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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA. LIBRO TERCERO. LA FORMACIÓN DEL IMPERIO ROMANO

 

CUARTA PARTE.

EL IMPERIO DE ROMA

 

 

La reorganización del poder central, cuyas grandes líneas acabamos de esbozar, condiciona la suerte y la vida de todo el Imperio. La historia de la Urbs no debe ser confundida con la de las provincias, y tal vez el carácter más notable del nuevo régimen sea, precisamente, el de que las tiene en cuenta y no se limita a considerarlas como inagotables fuentes de beneficios y de honores, en las que se suceden unos gobernadores presurosos de volver a Roma a ocupar el puesto a que creen tener derecho. Es cierto que, durante la República, hubo gobernadores honrados, atentos. Pero su acción bienhechora estaba limitada por la duración, a menudo muy breve, de su mandato. La autoridad suprema era el Senado, una autoridad que cambiaba según las fluctuaciones de la mayoría y las combinaciones dominadas por preocupaciones puramente urbanas. Con el principado, por el contrario, comienza para las provincias una era de estabilidad, que permite, poco a poco, su integración cada vez más estrecha en el Imperio.

En el momento de Acio, el imperium romanum está formado por países y pueblos muy diversos, que no tienen otro rasgo común que el de depender, de una u otra forma, de la autoridad, de la ley de Roma. Jamás, en el tiempo de la República, se había dedicado ningún romano a concebir una organización racional, uniforme, de aquel conjunto tan complejo. Y si alguien lo hubiera intentado, habría tenido la impresión de hacer violencia a la naturaleza de las cosas. El Imperio se había formado gradualmente, a través de guerras, tratados, alianzas, cada uno de los cuales tenía su carácter propio; ¿cómo iba a ser posible someter a un estatuto uniforme a ciudades y pueblos que habían entrado en la comunidad romana en condiciones peculiares?

El mundo sometido a Roma constituye entonces dos masas bien distintas entre sí: un Occidente cuya mayor parte era bárbara todavía ayer, y un Oriente, de vieja cultura, para el que los propios romanos no estaban lejos de ser unos bárbaros. Las provincias del Oriente tienen por lengua oficial el griego, impuesto por los príncipes helenísticos; en las provincias occidentales, los dialectos locales comienzan a replegarse ante el latín —al menos, en España y en África, porque la conquista de la Galia es todavía demasiado reciente para que los progresos del latín sean sensibles fuera de la Narbonense. Los romanos, cuando van a Oriente, se dirigen en griego a sus administrados. Octavio, cuando entró en Alejandría, leyó a sus habitantes una arenga en griego —no la había escrito él mismo, no porque no pudiese hacerlo, sino porque consideraba que en aquella lengua no tenía tanta facilidad como en latín. Incluso después de Cicerón, y en el tiempo de Tito Livio y de Virgilio, el griego sigue siendo considerado como una insustituible lengua de cultura.

Esta profunda dualidad del imperium —y un historiador moderno confiesa admirar el milagro que impidió a éste escindirse en dos mucho antes del tiempo de Constantino— implicaba que los problemas de la administración no fuesen los mismos al este y al oeste del Adriático. El realismo romano no trató de uniformar lo que era esencialmente heterogéneo: bastaba que el mismo personal dirigente pudiera ser utilizado en la una y en la otra mitad del mundo. Pero este hecho, por sí solo, comenzaba a esbozar una especie de unidad, porque los mismos espíritus no podían dejar de referirse a los mismos ideales en una zona y en la otra. El ideal común es el de la ciudad, y, en Occidente tanto como en Oriente, el Imperio va a unificarse alrededor de ella.

Las provincias orientales

Antonio había recorrido Oriente como un rey, casi como un dios; de haber vencido en Accio, Oriente habría sido su reino, y el Imperio se habría inclinado, sin duda, hacia el mundo griego. La primera preocupación de Octavio había sido la de conservar el equilibrio tradicional, la de no ceder a las tentaciones que habían arrastrado a Antonio. Lo demostró por la forma en que resolvió el problema egipcio.

 

 

Egipto era el último superviviente de los grandes reinos que habían salido del imperio de Alejandro, y Cleopatra, la última de los Lágidas, simbolizaba a los ojos de los romanos la realeza misma, todo lo que Italia rechazaba con todas sus fuerzas. Octavio no podía dejarla en el trono que le había dado César, ni confiar Egipto, país monárquico por excelencia, a un soberano vasallo, como se hacía con territorios menores, Judea o la Capadocia por ejemplo. Pero por otra parte, la monarquía había echado en Egipto raíces muy profundas para que fuese posible imaginar otro sistema de gobierno.

Ante aquel dilema, Octavio imaginó una solución que en la práctica demostró ser muy eficaz. Sabiendo que, fatalmente, el dueño de Egipto no podía, en las orillas del Nilo, dejar de ser mirado y tratado como un rey, Augusto aceptó aquella función real para sí mismo. Pero se cuidó mucho de ejercerla. Para sustituirle en ella, designó a uno de sus amigos, su jefe de estado mayor, Cornelio Galo. Galo recibió el título de praefectus, título vago, que no correspondía a una posición bien determinada en la jerarquía de las magistraturas ordinarias ni de las promagistraturas. Para los egipcios, Galo era un «amigo del rey», como sucedía en el tiempo de los Lágidas. El país sería, pues, gobernado en nombre de un rey, pero de un rey inexistente. Y la opinión pública romana no tendría que temer que el príncipe se contagiase de realeza.

Galo no tardó en caer en desgracia, el año mismo en que Octavio tomaba el título de Augusto. El pretexto oficial fue que él tampoco había podido resistir a la tentación, que había sustituido con su propia persona a la del príncipe y atraído sobre sí mismo los honores dedicados a Augusto. Juzgado por el Senado —quizá demasiado feliz de asestar un duro golpe a uno de los más brillantes lugartenientes de Octavio en el curso de la guerra civil—, tuvo que suicidarse. Pero el desgraciado final de Galo no introdujo cambio alguno en el sistema. Otros prefectos más dóciles le sucedieron, y la máquina administrativa montada por los Lágidas continuó funcionando. El viejo Reino subsistió en el seno del Imperio, pero cerrado sobre sí mismo: ningún senador tenía derecho a penetrar en él sin una autorización especial del Emperador.

Al idear y aplicar a Egipto aquella solución, que condenaba al país a vivir sobre sí mismo en un inmovilismo casi total, Octavio no hacía más que seguir el principio fundamental de la política romana: dejar, en la medida de lo posible, a los pueblos conquistados la forma de gobierno habitual en ellos, cualquiera que fuese. Así, en Judea se encontrará un reino, confiado a Herodes, porque se consideró que sólo un rey podría administrar eficazmente aquel país difícil, con tendencia a las revoluciones. De igual modo, subsistieron el Reino del Ponto y el de Crimea. Hubo también un Reino tracio, en los límites de la provincia de Macedonia. Pero la mayor parte de los territorios orientales quedó dividida, como en el tiempo de la República, en provincias de tipo tradicional, y, en ellas, fiel a la política de las grandes monarquías helenísticas, Roma conservó sistemáticamente la autonomía de las ciudades, y nunca el principio de la «libertad» de las ciudades, proclamado solemnemente en los primeros tiempos de la intervención romana. Como se sabe, aquella libertad estaba protegida y, al mismo tiempo, limitada por la autoridad del Senado. Con el principado, el recurso al Senado tendió a ser sustituido por una apelación directa al príncipe, que era considerado, al margen de todo estatuto jurídico bien definido, como protector y árbitro supremo. Así, vemos cómo Augusto interviene directamente en los asuntos de esta o aquella comunidad griega, pero lo hace a título personal, no en virtud de su imperium proconsular, que no le permite, en derecho, imponer medidas de ninguna clase a las comunidades locales en los terrenos que son de su exclusiva competencia (finanzas municipales, justicia entre ciudadanos de la comunidad en cuestión, etc.). Cuando la instrucción del proceso o su solución requieren la intervención del gobernador más próximo, éste no es mencionado más que como «amigo del príncipe».

Sin embargo, no todas las ciudades tenían, respecto a Roma, el mismo estatuto; éste dependía de la carta que las rigiese. La situación resultante de aquella maraña de condiciones jurídicas diferentes, de herencias jamás rechazadas de un pasado que había llegado a ser anacrónico, era casi inextricable. A esto se añadían las dificultades creadas por las diferencias de estatuto entre las personas: algunos ciudadanos de una ciudad griega podían, por una razón determinada, haber recibido el derecho de ciudadanía romana, lo que tenía como efecto el de apartarle, al menos parcialmente, de la condición común de sus compatriotas. ¿Debía, por ejemplo, estar sometido a las cargas fiscales (de las que, en principio, estaban exentos los ciudadanos romanos domiciliados)? Las autoridades locales lo pretendían, y los interesados lo negaban. Sólo el príncipe podía resolver. Así fue como, en el año 6 a.C., Augusto intervino en Cirene mediante un edicto cuyo texto se conserva. El príncipe decidió que los ciudadanos romanos no estarían, de derecho, exentos de los impuestos locales, y que su posible exención debería ser objeto de una decisión especial de la administración romana. Uno de los edictos encontrados en Cirene nos informa de que las personas interesadas por aquel problema, para las que Augusto dicta su decreto, son 215. Esto da una idea de la meticulosidad de aquella administración que debía decidir una infinidad de asuntos, frecuentemente de muy escaso relieve.

Probablemente para remediar aquella dificultad, Augusto favoreció la formación de ligas entre las ciudades menos importantes, quedando fuera las grandes ciudades. Esto venía a reanudar una tradición dramáticamente interrumpida por la guerra de Corinto, más de un siglo antes. Se creó así una Liga de los laconios libres, que comprendía veinticuatro ciudades laconias, menos Esparta. La Liga aquea se reagrupó en torno a Patras, de la que Augusto había hecho una colonia rival de Corinto. Esta no formaba parte de la nueva Liga aquea. Hubo también una Confederación tesalia y una Liga macedónica, cuyo centro era Tesalónica. Fuera de la propia Grecia, subsiste el koinón (la comunidad) de ciudades incluidas en la provincia romana de Asia. Estas ligas se encontraban incluso fuera del territorio de las provincias, como en Licia, cuyas instituciones federales elogia Estrabón, explicando que su excelencia ha permitido a los romanos no anexionar directamente el país

De todos modos, estas ligas no constituyen un esbozo de representación indirecta comparable al sistema moderno de los parlamentos. En realidad, son, más bien, organismos supranacionales dedicados a conocer de los asuntos comunes a las ciudades unidas entre sí por un lazo histórico, racial, religioso y, a veces, sencillamente geográfico. La religión, que por su naturaleza y por los dioses que ella reconocía, revestía un carácter internacional, desempeñaba un papel especialmente importante en aquellas ligas. Augusto reorganizó la Anfictionía Délfica, haciendo entrar en ella, ampliamente, a los representantes de su ciudad personal, Nicópolis (la «Ciudad de la Victoria»), que él había fundado después de Accio, enlazando con la gran tradición de los Diádocos. En las asambleas de aquellas ligas —especialmente, en las de la Anfictionía—, se formaban los movimientos de opinión, y era importante que el príncipe tuviese en ellas sus agentes.

Las provincias occidentales

Occidente había permanecido, relativamente, al margen de las convulsiones de la guerra civil. En general, las comunidades indígenas no habían tenido que elegir entre los dos partidos, y la resistencia de los generales pompeyanos y republicanos había sido rápidamente aniquilada —con la excepción, tal vez, de África—. Las guerras que fue necesario mantener en España (y que no terminaron hasta el 19) no fueron más que sublevaciones de indígenas insuficientemente sometidos. En la Galia, la gran revuelta del 52, dirigida, en algún momento, por Vercingétorix, no había tenido continuidad; hubo rebeliones locales, pero el tiempo de la lucha colectiva contra Roma había pasado. La tarea de Augusto en la Galia era, sobre todo, la de organizar la conquista, bajo la protección del ejército del Rhin, que defendía la provincia contra las incursiones de los germanos.

En África —la tercera de las grandes provincias occidentales—, los problemas eran distintos, más semejantes a los que se planteaban en Oriente. César, tras su victoria sobre los restos del ejército pompeyano y sobre el rey Juba I, aliado de los «republicanos», había formado, al lado del África Vetas, la provincia creada tras la destrucción de Cartago, una África Nova, a costa de la Numidia, una ancha banda que cubría el actual este argelino hasta Bona (Hippo Regias); además, había confiado a P. Sitoti, uno de sus más leales partidarios, un verdadero Reino que comprendía cuatro ciudades, la principal de las cuales era Cirta (Constantina). Más al Oeste, las regiones ocupadas por tribus nómadas, en otro tiempo sometidas a Juba I, eran cedidas a Boco, rey de Mauritania.

 

 

Augusto conservó aquella organización. Dio la Mauritania a un joven príncipe romanizado, hijo del rey pompeyano Juba I, el vencido de Tapso. Este joven príncipe había permanecido como rehén en Roma desde su infancia y había sido casado por Augusto con Cleopatra Selene, hija de Antonio y Cleopatra. Establecido, al principio, en la parte de Numidia que había quedado independiente, Juba II recibió después el Reino de Mauritania, cuando Augusto decidió (en el 25 a.C.) incluir toda la Numidia en la provincia de África. Poco a poco, gracias a aquel rey ilustrado, se civilizaron los inmensos territorios del Oeste africano; se construyeron ciudades (especialmente, sin duda, Volubilis), comenzó a hacerse notar la influencia helénica y, en fin, reinó la paz entre las tribus.

 

 

A diferencia de África, la Galia y España fueron totalmente incluidas en provincias sin recurrir a la instalación de reyes indígenas. La razón de esta diferencia es, desde luego, geográfica: la península ibérica y la Galia forman entidades bien definidas, que se prestaban a adoptar los marcos provinciales. Pero Augusto no dejó por ello de tener en cuenta las distinciones impuestas por la historia de cada región. Así, en España, el valle del Guadalquivir fue separado de la costa lusitana, y en la antigua España Ulterior se formaron las provincias de la BéTica y de la Lusitania. La antigua España Citerior se convirtió en la Tarraconense, por el nombre de su capital, Tarraco (Tarragona). En la Galia se mantuvieron las divisiones establecidas por César: una provincia de Aquitania, una provincia Céltica (llamada Lugdunensis), una provincia de Bélgica, al lado de la Narbonense, pero sus límites no coincidieron con los territorios de estos nombres dados por César. Aquitania se amplió con una parte de la Galia Céltica, entre el Gironda y el Loira; la Lugdunensis formó una larga faja entre el Loira y el norte del Sena; la Bélgica, disminuida en una parte de sus ciudades tradicionales, alcanzó la línea del Rhin.

 

 

En el 39 a.C., Octavio había dado a Agripa el encargo de hacer el inventario geográfico de la Galia y de preparar el trazado de la red de comunicaciones que debía realizar su unidad. La ciudad de Lyon, proyectada por César, fundada por Munacio Planco en el 43 (probablemente, el 11 de octubre) era el centro del sistema. El eje de la Galia romana estaba constituido en realidad por el valle del Ródano, el del Saona y, más allá, las vías que permiten alcanzar, o bien el valle del Rhin, o bien la lejana Bretaña. Aquella primacía de Lyon quedó consagrada por la edificación de un altar dedicado al culto de Roma y de Augusto. A partir del año 12 (o del 10 a.C., no lo sabemos exactamente), el 1 de agosto de cada año, delegados de todas las ciudades galas de las tres provincias acudían a ofrecer un sacrificio solemne y a celebrar allí una asamblea. Esta institución, que contribuyó en gran medida a consolidar la unidad gala, tan frágil antes de la conquista, estuvo inspirada, probablemente, por los cultos que desde hacía ya mucho tiempo rendían a Roma y a Augusto las ciudades y los koina de Pérgamo, de Nicomedia, de Éfeso y de Nicea. Como el koinón de los helenos en Asia, las ciudades de las Galias tienen un consejo, en Lyon, presidido por un sacerdote federal elegido y asistido por tres magistrados, un inquisitor Galliarum, que parece haber sido experto financiero, un iudex arcae Galliarum, encargado, sin duda, del tesoro federal, y que tenía a su lado a un allectus (adjunto). Estos magistrados —puesto que eran elegidos— al principio eran simples administradores, pero muy pronto desempeñaron el papel de representantes de las Galias en su conjunto; a ellos correspondía, por ejemplo, la misión de transmitir al príncipe los deseos de las ciudades.

España conoció una institución análoga. Fue en Tarraco donde se elevó, sin duda tras las primeras victorias contra los cántabros, un altar a Augusto, anterior, por consiguiente, al de la confluencia (del Saona y del Ródano) en Lyon, pero sin revestir, al menos inicialmente, un carácter federal.

El culto de Augusto

Los historiadores modernos se han preguntado frecuentemente acerca de la naturaleza, la significación y los orígenes del culto dedicado a Augusto, a la vez, por los romanos de la Urbs y por los provinciales. Es un fenómeno general, mucho menos sorprendente, si se tiene en cuenta la mentalidad antigua, de lo que a primera vista puede parecer, y cuyas causas particulares son siempre diferentes, según los países. Fenómeno esencialmente popular al principio, pues se observa, por ejemplo en Narbona, que el aniversario del nacimiento del príncipe era celebrado piadosamente por gentes de la plebe y, lo que es más importante aún, en la organización que el príncipe acabará imponiendo pata uniformar las manifestaciones espontáneas y anárquicas confiará el cuidado de celebrar el culto de su Genius a libertos y gentes humildes. Es la muchedumbre la que diviniza por un movimiento espontáneo de agradecimiento, de entusiasmo, como los soldados «hacen», en el campo de batalla, los imperatores. Es la muchedumbre la que cree en las leyendas hábilmente difundidas, como la que hacía de Augusto el hijo de Apolo. Es la imaginación popular la primera en descubrir los milagros y las coincidencias. Es la piedad cotidiana la que une el Genius Angusti, dios «omnipresente», a las humildes divinidades protectoras del hogar.

El culto de Augusto había comenzado antes de Accio. Tras la victoria, se extendió. Un senatus-consultum invita a los particulares a ofrecer, en cada comida, una libación a su Genius. Poco a poco, la idea se abre camino; en Oriente, adopta las formas tradicionales de la monarquía, pero Augusto tiene buen cuidado de que los altares y los templos erigidos en su honor asocien su propia persona y la divinidad de Roma, para alejar la sospecha de realeza; en Roma, el nombre de Octavio (en el 29) es introducido en el canto de los salios y, dos años después, el epíteto de Augusto, según hemos dicho, le consagra como verdadero «héroe». Más que un dios, Augusto es entonces, para los romanos de la Urbs, un personaje rodeado de potencias benéficas, a las que se honra, analizándolas, a la manera de la divinidad de los soberanos iranios. Así, habrá un altar a la Victoria de César, otro a la Fortuna que le devuelve sano y salvo a Roma, y, sobre todo, el altar de la Pax Augusta, levantado en el Campo de Marte, en el año 13. Pero esta «Paz Augusta» no debe hacernos olvidar las innumerables consagraciones privadas ofrecidas a otros aspectos de la divinidad del príncipe, la Concordia Augusta, la Securitas, la Justicia, etc., en todas las provincias del Imperio. Fue en el momento en que se le dedicaba el altar de la Paz, cuando se organizó oficialmente el culto del Genius Augusti. Quizás entonces, o quizá no antes de año 7 a.C., cuando la ciudad se dividió en regiones y en «barrios» (vici), se crearon colegios de seis miembros (seviri augustales), libertos en la mayoría de los casos, para celebrar, tal vez cada mes, y, sin duda, en la fiesta anual de los Compitalia (a comienzos de enero), el culto del Genius asociado a los Lares, protectores por excelencia de la casa y de la ciudad, dispensadores, como el príncipe, de fecundidad y de felicidad.

La cuestión de saber si Augusto fue considerado en vida como un dios no tiene sentido. Era el mediador de lo divino, destinado, en su persona misma, a la total divinización, una vez desvanecida su apariencia mortal. La noción de divinidad no es sencilla ni clara; es inútil buscar una respuesta sencilla a un problema que no la tiene.

Los problemas de política exterior

Augusto, con la ayuda de Agripa, se esforzó por precisar la forma y los límites del mundo y, desde luego, por hacer su mapa. ¿Era posible extender el Imperio hasta las fronteras de los países habitados? ¿O se encontrarían siempre nuevas tierras? Al Norte, estaban los hielos; al Sur, el calor intolerable del Sahara; hacia el Oeste, el Océano; el verdadero problema estaba planteado por el Oriente. Por ello, Augusto organizó varias expediciones de reconocimiento en esa dirección. Es probable que estas expediciones, realizadas con economía de medios, no tuviesen sólo por finalidad la exploración geográfica desinteresada; cabe pensar que Augusto se preocupaba de las rutas hacia la India (bordeando el Imperio parto) y también quería reunir datos susceptibles de esclarecer su política exterior.

Restablecida la paz en el Imperio, era posible ya preocuparse de lo que le rodeaba. El mundo bárbaro había sido, según los puntos, entrevisto más o menos distintamente. Hoy podemos formarnos una idea tal vez más exacta de aquel mundo en movimiento que iba a desempeñar, en la historia de Roma y en la de Occidente, un papel cada vez más importante. Cuatro grandes «sectores» lo componen, desde el punto de vista de Roma: la Germania, que representa el peligro más inmediato; los países ocupados por los dacios, de los que César había pensado, quizá por un momento, que serían el objetivo de su conquista, y que prolongaban, a lo largo del Danubio, hasta el mar Negro, los países germanos; después, los países de los escitas, entre los confines danubianos y el Cáucaso, prolongado indefinidamente, hacia el Norte, por las grandes llanuras de Rusia; y, por último, el Imperio parto, desde las montañas de Armenia hasta el golfo Pérsico. Cada uno de estos sectores, caracterizado por una civilización original, merece, sucesivamente, nuestra atención.

Los germanos

 

1. Introducción.  Los bastarnos y los esquiros, que se presentaron hacia el año 200 a.C. ante Olbia, y los cimbrios y teutones, que en los años 113 y 105 trataron de penetrar en la Alta Italia por ambos extremos de los Alpes, fueron, de todos los pueblos germanos, los primeros en hacer su aparición en la historia. Como ellos mismos no se llamaban germanos, no es de extrañar que, con el grado de los conocimientos etnográficos de entonces, los historiadores antiguos sólo muy tarde pudieran incluirlos como germanos en el mundo de los pueblos conocido entonces. La investigación actual ha seguido aferrada a esta clasificación a pesar de algunas dudas fundadas, y ve en las migraciones de los grupos de bastarnos y cimbrios el comienzo de aquellos movimientos que hallaron uno de sus puntos culminantes cuando Ariovisto irrumpió, con un ejército formado por las más diversas tribus, en la región de los secuanos, en Alsacia, encontrándose con la enérgica resistencia de César (58 a.C.). La expansión quedó interrumpida de momento con la conquista romana de la Galia y la ocupación de la línea del Rhin, así como de algunas partes de las estribaciones de los Alpes (15 a.C.). Aunque no existen aún ideas concretas sobre la clase, la envergadura, los motivos y el transcurso de esta primera etapa de movimientos germanos de expansión, no hay dudas acerca de su importancia: entre el Vístula y el Rhin y desde la cordillera central hasta la Escandinavia meridional, se formaron entonces las bases sobre las que estaba constituida, política, idiomáticamente y en sus aspectos generales de cultura, la Germania conocida históricamente durante los dos primeros siglos d.C.

No se da, sin embargo, unidad de criterio entre las ciencias que participan en la investigación sobre los germanos, principalmente la investigación del lenguaje, la historia antigua y la prehistoria (arqueología), en torno al proceso de formación de lo germánico, tomando lo «germánico» como expresión de determinados fenómenos lingüísticos, de condiciones étnicas específicas y de formas culturales características. O estas ciencias han llegado en el curso de sus investigaciones a resultados diferentes, o han guardado tantas consideraciones las unas con las otras que, bajo una concordancia aparente, pueden encontrase en cada uno de sus resultados las premisas y los errores de las otras disciplinas.

2. Fundamentos filológicos y noticias etnográficas de la Antigüedad. Para el germanista, cuyos conocimientos filológicos sobre épocas sin tradición propia se basan —aparte del cotejo idiomático realizado a posteriori— casi por completo en material nominal, empiezan a existir las lenguas germanas desde el momento en que los cambios fonéticos que las separan del indogermánico están acabados o, al menos, tan evolucionados que las particularidades del nuevo idioma distinguen del resto a un grupo más grande de germano-parlantes. Los monumentos lingüísticos que marcan históricamente este proceso son, sin embargo, tan escasos que el período que tendría que ser analizado con más detenimiento sólo parece identificable de manera muy general y, por cierto, valiéndonos únicamente del término arqueológico de «Edad del Hierro prerromana». Se significan con esa expresión los últimos 500 a.C., basándonos principalmente en la inscripción de un casco que, junto con otros muchos, quedó enterrado por cualquier razón cerca de Negau, en la Estiria meridional, en el siglo V o VI a.C. El alfabeto en que está grabada en el metal parece ser etrusco del Norte, y la disposición fonética nos demuestra que el idioma germánico se encontraba en plena formación. Con los medios de que disponemos en la actualidad no podemos saber si el dueño portador del casco, cuya forma es etrusca y su origen sudalpino, fue un guerrero que como desertor procedía del Norte. Sin embargo, muestra que aquel proceso lingüístico tan importante se había iniciado al principio de la segunda mitad del último milenio a.C. Su límite histórico inferior parece encontrarse en los monumentos lingüísticos de la época de Augusto, en los que el germánico suele estar completamente desarrollado. En todo caso podemos contar, para este período y de acuerdo con las fuentes históricas, con germanos que ya habían superado las decisivas mutaciones fonéticas y acentuales.

Más difícil es la delimitación del cambio lingüístico en el espacio. Como los textos de aquella época sólo han llegado hasta nosotros aislados y en circunstancias especiales —la propia tradición en escritura rúnica no empezó hasta finales del siglo II d.C.— no disponemos más que de nombres de ríos y de ciudades, así como de algunos nombres de personas y pueblos transmitidos en la Antigüedad. Tales nombres han sufrido cambios mayores o menores a su paso por el filtro de las fuentes antiguas o por la fuerza de su mismo proceso evolutivo, de tal manera que su forma original habrá de set descubierta por la filología. Tienen una especial importancia aquellos nombres fijos que conservaran su carácter fonético incluso cuando ya hacía tiempo que se hablaba germánico, es decir, que incluso durante el período de formación del germánico habían permanecido fuera de su área de aplicación. De esta manera se ha podido aislar toda una serie de territorios germánicos que no eran germánicos en su origen: Pomerania Ulterior y Prusia occidental, Polonia y Silesia, el valle bohemio y todo el altiplano de Alemania del Sur, además de Wetterau, el valle de Turingia y el Bajo Hesse, la zona montañosa del lado derecho del Rhin y grandes partes de la llanura de Westfalia y de la Baja Sajonia, hasta la línea Weser-Aller. Por el contrario, la zona costera hasta el Bajo Rhin y la desembocadura del Schelde presentan muy antiguos testimonios de nombres con desviaciones fonéticas válidos también en la Suecia central y meridional, donde no obstante hay que contar además, igual que en Noruega, con residuos de nombres no modificados de un estrato lingüístico pregermánico. En estos territorios periféricos surgen, por ello, constantes dudas sobre cuál sea la zona de su pertenencia, cuyos habitantes se reagruparon lingüísticamente con innovaciones comunes, distanciándose a la vez de sus vecinos, en lo que se pretende ver la formación del idioma germánico por separación de los más. antiguos dialectos centroeuropeos. De esta delimitación, que continuará siendo discutible en algunos aspectos, se ha sacado la conclusión de que el cambio idiomático en los citados territorios periféricos ha de explicarse por una germanización a través de colonización, conquista, superposición o simple adopción de idioma. Naturalmente, esta conclusión es sólo una posibilidad, pues no se puede probar con los hallazgos filológicos. Por esta razón, la investigación ha tratado de combinar las fuentes filológicas y las histérico-etnográficas, ya en una época en que aún no se habían estudiado metódicamente ni la solidez de las conclusiones filológicas ni la autenticidad de los relatos antiguos como para haber podido obtener de ellos un material histórico solvente.

Las teorías que se establecieron entonces pesan, aún hoy, sobre cualquier nuevo planteamiento de la Investigación. Sobre todo, no constituía aún problema el carácter de las fuentes antiguas debidas exclusivamente a etnógrafos e historiadores griegos y romanos. Sólo con el tiempo se supo que sus testimonios son de muy diverso valor para la reconstrucción de la historia germánica. Efectivamente, parece que con harta frecuencia un pensamiento etnográfico vinculado a la tradición y el cálculo político sofocaron el puro estudio, y todavía siguen numerosos investigadores estudiando antiguos textos con una crítica de fuentes puramente filológica e histórica para obtener datos precisos. Naturalmente cabe preguntarse hasta qué punto es esto posible en una materia que en la Antigüedad no se pretendía estudiar seguramente con los mismos fines que hoy, que sólo se conocía de oídas y que, en caso de análisis, sólo se podía conocer en algunos detalles o en sus rasgos generales. Además, las condiciones étnicas se hallaban en constante cambio, como quedará demostrado a continuación.

Pero ya una ojeada a la literatura antigua, por ejemplo, Marius, de Plutarco, sobre los cimbrios y teutones, los Comentarios sobre la Guerra de las Galias, de César, sobre Ariovisto, así como la descripción etnográfica de los países al este del Rhin de Posidonio y Estrabón, muestra bien claro que los pueblos germánicos habían entrado desde el siglo II a.C. en movimiento y empezaban a ocupar un espacio que primitivamente —en lo que se refiere a Alemania del Sur— estaba poblado por grupos no germánicos, principalmente diversas unidades celtas: boyos, en el valle del Moldau; volcas, en la zona de la cordillera Central; vindelicos, en las estribaciones de los Alpes; helvecios, en el territorio del Neckar. Mas, cuando se busca en las fuentes la pertenencia étnica de los vecinos occidentales y orientales, se choca con problemas de tradición resultantes de una unión tan estrecha entre conceptos geográficos y étnicos que hacen en muchos casos imposible su separación. Igual que los antiguos —por ejemplo, en la llanura de Europa Oriental— consideraban escita y posteriormente sarmático a todo lo que había en Escitia o Sarmacia, lo mismo hicieron con el territorio celta: aún Posidonio parece que incluía en el círculo de los celtas a los grupos de nombre germánica que habitaban en el bajo curso del Rhin, y sólo cuando César, que halló en Ariovisto al primer enemigo peligroso de origen germánico, dio el nombre de germanos a todos los grupos de pueblos que vivían en el lado derecho del Rhin, fue diferenciándose de lo céltico, como nuevo término geográfico, el de «Germania», al que correspondió también un contenido etnográfico y político. En un proceso así no se puede determinar ya con seguridad si, y en qué medida, el cambio que sufrió el antiguo concepto de germano, desde su primera utilización por Posidonio, se basa de verdad en una mejor observación de las auténticas relaciones entre los diversos grupos de población a ambos lados del Rhin. En lugar de hechos basados en fuentes auténticas, aparece con facilidad la «construcción» erudita. Esto sucede sobre todo con las complicadas relaciones entre el Bajo Rhin, Maas y Schelde.

Allí habitaban varios pueblos unidos entre sí por el pago de tributos, es decir, pueblos de una cierta dependencia, que por un lado pertenecían a los belgas, cuyo centro político estaba situado en el Sena y el Somme, mientras por otro se remitían a su origen germánico, y de hecho debían proceder del territorio del lado derecho del Rhin, teniendo incluso, en el caso de los eburones, el nombre de germanos como término genérico. Por ello ocuparon en Galia una posición destacada, cuyas consecuencias y causas reales no pueden juzgarse apenas con las fuentes antiguas. Tampoco puede determinarse hasta dónde se extendieron por el lado derecho del Rhin, por cuyos dominios cabe señalar cunas, nombres y grupos considerados como germanos igual que los eburones; así junto a los ubios y sigambrios, los usipetes y los tencteros, cuyos intentos de cruzar el río e invadir la tierra de los eburones ante la presión de los suevos, procedentes del Este, aparecen justo en los días de César. Otra cuestión es, sin duda, si todos éstos fueron germanos en el sentido en que los definiría el filólogo de nuestros días. No parece alentar esta argumentación el material de la época romana referente a tales grupos del Rhin, si además se piensa que la población tuvo que sufrir allí profundos cambios en su composición tras la expedición de castigo de César contra los eburones (53 a.C.) y con el establecimiento de varios grupos del lado derecho del Rhin en la época de Augusto. Pero con razón se indica que tanto los eburones como los tencteros y ubios habitaban una región en la que la mayoría de los nombres fijos —y por ello capaces de transmitirse—, así como los nombres de tribus y de personas de la época primitiva, parecen haber conservado su carácter pregermano, es decir, que por su origen no eran «germanos». Esto mismo vale entonces también para la lengua que hablaron: eran con toda probabilidad dialectos antiguos europeos que, salvo algunas excepciones —sobre todo en la región del Schelde—, no sufrieron cambios fonéticos germánicos. Como esas tribus renanas tenían la característica de llevar el nombre genérico de germanos, que con seguridad no es germano lingüísticamente, aunque más tarde fue empleado para todo el espacio de grupos étnicos de habla germana, debió en algún momento ser transferido por estos grupos belgas y del Bajo Rhin a los habitantes de habla germánica al este del Rhin.

Menos complicadas parecen las cosas en la región limítrofe oriental, en la tierra del Vístula, pero quizá se deba a la escasez de material lingüístico e histórico. Al este del Oder hasta el Vístula se extendían en la antigüedad vénetos y lugios. Tales son, en todo caso, los nombres de los pueblos más antiguos que conocemos allí y que poco a poco fueron sustituidos desde el principio de nuestra era por nombres de origen germano seguro. Vénetos y lugios comprenden seguramente pueblos (omanos, dunos, buros = omanoi, dunoi, hurí) sobre cuya lengua no sabemos nada con certeza; lo que ha llegado hasta nosotros de nombres de ríos tiene carácter véneto-ilírico y también báltico. Contra estos vecinos, como se ha indicado recientemente, se hizo sentir muy pronto el sentido de distancia étnico en el ámbito germánico, igual que en el Sur contra los volcas, extendiéndose el nombre de vénetos a múltiples pue­blos extranjeros orientales, como parece haber sido el caso aún en tiempos posteriores (Wenden). Sin duda, también en este caso, sigue sin estar clara la relación cronológica con el germánico. Sobre todo, no se sabe desde cuándo existen, en el sentido filológico, germanos, en la región del Vístula, cuándo, por ejemplo, se integraron los buros, que en Ptolomeo cuentan aún entre los lugios, y pasaron a formar parte de los suevos, según se puede leer en Tácito. Como suele suceder siempre en tiempos de escasa tradición escrita, también en esta materia nuestra se ven pronto frustradas las aspiraciones al tratar de conocer detalles y de obtener una idea generalizada por el método inductivo. Tal vez sea más conveniente esbozar los contornos de los acontecimientos desde una distancia más lejana.

3. Fuentes arqueológicas. Lo mismo puede decirse de las fuentes arqueológicas que, aun siendo muy numerosas, sólo nos informan parcialmente sobre la vida de entonces. Además, el nivel de investigación es muy desigual en los diversos países, ya que los objetivos y métodos empicados han estado sometidos durante mucho tiempo y con harta frecuencia al pensar histórico del siglo XIX, y siguen estándolo aún hoy. De este modo es extremadamente incompleta la imagen que se puede obtener a través de la difusión de plasmaciones culturales características y de material de colonización histórica, si no se opta por trazar desde una mayor distancia sus rasgos fundamentales y combinarlos con los datos que ofrecen las fuentes filológicas e histórico-etnográficas.

Lo que en los siglos anteriores a Jesucristo (período de La Tène) es atribuible a los germanos en manifestaciones arqueológicas, lo mismo en su contenido que regionalmente, se puede aislar describiendo la cultura de sus vecinos mejor conocidos históricamente, sobre todo de los celtas, a los que, según las fuentes antiguas y los testimonios filológicos, se les encuentra hacia el Norte, desde el Marne, pasando por el Mosela, hasta el Meno y el Alto Elba y Oder. En toda esta región se pueden comprobar desde el siglo III a.C. los rasgos culturales característicos dé todos los celtas continentales. Llegan ademar a regiones para las que ya no existe la tradición escrita y que tienen que denominarse por eso también celtas: partes de Turingia, la Alta y la Media Silesia y la región de Vístula. La zona limítrofe, constituida geográficamente por ¡la cordillera Central, no fue siempre celta, pero supo integrarse al círculo de los celtas a través de las migraciones de pueblos dominantes y por uniones de otro tipo. Esa unión no duró en todas partes hasta el mismo momento. Silesia Media y Turingia ya no forman parte de ella en el último siglo, y en el Wetterau surgieron al mismo tiempo grupos de población que, procedentes de otras partes de la Barbarie, o sea, de la región del Vístula, habían llegado allí pasando por Alemania central. Pero la Alta Silesia como Bohemia, la Selva de Turingia con Arnstadt en el Norte y las Gleichberge de Rómhild en el Sur, el Rhon, el codo del Lahn en Giessen y el Taunus continuaron vinculados a la cultura celta aún en una época en que importantes partes de su territorio, como Galia y parte de Suiza, habían perdido su independencia política tras ser incorporadas al Imperio romano. Los impulsos que, procedentes de los Alpes del Norte y de la Alta Italia así como de la Galia ocupada, pudieron influir en gran medida sobre los aún libres celtas entre el Danubio y el Meno, lograron, aún en el último siglo antes de Jesucristo, un apogeo cultural que llegó a fecundar incluso las zonas periféricas. Se trata de la llamada «cultura de oppida», que nos describe César en sus Comentarios sobre la Guerra de las Galias y que la arqueología está en trance de descubrirnos de manera más completa. Los oppida eran construcciones amplias y fortificadas, dispuestas para la estancia permanente del pueblo y también para residencia pasajera de la nobleza campesina, al mismo tiempo destinadas a la artesanía especializada, mercado central y centro del culto. Los testimonios de su vida económica acercan esta forma de colonias a las comunidades o municipios de carácter ciudadano mediterráneos: por ejemplo, el dinero en monedas, del que algunas clases parecen haber tenido curso preferentemente dentro de los límites tribales; en el aspecto técnico, la industria del hierro y la elaboración del cristal, dos industrias que alcanzarían un alto nivel; en la cerámica predominaba la fabricación mecánica, y la distribución no se reducía únicamente a la localidad productora misma, sino que estaba calculada para grandes distancias. Un papel importante desempeñaba, finalmente, la obtención de la sal con técnicas muy desarrolladas y organizada en explotaciones a gran escala (Schwabisch Hall, Bad Nauheim, etc.), y que, al parecer, vendían muy lejos.

Parecidos rasgos se observan al norte del Lahn hasta el borde de las montañas del Schiefer (Schiefergebirge) y al oeste del Rhin entre los tréveros de la región del Hunsrück-Eifel; igualmente, en las tribus belgas hasta el Hennegau, donde se habían extendido los nervos, y hasta el Maas Medio, cerca de Namur, donde vivían los atuatucos que César cuenta entre los germanos del lado izquierdo del Rhin porque se afirmaba que provenían de los cimbrios y teutones. Desde el punto de vista cultural, todo este territorio era desde el siglo V a. C. una provincia limítrofe de los celtas, con iguales o parecidas formas de vida.

Ofrece un carácter completamente diferente la región eburónica que sigue hacia el Norte desde la ensenada de Colonia, a través de Brabante, hasta el Schelde. Aunque es cierto que algunos aspectos de la cultura de la región del Marne, uno de los centros celtas de la época temprana, seguían ejerciendo su influencia, lo que suele aparecer en los hallazgos arqueológicos tiene en el propio país una tradición de muchos siglos. Las escasas muestras materiales, como la cerámica, sobre todo en el culto a los muertos: la construcción de tumbas y las costumbres de depositar objetos en ellas, que deben considerarse especialmente aquí como testimonios de la vida pasada, dejan entrever una capacidad de persistencia en los propios hábitos mucho más potente que el impulso debido a influencias externas. Es importante destacar que esto puede aplicarse a la llanura de ambos lados del Bajo Rhin alemán, donde surgieron de la misma base cultural utensilios domésticos y costumbres fúnebres parecidas. Al parecer, se trata arqueológicamente de la región poblada por los grupos germanos del lado izquierdo del Rhin con los que tuvo que entenderse César y de los que ya se habló antes.

Muestras parecidas, aunque distintas en algunos detalles, ofrece el territorio que continúa al Este y Norte, es decir, las provincias orientales de los Países Bajos al norte del Rhin, el Emsland, Oldenburg, Westfalia y la Baja Sajonia occidental. Entramos aquí en un dominio sobre el que los antiguos autores empiezan a informar, en cierta medida con abundancia, después de las guerras de los romanos, cuando ya aparecen por todas partes pueblos que, como los frisios, ampsivarios, tubantos y los bructerios, se dan a conocer culturalmente más o menos como germanos. Por eso es más de lamentar no saber casi nada sobre su pasado prerromano. Aún faltan todos los eslabones entre las formas romanas y las fuentes de época anterior. Tampoco en el aspecto de la colonización se puede tender un puente, excepto en el caso de la zona de marismas en la franja costera, sobre la que aún tenemos que hablar. De hecho, todavía no se ha podido aislar material concreto y suficiente de la cultura que ha llegado hasta nosotros de los dos o tres últimos siglos a.C., es decir, precisamente de aquel período de la Edad del Hierro prerromana en la que surgió el germánico como fenómeno lingüístico. Las épocas anteriores al último milenio están arqueológicamente mejor documentadas que las que precedieron inmediatamente a la época romana. Por esta razón ja investigación tendió a situar el proceso de germanización de estas regiones en tiempos muy antiguos. La mayoría de las veces vuelven a ser fuente de nuestros .conocimientos las necrópolis, cuyas formas de tumbas, costumbres funerarias y contenido material parecen bastar para delimitar, dentro de su heterogeneidad en el espacio y en el tiempo, un ámbito cultural entre el Mar de Ijssel y el Weser.

Las diferentes fases que atravesó, y de cuyo estudio se ocupa ahora la arqueología, estaban marcadas por el estilo de la época y la influencia de los vecinos, desempeñando sin duda un papel importante la Renania y el ámbito cultural al norte del Elba. Pero lo mismo que en Bélgica, también aquí una sorprendente fuerza de inercia dio lugar a un material monótono y pobre. Existen necrópolis que parecen inspirarse, de una u otra forma, en importantes monumentos fúnebres del alto segundo milenio y que han sido trasplantados a la mitad del primero. Este proceso tuvo lugar en Drenthe igual que en Westfalia y en la Baja Sajonia interior al oeste del Weser. Siempre el ritual fúnebre, cuya riqueza contrastaba con la pobreza de medios, siguió los modelos tradicionales, aunque nuevas formas fuesen ganando cada vez más importancia.

Este sector siguió siendo conservador incluso a finales del siglo VI, al principio de la Edad de Hierro prerromana, cuando nuevos principios formales en las costumbres funerarias y en el aspecto material (tipo Dotlingen, Zeijen y Nienburg) se acercaron al proceso cultural centroeuropeo (transición Hallstatt/La Tène) y, por tanto, a las nuevas culturas que se extendían entre el Weser y el Vístula. Pero mientras que, como veremos aún más adelante, en el Elba y el Vístula se realizaron, en un proceso expansivo, uniones con otros grupos autóctonos, desapareciendo límites tradicionales de muchos siglos y produciéndose una nueva división de las provincias culturales, Alemania del Noroeste quedó sumida por mucho tiempo en un estado cuya falta de fuentes llega a ocultar completamente incluso acontecimientos importantes. Hasta cierto punto puede ello estar relacionado con procesos de colonización y económico-históricos del estilo de los que empiezan a perfilarse en algunas zonas bien estudiadas, como la de Drenthe: el aumento de la población por excedente de nacimientos o inmigración condujo, en una forma de vida sedentaria y basada en el arado, a una ampliación de los campos de cultivo permanentes por la roturación de los bosques, lo que a su vez produjo, a causa de la escasa defensa frente al viento, que las arenas fuesen cubriendo las áreas de cultivo y, finalmente, el abandono forzoso de la propia colonia. Aunque el lugar no fuera abandonado del todo, la población se retiró en gran parte a la zona de marismas de la costa, hasta entonces poco o nada poblada. Allí permaneció incluso cuando el avance del mar obligó a una forma completamente nueva de construcción y de cultivo: la construcción de Wurten (Terpen). Cuando esta población entró en la historia lo hizo con el nombre de frisios, cuyos comienzos, su tiempo histórico colonizador, pueden seguirse hasta alrededor del 500. Las funciones de tipo social y económico que se ocultan detrás de este proceso y el papel que desempeñó éste en la formación de la tribu frisia se deben ver en otro contexto. En todo caso, se puede contar en este período con migraciones interiores que tuvieron que trastornar sensiblemente la estructura cultural; naturalmente hay que preguntarse hasta qué punto se puede encontrar esta «colonización interior» en los grupos vecinos y también al este del Weser, o si allí se lograron superar de otro modo las dificultades que iban surgiendo, tal vez emigrando lejos grandes partes de la población, con lo que se podría explicar la fuerza expansiva de que hablamos.

Una situación distinta de estas circunstancias continentales de la ecumene ofrece el material arqueológico de la periferia septentrional, en Noruega y en Suecia central. Las dificultades que se oponen a un enjuiciamiento equilibrado no consisten, como en Alemania nordoccidental, en que estos ámbitos culturales siguiesen fundamentalmente otros caminos que las partes más meridionales de Escandinavia situadas geográficamente más cerca del continente. Se basan, más bien, en una falta notoria de series continuadas de hallazgos que constituyan la base de los estudios histórico-colonizadores. Mientras que Noruega del Sur, con partes de Bohuslán, tiene —para términos escandinavos— al principio de la Edad del Hierro prerromana abundante cantidad de hallazgos, en Suecia central (Ostergotland y Uppland) y Gotland son más escasos y faltan por completo en otros lugares del mismo período. Las fuentes están siempre divididas en grupos aislados cuyo contexto interno sólo se puede establecer con dificultad o no se puede en absoluto. Esto no depende de la naturaleza del país, sino también de su distancia del continente, que también influyó decisivamente en Escandinavia en la formación de tipos; pero, a medida que aumentaba la distancia en el espacio, solo podía verse esa influencia en la selección, y esto con un notable retraso. A partir del último siglo a.C. vuelve a producirse abundante material de fuentes y extenderse a zonas antes vacías, en algunos casos con continuidad en la colonización y en las formas hasta mucho después de la transición a la época imperial romana, sobre cuya importancia para la colonización continental del subcontinente sueco-noruego no podemos tratar aquí. La época auténtica de formación del germánico vuelve a estar en la oscuridad de épocas pobres en tradición, entre la más Alta y la más Baja Edad de Hierro prerromana. La cultura germánica no surgió hasta que este proceso, cuyos factores se nos ocultan, ya estaba terminado.

En la región del Vístula las fuentes permiten diferenciaciones cronológicas e histórico-culturales más exactas. El material es muy rico. Además de colonias hay muchas necrópolis extensas utilizadas durante largo tiempo, que muestran que, a finales del siglo VI, había comenzado una profunda transformación en la cultura, comparable a los cambios acaecidos en el lado oeste del Oder y también entre el Weser y el Rhin. Sin embargo, aquélla tenía otras causas en la Europa Central del Este y siguió otro curso. Su precursora era la cultura de Lausitz, de carácter oriental. Aunque en su espacio estaba dividida en diferentes grupos, sus colonias, su ritual fúnebre y su cultura —hasta donde puede captarse arqueológicamente— tienen un carácter tan unitario y una tradición tan fuerte que incluso zonas periféricas, hasta el Bug y hasta los grupos bálticos de Pomerania Ulterior, en la región de la desembocadura del Vístula y en Prusia oriental, habían sido influenciadas por ellas en mayor o menor grado. Durante los siglos VI y V, sin embargo, los pueblos nómadas orientales, que han pasado a la literatura antigua con el nombre genérico de escitas, no sólo asolaron los países de los Cárpatos, que ya desempeñaban un papel decisivo para la región del Vístula por sus envíos de cobre para armas, instrumentos y joyas, sino que además habían trastornado completamente el sistema de varios siglos de los grupos limítrofes del Norte con invasiones y guerras. Sobre este suelo surgió, con clara orientación hacia los países alpinos orientales y hacia Alemania del Sur, una nueva cultura con aproximadamente los mismos límites que el mundo de Lausitz precedente. Fue determinado su desarrollo, como siempre en estos casos, también por la situación de los grupos regionales, de tal manera que la transformación cultural no tuvo lugar en todos los sitios al mismo tiempo. Esta vez se adelantaron, al parecer, a todos los demás los grupos periféricos de la Pomerania Ulterior oriental y de la región de la desembocadura del Vístula; se les unió el país del Oder-Warthe, y siguieron, con el tiempo, Silesia, Polesia a orillas del Pripjat y Podolia occidental. Por esto, para la denominación de esta forma de cultura, caracterizada por un tipo de vaso muy frecuente, la urna con representaciones de rostros, se ha escogido la región de Pomerelia. Tal vez esta elección adolezca de cierta parcialidad, pues lo que mantuvo unidos a los diferentes grupos regionales en su extensa zona no fueron desde luego sólo y exclusivamente las singularidades de Pomerelia, sino también efectos tardíos del mundo de Lausitz junto con elementos tomados de fuera y tendencias estilísticas condicionadas por el tiempo. Por esta razón, al tratar de la difusión de la cultura de las urnas con rostros, no se podía hablar en todos los casos de migraciones de Prusia occidental, teniendo en cuenta además que su relación hacia los grupos más antiguos sólo ha sido comprobada —con los testimonios de las necrópolis— en casos aislados.

Lo mismo puede decirse del fin de la cultura de las urnas con rostros, cuyas formas tardías parecen perderse en el curso del antiguo período de La Tène, probablemente durante el siglo III. Sin embargo, las necrópolis siguieron siendo utilizadas hasta que, a principios del siglo I a.C., un pueblo aportó en su uso elementos nuevos, no en la forma de las tumbas, sino en las costumbres funerarias (ofrendas de armas, cinturones, etc...) y en la disposición de los más o menos abundantes objetos dejados al muerto. La ruptura con lo antiguo fue tan grande que el cambio de cultura no puede explicar solo estas transformaciones radicales si se tiene en cuenta que, entre la desaparición de las fuentes antiguas y la vuelta a empezar, existe un cierto lapso de tiempo que apenas puede ser documentado arqueológicamente. En este caso la investigación cuenta, sabe ciertamente de inmigraciones, pero sospecha, en la utilización posterior —a veces constatable— de las necrópolis más antiguas, una continuidad por parte de los indígenas. Investigaciones futuras tendrán que estudiar con más detenimiento esta posible convivencia de los colonos autóctonos y los inmigrados. Aparte del cambio formal en. la época de Augusto, que se manifiesta en las fuentes de casi todas las regiones entre el Vístula y el Elba, esta cultura se continúa sin interrupción en la época posterior a Jesucristo. Para este período disponemos de tantos relatos etnográficos (Estrabón, Plinio, Tácito, etc...) que podemos afirmar con seguridad su pertenencia a la cultura germánica incluso a partir de las fuentes antiguas. Nombran a los rugios y borgoñones, a los godos y vándalos y, como hay que localizarles precisamente en aquellas regiones en las que se extienden las innovaciones, en el Bajo Vístula, en Pomerania Ulterior, en Silesia y en la tierra del Warthe, a orillas del Vístula y el Natew, la investigación ha relacionado estas transformaciones con la inmigración de pueblos germánicos. El problema de su origen, que parecía resuelto con el descubrimiento de influencias escandinavas en el material hallado y su combinación con las circunstancias que se manifiestan a través de los nombres de las leyendas, ha sido postpuesto de momento en espera de un análisis de fuentes más intensivo. Llama la atención que fueran incluidos también en estas culturas «germánico orientales» territorios situados más al Oeste, territorios en los que no había existido una cultura de urnas con rostros, a ambos lados del Neisse de Lausitz y en la Baja Silesia, y sobre todo el cambio de las formas en necrópolis ocupadas de manera continuada. El elemento germánico oriental también aparece en Alemania central y a orillas del Meno y el Taunus. Tras esta expansión hasta tierras tan alejadas se encontraban grupos ágiles y más pequeños que se habían introducido primero como huéspedes para ascender después a las capas dirigentes, cosa que hicieron entonces probablemente todos los grupos aguerridos de germanos mientras lo permitían las circunstancias. Un ejemplo típico parece ser el ejército multiforme de Ariovisto, que se puso, según el modelo mediterráneo, como mercenario al servicio de los secuanos galos, agobiados por las guerras tribales, pero que, a gusto en sus bien cultivados campos, se apropió primero de un tercio de sus tierras, exigiendo después, al parecer, el segundo tercio.

Llama la atención que por otro lado «lo germánico oriental» no ocupase tampoco todo el espacio de la antigua cultura de las urnas con rostros, extendiéndose al Sudeste, hacia el Bug y el Dniéster, mucho más tarde. Había establecido aquí contactos con la llamada cultura Sarubinzy, que presentaba formas parecidas de tumbas pero diferentes costumbres funerarias (falta de armas en las tumbas) y distintas formas en su zona de expansión occidental en el Medio Bug y el Pripjat, no sin participación de la cultura de las urnas y de formas parecidas, y que había surgido en el mismo tiempo que «lo germánico oriental», pero que se encuentra, además, a orillas del Dniéper y el Desna, al parecer sin esta participación. El material de Sarubinzy llena al menos el período prerromano, pero aún no existe una conclusión segura con los siglos III y IV. Hasta este tiempo no disponemos de referencias útiles sobre sus aspectos étnicos, de manera que por el momento se desconoce el pueblo que estaba detrás de Sarubinzy. No hay duda de que hay que contarle entre los antecesores de los eslavos.

Parece acertado suponer que, en el paso del s. II al I a.C., grandes partes de la Europa Central del Este hasta el arco del Vístula habían hallado en «lo germánico» la expresión de su unidad, fomentada de forma distinta, al desaparecer la cultura de las urnas, por grupos aislados de origen germánico, reflejándose ahí el proceso de su germanización progresiva. En el mismo tiempo se estableció a orillas del Moldau y en Besarabia, en inmediaciones dacias, un grupo que, según los hallazgos arqueológicos, pudiera proceder de la región situada al oeste del Oder. Aunque nada obliga a relacionarle con los bastarnos, pues éstos llegaron mucho antes a esta zona, habrá que reflexionar sobre este grupo. No conocemos su composición, pero, según el significado de la palabra, habrá que contar con diferentes componentes. Los bastarnos dieron constantemente que hablar hasta bien empezada la época romana. Pero este indicio arqueológico dirige la mirada a las circunstancias de aquella región en la que hay que buscar uno de los focos del movimiento de aquel tiempo.

El espacio Elba-Oder junto con jutlandia es de hecho la única región en la que parecen poderse captar arqueológicamente, sin interrupción en las fuentes, las etapas del desarrollo de la cultura germánica; es el mismo espacio en el que la germanística ve producirse por primera vez las singularidades lingüísticas que separan a los germanos de los indoeuropeos. El material arqueológico es abundante y muy diverso: conocemos las viviendas, los tipos de poblado y el modo de vestirse, que puede tener un papel importante al delimitar las diferentes provincias culturales y la vida religiosa en cuanto se manifestaba en sacrificios y costumbres funerarias. Las agrupaciones territoriales, una vez constituidas, permanecen ya hasta la época imperial romana, de forma que es posible relacionar con ellos los nombres de las poblaciones: los caucos en el Weser hasta el Elba, los longobardos a ambos lados del Bajo Elba, los semnones en Bradenburgo y los hermunduros en la región del Medio Elba. A éstos se añaden los marcomanos en Bohemia del Norte y los queruscos entre el codo del Weser y el Aller. Nadie puede decir aún cuándo y bajo qué condiciones internas surgieron estas formaciones políticas en la forma que se, nos presentan en los autores antiguos, ni cómo se formaron los grupos mayores, difíciles de definir, de los que los más importantes fueron los suevos, que sembraron el miedo y el terror en el Rhin y el Danubio, como antes hicieran cimbrios y teutones.

Las premisas históricas de todas estas formaciones ya empiezan a vislumbrarse con bastante claridad en el material arqueológico. Su capa subyacente llega, también en este caso entre Weser y Oder, hasta el siglo II a C. Se puede dividir en varios grupos regionales que, junto a algunas afinidades —explicables por la vecindad y la general dependencia de los proveedores de sal y cobre—, pusieron de manifiesto su carácter propio en ciertas particularidades culturales: Escandinavia del Sur con Slesvig Holstein, Mecklenburgo occidental, los Stader Geest y la Lüneburger Heide (círculo nórdico); Mecklenburgo oriental, la Marca del Nordeste y parte de Pomerania Ulterior; región de la desembocadura del Oder con Brandenburgo del Este (Góritz); el Bradenburgo que se extiende hacia el Sur y Sajonia hasta el Mulde (Bidendorf); el Harz anterior hasta la desembocadura del Saale (cultura de las urnas en forma de casa); la región entre el Harz y la Selva de Turingia. Este sistema de cultura prehistórica, estable durante mucho tiempo, fue influenciado luego, después del siglo VI, por los cambios que trajo consigo la aparición del factor celta continental; más tarde fue poco a poco transformándose hasta desaparecer finalmente y verse sustituido por la cultura de Jastorf —llamada así por su lugar de hallazgo en Lüneburg—, que a su vez desembocó en la época romana sin rupturas notables. Ninguno de los grupos que participaron en este complicado proceso podrá ser calificado de germano por la construcción de sus casas, aunque en cada uno parece encontrarse un origen autóctono: la formación de la cultura de Jastorf no tiene lugar en todas partes al mismo tiempo, y su posterior desarrollo tampoco puede considerarse sincrónico. Su radio de influencia se fue ampliando, al parecer gradualmente: primero, hacia el Oder y el Rega; luego, más allá de los lagos de Mecklenburgo hasta Bradenburgo y las estribaciones de Harz, más tarde hasta el Mulde, el Elster y el Alto Elba y, sin duda al final, hasta el valle de Turingia. Se trata, con otras palabras, de la unión de grupos de población de diversa procedencia y con distinta historia, una unión que en la .época de Augusto iba a tener también su influencia en el aspecto político.

No es, pues, ninguna casualidad que estos pueblos germánicos del Elba terminasen bajo el mando de un hombre que, tras volver de Roma al principio de su carrera —como un condottiere—, recorrió los países hasta crear con los boyos, sobre la base de la tardía cultura celta de oppida, entre Beraun, Moldau y el Elba, un reino propio, después de que había inmigrado allí gran cantidad de población centroalemana. El marcomano Marbod, «hombre de noble origen, más bárbaro por su raza que por su inteligencia», como le describe Veleyo, fue sin duda el primero —y único por mucho tiempo— que supo romper los límites estrechos de su pueblo y cuya eficacia política, que por su radio de acción destaca frente a la limitación del dominio de Arminio, estaba destinada a una cierta duración. Su influencia sobre los grupos suevos fue tan grande que, después de la derrota de Varo (9 d.C.), se le entregó a él y no a Arminio la cabeza del general derrotado, un símbolo que, según la costumbre de la época, era capaz de incrementar no sólo la fama sino también el poder; el hecho de que a su vez enviase el trofeo al Emperador es indicio de su certero instinto político.

Desde el punto de vista arqueológico, una expansión como ésta por encima de las fronteras de la cultura de Jastorf se refleja en la diseminación de hallazgos del tipo de Jastorf por Bohemia del Norte y Sudoeste, así como hacia el Meno, durante el reinado de Augusto, probablemente por la época en que nace Jesucristo. Al mismo tiempo se extendió al oeste del Weser en la región de Lippe, luego en el Fulda y Eder, en el Alto Lahn y en Wetterau y, finalmente, en Starkenburgo y en el Palatinado. Que este material, en un principio con bastantes lagunas, no representa de ninguna manera a los primeros grupos germanos en este espacio, se desprende ya de la referencia que hace César de pueblos suevos que, ya en su tiempo, avanzaban hacia el Rhin, de manera que los habitantes de allí tuvieron que cruzar el río y huir hacia Galia y Bélgica. Pero fueron los primeros que al parecer habían fundado colonias permanentes en regiones que, hasta la terminación de las campañas romanas en el lado derecho del Rhin, fueron utilizadas como campos de operaciones de las legiones y en las que se habían construido campamentos e instalaciones militares de carácter duradero. Es poco probable que los germanos pudieran asentarse en estas rutas de paso durante el período de la ocupación. Por eso sólo podemos suponer colonias permanentes cuando hayan fracasado los intentos de conquista. Aunque las posibilidades de diferenciación cronológica del material hallado de tipo Jastorf al oeste del Weser son escasas, de momento se puede aceptar esta conclusión hasta que se disponga de mayores conocimientos a partir de fuentes más abundantes. Las campañas de los romanos entre el Meno y el Lippe afectaron a una población que no tenía nada que ver con lo germánico ni cultural ni lingüísticamente, como lo demuestran no sólo los hallazgos lingüísticos sino también los arqueológicos. De esto se puede deducir tal vez que los germanos no pudieron imponerse a la larga políticamente —y más tarde cultural y lingüísticamente— hasta que la población indígena estuvo debilitada o incluso exterminada por las campañas; y por otra parte, la derrota de Varo había fortalecido la fama de los germanos y les dio también la posibilidad de tomar el poder.

4. Cultura. Se discute hace tiempo cuáles fueron las fuerzas que se hallaban detrás de este acontecimiento, qué factores lo pusieron en marcha y cómo le dieron la dirección que tomó en el último siglo a.C. El resultado tiene verdaderamente envergadura histórica: un pueblo de bárbaros, al parecer en trance de formarse políticamente, se convirtió en un estado, que, en la Baja República, ya había abandonado las dimensiones de dominio regional y entrado en las circunstancias históricas universales. Al contrario que los celtas, que se habían acercado desde hacía tiempo a la civilización mediterránea, los germanos vivían entonces aún una existencia prehistórica: sin escritura, confiando cada noticia a la memoria, legando a la posteridad el recuerdo histórico a través de cuentos y cantares; sin conocimiento de formas ciudadanas de organización y, por ello, sin la posibilidad de transferir la organización de la vida pública a una corporación que fuese independiente de la unión personal: familia, casta o tribu. La unión de estirpes y razas garantizaba tradición, costumbres, paz y derecho; mientras tales grupos supieron hacerse representar por jefes notables de antiguas familias, este orden tuvo consistencia. Sin embargo, dentro de un mundo regido por unas normas completamente distintas, ese orden llevaba en sí su propio fracaso, como lo demuestra la rápida transformación de las estructuras tribales y la escasa estabilidad de los grupos más amplios, sobre lo que aún se tratará en otro contexto. Los afanes de hegemonía sólo obtuvieron cierto éxito durante algún tiempo y en circunstancias especiales, al parecer únicamente donde ciertas superposiciones extranjeras, al mando de fuertes personalidades, habían creado formas parecidas a un reino. La experiencia adquirida en el servicio romano tuvo aquí un papel importante, como lo demuestra el ejemplo de Marbod —y en cierto modo también de Arminio—, que tuvo unos caracteres completamente distintos a la actuación de los antiguos cimbrios y suevos bajo Ariovisto.

De hecho existían en el aspecto político diferencias entre los que se habían quedado en casa y los otros que, aceptando el riesgo de la emigración, se habían asentado en el extranjero, en parte en pequeños grupos muy diseminados —como parecen indicar los aún incompletos hallazgos del Meno y de la zona entre el Rhin y el Weser— o, en parte también, ocupando mayores áreas, como en Turingia y Bohemia del Norte. En las zonas montañosas donde estaba extendida la cultura de oppida no fueron expulsados los indígenas: éstos se hicieron cargo, como metalúrgicos, herreros o artesanos de otro tipo de técnicas altamente desarrolladas, en cuanto parecían útiles a los nuevos amos. También se quedaron los comerciantes ya asentados, como se sabe con seguridad del Reino de Marbod. Además se pudo conservar la mayoría de los nombres de ríos, lugares y personas. Otros elementos se perdieron: el oppidum como lugar de residencia permanente, el torno del alfarero destinado a la fabricación de masa y el dinero en monedas.

Esto ya demuestra que la estructura cultural en la zona de contacto era mucho más complicada, y no es difícil comprender que la clase dominante dispusiera de unos medios de representación completamente diferentes a los que permitían las estrechas relaciones de la patria. Pero de esto y de las consecuencias para la cultura en toda Germania ya se hablará más adelante.

La vida corriente se desarrollaba en colonias más o menos estables y había conservado su carácter campesino; en las zonas aluviales cercanas a la costa predominaba, frente al interior, la ganadería sobre el cultivo del suelo. La caza como fuente de alimentación ya no pudo tener en ningún sitio un papel importante. Las colonias estaban constituidas por granjas o caseríos con dos o cuatro familias; en algunos casos, con más de diez. Sólo en el último siglo a. C. se llevaron a cabo instalaciones de mayor envergadura. Pero no llegó a haber más de veinte granjas, que, según la costumbre de la época, formaban edificios de tres naves con habitaciones y cuadras bajo el mismo techo y no tenían el mismo número de animales. Algunas tenían sitio para dieciocho o más animales; otras, sólo para tres. Alguna que otra cabaña no poseía cuadras, de ma­nera que sus habitantes podían hacer valer su derecho a una parte de los rebaños del pueblo, dedicándose además a otras ocupaciones, como la pesca, la pequeña industria (carpintería, fabricación de peines, etc.) o tal vez también a servicios en la vecindad. Los campos, que han conservado en algunos casos la forma cuadrada (celtic fields), eran también de diferente forma y tamaño. Hay un ejemplo impresionante de 134 parcelas de las que más del 30 % tenían de 1.000 a 2.000 m.2; un 20%, hasta 1.000 m.2; otro 20%, entre 2.000 y 3.000; un 20 % más de las parcelas se encontraban entre los 3.000 y los 5.000 m.2, y de más de 5.000 m.2, tan sólo el 3 %. Sin embargo, parece aventurado generalizar, siguiendo un ejemplo tan propicio, un tamaño medio por granja de quince hectáreas. Tuvo que haber interdependencias y diferencias en las colonias, debiendo destacar con más fuerza las que más antiguas fueran. Nosotros aún no tenemos una idea clara acerca de su duración, pues han sido halladas muy pocas en su totalidad. Constituye esto un cometido urgente, ya que el factor de la duración de las colonias puede ser valorado, junto con la forma externa y la división interior, como expresión de la estructura económica y social de sus habitantes, que es lo que se trata de reconstruir arqueológicamente a partir de los restos del pasado. Tal vez pueda afirmarse que una colonia de más de cinco generaciones en el mismo lugar hay que considerarla como excepcional. Pero incluso en estos casos las grandes casas cambiaron de lugar cuando había que reconstruirlas por ruina o fuego. Por el contrario, la colonia entera debió estar considerada como área de derecho, y así podemos deducirlo de la valla que la solía rodear. Existieron además otros tipos de colonias de duración más corta o más estables. A las colonias que existieron poco tiempo pertenecen las que estaban destina­das a determinados fines artesanales, entre los que al parecer tuvo un papel importante la fundición de hierro. A las más estables pertenecen instalaciones que se han convertido en montículos de varios metros con las ruinas de edificios derruidos o destruidos. En este caso especial se observa una continuidad del habitat a través de siglos, tendiendo el natural aumento de población a una mayor extensión en el espacio. El mismo principio o construcción, impuesto por la subida del nivel del mar en la segunda mitad de milenio, presentan los Wurten en la zona costera entre el Mar de Ijssel y Ems. Naturalmente surge la cuestión de por qué la población ante esta situación no se retiró, en plan de colonización interior, a las áreas no cultivadas que existían entonces en cantidades suficientes. De hecho en el último siglo a. C. parecen haber tenido lugar tales movimientos de colonias en espacio reducido, pero entonces se trataba siempre sin duda del abandono de zonas pobres arenosas en favor de áreas más ricas.

Una cuestión paralela se presenta en la estabilidad de los campos cultivados, que incluso parecen presentar divisiones secundarias, lo que puede explicarse tal vez por el derecho de herencia. Además existen cerca de la costa áreas de cultivo cuya capa de humus presenta aún hoy unas medidas que difícilmente pudieran haberse formado de otra manera que por relleno artificial del suelo. El cultivo constante del suelo y su colonización a través de largo tiempo contrastan aquí con el tipo de colonización habitual y también con el prehistórico. La investigación se mantiene aún a la expectativa ante estos hallazgos y evita por eso una teoría única, consciente de la importancia de las conclusiones que se puedan sacar. El grosor constante del suelo cultivable, y la continuidad de la colonia, por un lado, y el normal aumento de la población, por otro, tuvieron que producir situaciones sociales distintas de las que se dieron en el caso de cambios de las áreas de cultivo y de colonización del interior. ¿Qué número de habitantes alcanzaban estos grupos, que no necesitaban recurrir a las soluciones habituales ni siquiera a enviar fuera a los segundos o terceros hijos que ya no podían encontrar trabajo y recursos suficientes en la propia tierra? En esta relación de fuerzas entre número de habitantes, organización social y condiciones económicas se encuentra probablemente una de las causas de los movimientos migratorios de los últimos siglos a.C. Hay que reconocer que el extranjero constituía una gran atracción y que la acción bélica ofrecía en el Rhin y el Danubio posibilidades de poder y tam­bién de dominio sobre las zonas conquistadas; pero no debe de olvidarse la situación en el «hinterland», aunque hoy aún sea difícil emitir un juicio seguro. 

Las necrópolis, que desde otro aspecto podrían dar una respuesta a las cuestiones planteadas, sólo en algunos casos han sido totalmente excavadas con métodos modernos y valoradas científicamente. Donde ello ha sucedido, estuvieron ocupadas durante largo tiempo, por lo que no se puede deducir nada sobre la constancia de las diversas colonias. Las conclusiones que permite establecer este material son de otro tipo; se refieren a la composición de la población según grupos de edad, a la organización social en cuanto se manifiesta en la combinación de las ofrendas y a determinados fenómenos religiosos. De un ejemplo totalmente investigado antropológicamente sabemos que, con una mortalidad infantil del 30-65 % —uno o dos tercios de todos los, niños morían antes de cumplir los 18 años—, la media de vida no pasaba apenas de los 40 años. Las diversas generaciones no llegaban casi a interferirse; el número de habitantes, calculado generalmente por el número de tumbas, tiempo que estuvieron ocupadas y cifra de mortalidad supuesta (3 % al año) —sin contar naturalmente los que mo­rían de manera no corriente y no fueron sepultados—, normalmente sólo pudo ser pequeño, como lo demuestra un ejemplo entre muchos: 400 tumbas, de ellas un buen tercio de niños, dan en diez generaciones, en el mejor de los casos, una población de veinte cabezas capaces de intervenir como personas adultas en la vida social y política. Desgraciadamente no se conoce aún ningún caso en que se hayan investigado estas circunstancias considerando la colonia y la necrópolis como una totalidad. Pero, incluso cuando estudiamos comunidades mayores —el mayor cementerio excavado hasta ahora tenía 3.000 tumbas— la estructura social se refleja menos en las colonias particulares que en los grupos en que se unieron. De Hecho, en los cementerios, en la distribución de los muertos, la familia se distingue como unidad menor sólo en casos aislados, mientras que las estirpes y también los grupos de edades y de guerreros parecen destacarse más, topográficamente y por las combinaciones de ofrendas. Así en ciertas regiones se enterró a hombres y mujeres en cementerios distintos, de lo que se deduce que para después de la muerte no siempre se dio a las relaciones familiares la importancia que se le solía dar. Grupos supralocales constituyen también los portadores de armas, cuya diversidad de rangos se refleja en múltiples combinaciones de ofrendas. Es característico que estas clases guerreras no se impusieran hasta el último siglo a. C. en el ritual funerario, y precisamente antes en los territorios orientales que en otros sitios. En esta clasificación, que encontró siempre en cada tribu nuevos medios de expresión, destacaron unos pocos guerreros por su equipo completo. Su posición especial queda manifiesta por el hecho de que en muchas ocasiones se distanciasen de los demás y que fueran enterrados en cercanía mutua. Con tazón se ha querido ver en ellos una clase de jefes locales que, junto con los otros también ricos pero no provistos de armas, pudieron desempeñar en las colonias un pape! predominante. Ningún indicio demuestra que en el período aquí tratado tuviese esta clase un poder suprarregional. Sin embargo, estaba en el mejor camino para imponerse por encima de las comunidades locales. Las formas de organizaciones señoriales, que fueron creciendo en las zonas periféricas de superposición, se extendieron pronto a toda Germania.

Getas y dacios. El desarrollo de los dados en los siglos I y II antes de nuestra era. Dados y romanos en el tiempo de Augusto.

Las fuentes literarias antiguas mencionan a los getas como a «los más valientes y los más justos de los tracios» (Herodoto), que habitaban, hacia mediados del primer milenio antes de nuestra era, en el Bajo Danubio y en la llanura de la Valaquia, y que se enfrentaron con los persas con motivo de la famosa expedición de Darío contra los escitas del norte del mar Negro. Más adelante, en el siglo IV a.C., fue Alejandro, el rey de Macedonia, el que pasó el Danubio (335 a.C.), empleando las embarcaciones excavadas en troncos de árboles que tenían los indígenas, para apoderarse de una fortificación geta en la llanura valaca, sin haber establecido, no obstante, su dominación más allá del río. De todos modos, la Dobrucha había entrado en la esfera del poderío macedónico en el reinado de Filipo II, el vencedor del «rey» escita Ateas, que quería penetrar en aquella región defendida por los autóctonos getas bajo el mando de su anónimo «Rex Histrianorum».

En el tiempo de los Diádocos, un dinasta geta, Dromicetes, infligió en dos ocasiones derrotas aplastantes a Lisímaco, el rey de Tracia, lo que, sin embargo, dio origen a unas relaciones de buena vecindad entre las dos potencias en el momento en que se producía la penetración violenta de los celtas en la región cárpato-danubiana y en los Balcanes. Así, algunas inscripciones encontradas en excavaciones llevadas a cabo en las antiguas colonias griegas del Ponte, hablan de ciertos jefes getas, siempre del siglo III a.C., entre ellos Zamoldegico y Remaxo, en relación con la ciudad de Histria, que se valía de su protección para asegurar sus derechos.

Concentrados durante mucho tiempo en el sureste de la actual Rumania, los hechos políticos llegados a la luz de la historia escrita sobre los geto-dacios abarcarán, a finales del siglo III antes de nuestra era, el conjunto de su territorio. En efecto, hacia ese período, se hace mención del rey de los dacios, Oroles, que lucha contra los bastarnos, y de la potencia dacia de Transilvania bajo Rubobostes (incrementa dacorum per Rubobostem regem), lo que señala los comienzos de una expansión que encontrará su plena realización en el tiempo de Burebista, hacia mediados del siglo I a.C.

Getas y dacios procedentes de la Transilvania (Daci inhaerent montibus), del norte de la Moldavia, con prolongaciones hacia el Este y hacia el Oeste, y quizá de la Oltenia, aunque tuvieron un desarrollo particular sobre todo a partir del siglo V a.C., se encontraban en el siglo II antes de nuestra era, en cuanto a su vida económica y cultural, en pleno período de La Tène. Esta cultura mostraba en aquel momento un carácter unitario sobre el conjunto del territorio de Rumania, al término de una evolución que se iniciara en la Edad del Bronce y en el Hallstatt, y tras la asimilación, por los tracios del norte de la península de los Balcanes, de elementos procedentes de los cimerios, de los escitas, de los celtas, y, sobre todo, de elementos culturales griegos, helenos y helenísticos, a través de las colonias de orillas del mar Negro o de los tracios meridionales. A estas influencias, que contribuyeron al florecimiento de la cultura local, vendrá a sumarse, precisamente a partir del siglo II, el factor romano, cuya acción conducirá a la ro­manización de los dacios, tras la conquista de la Dacia.

Según el testimonio de los antiguos, los getas y los dacios hablaban el mismo idioma, que era, según la opinión generalmente admitida hoy por los filólogos, un dialecto del tracio, aunque de un aspecto especial, como prueban algunas glosas y las palabras toponímicas, onomásticas y de poblaciones o tribus geto-dacias. Del fondo ancestral de aquel idioma indo­europeo se han conservado en el rumano algunas palabras, de las que, a título de ejemplo, citaremos: brad (abeto), bríu (cintura), buza (labio), mal (orilla), mos (viejo), prunc (recién nacido), strunga (redil), vatra (hogar). Además, las investigaciones lingüísticas han descubierto el significado de algunos vocablos, entre los que señalaremos: el elemento de la toponimia dava, «pueblo, establecimiento, mercado»; guet, «hablar», (en Getae); daca (espada curva), de donde, según algunos sabios, se habría formado el nombre de los dacios, mientras otros lo relacionan con Daoi, nombre de una población frigia procedente de una palabra que significaba «lobo» (daos); bostes, «brillante», en tarabostes (los nobles); per, «niño» (cf. la inscripción de un vaso en terracota de Gradistea Muncelului con la fórmula Decabalus per Scorilo). Respecto a los nombres de las divinidades geto-dacias, Zamolxes tendría la significación de «dios de la tierra», mientras que Gebeleises tendría la de «dios de la luz, del cielo».

Algunos nombres de corrientes de agua (Mures, Olt, etc.) tienen también un origen que se remonta a aquel idioma del grupo satem.

Aunque los getas y los dacios no han dejado monumentos representativos en lo que se refiere a su aspecto físico y vestimenta, podemos, sin embargo, dar una descripción de ellos siguiendo informaciones procedentes de las fuentes literarias y, sobre todo, de las representaciones de la columna Trajana y del monumento de Adamclissi, de la época romana. Los hombres, robustos, tenían cabellos rubios y la piel clara, con melena y barba largas, llevaban calzones anchos o apretados alrededor de las piernas, una camisa por encima de los calzones y una larga esclavina atada al cuello con una fíbula. Los dacios del pueblo (comati) llevaban la cabeza descubierta, mientras los nobles (tarabostes, pileati) se tocaban con un gorro puntiagudo, signo de su posición social. Usaban calzados de fieltro o sandalias de cuero. Las mujeres, de alta estatura, llevaban un vestido compuesto de una larga camisa y de un delantal plisado, y cubrían su cabeza con un pañuelo de colores. Esta indumentaria recuerda en algunos aspectos la de los habitantes de varias comarcas montañosas de Rumania. Diferente de la de los tracios meridionales, tal como ha sido representada por los griegos, esta vestimenta puede relacionarse con la de los escitas y las de las poblaciones del norte de mar Negro, estrechamente ligadas a los geto-dacios.

Los autores antiguos, desde Heródoto, señalan que los getas y los dados tienen las mismas creencias y subrayan el importante papel de los sacerdotes en la sociedad geto-dacia, así como el de la creencia en la inmortalidad del alma, lo que colocaba a los getas a nivel de los griegos civilizados. Aunque Zamolxes, antiguo dios de la tierra, hubiera sido asimilado al dios del cielo, no se podría afirmar que los geto-dacios fuesen monoteístas, como en el pasado se aseguraba. Además de Zamolxes, que en la época histórica llegó a ser el dios principal, hay noticia de la diosa Bendis, común a todos los tracios, del dios de la guerra, etc. El Danubio estaba considerado por los geto-dacios como un río sagrado y los guerreros acudían a beber en él antes de los combates. Otro rito, basado sobre la creencia en la purificación del alma, consistía en el envío de un mensajero hada el dios del cielo; al caer sobre las puntas de las lanzas alzadas por sus compañeros, el mensajero demostraba que había cumplido su misión, siempre que muriese en la caída. Las divinidades eran veneradas en las alturas de las montañas o en santuarios, algunos de los cuales han sido encontrados en sus emplazamientos.

Esta unidad entre getas y dacios, manifestada en el idioma y en las creencias, tiene su fundamento en el desarrollo de las tribus patriarcales de la Edad del Bronce, cuando, hacia finales del III milenio, se desencadenó en la región cárpato-danubiana el fenómeno indoeuropeo en el que participaron las poblaciones de las tumbas de ocre y de cerámica cordada procedentes del Nordeste, las procedentes de Anatolia (civilización Cernavoda), así como las tribus autóctonas del Neolítico final. Aunque en la época del Bronce se afirmaron algunas civilizaciones en el conjunto del territorio de Rumania, la unidad étnica y cultural de sus portadores es visible en todas partes: son los prototracios, de los que algunas poblaciones, tomaron parte en la gran migración de finales de la Edad del Bronce o en la del período de Hallstatt, ligada al movimiento de los cimerios, tanto hacia el Sureste como hacia el centro de Europa.

Es en el período del Hierro cuando los tracios acusan sus rasgos característicos en el aspecto cultural frente a otras poblaciones de aquellas comarcas, sobre todo frente a los ilirios, para sufrir luego las influencias de que antes se ha hecho mención.

Confirmando totalmente las fuentes literarias, la documentación arqueológica de los quince últimos años demuestra que los getas fueron los primeros, entre los tracios del norte de la península de los Balcanes, en crear una cultura propia del tipo de La Tène, antes de la penetración de los celtas, a mediados del siglo V antes de nuestra era, mientras que las otras tribus, emparentadas con ellos, continuaban su vida como en el período tardío de Hallstatt hasta el año 300 a. C. aproximadamente.

Los getas de la zona istrio-póntica, estrechamente ligados a los tracios meridionales, sufrieron la influencia del factor griego, y, aunque manteniendo relaciones con los escitas «reales» del norte del mar Negro, estuvieron en disposición de crear una cultura original propia en la segunda Edad del Hierro, propagando los elementos de la nueva cultura en la zona de los tracios del Norte (dacios), donde, por todas partes, son innegables ciertos rasgos peculiares, incluso en la época de la unidad política geto-dacia del siglo I a.C.

 Comenzando a mediados del siglo V y en el IV antes de nuestra era, como está probado por varios descubrimientos navoda, Satu Nou, Murighiol en Dobrucha, o en Zimnicea sobre el Danubio en Valaquia, esta civilización, aunque conservando ciertas formas procedentes de Hallstatt, se caracteriza por formas cerámicas nuevas, pues algunos vasos están trabajados al torno por los indígenas o siguen modelos griegos. De igual modo, se intensifica la circulación de las monedas griegas acuñadas por las colonias del Ponto entre las tribus getas. Los jefes de aquellas tribus acuñan también monedas, como la de Moscón, con la leyenda Basileos Moskonos, encontrada recientemente en Dobrucha. En esta zona, los lugares adoptan ya en el siglo IV la forma de verdaderos oppida, en los que se registra una intensa actividad económica y cultural. La diferenciación entre las gentes del pueblo y la aristocracia de las comunidades se acentúa progresivamente. Esto se demuestra, en primer lugar, por el arte traco-geta, de una profunda originalidad, aunque en su base se advierta un componente escita, y otro, común, griego. Este arte «principesco» está ilustrado por el adorno-emblema en forma de espada (akinakes) de Medgidia, que data de la segunda mitad del siglo V a.C., por el mobiliario de la tumba de Agigbiol, construida bajo túmulo y que contenía el esqueleto de un jefe traco-geta (Kotys), así como por el llamado «tesoro» de Graiova, formado por enjaezados de plata para caballos.

Así, pues, en el momento de la irrupción de los celtas en la región cárpato-danubiana, las tribus traco-getas del sector istrio-póntico vivían en las condiciones de una civilización procedente de la segunda Edad del Hierro, participando, como se ha hecho notar, en la vida política de las ciudades helénicas del Ponto.

Al comenzar, coa el siglo III antes de nuestra era, la cultura de La Tène cubre todo el territorio habitado por los geto-dacios, viéndose enriquecido su contenido con nuevas aportaciones, la más importante de las cuales, en este período, fue la de los celtas, sin que por ello pueda hablarse de una «celtización» de la Dacia. Los celtas no penetraron en la zona istrio-póntica, defendida por las poderosas organizaciones de los dinastas getas, y los grupos celtas del interior fueron asimilados. Por lo que se refiere a los celtas de los alrededores del territorio, habitado por los dacios, entre ambas poblaciones se establecieron intercambios de una especial importancia para el desarrollo de la cultura de los dacios y de los celtas establecidos en aquellas regiones de Europa. En algunos de los puntos en que se encontraron puede hablarse de una verdadera simbiosis dacio-celta, al transmitir los dacios a los celtas unos bienes culturales propios o tomados por ellos de los griegos.

Por lo que se refiere a la presencia de los celtas en el interior del territorio habitado por los geto-dacios, merece señalarse que el primer horizonte céltico de Transilvania está probado casi exclusivamente por unas sepulturas de guerreros, como la conocida tumba de Silivas, la de Medias, o la necrópolis de Ciumesti (Maramures); sin embargo, aquí se descubrió un asentamiento celta con materiales característicos, asociados a unos elementos de inventario dacios. En una tumba de Ciumesti se han encontrado ricos objetos, entre los que citaremos un casco de hierro coronado por un águila con las alas desplegadas, artísticamente elaboradas en planchas de bronce, una cota de mallas, espinilleras, etc.

El factor celta contribuyó, de una parte, a la formación de la civilización de La Tène en la zona carpática, dando a ésta sus rasgos característicos en el conjunto de la cultura unitaria geto-dacia, enriqueciendo el fondo local de los indígenas, y, de otra, tomó parte en la cristalización y en la difusión de la cultura de La Tène sobre todo el territorio de los geto-dacios. De los elementos célticos tomados por los geto-dacios mencio­naremos: el torno de alfarero, que se generalizó también en la zona carpática en este período, la fíbula celta, la cerámica pintada, de una factura superior a la que se encuentra también al sur de los Cárpatos en lugares fortificados geto-dacios, especialmente en Ocnita (en Oltenia), en Popesti a orillas del Arges y en otros sitios.

Sin embargo, no hay fortalezas celtas en el área cárpato-danubiana semejantes a las fortificaciones celtas de la Europa central, aunque en las ciudades dacias de Transilvania se encuentran algunos elementos que podrían atribuirse a la influencia celta. A falta de lugares habitados más numerosos, así como de fortalezas de los celtas en el área habitada por los geto-dacios, no podría ya hablarse de una dominación efectiva de éstos sobre las tribus geto-dacias tras su violenta irrupción a comienzos del siglo III antes de nuestra era. Sólo los escordiscos habrían podido tener alguna autoridad en el sudoeste de Oltenia, si se tienen en cuenta las sepulturas celtas más antiguas o las que datan, aproximadamente, del año 100 y que se encuentran en el valle del Danubio, en esta provincia.

Sin embargo, a juzgar por la existencia de hogares celtas en los alrededores del mundo geto-dacio, entre las dos poblaciones se establecieron relaciones activas y los celtas también tomaron de los dacios elementos culturales, como algunos tipos de vasos y el sable curvo, que es un producto tracio o tracio-ilírico (sica). Por mediación de los celtas, los dacios entraron en relación con la cultura de La Tène del centro de Europa, ligada, a su vez, a Italia, lo que preparó la influencia directa del factor romano.

Estas activas relaciones entre dacios y celtas ponen de relieve la especial importancia del fondo local en el conjunto del territorio habitado por los geto-dacios, que, precisamente en aquel momento, alcanzan su pleno desarrollo en el campo de la economía, de la organización social y de la cultura, de una evidente originalidad, en la que los elementos greco-helenísticos del Ponto y del Mediodía ocupan un lugar importante.

En el siglo II y, sobre todo, en el I antes de nuestra era, la cultura geto-dacia está plenamente constituida; sin embargo, tomará un buen número de elementos culturales de los romanos, cuyo dominio en la península de los Balcanes se acentúa precisamente en este período, así como ciertos elementos procedentes de los bastarnos, establecidos en el siglo III antes de nuestra era en Moldavia, y de los sármatas, cuya importancia deberá ser definida más concretamente en el futuro. Esta cultura basada en la economía agrícola y pas­toril de los indígenas adquirirá un carácter oppidáneo.

En efecto, es en este período de La Téne cuando aumenta el número de los asentamientos fortificados, con fosos, terraplenes y empalizadas, o, en el interior de los Cárpatos y en los alrededores de aquella región, de fortalezas con basamento de piedras sillares (murus dacicus). Los sitios se hacen cada vez más ricos.

Estos sitios, llamados por los indígenas davae, por los griegos poleis (cf. Ptolomeo, que señala en la Dacia unos cuarenta) o bien oppida, eran centros políticos para las distintas uniones tribales, militares, económicas y religiosas, capaces de llevar a cabo funciones diversas, que deberán establecerse en cada caso (importante habitat rural, refugium, cabeza de cantón, etc.).

Entre ellos, citaremos, en primer lugar, Poiana (la antigua Piroboridava) de Moldavia, sobre el curso inferior del Siret, testimonio de una larga existencia gracias a su emplazamiento en la vía de comunicación entre los Cárpatos y la costa del mar Negro. Otros lugares florecientes en este período son los de Popesti en la orilla del Arges, en Valaquia, identificada por algunos como la antigua capital de Burebista (Argedava); de Piscul Crasani; de Tinosul; de Cetateni, en el curso superior del Dimbovita, que constituía, según la opinión de los investigadores, un punto importante para los intercambios entre las tribus de una parte y otra de los Cárpatos; de Sighisoara, St. Gheorghe-Bedehaza; de Pecica en Transilvania, etc. Fue en este período, especialmente en el siglo I antes de nuestra era, cuando las célebres fortalezas dacias de los montes de Orastie, de Piatra Craivii (cerca de la ciudad de Alba Iulia), etc. y de otras partes comenzaron a ser edificadas de acuerdo con el nuevo estadio de civilización alcanzado por los dacios.

La documentación encontrada en las excavaciones arqueológicas hechas en estos. lugares fortificados y en otros, así como los descubrimientos casuales, nos esclarecen los aspectos originales de la cultura de los geto-dacios en el período de su pleno impulso, en los últimos siglos antes de nuestra era.

Ahora es cuando la metalurgia del hierro se convierte en un fenómeno de carácter general, pudiendo encontrarse útiles de hierro en las más modestas cabañas. De este metal se confeccionan también las armas. Se explotan los minerales de hierro y por todas partes aparecen talleres y fundiciones en este período de intensa actividad. Se utiliza el arado de reja de hierro, y con la ayuda del hacha de hierro se procede a la roturación de terrenos de bosque sobre las colinas e incluso sobre las altas montañas. Entre los objetos de hierro mencionemos las hachas pesadas, las azuelas, las barrenas, los compases, las tenazas, martillos, cuchillos y yunques, en su mayoría hechos en los propios lugares por artesanos dacios; hay muy pocos útiles de procedencia extranjera. El trabajó del hierro trajo como consecuencia el aumento de la importancia de los oficios en las comunidades dacias, así como la diferenciación de los mismos. Se intensifican también los intercambios entre las diversas tribus; los centros metalúrgicos envían sus productos hacia los centros de distribución, en los que se han encontrado verdaderos depósitos de utensilios destinados al comercio, como, por ejemplo, en Cetateni, en la orilla del Dimbovita.

La cerámica de La Tène, inicialmente aparecida en el área de los getas que crearon las primeras formas originales difundidas luego por toda el área del habitat de los geto-dacios y algunas de las cuales fueron realizadas sobre un modelo greco-helenístico, es de una gran variedad. Hay vasos labrados en torno, de un color gris oscuro, así como vasos trabajados a mano en una pasta generalmente porosa y que tienen formas tradicionales de la época de Hallstatt. En el siglo I antes de nuestra era se encuentra la taza dacia, destinada, según parece, al culto funerario y que durará hasta el siglo IV d.C. Entre los vasos cerámicos trabajados al torno, citaremos las grandes jarras de provisiones (pithoi, dolía), hechas en una pasta gris o roja, así como los cántaros de una o dos asas. En el siglo I a.C., se encuentra también cerámica pintada de origen céltico.

Además de la taza dacia ya mencionada, los vasos que llevan a guisa de decoración un cinturón en relieve de alvéolos constituyen elementos de inventario característicos de los asentamientos dacios.

Junto a los vasos de tipo local, se han encontrado en los lugares geto-dacios vasos importados de origen griego, como las ánforas, las copas «delias» o «megarenses», imitadas creadoramente por los alfareros dacios. La alfarería geto-dacia prueba la originalidad de la civilización de este pueblo, que, aun asimilando formas extranjeras —en primer lugar, los modelos griegos—, las ha adaptado a sus necesidades y tradiciones, lo que constituye el rasgo específico de la cultura de La Tène entre los geto-dacios en comparación con la misma cultura entre los celtas en el mismo período.

Aunque la Dacia fuese uno de los países más ricos en oro, en la época de La Tène no se trabajaba este metal precioso, guardado, tal vez, en los tesoros de los jefes de las diferentes uniones tribales y por los reyes de los montes de Orastie. Por el contrario, la plata constituía la materia prima para los vasos y las joyas, así como para las monedas dacias.

En cuanto a la moneda, los geto-dacios, según recientes investigaciones, lejos de haber imitado a los celtas, crearon diversos tipos de plata, que no podrían relacionarse con las monedas de éstos. En realidad, los geto-dacios, gracias a sus continuados contactos con los tracios meridionales, con las colonias griegas del Ponto cuyas monedas circulaban ampliamente en el área de su habitat, así como con el mediodía helénico y helenístico, pudieron tomar de los griegos y de los tracios meridionales la técnica de acuñar moneda.

Si se tiene en consideración la moneda de Moscón, antes mencionada, es en el siglo III a.C. e incluso a finales del precedente cuando aparece la moneda entre los geto-dacios. Muy difundida en el curso del siglo II entre las tribus geto-dacias, la moneda acuñada por los autóctonos desaparece en el siglo I antes de nuestra era, sustituida por el denario romano republicano.

Las monedas dacias no tienen leyenda. Adoptan la forma de un skyphus; las letras de las monedas griegas y macedónicas que han servido de modelo son sustituidas por líneas. Un primer grupo está formado por monedas que imitan los tetradracmas de Filipo II de Macedonia, con la efigie de Zeus, y que llevaban en el reverso la imagen de un caballero. Otra serie, extendida sobre todo al sur de los Cárpatos, en el sector de los getas, contiene imitaciones del tetradracma de Alejandro Magno, que lleva en una cara la cabeza de Heracles, el padre mítico de la dinastía macedónica, y, en la otra, la imagen de Zeus sentado en el trono. Por último, un tercer grupo está constituido por un tipo híbrido, con la cabeza de Heracles en el anverso, y, en el reverso, el caballero de las monedas de Filipo II. Hay también otras monedas que imitan las de Alejandro Arrideo o monedas emitidas por distintas ciudades griegas.

De una ejecución, desde el punto de vista técnico y estilístico, más bien burda, estas monedas son al mismo tiempo una prueba de la fase avanzada a que habían llegado las tribus o las uniones de tribus en cuyo interior podían circular, así como de la originalidad del arte monetario dacio, que podía compararse con otras manifestaciones en este campo.

Por lo que se refiere a la orfebrería de la plata, muchos tesoros y depósitos, así como los descubrimientos hechos en lugares de Rumania y de otras zonas del área del habitat de los dacios, muestran rasgos específicos, tanto en las formas como en la ornamentación. Entre estos tesoros se han encontrado fíbulas con nudos, diferentes de las celtas, brazaletes variados, collares y, sobre todo, vasos de un estilo clásico, como los vasos de plata del tesoro de Sincraieni, de Transilvania.

El arte de la plata tuvo su punto de partida en el sector de los getas, donde, a mediados del siglo V antes de nuestra era, surge el arte traco-geta, de un estilo animalístico como está probado por los descubrimientos de Cernavoda, Agighiol y Craiova —citadas más arriba, y a las que hay que añadir el casco de oro de Poiana Cotofanesti—, y alcanza su punto culminante entre los dacios, que disponen de yacimientos ricos en plata en sus regiones de las montañas.

Aunque todavía no existe un estudio bastante profundo acerca de la evolución de la orfebrería en el conjunto del territorio de los geto-dacios en su aspecto estilístico y, sobre todo, cronológico, puede afirmarse ya que en la época de la expansión dacia el estilo animalístico de los getas es abandonado en gran medida, volviendo los artesanos dacios a! estilo tradicional geométrico de la época de Hallstatt en lo que se refiere a la decoración de las joyas y de los vasos de plata, ya que no a la forma. Esta decoración consiste en puntos, círculos y diversos motivos vegetales muy estilizados. Muchas veces, los brazaletes tienen sus extremos terminados en cabezas de serpientes según una vieja tradición indoeuropea tracia. Esto constituye, a nuestro parecer, uno de los aspectos del conservadurismo dacio, que se manifiesta también en la religión.

Como resulta de las excavaciones arqueológicas emprendidas en los asentamientos, los dacios, que habitaban en una época más antigua moradas subterráneas, construyen casas cuadranglares, con o sin ábside, o redondas, con las paredes de ramajes o de vigas, apoyadas en un basamento de piedras. Las paredes se revestían de arcilla y eran pintadas de blanco o incluso coloreadas. Las casas tenían techos de paja, de cañas, y en algunas se empleaban tablas e incluso tejas de una factura de origen helenístico. Una técnica superior se muestra en las construcciones militares, que se multiplican en el siglo I de nuestra era por el territorio de los dacios.

Teniendo en cuenta las informaciones de los antiguos y la documentación arqueológica, puede afirmarse que los geto-dacios practicaban una agricultura bastante avanzada, cultivando el trigo candeal, el mijo, el cáñamo y, probablemente, el lino. Se practicaban también la viticutura y la apicultura. La cría de ganado mayor y menor (sobre todo, el ovino) constituía una de las principales ocupaciones de estos antepasados de los rumanos.

El comercio, dirigido en primer lugar hacia las ciudades griegas del Ponto (Istria, Tomis, Calatis) y a la desembocadura del Danubio, tomará en el siglo I antes de nuestra era una orientación cada vez más acentuada hacia Italia. Los mercaderes autóctonos y los jefes de las formaciones políticas dacias entran en relación con los comerciantes romanos. Estos introducen entre los dacios muchos elementos culturales que reforzarán la influencia greco-helenística que servía de base a la cultura de La Tène geto-dacia.

El alto nivel alcanzado por la economía dará origen a modificaciones en la estructura y en la organización social y política de los dacios. Se acentúa el proceso de diferenciación social entre los nobles (tarabostes, pileati) y las gentes del pueblo, y hace su aparición la esclavitud en la forma patriarcal. Según informaciones, bastante vagas por otra parte, los esclavos indígenas o extranjeros tenían una situación semejante a la de los esclavos de los tracios meridionales que mencionan Heródoto, Tucídides, Ateneo, etc. Trabajaban en el ámbito de las grandes familias de los aristócratas o en la construcción de fortalezas.

La aparición de la propiedad privada sobre el ganado y, en parte, sobre la tierra, así como la multiplicación de los intercambios dan origen a la acumulación de riquezas por los aristócratas dacios, que poseían muchos rebaños de animales, gran cantidad de metales preciosos en lingotes, aderezos o vasos y monedas, además de las mejores tierras de la comunidad. Esta no tiene ya el carácter del clan, sino que reviste la forma de una, colectividad aldeana, territorial, utilizando en común los campos de labor, prados y bosques de las montañas situadas dentro de sus límites.

La existencia de lugares fortificados y de fortalezas (daiae), así como el descubrimiento de armas, señalan una organización política de uniones de tribus bajo la forma de la democracia militar, siendo los jefes elegidos por la asamblea de los guerreros. El armamento de los dacios consiste en armas ofensivas, como el arco, cuyas flechas estaban provistas de puntas de hierro de tres aristas, de. larga tradición, diversas espadas (sable curvo —sica o daca—, la temible falx, la espada recta de origen céltico o la de origen sármata) y, después, máquinas de guerra. En cuanto a armas defensivas citemos el escudo, probablemente de madera reforzado con planchas de hierro, muchas veces ornamentadas, y el casco que, al parecer, era empleado sólo por los jefes. Las unidades militares de infantería o de caballería tenían como emblema el famoso dragón (draco); según las fuentes antiguas, el ejército de los dacios, en tiempos de Burebista, debió de llegar a 200.000 guerreros.

Pero, antes de entrar en la historia política de los dacios en el siglo I, es necesario detenerse un poco en la cultura espiritual de aquel pueblo. Gamo está probado por algunos autores (Dioscórides, Pseudo-Apuleyo, Jordanes), el estrato de los intelectuales dacios, los sacerdote; sobre todo, tenía conocimiento sobre las propiedades de las plantas medicinales, sobre Ja astronomía, y sus «filósofos» tenían preocupaciones morales también. En efecto, el papel de la religión como instrumento de refuerzo del poder de los reyes se acentúa, al estar fuertemente jerarquizada la categoría de los sacerdotes. Entre éstos el gran sacerdote de Zamolxes ocupa un puesto eminente en el Estado; según las creencias de los dacios, estas medidas están inspiradas por su dios, cuya sede estaba en la montaña Kogeon, cerca de un río. Con todo, la religión conserva un carácter politeísta, al igual que entre los demás tractos. Según Heródoto y Estrabón, la creencia en un más allá, junto a Zamolxes, había sido predicada por el propio Zamolxes. a quien los griegos consideraban como un simple mortal, discípulo de Pitágoras, del que había sido esclavo. Además del gran sacerdote, los antiguos (Estrabón, Flavio Josefo) señalan la existencia entre los dacios de una categoría de anacoretas, que llevaban una vida de ascetismo (ktistai y polistai), lo que constituye un rasgo original de los dacios, en relación con los tracios meridionales, entregados al culto a Dioniso.

Para el culto, los dacios construían santuarios-circulares o rectangulares, de los que algunos, con ocasión de las excavaciones, han sido identificados como pertenecientes a este período: por ejemplo, el de Popesti sobre el Arges, cerca de Bucarest.

El rito funerario sigue siendo el de la incineración, generalizada en el siglo V antes de nuestra era. Las cenizas eran depositadas en unas urnas o incluso en una fosa, y la ceremonia era seguida de comidas fúnebres. Este rito tiene, sin duda, relación con la creencia de los dacios en la inmortalidad del alma.

En lo que se refiere a otros aspectos de la cultura espiritual de los dacios, además de la orfebrería antes citada, pueden mencionarse otras manifestaciones, como el decorado de los vasos y de otros objetos, que prueban su gusto artístico. Sin embargo, las representaciones antropomórficas o zoomórficas son bastante burdas o muy estilizadas.

Según parece, los dacios no utilizaron la escritura antes del siglo I a.C.

En los dos últimos siglos antes de nuestra era, la acción del factor romano sobre los geto-dacios irá acentuándose y las relaciones con Roma dominarán la vida política de éstos, sin que por ello disminuyan las relaciones con las. ciudades griegas del Ponto o con los pueblos vecinos —celtas, sármatas o bastarnos. Los contactos con éstos se hallan probados arqueológicamente, como, por ejemplo, en Zidovar y en Zemplin, donde se observa una verdadera simbiosis dacio-céltica. Fue sobre todo en Eslovaquia donde se identificó la zona de contacto entre dacios y celtas. En Moldavia se han descubierto algunos lugares en que se mezclan elementos culturales dacios con otros de los bastarnos.

Luchando contra los bastarnos, el poderío dacio se afirmará en Transilvania, y, tras algunas campañas emprendidas por los romanos hacia la región cárpato-danubiana, aproximadamente en la época de Mitrídates VI Eupátor, rey del Ponto desde el 123 al 63 a.C., los geto-dacios tienen por guía al «más grande rey de la Tracia», el famoso Burebista, llamado así en la conocida inscripción de Dionisópolis, dedicada a Acornión, encargado de distintas misiones diplomáticas por este mismo rey.

Burebista, cuyo reinado comienza alrededor del año 70 a.C., logra unir las tribus geto-dacias, fundando una potencia fuertemente organizada, con ayuda del gran-sacerdote Deceneo. Según Estrabón, extendió su poder hasta las montañas de la Eslovaquia, tras haber aplastado a los boyos, a los tauriscos y a los anartos (alrededor del año 60), y, por el Este, hasta Olbia, que fue destruida, como la ciudad griega de Tyras (hacia el año 50 ó el 48 a.C.). Al someter a las ciudades griegas del litoral oeste del mar Negro, estableció su poder hasta los Balcanes, amenazando a la provincia romana de Macedonia. Por mediación de Acornión de Dionisópolis, Burebista entra en relación con Pompeyo (50-48 a.C.), prometiéndole su ayuda contra César. El desarrollo de una potencia geto-dacia al norte de los Balcanes constituía una amenaza para los romanos, y César proyectaba una expedición contra Burebista en el momento en que caía bajo los puñales de los conspiradores. En el año 44 a.C., también el rey geto-dacio era asesinado en su capital a causa de un complot organizado por los aristócratas dacios descontentos.

Desaparecido el «Imperio» de Burebista, la política anti­romana de los dacios continuará, aunque la presión de los romanos, sobre todo en el Bajo Danubio, se acentúa desde el reinado del primer Emperador romano. Las fuentes señalan la existencia de cuatro y luego de cinco reyes de los geto-dacios tras la violenta desaparición de Burebista. Entre ellos está Cotiso, cuyo Reino sitúan los historiadores en la región montañosa del Banato y de la Oltenia. Enemigo de los romanos al principio del reinado de Augusto, fue vencido, según parece, por el procónsul de la provincia de Macedonia Marco Licinio Craso. Otro rey de la zona de los getas, mencionado por Suetonio, es Cosón; éste era el que, según Marco Antonio, debía casarse con la hija de Octavio, Julia, lo que constituye una prueba, si no del matrimonio, de las buenas relaciones existentes entre Cosón y Octavio tras la victoria de los triunviros en Filipos (42 a.C.). Parece que este mismo Cosón fue, antes de Filipos, aliado de Bruto, el cual para pagar a los soldados enviados por el rey geta, había acuñado monedas de oro con el nombre de Cosón.

Otro rey geto-dacio del Danubio, Dicomedes, fue aliado de Marco Antonio en la batalla de Accio. Hechos prisioneros los dacios, fueron obligados por el vencedor a luchar en el anfi­teatro contra otros prisioneros suevos.

Prosiguiendo su política de conquista en el Bajo Danubio y en el Danubio Medio con el fin de alcanzar las fronteras naturales del Imperio (el primer Emperador romano sentó las bases para la transformación de aquel gran río —el río sagrado de los geto-dacios— en un río romano. El avance romano se llevó a cabo desde Iliria y desde Macedonia. La primera región de los dacios que cayó bajo la dominación romana fue Dobrucha, donde los reyes getas, Dápix y Zyraxes, fueron vencidos por el procónsul de Macedonia, Marco Licinio Craso, poco después del año 29 a.C. El gobernador romano de Macedonia fue ayudado por el rey geta, también de Dobrucha, Roles, que recibe el título de amigo y aliado del pueblo romano. La Dobrucha es integrada en el reino de los odrisos, estado cliente de los romanos, estando sometido el litoral del mar Negro a la autoridad de un praefectus orae maritimaé. La situación de la Dobrucha durante el reinado de Augusto encontró su eco poético en la obra del poeta romano Ovidio, relegado y muerto en Tomis, «en el extremo del mundo». Es en este período cuando la ligera impronta de la «gracia helena» comienza a ser sustituida en esta zona por la profunda huella de la «energía romana» (Séneca), aunque los romanos se viesen obligados a sostener incesantes luchas contra los geto-dacios de la orilla izquierda del Danubio, así como contra las invasiones de los bastarnos y de los sármatas provistos de corazas. Los getas constituyen un peligro para los romanos y, como dice el poeta, se burlan de Roma «seguros del arco que llevan, de su carcaj lleno, del caballo que puede cubrir extensiones inmensas». Así habla Ovidio de la ocupación, por los getas de la orilla izquierda del Danubio, de la ciudad de Troesmis (Iglita), que fue defendida por L. Pomponio Flaco, después gobernador de la Mesia. Ante la resistencia de la población indígena geta y el empuje de los bárbaros, la Dobrucha representaba hacia el Este una posición para asegurar la dominación romana en el Bajo Danubio, así como sobre el litoral oeste y norte del mar Negro.

Entre el 11 y el 12 de nuestra era, los romanos emprenden una vasta operación con puntos de partida en Panonia y en Mesia. El gobernador de Panonia, provincia romana atacada muchas veces por los dacios, Cn. Cornelio Léntulo, ataca a los dacios del Banato y de la Oltenia, pero sólo consigue aplazar el peligro, pues la potencia de los dacios permanece intacta.

A mismo tiempo, el comandante del distrito militar de Mesia, Sexto Elio Catón, pasa el Danubio en la llanura valaca, destruye entre otros los establecimientos geto-dacios de Popesti y de Piscul Crasani, donde la vida cesa, precisamente, en este período, y procede además a la deportación de 50.000 getas al sur del Danubio.

Durante aquel tiempo, el poderío de los dacios del interior de la Transilvania, del Banato y de la Oltenia aumenta bajo la amenaza romana. Tras la muerte de Burebista, una fuerte organización política y militar, con su centro en las ciudadelas de los montes de Orastie, continúa su evolución bajo unos jefes cuya sucesión puede ser seguida desde este gran rey. Según el testimonio de Jordanes, fue Deceneo quien tomó también el título de rey, siendo su sucesor Cromósico.

Sin embargo, en el siglo I de nuestra era los dacios entran en una nueva etapa de su civilización y, lejos de haber sido sometidos a «sufrir la dominación del pueblo romano» (Res gestae Divi Augusti), se disponen a mantener sangrientas guerras por su independencia.

 

Europa sudorienlal en tiempo de los escitas

 

Para apreciar plenamente los desarrollos que se produjeron en las regiones del mar Negro y en la Transcaucasia en tiempo de los romanos, es conveniente referirse a ciertos cambios que tuvieron lugar en lo que hoy es Rusia meridional durante el I milenio a.C. La era se abre con la aparición de las tribus escitas en los límites asiáticos de la Europa Oriental. Los recién llegados eran indoeuropeos que hablaban una lengua irania. Probablemente estaban emparentados con los cimerios nómadas, a los que no tardaron en expulsar de lo que ahora es el sur de Rusia. Mientras vivían en el Asia occidental, habían aprendido a utilizar el caballo y a trabajar el hierro; conocimiento este último que tal vez habían recibido de los metalúrgicos de Minussinsk. Estas dos posibilidades les dieron una inmensa ventaja sobre sus contemporáneos. Las tácticas desarrolladas por sus arqueros montados obligaron incluso a las grandes potencias de la época a modernizar sus ejércitos.

Algunos escitas deben de haber llegado a Europa a comienzos del I milenio, puesto que en la orilla occidental del Volga las tumbas con armazón de madera del tipo que a ellos se les atribuye comenzaron a sustituir a las sepulturas de catacumba de los cimerios en los siglos X y IX a.C. De todos modos, la mayoría de los escitas no cruzó el estrecho de Derbent hasta una fecha considerablemente posterior, pues no llegaron al distrito del lago Urmia hasta el período comprendido entre el 722 y el 705 a.C. Desde allí, avanzando ininterrumpidamente hasta los límites de Asiría, este grupo invadió Frigia y Lidia hacia el 640 a.C., apoderándose de lo que hoy son el Irán noroccidental y la Turquía oriental, y llegando en sus avances hacia occidente hasta el Halys. Después de dominar allí durante unos veintiocho años, fueron vencidos por los medos, que les obligaron a retirarse hacia el Norte pero sin perseguirlos hasta Europa. Gracias a esto, los escitas pudieron establecerse en el valle del Kubán, donde unas sepulturas tan ricamente alhajadas como los túmulos de Kelermes y Kostromskaya, de los siglos VII/VI a.C., o el de Ulsky, del siglo VI, son prueba de la riqueza que sus jefes habían alcanzado ya.

Muchos escitas permanecieron en el valle del Kubán, pero muchos más avanzaron hacia lo que hoy es la Rusia meridional. Uniendo sus fuerzas con las de sus tribus amigas del área del Volga-Don, se lanzaron a conquistar las zonas inferiores del curso de los ríos Dniéper y Bug. Y adonde llegaba un escita, le seguían su caballo, sus rebaños y su familia, y donde un escita moría, sus camaradas le sepultaban con la pompa y ceremonia tradicionales, dando muerte, invariablemente, a su corcel y a otras caballerías favoritas para meterlos en su sepultura, a fin de que estuviesen preparados para servirles en el otro mundo. Por consiguiente, cada tumba escita es, indefectiblemente, una tumba de caballos, variando el número de éstos según la riqueza de cada difunto, su ocupación y la localidad en que vivió. Así, en las proximidades ele los ríos Kubán y Dniéper, donde los escitas se dedicaron especialmente a la cría de caballos y ganado y donde se encontraban los mejores rebaños, el número de caballos muertos en la sepultura de un jefe llega, a veces, a cientos, mientras en las regiones de Kiev y Poltava, donde los escitas trataban de vivir de la agricultura, es raro encontrar más de un caballo en cada tumba, Pero cualquiera que fuese la ocupación y la posición económica o social del difunto o el número de siervos o de caballos muertos, tanto las víctimas humanas —y una de éstas solía ser una de las mujeres del jefe— como los caballos eran sepultados con sus mejores vestidos, joyas y arreos.

La indumentaria de los escitas se diferenciaba totalmente de las conocidas en el mundo antiguo. Los hombres llevaban largos chaquetones ceñidos, que acaso procedían de la túnica asiria, y amplios calzones recogidos en los tobillos y cerrados en botas altas y flexibles. En invierno se añadía un manto y un capuchón. Este equipo se adecuaba perfectamente al modo de vida de un caballero. Los partos lo adoptaron, y, cuando, hacia el 300 a.C., los chinos incluyeron unidades montadas en su ejército, lo utilizaron también para sus jinetes.

Los escitas diferían de otras comunidades nómadas en algunos aspectos significativos. El más importante era su notable sensibilidad artística y su dominio de los principios básicos del gobierno y del comercio. Estas condiciones, raras en las comunidades tribales, permitieron a los escitas establecer un Reino que tenía todas las características de un Estado y desarrollar un arte que enriqueció a muchas tribus de orígenes afines o extraños con la cultura que nosotros conocemos como la de los pueblos de la estepa.

Rigurosamente hablando, los términos «Escitia» y «escitas» deberían aplicarse sólo a los nómadas llamados «escitas reales», que vivían y dominaban en la Rusia meridional. En su apogeo, es decir, desde el siglo VI al III a. C., su Reino se centraba en las llanuras del bajo curso del Dniéper y del Bug e incluía a Crimea, excepto la faja costera, que seguía en poder de los colonos griegos, y la península de Taman, de la que los escitas no habían podido arrojar a los cimerios. De todos modos, las influencias culturales y políticas de Escitia se hicieron sentir en un campo muy extenso. Al este del mar de Azov, se extendieron hacia el norte, desde el Kubán, donde las tribus sindas y meotas vivían como miembros integrantes de la comunidad escita, hasta la Siberia occidental. Allí, en el Altai, desde el siglo V al III a.C., los nómadas que fueron sepultados en las heladas tumbas de Pazyryk, Katanda, Shibe y Tuekt tenían un modo de vida casi idéntico. La cultura escita penetró desde allí hasta el Asia central y floreció también en la región del Sudoeste, en el Cáucaso y en Transcaucasia. En Europa, la influencia escita se extendió hacia el Oeste, lejos de la propia Escitia, hasta áreas donde los habitantes nativos pueden haber sido antepasados de los eslavos. En toda aquella extensa zona las poblaciones usaban armas, jaeces para los caballos, utensilios y joyas de tipo escita. En el siglo IV a.C., cuando los escitas reales ejercieron su autoridad hasta el Danubio reduciendo a muchos jefes tracios que vivían en su orilla derecha a la situación de vasallos, antes de entrar en la llanura húngara y avanzar hasta la Transilvania, dejaron su impronta en las artes oreadas en la Baja Mesia, en lo que hoy és Bulgaria. Aunque hacia el Noroeste su avance fue detenido por los celtas, por los ilirios y por los macedonios, transmitieron, sin embargo, sus conceptos artísticos a Dacia y Panonia y posiblemente incluso a los celtas de Hallstatt.

Los primeros griegos que se asentaron en las orillas del mar Negro eligieron su costa sudoriental, para tener un fácil acceso a los campos de oro del Cáucaso. Entonces, los milesios tomaron posesión de la costa oeste, ocupando las áreas Bug-Dniéper y fundando Olbia. En el siglo V perdieron el Quersoneso ante los dorios, y éstos, a pesar de la oposición de los tauros nativos, transformaron la ciudad en capital de los griegos que vivían en las costas sur y oeste de Crimea. Panticapeón siguió siendo milesia y extendió su dominio sobre el estrecho de Azov y el estuario del Don, para formar, hacia el 438/7, bajo la dinastía tracia de los espartócidas, el reino del Bósforo, con un hijo de Espártoco reinando sobre los sindos en la península de Taman. Todos aquellos pueblos permanecían impermeables a la influencia escita, aunque desde el principio los griegos se vieron obligados a contar con los nómadas, cuya buena voluntad era lo único que les permitiría mantenerse en aquellas áreas. Su presencia allí había llegado a set imprescindible para el aprovisionamiento de su propio país, y más especialmente del Atipa, que ya no podía seguir abasteciéndose del pescado y del trigo esenciales para su subsistencia. Hasta el siglo IV a.C., Olbia fue utilizada por los residentes griegos como su principal puerto de exportación, y los escitas se enriquecieron actuando de intermediarios entre los agricultores del interior y los griegos de la costa, cambiando los productos de los primeros por los artículos de lujo que les facilitaban los segundos.

En los tiempos de Heródoto los escitas estaban gobernados por un rey, cuya soberanía era, a su muerte, heredada por su hijo. Sus cortesanos, los jefes de tribu, vivían entonces como señores feudales, dueños de grandes rebaños, de numerosos esclavos y de grandes cantidades de objetos valiosos. Los hombres corrientes de las tribus formaban una clase distinta e inferior, aunque privilegiada. Como hombres libres, podían tener caballos y montarlos; cada uno de ellos era, de este modo, un cazador y un posible guerrero, con derecho a tomar parte en el botín que había ayudado a ganar en la batalla. Estos hombres eran el corazón y la fuerza de Escitia. Fueron también los celosos guardianes de sus antiguas tradiciones, fervientes defensores del nomadismo, tenaces adeptos a su acostumbrada forma de vida. Cuando, a finales del siglo VI, su rey, Escila, compró una casa en Olbia, le acusaron de excesivo filohelenismo e, incitados por su hermano, Octomasades, le dieron muerte. Sus sucesores en el trono continuaron actuando como los protectores reconocidos de las ciudades coloniales griegas, pero tuvieron buen cuidado de no dar lugar a que se les hicieran semejantes acusaciones y siguieron viviendo en tiendas, en los campamentos de sus soldados.

Pero la necesidad de ciudades se puso de manifiesto ya en el siglo VII, aunque no fue claramente reconocida hasta el V. A pesar de que, relativamente, han sido excavados pocos asentamientos escitas, se tiene ya Ja evidencia que permite asegurar que existía un número de pequeñas ciudades mayor de lo que se suponía. Uno de los más antiguos e importantes sitios primitivos es la ciudadela fortificada de Nemirovo en la Podolia meridional, a unos 250 kilómetros al sudoeste de Kiev. Data del siglo VII, aunque hasta el VI no fue protegida por una muralla construida con grandes piedras, guarnecidas con ramas y revestidas de arcilla. Dentro de este recinto había espacio bastante para fosos en forma de campana con el fin de almacenar el grano o recoger los desperdicios, y para cabañas de barro. Las viviendas apenas superaban el metro y medio de altura, con un poste central situado junto a la chimenea de arcilla para servir de soporte al techo, de forma cónica. Sus diámetros variaban de 4 a 7 metros. Este asentamiento fue abandonado en el siglo V, casi al mismo tiempo en que se fundó el mucho más importante de Kamenskoe. Este se hallaba situado a unos 40 kilómetros al suroeste de Dniepropetrovsk y debió de ser la capital de la Escitia del rey Ateas. Conservó su importancia hasta el siglo II a.C., en que fue sustituido por la escita Neápolis. En aquel tiempo, ocupaba unos 12 km. y estaba muy fortificado. Su amplia ciudadela estaba construida con troncos dispuestos verticalmente sobre el suelo, de un modo muy semejante al de la rica sepultura de Kostromskava, en el Kubán, del siglo VII/VI a.C. La ciudad fue muy floreciente. Comprendía muchos talleres, siendo especialmente numerosos los de los metalúrgicos, los fundidores y los herreros.

Las excavaciones han demostrado que las casas mayores solían tener hasta tres o cuatro habitaciones, con paredes de troncos. Se levantaban sobre sótanos semisubterráneos, en los que se hallaban los hogares de arcilla batida.

Mucho más características de los escitas eran, sin embargo, las tumbas en que las tribus nómadas daban sepultura a sus jefes y a sus guerreros. Las tumbas reales en que encerraban para siempre a sus gobernantes medían en aquel tiempo de 15 a 20 metros de alto, mientras las de los escitas menos importantes no solían pasar de uno. Pero, cualesquiera que fuesen las dimensiones de una tumba, su construcción seguía siendo, fundamentalmente, la misma. Así, en el primer caso, una impresionante galería o corredor llevaba a una serie de cámaras funerarias, y, en el otro, una especie de foso abría paso a una sola tumba. Según la riqueza del muerto, y un poco también según la naturaleza de la localidad, las cámaras sepulcrales se recubrían de troncos, cañas o piedras. Los difuntos eran colocados boca arriba, sobre una estera, sobre juncos o en unas andas, con la cabeza hacia el Oeste. En las tumbas se ponían alimentos y bebidas, así como todos los objetos necesarios para una vida futura. Como los escitas eran una raza de cazadores y guerreros, los hombres eran enterrados con sus armas, es decir, con sus arcos, escudos, armaduras, espadas cortas de hierro, lanzas de largas puntas también de hierro, puntas de flecha en forma de trifolio y copas hechas de los cráneos de los enemigos muertos, a menudo montadas en oro. Las mujeres eran enterradas con sus joyas, con los pesos del telar, con agu­jas de hierro y, en las tumbas más ricas, con espejos. Estos deben de haber tenido un significado especial, puesto que sirvieron de atributos a la Gran Diosa, la única adorada por los escitas hasta que la influencia griega les llevó a venerar también a los elementos. En todas las tumbas se colocaba una caldera de base cilindrica y, probablemente, también todo lo necesario para fumar el haschisch.

Mucho de nuestro interés por los escitas se debe a la asombrosa belleza y vitalidad de su arte, esencialmente gráfico y decorativo, cuyas raíces hay que buscar, sin duda, en el grabado en madera. Muchos de los objetos encontrados en sus más ricas tumbas son de oro, de electrum (aleación natural de oro y plata) y de bronce. En un número sorprendente son de un refinamiento y una belleza extremados. El arte es, fundamentalmente, un arte animalístico, con los animales concebidos de un modo tan impresionista que sus posiciones sugieren, al mismo tiempo, sensación de movimiento y de reposo. Sin embargo, sus retratos eran naturalistas, aunque con una notable estilización.

Recientemente, eminentes estudiosos han atribuido algunos de los más finos objetos de oro encontrados en las tumbas escitas a artesanos extranjeros, asignando, por ejemplo, los ciervos en reposo del tipo de Kostromskaya a los artífices tracios, y el pez de Vettersfeld a los jonios. Estas atribuciones son difíciles de aceptar por motivos estilísticos, aunque hay muchas cosas comunes a tracios y escitas, que a menudo se casaban entre sí y compartían gran número de costumbres. Es poco lo que se conoce acerca del trabajo del metal entre los tracios antes del tiempo de los romanos. Sin embargo, habían empezado a explotar sus minas de plata y a acuñar grandes cantidades de monedas de plata en el siglo VI a.C., de modo que es fácil que hubieran trabajado para el mercado escita. Si así fue, es posible que hubieran trabajado en el estilo del gran vaso recientemente descubierto cerca de Tesalónica y que hoy se exhibe en el museo de la ciudad. Sus decoraciones recuerdan vivamente las del famoso jarro de Chertomlyk, pero éste incluye un friso en que se ve a unos escitas cuidando a sus caballos, retratados con tal realismo que el trabajo debe ser atribuido, seguramente, a un artista griego. Son raras las escenas genéricas de este tipo, pero aparecen en diversos objetos encontrados en las tumbas de Chertomlyk, Kul Oba (cerca de Panticapeón), Solokha (Bajo Dniéper) y Karogodenaskh (Kubán). De no ser un griego, lo más probable es que fuese un artista jonio o tracio el que produjo aquellas vivas representaciones de la existencia cotidiana, y no las figuras de animales, que seguramente pertenecen a la escuela artística que floreció en el noroeste del Irán, en el oeste de Siberia, en el Altai, en la Transcaucasia y en la Europa oriental, más que en la occidental o en la del centro. El pez de Vettersfeld, por otra parte, es esencialmente nómada, casi bárbaro en su concepción, y fácilmente se inscribe en el arte de los pueblos de la estepa. Si se tiene en cuenta la repulsa de .los griegos a adaptarse a las formas extranjeras, su desprecio de los pueblos primitivos y su habilidad para imponer su propio idioma a los demás, es difícil imaginar a un artífice griego o jonio, e incluso tracio, dispuesto a someterse tan enteramente a los dictados de un patrón de los nómadas como para haber creado un tema tan sugestivo.

A juzgar por los contenidos de sus tumbas, los escitas debieron de sufrir una crisis económica en el siglo V, porque las sepulturas de este período encerraban menos objetos de valor intrínseco y menos ejemplos de la artesanía de Olbia que las de tiempos precedentes y también un poco posteriores. Este descenso en la prosperidad debe atribuirse, tal vez, a la táctica de tierra quemada a que tos escitas recurrieron para responder al intento de Darío I, que pretendía conquistarlos. Su renovada prosperidad en el siglo IV, como la de los griegos del Bósforo, puede haber sido el resultado del libre comercio del trigo, que se desarrolló cuando Atenas perdió su control sobre el mar Negro. Pero la economía de Escitia, que nuevamente floreció en el siglo IV, trajo consigo la primera amenaza contra su seguridad. Tal amenaza vino del Este, y adoptó la forma de una invasión sármata.

Los sármatas constituían una vasta unión de tribus de ori­gen iranio. Como tales, se relacionaban con los cimerios y con los escitas, cuya cultura compartían y cuyos modos de vida adoptaban, aunque su sociedad estaba organizada sobre bases matriarcales. La inquietud de las tribus en Asia condujo a los sármatas hacia el Oeste y pudo haber incitado al rey Ateas a llevar a sus guerreros escitas, a través del Prut, hasta el Danubio, hasta el área conocida como Pequeña Escitia en los tiempos clásicos. En el año 339 a. de C. las avanzadas escitas habían llegado hasta el oeste de Balcik. Filipo II de Macedonia consideró necesario detener su avance y entabló contra ellos una batalla en un punto del Danubio que aún no ha sido identificado. A pesar de tener más de noventa años, Ateas mandó a sus hombres en la batalla y murió combatiendo. Privados de su jefe, los escitas aceptaron la paz, pero siguieron molestando a los macedonios. Por ello, tres años después Alejandro envió una expedición de castigo para someterlos. Los escitas derrotaron a los macedonios, matando a su comandante, Cepirio, gobernador de Tracia, pero estaban demasiado debilitados por la lucha para poder explotar su triunfo sin nuevas ayudas. Regresaron a Olbia en busca de refuerzos, pero la guerra había amenazado la seguridad de la ciudad, empujando a los comerciantes a abandonar su puerto en beneficio de Panticapeón con el resultado de que los habitantes, empobrecidos, se negaron a intervenir. Sin embargo, algunos escitas se dirigieron hacia la Dobrucha, aunque la mayoría regresó a sus regiones natales, junto al Dniéper. Allí tuvieron que luchar contra la creciente presión sármata, porque los invasores no se contentaron con permanecer en la orilla oriental del Don, que habían alcanzado a comienzos del siglo IV. Algunos —los siracios— se dirigieron hacia el Sur para expulsar del Kubán a los escitas; los demás cruzaron el Don en el año 330 y continuaron empujando a los escitas hacia el Oeste, hasta que, en el 179 a.C., bajo el reinado de Gatalas, fundaron un importante Estado al oeste de Crimea, con ramificaciones, como los aorsos y los yacigios, tribus atrincheradas cerca del mar de Azov, y los roxolanos, establecidos al norte de aquéllos. Los roxolanos comenzaron luego a desalojar a los yacigios, hasta que, a mediados del siglo I d.C., les habían empujado a través de la Dacia hasta las praderas que se encuentran entre el Danubio y el Tisza, es decir, hasta los propios límites de Roma.

Aunque los escitas mantenían su dominio sobre los estuarios del Dniéper y del Bug, trasladaron su centro a Crimea, donde los sármatas no podían conquistarles. Así se convirtie­ron en dueños de Crimea, sobreviviendo allí hasta que fueron aniquilados por los hunos. Al principio no hicieron tentativa alguna de expulsar a los griegos de la faja costera y durante algún tiempo estos últimos se mantuvieron prósperos. El Quersoneso, que pronto sucumbiría ante Mitrídates, pudo en los primeros momentos hacer la guerra a Farnaces I del Ponto y, con la ayuda de los sármata, dirigidos por la reina Amaga, que actuaba en lugar de su marido Gatalas, siempre borracho, lucharon también contra los escitas y contra los tauros locales. Por aquel tiempo la vida de la ciudad había dejado de dis­gustar a los escitas, que, hacia finales del siglo III a.C., fundaron una capital propia en la orilla izquierda del río Salgi, en las proximidades de la actual Simferopol. Fue conooida como Neápolis Escita, para distinguirla de otras ciudades del mismo nombre. El sitio en que se construyó estuvo bien elegido, porque dominaba las rutas que conducían a las ciudades del Bósforo así como al interior de Escitia. Se convirtió muy pronto en un importante centro comercial y manufacturero, con griegos y escitas viviendo dentro de sus murallas. Alcanzó el apogeo de su prosperidad en la segunda mitad del siglo II d.C., cuando el rey Esciluro y su hijo Pataco gobernaban, y cuando la vida iba haciéndose más difícil para los griegos. Neápolis fue, primero, fortificada por un muro de piedra que medía dos metros y medio de ancho, pero éste pronto fue sustituido por otro de 12 metros de alto por ocho y medio de espesor. Las murallas formaban un cuadrado y tenían unas puertas colocadas en el centro de cada lado. La ciudad fue embellecida con estatuas de bronce y de mármol. Había en ella muchas hermosas casas de piedra, con numerosas habitaciones y con patios provistos de fosos para almacenar el grano. Neápolis duró tanto como los escitas, pero comenzó a declinar en el siglo III d.C. Su necrópolis estaba fuera de las murallas, con las sepulturas más pobres alineadas a lo largo de los bordes y las tumbas ricas en el área central. De éstas había muchas. Algunas de las tumbas de piedra estaban adornadas con las más antiguas pinturas murales encontradas en Crimea; una decoración incluía un tapiz con un dibujo de tablero de damas; otra, un músico tocando una lira, y otra, un jinete persiguiendo a un jabalí. Un gran mausoleo encerraba los cuerpos de setenta y dos notables; una suntuosa tumba había sido erigida para la reina; pero lo más importante de todo fue el descubrimiento de una tumba que, probablemente, perteneció al rey Esciluro. En ella se encontraron ochocientos objetos escitas de oro y los esqueletos de cuatro caballos.

Esciluro comprendió las ventajas que se derivaban del control de su comercio de exportación y por ello decidió arrancar a los griegos el dominio de la costa de Crimea. Para conseguirlo se alió con los roxolanos, conquistó Olbia y se convirtió así en su protector; en tal concepto, en el año 110 a. de C., acuñó allí su propia moneda de bronce, que sustituyó a las piezas de bronce, en forma de flecha, que, a juzgar por un reciente descubrimiento, habían sido usadas en Olbia por los escitas como una forma de moneda corriente en el siglo IV a.C. A continuación, Esciluro sometió a los lauros, levantando un fuerte en su territorio; luego, se apoderó del valioso puerto de Kerkinitis y atacó el Quersoneso. Al mismo tiempo, con la ayuda de los marinos de Olbia, intentó acabar con la piratería de los satarcos del norte de Crimea y, con el apoyo de Posideo, un mercader griego de Olbia, empezó a comerciar con Rodas.

Esciluro fue sucedido por su hijo y corregente, Palaco. Perisíades, el último rey del Bósforo, y el Quersoneso independiente se vieron entonces amenazados por los escitas y por los sármatas, y sintieron la necesidad de un aliado. Roma podía aún abastecerse por sí misma y por eso no estaba interesada todavía por las fértiles regiones del Dniéper y de Crimea, de modo que pidieron ayuda a Mítrídates Eupátor, rey del Ponto. Este se mostró totalmente dispuesto a prestársela, a condición de convertirse en soberano de la costa septentrional del mar Negro. En consecuencia, envió la primera de tres expediciones que organizó contra los escitas, principalmente en las zonas de Táuride y del Quersoneso. Aquella expedición estaba mandada por Diofanto, a quien Palaco se apresura a presentar batalla. Sin embargo, fue severamente derrotado, y Neápolis, junto con otra ciudad escita por lo menos, fueron conquistadas e incendiadas. Pero, aunque Diofanto estableció el dominio póntico sobre el Quersoneso, los escitas se rebelaron muy pronto. Aliándose con los roxolanos, se apoderaron de la fortaleza de Eupátor (que no debe confundirse con la moderna Eupatoria), que pertenecía a Mitrídates, y pusieron sitio a Quersoneso. Diofanto volvió del Ponto a la cabeza de una segunda expedición, pero a causa de la proximidad del invierno procedió a ocupar las ciudades griegas de la costa occidental del mar Negro. Palaco atacó de nuevo y, una vez más, fue derrotado, muriendo probablemente en el combate. Diofanto pudo someter así las ciudades escitas situadas en la ruta de Panticapeón, en las que Saumaco, un príncipe escita que había sido traído como esclavo o como pupilo de Perisíades, había incitado a los escitas locales a la revuelta, había matado a Perisíades, conquistado Panticapeón y Teodosia y estampado triunfalmente una S sobre la cabeza de Helio que figuraba en las monedas griegas locales. Pero Diofanto demostró, una vez más, que era el mejor comandante, pues capturó a Saumaco y le envió al Ponto, tal vez para que le dieran muerte. Entonces Mitrídates fue virtualmente el dueño de Crimea, donde la dirección de la guerra estaba ahora en manos del almirante póntico Neoptólemo. Este debe de haber conquistado las regiones de Táuride y de Oibia, porque una ciudad de esta última zona recibió de él su nombre. Las victorias de Neoptólemo supusieron una gran fortuna para Mitrídates, cuyos territorios pónticos habían caído en poder de las legiones romanas. En realidad, el éxito de Roma fue tan espectacular en el área de la Capadocia que Lúcido se decidió a dirigir su ejército hacia el Este, atravesando el Tigris, para atacar la ciudad armenia de Tigranooerta. Aunque muy inferiores en número, los romanos infligieron una tremenda derrota a los armenios. Mitrídates, que había sido desposeído de una gran parte de sus territorios, se proclamó campeón del Oriente, incitando a Tigranes II, rey de Armenia (95-56 a.C.), a resistir a Roma, mientras él, por su parte, reclutaba hombres y fomentaba un sentimiento de hostilidad contra los invasores. Su política afectó a los hombres de Lúculo, en el ejército romano llegaron a producirse desórdenes, y Lúculo se vio obligado a retirarse a Nisibin. Mitrídates recuperó así una gran parte de su antiguo poder y, en el año 66 a.C., pudo establecer una capital septentrional en Panticapeón, y situar en ella, como virrey, a uno de sus hijos, Farnaces. Farnaces concertó una alianza con los sármatas, así como con las ciudades griegas de la Dobrucha que los escitas habían arrebatado a los tracios en tiempos de Esciluro, obligando a todos a reconocer como soberano suyo a Mitrídates. En Crimea y en la península de Táuride, Farnaces dejó libres a los griegos permitiéndoles, incluso, acuñar sus propias monedas. Devolvió también a los escitas sus ciudades de Crimea, permitiéndoles conservar sus reyes, aunque obligando a ciertas poblaciones vecinas sármatas a pagar tributo a Mitrídates y a servir en su ejército.

Desde hacía algún tiempo las provisiones de grano de Roma, como antes las de Atenas, no llegaban a cubrir las necesidades. Inicialmente Roma había tratado de suplir aquella deficiencia consiguiendo grano de los escitas, primero por trueque y, después, por compra. Las monedas romanas utilizadas para ese fin han sido encontradas en distintas ocasiones en las regiones del Dniéper y del Dniéster. De todos modos, en el siglo I a.C. las deficiencias en el abastecimiento habían aumentado, y Roma no se contentó ya con comerciar con las tribus. Ahora quería controlar las zonas productoras de grano del Bajo Danubio y las comarcas del norte del mar Negro. Al mismo tiempo las regiones del Ponto y Trebisonda, en las orillas opuestas del mar, adquirieron una inmensa importancia estratégica para Roma. Para dominar las comunicaciones en aquella área, Roma aspiraba a convertir el mar Negro en un lago romano. Para conseguirlo, tenía que someter a Tigranes y a Mitrídates. La guerra contra el segundo comenzó en Bitinia, en el 88 a.C., pero hasta que Panticapeón se convirtió en su capital septentrional, Mitrídates no pensó en llevar la lucha a Crimea. En el 64 a.C. estaba proyectando una campaña allí contra los romanos, cuando murió de repente, se supone que envenenado. Su cuerpo fue enviado a Pompeyo, quien lo reenvió al Ponto, para el enterramiento real. Su muerte dejaba a la región de Crimea sin un jefe capaz de luchar contra Roma. La dinastía del Bósforo había llegado a su fin y los escitas se hallaban demasiado debilitados por los años de lucha para poder hacer algo más que ataques esporádicos contra las avanzadas romanas. Durante los dos años restantes del mando de Pompeyo en Oriente los romanos se contentaron con establecer una guarnición en el Quersoneso, construyendo fortificaciones y situando tropas en algunos puntos estratégicos del territorio escita. Sus verdaderos enemigos en el Oriente seguían siendo los partos, pero las intrigas políticas de Roma, que estaban minando la fuerza del Imperio, constituían una gran esperanza para las comunidades tribales de las zonas del Dniéper y del Danubio. Entre el 67 y el 50 a.C. los getas o los tracios lograron destruir Olbia, pero sus incursiones tuvieron poca importancia para Roma. Los sármatas fueron los que se beneficiaron de aquella situación y ampliaron su territorio, aumentando su poderío hasta el punto de fundar un Estado que llegó a amenazar a Roma y a sobrevivir a la invasión de los godos, para sucumbir, al fin, ante el asalto de los hunos.

El mundo de los partos

 

 

El siglo II a.C. vio en el Próximo Oriente la ascensión de la Partía. y de varias dinastías locales tras la estela del ocaso del Imperio seléucida, mientras en el siglo I a.C. romanos y partos luchaban por el control del área. Unos y otros eran recién llegados en tierras de antiguas culturas, desde el Tigris al Nilo, pero parecían continuar el viejo antagonismo entre los griegos y los persas aqueménidas, entre Occidente y Oriente. La gran mayoría de nuestras fuentes acerca de los siglos II y I a.C. están en griego o en latín, por lo que la historia de la vasta área comprendida entre el Mediterráneo y el río Indo ha sido considerada tradicionalmente como una parte insignificante de la historia griega o romana. Sin embargo, los partos no eran bárbaros orientales que molestasen a los romanos como los germanos lo hicieron en el Norte, sino que eran los herederos de los aqueménidas y mediadores entre India y China, de una parte, y Occidente, de otra. Los partos estaban muy interesados tanto en sus fronteras occidentales como en las orientales, y esta posición central de su Estado debe ser recordada al reconstruir la historia parta.

La primitiva historia de los partos es virtualmente desconocida y tiene que ser reconstruida a partir de unas pocas fuentes clásicas, como el epítome de Pompeyo Trogo, debido a Justino, y con ayuda de las monedas y de la arqueología. En Justino leemos que Arsaces, el fundador del poderío parto, era un hombre de origen indeterminado, y otras afirmaciones de autores antiguos o modernos no son más que hipótesis. La observación de Estrabón de que Arsaces era un jefe de los nómadas partos del Asia Central que invadieron y conquistaron la Partía suele aceptarse como la conjetura más probable. Parece que Arsaces se aprovechó de la revuelta general de las satrapías orientales en el Imperio seléucida, en la época de la subida al trono de Seleuco II, para fundar su propio Estado en el Asia Central. Esto debió de ocurrir hacia el 247 a.C., la fecha en que se inicia la era arsácida, que probablemente tuvo como modelo la era seléucida. Alrededor del 238 a.C., Arsaces invadió la Partía propiamente dicha y derrotó a su sátrapa independiente, Andrágoras. Poco tiempo antes, el sátrapa de la Bactriana, Diódoto, también se proclamó independiente de los Seléucidas. Dificultades surgidas en la parte occidental del Imperio seléucida dieron a los partos, así como a otros pueblos orientales, ocasión de consolidar su poderío.

Las excavaciones realizadas por los arqueólogos soviéticos en Nis, nombre griego de Pythaunisa, donde había tumbas reales según Isidoro de Cárace, han enriquecido considerablemente nuestro conocimiento de la Partía en los siglos II y I a.C. De uno de los óstraca encontrados en Nis podemos deducir que el sitio se llamaba oficialmente Mitridatkirt, por lo menos desde la época de Mitrídates I. Desgraciadamente, los reyes arsácidas se llamaron todos Arsaces, como sabemos por sus monedas y por una afirmación de Justino (41, 5, 6). Este hecho dificulta la identificación de los distintos gobernantes, pero revela el conservadurismo de los partos y su respeto hacia la familia real durante todo el dominio parto. El nombre de familia, Arsaces, nunca llegó a convertirse, sin embargo, en un título, como ocurrió en Occidente con el de César.

Los partos, en su patria, probablemente gobernaban su nuevo reino por medio de una burocracia reclutada entre escribas expertos en las prácticas tradicionales y en el idioma arameo del Imperio aqueménida. Tal vez hubiera poca necesidad del idioma griego en el Asia Central y en el Irán oriental, aunque podemos suponer que tanto el griego como el arameo florecieron con carácter de idiomas oficiales de la burocracia bilingüe de los Seléucidas, por lo menos en el Este. Pero los partos no tardaron en adoptar el griego para sus monedas, y también continuaron las tradiciones seléucidas del helenismo. Considero importante recordar esa burocracia bilingüe, y quizá lo que podríamos llamar una cultura bilingüe también, que prevalecieron en la Partia, como habían prevalecido en los dominios seléucidas. En algunas zonas el helenismo se había debilitado, mientras en otras se mantenía fuerte aún, pero la vieja opinión de que la ascensión de los partos constituía una reacción de los elementos nativos iranios contra los griegos (y contra los macedonios) es seguramente equivocada. Los griegos deben de haber servido a los dominadores partos, del mismo modo que los iranios sirvieron a los reyes griegos de la Bactriana Las ciudades del Irán fundadas por Alejandro Magno o por un seléucida fueron, desde luego, centros de helenismo, mientras que las áreas situadas fuera de ellas no lo fueron. Las ciudades se construían a lo largo de la gran ruta comercial hacia la India y al Lejano Oriente, y, fuera de aquella ruta, la influencia helénica era ciertamente pequeña.

En Nis, más de 2,000 óstraca relativos a negocios de vino y de viñedos estaban escritos en arameo, aunque se leían como en pánico. De más de cuarenta impresiones de sellos sobre arcilla sólo una tenía una inscripción griega, buena prueba de que el griego no se utilizaba mucho en Nis. Al mismo tiempo, en Avroman, en el Irán occidental, los partos usaban el griego para las transacciones legales. En los óstraca de Nis para las fechas se empleaba la era parta, mientras que en los documentos griegos de Avroman se utilizaba la seléucida. Esto no quiere decir que hubiera una rivalidad entre los dos sistemas de datación, sino, sencillamente, que los dos se utilizaban en el Reino parto, unas veces juntos, y otras solos. Las dos eras reflejan también, a mi parecer, las integrantes helénica e irania en la cultura de los partos, dos integrantes que frecuentemente aparecen bien diferenciadas en los hallazgos arqueológicos, pero también, y especialmente en el último período, entrelazadas en una unidad sincrética.

Se ha observado ya que los partos tuvieron que luchar en su expansión contra enemigos situados en sus fronteras, tanto orientales como occidentales. Pero la atención se ha centrado casi exclusivamente en el papel de los partos como adversarios de Jos Seléucidas y luego de los romanos. En cualquier caso, los partos procedían del Asia Central y nunca perdieron sus lazos con el Oriente. En realidad, la frontera oriental de los Arsácidas fue tan importante como la occidental, y deberíamos dedicar al Oriente, poco conocido, un estudio más atento que el reservado al avance —mejor conocido— de los ejércitos partos hacia Occidente.

Para continuar el desarrollo del tema arriba mencionado, deben hacerse aquí dos rectificaciones en la panorámica general de la antigua historia parta. La primera se refiere a la creencia de que los Seléucidas y los reyes griegos de la Bactriana eran los campeones de helenismo en el Este contra un iranismo bárbaro, representado por los partos y otros nativos que reaccionaban contra el helenismo. El hecho de que la madre de Antíoco I fuese irania debería bastar para poner en tela de juicio tal creencia. Pero pueden encontrarse otras pruebas de que los Seléucidas y los griegos de la Bactriana apoyaron las culturas «nativas» al mismo tiempo que el helenismo; por ejemplo, la protección seléucida a la antigua religión babilónica y a la tradición cuneiforme Esto no quiere decir que no hubiese conflictos entre «helenos» y «nativos», sino, más bien, que la política oficial de los diversos estados existentes en la llanura irania en los siglos III, II y I a.C. tenia que conciliar a ambos grupos. Varias familias reales se vanagloriaban de tener ascendencia griega e irania, siendo el caso más notable el de

Antíoco I de Comágene (69-34 a.C., aprox.), que se declaraba descendiente de Darío el Aqueménida y, a través de los Seléucidas, de Alejandro Magno La legitimidad basada en una ascendencia irania tanto como helénica se adaptaba perfectamente a las creencias orientales acerca del carisma del mando. Indudablemente, para los nuevos gobernantes supuso una ventaja la proclamación de su derecho a gobernar, fundada en aquella doble ascendencia, aunque fuese ficticia.

Como una consecuencia de las políticas oficiales de apoyo a las dos culturas, al menos en el Este podemos suponer, como se ha señalado ya, que los iranios sirvieron en los ejércitos de los greco-bactrianos y los Seléucidas, llegando algunos a ocupar altos puestos. Corresponde a J. Wolski (loe. cit.) el mérito de haber defendido convincentemente este punto en numerosas publicaciones. Y ahora podemos pasar a la segunda precisión en nuestro cuadro de la historia seléucida, que es la de que los Seléucidas perdieron todo el Irán oriental cuando subió al trono Seleuco II y que todos los intentos realizados por él y por otros reyes seléucidas para reconquistar sus dominios del este fracasaron. Sólo bajo Antíoco III, después del 209 a.C., volvió a imponerse una parte de la influencia seléucida, pero aun ésta apenas sobrevivió a la derrota de Antíoco por los romanos en Magnesia, en el 189 a.C. Aunque los Seléucidas eran apoyados e incluso estimados en Siria, en Mesopotamia y también en el Irán occidental, no alcanzaron el mismo respeto en el Este, y no porque los indígenas se opusiesen al helenismo seléucida, sino, más bien, porque los Seléucidas nunca habían concedido importancia al Este, y en los oasis del Asia Central y en el Irán oriental habían florecido siempre las tendencias al autogobierno. Además, si aceptamos la opinión de Tarn de que los greco-bactrianos deberían ser incluidos entre las demás dinastías de los Diádocos —Seléucidas, Ptolomeos, Antigónidas y Atálidas—, entonces, a mi parecer, deberíamos incluir también a los Espartócidas del sur de Rusia y a los partos. Porque en el Este los partos continuaban las tradiciones helénicas de los Seléucidas, así como, naturalmente, las suyas propias. No hay pruebas, por lo menos en los siglos II y I a.C., de una continuada política antihelénica de los partos.

La expansión parta hacia el Este fue detenida por el nuevo Estado greco-bactriano bajo Diódoto y luego bajo Eutidemo. El oasis de Mirv, la satrapía de Margiana, que había sido rodeada por una muralla por orden del segundo Seléucida, Antíoco I, probablemente cayó en poder de los greco-bactrianos, así como Aria, la zona de Herat y la Sogdiana. Así, el Estado parto se extendió al principio hacia el Oeste, a través de Hitcania. Para el nuevo Estado parto constituyó una amenaza la expedición de Seleuco II hacia el Este (alrededor del 237 a.C.?), posiblemente en alianza con Diódoto de Bactriana, pero Seleuco tuvo que regresar a Siria y los partos cointinuaron su expansión. Hubo un tiempo en que el nuevo Estado parto se hallaba dividido en cinco provincias (Astauena, Apavarktikena, Partiena, Hircania y Comisena) con base probable en una más antigua división seléucida de las primitivas satrapías aqueménidas en provincias llamadas eparquías. Posteriormente la provincia de Coarena, cerca del actual monte Demavend, fue añadida a los dominios de los partos.

A mi parecer, es importante recordar que los partos fueron incapaces de crear un imperio fuerte y centralizado, aunque parece que mantuvieron una gran lealtad entre el pueblo hacia la familia real de los Arsácidas durante varios siglos. El oscuro período comprendido entre Alejandro Magno y el ascenso de los Sasánidas en el siglo III d.C. es conocido por los últimos escritores árabes y persas como una época de muchos reinos feudales, y, como característica general del tiempo de los partos, la observación es acertada. Pero, bajo los partos, en la mayor parte de la llanura irania prevalecieron una cultura y un idioma comunes. El idioma partos, o sus dialectos, era corriente en el Khorasan o Irán oriental, y las conquistas de los partos en el Oeste les permitieron extender el idioma a la Media e incluso a Mesopotamia, a dondequiera que llegaron los oficiales y los soldados partos. Al hablar del Estado parto, quizá deberíamos referirnos más a una hegemonía parta que a un imperio centralizado. Indudablemente, bajo sus fuertes gobernantes los partos aparecen siempre unidos y poderosos ante sus vecinos, pero es discutible que el Estado parto tuviese nunca un aparato estatal centralizado, de ningún modo comparable a la República o al Imperio romanos.

Volviendo a las vicisitudes de los partos; hicieron la paz con Diódoto II de Bactriana, lo que les dio la oportunidad de consolidar su poder en su país de origen y de construir ciudades. Parece que los partos tuvieron un buen número de capitales, incluyendo Nis, Dara, al sudeste de Nis, y, por último, a finales del reinado de Tiridates, sucesor de Arsaces, el fundador de la dinastía, la capital estaba en Hecatompilos. El emplazamiento de Hecatompilos no ha sido identificado, aunque algunos lo sitúan en las proximidades de la moderna Damghan. Bajo Artabano I (211-191 a.C., aprox.), los partos continuaron avanzando hacia el Oeste, pero un nuevo soberano seléucida emprendió la ofensiva contra ellos y temporalmente recuperó parte de sus territorios y de su prestigio en el Irán.

En torno al 209 a.C., Antíoco III emprendió su gran expedición para reconquistar el Oriente de los Seléucidas, y el curso de sus campañas ha sido descrito por Polibio (X, 28-31). Antíoco derrotó a los partos, se apoderó de Hecatompilos y continuó hacia el Este. Parece que Artabano se vio, finalmente, obligado a reconocer la supremacía seléucida y a concluir un pacto con el conquistador. Antíoco, entonces, continuó su lucha contra Eutidemo de Bactriana y, tras algunas batallas, le situó en su capital. También aquí se hizo la paz hacia el 206 a.C. Antíoco prosiguió su expedición hasta la frontera de la India antes de volver a Seleuceia del Tigris, la capital oriental de los Seléucidas. Como consecuencia de la campaña de Antíoco contra la Partía, ésta quedó debilitada y perdió la mayor parte de los territorios conquistados en el Irán occidental. Los greco-bactrianos, bajo Eutidemo, por el contrario, parece que ganaron nuevas energías tras la prueba de fuerza con Antíoco, pues no sólo el Estado greco-bactriano alcanzó su máxima extensión en Asia Central, sino que Demetrio, hijo de Eutidemo, se lanzó a grandes conquistas al sur de las montañas Hindu-Kush. A juz­gar por la abundacia de monedas de distintos gobernantes parecería, sin embargo, que los greco-bactrianos sufrieron de la misma autonomía local y feudal de que luego sufrirían los partos. No podemos discutir aquí los numerosos problemas que plantea la reconstrucción del orden de sucesión de los reyes greco-bactrianos, pero sus frecuentes luchas, mencionadas por Justino (41, 6), dieron lugar a las conquistas partas a expensas de ellos tan pronto como un gobernante capaz subió al trono arsácida. Este gobernante fue Mitrídates I (aprox. 171 a.C.).

Por la misma época en que Mitrídates asumía el mando en la Partía, en la Bactriana usurpaba el trono un rebelde llamado Eucrátides. Aunque empezó imponiendo con éxito su dominio sobre un vasto territorio, después perdió varias provincias de la parte occidental de su reino en favor de Mitrídates. Estas provincias probablemente comprendían todo el territorio occidental de la moderna Herat, que parece haber permanecido en poder de los greco-bactrianos, mientras el oasis de Merv, a juzgar por las monedas encontradas, quizás en aquella época estuviese sometido a los partos Sin embargo, bajo Mitrídates I los ejércitos partos se dirigieron principalmente hacia el Este. La Media fue conquistada tras fuerte lucha en torno al 155 a.C. Inmediatamente tomó la Mesopotamia, y Mitrídates fue reconocido como rey en Seleucia, en el 141 a.C. Pero poco después el rey tuvo que volver a su patria, posiblemente a causa de las incursiones de los nómadas procedentes del Asia Central. Mientras tanto, Demetrio Nicátor, el soberano seléucida, trató de reconquistar del dominio de los partos los territorios perdidos, pero fue derrotado, hecho prisionero y enviado a Mitrídates, al Este.

El hijo de Mitrídates, Fraates II (138-128 a.C., aprox.), tuvo que luchar contra otro Seléucida, Antíoco VII Sidetes, hermano de Demetrio. Tras unos éxitos iniciales, en los que reconquistó Mesapotamia y parte de la Media, Antíoco fue derrotado y muerto en la primavera del 129. Fraates recuperó la Mesopotamia y nombró gobernador de Seleucia a un hircano llamado Himero. Las ambiciones partas de apoderarse de los restos del Imperio seleúcida en Siria se frustraron a causa de las invasiones de los nómadas procedentes del Asia Central.

Estas invasiones del Próximo Oriente por los nómadas procedentes del Asia Central desempeñaron un importante papel a lo largo de la historia de aquella zona. Si tenemos en cuenta que el Irán oriental y el Asia Central son tierras de oasis rodeadas de estepas o de desiertos, resulta claro que la constante interacción de la estepa y de los terrenos cultivados determinó, de diversos modos, las políticas y las actividades de los pueblos que allí dominaron. Conflictos y luchas sobre derechos de aguas llenan los documentos locales desde que existe información, y todavía hoy el agua sigue siendo la savia vital del país. A intervalos, en el pasado, los nómadas del Lejano Oriente se vieron obligados a emigrar y a invadir el Irán oriental y la India septentrional en grandes masas, y esto fue lo que ocurrió también a mediados del siglo II a.C.

No podemos ocuparnos aquí de los acontecimientos en las fronteras de China, en la lejana Mongolia, de donde partieron los Hiung-nu, probablemente los antepasados de los hunos, contra un pueblo de idioma indoeuropeo llamado Yüeh-chih en las fuentes chinas. Este tuvo que desplazarse hacia el Oeste, y desplazó, a su vez, a los nómadas saces, que invadieron la Bactriana. El primer avance de los Yüeh-chih desde el Lejano Oriente hasta el Turquestán occidental debió de producirse poco tiempo antes del año 165 a.C., mientras que la segunda migración, hacia Bactriana, ocurrió alrededor del 130 a.C.. Sabemos que hubo mercenarios saces en los ejércitos de Fraates II (Justino, 42, 2), pero, según parece, dieron más trabajos que ayuda. Después Fraates se vio obligado a marchar contra otra horda de los saces que había invadido y saqueado la Partia desde el Este. Fraates murió en el combate contra estos saces, alrededor del año 128, pero los saces, a su vez fueron expulsados hacia el Sudeste por los Yüeh-chih. Ahora está general­mente .admitido que los Yüeh-chih fueron los antepasados de los kusana, nombre de una de las tribus de los Yüeh-chih. Los tocarios fueron probablemente otra tribu o, no tan probablemente, otra designación dada a todos los Yüeh-chih, y se dice que derrotaron y dieron muerte a Artabano II, tío y sucesor de Fraates, alrededor del año 123 a.C. Afortunadamente, Artabano fue sucedido por un enérgico soberano que derrotó a los nómadas y restableció el dominio parto en Oriente.

Mitrídates II (123-87 a.C.) fue el Darío del Estado parto; al comienzo de su reinado tuvo que mantener el orden sofocando varios movimientos rebeldes. En Mesopotamia empezó, probablemente, por derrotar a Himero, que se había proclamado independiente. Luego venció al rey de Caracene, un árabe llamado Hispaosines, que nos es conocido por las monedas que acuñó. Mitrídates reconquistó después las provincias orientales que habían sido ocupadas por los saces. Fue probablemente él quien los redujo al territorio que de ellos tomó el nombre de Sakastán, el moderno Seistán, pero es imposible determinar la extensión de las conquistas de Mitrídates en Oriente. Los dominios partos a que se refieren las Estaciones partas, de Isidoro de Cárace, que datan, probablemente, del tiempo de Augusto, tal vez representen los límites establecidos por Mitrídates y por sus inmediatos sucesores, pero esto no es más que una plausible hipótesis.

De las excavaciones arqueológicas se desprende que una de las consecuencias de las presiones nómadas procedentes del Asia Central fue el desarrollo de una nueva arquitectura de fortificación en las ciudades de los dominios greco-bactrianos. Aunque existían ciudades antes de Alejandro Magno, en el período greco-bactriano aparecen murallas altas y macizas, con torres y fuertes puertas, que introducen innovaciones respecto a las de anteriores períodos. La existencia de muchas ciudades en el reino de la Bactriana está probada por las fuentes clásicas (por ejemplo, Justino), y es lícito suponer que en ellas florecieron las artes, la artesanía y la industria. La excavación de una ciudad greco-bactriana, descubierta en 1964 en la confluencia del Kokcha y del Oxus, en el actual Afganistán, podría llenar muchas lagunas de nuestro conocimiento del mundo greco-bactriano.

Por los objetos artísticos y por los resultados de las excavaciones parece claro que las influencias culturales dominantes entre los gobernantes y la aristocracia, tanto partos como greco-bactrianos, fueron helénicas. Junto al arte helénico existía un arte popular, lo que es una prueba más del paralelismo de las culturas antes mencionado. Las preferencias de la familia real parta se observan en las estatuas y en los «rytones» encontrados en la antigua Nis, el emplazamiento de las residencias reales Las modificaciones introducidas en el estilo helénico pueden advertirse ya en los objetos de Nis, y, posteriormente, se desarrollaron motivos y estilos iranios.

El reinado de Mitrídates II debe considerarse como l apogeo del poderío parto; el rey recibió el sobrenombre de «el Grande», como sabemos por las fuentes clásicas En sus monedas encontramos el título de «rey de reyes» en griego, otra prueba de su poderío y prestigio, aunque luego el título sería adoptado por Tigranes de Armenia, por los reyes saces en Oriente y también por Farnaces, soberano del Bósforo Cimerio (63-47 a.C., aprox.). Ya nos hemos referido a las conquistas de Mitrídates en el Oriente. En Occidente derrotó a Artavasdes I, rey de Armenia. En Mesopotamia los reyes de Caracene continuaron acuñando monedas, pero, probablemente, gobernaron como vasallos de los partos. En una posición análoga se encontraban los gobernantes de la Susiana (llamada por los griegos Elimea, y por la Biblia, Elam: el actual Khusistán) y de la Pérside (región de Persia, actual Fars). Además, en Mesopotamia la desintegración del poderío seléucida permitió a los gobernadores de algunas provincias, como Adiabene, alrededor de la actual Kirkuk, establecer pequeños reinos. Por otra parte, el reinado de Mitrídates puede considerarse como el establecimiento de las grandes familias feudales en el territorio de la llanura irania, aunque las grandes familias constituyeron un aspecto constante de la vida irania, desde Jos Aqueménidas hasta la conquista árabe. En este período probablemente pasan a primer plano, como nueva aristocracia gobernante, las familias principescas partas, emparentadas con la casa de Arsaces.

La familia Suren tal vez recibió como feudo Seistán, tras la derrota y contención de los saces por Mitrídates, aunque esto pudo suceder después, bajo Vologeses I (51-80 d.C., aprox.). El general parto que derrotó a Craso en Carres era un Suren, y después, en tiempo de los Sasánidas, un miembro de la familia era la segunda autoridad en el país, después del soberano Algunas fuentes consideraron, erróneamente, que el nombre Suren era un título, pero las inscripciones confirman que era un nombre de familia. La familia Karen tuvo extensas posesiones en Media, con su centro en Nihavand, y, según las fuentes armenias, perdieron su poder y sus posesiones con la llegada de los Sasánidasu'. Esta información no está ratificada por inscripción ni por posteriores referencias a la familia, lo que nos permite suponer que sólo una rama de la familia sufrió de aquella contingencia. Los Suren y los Karen son las únicas dos familias mencionadas por las fuentes que se refieren al período parto, pero otras familias, mencionadas posteriormente, pueden haber existido en el periodo parto, por ejemplo, los Spahpat o Aspahbad, mencionados en inscripciones sasánidas y en fuentes clásicas. Estos pueden haber sido una rama de Ja familia Karen, con su centro principal en Komis, en las proximidades de la moderna Damghan, pero la información es tan confusa como escasa.

Se han descubierto otros nombres, por ejemplo, el de Gevpuhr, de Hircania, la actual Gurgan, familia a la que tal vez perteneció Gotarces I (90-80 a.C., aprox.), aunque esto no es más que una suposición Otro. nombre es el de la familia Mihran, posiblemente con su centro en Raghes (la actual Teherán). Era, quizás, una rama de la familia Spahpat. Sería ocioso especular sobre otros nombres que aparecen en el período sasánida, como los Zek, Varaz, Andegan y Spandiyad, todos, probablemente, de familias feudales. Baste decir que, sin duda, muchos tuvieron sus orígenes en tiempos de los Arsácidas.

La proliferación de títulos bajo los partos puede interpretarse como resultado de las tendencias feudales en el Estado arsácida. Indudablemente el título de sátrapa fue degradándose hasta significar el gobernador de una subdivisión de la antigua gran provincia aqueménida y, finalmente, en el período sasánida, llegó a ser el equivalente de alcalde de una ciudad y de los pueblos vecinos. Un examen de algunos de los títulos que encontramos en diversas fuentes nos mostrará la complejidad de ¡a situación. Ténganse en cuenta las diferencias entre títulos, cargos honoríficos y funciones, aunque las fuentes no son claras en absoluto acerca de esto. Puede suponerse que los términos cambiaban de valor y de significado a lo largo del período parto, así como en la época sasánida

Si consideramos ante todo la estratificación social, hemos mencionado a las grandes familias que, juntamente con la casa real de los Arsácidas, constituyeron la alta nobleza, aproximadamente equivalente a los gobernadores de las grandes provincias (sahrdar) y a los miembros de las grandes familias feudales (aaspubr) del tiempo de los, Sasánidas Probablemente en el Reino parto —por lo menos en el período que estamos considerando, anterior a la época de Augusto— no había una división en clases tan clara como en el Imperio sasánida. Las otras dos clases de los Sasánidas, también probablemente herencia de los últimos tiempos partos, eran los «grandes» (vuzur- gan) y los «libres» (azadan). Estas dos clases pueden también haber existido anteriormente, pero no tenemos pruebas respecto a los primeros, mientras que los «libres» aparecen mencionados en las fuentes clásicas como una clase relativamente pequeña en tiempo de los partos Los «libres» podrían compararse con los caballeros de la Europa Occidental en la Edad Media.

La antigua estructura religiosa de la sociedad irania, dividida en tres clases —guerreros, sacerdotes y pueblo común—, o la posterior división en cuatro clases —guerreros, sacerdotes, escribas y artesanos— presentan muchos problemas. Indudablemente, había una división de la sociedad semejante al sistema general de castas de la India, pero ignoramos su significación en el Irán parto. Cualquiera que fuese la importancia de tal división social, todas las categorías de la estratificación social de la nobleza antes mencionadas pertenecen a la casta guerrera. De los sacerdotes y del pueblo común hablaremos más adelante.

Como podría esperarse, las fuentes revelan una mezcla de títulos iranios y helenísticos durante el período parto, cuya interpretación no es fácil. Un documento de préstamo encontrado en Dura-Europos es un buen ejemplo de ello En él uno de los altos oficiales, Metolbaesas, es un miembro de la orden de los primeros y honrados amigos y guardias de corps, una supervivencia modificada del tiempo de los Seléucidas. Su puesto o función es el de comandante de la guarnición. Otro oficial, más alto que el anterior, era Maneso, hijo de Fraates, gobernador de Mesopotamia y Parapotamia y de los árabes de las zonas próximas. Este era miembro de la batesa, probablemente una orden irania de alto rango, y también un caballero, si puede interpretarse el deteriorado texto como el equivalente griego de azadan. La etimología de batesa es incierta, pero probablemente significa un orden o una clase y no un alto cargo. El prestamista en el documento era un eunuco, Fraates, que pertenecía al círculo de Maneso. No era miembro de ningún orden, pero ocupaba un cargo llamado (h)arkapates. Este título significa que él tenía a su cargo la organización tributaria y quizá también la. recaudación de impuestos. Posteriormente, bajo los primeros Sasánidas, este título, u otro homónimo, llegó a ser mucho más importante. El número de títulos que encontramos y que significan «lugarteniente», «primero» o «segundo en el mando», suscitan muchos problemas acerca de las jerarquías partas, sin duda complicadas. La naturaleza feudal del Reino parto, de todos modos, explica la confusión de las categorías feudales, de los derechos hereditarios y de los cargos. Estos y los títulos honoríficos siempre han suscitado problemas a lo largo de la historia del Irán a los no especializados en ella.

Ya hemos aludido a la degradación del cargo de sátrapa, que en los óstraca de Nis aparece escrito en arameo, como PHT. Gracias a los óstraca, puede reconstruirse una jerarquía de los oficiales que gobernaban el Irán oriental. En la Partía propiamente dicha, la más pequeña división administrativa era el área de un diz, controlada por un dizpat, literalmente «jefe de fortaleza». El dizpat estaba subordinado al sátrapa, el cual presidía un distrito que comprendía varias áreas pequeñas, cada una de las cuales se hallaba sometida a un dizpat. Por encima del sátrapa estaba el marzban, literalmente «protector de frontera», pero probablemente equivalenté oriental del strategós o «gobernador», en la parte occidental del Imperio arsácida. Otros oficiales menores encontrados en los óstraca de Nis, tales como escriba jefe, tesorero y otros parecidos, eran necesarios en todas partes. De una comparación de Nis con Dura-Europos, resulta claro que las divisiones administrativas del Estado parto eran diferentes en las distintas partes del Reino, y las jerarquías de funcionarios debieron de cambiar también.

Nada sabemos del pueblo común, de su organización o de su vida. Existía la esclavitud, pero la diferencia entre siervos y esclavos no está clara. Los prisioneros de guerra romanos probablemente pasaban a la condición de esclavos, pero su relación con los esclavos indígenas no aparece registrada en texto alguno. Los sacerdotes o magos tenían, sin duda, una alta posición en la sociedad, pero no hay pruebas de una organización eclesiástica o de una jerarquía en tiempo de los partos. Probablemente, la función más importante de los sacerdotes era el culto, incluyendo los ritos del fuego, pero, una vez más, nuestras fuentes son defectuosas.

En cuanto a la religión, a la literatura y al arte, encontramos en las fuentes las mismas lagunas que en lo referente a la historia política y social. Como existe la misma extraña laguna en la información acerca del zoroastrismo y de las otras religiones en el Irán arsácida, las conjeturas pueden desempeñar aquí un papel más importante que en cualquier otro problema Sabemos que los sacerdotes del fuego existían en Anatolia y en Mesopotamia, pero estos «magos» ajenos al Irán, probablemente eran diferentes de los sacerdotes de la llanura irania. Un examen del escaso material iranio del período parto plantea un número de problemas religiosos que deberían ser investigados. Los óstraca de Nis no tienen información alguna relativa a la religión, salvo la frecuente aparición de Mitra en nombres compuestos, como Mitradat, Mitraboxt y Mitrafarn. Otros «nombres religiosos» son Spandatak, Sroshak, Tir, Vahúmen y Ohrmazdik, todos de carácter zoroastriano. La palabra mago apa­rece una vez como MGWSH, lo que es sorprendente, porque, probablemente, esta palabra semítica fuese tomada del iranio en la época aqueménida, o tal vez antes. Sin embargo, este término semítico nos induce a considerar las relaciones entre un mago de la Partia y los sacerdotes de Anatolia y la Mesopotamia, llamados magusaioi en las fuentes griegas.

Merece señalarse que los temas representados en los «ry- tones» de marfil grabado de Nis son todas escenas de la mitología griega. Otros objetos de arte iranio en este período prueban la popularidad de los cultos de Heracles y Dioniso, de modo que nos encontramos ante la paradoja de elementos zoroastrianos en los documentos escritos y caracteres helénicos en los objetos de arte de Nis. Pero los hallazgos de Nis datan del período en que las dos culturas se hallaban todavía separadas y no fundidas en un sincretismo como el que luego encontraremos, por ejemplo, en el mitraísmo. Es probable que en algunas zonas del Irán el zoroastrismo se mantuviese y se cultivase como la verdadera religión irania, mientras en otras se produjo una fusión de las diferentes concepciones y ritos. Sería, sin duda, erróneo suponer que la religión de los magos en la Mesopotamia o en Anatolia era idéntica a las creencias y a las prácticas de los magos en el Irán, o que los sacerdotes del Irán occidental se adhiriesen,, necesariamente, a la misma fe que los del Este.

Mucho se ha escrito acerca del zervanismo, que puede caracterizarse por la creencia en la supremacía del tiempo, Zerván, sobre sus hijos, Ormuz, el dios del bien, y Ahrimán, el dios del mal. La especulación sobre el tiempo —una preocupación intelectual de todas las épocas— llegó a ser una moda en el período parto, y el papel de Zerván en el mitraísmo y en el maniqueísmo demuestra la influencia que la fe en el destino ejerció no sólo sobre el zoroastrismo, sino también sobre otras religiones.

Corresponde a F. Cumont el mérito de haber demostrado que el zervanismo, como teología o escuela de pensamiento, se desarrolló en Mesopotamia, principalmente, bajo la influencia de la astrología babilónica, y como movimiento sincrético tuvo tanta influencia que algunos escritores cristianos llegaron después a pensar que el zervanismo era la religión oficial y dominante en el Imperio sasánida. El zervanismo, aunque de origen iranio, no alcanzó gran difusión entre las masas iranias durante el período parto, que, en conjunto, fueron zoroastrianas tolerantes con carácter general.

El mitraísmo, tal como fue conocido en el Imperio romano, surgió probablemente entre los magusaioi de Anatolia, según indica Plutarco. Los orígenes de muchos conceptos del mitraísmo, sin embargo, seguramente proceden del Irán, principalmente de los círculos zervanistas. Pero esto no significa que el mitraísmo surgiese ya desarrollado en el Irán, ni podemos deducir de ello que el zervanismo fílese un «mitraísmo indígena» en el Irán. Los arqueólogos no han encontrado un solo mithraeum en suelo iranio; y tampoco hay pruebas de ninguna religión con culto organizado, jerarquía y escritos sagrados en el Irán parto. Ni el culto real incluyendo, por ejemplo, el antiguó sacrificio de caballos, ni las creencias populares, tales como la costumbre de iconos o ídolos familiares, pueden considerarse zoroastrianos, sino, más bien, al contrario. A pesar de la multiplicidad de prácticas e, indudablemente, también de creencias y cultos, podemos supoper un núcleo de zoroastrismo que perduró a través del período parto como un eslabón entre los Aqueménidas y los Sasánidas. El zoroastrismo de la época parta, sin embargo, experimentó cambios que son difíciles de seguir, no sólo a causa de las lagunas de las fuentes, sino también por las actividades de la diáspora irania en Mesopotamia y en Anatolia, y de las posteriores religiones del mitraísmo y del maniqueísmo, que han influido en las interpretaciones occidentales de la religión en el Irán.

No hay espacio aquí para examinar el problema de la composición de algunos escritos zoroastrianos durante el período parto. La sección del Avesta llamada Vendidad («Ley anti-demoníaca») debió de haber sido codificada bajo la dominación parta, porque en el libro se han encontrado medidas grecorromanas. El problekna de un Avesta escrito en el tiempo parto, y en qué idioma o escritura, presenta muchas dificultades, pero puede admitirse que no existió ninguna colección canónica de textos avésticos. Por otra parte, la escritura existía y seguramente se registraron algunos textos religiosos, probablemente en distintas escrituras e incluso en distintas lenguas. Las tradiciones orales seguramente fueron conservadas por algunos sacerdotes, pero también se conservaron oralmente la épica y otras literaturas.

Desgraciadamente los restos del idioma parto son extremadamente escasos. Los óstraca de Nis, un contrato en pergamino de Avroman, en el Kurdistán, y unas pocas inscripciones son todo lo que tenemos del período parto. Todos están escritos en arameo ideográfico; por ejemplo, la palabra que significaba «hijo» se escribía BRY, pero se pronunciaba puhr, siendo la primera forma aramea, y la segunda, parta. No es éste el lugar adecuado para discutir el incómodo sistema de escritura heredado de la burocracia aqueménida, que usaba el arameo, pero es indudable que entorpeció la difusión de la cultura entre los partos. Es cierto que el idioma parto se conservó en los documentos maniqueos encontrados en el Turquestán chino, pero son documentos tardíos, pues datan del período postsasánida. Sus contenidos —sobre todo, himnos— son naturalmente de fechas mucho más antiguas, y no nos dicen mucho acerca de la literatura parta. Su conocimiento puede adquirirse mediante los textos posteriores mediopersas y neopersas, que conservan un material parto más antiguo, desde luego reelaborado, como la novela de Vis u Ramin en neopersa. De un estudio de estos trabajos literarios se deduce que la poesía épica y juglaresca era notable en la época parta. Por lo demás, esto es lo que cabe esperar de un tiempo de héroes, pues el vocablo «parto» sobrevivió, cambiando de forma, como la moderna designación del «héroe» (pahlavan).

Una investigación de los términos partos en el armenio y de los cantos épicos de los osetas —un pueblo iranio contemporáneo, del Cáucaso del Norte— arroja alguna luz sobre la literatura oral parta. A los gosan (en armenio, gusan) o juglares se debe quizá la conservación de los relatos de los antiguos héroes, que acabaron siendo recogidos en el Shahname de Firdosi, la historia épica del Irán preislámico. Hubo, sin duda, un gran número de ciclos históricos, como los cuentos de la familia de Rustam, centrados en Seistán, y posiblemente de orígenes saces. Pero todo lo que se ha conservado es la obra de Firdosi, aunque hay indicios en varios libros más tardíos de que la poesía épica era muy popular en el Irán. Además, el gran número de imitaciones del Shahname en el persa moderno, como el Barzuname, el Khavarname y otros, confirma la continuada afición del pueblo a aquel género de literatura.

La sociedad parta favoreció el desarrollo de la poesía heroica, épica, y el mismo espíritu puede encontrarse en las obras de arte que se han conservado. Escenas de caza, de combate entre dos caballeros y caballos pintados en un galope volador, todo aparece en las obras realizadas en piedra, en metal o en estuco. La frontalidad de los retratos de dioses o de héroes, tal vez de origen hierático, se difundió tanto en la época parta, que es como una marca del arte parto. El traje masculino típico de los partos, formado por unos pantalones que caen en amplios pliegues, a veces con polainas, y cubierto por una túnica, también se difundió en el Oriente Medio. La arquitectura parta, aunque es poca la que ha sobrevivido, muestra también, con sus arcos y sus aivans o pórticos, el mismo carácter distintivo de las monedas, de los trajes y de la frontalidad en el arte. Tampoco aquí se trata del origen parto de tales aspectos distintivos, sino de lo que podría llamarse su «canonización» por obra de los partos. A pesar del carácter fragmentado y feudal del Estado arsácida, los partos mantuvieron una sorprendente unidad de cultura y una gran solidaridad en su adhesión a ella. Esta solidaridad cultural es un factor importante, que se mantiene a lo largo de toda la historia del Irán. Cuando los autores romanos hablaban del mundo como dividido entre romanos y partos, no se referían simplemente a la división política o militar, sino también, y quizá predominantemente, a la división cultural, En la época del Imperio romano parecía que se enfrentaban dos grandes civilizaciones, con sus propias formas y tradiciones peculiares. Pero, mientras los romanos emulaban a los griegos en la transmisión de su propia herencia a la Europa Occidental, los partos, aunque habían tomado mucho de los griegos, continuaron las antiguas e indígenas tradiciones aqueménidas, y las transmitieron a los Sasánidas. En cierto sentido, la Partía conservó la herencia del antiguo Oriente, mientras Roma se convertía en representante del nuevo Occidente, y así, el lema para los gritos de combate de los siglos siguientes —«Oriente es Oriente y Occidente es Occidente»— se discutió en este período.

Hemos tocado sólo brevemente los temas de la religión, de la literatura y del arte de los partos, porque es necesario que atendamos a la historia de cómo los dos imperios, el parto y el romano, se dividieron el Próximo Oriente. Durante más de medio milenio, desde Alejandro Magno hasta las conquistas de los árabes, el Próximo Oriente permaneció dividido, aunque, partos y romanos alimentaron ideales de unidad, pues los reyes arsácidas continuaban soñando con la herencia de los Aqueménidas, y los emperadores romanos, con la de Alejandro Magno. El glorioso pasado inspiraba, así, las ambiciones de los unos y de los otros.

Es un tanto paradójico que el avance romano en el Próximo Oriente bajo Pompeyo, en 66-62 a.C., parezca haber coincidido con grandes pérdidas de territorio por parte del rey arsá- cida Fraates III en Oriente. Hacia mediados del siglo I a.C. surgió un gran Reino indo-parto, que dominó el Seistán y la zona del actual Afghanistán del Sur. Es muy difícil separar las monedas saces de las partas en este área, por lo que suelen . agruparse unas y otras bajo la denominación de monedas de los reyes saces-pahlava (partos) del Afghanistán y de la India nor-occidental. En las monedas aparecen nombres saces, como Azes, y partos, como Vonones, Gondofernes y Pakores. Probablemente en el siglo I a.C., el territorio del moderno Afghanistán estaba dividido en muchos pequeños reinos, la mayoría de ellos en las montañas del Hindu-Kush, gobernados por descendientes de los greco-bactrianos, y otros sometidos a los invasores procedentes del Asia Central. El Estado pahiava del Irán oriental —usamos ese término indio para distinguirlo del principal Reino arsácida, en el Irán occidental— probablemente conquistó los últimos reinos greco-bactrianós en las regiones Hindu-Kush, pero el Reino pahiava, a su vez, se derrumbó después. No podemos discutir aquí la ascensión de los kusana o el destino de los pahiava, pero baste decir que la autoridad central arsácida llegó al río Indo o más allá del Oxus, en el Asia Central. Incluso el Seistán y el Herat siguieron siendo zonas disputadas. En realidad, durante la vida de Cristo, el rey indo-parto Gondofernes conquistó, probablemente, el territorio al oeste de Seistán, en Carmania (actualmente, Kerman)

Sin embargo, los partos extedieron su dominación hacia el Oeste, llenando el vacío dejado por la retirada de los Seléucidas. Pero otros esperaban también recibir la herencia de los sucesores de Alejandro. Tigranes el Grande, rey de Armenia, tomó el título de «rey de reyes» y extendió su Reino hasta Siria y Mesopotamia, mientras Mitrídates del Ponto fundaba otro Imperio. Durante algún tiempo los partos no hicieron nada por recobrar una posición dominante en Mesopotamia, al hallarse envueltos en conflictos internos a causa de la sucesión. Ya antes de la muerte de Mitrídates II, en el 87 a.C., se había producido la rivalidad de Otro rey, Gotarces I. La cronología de los reinados es incierta, pero podemos reconstruirla así: Gotarces I, 91-80 a.C., aprox.; Orodes I, 80-77, aprox.; Sinattuces, 77­70, y Fraates III, 70-57 a.C., aprox. De nuevo, entre el 57 y el 54 a. de C., Mitrídates III y su hermano Orodes II lucharon por el trono, resultando vencedor finalmente el segundo. Si Craso hubiese intentado su invasión del territorio parto un año antes, habría podido tener éxito, pero la guerra civil había acabado ya antes de su desastre en Carres (Harran).

Ni los romanos ni los partos apreciaban en su justa medida el poderío o la importancia del enemigo antes de Carres. Tigranes de Armenia e incluso Mitrídates del Ponto habían constituido auténticas barreras entre las dos potencias; sin embargo, los partos tenían una idea más exacta que los romanos de los adversarios con quienes se enfrentaban. Los resultados de Carres fueron la cristalización de la rivalidad de grandes potencias entre Partía y Roma, ya señalada más arriba, pero, en lo inmediato, el Eufrates se convirtió en el límite entre las dos potencias, y el rey armenio, así como otros soberanos menores, se inclinaron a favor de los partos. Durante más de una década los romanos esperaron una oportunidad de vengar la derrota de Carres, pero las guerras civiles en Roma les obligaron a posponer tal propósito. Finalmente, los partos provocaron un contraataque, cuando Pacoro, hijo de Orodes, invadió Siria y Palestina en el 40 a.C. Parece claro que la política de los partos era la de formar alianzas con los reyes locales contra los romanos, pero fracasaron, y, con la muerte de Pacoro en el 38 a.C., en un combate, la suerte se inclinó a favor de los romanos.

La invasión de Armenia por Antonio, en el 36 a.C., casi acabó, sin embargo, en una catástrofe para los romanos, pero la lucha en el Reino parto entre el rey vasallo de Media y Fraates IV (38-2 a.C., aprox.) permitió a Antonio recuperar el territorio perdido en Armenia en el 33 a.C. Gracias a la guerra civil entre Antonio y Octavio, Fraates restableció la dominación parta sobre Media y se garantizó un rey favorable a los partos en Armenia. Pero la fatalidad de la dominación parta y los intentos de los parientes del rey de usurpar el trono no permitieron descanso alguno a Fraates, que durante algunos años tuvo que combatir contra Tirídates, que acuñó monedas durante cinco años aproximadamente (30-25 a.C.). La llegada de Augusto trajo la paz y un aumento de la influencia romana en el Próximo Oriente. Lo que no habían conseguido las armas romanas, lo consiguió la diplomacia romana, y los dos siglos siguientes asistieron al predominio romano en toda aquella área, aunque los romanos nunca lograron tomar y mantener la Mesopotamia.

La astuta intervención de Roma en los asuntos internos par­tos fue acompañada del incremento del poder de la nobleza en el Reino parto, organizada en un consejo que frecuentemente se oponía o amonestaba al rey. No debe olvidarse que la totalidad del territorio directamente gobernado por el monarca parto no era grande (la Partía propiamente dicha y las partes centrales de Irán y Mesapotamia, probablemente poco más de lo controlado por los Seléucidas en la época de la primera íevuelta arsácida). Existían todavía ciudades semiautónomas de fundación seléucida en el Reino del gran rey, siendo la más importante de ellas Seleucia del Tigris. Los estados vasallos del Oeste, como Osroene (Edessa), Gordiena, Adiabena, en la Me- sopotamia septentrional, y Mesena o Caracena y Elimea, en el Sur, probablemente tenían tratados con la Partía, mientras ios reyes de Armenia, de Media y de Pérside luchaban frecuente- mnte contra el rey de reyes parto. Había, sin duda, varios reyes en el Reino .parto; pero el soberano arsácida no merecía, frecuentemente, el grandioso título de rey de todos ellos.

Por último, podemos preguntarnos por qué las fuentes griegas referentes a los partos no se han conservado. Arriano escribió una historia de la Partia y conocemos obras de Apolodoro de Artemita y de un autor desconocido, que fue la fuente de los fragmentos de Trogo. Así, pues, existieron escritos acerca de los partos, por lo menos en lo que se refiere al período que llega hasta la muerte de Mitrídates II. No sobrevivieron, probablemente, porque nadie estaba interesado por ellos. Posiblemente el idioma griego iba perdiéndose en Oriente, mientras en Occidente todo iba centrándose en Roma. En cuanto a los escritores latinos, sólo la rivalidad parto-romana interesaba a sus lectores romanos. La división del mundo era un dogma aceptado y, como se ha dicho ya, se mantendría durante mucho tiempo.

La búsqueda de las fronteras naturales del Imperio

La creación del Imperio se había hecho sin orden, como resultado de las guerras, y las provincias habían ido añadiéndose unas a otras sin atender a los imperativos de la geografía. César había comprendido, sin duda, toda la magnitud del problema, pero no había tenido tiempo de resolverlo —era una tarea que tal vez sobrepasaba las fuerzas humanas, e incluso puede decirse que el Imperio romano moriría sin que hubiera sido realizada. Augusto se dedicó a resolver las dificultades que planteaban los sectores más importantes. Ya hemos dicho cómo había querido consolidar la bisagra entre las provincias orientales y el OccidenteIS2. Entonces pudo darse cuenta de la importancia de aquella frontera que, si fuese forzada, dejaría a Italia a merced de los bárbaros. La preocupación dominante de Augusto parece haber sido la de asegurar la integridad de la península. Pero para ello consideró necesario restablecer completamente la paz en las provincias de España y de la Galla. En primer lugar encargó a Valerio Mesala, en el 28, de sofocar una revuelta de los aquitanos; después, mientras dirigía en España la guerra contra los cántabros, envió a Terencio Varrón Murena contra los salasos, que ocupaban el valle de AostaLos salasos, en su mayoría, fueron deportados y vendidos como esclavos. Se fundó la ciudad de Augusta Praetoria (hoy Aosta).

Durante nueve años no se organizó ninguna operación contra los montañeses de los Alpes; pero en el 6, P. Sitio Nerva, que gobernaba en Ilírico y había adquirido contra los cántabros experiencia en la guerra de montaña, pacificó los valles alpestres entre el lago de Garda y la Venecia JuliaEstas operaciones eran el preludio de una vasta ofensiva destinada a penetrar, por el Sur y por el Oeste, simultáneamente, en la región de los Alpes centrales. En el 15 a.C., Druso remontó el valle del Odigio y, siguiendo la ruta de Brennero, alcanzó el valle del Inn. Otra columna, a las órdenes de Tiberio, remontaba el valle del Rhin con el fin de unirse a la de Druso. La batalla decisiva contra los montañeses de Vindelicia tuvo lugar a orillas del lago de Constanza en el 15 a.C., en una fecha tal vez elegida a propósito por su importancia en el calendario dinástico: el 1 de agosto, aniversario de la toma de Alejandría. Esta victoria permitió a Augusto crear dos nuevas provincias: la de Retía y la de Nórico. La Retía comprendía, además de Vindelicia, que dependía de ella, la Suiza oriental, el. Tirol del Norte y el sur de Baviera. La de Nórico, un antiguo reino vasallo, se extendía entre la Retía y el Danubio. Eftas dos provincias constituían un bastión que protegía las vías de acceso hacia Italia.

Inmediatamente después de estas victorias en los Alpes centrales comenzaban otras campañas destinadas a pacificar los Alpes del Sur. La provincia de los Alpes marítimos data del año 14; al mismo tiempo se creaba un reino de los Alpes Cotios (en la región de Monginebra), confiado a un príncipe indígena romanizado, M. Julio Cotio. Estas operaciones y otras análogas dieron por resultado, en el año 6 a.C., la pacificación total de las rutas entre la Galla e Italia, pacificación celebrada con un trofeo erigido en el punto más alto de la ruta costera (hoy, La Turbie).

La ocupación de los Alpes había llevado a las legiones hasta las orillas del Danubio, desde su nacimiento hasta Viena. Era tentadora la idea de unir aquella región con los límites de la Macedonia y establecer un camino más corto y más seguro que la vía ordinaria, la Via Egnatia, que implicaba la travesía del Adriático entre Bríndisi y Apolonia. Por otra parte, resultaría posible dominar más firmemente, tomándolos por la espalda, a los países montañosos, en rebelión perpetua, entre el Danubio y la costa dálmata. A este doble objetivo responde la guerra de Panonia, dirigida por Agripa, y Tiberio entre el 13 y el 9 antes de Cristo, y que terminó en la creación de la provincia de Panonia (la actual Hungría occidental) y de la provincia de Mesia (entre la desembocadura del Drave y el mar Negro).

Protegida Italia por la ocupación de las rutas alpestres de un extremo al otro, aseguradas más firmemente las comunicaciones con el Oriente y fuertemente consolidada la bisagra del Imperio, quedaba, sin embargo, una amenaza, la que los germanos representaban para la Galia. César había llevado a cabo algunas incursiones de intimidación y, durante toda la primera parte del reinado de Augusto, no hubo más que algunas escaramuzas, limitándose las legiones a vigilar el Rhin. En el 16, sin embargo, los germanos se mostraron más agresivos y alcanzaron un triunfo sobre el legado M. Lolio, que fue derrotado en territorio romano por los usípetos y los tenctetos. ¿Es ésta la razón por la que Augusto, cuatro años después, organizaba una operación de gran envergadura contra la Germania bajo la dirección de Druso? Quizá los éxitos alcanzados en Panonia animaron al príncipe a intentar un nuevo «salto hacia adelante» y a acortar la frontera, estableciéndola sobre la línea del Elba y, desde allí, hasta Viena.

Druso logró importantes triunfos. En el 9 había llegado al Elba, cuando murió en un accidente de caballo. Tiberio se hizo cargo de la dirección de la guerra y, tres años después, toda la Germania estaba conquistada. Se elevó un altar a Roma y a Augusto en Colonia, en el país de los ubios.

Sin embargo, aquella provincia de Germania iba a ser efímera. El mundo germánico no estaba sometido. Una tribu del valle del Mein, los marcomanos, había emigrado bajo el mando de su jefe Maroboduo y se había instalado en el valle del curso medio del Elba, en Bohemia. El Reino de Maroboduo había prosperado rápidamente hasta el punto de constituir muy pronto una amenaza. Así pudo comprobarlo L. Domicio Ahenobarbo con ocasión de un reconocimiento de fuerza llevado a cabo a partir de la línea del Danubio (8-7 a.C.). Tiberio, diez años después, en el 6 a.C., intentaría cercar el Reino de Maroboduo mediante una maniobra análoga a la que había tenido éxito contra Panonia. Había reunido a orillas del Danubio doce legiones y, por su parte, el ejército del Rhin, mandado por C. Sentio Saturnino debía marchar en dirección a la Bohemia, cuando se produjo la sublevación del Ilírico. Tiberio tuvo la oportunidad de concertar rápidamente una paz con Maroboduo, que aceptó el título de amigo del pueblo romano a cambio de una completa independencia de hecho. Así, pudo utilizar todas sus fuerzas contra los rebeldes. Pero la guerra contra éstos se prolongó durante tres años. La propia Italia se vio amenazada. El plan de Augusto, tan prudente, para asegurar su protección parecía haber fracasado. Finalmente, la paciencia de Tiberio acabó superando todas las dificultades, y los rebeldes fueron vencidos en el 9 d.C. Al fin, podía parecer llegado el momento de reanudar la conquista de la Bohemia, pero aquel mismo año se produjo el desastre de Varo, cuyas legiones fueron aniquiladas por Arminio, un jefe cherusco hasta entonces al servicio de Roma, en el bosque de Teutoburgo (¿región de Osnabrück?). Este desastre, en el que perecieron tres legiones y tropas auxiliares, quizá veinte mil hombres en total, hizo imposible el mantenimiento de las legiones en la orilla derecha del Rhin. Augusto tuvo que renunciar a la frontera «corta» del Elba, y Roma se instaló, como pudo, en la línea del Rhin.

Esta fue la política de Augusto en Occidente. En Oriente el príncipe renunció desde’ muy pronto a proseguir los proyectos de César y los sueños de Antonio, a pesar de la presión de una opinión pública que no podía olvidar la humillación de Carres. Para borrar su recuerdo, mal que bien, Augusto consignó tras largas negociaciones que le restituyesen las banderas tomadas en el campo de batalla y los prisioneros, que habían acabado por instalarse en el país viviendo a la manera pasta. Las negociaciones fueron apoyadas por una expedición, mandada por Tiberio, contra Armenia, donde fue asentado un príncipe vasallo. Pero Augusto declaró en aquella ocasión que el Imperio había «alcanzado sus límites naturales» y que no convenía ir más allá. Mas incluso este pobre consuelo no tardó en mostrarse vano. Las tropas romanas al servicio del nuevo rey fueron expulsadas del país y, en el año 1 a.C., Augusto encomendó al mayor de sus nietos, Gayo, el restablecimiento de la influencia romana en Armenia. En el cutso de aquella campaña murió el joven príncipe, a la edad de veinte años. Al mismo tiempo, se derrumbaba el protectorado romano sobre Armenia.

 

 

EL «SIGLO DE AUGUSTO»

 

El reinado de Augusto está considerado generalmente, y con justicia, como el apogeo de la cultura romana, aunque el del Imperio se sitúe en el tiempo de los Antoninos. Este juicio es debido, sobre todo, al magnífico florecimiento de poetas que Roma conoció durante la segunda mitad del último siglo a.C., pero conviene señalar que las principales obras de Virgilio, de Tibulo, de Horacio, aparecieron durante el período de la guerra civil o en los primeros años del reinado, es decir, que Augusto y Mecenas no ejercieron sobre aquel florecimiento literario una influencia predominante. No fueron la causa de él, pero supieron aprovechar lo que los escritores aportaban a su tiempo para exaltar su propia gloria. Es cierto que Virgilio aparece, desde luego, como el «cantor» de Augusto y del nuevo régimen, y que Horacio compuso odas en honor del vencedor de Áccio. Pero de esto se ha concluido, demasiado ligeramente, que se trataba de una poesía cortesana, al servicio del poder. La realidad es mucho más compleja.

El período ciceroniano había conocido una literatura de la libertad. La gran poesía augustiana sigue el mismo camino, pero la libertad de que se trata ya no es, en absoluto, la misma, sino la que al espíritu del hombre puede facilitar una autoridad fuerte, que garantice la calma y las buenas leyes. La influencia del epicureísmo domina. No es casual que Horacio fuese un epicúreo declarado, que Virgilio fuese discípulo del filósofo Sirón, el cual tenía una escuela epicúrea en Nápoles (quizás en la región de Posilípo, y cuyo nombre, «El fin del pesar», es como un programa de ataraxia). Mecenas, el protector de los poetas, es también epicúreo, como lo es Varo, autor de un poema «Sobre la Muerte». ¡Extraña circunstancia para una doctrina que, en otro tiempo, proclamaba sus reservas acerca de los poetas! El ambiente espiritual romano ha sido más fuerte que la ortodoxia. Podrá sorprender también que la época de Augusto, en la que, según se nos dice, el príncipe se esforzaba por restablecer la piedad respecto a los dioses de Roma, haya sido al mismo tiempo el gran siglo del epicureísmo, pero sorprenderse de ello es dejarse engañar por las palabras. La pistas de Augusto así celebrada es la que le inspiró la inflexible voluntad de vengar a su padre asesinado; si se restauran los santuarios, es porque el cumplimiento de los deberes religiosos tradicionales tiene un efecto inmediato (y esto no lo niegan los epicúreos): es justo rendir a los dioses el culto que se les ha rendido siempre, porque esto ordena los espíritus de la muchedumbre, inspirándoles pensamientos «divinos» de serenidad y de prudencia. Y, además, Roma ha sido grande en la época en que honraba a sus dioses; para levantarla hasta el lugar que ha ocupado, es prudente devolverle su antigua religión. Los epicúreos no niegan la existencia de los dioses; sólo dicen que se les comprende mal haciéndoles objeto de supersticiones perjudiciales. Pero precisamente la religión oficial, por las reglas que impone, porque descarga a la conciencia individual de sus responsabilidades respecto a lo sagrado, ofrece una solución totalmente satisfactoria para los espíritus —y para el príncipe. Esto permite, sin duda, explicar la desconfianza de Augusto ante los cultos extranjeros, generadores de anarquía y de perturbación lo cual se halla de acuerdo con la política del Senado en la época del asunto de las bacanales.

Ciertamente, el epicureísmo, el sentido de la vida interior, el deseo de recuperar la paz tras la anarquía no explican toda la literatura de la época de Augusto, pero explican, al menos, una buena parte de las Odas, de Horacio, y también de las Geórgicas, de Virgilio. Al mismo tiempo, los poetas, porque son romanos, no pueden escapar totalmente al sentido de su responsabilidad ante la ciudad. En las Bucólicas, Virgilio, que al principio parecía haberse preocupado de trasladar al latín el arte de Teócrito, se encuentra, tal vez a su pesar, comprometido en la vida política. Débase a una razón personal (había perdido sus posesiones familiares de Mantua con motivo de la atribución de las tierras a los veteranos de Filipos) o sólo a que el problema de las expulsiones en el campo era entonces el gran drama, el que desembocaría en la guerra de Perusa, la realidad es que el protagonista de aquellos diálogos rústicos será, no un pastor armonioso, un cabrero sin más fiador que él mismo, como en Teócrito, sino un campesino italiano, y la figura inolvidable de aquellos poemas es Títiro, símbolo de aquellas gentes sencillas que soportaban el peso de la discordia civil.

Roma se encuentra a sí misma tanto en los poetas de la época de Augusto como en la obra de Tito Livio. Virgilio tuvo la audacia de crear voluntariamente el gran mito en que Roma podría contemplar o, más bien, descubrir su imagen, recomponiéndola. Sin duda por eso, la cumbre de aquella literatura es la revelación hecha por Anquises a Eneas en el libro VI de la Eneida. Allí, todas las creencias, todas las filosofías heredadas del mundo griego y de la tradición itálica convergen para ofrecer una fe. Una inmensa síntesis comienza: la que reconcilia

Roma se encuentra a sí misma tanto en los poetas de la época de Augusto como en la obra de Tito Livio. Virgilio tuvo la audacia de crear voluntariamente el gran mito en que Roma podría contemplar o, más bien, descubrir su imagen, recomponiéndola. Sin duda por eso, la cumbre de aquella literatura es la revelación hecha por Anquises a Eneas en el libro VI de la Eneida. Allí, todas las creencias, todas las filosofías heredadas del mundo griego y de la tradición itálica convergen para ofrecer una fe. Una inmensa síntesis comienza: la que reconcilia en torno a Augusto a los italianos todavía desgarrados por la guerra de los aliados, a los orientales indecisos entre los diferentes partidos que los han envuelto a la fuerza en su querella y que, para sus propios fines, han agotado los recursos de aquellas gentes. Es notable que el siglo de Augusto haya sido el gran siglo de la poesía romana, porque sólo la poesía podía llegar tan profundamente a las conciencias y obrar el milagro que los políticos y los jefes del ejército no habían podido conseguir.