misma de Napoleón, quien deseaba que Fernando renunciase sus derechos, sin tener que acudir a una violencia abierta, y también para dar lugar a que Carlos IV y el otro partido de la corte llegasen a Bayona. Así fue que la víspera del día en que se aguardaba a los reyes viejos, anunció Napoleón a Fernando que ya no trataría sino con su padre.

Ya hemos visto como el 25 de abril habían salido aquellos del Escorial, ansiosos de abrazar a su amigo Godoy, y persuadidos hasta cierto punto de que Napoleón los repondría en el trono. Pruébanlo las conversaciones que tuvieron en el camino, y señaladamente la que en Villa Real trabó la reina con el duque de Mahón; a quien habiéndole preguntado qué noticias corrían, respondió dicho duque «asegúrase que el emperador de los franceses reúne en Bayona todas las personas de la familia real de España para privarlas del trono.» Parose la reina como sorprendida, y después de haber reflexionado un rato, replicó: «Napoleón siempre ha sido enemigo grande de nuestra familia: sin embargo ha hecho a Carlos reiteradas promesas de protegerle, y no creo que obre ahora con perfidia tan escandalosa.» Arribaron pues a Bayona el 30, siendo desde la frontera cumplimentados y tratados como reyes, y con una distinción muy diversa de aquella con que se había recibido a su hijo. Napoleón los vio el mismo día, y no los convidó a comer sino para el siguiente 1.º de mayo; queriéndoles hacer el obsequio de que descansasen. Desembarazados de las personas que habían ido a darles el parabién de su llegada, entre quienes se contaba a Fernando, mirado con desvío y enojo por su augusto padre, corrieron Carlos y María Luisa a los brazos de su querido Godoy, a quien tiernamente estrecharon en su seno una y repetidas veces con gran clamor y llanto.

Pasaron en la tarde señalada a comer con Napoleón, y habiéndosele olvidado a este invitar al favorito español; al ponerse a la mesa, echándole de menos Carlos fuera de sí exclamó: ¿Y Manuel? ¿Dónde está Manuel? Fuele preciso a Napoleón reparar su olvido, o más bien condescender con los deseos del anciano monarca: tan grande era el poderoso influjo que sobre los hábitos y carácter del último había tomado Godoy, quien no parecía sino que con bebedizos le había encantado.

No tardaron mucho unos y otros en ocuparse en el importante y grave negocio que había provocado la reunión en Bayona de tantos ilustres personajes. Muy luego de la llegada de los reyes padres, de acuerdo estos con Napoleón, yp. 163 siendo Godoy su principal y casi único consejero, se citó a Fernando e intimole Carlos en presencia del soberano extranjero, que en la mañana del día siguiente le devolviese la corona por medio de una cesión pura y sencilla, amenazándole con que «si no él, sus hermanos y todo su séquito serían desde aquel momento tratados como emigrados.» Napoleón apoyó su discurso, y le sostuvo con fuerza; y al querer responder Fernando se lanzó de la silla su augusto padre, y hablándole con dignidad y fiereza quiso maltratarle, acusándole de haber querido quitarle la vida con la corona. La reina hasta entonces silenciosa se puso enfurecida, ultrajando al hijo con injuriosos denuestos, y a tal punto, según Bonaparte, se dejó arrastrar de su arrebatada cólera, que le pidió al mismo hiciese subir a Fernando al cadalso: expresión, si fue pronunciada, espantosa en boca de una madre. Su hijo enmudeció y envió una renuncia con fecha 1.º de mayo limitada por las condiciones siguientes: «1.ª Que el rey padre volviese a Madrid, hasta donde le acompañaría Fernando, y le serviría como su hijo más respetuoso. 2.ª Que en Madrid se reuniesen las cortes, y pues que S. M. [el rey padre] resistía una congregación tan numerosa, se convocasen todos los tribunales y diputados del reino. 3.ª Que a la vista de aquella asamblea formalizaría su renuncia Fernando, exponiendo los motivos que le conducían a ella. 4.ª Que el rey Carlos no llevase consigo personas que justamente se habían concitado el odio de la nación. 5.ª Que si S. M. no quería reinar ni volver a España, en tal caso Fernando gobernaría en su real nombre, como lugarteniente suyo; no pudiendo ningún otro ser preferido a él.» Son de notar los trámites y formalidades que querían exigirse para hacer la nueva renuncia, siendo así que todo se había olvidado y aun atropellado en la anterior de Carlos. También es digno de particular atención que Fernando y sus consejeros, quienes por la mayor parte odiaron tanto años adelante hasta el nombre de cortes, hayan sido los primeros que provocaron su convocación, insinuando ser necesaria para legitimar la nueva cesión del hijo en favor del padre la aprobación de los representantes de la nación, o por lo menos la de una reunión numerosa en que estuvieran los diputados de los reinos. Así se truecan y trastornan los pareceres de los hombres al son del propio interés, y en menosprecio de la pública utilidad.

Carlos IV no se conformó, como era de esperar, con la contestación del hijo, escribiéndole en respuesta el 2 una carta, en cuyo contenido en medio de algunas severas si bien justas reflexiones se descubre la mano de Napoleón, y hasta expresiones suyas. Sonlo por ejemplo «todo debe hacerse para el pueblo, y nada por él... No puedo consentir en ninguna reunión en junta... nueva sugestión de los hombres sin experiencia que os acompañan.» Tal fue la invariable aversión con que Bonaparte miró siempre las asambleas populares, siendo así que sin ellas hubiera perpetuamente quedado oscurecido en el humilde rincón en que la suerte lep. 165 había colocado. Fernando insistió el 4 en su primera respuesta «que el excluir para siempre del trono de España a su dinastía, no podía hacerlo sin el expreso consentimiento de todos los individuos que tenían o podían tener derecho a la corona de España, ni tampoco sin el mismo expreso consentimiento de la nación española, reunida en cortes y en lugar seguro.» Y tanto y tanto reconocía entonces Fernando los sagrados derechos de la nación, reclamándolos y deslindándolos cada vez más y con mayor claridad y conato.

En este estado andaban las pláticas sobre tan grave negocio cuando el 5 de mayo se recibió en Bayona la noticia de lo acaecido en Madrid el día 2: pasó Napoleón inmediatamente a participárselo a los reyes padres, y después de haber tenido con ellos una muy larga conferencia, se llamó a Fernando para que también concurriese a ella. Eran las cinco de la tarde; todos estaban sentados excepto el príncipe. Su padre le reiteró las anteriores acusaciones; le baldonó acerbamente; le achacó el levantamiento del 2 de mayo; las muertes que se habían seguido, y llamándole pérfido y traidor, le intimó por segunda vez que si no renunciaba la corona, sería sin dilación declarado usurpador, y él y toda su casa conspiradores contra la vida de sus soberanos. Fernando atemorizado abdicó el 6 pura y sencillamente en favor de su padre, y en los términos que este le había indicado. No había aguardado Carlos a la renuncia del hijo para concluir con Napoleón un tratado por el que le cedía la corona, sin otra especial restricción que la de la integridad de la monarquía y la conservación de la religión católica, excluyendo cualquiera otra. El tratado fue firmado en 5 de mayo por el mariscal Duroc y el príncipe de la Paz, plenipotenciarios nombrados al efecto; con cuya vergonzosa negociación dio el valido español cumplido remate a su pública y lamentable carrera. Ingrato y desconocido puso su firma en un tratado en el que no estipuló sola y precisamente privar de la corona a Fernando su enemigo, sino en general y por inducción a todos los infantes, a toda la dinastía, en fin, de los soberanos sus bienhechores, recayendo la cesión de Carlos en un príncipe extranjero. Pequeño y mezquino hasta en los últimos momentos, Don Manuel Godoy única y porfiadamente altercó sobre el artículo de pensiones. Por lo demás el modo con que Carlos se despojó de la corona, al paso que mancillaba al encargado de autorizarla por medio de un tratado, cubría de oprobio a un padre que de golpe y sin distinción privaba indirectamente a todos sus hijos de suceder en el trono. Acordada la renuncia en tierra extraña, faltábale a los ojos del mundo la indispensable cualidad de haber sido ejecutada libre y espontáneamente, sobre todo cuando la cesión recaía en favor de un soberano dentro de cuyo imperio se había concluido aquella importante estipulación. Era asimismo cosa no vista que un monarca, dueño si se quiere de despojarse a sí mismo de sus propios derechos, no contase para la cesión ni con sus hijos, ni con las otras personas de su dinastía, ni con el libre y amplio consentimiento de la nación española, que era traspasada a ajena dominación como si fuera un campo propio o un rebaño. El derecho público de todos los países se ha opuesto constantemente a tamaño abuso, y en España, en tanto que se respetaron sus franquezas y libertades, hubo siempre en las cortes un firme e invencible valladar contra la arbitraria y antojadiza voluntad de los reyes. Cuando Alfonso el batallador tuvo el singular desacuerdo de dejar por herederos de sus reinos a los caballeros del Temple, lejos de convenir en su loco extravío, nombraron los aragoneses en las cortes de Borja por rey de Aragón a Don Ramiro el monje, y por su parte los navarros para suceder en Navarra a Don García Ramírez. Hubo otros casos no menos señalados en que siempre se pusieron a salvo los fueros y costumbres nacionales. Hasta el mismo imbécil de Carlos II, aunque su disposición testamentaria fue hecha dentro del territorio, y en ella no se infringían tan escandalosamente ni los derechos de la familia real ni los de la nación, creyó necesario por lo menos usar de la fórmula de «que fuera válida aquella su última voluntad, como si se hubiese hecho de acuerdo con las cortes.» Ahora por todo se atropelló, y nadie cuidó de conservar siquiera ciertas apariencias de justicia y legitimidad.

Así terminó Carlos IV su reinado, del que nadie mejor que él mismo nos dará una puntual y verdadera idea. Comía en Bayona con Napoleón cuando se expresó en estos términos: «todos los días invierno y verano iba a caza hasta las doce, comía y al instante volvía al cazadero hasta la caída de la tarde. Manuel me informaba como iban las cosas, y me iba a acostar para comenzar la misma vida al día siguiente, a menos de impedírmelo alguna ceremonia importante.» De este modo gobernó por espacio de veinte años aquel monarca, quien según la pintura que hace de sí propio, merece justamente ser apellidado con el mismo epíteto que lo fueron varios de los reyes de Francia de la estirpe merovingiana. Sin embargo adornaban a Carlos prendas con que hubiera brillado como rey, llenando sus altas obligaciones, si menos perezoso y débil no se hubiese ciegamente entregado al arbitrio y desordenada fantasía de la reina. Tenía comprensión fácil y memoria vasta; amaba la justicia, y si alguna vez se ocupaba en el despacho de los negocios, era expedito y atinado; mas estas calidades desaparecieron al lado de su dejadez y habitual abandono. Con otra esposa que María Luisa su reinado no hubiera desmerecido del de su augusto antecesor; y bien que la situación de Europa fuese muy otra a causa de la revolución francesa, tranquila España en su interior y bien gobernada, quizá hubiera podido sosegadamente progresar en su industria y civilización sin revueltas ni trastornos.

Formalizadas las renuncias de Fernando en Carlos IV, y de este en Napoleón, faltaba la del primero como príncipe de Asturias, porque si bien había devuelto en 6 de mayo la corona a su padre, no había por aquel acto renunciado a sus derechos en calidad de inmediato sucesor. Parece ser, según Don Pedro Cevallos, que Fernando resistiéndose a acceder a la última cesión, Napoleón le dijo: «no hay medio, príncipe, entre la cesión y la muerte.» Otros han negado la amenaza, y admira en efecto que hubiera que acudir a requerimiento tan riguroso con persona cuya debilidad se había ya mostrado muy a las claras. El mariscal Duroc habló en el mismo sentido que su amo, y los príncipes entonces se determinaron a renunciar. Nombrose a dicho mariscal con Escóiquiz para arreglar el modo, y el 10 firmaron ambos un tratado por el que se arreglaron los términos de la cesión del príncipe de Asturias, y se fijó su pensión como la de los infantes con tal que suscribiesen al tratado; lo cual verificaron Don Antonio y Don Carlos por medio de una proclama que en unión con Fernando dieron en Burdeos el 12 del mismo mayo. El infante Don Francisco no firmó ninguno de aquellos actos, ya fuera precipitación, o ya por considerarle en su minoridad.

Bien que Escóiquiz hubiese obedecido a las órdenes de Fernando firmando el tratado del 10, no por eso pone en seguro su buen nombre, harto mancillado ya. Y fue singular que los dos hombres, Godoy y Escóiquiz, cuyo desgobierno y errada conducta habían causado los mayores daños a la monarquía, y cuyo respectivo valimiento con los dos reyes padre e hijo les imponía la estrecha obligación de sacrificarse por la conservación de sus derechos, fuesen los mismos que autorizasen los tratados que acababan en España con la estirpe de los Borbones. La proclama de Burdeos dada el 12, y en la que se dice a los españoles, «que se mantengan tranquilos esperando su felicidad de las sabias disposiciones y del poder de Napoleón», fue producción de Escóiquiz, queriendo este persuadir después que con ella había pensado en provocar a los españoles para que sostuviesen la causa de sus príncipes legítimos. Si realmente tal fue su intento, se ve que no estaba dotado de mayor claridad cuando escribía, que de previsión cuando obraba.

La reina de Etruria, a pesar de los favores y atentos obsequios que había dispensado a Murat y a los franceses, no fue más dichosa en sus negociaciones que las otras personas de su familia. No se podía cumplir con su hijo el tratado de Fontainebleau, porque el emperador había ofrecido a los diputados portugueses conservar la integridad de Portugal: no podían tampoco concedérsele indemnización en Italia, siendo opuesto a las grandes miras de Napoleón permitir que en parte alguna de aquel país reinase una rama, cualquiera que fuese, de los Borbones; con cuya contestación tuvo la reina que atenerse a la pensión que se le señaló, y seguir la suerte de sus padres.

Durante la estancia en Bayona del príncipe de Asturias y los infantes, hubo varios planes para que se evadiesen. Un vecino de Cervera de Alhama recibió dinero de la junta suprema de Madrid con aquel objeto. Con el mismo también había ofrecido el duque de Mahón una fuerte suma desde San Sebastián: los consejeros de Fernando, a nombre y por orden suya, cobraron el dinero, mas la fuga no tuvo efecto. Se propuso como el medio mejor y más asequible el arrebatar a los dos hermanos Don Fernando y Don Carlos, sosteniendo la operación por vascos diestros y prácticos de la tierra, e internarlos en España por San Juan de Pie de Puerto. Fue tan adelante el proyecto que hubo apostados en la frontera 300 miqueletes para que diesen la mano a los que en Francia andaban de concierto en el secreto. Después se pensó en salvarlos por mar, y hasta hubo quien propuso atacar a Napoleón en el palacio de Marracq. Había en todas estas tentativas más bien muestras de patriotismo y lealtad, que probable y buena salida. Hubiérase necesitado para llevarlas a cabo menos vigilancia en el gobierno francés, y mayor arrojo en los príncipes españoles, naturalmente tímidos y apocados.

No tardó Napoleón, extendidas y formalizadas que fueron las renuncias por medio de los convenios mencionados, en despachar para lo interior de Francia a las personas de la familia real de España. El 10 de mayo Carlos IV y su esposa María Luisa, la reina de Etruria con sus hijos, el infante Don Francisco y el príncipe de la Paz salieron para Fontainebleau y de allí pasaron a Compiègne. El 11 partieron también de Bayona el rey Fernando VII y su hermano y tío, los infantes Don Carlos y Don Antonio; habiéndoseles señalado para su residencia el palacio de Valençay, propio del príncipe de Talleyrand.

Tal fin tuvieron las célebres vistas de Bayona entre el emperador de los franceses y la mal aventurada familia real de España. Solo con muy negra tinta puede trazarse tan tenebroso cuadro. En él se presenta Napoleón pérfido y artero; los reyes viejos padres desnaturalizados; Fernando y los infantes débiles y ciegos; sus consejeros por la mayor parte ignorantes o desacordados, dando todos juntos principio a un sangriento drama, que ha acabado con muchos de ellos, desgarrado a España, y conmovido hasta en sus cimientos la suerte de la Francia misma.

En verdad tiempos eran estos ásperos y difíciles, mas los encargados del timón del estado ya en Bayona, ya en Madrid, parece que solo tuvieron tino en el desacierto. Los primeros acabamos de ver qué cuenta dieron de sus príncipes: examinaremos ahora qué providencias tomaron los segundos para defender el honor y la verdadera independencia nacional, puesto que por sus discordias y malos consejos se habían perdido el rey Fernando, sus hermanos y toda la real familia. Mencionamos anteriormente la comisión de Don Evaristo Pérez de Castro, quien con felicidad entró en Bayona el 4 de mayo. A su llegada se presentó sin dilación a Don Pedro Cevallos, y este comunicó al rey las proposiciones de la junta suprema de Madrid de que aquel era portador, y cuyo contenido hemos insertado más arriba. De resultas se dictaron dos decretos el 5 de mayo, uno escrito de la real mano estaba dirigido a la junta suprema de gobierno, y otro firmado por Fernando con la acostumbrada fórmula de Yo el rey era expedido al consejo, o en su lugar a cualquiera chancillería o audiencia libre del influjo extranjero. Por el primero el rey decía: «que se hallaba sin libertad, y consiguientemente imposibilitado de tomar por sí medida alguna para salvar su persona y la monarquía; que por tanto autorizaba a la junta en la forma más amplia para que en cuerpo, o sustituyéndose en una o muchas personas que la representasen, se trasladara al paraje que creyese más conveniente, y que en nombre de S. M. representando su misma persona ejerciese todas las funciones de la soberanía. Que las hostilidades deberían empezar desde el momento en que internasen a S. M. en Francia, lo que no sucedería sino por la violencia. Y por último, que en llegando ese caso tratase la junta de impedir del modo que creyese más a propósito la entrada de nuevas tropas en la península.» El decreto al consejo decía: «que en la situación en que S. M. se hallaba, privado de libertad para obrar por sí, era su real voluntad que se convocasen las cortes en el paraje que pareciese más expedito; que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del reino, y que quedasen permanentes para lo demás que pudiese ocurrir.»

Algunos de los ministros o consejeros de Fernando en Bayona creyeron fundadamente que la junta suprema autorizada, como lo había sido desde aquella ciudad, para obrar con las mismas e ilimitadas facultades que habrían asistido al rey estando presente, hubiera por sí debido adoptar aquellas medidas, evitando las dilacionesp. de la consulta; mas la junta que se había apartado del modo de pensar de los de Bayona, y que en vez de tomar providencias se contentó con pedir nuevas instrucciones, llegadas que fueron tampoco hizo nada, continuando en su inacción, so color de que las circunstancias habían variado. Cierto que no eran las mismas, y será bien que para pesar sus razones refiramos antes lo que en ese tiempo había pasado en Madrid.

 

Murat presidente de la junta.

 

En la mañana misma del 4 de mayo en que partió el infante Don Antonio, el gran duque de Berg manifestó a algunos individuos de la junta que era preciso asociar su persona a las deliberaciones de aquel cuerpo, estando en ello interesado el buen orden y la quietud pública. Se le hicieron reflexiones sobre su propuesta; no insistió en ella por aquel momento, pero en la noche sin anuncio anterior se presentó en la junta para presidirla. Opúsose fuertemente a su atropellado intento Gil y Lemus; parece ser que también resistieron Azanza y Ofárril, quienes aunque al principio protestaron e hicieron dejación de sus destinos, al fin continuaron ejerciéndolos. Temerosa la junta del compromiso en que la ponía Murat, y queriendo evitar mayores males, cedió a sus deseos y resolvió admitir en su seno al príncipe francés. Mucho se censuró esta su determinación, y se pensó que excedía de sus facultades, mayormente cuando se trataba del jefe del ejército de ocupación, y cuando para ello no había recibido órdenes ni instrucciones de Bayona. Hubiera sido más conforme a la opinión general, o que se hubiera negado a deliberar ante el general francés, o haber aguardado a que una violencia clara y sin rebozo hubiese podido disculpar su sometimiento. Pesarosa tal vez la junta de su fácil condescendencia, en medio de su congoja le sacó algún tanto de ella y a tiempo un decreto que recibió el 7 de mayo, y que con fecha del 4 había expedido en Bayona Carlos IV, nombrando a Murat lugarteniente del reino, en cuya calidad debía presidir la junta suprema: decreto precursor de la abdicación de la corona que al día siguiente hizo en Napoleón. Acompañaba al nombramiento una proclama del mismo Carlos a la nación, que concluía con la notable cláusula de que: «no habría prosperidad ni salvación para los españoles, sino en la amistad del grande emperador su aliado.» Bien que la resolución del rey padre viniese en apoyo de la prematura determinación de la junta, en realidad no hubiera debido a los ojos de este cuerpo tener aquella fuerza alguna autoridad: la de dicha junta delegada por Fernando VII, solo a las órdenes del último tenía que obedecer. Sin embargo en el día 8 acordó su cumplimiento; y solamente suspendió la publicación, creyendo con ese medio y equívoco proceder salir de su compromiso. Finalmente le libró de él y de su angustiada posición la noticia de haber devuelto Fernando la corona a su padre, recibiendo un decreto del mismo para que se sometiese a las órdenes del antiguo monarca.

Hasta el día en que Murat se apoderó de la presidencia, hubiera podido atribuirse la debilidad de la junta a circunspección, su imprevisión a prudencia excesiva, y su indolencia a falta de facultades o a temor de comprometer la persona del rey. Mas ahora había mudado el aspecto de las cosas, y así o estaban sus individuos en el caso de poner en ejecución las convenientes medidas para salvar el honor y la independencia nacional, o no lo estaban. Si no, ¿por qué en vez de mancillar su nombre aprobando con su presencia las inicuas decisiones del extranjero, no se retiraron y le dejaron solo? ¿Y si pudieron obrar, por qué no llevaron a efecto los decretos dados por el rey en Bayona a consulta suya? ¿Por qué no permitieron la formación acordada de otra junta, fuera del poder del enemigo? Lejos de seguir esta vereda tomaron la opuesta y fijaron todo su conato en impedir la ejecución de aquellas saludables medidas. Un propio había entregado a Don Miguel José de Azanza en su mano los dos decretos del rey; por uno de los cuales se autorizaba a la junta con poderes ilimitados, y por el otro al consejo para la convocación de cortes. Azanza los comunicó a sus compañeros y todos convinieron en que dados estos decretos el 5 de mayo y el de renuncia de Fernando el 6 del mismo, no debían cumplirse ni obedecerse los primeros; ¡cosa extraña! Decretos arrancados por la violencia, en los que se destruían los legítimos derechos de Fernando y su dinastía, y se hollaban los de la nación, tuvieron a sus ojos más fuerza que los que habiendo sido acordados en secreto y despachados por personas de toda confianza, tenían en sí mismos la doble ventaja de haber sido dictados con entera libertad, y de acomodarse a lo que ordenaba el honor nacional. Pone aún más en descubierto la buena fe y rectitud de intenciones de los que así procedieron, el no haber comunicado al consejo el decreto de convocación de cortes, cuya promulgación y ejecución se encomendaba particularmente a su cuidado, tocando solo a aquel cuerpo examinar las razones de prudencia o conveniencia pública de detenerle o circularle. No contentos con esto los individuos de la junta suprema, y temerosos de que los nombrados para reemplazarla fuera de Madrid en caso necesario ejecutasen lo que se les había mandado, tomaron precauciones para estorbarlo. Al conde de Ezpeleta, a quien se había comunicado por medio de Don José Capeleti la primera determinación de que presidiese la junta cuya instalación debía seguirse a la falta de libertad de la de Madrid, se le dio después expresa contraorden; y apremiado por Gil Taboada para que pasase a Zaragoza en donde aquel aguardaba, le contestó como se le había posteriormente mandado lo contrario.

Por lo tanto la junta suprema de Madrid que con pretexto de carecer de facultades, a pesar de haberlas desde Bayona recibido amplias, anduvo al principio descuidada y poco diligente, ahora que con más claridad y extensión si era posible las recibía, suspendió hacer uso de su poder, alegando ser ya tarde, y recelosa de mayores comprometimientos. Aparece más oscura y dudosa su conducta al considerar que algunos de sus individuos débiles antes, pero resistiendo al extranjero, sumisos después si bien todavía disculpables, acabaron por ser sus firmes apoyos, trabajando con ahínco por ahogar los gloriosos esfuerzos que hizo la nación en defensa de su independencia. Es cierto que en seguida los españoles de Bayona estuvieron igualmente llenos de sobresalto y zozobra con el miedo de que se ejecutasen los dos consabidos decretos. Así lo anunciaba Don Evaristo Pérez de Castro que volvió a Madrid por aquellos días. Todo lo cual prueba que ni entre los españoles que en Bayona influían principalmente en el consejo del rey, ni entre los que en España gobernaban, había ningún hombre asistido de aquella constante decisión e invariable firmeza que piden extraordinarias circunstancias.

Napoleón por su parte considerándose ya dueño de la corona de España en virtud de las renuncias hechas en favor suyo, había resuelto colocarla en las sienes de su hermano mayor José rey de Nápoles, y continuando siempre por la senda del engaño quiso dar a su cesión visos de generosa condescendencia con los deseos de los españoles. Así fue que en 8 de mayo dirigió al gran duque sus instrucciones para que la junta suprema y el consejo de Castilla le indicasen en cuál de las personas de su familia les sería más grato que recayese el trono de España. En 12 respondió acertadamente el consejo que siendo nulas las cesiones hechas por la familia de Borbón, no le tocaba ni podía contestar a lo que se le preguntaba. Mas convocado al siguiente día a palacio por la tarde y sin ceremonia, y bien recibido y tratado por Murat, y habiendo fácilmente convenido este en la cortapisa que el consejo quería poner a su exposición de que «no por eso se entendiese que se mezclaba en la aprobación o desaprobación de los tratados de renuncia, ni que los derechos del rey Carlos y su hijo y demás sucesores a la corona, según las leyes del reino, quedasen perjudicados por la designación que se le pedía;» cedió entonces y acordó en consulta del 13 dirigida al gran duque, que bajo las propuestas insinuadas «le parecía que en ejecución de lo resuelto por el emperador podía recaer la elección en su hermano mayor el rey de Nápoles.» Llevaba trazas de juego y de mutua inteligencia el modo de preguntar y de responder. A Murat le importaban muy poco aquellas secretas protestas, con tal que tuviese un documento público de las principales autoridades del reino que presentar a los gobiernos europeos, pudiendo con él Napoleón dar a entender que había seguido la voluntad de los españoles más bien que la suya propia. El consejo empezando desde entonces aquel sistema medio y artificioso que le guió después, más propio de un subalterno de la curia que de un cuerpo custodio de las leyes, se avino muy bien con lo que se le propuso, imaginando así poner en cobro hasta cierto punto su comprometida existencia, ya que se afirmase la dominación de Napoleón, ya que fuese destruida. Conducta no atinada en tiempos de grandes tribulaciones y vaivenes, y con la que perdió su crédito e influjo entre nacionales y extranjeros. Escribió también el mismo consejo una carta al emperador, y a ruego de Murat nombró para presentarla en Bayona a los ministros Don José Colón y Don Manuel de Lardizábal. La junta suprema y la villa de Madrid practicaron por su parte iguales diligencias, pidiendo que José Bonaparte fuese escogido para rey de España.

No satisfecho Napoleón con las cesiones de los príncipes, ni con la sumisión y petición de las supremas autoridades, pensó en congregar una diputación de españoles, que con simulacro de cortes diesen en Bayona una especie de aprobación nacional a todo lo anteriormente actuado. Ya dijimos que a mediados de abril había intentado Murat llevar a efecto aquel pensamiento; mas hasta ahora en mayo no se puso en perfecta y cumplida ejecución. La convocatoria se dio a luz en la Gaceta de Madrid de 24 del mismo mes, con la singularidad de no llevar fecha. Estaba extendida a nombre del gran duque de Berg y de la junta suprema de gobierno, y se reducía en sustancia a que siendo el deseo de S. M. I. y R. juntar en Bayona una diputación general de 150 individuos para el 15 de junio siguiente, a fin de tratar en ella de la felicidad de España, indicando todos los males que el antiguo sistema había ocasionado, y proponiendo las reformas y remedios para destruirlos, la junta suprema había nombrado varios sujetos que allí se expresaban, reservando a algunas corporaciones, a las ciudades de voto en cortes y otras sus respectivas elecciones. Según el decreto debían también asistir grandes, títulos, obispos, generales de las órdenes religiosas, individuos del comercio, de las universidades, de la milicia, de la marina, de los consejos y de la Inquisición misma. Se escogieron igualmente seis individuos que representasen la América. Azanza que en 23 de mayo había ido a Bayona para dar cuenta al emperador del estado de la hacienda de España, se quedó por orden suya a presidir la junta o diputación general próxima a reunirse. Más adelante examinaremos la índole y los trabajos de esta junta, y hablaremos del solemne reconocimiento que ella y los españoles allí presentes hicieron del intruso José.

Murat luego que estuvo al frente del gobierno de España, recelando en vista del general desasosiego que hubiese sublevaciones más o menos parciales, adoptó varios medios para prevenirlas. Agregó a la división o cuerpo de Dupont dos regimientos suizos españoles, y puso a la disposición del mariscal Moncey cuatro batallones de guardias españolas y valonas y los guardias de Corps. Pasó órdenes para enviar 3000 hombres de Galicia a Buenos Aires, y en 19 de mayo dio el mando de la escuadra de Mahón al general Salcedo con encargo de hacerse a la vela para Toulon; lo cual afortunadamente no pudo cumplirse por los acontecimientos que muy luego sobrevinieron. Se ordenó a la división española acantonada en Extremadura pasase a San Roque, y a Solano que hasta entonces había sido su jefe se le previno que regresase a Cádiz para tomar de nuevo el mando de Andalucía, yendo a explorar sus intenciones el oficial de ingenieros francés Constantin. Con el mismo objeto y con pretexto de examinar la plaza de Gibraltar se envió cerca del general Don Francisco Javier Castaños, que mandaba en el campo de San Roque, al jefe de batallón de ingenieros Rognia otros comisionados fueron enviados a Ceuta. El Buen Retiro se empezó a fortificar, encerrando dentro de su recinto abundantes provisiones de boca y guerra, habiéndose los franceses apoderado por todas partes de cuantos almacenes y depósitos de municiones y armas estuvieron a su alcance. Cortas precauciones para reprimir el universal descontento.

Pero ahora que ya tenemos a Napoleón imaginándose poder enajenar a su antojo la corona de España; ahora que ya está internada en Francia la familia real; Murat mandando en Madrid; sometidos la junta suprema y los consejos, y convocada a Bayona una diputación de españoles, será bien que desviando nuestra vista de tantas escenas de perfidia y abatimiento, de imprevisión y flaqueza, nos volvamos a contemplar un sublime y grandioso espectáculo.

 

LIBRO TERCERO.

ALZAMIENTO NACIONAL

 

Insurrección general contra los franceses. — Levantamiento de Asturias. — Misión a Inglaterra. — Levantamiento de Galicia. — Levantamiento de Santander. — Levantamiento de León y Castilla la Vieja. — Levantamiento de Sevilla. — Rendición de la escuadra francesa surta en Cádiz. — Levantamiento de Granada. — Levantamiento de Extremadura. — Conmociones en Castilla la Nueva. — Levantamiento de Cartagena y Murcia. — Levantamiento de Valencia. — Levantamiento de Aragón. — Levantamiento de Cataluña. — Levantamiento de las Baleares. — Navarra y Provincias Vascongadas. — Islas Canarias. — Reflexiones generales. — Portugal. — Su situación. — Divisiones francesas que intentan pasar a España. — Los españoles se retiran de Oporto. — Primer levantamiento de Oporto. — Levantamiento de Tras-os-Montes, y segundo de Oporto. — Se desarma a los españoles de Lisboa. — Rechazan los españoles a los franceses en Os Pegões. — Levantamiento de los Algarbes. — Convenciones entre algunas juntas de España y Portugal.

 

 

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA