SALA DE LECTURA BIBLIOTECA TERCER MILENIO |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA. LIBRO TERCERO. LA FORMACIÓN DEL IMPERIO ROMANOCUARTA PARTE.EL IMPERIO DE ROMA
La
reorganización del poder central, cuyas grandes líneas acabamos de esbozar,
condiciona la suerte y la vida de todo el Imperio. La historia de la Urbs no debe ser confundida con la de las provincias, y tal
vez el carácter más notable del nuevo régimen sea, precisamente, el de que las
tiene en cuenta y no se limita a considerarlas como inagotables fuentes de
beneficios y de honores, en las que se suceden unos gobernadores presurosos de
volver a Roma a ocupar el puesto a que creen tener derecho. Es cierto que,
durante la República, hubo gobernadores honrados, atentos. Pero su acción
bienhechora estaba limitada por la duración, a menudo muy breve, de su mandato.
La autoridad suprema era el Senado, una autoridad que cambiaba según las
fluctuaciones de la mayoría y las combinaciones dominadas por preocupaciones
puramente urbanas. Con el principado, por el contrario, comienza para las
provincias una era de estabilidad, que permite, poco a poco, su integración
cada vez más estrecha en el Imperio.
En el
momento de Acio, el imperium romanum está formado por países y pueblos muy
diversos, que no tienen otro rasgo común que el de depender, de una u otra
forma, de la autoridad, de la ley de Roma. Jamás, en el tiempo de la República,
se había dedicado ningún romano a concebir una organización racional, uniforme,
de aquel conjunto tan complejo. Y si alguien lo hubiera intentado, habría
tenido la impresión de hacer violencia a la naturaleza de las cosas. El Imperio
se había formado gradualmente, a través de guerras, tratados, alianzas, cada
uno de los cuales tenía su carácter propio; ¿cómo iba a ser posible someter a
un estatuto uniforme a ciudades y pueblos que habían entrado en la comunidad
romana en condiciones peculiares?
El mundo
sometido a Roma constituye entonces dos masas bien distintas entre sí: un
Occidente cuya mayor parte era bárbara todavía ayer, y un Oriente, de vieja
cultura, para el que los propios romanos no estaban lejos de ser unos bárbaros.
Las provincias del Oriente tienen por lengua oficial el griego, impuesto por
los príncipes helenísticos; en las provincias occidentales, los dialectos
locales comienzan a replegarse ante el latín —al menos, en España y en África,
porque la conquista de la Galia es todavía demasiado reciente para que los
progresos del latín sean sensibles fuera de la Narbonense. Los romanos, cuando
van a Oriente, se dirigen en griego a sus administrados. Octavio, cuando entró
en Alejandría, leyó a sus habitantes una arenga en griego —no la había escrito
él mismo, no porque no pudiese hacerlo, sino porque consideraba que en aquella
lengua no tenía tanta facilidad como en latín. Incluso después de Cicerón, y en
el tiempo de Tito Livio y de Virgilio, el griego sigue siendo considerado como
una insustituible lengua de cultura.
Esta
profunda dualidad del imperium —y un
historiador moderno confiesa admirar el milagro que impidió a éste escindirse
en dos mucho antes del tiempo de Constantino— implicaba que los problemas de la
administración no fuesen los mismos al este y al oeste del Adriático. El
realismo romano no trató de uniformar lo que era esencialmente heterogéneo:
bastaba que el mismo personal dirigente pudiera ser utilizado en la una y en la
otra mitad del mundo. Pero este hecho, por sí solo, comenzaba a esbozar una
especie de unidad, porque los mismos espíritus no podían dejar de referirse a
los mismos ideales en una zona y en la otra. El ideal común es el de la ciudad,
y, en Occidente tanto como en Oriente, el Imperio va a unificarse alrededor de
ella.
Las
provincias orientales
Antonio
había recorrido Oriente como un rey, casi como un dios; de haber vencido en
Accio, Oriente habría sido su reino, y el Imperio se habría inclinado, sin
duda, hacia el mundo griego. La primera preocupación de Octavio había sido la
de conservar el equilibrio tradicional, la de no ceder a las tentaciones que
habían arrastrado a Antonio. Lo demostró por la forma en que resolvió el
problema egipcio.
Egipto
era el último superviviente de los grandes reinos que habían salido del imperio
de Alejandro, y Cleopatra, la última de los Lágidas,
simbolizaba a los ojos de los romanos la realeza misma, todo lo que Italia
rechazaba con todas sus fuerzas. Octavio no podía dejarla en el trono que le
había dado César, ni confiar Egipto, país monárquico por excelencia, a un
soberano vasallo, como se hacía con territorios menores, Judea o la Capadocia
por ejemplo. Pero por otra parte, la monarquía había echado en Egipto raíces
muy profundas para que fuese posible imaginar otro sistema de gobierno.
Ante
aquel dilema, Octavio imaginó una solución que en la práctica demostró ser muy
eficaz. Sabiendo que, fatalmente, el dueño de Egipto no podía, en las orillas
del Nilo, dejar de ser mirado y tratado como un rey, Augusto aceptó aquella
función real para sí mismo. Pero se cuidó mucho de ejercerla. Para sustituirle
en ella, designó a uno de sus amigos, su jefe de estado mayor, Cornelio Galo.
Galo recibió el título de praefectus, título
vago, que no correspondía a una posición bien determinada en la jerarquía de
las magistraturas ordinarias ni de las promagistraturas.
Para los egipcios, Galo era un «amigo del rey», como sucedía en el tiempo de
los Lágidas. El país sería, pues, gobernado en nombre
de un rey, pero de un rey inexistente. Y la opinión pública romana no tendría
que temer que el príncipe se contagiase de realeza.
Galo no
tardó en caer en desgracia, el año mismo en que Octavio tomaba el título de
Augusto. El pretexto oficial fue que él tampoco había podido resistir a la
tentación, que había sustituido con su propia persona a la del príncipe y
atraído sobre sí mismo los honores dedicados a Augusto. Juzgado por el Senado
—quizá demasiado feliz de asestar un duro golpe a uno de los más brillantes
lugartenientes de Octavio en el curso de la guerra civil—, tuvo que suicidarse.
Pero el desgraciado final de Galo no introdujo cambio alguno en el sistema.
Otros prefectos más dóciles le sucedieron, y la máquina administrativa montada
por los Lágidas continuó funcionando. El viejo Reino
subsistió en el seno del Imperio, pero cerrado sobre sí mismo: ningún senador
tenía derecho a penetrar en él sin una autorización especial del Emperador.
Al idear
y aplicar a Egipto aquella solución, que condenaba al país a vivir sobre sí
mismo en un inmovilismo casi total, Octavio no hacía más que seguir el
principio fundamental de la política romana: dejar, en la medida de lo posible,
a los pueblos conquistados la forma de gobierno habitual en ellos, cualquiera
que fuese. Así, en Judea se encontrará un reino, confiado a Herodes, porque se
consideró que sólo un rey podría administrar eficazmente aquel país difícil,
con tendencia a las revoluciones. De igual modo, subsistieron el Reino del
Ponto y el de Crimea. Hubo también un Reino tracio, en los límites de la
provincia de Macedonia. Pero la mayor parte de los territorios orientales quedó
dividida, como en el tiempo de la República, en provincias de tipo tradicional,
y, en ellas, fiel a la política de las grandes monarquías helenísticas, Roma
conservó sistemáticamente la autonomía de las ciudades, y nunca el principio de
la «libertad» de las ciudades, proclamado solemnemente en los primeros tiempos
de la intervención romana. Como se sabe, aquella libertad estaba protegida y,
al mismo tiempo, limitada por la autoridad del Senado. Con el principado, el
recurso al Senado tendió a ser sustituido por una apelación directa al
príncipe, que era considerado, al margen de todo estatuto jurídico bien
definido, como protector y árbitro supremo. Así, vemos cómo Augusto interviene
directamente en los asuntos de esta o aquella comunidad griega, pero lo hace a
título personal, no en virtud de su imperium proconsular, que no le permite, en derecho, imponer medidas de ninguna clase a
las comunidades locales en los terrenos que son de su exclusiva competencia
(finanzas municipales, justicia entre ciudadanos de la comunidad en cuestión,
etc.). Cuando la instrucción del proceso o su solución requieren la
intervención del gobernador más próximo, éste no es mencionado más que como
«amigo del príncipe».
Sin
embargo, no todas las ciudades tenían, respecto a Roma, el mismo estatuto; éste
dependía de la carta que las rigiese. La situación resultante de aquella maraña
de condiciones jurídicas diferentes, de herencias jamás rechazadas de un pasado
que había llegado a ser anacrónico, era casi inextricable. A esto se añadían
las dificultades creadas por las diferencias de estatuto entre las personas:
algunos ciudadanos de una ciudad griega podían, por una razón determinada,
haber recibido el derecho de ciudadanía romana, lo que tenía como efecto el de
apartarle, al menos parcialmente, de la condición común de sus compatriotas.
¿Debía, por ejemplo, estar sometido a las cargas fiscales (de las que, en
principio, estaban exentos los ciudadanos romanos domiciliados)? Las
autoridades locales lo pretendían, y los interesados lo negaban. Sólo el
príncipe podía resolver. Así fue como, en el año 6 a.C., Augusto intervino en
Cirene mediante un edicto cuyo texto se conserva. El príncipe decidió que los
ciudadanos romanos no estarían, de derecho, exentos de los impuestos locales, y
que su posible exención debería ser objeto de una decisión especial de la
administración romana. Uno de los edictos encontrados en Cirene nos informa de
que las personas interesadas por aquel problema, para las que Augusto dicta su
decreto, son 215. Esto da una idea de la meticulosidad de aquella
administración que debía decidir una infinidad de asuntos, frecuentemente de
muy escaso relieve.
Probablemente
para remediar aquella dificultad, Augusto favoreció la formación de ligas entre
las ciudades menos importantes, quedando fuera las grandes ciudades. Esto venía
a reanudar una tradición dramáticamente interrumpida por la guerra de Corinto,
más de un siglo antes. Se creó así una Liga de los laconios libres, que
comprendía veinticuatro ciudades laconias, menos Esparta. La Liga aquea se
reagrupó en torno a Patras, de la que Augusto había hecho una colonia rival de
Corinto. Esta no formaba parte de la nueva Liga aquea. Hubo también una
Confederación tesalia y una Liga macedónica, cuyo centro era Tesalónica. Fuera
de la propia Grecia, subsiste el koinón (la comunidad) de ciudades
incluidas en la provincia romana de Asia. Estas ligas se encontraban incluso
fuera del territorio de las provincias, como en Licia, cuyas instituciones
federales elogia Estrabón, explicando que su excelencia ha permitido a los
romanos no anexionar directamente el país
De todos
modos, estas ligas no constituyen un esbozo de representación indirecta
comparable al sistema moderno de los parlamentos. En realidad, son, más bien,
organismos supranacionales dedicados a conocer de los asuntos comunes a las ciudades unidas entre sí por
un lazo histórico, racial, religioso y, a veces, sencillamente geográfico. La
religión, que por su naturaleza y por los dioses que ella reconocía, revestía
un carácter internacional, desempeñaba un papel especialmente importante en
aquellas ligas. Augusto reorganizó la Anfictionía Délfica, haciendo entrar en
ella, ampliamente, a los representantes de su ciudad personal, Nicópolis (la
«Ciudad de la Victoria»), que él había fundado después de Accio, enlazando con
la gran tradición de los Diádocos. En las asambleas de aquellas ligas
—especialmente, en las de la Anfictionía—, se formaban los movimientos de
opinión, y era importante que el príncipe tuviese en ellas sus agentes.
Las
provincias occidentales
Occidente
había permanecido, relativamente, al margen de las convulsiones de la guerra
civil. En general, las comunidades indígenas no habían tenido que elegir entre
los dos partidos, y la resistencia de los generales pompeyanos y republicanos
había sido rápidamente aniquilada —con la excepción, tal vez, de África—. Las
guerras que fue necesario mantener en España (y que no terminaron hasta el 19)
no fueron más que sublevaciones de indígenas insuficientemente sometidos. En la
Galia, la gran revuelta del 52, dirigida, en algún momento, por Vercingétorix,
no había tenido continuidad; hubo rebeliones locales, pero el tiempo de la
lucha colectiva contra Roma había pasado. La tarea de Augusto en la Galia era,
sobre todo, la de organizar la conquista, bajo la protección del ejército del Rhin, que defendía la provincia contra las incursiones de
los germanos.
En África
—la tercera de las grandes provincias occidentales—, los problemas eran
distintos, más semejantes a los que se planteaban en Oriente. César, tras su
victoria sobre los restos del ejército pompeyano y sobre el rey Juba I, aliado
de los «republicanos», había formado, al lado del África Vetas, la provincia
creada tras la destrucción de Cartago, una África Nova, a costa de la Numidia,
una ancha banda que cubría el actual este argelino hasta Bona (Hippo Regias); además, había confiado a P. Sitoti, uno de sus más leales partidarios, un verdadero
Reino que comprendía cuatro ciudades, la principal de las cuales era Cirta (Constantina). Más al Oeste, las regiones ocupadas
por tribus nómadas, en otro tiempo sometidas a Juba I, eran cedidas a Boco, rey
de Mauritania.
Augusto
conservó aquella organización. Dio la Mauritania a un joven príncipe
romanizado, hijo del rey pompeyano Juba I, el vencido de Tapso.
Este joven príncipe había permanecido como rehén en Roma desde su infancia y
había sido casado por Augusto con Cleopatra Selene, hija de Antonio y Cleopatra.
Establecido, al principio, en la parte de Numidia que había quedado
independiente, Juba II recibió después el Reino de Mauritania, cuando Augusto
decidió (en el 25 a.C.) incluir toda la Numidia en la provincia de África. Poco
a poco, gracias a aquel rey ilustrado, se civilizaron los inmensos territorios
del Oeste africano; se construyeron ciudades (especialmente, sin duda, Volubilis), comenzó a hacerse notar la influencia helénica
y, en fin, reinó la paz entre las tribus.
A
diferencia de África, la Galia y España fueron totalmente incluidas en
provincias sin recurrir a la instalación de reyes indígenas. La razón de esta
diferencia es, desde luego, geográfica: la península ibérica y la Galia forman
entidades bien definidas, que se prestaban a adoptar los marcos provinciales.
Pero Augusto no dejó por ello de tener en cuenta las distinciones impuestas por
la historia de cada región. Así, en España, el valle del Guadalquivir fue
separado de la costa lusitana, y en la antigua España Ulterior se formaron las
provincias de la BéTica y de la Lusitania. La antigua España Citerior se
convirtió en la Tarraconense, por el nombre de su capital, Tarraco (Tarragona).
En la Galia se mantuvieron las divisiones establecidas por César: una provincia
de Aquitania, una provincia Céltica (llamada Lugdunensis),
una provincia de Bélgica, al lado de la Narbonense, pero sus límites no
coincidieron con los territorios de estos nombres dados por César. Aquitania se
amplió con una parte de la Galia Céltica, entre el Gironda y el Loira; la Lugdunensis formó una larga faja entre el Loira y el norte
del Sena; la Bélgica, disminuida en una parte de sus ciudades tradicionales,
alcanzó la línea del Rhin.
En el 39
a.C., Octavio había dado a Agripa el encargo de hacer el inventario geográfico
de la Galia y de preparar el trazado de la red de comunicaciones que debía
realizar su unidad. La ciudad de Lyon, proyectada por César, fundada por
Munacio Planco en el 43 (probablemente, el 11 de octubre) era el centro del
sistema. El eje de la Galia romana estaba constituido en realidad por el valle
del Ródano, el del Saona y, más allá, las vías que permiten alcanzar, o bien el
valle del Rhin, o bien la lejana Bretaña. Aquella primacía
de Lyon quedó consagrada por la edificación de un altar dedicado al culto de
Roma y de Augusto. A partir del año 12 (o del 10 a.C., no lo sabemos
exactamente), el 1 de agosto de cada año, delegados de todas las ciudades galas
de las tres provincias acudían a ofrecer un sacrificio solemne y a celebrar
allí una asamblea. Esta institución, que contribuyó en gran medida a consolidar
la unidad gala, tan frágil antes de la conquista, estuvo inspirada,
probablemente, por los cultos que desde hacía ya mucho tiempo rendían a Roma y
a Augusto las ciudades y los koina de Pérgamo,
de Nicomedia, de Éfeso y de Nicea. Como el koinón de los helenos en
Asia, las ciudades de las Galias tienen un consejo, en Lyon, presidido por un
sacerdote federal elegido y asistido por tres magistrados, un inquisitor Galliarum,
que parece haber sido experto financiero, un iudex arcae Galliarum, encargado, sin duda, del tesoro federal, y que tenía a su lado a un allectus (adjunto). Estos magistrados —puesto que
eran elegidos— al principio eran simples administradores, pero muy pronto
desempeñaron el papel de representantes de las Galias en su conjunto; a ellos
correspondía, por ejemplo, la misión de transmitir al príncipe los deseos de
las ciudades.
España
conoció una institución análoga. Fue en Tarraco donde se elevó, sin duda tras
las primeras victorias contra los cántabros, un altar a Augusto, anterior, por
consiguiente, al de la confluencia (del Saona y del Ródano) en Lyon, pero sin
revestir, al menos inicialmente, un carácter federal.
El culto
de Augusto
Los
historiadores modernos se han preguntado frecuentemente acerca de la
naturaleza, la significación y los orígenes del culto dedicado a Augusto, a la
vez, por los romanos de la Urbs y por los
provinciales. Es un fenómeno general, mucho menos sorprendente, si se tiene en
cuenta la mentalidad antigua, de lo que a primera vista puede parecer, y cuyas
causas particulares son siempre diferentes, según los países. Fenómeno
esencialmente popular al principio, pues se observa, por ejemplo en Narbona,
que el aniversario del nacimiento del príncipe era celebrado piadosamente por
gentes de la plebe y, lo que es más importante aún, en la organización que el
príncipe acabará imponiendo pata uniformar las manifestaciones espontáneas y
anárquicas confiará el cuidado de celebrar el culto de su Genius a libertos y gentes humildes. Es la muchedumbre la que diviniza por un
movimiento espontáneo de agradecimiento, de entusiasmo, como los soldados
«hacen», en el campo de batalla, los imperatores. Es la muchedumbre la que cree
en las leyendas hábilmente difundidas, como la que hacía de Augusto el hijo de
Apolo. Es la imaginación popular la primera en descubrir los milagros y las
coincidencias. Es la piedad cotidiana la que une el Genius Angusti, dios «omnipresente», a las humildes
divinidades protectoras del hogar.
El culto
de Augusto había comenzado antes de Accio. Tras la victoria, se extendió. Un
senatus-consultum invita a los particulares a
ofrecer, en cada comida, una libación a su Genius.
Poco a poco, la idea se abre camino; en Oriente, adopta las formas
tradicionales de la monarquía, pero Augusto tiene buen cuidado de que los
altares y los templos erigidos en su honor asocien su propia persona y la
divinidad de Roma, para alejar la sospecha de realeza; en Roma, el nombre de
Octavio (en el 29) es introducido en el canto de los salios y, dos años después, el epíteto de Augusto, según hemos dicho, le consagra como
verdadero «héroe». Más que un dios, Augusto es entonces, para los romanos de la Urbs, un personaje rodeado de potencias benéficas, a
las que se honra, analizándolas, a la manera de la divinidad de los soberanos
iranios. Así, habrá un altar a la Victoria de César, otro a la Fortuna que le
devuelve sano y salvo a Roma, y, sobre todo, el altar de la Pax Augusta, levantado en el Campo de Marte, en el año 13. Pero esta «Paz Augusta»
no debe hacernos olvidar las innumerables consagraciones privadas ofrecidas a
otros aspectos de la divinidad del príncipe, la Concordia Augusta, la
Securitas, la Justicia, etc., en todas las provincias del Imperio. Fue en el
momento en que se le dedicaba el altar de la Paz, cuando se organizó
oficialmente el culto del Genius Augusti. Quizás entonces, o quizá no antes de año 7 a.C.,
cuando la ciudad se dividió en regiones y en «barrios» (vici),
se crearon colegios de seis miembros (seviri augustales), libertos en la mayoría de los casos, para celebrar, tal vez
cada mes, y, sin duda, en la fiesta anual de los Compitalia (a comienzos de enero), el culto del Genius asociado
a los Lares, protectores por excelencia de la casa y de la ciudad,
dispensadores, como el príncipe, de fecundidad y de felicidad.
La
cuestión de saber si Augusto fue considerado en vida como un dios no tiene
sentido. Era el mediador de lo divino, destinado, en su persona misma, a la
total divinización, una vez desvanecida su apariencia mortal. La noción de
divinidad no es sencilla ni clara; es inútil buscar una respuesta sencilla a un
problema que no la tiene.
Los
problemas de política exterior
Augusto,
con la ayuda de Agripa, se esforzó por precisar la forma y los límites del
mundo y, desde luego, por hacer su mapa. ¿Era posible extender el Imperio hasta
las fronteras de los países habitados? ¿O se encontrarían siempre nuevas
tierras? Al Norte, estaban los hielos; al Sur, el calor intolerable del Sahara;
hacia el Oeste, el Océano; el verdadero problema estaba planteado por el
Oriente. Por ello, Augusto organizó varias expediciones de reconocimiento en
esa dirección. Es probable que estas expediciones, realizadas con economía de
medios, no tuviesen sólo por finalidad la exploración geográfica desinteresada;
cabe pensar que Augusto se preocupaba de las rutas hacia la India (bordeando el
Imperio parto) y también quería reunir datos susceptibles de esclarecer su
política exterior.
Restablecida
la paz en el Imperio, era posible ya preocuparse de lo que le rodeaba. El mundo
bárbaro había sido, según los puntos, entrevisto más o menos distintamente. Hoy
podemos formarnos una idea tal vez más exacta de aquel mundo en movimiento que
iba a desempeñar, en la historia de Roma y en la de Occidente, un papel cada
vez más importante. Cuatro grandes «sectores» lo componen, desde el punto de
vista de Roma: la Germania, que representa el peligro más inmediato; los países
ocupados por los dacios, de los que César había pensado, quizá por un momento,
que serían el objetivo de su conquista, y que prolongaban, a lo largo del
Danubio, hasta el mar Negro, los países germanos; después, los países de los
escitas, entre los confines danubianos y el Cáucaso, prolongado
indefinidamente, hacia el Norte, por las grandes llanuras de Rusia; y, por
último, el Imperio parto, desde las montañas de Armenia hasta el golfo Pérsico.
Cada uno de estos sectores, caracterizado por una civilización original,
merece, sucesivamente, nuestra atención.
Los
germanos
1.
Introducción. Los
bastarnos y los esquiros, que se presentaron hacia el
año 200 a.C. ante Olbia, y los cimbrios y teutones, que en los años 113 y 105
trataron de penetrar en la Alta Italia por ambos extremos de los Alpes, fueron,
de todos los pueblos germanos, los primeros en hacer su aparición en la
historia. Como ellos mismos no se llamaban germanos, no es de extrañar que, con
el grado de los conocimientos etnográficos de entonces, los historiadores
antiguos sólo muy tarde pudieran incluirlos como germanos en el mundo de los
pueblos conocido entonces. La investigación actual ha seguido aferrada a esta
clasificación a pesar de algunas dudas fundadas, y ve en las migraciones de los
grupos de bastarnos y cimbrios el comienzo de aquellos movimientos que hallaron
uno de sus puntos culminantes cuando Ariovisto irrumpió, con un ejército
formado por las más diversas tribus, en la región de los secuanos,
en Alsacia, encontrándose con la enérgica resistencia de César (58 a.C.). La
expansión quedó interrumpida de momento con la conquista romana de la Galia y
la ocupación de la línea del Rhin, así como de
algunas partes de las estribaciones de los Alpes (15 a.C.). Aunque no existen
aún ideas concretas sobre la clase, la envergadura, los motivos y el transcurso
de esta primera etapa de movimientos germanos de expansión, no hay dudas acerca
de su importancia: entre el Vístula y el Rhin y desde
la cordillera central hasta la Escandinavia meridional, se formaron entonces
las bases sobre las que estaba constituida, política, idiomáticamente y en sus
aspectos generales de cultura, la Germania conocida históricamente durante los
dos primeros siglos d.C.
No se da,
sin embargo, unidad de criterio entre las ciencias que participan en la
investigación sobre los germanos, principalmente la investigación del lenguaje,
la historia antigua y la prehistoria (arqueología), en torno al proceso de
formación de lo germánico, tomando lo «germánico» como expresión de
determinados fenómenos lingüísticos, de condiciones étnicas específicas y de
formas culturales características. O estas ciencias han llegado en el curso de
sus investigaciones a resultados diferentes, o han guardado tantas
consideraciones las unas con las otras que, bajo una concordancia aparente,
pueden encontrase en cada uno de sus resultados las premisas y los errores de
las otras disciplinas.
2.
Fundamentos filológicos y noticias etnográficas de la Antigüedad. Para el
germanista, cuyos conocimientos filológicos sobre épocas sin tradición propia
se basan —aparte del cotejo idiomático realizado a posteriori— casi por
completo en material nominal, empiezan a existir las lenguas germanas desde el
momento en que los cambios fonéticos que las separan del indogermánico están
acabados o, al menos, tan evolucionados que las particularidades del nuevo
idioma distinguen del resto a un grupo más grande de germano-parlantes. Los
monumentos lingüísticos que marcan históricamente este proceso son, sin
embargo, tan escasos que el período que tendría que ser analizado con más
detenimiento sólo parece identificable de manera muy general y, por cierto,
valiéndonos únicamente del término arqueológico de «Edad del Hierro
prerromana». Se significan con esa expresión los últimos 500 a.C., basándonos
principalmente en la inscripción de un casco que, junto con otros muchos, quedó
enterrado por cualquier razón cerca de Negau, en la
Estiria meridional, en el siglo V o VI a.C. El alfabeto en que está grabada en
el metal parece ser etrusco del Norte, y la disposición fonética nos demuestra
que el idioma germánico se encontraba en plena formación. Con los medios de que
disponemos en la actualidad no podemos saber si el dueño portador del casco,
cuya forma es etrusca y su origen sudalpino, fue un
guerrero que como desertor procedía del Norte. Sin embargo, muestra que aquel
proceso lingüístico tan importante se había iniciado al principio de la segunda
mitad del último milenio a.C. Su límite histórico inferior parece encontrarse
en los monumentos lingüísticos de la época de Augusto, en los que el germánico
suele estar completamente desarrollado. En todo caso podemos contar, para este
período y de acuerdo con las fuentes históricas, con germanos que ya habían
superado las decisivas mutaciones fonéticas y acentuales.
Más
difícil es la delimitación del cambio lingüístico en el espacio. Como los
textos de aquella época sólo han llegado hasta nosotros aislados y en
circunstancias especiales —la propia tradición en escritura rúnica no empezó
hasta finales del siglo II d.C.— no disponemos más que de nombres de ríos y de
ciudades, así como de algunos nombres de personas y pueblos transmitidos en la
Antigüedad. Tales nombres han sufrido cambios mayores o menores a su paso por
el filtro de las fuentes antiguas o por la fuerza de su mismo proceso
evolutivo, de tal manera que su forma original habrá de set descubierta por la
filología. Tienen una especial importancia aquellos nombres fijos que
conservaran su carácter fonético incluso cuando ya hacía tiempo que se hablaba
germánico, es decir, que incluso durante el período de formación del germánico
habían permanecido fuera de su área de aplicación. De esta manera se ha podido
aislar toda una serie de territorios germánicos que no eran germánicos en su
origen: Pomerania Ulterior y Prusia occidental, Polonia y Silesia, el valle
bohemio y todo el altiplano de Alemania del Sur, además de Wetterau,
el valle de Turingia y el Bajo Hesse, la zona montañosa del lado derecho del Rhin y grandes partes de la llanura de Westfalia y de la
Baja Sajonia, hasta la línea Weser-Aller. Por el contrario, la zona costera
hasta el Bajo Rhin y la desembocadura del Schelde presentan muy antiguos testimonios de nombres con
desviaciones fonéticas válidos también en la Suecia central y meridional, donde
no obstante hay que contar además, igual que en Noruega, con residuos de
nombres no modificados de un estrato lingüístico pregermánico.
En estos territorios periféricos surgen, por ello, constantes dudas sobre cuál
sea la zona de su pertenencia, cuyos habitantes se reagruparon lingüísticamente
con innovaciones comunes, distanciándose a la vez de sus vecinos, en lo que se
pretende ver la formación del idioma germánico por separación de los más.
antiguos dialectos centroeuropeos. De esta delimitación, que continuará siendo
discutible en algunos aspectos, se ha sacado la conclusión de que el cambio idiomático
en los citados territorios periféricos ha de explicarse por una germanización a
través de colonización, conquista, superposición o simple adopción de idioma. Naturalmente,
esta conclusión es sólo una posibilidad, pues no se puede probar con los
hallazgos filológicos. Por esta razón, la investigación ha tratado de combinar
las fuentes filológicas y las histérico-etnográficas, ya en una época en que
aún no se habían estudiado metódicamente ni la solidez de las conclusiones
filológicas ni la autenticidad de los relatos antiguos como para haber podido
obtener de ellos un material histórico solvente.
Las
teorías que se establecieron entonces pesan, aún hoy, sobre cualquier nuevo
planteamiento de la Investigación. Sobre todo, no constituía aún problema el
carácter de las fuentes antiguas debidas exclusivamente a etnógrafos e
historiadores griegos y romanos. Sólo con el tiempo se supo que sus testimonios
son de muy diverso valor para la reconstrucción de la historia germánica.
Efectivamente, parece que con harta frecuencia un pensamiento etnográfico
vinculado a la tradición y el cálculo político sofocaron el puro estudio, y
todavía siguen numerosos investigadores estudiando antiguos textos con una
crítica de fuentes puramente filológica e histórica para obtener datos
precisos. Naturalmente cabe preguntarse hasta qué punto es esto posible en una
materia que en la Antigüedad no se pretendía estudiar seguramente con los
mismos fines que hoy, que sólo se conocía de oídas y que, en caso de análisis,
sólo se podía conocer en algunos detalles o en sus rasgos generales. Además,
las condiciones étnicas se hallaban en constante cambio, como quedará
demostrado a continuación.
Pero ya una ojeada a la literatura antigua, por ejemplo, Marius, de Plutarco, sobre los cimbrios y teutones, los Comentarios sobre la Guerra de las Galias, de César, sobre Ariovisto, así como la descripción etnográfica de los países al este del Rhin de Posidonio y Estrabón, muestra bien claro que los pueblos germánicos habían entrado desde el siglo II a.C. en movimiento y empezaban a ocupar un espacio que primitivamente —en lo que se refiere a Alemania del Sur— estaba poblado por grupos no germánicos, principalmente diversas unidades celtas: boyos, en el valle del Moldau; volcas, en la zona de la cordillera Central; vindelicos, en las estribaciones de los Alpes; helvecios, en el territorio del Neckar. Mas, cuando se busca en las fuentes la pertenencia étnica de los vecinos occidentales y orientales, se choca con problemas de tradición resultantes de una unión tan estrecha entre conceptos geográficos y étnicos que hacen en muchos casos imposible su separación. Igual que los antiguos —por ejemplo, en la llanura de Europa Oriental— consideraban escita y posteriormente sarmático a todo lo que había en Escitia o Sarmacia, lo mismo hicieron con el territorio celta: aún Posidonio parece que incluía en el círculo de los celtas a los grupos de nombre germánica que habitaban en el bajo curso del Rhin, y sólo cuando César, que halló en Ariovisto al primer enemigo peligroso de origen germánico, dio el nombre de germanos a todos los grupos de pueblos que vivían en el lado derecho del Rhin, fue diferenciándose de lo céltico, como nuevo término geográfico, el de «Germania», al que correspondió también un contenido etnográfico y político. En un proceso así no se puede determinar ya con seguridad si, y en qué medida, el cambio que sufrió el antiguo concepto de germano, desde su primera utilización por Posidonio, se basa de verdad en una mejor observación de las auténticas relaciones entre los diversos grupos de población a ambos lados del Rhin. En lugar de hechos basados en fuentes auténticas, aparece con facilidad la «construcción» erudita. Esto sucede sobre todo con las complicadas relaciones entre el Bajo Rhin, Maas y Schelde.
Allí habitaban
varios pueblos unidos entre sí por el pago de tributos, es decir, pueblos de
una cierta dependencia, que por un lado pertenecían a los belgas, cuyo centro
político estaba situado en el Sena y el Somme, mientras por otro se remitían a
su origen germánico, y de hecho debían proceder del territorio del lado derecho
del Rhin, teniendo incluso, en el caso de los eburones, el nombre de germanos como término genérico. Por
ello ocuparon en Galia una posición destacada, cuyas consecuencias y causas
reales no pueden juzgarse apenas con las fuentes antiguas. Tampoco puede
determinarse hasta dónde se extendieron por el lado derecho del Rhin, por cuyos dominios cabe señalar cunas, nombres y
grupos considerados como germanos igual que los eburones;
así junto a los ubios y sigambrios, los usipetes y los tencteros, cuyos
intentos de cruzar el río e invadir la tierra de los eburones ante la presión de los suevos, procedentes del Este, aparecen justo en los días
de César. Otra cuestión es, sin duda, si todos éstos fueron germanos en el
sentido en que los definiría el filólogo de nuestros días. No parece alentar
esta argumentación el material de la época romana referente a tales grupos del Rhin, si además se piensa que la población tuvo que sufrir
allí profundos cambios en su composición tras la expedición de castigo de César
contra los eburones (53 a.C.) y con el
establecimiento de varios grupos del lado derecho del Rhin en la época de Augusto. Pero con razón se indica que tanto los eburones como los tencteros y
ubios habitaban una región en la que la mayoría de los nombres fijos —y por
ello capaces de transmitirse—, así como los nombres de tribus y de personas de
la época primitiva, parecen haber conservado su carácter pregermano,
es decir, que por su origen no eran «germanos». Esto mismo vale entonces
también para la lengua que hablaron: eran con toda probabilidad dialectos
antiguos europeos que, salvo algunas excepciones —sobre todo en la región del Schelde—, no sufrieron cambios fonéticos germánicos. Como
esas tribus renanas tenían la característica de llevar el nombre genérico de
germanos, que con seguridad no es germano lingüísticamente, aunque más tarde
fue empleado para todo el espacio de grupos étnicos de habla germana, debió en
algún momento ser transferido por estos grupos belgas y del Bajo Rhin a los habitantes de habla germánica al este del Rhin.
Menos
complicadas parecen las cosas en la región limítrofe oriental, en la tierra del
Vístula, pero quizá se deba a la escasez de material lingüístico e histórico.
Al este del Oder hasta el Vístula se extendían en la
antigüedad vénetos y lugios. Tales son, en todo caso,
los nombres de los pueblos más antiguos que conocemos allí y que poco a poco
fueron sustituidos desde el principio de nuestra era por nombres de origen
germano seguro. Vénetos y lugios comprenden
seguramente pueblos (omanos, dunos,
buros = omanoi, dunoi,
hurí) sobre cuya lengua no sabemos nada con certeza; lo que ha llegado hasta
nosotros de nombres de ríos tiene carácter véneto-ilírico y también báltico.
Contra estos vecinos, como se ha indicado recientemente, se hizo sentir muy
pronto el sentido de distancia étnico en el ámbito germánico, igual que en el
Sur contra los volcas, extendiéndose el nombre de
vénetos a múltiples pueblos extranjeros orientales, como parece haber sido el
caso aún en tiempos posteriores (Wenden). Sin duda,
también en este caso, sigue sin estar clara la relación cronológica con el
germánico. Sobre todo, no se sabe desde cuándo existen, en el sentido
filológico, germanos, en la región del Vístula, cuándo, por ejemplo, se
integraron los buros, que en Ptolomeo cuentan aún entre los lugios,
y pasaron a formar parte de los suevos, según se puede leer en Tácito. Como
suele suceder siempre en tiempos de escasa tradición escrita, también en esta
materia nuestra se ven pronto frustradas las aspiraciones al tratar de conocer
detalles y de obtener una idea generalizada por el método inductivo. Tal vez
sea más conveniente esbozar los contornos de los acontecimientos desde una
distancia más lejana.
3.
Fuentes arqueológicas. Lo mismo puede decirse de las fuentes
arqueológicas que, aun siendo muy numerosas, sólo nos informan parcialmente
sobre la vida de entonces. Además, el nivel de investigación es muy desigual en
los diversos países, ya que los objetivos y métodos empicados han estado
sometidos durante mucho tiempo y con harta frecuencia al pensar histórico del
siglo XIX, y siguen estándolo aún hoy. De este modo es extremadamente
incompleta la imagen que se puede obtener a través de la difusión de plasmaciones
culturales características y de material de colonización histórica, si no se
opta por trazar desde una mayor distancia sus rasgos fundamentales y
combinarlos con los datos que ofrecen las fuentes filológicas e
histórico-etnográficas.
Lo que en
los siglos anteriores a Jesucristo (período de La Tène)
es atribuible a los germanos en manifestaciones arqueológicas, lo mismo en su
contenido que regionalmente, se puede aislar describiendo la cultura de sus
vecinos mejor conocidos históricamente, sobre todo de los celtas, a los que,
según las fuentes antiguas y los testimonios filológicos, se les encuentra
hacia el Norte, desde el Marne, pasando por el Mosela, hasta el Meno y el Alto
Elba y Oder. En toda esta región se pueden comprobar
desde el siglo III a.C. los rasgos culturales característicos dé todos los
celtas continentales. Llegan ademar a regiones para las que ya no existe la
tradición escrita y que tienen que denominarse por eso también celtas: partes
de Turingia, la Alta y la Media Silesia y la región de Vístula. La zona
limítrofe, constituida geográficamente por ¡la cordillera Central, no fue
siempre celta, pero supo integrarse al círculo de los celtas a través de las
migraciones de pueblos dominantes y por uniones de otro tipo. Esa unión no duró
en todas partes hasta el mismo momento. Silesia Media y Turingia ya no forman
parte de ella en el último siglo, y en el Wetterau surgieron al mismo tiempo grupos de población que, procedentes de otras partes
de la Barbarie, o sea, de la región del Vístula, habían llegado allí pasando
por Alemania central. Pero la Alta Silesia como Bohemia, la Selva de Turingia
con Arnstadt en el Norte y las Gleichberge de Rómhild en el Sur, el Rhon, el codo del Lahn en Giessen y el Taunus continuaron vinculados a la cultura
celta aún en una época en que importantes partes de su territorio, como Galia y
parte de Suiza, habían perdido su independencia política tras ser incorporadas
al Imperio romano. Los impulsos que, procedentes de los Alpes del Norte y de la
Alta Italia así como de la Galia ocupada, pudieron influir en gran medida sobre
los aún libres celtas entre el Danubio y el Meno, lograron, aún en el último
siglo antes de Jesucristo, un apogeo cultural que llegó a fecundar incluso las
zonas periféricas. Se trata de la llamada «cultura de oppida»,
que nos describe César en sus Comentarios sobre la Guerra de las Galias y que
la arqueología está en trance de descubrirnos de manera más completa. Los oppida eran construcciones amplias y fortificadas,
dispuestas para la estancia permanente del pueblo y también para residencia
pasajera de la nobleza campesina, al mismo tiempo destinadas a la artesanía
especializada, mercado central y centro del culto. Los testimonios de su vida
económica acercan esta forma de colonias a las comunidades o municipios de
carácter ciudadano mediterráneos: por ejemplo, el dinero en monedas, del que
algunas clases parecen haber tenido curso preferentemente dentro de los límites
tribales; en el aspecto técnico, la industria del hierro y la elaboración del
cristal, dos industrias que alcanzarían un alto nivel; en la cerámica
predominaba la fabricación mecánica, y la distribución no se reducía únicamente
a la localidad productora misma, sino que estaba calculada para grandes
distancias. Un papel importante desempeñaba, finalmente, la obtención de la sal
con técnicas muy desarrolladas y organizada en explotaciones a gran escala (Schwabisch Hall, Bad Nauheim, etc.), y que, al parecer, vendían muy lejos.
Parecidos
rasgos se observan al norte del Lahn hasta el borde de las montañas del Schiefer (Schiefergebirge) y al
oeste del Rhin entre los tréveros de la región del Hunsrück-Eifel; igualmente, en las
tribus belgas hasta el Hennegau, donde se habían
extendido los nervos, y hasta el Maas Medio, cerca de Namur, donde vivían los atuatucos que
César cuenta entre los germanos del lado izquierdo del Rhin porque se afirmaba que provenían de los cimbrios y teutones. Desde el punto de
vista cultural, todo este territorio era desde el siglo V a. C. una provincia limítrofe de los celtas, con
iguales o parecidas formas de vida.
Ofrece un
carácter completamente diferente la región eburónica que sigue hacia el Norte desde la ensenada de Colonia, a través de Brabante,
hasta el Schelde. Aunque es cierto que algunos
aspectos de la cultura de la región del Marne, uno de los centros celtas de la
época temprana, seguían ejerciendo su influencia, lo que suele aparecer en los
hallazgos arqueológicos tiene en el propio país una tradición de muchos siglos.
Las escasas muestras materiales, como la cerámica, sobre todo en el culto a los
muertos: la construcción de tumbas y las costumbres de depositar objetos en
ellas, que deben considerarse especialmente aquí como testimonios de la vida
pasada, dejan entrever una capacidad de persistencia en los propios hábitos
mucho más potente que el impulso debido a influencias externas. Es importante
destacar que esto puede aplicarse a la llanura de ambos lados del Bajo Rhin alemán, donde surgieron de la misma base cultural
utensilios domésticos y costumbres fúnebres parecidas. Al parecer, se trata
arqueológicamente de la región poblada por los grupos germanos del lado
izquierdo del Rhin con los que tuvo que entenderse
César y de los que ya se habló antes.
Muestras
parecidas, aunque distintas en algunos detalles, ofrece el territorio que
continúa al Este y Norte, es decir, las provincias orientales de los Países
Bajos al norte del Rhin, el Emsland, Oldenburg, Westfalia y la Baja Sajonia occidental.
Entramos aquí en un dominio sobre el que los antiguos autores empiezan a
informar, en cierta medida con abundancia, después de las guerras de los
romanos, cuando ya aparecen por todas partes pueblos que, como los frisios, ampsivarios, tubantos y los bructerios, se dan a conocer culturalmente más o menos como
germanos. Por eso es más de lamentar no saber casi nada sobre su pasado
prerromano. Aún faltan todos los eslabones entre las formas romanas y las
fuentes de época anterior. Tampoco en el aspecto de la colonización se puede
tender un puente, excepto en el caso de la zona de marismas en la franja
costera, sobre la que aún tenemos que hablar. De hecho, todavía no se ha podido
aislar material concreto y suficiente de la cultura que ha llegado hasta
nosotros de los dos o tres últimos siglos a.C., es decir, precisamente de
aquel período de la Edad del Hierro prerromana en la que surgió el germánico
como fenómeno lingüístico. Las épocas anteriores al último milenio están
arqueológicamente mejor documentadas que las que precedieron inmediatamente a
la época romana. Por esta razón ja investigación tendió a situar el proceso de
germanización de estas regiones en tiempos muy antiguos. La mayoría de las
veces vuelven a ser fuente de nuestros .conocimientos las necrópolis, cuyas
formas de tumbas, costumbres funerarias y contenido material parecen bastar
para delimitar, dentro de su heterogeneidad en el espacio y en el tiempo, un
ámbito cultural entre el Mar de Ijssel y el Weser.
Las
diferentes fases que atravesó, y de cuyo estudio se ocupa ahora la arqueología,
estaban marcadas por el estilo de la época y la influencia de los vecinos,
desempeñando sin duda un papel importante la Renania y el ámbito cultural al
norte del Elba. Pero lo mismo que en Bélgica, también aquí una sorprendente
fuerza de inercia dio lugar a un material monótono y pobre. Existen necrópolis
que parecen inspirarse, de una u otra forma, en importantes monumentos fúnebres
del alto segundo milenio y que han sido trasplantados a la mitad del primero.
Este proceso tuvo lugar en Drenthe igual que en Westfalia y en la Baja Sajonia
interior al oeste del Weser. Siempre el ritual fúnebre, cuya riqueza
contrastaba con la pobreza de medios, siguió los modelos tradicionales, aunque
nuevas formas fuesen ganando cada vez más importancia.
Este
sector siguió siendo conservador incluso a finales del siglo VI, al principio
de la Edad de Hierro prerromana, cuando nuevos principios formales en las
costumbres funerarias y en el aspecto material (tipo Dotlingen, Zeijen y Nienburg) se
acercaron al proceso cultural centroeuropeo (transición Hallstatt/La Tène) y, por tanto, a las nuevas culturas que se extendían
entre el Weser y el Vístula. Pero mientras que, como veremos aún más adelante,
en el Elba y el Vístula se realizaron, en un proceso expansivo, uniones con
otros grupos autóctonos, desapareciendo límites tradicionales de muchos siglos
y produciéndose una nueva división de las provincias culturales, Alemania del
Noroeste quedó sumida por mucho tiempo en un estado cuya falta de fuentes llega
a ocultar completamente incluso acontecimientos importantes. Hasta cierto punto
puede ello estar relacionado con procesos de colonización y
económico-históricos del estilo de los que empiezan a perfilarse en algunas
zonas bien estudiadas, como la de Drenthe: el aumento de la población por
excedente de nacimientos o inmigración condujo, en una forma de vida sedentaria
y basada en el arado, a una ampliación de los campos de cultivo permanentes por
la roturación de los bosques, lo que a su vez produjo, a causa de la escasa
defensa frente al viento, que las arenas fuesen cubriendo las áreas de cultivo
y, finalmente, el abandono forzoso de la propia colonia. Aunque el lugar no
fuera abandonado del todo, la población se retiró en gran parte a la zona de
marismas de la costa, hasta entonces poco o nada poblada. Allí permaneció
incluso cuando el avance del mar obligó a una forma completamente nueva de
construcción y de cultivo: la construcción de Wurten (Terpen). Cuando esta población entró en la historia
lo hizo con el nombre de frisios, cuyos comienzos, su tiempo histórico
colonizador, pueden seguirse hasta alrededor del 500. Las funciones de tipo
social y económico que se ocultan detrás de este proceso y el papel que
desempeñó éste en la formación de la tribu frisia se deben ver en otro
contexto. En todo caso, se puede contar en este período con migraciones
interiores que tuvieron que trastornar sensiblemente la estructura cultural;
naturalmente hay que preguntarse hasta qué punto se puede encontrar esta
«colonización interior» en los grupos vecinos y también al este del Weser, o si
allí se lograron superar de otro modo las dificultades que iban surgiendo, tal
vez emigrando lejos grandes partes de la población, con lo que se podría
explicar la fuerza expansiva de que hablamos.
Una situación
distinta de estas circunstancias continentales de la ecumene ofrece el material arqueológico de la periferia septentrional, en Noruega y en
Suecia central. Las dificultades que se oponen a un enjuiciamiento equilibrado
no consisten, como en Alemania nordoccidental, en que
estos ámbitos culturales siguiesen fundamentalmente otros caminos que las
partes más meridionales de Escandinavia situadas geográficamente más cerca del
continente. Se basan, más bien, en una falta notoria de series continuadas de
hallazgos que constituyan la base de los estudios histórico-colonizadores.
Mientras que Noruega del Sur, con partes de Bohuslán,
tiene —para términos escandinavos— al principio de la Edad del Hierro
prerromana abundante cantidad de hallazgos, en Suecia central (Ostergotland y Uppland) y Gotland son más escasos y faltan
por completo en otros lugares del mismo período. Las fuentes están siempre
divididas en grupos aislados cuyo contexto interno sólo se puede establecer con
dificultad o no se puede en absoluto. Esto no depende de la naturaleza del
país, sino también de su distancia del continente, que también influyó
decisivamente en Escandinavia en la formación de tipos; pero, a medida que
aumentaba la distancia en el espacio, solo podía verse esa influencia en la
selección, y esto con un notable retraso. A partir del último siglo a.C.
vuelve a producirse abundante material de fuentes y extenderse a zonas antes
vacías, en algunos casos con continuidad en la colonización y en las formas
hasta mucho después de la transición a la época imperial romana, sobre cuya
importancia para la colonización continental del subcontinente sueco-noruego no
podemos tratar aquí. La época auténtica de formación del germánico vuelve a
estar en la oscuridad de épocas pobres en tradición, entre la más Alta y la más
Baja Edad de Hierro prerromana. La cultura germánica no surgió hasta que este
proceso, cuyos factores se nos ocultan, ya estaba terminado.
En la
región del Vístula las fuentes permiten diferenciaciones cronológicas e
histórico-culturales más exactas. El material es muy rico. Además de colonias
hay muchas necrópolis extensas utilizadas durante largo tiempo, que muestran
que, a finales del siglo VI, había comenzado una profunda transformación en la
cultura, comparable a los cambios acaecidos en el lado oeste del Oder y también entre el Weser y el Rhin.
Sin embargo, aquélla tenía otras causas en la Europa Central del Este y siguió
otro curso. Su precursora era la cultura de Lausitz,
de carácter oriental. Aunque en su espacio estaba dividida en diferentes
grupos, sus colonias, su ritual fúnebre y su cultura —hasta donde puede
captarse arqueológicamente— tienen un carácter tan unitario y una tradición
tan fuerte que incluso zonas periféricas, hasta el Bug y hasta los grupos
bálticos de Pomerania Ulterior, en la región de la desembocadura del Vístula y
en Prusia oriental, habían sido influenciadas por ellas en mayor o menor
grado. Durante los siglos VI y V, sin embargo, los pueblos nómadas orientales,
que han pasado a la literatura antigua con el nombre genérico de escitas, no
sólo asolaron los países de los Cárpatos, que ya desempeñaban un papel decisivo
para la región del Vístula por sus envíos de cobre para armas, instrumentos y
joyas, sino que además habían trastornado completamente el sistema de varios
siglos de los grupos limítrofes del Norte con invasiones y guerras. Sobre este
suelo surgió, con clara orientación hacia los países alpinos orientales y hacia
Alemania del Sur, una nueva cultura con aproximadamente los mismos límites que
el mundo de Lausitz precedente. Fue determinado su
desarrollo, como siempre en estos casos, también por la situación de los grupos
regionales, de tal manera que la transformación cultural no tuvo lugar en todos
los sitios al mismo tiempo. Esta vez se adelantaron, al parecer, a todos los
demás los grupos periféricos de la Pomerania Ulterior oriental y de la región
de la desembocadura del Vístula; se les unió el país del Oder-Warthe,
y siguieron, con el tiempo, Silesia, Polesia a
orillas del Pripjat y Podolia occidental. Por esto,
para la denominación de esta forma de cultura, caracterizada por un tipo de
vaso muy frecuente, la urna con representaciones de rostros, se ha escogido la
región de Pomerelia. Tal vez esta elección adolezca
de cierta parcialidad, pues lo que mantuvo unidos a los diferentes grupos
regionales en su extensa zona no fueron desde luego sólo y exclusivamente las
singularidades de Pomerelia, sino también efectos
tardíos del mundo de Lausitz junto con elementos
tomados de fuera y tendencias estilísticas condicionadas por el tiempo. Por
esta razón, al tratar de la difusión de la cultura de las urnas con rostros, no
se podía hablar en todos los casos de migraciones de Prusia occidental,
teniendo en cuenta además que su relación hacia los grupos más antiguos sólo ha
sido comprobada —con los testimonios de las necrópolis— en casos aislados.
Lo mismo
puede decirse del fin de la cultura de las urnas con rostros, cuyas formas
tardías parecen perderse en el curso del antiguo período de La Tène, probablemente durante el siglo III. Sin embargo, las
necrópolis siguieron siendo utilizadas hasta que, a principios del siglo I a.C., un pueblo aportó en su uso elementos nuevos, no en la forma de las tumbas,
sino en las costumbres funerarias (ofrendas de armas, cinturones, etc...) y en
la disposición de los más o menos abundantes objetos dejados al muerto. La
ruptura con lo antiguo fue tan grande que el cambio de cultura no puede
explicar solo estas transformaciones radicales si se tiene en cuenta que, entre
la desaparición de las fuentes antiguas y la vuelta a empezar, existe un cierto
lapso de tiempo que apenas puede ser documentado arqueológicamente. En este
caso la investigación cuenta, sabe ciertamente de inmigraciones, pero sospecha,
en la utilización posterior —a veces constatable— de las necrópolis más antiguas,
una continuidad por parte de los indígenas. Investigaciones futuras tendrán que
estudiar con más detenimiento esta posible convivencia de los colonos
autóctonos y los inmigrados. Aparte del cambio formal en. la época de Augusto,
que se manifiesta en las fuentes de casi todas las regiones entre el Vístula y
el Elba, esta cultura se continúa sin interrupción en la época posterior a
Jesucristo. Para este período disponemos de tantos relatos etnográficos
(Estrabón, Plinio, Tácito, etc...) que podemos afirmar con seguridad su
pertenencia a la cultura germánica incluso a partir de las fuentes antiguas.
Nombran a los rugios y borgoñones, a los godos y
vándalos y, como hay que localizarles precisamente en aquellas regiones en las
que se extienden las innovaciones, en el Bajo Vístula, en Pomerania Ulterior,
en Silesia y en la tierra del Warthe, a orillas del
Vístula y el Natew, la investigación ha relacionado
estas transformaciones con la inmigración de pueblos germánicos. El problema de
su origen, que parecía resuelto con el descubrimiento de influencias
escandinavas en el material hallado y su combinación con las circunstancias que
se manifiestan a través de los nombres de las leyendas, ha sido postpuesto de
momento en espera de un análisis de fuentes más intensivo. Llama la atención
que fueran incluidos también en estas culturas «germánico orientales»
territorios situados más al Oeste, territorios en los que no había existido una
cultura de urnas con rostros, a ambos lados del Neisse de Lausitz y en la Baja Silesia, y sobre todo el
cambio de las formas en necrópolis ocupadas de manera continuada. El elemento
germánico oriental también aparece en Alemania central y a orillas del Meno y
el Taunus. Tras esta expansión hasta tierras tan alejadas se encontraban grupos
ágiles y más pequeños que se habían introducido primero como huéspedes para
ascender después a las capas dirigentes, cosa que hicieron entonces
probablemente todos los grupos aguerridos de germanos mientras lo permitían las
circunstancias. Un ejemplo típico parece ser el ejército multiforme de Ariovisto,
que se puso, según el modelo mediterráneo, como mercenario al servicio de los secuanos galos, agobiados por las guerras tribales, pero
que, a gusto en sus bien cultivados campos, se apropió primero de un tercio de
sus tierras, exigiendo después, al parecer, el segundo tercio.
Llama la
atención que por otro lado «lo germánico oriental» no ocupase tampoco todo el
espacio de la antigua cultura de las urnas con rostros, extendiéndose al
Sudeste, hacia el Bug y el Dniéster, mucho más tarde. Había establecido aquí
contactos con la llamada cultura Sarubinzy, que
presentaba formas parecidas de tumbas pero diferentes costumbres funerarias
(falta de armas en las tumbas) y distintas formas en su zona de expansión
occidental en el Medio Bug y el Pripjat, no sin
participación de la cultura de las urnas y de formas parecidas, y que había
surgido en el mismo tiempo que «lo germánico oriental», pero que se encuentra,
además, a orillas del Dniéper y el Desna, al parecer
sin esta participación. El material de Sarubinzy llena al menos el período prerromano, pero aún no existe una conclusión segura
con los siglos III y IV. Hasta este tiempo no disponemos de referencias útiles
sobre sus aspectos étnicos, de manera que por el momento se desconoce el pueblo
que estaba detrás de Sarubinzy. No hay duda de que
hay que contarle entre los antecesores de los eslavos.
Parece
acertado suponer que, en el paso del s. II al I a.C., grandes partes de la
Europa Central del Este hasta el arco del Vístula habían hallado en «lo
germánico» la expresión de su unidad, fomentada de forma distinta, al
desaparecer la cultura de las urnas, por grupos aislados de origen germánico,
reflejándose ahí el proceso de su germanización progresiva. En el mismo tiempo
se estableció a orillas del Moldau y en Besarabia, en
inmediaciones dacias, un grupo que, según los hallazgos arqueológicos, pudiera
proceder de la región situada al oeste del Oder.
Aunque nada obliga a relacionarle con los bastarnos, pues éstos llegaron mucho
antes a esta zona, habrá que reflexionar sobre este grupo. No conocemos su
composición, pero, según el significado de la palabra, habrá que contar con
diferentes componentes. Los bastarnos dieron constantemente que hablar hasta
bien empezada la época romana. Pero este indicio arqueológico dirige la mirada
a las circunstancias de aquella región en la que hay que buscar uno de los
focos del movimiento de aquel tiempo.
El
espacio Elba-Oder junto con jutlandia es de hecho la única región en la que parecen poderse captar arqueológicamente,
sin interrupción en las fuentes, las etapas del desarrollo de la cultura
germánica; es el mismo espacio en el que la germanística ve producirse por
primera vez las singularidades lingüísticas que separan a los germanos de los
indoeuropeos. El material arqueológico es abundante y muy diverso: conocemos
las viviendas, los tipos de poblado y el modo de vestirse, que puede tener un
papel importante al delimitar las diferentes provincias culturales y la vida
religiosa en cuanto se manifestaba en sacrificios y costumbres funerarias. Las
agrupaciones territoriales, una vez constituidas, permanecen ya hasta la época
imperial romana, de forma que es posible relacionar con ellos los nombres de
las poblaciones: los caucos en el Weser hasta el Elba, los longobardos a ambos
lados del Bajo Elba, los semnones en Bradenburgo y los hermunduros en
la región del Medio Elba. A éstos se añaden los marcomanos en Bohemia del Norte
y los queruscos entre el codo del Weser y el Aller. Nadie puede decir aún
cuándo y bajo qué condiciones internas surgieron estas formaciones políticas en
la forma que se, nos presentan en los autores antiguos, ni cómo se formaron los
grupos mayores, difíciles de definir, de los que los más importantes fueron los
suevos, que sembraron el miedo y el terror en el Rhin y el Danubio, como antes hicieran cimbrios y teutones.
Las
premisas históricas de todas estas formaciones ya empiezan a vislumbrarse con
bastante claridad en el material arqueológico. Su capa subyacente llega,
también en este caso entre Weser y Oder, hasta el
siglo II a C. Se puede dividir en varios grupos regionales que, junto a
algunas afinidades —explicables por la vecindad y la general dependencia de los
proveedores de sal y cobre—, pusieron de manifiesto su carácter propio en
ciertas particularidades culturales: Escandinavia del Sur con Slesvig Holstein, Mecklenburgo occidental, los Stader Geest y la Lüneburger Heide (círculo nórdico); Mecklenburgo oriental, la Marca
del Nordeste y parte de Pomerania Ulterior; región de la desembocadura del Oder con Brandenburgo del Este (Góritz); el Bradenburgo que se
extiende hacia el Sur y Sajonia hasta el Mulde (Bidendorf); el Harz anterior
hasta la desembocadura del Saale (cultura de las urnas en forma de casa); la
región entre el Harz y la Selva de Turingia. Este
sistema de cultura prehistórica, estable durante mucho tiempo, fue influenciado
luego, después del siglo VI, por los cambios que trajo consigo la aparición del
factor celta continental; más tarde fue poco a poco transformándose hasta
desaparecer finalmente y verse sustituido por la cultura de Jastorf —llamada así por su lugar de hallazgo en Lüneburg—, que a su vez desembocó en
la época romana sin rupturas notables. Ninguno de los grupos que participaron
en este complicado proceso podrá ser calificado de germano por la construcción
de sus casas, aunque en cada uno parece encontrarse un origen autóctono: la
formación de la cultura de Jastorf no tiene lugar en
todas partes al mismo tiempo, y su posterior desarrollo tampoco puede
considerarse sincrónico. Su radio de influencia se fue ampliando, al parecer
gradualmente: primero, hacia el Oder y el Rega; luego, más allá de los lagos de Mecklenburgo hasta Bradenburgo y las estribaciones de Harz, más tarde hasta el Mulde,
el Elster y el Alto Elba y, sin duda al final, hasta el valle de Turingia. Se
trata, con otras palabras, de la unión de grupos de población de diversa
procedencia y con distinta historia, una unión que en la .época de Augusto iba
a tener también su influencia en el aspecto político.
No es,
pues, ninguna casualidad que estos pueblos germánicos del Elba terminasen bajo
el mando de un hombre que, tras volver de Roma al principio de su carrera —como
un condottiere—, recorrió los países hasta
crear con los boyos, sobre la base de la tardía
cultura celta de oppida, entre Beraun, Moldau y el Elba, un reino propio, después de que había
inmigrado allí gran cantidad de población centroalemana.
El marcomano Marbod, «hombre de noble origen, más
bárbaro por su raza que por su inteligencia», como le describe Veleyo, fue sin duda el primero —y único por mucho tiempo—
que supo romper los límites estrechos de su pueblo y cuya eficacia política,
que por su radio de acción destaca frente a la limitación del dominio de
Arminio, estaba destinada a una cierta duración. Su influencia sobre los grupos
suevos fue tan grande que, después de la derrota de Varo (9 d.C.), se le
entregó a él y no a Arminio la cabeza del general derrotado, un símbolo que,
según la costumbre de la época, era capaz de incrementar no sólo la fama sino
también el poder; el hecho de que a su vez enviase el trofeo al Emperador es
indicio de su certero instinto político.
Desde el
punto de vista arqueológico, una expansión como ésta por encima de las
fronteras de la cultura de Jastorf se refleja en la
diseminación de hallazgos del tipo de Jastorf por
Bohemia del Norte y Sudoeste, así como hacia el Meno, durante el reinado de
Augusto, probablemente por la época en que nace Jesucristo. Al mismo tiempo se
extendió al oeste del Weser en la región de Lippe,
luego en el Fulda y Eder, en el Alto Lahn y en Wetterau y, finalmente, en Starkenburgo y en el Palatinado. Que este material, en un principio con bastantes lagunas,
no representa de ninguna manera a los primeros grupos germanos en este espacio,
se desprende ya de la referencia que hace César de pueblos suevos que, ya en su
tiempo, avanzaban hacia el Rhin, de manera que los
habitantes de allí tuvieron que cruzar el río y huir hacia Galia y Bélgica.
Pero fueron los primeros que al parecer habían fundado colonias permanentes en
regiones que, hasta la terminación de las campañas romanas en el lado derecho del Rhin, fueron utilizadas como campos de
operaciones de las legiones y en las que se habían construido campamentos e
instalaciones militares de carácter duradero. Es poco probable que los germanos
pudieran asentarse en estas rutas de paso durante el período de la ocupación.
Por eso sólo podemos suponer colonias permanentes cuando hayan fracasado los
intentos de conquista. Aunque las posibilidades de diferenciación cronológica
del material hallado de tipo Jastorf al oeste del
Weser son escasas, de momento se puede aceptar esta conclusión hasta que se
disponga de mayores conocimientos a partir de fuentes más abundantes. Las
campañas de los romanos entre el Meno y el Lippe afectaron a una población que no tenía nada que ver con lo germánico ni
cultural ni lingüísticamente, como lo demuestran no sólo los hallazgos
lingüísticos sino también los arqueológicos. De esto se puede deducir tal vez
que los germanos no pudieron imponerse a la larga políticamente —y más tarde
cultural y lingüísticamente— hasta que la población indígena estuvo debilitada
o incluso exterminada por las campañas; y por otra parte, la derrota de Varo
había fortalecido la fama de los germanos y les dio también la posibilidad de
tomar el poder.
4.
Cultura. Se discute hace tiempo cuáles fueron las fuerzas que se
hallaban detrás de este acontecimiento, qué factores lo pusieron en marcha y
cómo le dieron la dirección que tomó en el último siglo a.C. El resultado
tiene verdaderamente envergadura histórica: un pueblo de bárbaros, al parecer
en trance de formarse políticamente, se convirtió en un estado, que, en la Baja
República, ya había abandonado las dimensiones de dominio regional y entrado en
las circunstancias históricas universales. Al contrario que los celtas, que se
habían acercado desde hacía tiempo a la civilización mediterránea, los germanos
vivían entonces aún una existencia prehistórica: sin escritura, confiando cada
noticia a la memoria, legando a la posteridad el recuerdo histórico a través de
cuentos y cantares; sin conocimiento de formas ciudadanas de organización y,
por ello, sin la posibilidad de transferir la organización de la vida pública a
una corporación que fuese independiente de la unión personal: familia, casta o
tribu. La unión de estirpes y razas garantizaba tradición, costumbres, paz y
derecho; mientras tales grupos supieron hacerse representar por jefes notables
de antiguas familias, este orden tuvo consistencia. Sin embargo, dentro de un
mundo regido por unas normas completamente distintas, ese orden llevaba en sí
su propio fracaso, como lo demuestra la rápida transformación de las
estructuras tribales y la escasa estabilidad de los grupos más amplios, sobre
lo que aún se tratará en otro contexto. Los afanes de hegemonía sólo obtuvieron
cierto éxito durante algún tiempo y en circunstancias especiales, al parecer
únicamente donde ciertas superposiciones extranjeras, al mando de fuertes
personalidades, habían creado formas parecidas a un reino. La experiencia
adquirida en el servicio romano tuvo aquí un papel importante, como lo
demuestra el ejemplo de Marbod —y en cierto modo
también de Arminio—, que tuvo unos caracteres completamente distintos a la
actuación de los antiguos cimbrios y suevos bajo Ariovisto.
De hecho
existían en el aspecto político diferencias entre los que se habían quedado en
casa y los otros que, aceptando el riesgo de la emigración, se habían asentado
en el extranjero, en parte en pequeños grupos muy diseminados —como parecen
indicar los aún incompletos hallazgos del Meno y de la zona entre el Rhin y el Weser— o, en parte también, ocupando mayores
áreas, como en Turingia y Bohemia del Norte. En las zonas montañosas donde
estaba extendida la cultura de oppida no fueron
expulsados los indígenas: éstos se hicieron cargo, como metalúrgicos, herreros
o artesanos de otro tipo de técnicas altamente desarrolladas, en cuanto
parecían útiles a los nuevos amos. También se quedaron los comerciantes ya
asentados, como se sabe con seguridad del Reino de Marbod.
Además se pudo conservar la mayoría de los nombres de ríos, lugares y personas.
Otros elementos se perdieron: el oppidum como lugar
de residencia permanente, el torno del alfarero destinado a la fabricación de
masa y el dinero en monedas.
Esto ya
demuestra que la estructura cultural en la zona de contacto era mucho más
complicada, y no es difícil comprender que la clase dominante dispusiera de
unos medios de representación completamente diferentes a los que permitían las
estrechas relaciones de la patria. Pero de esto y de las consecuencias para la
cultura en toda Germania ya se hablará más adelante.
La vida
corriente se desarrollaba en colonias más o menos estables y había conservado
su carácter campesino; en las zonas aluviales cercanas a la costa predominaba,
frente al interior, la ganadería sobre el cultivo del suelo. La caza como
fuente de alimentación ya no pudo tener en ningún sitio un papel importante.
Las colonias estaban constituidas por granjas o caseríos con dos o cuatro
familias; en algunos casos, con más de diez. Sólo en el último siglo a. C. se
llevaron a cabo instalaciones de mayor envergadura. Pero no llegó a haber más
de veinte granjas, que, según la costumbre de la época, formaban edificios de
tres naves con habitaciones y cuadras bajo el mismo techo y no tenían el mismo
número de animales. Algunas tenían sitio para dieciocho o más animales; otras,
sólo para tres. Alguna que otra cabaña no poseía cuadras, de manera que sus
habitantes podían hacer valer su derecho a una parte de los rebaños del pueblo,
dedicándose además a otras ocupaciones, como la pesca, la pequeña industria
(carpintería, fabricación de peines, etc.) o tal vez también a servicios en la
vecindad. Los campos, que han conservado en algunos casos la forma cuadrada (celtic fields), eran también de
diferente forma y tamaño. Hay un ejemplo impresionante de 134 parcelas de las
que más del 30 % tenían de 1.000 a 2.000 m.2; un 20%, hasta 1.000 m.2; otro
20%, entre 2.000 y 3.000; un 20 % más de las parcelas se encontraban entre los
3.000 y los 5.000 m.2, y de más de 5.000 m.2, tan sólo el 3 %. Sin embargo,
parece aventurado generalizar, siguiendo un ejemplo tan propicio, un tamaño
medio por granja de quince hectáreas. Tuvo que haber interdependencias y
diferencias en las colonias, debiendo destacar con más fuerza las que más
antiguas fueran. Nosotros aún no tenemos una idea clara acerca de su duración,
pues han sido halladas muy pocas en su totalidad. Constituye esto un cometido
urgente, ya que el factor de la duración de las colonias puede ser valorado,
junto con la forma externa y la división interior, como expresión de la estructura
económica y social de sus habitantes, que es lo que se trata de reconstruir
arqueológicamente a partir de los restos del pasado. Tal vez pueda afirmarse
que una colonia de más de cinco generaciones en el mismo lugar hay que
considerarla como excepcional. Pero incluso en estos casos las grandes casas
cambiaron de lugar cuando había que reconstruirlas por ruina o fuego. Por el
contrario, la colonia entera debió estar considerada como área de derecho, y
así podemos deducirlo de la valla que la solía rodear. Existieron además otros
tipos de colonias de duración más corta o más estables. A las colonias que
existieron poco tiempo pertenecen las que estaban destinadas a determinados
fines artesanales, entre los que al parecer tuvo un papel importante la fundición
de hierro. A las más estables pertenecen instalaciones que se han convertido en
montículos de varios metros con las ruinas de edificios derruidos o destruidos.
En este caso especial se observa una continuidad del habitat a través de siglos, tendiendo el natural aumento de población a una mayor
extensión en el espacio. El mismo principio o construcción, impuesto por la
subida del nivel del mar en la segunda mitad de milenio, presentan los Wurten en la zona costera entre el Mar de Ijssel y Ems. Naturalmente surge
la cuestión de por qué la población ante esta situación no se retiró, en plan
de colonización interior, a las áreas no cultivadas que existían entonces en
cantidades suficientes. De hecho en el último siglo a. C. parecen haber tenido
lugar tales movimientos de colonias en espacio reducido, pero entonces se
trataba siempre sin duda del abandono de zonas pobres arenosas en favor de
áreas más ricas.
Una
cuestión paralela se presenta en la estabilidad de los campos cultivados, que
incluso parecen presentar divisiones secundarias, lo que puede explicarse tal
vez por el derecho de herencia. Además existen cerca de la costa áreas de
cultivo cuya capa de humus presenta aún hoy unas medidas que difícilmente
pudieran haberse formado de otra manera que por relleno artificial del suelo.
El cultivo constante del suelo y su colonización a través de largo tiempo
contrastan aquí con el tipo de colonización habitual y también con el
prehistórico. La investigación se mantiene aún a la expectativa ante estos
hallazgos y evita por eso una teoría única, consciente de la importancia de las
conclusiones que se puedan sacar. El grosor constante del suelo cultivable, y
la continuidad de la colonia, por un lado, y el normal aumento de la población,
por otro, tuvieron que producir situaciones sociales distintas de las que se
dieron en el caso de cambios de las áreas de cultivo y de colonización del
interior. ¿Qué número de habitantes alcanzaban estos grupos, que no necesitaban
recurrir a las soluciones habituales ni siquiera a enviar fuera a los segundos
o terceros hijos que ya no podían encontrar trabajo y recursos suficientes en
la propia tierra? En esta relación de fuerzas entre número de habitantes, organización
social y condiciones económicas se encuentra probablemente una de las causas de
los movimientos migratorios de los últimos siglos a.C. Hay que reconocer que
el extranjero constituía una gran atracción y que la acción bélica ofrecía en
el Rhin y el Danubio posibilidades de poder y
también de dominio sobre las zonas conquistadas; pero no debe de olvidarse la
situación en el «hinterland», aunque hoy aún sea difícil emitir un juicio
seguro.
Las
necrópolis, que desde otro aspecto podrían dar una respuesta a las cuestiones
planteadas, sólo en algunos casos han sido totalmente excavadas con métodos
modernos y valoradas científicamente. Donde ello ha sucedido, estuvieron
ocupadas durante largo tiempo, por lo que no se puede deducir nada sobre la
constancia de las diversas colonias. Las conclusiones que permite establecer
este material son de otro tipo; se refieren a la composición de la población
según grupos de edad, a la organización social en cuanto se manifiesta en la
combinación de las ofrendas y a determinados fenómenos religiosos. De un
ejemplo totalmente investigado antropológicamente sabemos que, con una
mortalidad infantil del 30-65 % —uno o dos tercios de todos los, niños morían
antes de cumplir los 18 años—, la media de vida no pasaba apenas de los 40
años. Las diversas generaciones no llegaban casi a interferirse; el número de
habitantes, calculado generalmente por el número de tumbas, tiempo que
estuvieron ocupadas y cifra de mortalidad supuesta (3 % al año) —sin contar
naturalmente los que morían de manera no corriente y no fueron sepultados—,
normalmente sólo pudo ser pequeño, como lo demuestra un ejemplo entre muchos:
400 tumbas, de ellas un buen tercio de niños, dan en diez generaciones, en el
mejor de los casos, una población de veinte cabezas capaces de intervenir como
personas adultas en la vida social y política. Desgraciadamente no se conoce
aún ningún caso en que se hayan investigado estas circunstancias considerando
la colonia y la necrópolis como una totalidad. Pero, incluso cuando estudiamos
comunidades mayores —el mayor cementerio excavado hasta ahora tenía 3.000
tumbas— la estructura social se refleja menos en las colonias particulares que
en los grupos en que se unieron. De Hecho, en los cementerios, en la
distribución de los muertos, la familia se distingue como unidad menor sólo en
casos aislados, mientras que las estirpes y también los grupos de edades y de
guerreros parecen destacarse más, topográficamente y por las combinaciones de
ofrendas. Así en ciertas regiones se enterró a hombres y mujeres en cementerios
distintos, de lo que se deduce que para después de la muerte no siempre se dio
a las relaciones familiares la importancia que se le solía dar. Grupos supralocales
constituyen también los portadores de armas, cuya diversidad de rangos se
refleja en múltiples combinaciones de ofrendas. Es característico que estas
clases guerreras no se impusieran hasta el último siglo a. C. en el ritual
funerario, y precisamente antes en los territorios orientales que en otros
sitios. En esta clasificación, que encontró siempre en cada tribu nuevos medios
de expresión, destacaron unos pocos guerreros por su equipo completo. Su
posición especial queda manifiesta por el hecho de que en muchas ocasiones se
distanciasen de los demás y que fueran enterrados en cercanía mutua. Con tazón
se ha querido ver en ellos una clase de jefes locales que, junto con los otros
también ricos pero no provistos de armas, pudieron desempeñar en las colonias
un pape! predominante. Ningún indicio demuestra que en el período aquí tratado
tuviese esta clase un poder suprarregional. Sin embargo, estaba en el mejor
camino para imponerse por encima de las comunidades locales. Las formas de
organizaciones señoriales, que fueron creciendo en las zonas periféricas de
superposición, se extendieron pronto a toda Germania.
Getas y
dacios. El desarrollo de los dados en los siglos I y II antes de
nuestra era. Dados y romanos en el tiempo de Augusto.
Las
fuentes literarias antiguas mencionan a los getas como a «los más valientes y
los más justos de los tracios» (Herodoto), que habitaban, hacia mediados del
primer milenio antes de nuestra era, en el Bajo Danubio y en la llanura de la
Valaquia, y que se enfrentaron con los persas con motivo de la famosa
expedición de Darío contra los escitas del norte del mar Negro. Más adelante,
en el siglo IV a.C., fue Alejandro, el rey de Macedonia, el que pasó el
Danubio (335 a.C.), empleando las embarcaciones excavadas en troncos de
árboles que tenían los indígenas, para apoderarse de una fortificación geta en
la llanura valaca, sin haber establecido, no obstante, su dominación más allá
del río. De todos modos, la Dobrucha había entrado en
la esfera del poderío macedónico en el reinado de Filipo II, el vencedor del
«rey» escita Ateas, que quería penetrar en aquella región defendida por los
autóctonos getas bajo el mando de su anónimo «Rex Histrianorum».
En el
tiempo de los Diádocos, un dinasta geta, Dromicetes,
infligió en dos ocasiones derrotas aplastantes a Lisímaco, el rey de Tracia, lo
que, sin embargo, dio origen a unas relaciones de buena vecindad entre las dos
potencias en el momento en que se producía la penetración violenta de los
celtas en la región cárpato-danubiana y en los
Balcanes. Así, algunas inscripciones encontradas en excavaciones llevadas a
cabo en las antiguas colonias griegas del Ponte, hablan de ciertos jefes getas,
siempre del siglo III a.C., entre ellos Zamoldegico y Remaxo, en relación con la ciudad de Histria, que se valía de su protección para asegurar sus
derechos.
Concentrados
durante mucho tiempo en el sureste de la actual Rumania, los hechos políticos
llegados a la luz de la historia escrita sobre los geto-dacios
abarcarán, a finales del siglo III antes de nuestra era, el conjunto de su
territorio. En efecto, hacia ese período, se hace mención del rey de los
dacios, Oroles, que lucha contra los bastarnos, y de
la potencia dacia de Transilvania bajo Rubobostes (incrementa dacorum per Rubobostem regem), lo que señala los comienzos de una expansión
que encontrará su plena realización en el tiempo de Burebista,
hacia mediados del siglo I a.C.
Getas y
dacios procedentes de la Transilvania (Daci inhaerent montibus),
del norte de la Moldavia, con prolongaciones hacia el Este y hacia el Oeste, y
quizá de la Oltenia, aunque tuvieron un desarrollo
particular sobre todo a partir del siglo V a.C., se encontraban en el siglo II
antes de nuestra era, en cuanto a su vida económica y cultural, en pleno
período de La Tène. Esta cultura mostraba en aquel momento un carácter unitario
sobre el conjunto del territorio de Rumania, al término de una evolución que se
iniciara en la Edad del Bronce y en el Hallstatt, y tras la asimilación, por
los tracios del norte de la península de los Balcanes, de elementos procedentes
de los cimerios, de los escitas, de los celtas, y, sobre todo, de elementos
culturales griegos, helenos y helenísticos, a través de las colonias de orillas
del mar Negro o de los tracios meridionales. A estas influencias, que
contribuyeron al florecimiento de la cultura local, vendrá a sumarse,
precisamente a partir del siglo II, el factor romano, cuya acción conducirá a
la romanización de los dacios, tras la conquista de la Dacia.
Según el
testimonio de los antiguos, los getas y los dacios hablaban el mismo idioma,
que era, según la opinión generalmente admitida hoy por los filólogos, un
dialecto del tracio, aunque de un aspecto especial, como prueban algunas glosas
y las palabras toponímicas, onomásticas y de poblaciones o tribus geto-dacias. Del fondo ancestral de aquel idioma
indoeuropeo se han conservado en el rumano algunas palabras, de las que, a
título de ejemplo, citaremos: brad (abeto), bríu (cintura), buza (labio), mal (orilla), mos (viejo), prunc (recién
nacido), strunga (redil), vatra (hogar). Además, las investigaciones lingüísticas han descubierto el
significado de algunos vocablos, entre los que señalaremos: el elemento de la toponimia dava, «pueblo, establecimiento, mercado»; guet, «hablar», (en Getae); daca (espada curva), de donde, según algunos sabios, se habría formado
el nombre de los dacios, mientras otros lo relacionan con Daoi,
nombre de una población frigia procedente de una palabra que significaba «lobo»
(daos); bostes, «brillante», en tarabostes (los nobles); per, «niño» (cf. la
inscripción de un vaso en terracota de Gradistea Muncelului con la fórmula Decabalus per Scorilo). Respecto a los nombres de las
divinidades geto-dacias, Zamolxes tendría la significación de «dios de la tierra», mientras que Gebeleises tendría la de «dios de la luz, del cielo».
Algunos
nombres de corrientes de agua (Mures, Olt, etc.) tienen también un origen que
se remonta a aquel idioma del grupo satem.
Aunque
los getas y los dacios no han dejado monumentos representativos en lo que se
refiere a su aspecto físico y vestimenta, podemos, sin embargo, dar una
descripción de ellos siguiendo informaciones procedentes de las fuentes
literarias y, sobre todo, de las representaciones de la columna Trajana y del
monumento de Adamclissi, de la época romana. Los
hombres, robustos, tenían cabellos rubios y la piel clara, con melena y barba
largas, llevaban calzones anchos o apretados alrededor de las piernas, una camisa
por encima de los calzones y una larga esclavina atada al cuello con una
fíbula. Los dacios del pueblo (comati)
llevaban la cabeza descubierta, mientras los nobles (tarabostes, pileati) se tocaban con un gorro puntiagudo,
signo de su posición social. Usaban calzados de fieltro o sandalias de cuero.
Las mujeres, de alta estatura, llevaban un vestido compuesto de una larga
camisa y de un delantal plisado, y cubrían su cabeza con un pañuelo de colores.
Esta indumentaria recuerda en algunos aspectos la de los habitantes de varias
comarcas montañosas de Rumania. Diferente de la de los tracios meridionales,
tal como ha sido representada por los griegos, esta vestimenta puede
relacionarse con la de los escitas y las de las poblaciones del norte de mar
Negro, estrechamente ligadas a los geto-dacios.
Los
autores antiguos, desde Heródoto, señalan que los getas y los dados tienen las
mismas creencias y subrayan el importante papel de los sacerdotes en la
sociedad geto-dacia, así como el de la creencia en la
inmortalidad del alma, lo que colocaba a los getas a nivel de los griegos
civilizados. Aunque Zamolxes, antiguo dios de la
tierra, hubiera sido asimilado al dios del cielo, no se podría afirmar que los geto-dacios fuesen monoteístas, como en el pasado se
aseguraba. Además de Zamolxes, que en la época histórica
llegó a ser el dios principal, hay noticia de la diosa Bendis, común a todos
los tracios, del dios de la guerra, etc. El Danubio estaba considerado por los geto-dacios como un río sagrado y los guerreros acudían a
beber en él antes de los combates. Otro rito, basado sobre la creencia en la
purificación del alma, consistía en el envío de un mensajero hada el dios del cielo;
al caer sobre las puntas de las lanzas alzadas por sus compañeros, el mensajero
demostraba que había cumplido su misión, siempre que muriese en la caída. Las
divinidades eran veneradas en las alturas de las montañas o en santuarios,
algunos de los cuales han sido encontrados en sus emplazamientos.
Esta
unidad entre getas y dacios, manifestada en el idioma y en las creencias, tiene
su fundamento en el desarrollo de las tribus patriarcales de la Edad del
Bronce, cuando, hacia finales del III milenio, se desencadenó en la región cárpato-danubiana el fenómeno indoeuropeo en el que
participaron las poblaciones de las tumbas de ocre y de cerámica cordada
procedentes del Nordeste, las procedentes de Anatolia (civilización Cernavoda), así como las tribus autóctonas del Neolítico
final. Aunque en la época del Bronce se afirmaron algunas civilizaciones en el
conjunto del territorio de Rumania, la unidad étnica y cultural de sus
portadores es visible en todas partes: son los prototracios,
de los que algunas poblaciones, tomaron parte en la gran migración de finales
de la Edad del Bronce o en la del período de Hallstatt, ligada al movimiento de
los cimerios, tanto hacia el Sureste como hacia el centro de Europa.
Es en el
período del Hierro cuando los tracios acusan sus rasgos característicos en el
aspecto cultural frente a otras poblaciones de aquellas comarcas, sobre todo
frente a los ilirios, para sufrir luego las influencias de que antes se ha
hecho mención.
Confirmando
totalmente las fuentes literarias, la documentación arqueológica de los quince
últimos años demuestra que los getas fueron los primeros, entre los tracios del
norte de la península de los Balcanes, en crear una cultura propia del tipo de
La Tène, antes de la penetración de los celtas, a mediados del siglo V antes de
nuestra era, mientras que las otras tribus, emparentadas con ellos, continuaban
su vida como en el período tardío de Hallstatt hasta el año 300 a. C.
aproximadamente.
Los getas
de la zona istrio-póntica, estrechamente ligados a
los tracios meridionales, sufrieron la influencia del factor griego, y, aunque
manteniendo relaciones con los escitas «reales» del norte del mar Negro,
estuvieron en disposición de crear una cultura original propia en la segunda
Edad del Hierro, propagando los elementos de la nueva cultura en la zona de los
tracios del Norte (dacios), donde, por todas partes, son innegables ciertos
rasgos peculiares, incluso en la época de la unidad política geto-dacia del siglo I a.C.
Comenzando a mediados del siglo V y en el IV
antes de nuestra era, como está probado por varios descubrimientos navoda, Satu Nou, Murighiol en Dobrucha, o en Zimnicea sobre el
Danubio en Valaquia, esta civilización, aunque conservando ciertas formas
procedentes de Hallstatt, se caracteriza por formas cerámicas nuevas, pues
algunos vasos están trabajados al torno por los indígenas o siguen modelos griegos.
De igual modo, se intensifica la circulación de las monedas griegas acuñadas
por las colonias del Ponto entre las tribus getas. Los jefes de aquellas tribus
acuñan también monedas, como la de Moscón, con la leyenda Basileos Moskonos, encontrada recientemente en Dobrucha. En esta zona, los lugares adoptan ya en el siglo
IV la forma de verdaderos oppida, en los que se
registra una intensa actividad económica y cultural. La diferenciación entre
las gentes del pueblo y la aristocracia de las comunidades se acentúa
progresivamente. Esto se demuestra, en primer lugar, por el arte traco-geta, de una profunda originalidad, aunque en su base
se advierta un componente escita, y otro, común, griego. Este arte
«principesco» está ilustrado por el adorno-emblema en forma de espada (akinakes) de Medgidia, que
data de la segunda mitad del siglo V a.C., por el mobiliario de la tumba de Agigbiol, construida bajo túmulo y que contenía el
esqueleto de un jefe traco-geta (Kotys),
así como por el llamado «tesoro» de Graiova, formado
por enjaezados de plata para caballos.
Así,
pues, en el momento de la irrupción de los celtas en la región cárpato-danubiana, las tribus traco-getas
del sector istrio-póntico vivían en las condiciones
de una civilización procedente de la segunda Edad del Hierro, participando,
como se ha hecho notar, en la vida política de las ciudades helénicas del
Ponto.
Al
comenzar, coa el siglo III antes de nuestra era, la cultura de La Tène cubre
todo el territorio habitado por los geto-dacios,
viéndose enriquecido su contenido con nuevas aportaciones, la más importante de
las cuales, en este período, fue la de los celtas, sin que por ello pueda
hablarse de una «celtización» de la Dacia. Los celtas
no penetraron en la zona istrio-póntica, defendida
por las poderosas organizaciones de los dinastas getas, y los grupos celtas del
interior fueron asimilados. Por lo que se refiere a los celtas de los
alrededores del territorio, habitado por los dacios, entre ambas poblaciones se
establecieron intercambios de una especial importancia para el desarrollo de la
cultura de los dacios y de los celtas establecidos en aquellas regiones de
Europa. En algunos de los puntos en que se encontraron puede hablarse de una
verdadera simbiosis dacio-celta, al transmitir los dacios a los celtas unos
bienes culturales propios o tomados por ellos de los griegos.
Por lo
que se refiere a la presencia de los celtas en el interior del territorio
habitado por los geto-dacios, merece señalarse que el
primer horizonte céltico de Transilvania está probado casi exclusivamente por
unas sepulturas de guerreros, como la conocida tumba de Silivas,
la de Medias, o la necrópolis de Ciumesti (Maramures); sin embargo, aquí se descubrió un asentamiento
celta con materiales característicos, asociados a unos elementos de inventario
dacios. En una tumba de Ciumesti se han encontrado ricos
objetos, entre los que citaremos un casco de hierro coronado por un águila con
las alas desplegadas, artísticamente elaboradas en planchas de bronce, una cota
de mallas, espinilleras, etc.
El factor
celta contribuyó, de una parte, a la formación de la civilización de La Tène en
la zona carpática, dando a ésta sus rasgos
característicos en el conjunto de la cultura unitaria geto-dacia,
enriqueciendo el fondo local de los indígenas, y, de otra, tomó parte en la
cristalización y en la difusión de la cultura de La Tène sobre todo el
territorio de los geto-dacios. De los elementos
célticos tomados por los geto-dacios mencionaremos:
el torno de alfarero, que se generalizó también en la zona carpática en este período, la fíbula celta, la cerámica pintada, de una factura superior
a la que se encuentra también al sur de los Cárpatos en lugares fortificados geto-dacios, especialmente en Ocnita (en Oltenia), en Popesti a
orillas del Arges y en otros sitios.
Sin
embargo, no hay fortalezas celtas en el área cárpato-danubiana
semejantes a las fortificaciones celtas de la Europa central, aunque en las
ciudades dacias de Transilvania se encuentran algunos elementos que podrían
atribuirse a la influencia celta. A falta de lugares habitados más numerosos,
así como de fortalezas de los celtas en el área habitada por los geto-dacios, no podría ya hablarse de una dominación
efectiva de éstos sobre las tribus geto-dacias tras
su violenta irrupción a comienzos del siglo III antes de nuestra era. Sólo los escordiscos habrían podido tener alguna autoridad en el
sudoeste de Oltenia, si se tienen en cuenta las
sepulturas celtas más antiguas o las que datan, aproximadamente, del año 100 y
que se encuentran en el valle del Danubio, en esta provincia.
Sin
embargo, a juzgar por la existencia de hogares celtas en los alrededores del
mundo geto-dacio, entre las dos poblaciones se
establecieron relaciones activas y los celtas también tomaron de los dacios
elementos culturales, como algunos tipos de vasos y el sable curvo, que es un
producto tracio o tracio-ilírico (sica). Por mediación de los celtas, los
dacios entraron en relación con la cultura de La Tène del centro de Europa,
ligada, a su vez, a Italia, lo que preparó la influencia directa del factor
romano.
Estas
activas relaciones entre dacios y celtas ponen de relieve la especial
importancia del fondo local en el conjunto del territorio habitado por los geto-dacios, que, precisamente en aquel momento, alcanzan
su pleno desarrollo en el campo de la economía, de la organización social y de
la cultura, de una evidente originalidad, en la que los elementos
greco-helenísticos del Ponto y del Mediodía ocupan un lugar importante.
En el
siglo II y, sobre todo, en el I antes de nuestra era, la cultura geto-dacia está plenamente constituida; sin embargo, tomará
un buen número de elementos culturales de los romanos, cuyo dominio en la
península de los Balcanes se acentúa precisamente en este período, así como
ciertos elementos procedentes de los bastarnos, establecidos en el siglo III
antes de nuestra era en Moldavia, y de los sármatas, cuya importancia deberá
ser definida más concretamente en el futuro. Esta cultura basada en la economía
agrícola y pastoril de los indígenas adquirirá un carácter oppidáneo.
En
efecto, es en este período de La Téne cuando aumenta
el número de los asentamientos fortificados, con fosos, terraplenes y
empalizadas, o, en el interior de los Cárpatos y en los alrededores de aquella
región, de fortalezas con basamento de piedras sillares (murus dacicus). Los sitios se hacen cada vez más ricos.
Estos
sitios, llamados por los indígenas davae, por
los griegos poleis (cf. Ptolomeo, que señala
en la Dacia unos cuarenta) o bien oppida, eran
centros políticos para las distintas uniones tribales, militares, económicas y
religiosas, capaces de llevar a cabo funciones diversas, que deberán
establecerse en cada caso (importante habitat rural, refugium, cabeza de cantón, etc.).
Entre
ellos, citaremos, en primer lugar, Poiana (la antigua Piroboridava) de Moldavia, sobre el curso inferior
del Siret, testimonio de una larga existencia gracias a su emplazamiento en la
vía de comunicación entre los Cárpatos y la costa del mar Negro. Otros lugares
florecientes en este período son los de Popesti en la
orilla del Arges, en Valaquia, identificada por
algunos como la antigua capital de Burebista (Argedava); de Piscul Crasani; de Tinosul; de Cetateni, en el curso superior del Dimbovita,
que constituía, según la opinión de los investigadores, un punto importante
para los intercambios entre las tribus de una parte y otra de los Cárpatos; de Sighisoara, St. Gheorghe-Bedehaza;
de Pecica en Transilvania, etc. Fue en este
período, especialmente en el siglo I antes de nuestra era, cuando las célebres
fortalezas dacias de los montes de Orastie, de Piatra Craivii (cerca de la
ciudad de Alba Iulia), etc. y de otras partes comenzaron a ser edificadas de
acuerdo con el nuevo estadio de civilización alcanzado por los dacios.
La
documentación encontrada en las excavaciones arqueológicas hechas en estos.
lugares fortificados y en otros, así como los descubrimientos casuales, nos
esclarecen los aspectos originales de la cultura de los geto-dacios
en el período de su pleno impulso, en los últimos siglos antes de nuestra era.
Ahora es
cuando la metalurgia del hierro se convierte en un fenómeno de carácter
general, pudiendo encontrarse útiles de hierro en las más modestas cabañas. De
este metal se confeccionan también las armas. Se explotan los minerales de
hierro y por todas partes aparecen talleres y fundiciones en este período de
intensa actividad. Se utiliza el arado de reja de hierro, y con la ayuda del
hacha de hierro se procede a la roturación de terrenos de bosque sobre las
colinas e incluso sobre las altas montañas. Entre los objetos de hierro
mencionemos las hachas pesadas, las azuelas, las barrenas, los compases, las
tenazas, martillos, cuchillos y yunques, en su mayoría hechos en los propios
lugares por artesanos dacios; hay muy pocos útiles de procedencia extranjera.
El trabajó del hierro trajo como consecuencia el aumento de la importancia de
los oficios en las comunidades dacias, así como la diferenciación de los
mismos. Se intensifican también los intercambios entre las diversas tribus; los
centros metalúrgicos envían sus productos hacia los centros de distribución, en
los que se han encontrado verdaderos depósitos de utensilios destinados al
comercio, como, por ejemplo, en Cetateni, en la
orilla del Dimbovita.
La
cerámica de La Tène, inicialmente aparecida en el área de los getas que crearon
las primeras formas originales difundidas luego por toda el área del habitat de los geto-dacios y
algunas de las cuales fueron realizadas sobre un modelo greco-helenístico, es
de una gran variedad. Hay vasos labrados en torno, de un color gris oscuro, así
como vasos trabajados a mano en una pasta generalmente porosa y que tienen
formas tradicionales de la época de Hallstatt. En el siglo I antes de nuestra
era se encuentra la taza dacia, destinada, según parece, al culto funerario y
que durará hasta el siglo IV d.C. Entre los vasos cerámicos trabajados al
torno, citaremos las grandes jarras de provisiones (pithoi,
dolía), hechas en una pasta gris o roja, así como los cántaros de una o dos
asas. En el siglo I a.C., se encuentra también cerámica pintada de origen
céltico.
Además de
la taza dacia ya mencionada, los vasos que llevan a guisa de decoración un
cinturón en relieve de alvéolos constituyen elementos de inventario
característicos de los asentamientos dacios.
Junto a
los vasos de tipo local, se han encontrado en los lugares geto-dacios
vasos importados de origen griego, como las ánforas, las copas «delias» o
«megarenses», imitadas creadoramente por los alfareros dacios. La alfarería geto-dacia prueba la originalidad de la civilización de
este pueblo, que, aun asimilando formas extranjeras —en primer lugar, los
modelos griegos—, las ha adaptado a sus necesidades y tradiciones, lo que
constituye el rasgo específico de la cultura de La Tène entre los geto-dacios en comparación con la misma cultura entre los
celtas en el mismo período.
Aunque la
Dacia fuese uno de los países más ricos en oro, en la época de La Tène no se
trabajaba este metal precioso, guardado, tal vez, en los tesoros de los jefes
de las diferentes uniones tribales y por los reyes de los montes de Orastie. Por el contrario, la plata constituía la materia
prima para los vasos y las joyas, así como para las monedas dacias.
En cuanto
a la moneda, los geto-dacios, según recientes
investigaciones, lejos de haber imitado a los celtas, crearon diversos tipos de
plata, que no podrían relacionarse con las monedas de éstos. En realidad, los geto-dacios, gracias a sus continuados contactos con los
tracios meridionales, con las colonias griegas del Ponto cuyas monedas
circulaban ampliamente en el área de su habitat, así
como con el mediodía helénico y helenístico, pudieron tomar de los griegos y de
los tracios meridionales la técnica de acuñar moneda.
Si se
tiene en consideración la moneda de Moscón, antes mencionada, es en el siglo
III a.C. e incluso a finales del precedente cuando aparece la moneda entre los geto-dacios. Muy difundida en el curso del siglo II
entre las tribus geto-dacias, la moneda acuñada por
los autóctonos desaparece en el siglo I antes de nuestra era, sustituida por el
denario romano republicano.
Las
monedas dacias no tienen leyenda. Adoptan la forma de un skyphus;
las letras de las monedas griegas y macedónicas que han servido de modelo son
sustituidas por líneas. Un primer grupo está formado por monedas que imitan los
tetradracmas de Filipo II de Macedonia, con la efigie de Zeus, y que llevaban
en el reverso la imagen de un caballero. Otra serie, extendida sobre todo al
sur de los Cárpatos, en el sector de los getas, contiene imitaciones del
tetradracma de Alejandro Magno, que lleva en una cara la cabeza de Heracles, el
padre mítico de la dinastía macedónica, y, en la otra, la imagen de Zeus
sentado en el trono. Por último, un tercer grupo está constituido por un tipo
híbrido, con la cabeza de Heracles en el anverso, y, en el reverso, el caballero
de las monedas de Filipo II. Hay también otras monedas que imitan las de
Alejandro Arrideo o monedas emitidas por distintas ciudades griegas.
De una
ejecución, desde el punto de vista técnico y estilístico, más bien burda, estas
monedas son al mismo tiempo una prueba de la fase avanzada a que habían llegado
las tribus o las uniones de tribus en cuyo interior podían circular, así como
de la originalidad del arte monetario dacio, que podía compararse con otras
manifestaciones en este campo.
Por lo
que se refiere a la orfebrería de la plata, muchos tesoros y depósitos, así
como los descubrimientos hechos en lugares de Rumania y de otras zonas del área
del habitat de los dacios, muestran rasgos
específicos, tanto en las formas como en la ornamentación. Entre estos tesoros
se han encontrado fíbulas con nudos, diferentes de las celtas, brazaletes
variados, collares y, sobre todo, vasos de un estilo clásico, como los vasos de
plata del tesoro de Sincraieni, de Transilvania.
El arte
de la plata tuvo su punto de partida en el sector de los getas, donde, a
mediados del siglo V antes de nuestra era, surge el arte traco-geta,
de un estilo animalístico como está probado por los descubrimientos de Cernavoda, Agighiol y Craiova
—citadas más arriba, y a las que hay que añadir el casco de oro de Poiana Cotofanesti—, y alcanza su
punto culminante entre los dacios, que disponen de yacimientos ricos en plata
en sus regiones de las montañas.
Aunque
todavía no existe un estudio bastante profundo acerca de la evolución de la
orfebrería en el conjunto del territorio de los geto-dacios
en su aspecto estilístico y, sobre todo, cronológico, puede afirmarse ya que en
la época de la expansión dacia el estilo animalístico de los getas es
abandonado en gran medida, volviendo los artesanos dacios a! estilo tradicional
geométrico de la época de Hallstatt en lo que se refiere a la decoración de las
joyas y de los vasos de plata, ya que no a la forma. Esta decoración consiste
en puntos, círculos y diversos motivos vegetales muy estilizados. Muchas veces,
los brazaletes tienen sus extremos terminados en cabezas de serpientes según
una vieja tradición indoeuropea tracia. Esto constituye, a nuestro parecer, uno
de los aspectos del conservadurismo dacio, que se manifiesta también en la
religión.
Como
resulta de las excavaciones arqueológicas emprendidas en los asentamientos, los
dacios, que habitaban en una época más antigua moradas subterráneas, construyen
casas cuadranglares, con o sin ábside, o redondas,
con las paredes de ramajes o de vigas, apoyadas en un basamento de piedras. Las
paredes se revestían de arcilla y eran pintadas de blanco o incluso coloreadas.
Las casas tenían techos de paja, de cañas, y en algunas se empleaban tablas e
incluso tejas de una factura de origen helenístico. Una técnica superior se
muestra en las construcciones militares, que se multiplican en el siglo I de
nuestra era por el territorio de los dacios.
Teniendo
en cuenta las informaciones de los antiguos y la documentación arqueológica,
puede afirmarse que los geto-dacios practicaban una
agricultura bastante avanzada, cultivando el trigo candeal, el mijo, el cáñamo
y, probablemente, el lino. Se practicaban también la viticutura y la apicultura. La cría de ganado mayor y menor (sobre todo, el ovino)
constituía una de las principales ocupaciones de estos antepasados de los
rumanos.
El
comercio, dirigido en primer lugar hacia las ciudades griegas del Ponto (Istria, Tomis, Calatis) y a la desembocadura del Danubio, tomará en el
siglo I antes de nuestra era una orientación cada vez más acentuada hacia
Italia. Los mercaderes autóctonos y los jefes de las formaciones políticas
dacias entran en relación con los comerciantes romanos. Estos introducen entre
los dacios muchos elementos culturales que reforzarán la influencia
greco-helenística que servía de base a la cultura de La Tène geto-dacia.
El alto
nivel alcanzado por la economía dará origen a modificaciones en la estructura y
en la organización social y política de los dacios. Se acentúa el proceso de
diferenciación social entre los nobles (tarabostes, pileati) y las gentes del pueblo, y hace su aparición la
esclavitud en la forma patriarcal. Según informaciones, bastante vagas por otra
parte, los esclavos indígenas o extranjeros tenían una situación semejante a la
de los esclavos de los tracios meridionales que mencionan Heródoto, Tucídides,
Ateneo, etc. Trabajaban en el ámbito de las grandes familias de los
aristócratas o en la construcción de fortalezas.
La
aparición de la propiedad privada sobre el ganado y, en parte, sobre la tierra,
así como la multiplicación de los intercambios dan origen a la acumulación de
riquezas por los aristócratas dacios, que poseían muchos rebaños de animales,
gran cantidad de metales preciosos en lingotes, aderezos o vasos y monedas,
además de las mejores tierras de la comunidad. Esta no tiene ya el carácter del
clan, sino que reviste la forma de una, colectividad aldeana, territorial,
utilizando en común los campos de labor, prados y bosques de las montañas
situadas dentro de sus límites.
La
existencia de lugares fortificados y de fortalezas (daiae),
así como el descubrimiento de armas, señalan una organización política de
uniones de tribus bajo la forma de la democracia militar, siendo los jefes
elegidos por la asamblea de los guerreros. El armamento de los dacios consiste
en armas ofensivas, como el arco, cuyas flechas estaban provistas de puntas de
hierro de tres aristas, de. larga tradición, diversas espadas (sable curvo
—sica o daca—, la temible falx, la espada recta de
origen céltico o la de origen sármata) y, después, máquinas de guerra. En
cuanto a armas defensivas citemos el escudo, probablemente de madera reforzado
con planchas de hierro, muchas veces ornamentadas, y el casco que, al parecer,
era empleado sólo por los jefes. Las
unidades militares de infantería o de
caballería tenían como
emblema el famoso dragón (draco); según las
fuentes antiguas, el ejército de
los dacios, en tiempos de Burebista, debió de llegar a 200.000 guerreros.
Pero,
antes de entrar en la historia política de los dacios en el siglo I, es
necesario detenerse un poco en la cultura espiritual de aquel pueblo. Gamo está
probado por algunos autores (Dioscórides, Pseudo-Apuleyo, Jordanes), el estrato
de los intelectuales dacios, los sacerdote; sobre todo, tenía conocimiento
sobre las propiedades de las plantas medicinales, sobre Ja astronomía, y sus
«filósofos» tenían preocupaciones morales también. En efecto, el papel de la
religión como instrumento de refuerzo del poder de los reyes se acentúa, al
estar fuertemente jerarquizada la categoría de los sacerdotes. Entre éstos el
gran sacerdote de Zamolxes ocupa un puesto eminente
en el Estado; según las creencias de los dacios, estas medidas están inspiradas
por su dios, cuya sede estaba en la montaña Kogeon,
cerca de un río. Con todo, la religión conserva un carácter politeísta, al
igual que entre los demás tractos. Según Heródoto y Estrabón, la creencia en un
más allá, junto a Zamolxes, había sido predicada por
el propio Zamolxes. a quien los griegos consideraban
como un simple mortal, discípulo de Pitágoras, del que había sido esclavo.
Además del gran sacerdote, los antiguos (Estrabón, Flavio Josefo) señalan la
existencia entre los dacios de una categoría de anacoretas, que llevaban una
vida de ascetismo (ktistai y polistai),
lo que constituye un rasgo original de los dacios, en relación con los tracios
meridionales, entregados al culto a Dioniso.
Para el
culto, los dacios construían santuarios-circulares o rectangulares, de los que
algunos, con ocasión de las excavaciones, han sido identificados como
pertenecientes a este período: por ejemplo, el de Popesti sobre el Arges, cerca de Bucarest.
El rito
funerario sigue siendo el de la incineración, generalizada en el siglo V antes
de nuestra era. Las cenizas eran depositadas en unas urnas o incluso en una
fosa, y la ceremonia era seguida de comidas fúnebres. Este rito tiene, sin
duda, relación con la creencia de los dacios en la inmortalidad del alma.
En lo que
se refiere a otros aspectos de la cultura espiritual de los dacios, además de
la orfebrería antes citada, pueden mencionarse otras manifestaciones, como el
decorado de los vasos y de otros objetos, que prueban su gusto artístico. Sin
embargo, las representaciones antropomórficas o zoomórficas son bastante burdas
o muy estilizadas.
Según
parece, los dacios no utilizaron la escritura antes del siglo I a.C.
En los
dos últimos siglos antes de nuestra era, la acción del factor romano sobre los geto-dacios irá acentuándose y las relaciones con Roma
dominarán la vida política de éstos, sin que por ello disminuyan las relaciones
con las. ciudades griegas del Ponto o con los pueblos vecinos —celtas, sármatas
o bastarnos. Los contactos con éstos se hallan probados arqueológicamente,
como, por ejemplo, en Zidovar y en Zemplin, donde se observa una verdadera simbiosis
dacio-céltica. Fue sobre todo en Eslovaquia donde se identificó la zona de
contacto entre dacios y celtas. En Moldavia se han descubierto algunos lugares
en que se mezclan elementos culturales dacios con otros de los bastarnos.
Luchando
contra los bastarnos, el poderío dacio se afirmará en Transilvania, y, tras
algunas campañas emprendidas por los romanos hacia la región cárpato-danubiana, aproximadamente en la época de
Mitrídates VI Eupátor, rey del Ponto desde el 123 al
63 a.C., los geto-dacios tienen por guía al «más
grande rey de la Tracia», el famoso Burebista,
llamado así en la conocida inscripción de Dionisópolis,
dedicada a Acornión, encargado de distintas misiones
diplomáticas por este mismo rey.
Burebista, cuyo
reinado comienza alrededor del año 70 a.C., logra unir las tribus geto-dacias, fundando una potencia fuertemente organizada,
con ayuda del gran-sacerdote Deceneo. Según Estrabón,
extendió su poder hasta las montañas de la Eslovaquia, tras haber aplastado a
los boyos, a los tauriscos y a los anartos (alrededor del año 60), y, por el
Este, hasta Olbia, que fue destruida, como la ciudad griega de Tyras (hacia el año 50 ó el 48
a.C.). Al someter a las ciudades griegas del litoral oeste del mar Negro,
estableció su poder hasta los Balcanes, amenazando a la provincia romana de
Macedonia. Por mediación de Acornión de Dionisópolis, Burebista entra en
relación con Pompeyo (50-48 a.C.), prometiéndole su ayuda contra César. El
desarrollo de una potencia geto-dacia al norte de los
Balcanes constituía una amenaza para los romanos, y César proyectaba una
expedición contra Burebista en el momento en que caía
bajo los puñales de los conspiradores. En el año 44 a.C., también el rey geto-dacio era asesinado en su capital a causa de un
complot organizado por los aristócratas dacios descontentos.
Desaparecido
el «Imperio» de Burebista, la política antiromana de los dacios continuará, aunque la presión de
los romanos, sobre todo en el Bajo Danubio, se acentúa desde el reinado del
primer Emperador romano. Las fuentes señalan la existencia de cuatro y luego de
cinco reyes de los geto-dacios tras la violenta
desaparición de Burebista. Entre ellos está Cotiso, cuyo Reino sitúan los historiadores en la región
montañosa del Banato y de la Oltenia.
Enemigo de los romanos al principio del reinado de Augusto, fue vencido, según
parece, por el procónsul de la provincia de Macedonia Marco Licinio Craso. Otro
rey de la zona de los getas, mencionado por Suetonio, es Cosón;
éste era el que, según Marco Antonio, debía casarse con la hija de Octavio,
Julia, lo que constituye una prueba, si no del matrimonio, de las buenas
relaciones existentes entre Cosón y Octavio tras la
victoria de los triunviros en Filipos (42 a.C.). Parece que este mismo Cosón fue, antes de Filipos, aliado de Bruto, el cual para
pagar a los soldados enviados por el rey geta, había acuñado monedas de oro con
el nombre de Cosón.
Otro rey geto-dacio del Danubio, Dicomedes,
fue aliado de Marco Antonio en la batalla de Accio. Hechos prisioneros los
dacios, fueron obligados por el vencedor a luchar en el anfiteatro contra
otros prisioneros suevos.
Prosiguiendo
su política de conquista en el Bajo Danubio y en el Danubio Medio con el fin de
alcanzar las fronteras naturales del Imperio (el primer Emperador romano
sentó las bases para la transformación de aquel gran río —el río sagrado de los geto-dacios— en un río romano. El avance romano se
llevó a cabo desde Iliria y desde Macedonia. La primera región de los dacios
que cayó bajo la dominación romana fue Dobrucha,
donde los reyes getas, Dápix y Zyraxes,
fueron vencidos por el procónsul de Macedonia, Marco Licinio Craso, poco
después del año 29 a.C. El gobernador romano de Macedonia fue ayudado por el
rey geta, también de Dobrucha, Roles, que recibe el
título de amigo y aliado del pueblo romano. La Dobrucha es integrada en el reino de los odrisos, estado
cliente de los romanos, estando sometido el litoral del mar Negro a la
autoridad de un praefectus orae maritimaé. La situación
de la Dobrucha durante el reinado de Augusto encontró
su eco poético en la obra del poeta romano Ovidio, relegado y muerto en Tomis, «en el extremo del mundo». Es en este período cuando
la ligera impronta de la «gracia helena» comienza a ser sustituida en esta zona
por la profunda huella de la «energía romana» (Séneca), aunque los romanos se
viesen obligados a sostener incesantes luchas contra los geto-dacios
de la orilla izquierda del Danubio, así como contra las invasiones de los
bastarnos y de los sármatas provistos de corazas. Los getas constituyen un
peligro para los romanos y, como dice el poeta, se burlan de Roma «seguros del
arco que llevan, de su carcaj lleno, del caballo que puede cubrir extensiones
inmensas». Así habla Ovidio de la
ocupación, por los getas de la orilla izquierda del Danubio, de la ciudad de Troesmis (Iglita), que fue
defendida por L. Pomponio Flaco, después gobernador de la Mesia. Ante la
resistencia de la población indígena geta y el empuje de los bárbaros, la Dobrucha representaba hacia el Este una posición para
asegurar la dominación romana en el Bajo Danubio, así como sobre el litoral
oeste y norte del mar Negro.
Entre el
11 y el 12 de nuestra era, los romanos emprenden una vasta operación con puntos
de partida en Panonia y en Mesia. El gobernador de Panonia, provincia romana
atacada muchas veces por los dacios, Cn. Cornelio Léntulo,
ataca a los dacios del Banato y de la Oltenia, pero sólo consigue aplazar el peligro, pues la
potencia de los dacios permanece intacta.
A mismo
tiempo, el comandante del distrito militar de Mesia, Sexto Elio Catón, pasa el
Danubio en la llanura valaca, destruye entre otros los establecimientos geto-dacios de Popesti y de Piscul Crasani, donde la vida
cesa, precisamente, en este período, y procede además a la deportación de
50.000 getas al sur del Danubio.
Durante
aquel tiempo, el poderío de los dacios del interior de la Transilvania, del Banato y de la Oltenia aumenta
bajo la amenaza romana. Tras la muerte de Burebista,
una fuerte organización política y militar, con su centro en las ciudadelas de
los montes de Orastie, continúa su evolución bajo
unos jefes cuya sucesión puede ser seguida desde este gran rey. Según el
testimonio de Jordanes, fue Deceneo quien tomó
también el título de rey, siendo su sucesor Cromósico.
Sin
embargo, en el siglo I de nuestra era los dacios entran en una nueva etapa de
su civilización y, lejos de haber sido sometidos a «sufrir la dominación del
pueblo romano» (Res gestae Divi Augusti), se disponen a mantener sangrientas guerras
por su independencia.
Europa sudorienlal en tiempo de los escitas
Para
apreciar plenamente los desarrollos que se produjeron en las regiones del mar
Negro y en la Transcaucasia en tiempo de los romanos,
es conveniente referirse a ciertos cambios que tuvieron lugar en lo que hoy es
Rusia meridional durante el I milenio a.C. La era se abre con la aparición de
las tribus escitas en los límites asiáticos de la Europa Oriental. Los recién
llegados eran indoeuropeos que hablaban una lengua irania. Probablemente
estaban emparentados con los cimerios nómadas, a los que no tardaron en
expulsar de lo que ahora es el sur de Rusia. Mientras vivían en el Asia
occidental, habían aprendido a utilizar el caballo y a trabajar el hierro;
conocimiento este último que tal vez habían recibido de los metalúrgicos de Minussinsk. Estas dos posibilidades les dieron una inmensa
ventaja sobre sus contemporáneos. Las tácticas desarrolladas por sus arqueros
montados obligaron incluso a las grandes potencias de la época a modernizar sus
ejércitos.
Algunos
escitas deben de haber llegado a Europa a comienzos del I milenio, puesto que
en la orilla occidental del Volga las tumbas con armazón de madera del tipo que
a ellos se les atribuye comenzaron a sustituir a las sepulturas de catacumba de
los cimerios en los siglos X y IX a.C. De todos modos, la mayoría de los
escitas no cruzó el estrecho de Derbent hasta una
fecha considerablemente posterior, pues no llegaron al distrito del lago Urmia
hasta el período comprendido entre el 722 y el 705 a.C. Desde allí, avanzando
ininterrumpidamente hasta los límites de Asiría, este grupo invadió Frigia y
Lidia hacia el 640 a.C., apoderándose de lo que hoy son el Irán noroccidental
y la Turquía oriental, y llegando en sus avances hacia occidente hasta el
Halys. Después de dominar allí durante unos veintiocho años, fueron vencidos
por los medos, que les obligaron a retirarse hacia el Norte pero sin
perseguirlos hasta Europa. Gracias a esto, los escitas pudieron establecerse en
el valle del Kubán, donde unas sepulturas tan
ricamente alhajadas como los túmulos de Kelermes y Kostromskaya, de los siglos VII/VI a.C., o el de Ulsky, del siglo VI, son prueba de la riqueza que sus jefes
habían alcanzado ya.
Muchos
escitas permanecieron en el valle del Kubán, pero
muchos más avanzaron hacia lo que hoy es la Rusia meridional. Uniendo sus
fuerzas con las de sus tribus amigas del área del Volga-Don, se lanzaron a
conquistar las zonas inferiores del curso de los ríos Dniéper y Bug. Y adonde
llegaba un escita, le seguían su caballo, sus rebaños y su familia, y donde un
escita moría, sus camaradas le sepultaban con la pompa y ceremonia
tradicionales, dando muerte, invariablemente, a su corcel y a otras caballerías
favoritas para meterlos en su sepultura, a fin de que estuviesen preparados
para servirles en el otro mundo. Por consiguiente, cada tumba escita es,
indefectiblemente, una tumba de caballos, variando el número de éstos según la
riqueza de cada difunto, su ocupación y la localidad en que vivió. Así, en las
proximidades ele los ríos Kubán y Dniéper, donde los
escitas se dedicaron especialmente a la cría de caballos y ganado y donde se
encontraban los mejores rebaños, el número de caballos muertos en la sepultura
de un jefe llega, a veces, a cientos, mientras en las regiones de Kiev y
Poltava, donde los escitas trataban de vivir de la agricultura, es raro
encontrar más de un caballo en cada tumba, Pero cualquiera que fuese la
ocupación y la posición económica o social del difunto o el número de siervos o
de caballos muertos, tanto las víctimas humanas —y una de éstas solía ser una
de las mujeres del jefe— como los caballos eran sepultados con sus mejores
vestidos, joyas y arreos.
La
indumentaria de los escitas se diferenciaba totalmente de las conocidas en el
mundo antiguo. Los hombres llevaban largos chaquetones ceñidos, que acaso
procedían de la túnica asiria, y amplios calzones recogidos en los tobillos y
cerrados en botas altas y flexibles. En invierno se añadía un manto y un
capuchón. Este equipo se adecuaba perfectamente al modo de vida de un
caballero. Los partos lo adoptaron, y, cuando, hacia el 300 a.C., los chinos
incluyeron unidades montadas en su ejército, lo utilizaron también para sus
jinetes.
Los
escitas diferían de otras comunidades nómadas en algunos aspectos
significativos. El más importante era su notable sensibilidad artística y su
dominio de los principios básicos del gobierno y del comercio. Estas
condiciones, raras en las comunidades tribales, permitieron a los escitas
establecer un Reino que tenía todas las características de un Estado y
desarrollar un arte que enriqueció a muchas tribus de orígenes afines o
extraños con la cultura que nosotros conocemos como la de los pueblos de la estepa.
Rigurosamente
hablando, los términos «Escitia» y «escitas» deberían aplicarse sólo a los
nómadas llamados «escitas reales», que vivían y dominaban en la Rusia
meridional. En su apogeo, es decir, desde el siglo VI al III a. C., su Reino se
centraba en las llanuras del bajo curso del Dniéper y del Bug e incluía a
Crimea, excepto la faja costera, que seguía en poder de los colonos griegos, y
la península de Taman, de la que los escitas no habían podido arrojar a los
cimerios. De todos modos, las influencias culturales y políticas de Escitia se
hicieron sentir en un campo muy extenso. Al este del mar de Azov, se
extendieron hacia el norte, desde el Kubán, donde las
tribus sindas y meotas vivían como miembros integrantes de la comunidad escita, hasta la Siberia
occidental. Allí, en el Altai, desde el siglo V al
III a.C., los nómadas que fueron sepultados en las heladas tumbas de Pazyryk, Katanda, Shibe y Tuekt tenían un modo de
vida casi idéntico. La cultura escita penetró desde allí hasta el Asia central
y floreció también en la región del Sudoeste, en el Cáucaso y en Transcaucasia. En Europa, la influencia escita se extendió
hacia el Oeste, lejos de la propia Escitia, hasta áreas donde los habitantes
nativos pueden haber sido antepasados de los eslavos. En toda aquella extensa
zona las poblaciones usaban armas, jaeces para los caballos, utensilios y joyas
de tipo escita. En el siglo IV a.C., cuando los escitas reales ejercieron su
autoridad hasta el Danubio reduciendo a muchos jefes tracios que vivían en su
orilla derecha a la situación de vasallos, antes de entrar en la llanura
húngara y avanzar hasta la Transilvania, dejaron su impronta en las artes
oreadas en la Baja Mesia, en lo que hoy és Bulgaria.
Aunque hacia el Noroeste su avance fue detenido por los celtas, por los ilirios
y por los macedonios, transmitieron, sin embargo, sus conceptos artísticos a
Dacia y Panonia y posiblemente incluso a los celtas de Hallstatt.
Los
primeros griegos que se asentaron en las orillas del mar Negro eligieron su
costa sudoriental, para tener un fácil acceso a los campos de oro del Cáucaso.
Entonces, los milesios tomaron posesión de la costa oeste, ocupando las áreas
Bug-Dniéper y fundando Olbia. En el siglo V perdieron el Quersoneso ante los
dorios, y éstos, a pesar de la oposición de los tauros nativos, transformaron la ciudad en capital de los griegos que vivían en las
costas sur y oeste de Crimea. Panticapeón siguió
siendo milesia y extendió su dominio sobre el estrecho de Azov y el estuario
del Don, para formar, hacia el 438/7, bajo la dinastía tracia de los espartócidas, el reino del Bósforo, con un hijo de Espártoco reinando sobre los sindos en la península de Taman. Todos aquellos pueblos permanecían impermeables a la
influencia escita, aunque desde el principio los griegos se vieron obligados a
contar con los nómadas, cuya buena voluntad era lo único que les permitiría
mantenerse en aquellas áreas. Su presencia allí había llegado a set
imprescindible para el aprovisionamiento de su propio país, y más especialmente
del Atipa, que ya no podía seguir abasteciéndose del pescado y del trigo
esenciales para su subsistencia. Hasta el siglo IV a.C., Olbia fue utilizada
por los residentes griegos como su principal puerto de exportación, y los
escitas se enriquecieron actuando de intermediarios entre los agricultores del
interior y los griegos de la costa, cambiando los productos de los primeros por
los artículos de lujo que les facilitaban los segundos.
En los
tiempos de Heródoto los escitas estaban gobernados por un rey, cuya soberanía
era, a su muerte, heredada por su hijo. Sus cortesanos, los jefes de tribu,
vivían entonces como señores feudales, dueños de grandes rebaños, de numerosos
esclavos y de grandes cantidades de objetos valiosos. Los hombres corrientes de
las tribus formaban una clase distinta e inferior, aunque privilegiada. Como
hombres libres, podían tener caballos y montarlos; cada uno de ellos era, de
este modo, un cazador y un posible guerrero, con derecho a tomar parte en el
botín que había ayudado a ganar en la batalla. Estos hombres eran el corazón y
la fuerza de Escitia. Fueron también los celosos guardianes de sus antiguas
tradiciones, fervientes defensores del nomadismo, tenaces adeptos a su
acostumbrada forma de vida. Cuando, a finales del siglo VI, su rey, Escila,
compró una casa en Olbia, le acusaron de excesivo filohelenismo e, incitados por su hermano, Octomasades, le dieron
muerte. Sus sucesores en el trono continuaron actuando como los protectores
reconocidos de las ciudades coloniales griegas, pero tuvieron buen cuidado de
no dar lugar a que se les hicieran semejantes acusaciones y siguieron viviendo
en tiendas, en los campamentos de sus soldados.
Pero la
necesidad de ciudades se puso de manifiesto ya en el siglo VII, aunque no fue
claramente reconocida hasta el V. A pesar de que, relativamente, han sido
excavados pocos asentamientos escitas, se tiene ya Ja evidencia que permite
asegurar que existía un número de pequeñas ciudades mayor de lo que se suponía.
Uno de los más antiguos e importantes sitios primitivos es la ciudadela
fortificada de Nemirovo en la Podolia meridional, a
unos 250 kilómetros al sudoeste de Kiev. Data del siglo VII, aunque hasta el VI
no fue protegida por una muralla construida con grandes piedras, guarnecidas
con ramas y revestidas de arcilla. Dentro de este recinto había espacio
bastante para fosos en forma de campana con el fin de almacenar el grano o
recoger los desperdicios, y para cabañas de barro. Las viviendas apenas
superaban el metro y medio de altura, con un poste central situado junto a la
chimenea de arcilla para servir de soporte al techo, de forma cónica. Sus
diámetros variaban de 4 a 7 metros. Este asentamiento fue abandonado en el
siglo V, casi al mismo tiempo en que se fundó el mucho más importante de Kamenskoe. Este se hallaba situado a unos 40 kilómetros al
suroeste de Dniepropetrovsk y debió de ser la capital de la Escitia del rey
Ateas. Conservó su importancia hasta el siglo II a.C., en que fue sustituido
por la escita Neápolis. En aquel tiempo, ocupaba unos
12 km. y estaba muy fortificado. Su amplia ciudadela estaba construida con
troncos dispuestos verticalmente sobre el suelo, de un modo muy semejante al de
la rica sepultura de Kostromskava, en el Kubán, del siglo VII/VI a.C. La ciudad fue muy floreciente.
Comprendía muchos talleres, siendo especialmente numerosos los de los
metalúrgicos, los fundidores y los herreros.
Las
excavaciones han demostrado que las casas mayores solían tener hasta tres o
cuatro habitaciones, con paredes de troncos. Se levantaban sobre sótanos
semisubterráneos, en los que se hallaban los hogares de arcilla batida.
Mucho más
características de los escitas eran, sin embargo, las tumbas en que las tribus
nómadas daban sepultura a sus jefes y a sus guerreros. Las tumbas reales en que
encerraban para siempre a sus gobernantes medían en aquel tiempo de 15 a 20
metros de alto, mientras las de los escitas menos importantes no solían pasar
de uno. Pero, cualesquiera que fuesen las dimensiones de una tumba, su
construcción seguía siendo, fundamentalmente, la misma. Así, en el primer caso,
una impresionante galería o corredor llevaba a una serie de cámaras funerarias,
y, en el otro, una especie de foso abría paso a una sola tumba. Según la
riqueza del muerto, y un poco también según la naturaleza de la localidad, las
cámaras sepulcrales se recubrían de troncos, cañas o piedras. Los difuntos eran
colocados boca arriba, sobre una estera, sobre juncos o en unas andas, con la
cabeza hacia el Oeste. En las tumbas se ponían alimentos y bebidas, así como
todos los objetos necesarios para una vida futura. Como los escitas eran una raza
de cazadores y guerreros, los hombres eran enterrados con sus armas, es decir,
con sus arcos, escudos, armaduras, espadas cortas de hierro, lanzas de largas
puntas también de hierro, puntas de flecha en forma de trifolio y copas hechas
de los cráneos de los enemigos muertos, a menudo montadas en oro. Las mujeres
eran enterradas con sus joyas, con los pesos del telar, con agujas de hierro
y, en las tumbas más ricas, con espejos. Estos deben de haber tenido un
significado especial, puesto que sirvieron de atributos a la Gran Diosa, la
única adorada por los escitas hasta que la influencia griega les llevó a
venerar también a los elementos. En todas las tumbas se colocaba una caldera de
base cilindrica y, probablemente, también todo lo
necesario para fumar el haschisch.
Mucho de
nuestro interés por los escitas se debe a la asombrosa belleza y vitalidad de
su arte, esencialmente gráfico y decorativo, cuyas raíces hay que buscar, sin
duda, en el grabado en madera. Muchos de los objetos encontrados en sus más
ricas tumbas son de oro, de electrum (aleación
natural de oro y plata) y de bronce. En un número sorprendente son de un
refinamiento y una belleza extremados. El arte es, fundamentalmente, un arte
animalístico, con los animales concebidos de un modo tan impresionista que sus
posiciones sugieren, al mismo tiempo, sensación de movimiento y de reposo. Sin
embargo, sus retratos eran naturalistas, aunque con una notable estilización.
Recientemente,
eminentes estudiosos han atribuido algunos de los más finos objetos de oro
encontrados en las tumbas escitas a artesanos extranjeros, asignando, por
ejemplo, los ciervos en reposo del tipo de Kostromskaya a los artífices tracios, y el pez de Vettersfeld a
los jonios. Estas atribuciones son difíciles de aceptar por motivos
estilísticos, aunque hay muchas cosas comunes a tracios y escitas, que a menudo
se casaban entre sí y compartían gran número de costumbres. Es poco lo que se
conoce acerca del trabajo del metal entre los tracios antes del tiempo de los
romanos. Sin embargo, habían empezado a explotar sus minas de plata y a acuñar
grandes cantidades de monedas de plata en el siglo VI a.C., de modo que es
fácil que hubieran trabajado para el mercado escita. Si así fue, es posible que
hubieran trabajado en el estilo del gran vaso recientemente descubierto cerca
de Tesalónica y que hoy se exhibe en el museo de la ciudad. Sus decoraciones
recuerdan vivamente las del famoso jarro de Chertomlyk,
pero éste incluye un friso en que se ve a unos escitas cuidando a sus caballos,
retratados con tal realismo que el trabajo debe ser atribuido, seguramente, a
un artista griego. Son raras las escenas genéricas de este tipo, pero aparecen
en diversos objetos encontrados en las tumbas de Chertomlyk, Kul Oba (cerca de Panticapeón), Solokha (Bajo Dniéper) y Karogodenaskh (Kubán). De no ser un griego, lo más probable es que
fuese un artista jonio o tracio el que produjo aquellas vivas representaciones
de la existencia cotidiana, y no las figuras de animales, que seguramente
pertenecen a la escuela artística que floreció en el noroeste del Irán, en el
oeste de Siberia, en el Altai, en la Transcaucasia y en la Europa oriental, más que en la
occidental o en la del centro. El pez de Vettersfeld,
por otra parte, es esencialmente nómada, casi bárbaro en su concepción, y
fácilmente se inscribe en el arte de los pueblos de la estepa. Si se tiene en
cuenta la repulsa de .los griegos a adaptarse a las formas extranjeras, su desprecio
de los pueblos primitivos y su habilidad para imponer su propio idioma a los
demás, es difícil imaginar a un artífice griego o jonio, e incluso tracio,
dispuesto a someterse tan enteramente a los dictados de un patrón de los
nómadas como para haber creado un tema tan sugestivo.
A juzgar
por los contenidos de sus tumbas, los escitas debieron de sufrir una crisis
económica en el siglo V, porque las sepulturas de este período encerraban menos
objetos de valor intrínseco y menos ejemplos de la artesanía de Olbia que las
de tiempos precedentes y también un poco posteriores. Este descenso en la
prosperidad debe atribuirse, tal vez, a la táctica de tierra quemada a que tos
escitas recurrieron para responder al intento de Darío I, que pretendía
conquistarlos. Su renovada prosperidad en el siglo IV, como la de los griegos
del Bósforo, puede haber sido el resultado del libre comercio del trigo, que
se desarrolló cuando Atenas perdió su control sobre el mar Negro. Pero la
economía de Escitia, que nuevamente floreció en el siglo IV, trajo consigo la
primera amenaza contra su seguridad. Tal amenaza vino del Este, y adoptó la
forma de una invasión sármata.
Los
sármatas constituían una vasta unión de tribus de origen iranio. Como tales,
se relacionaban con los cimerios y con los escitas, cuya cultura compartían y
cuyos modos de vida adoptaban, aunque su sociedad estaba organizada sobre bases
matriarcales. La inquietud de las tribus en Asia condujo a los sármatas hacia
el Oeste y pudo haber incitado al rey Ateas a llevar a sus guerreros escitas, a
través del Prut, hasta el Danubio, hasta el área
conocida como Pequeña Escitia en los tiempos clásicos. En el año 339 a. de C.
las avanzadas escitas habían llegado hasta el oeste de Balcik.
Filipo II de Macedonia consideró necesario detener su avance y entabló contra
ellos una batalla en un punto del Danubio que aún no ha sido identificado. A
pesar de tener más de noventa años, Ateas mandó a sus hombres en la batalla y
murió combatiendo. Privados de su jefe, los escitas aceptaron la paz, pero
siguieron molestando a los macedonios. Por ello, tres años después Alejandro
envió una expedición de castigo para someterlos. Los escitas derrotaron a los
macedonios, matando a su comandante, Cepirio,
gobernador de Tracia, pero estaban demasiado debilitados por la lucha para
poder explotar su triunfo sin nuevas ayudas. Regresaron a Olbia en busca de
refuerzos, pero la guerra había amenazado la seguridad de la ciudad, empujando
a los comerciantes a abandonar su puerto en beneficio de Panticapeón con el resultado de que los habitantes, empobrecidos, se negaron a intervenir.
Sin embargo, algunos escitas se dirigieron hacia la Dobrucha,
aunque la mayoría regresó a sus regiones natales, junto al Dniéper. Allí
tuvieron que luchar contra la creciente presión sármata, porque los invasores
no se contentaron con permanecer en la orilla oriental del Don, que habían
alcanzado a comienzos del siglo IV. Algunos —los siracios—
se dirigieron hacia el Sur para expulsar del Kubán a
los escitas; los demás cruzaron el Don en el año 330 y continuaron empujando a
los escitas hacia el Oeste, hasta que, en el 179 a.C., bajo el reinado de Gatalas, fundaron un importante Estado al oeste de Crimea,
con ramificaciones, como los aorsos y los yacigios, tribus atrincheradas cerca del mar de Azov, y los
roxolanos, establecidos al norte de aquéllos. Los roxolanos comenzaron luego a
desalojar a los yacigios, hasta que, a mediados del
siglo I d.C., les habían empujado a través de la Dacia hasta las praderas
que se encuentran entre el Danubio y el Tisza, es decir, hasta los propios
límites de Roma.
Aunque
los escitas mantenían su dominio sobre los estuarios del Dniéper y del Bug,
trasladaron su centro a Crimea, donde los sármatas no podían conquistarles. Así
se convirtieron en dueños de Crimea, sobreviviendo allí hasta que fueron
aniquilados por los hunos. Al principio no hicieron tentativa alguna de
expulsar a los griegos de la faja costera y durante algún tiempo estos últimos
se mantuvieron prósperos. El Quersoneso, que pronto sucumbiría ante Mitrídates,
pudo en los primeros momentos hacer la guerra a Farnaces I del Ponto y, con la
ayuda de los sármata, dirigidos por la reina Amaga, que actuaba en lugar de su
marido Gatalas, siempre borracho, lucharon también
contra los escitas y contra los tauros locales. Por
aquel tiempo la vida de la ciudad había dejado de disgustar a los escitas,
que, hacia finales del siglo III a.C., fundaron una capital propia en la orilla
izquierda del río Salgi, en las proximidades de la
actual Simferopol. Fue conooida como Neápolis Escita, para distinguirla de otras
ciudades del mismo nombre. El sitio en que se construyó estuvo bien elegido,
porque dominaba las rutas que conducían a las ciudades del Bósforo así como al
interior de Escitia. Se convirtió muy pronto en un importante centro comercial
y manufacturero, con griegos y escitas viviendo dentro de sus murallas. Alcanzó
el apogeo de su prosperidad en la segunda mitad del siglo II d.C., cuando el
rey Esciluro y su hijo Pataco gobernaban, y cuando la
vida iba haciéndose más difícil para los griegos. Neápolis fue, primero, fortificada por un muro de piedra que medía dos metros y medio de
ancho, pero éste pronto fue sustituido por otro de 12 metros de alto por ocho y
medio de espesor. Las murallas formaban un cuadrado y tenían unas puertas
colocadas en el centro de cada lado. La ciudad fue embellecida con estatuas de
bronce y de mármol. Había en ella muchas hermosas casas de piedra, con
numerosas habitaciones y con patios provistos de fosos para almacenar el grano. Neápolis duró tanto como los escitas, pero comenzó a
declinar en el siglo III d.C. Su necrópolis estaba fuera de las murallas,
con las sepulturas más pobres alineadas a lo largo de los bordes y las tumbas
ricas en el área central. De éstas había muchas. Algunas de las tumbas de
piedra estaban adornadas con las más antiguas pinturas murales encontradas en
Crimea; una decoración incluía un tapiz con un dibujo de tablero de damas;
otra, un músico tocando una lira, y otra, un jinete persiguiendo a un jabalí.
Un gran mausoleo encerraba los cuerpos de setenta y dos notables; una suntuosa
tumba había sido erigida para la reina; pero lo más importante de todo fue el
descubrimiento de una tumba que, probablemente, perteneció al rey Esciluro. En ella se encontraron ochocientos objetos
escitas de oro y los esqueletos de cuatro caballos.
Esciluro comprendió las ventajas que se derivaban del control de su comercio de
exportación y por ello decidió arrancar a los griegos el dominio de la costa de
Crimea. Para conseguirlo se alió con los roxolanos, conquistó Olbia y se
convirtió así en su protector; en tal concepto, en el año 110 a. de C., acuñó
allí su propia moneda de bronce, que sustituyó a las piezas de bronce, en forma
de flecha, que, a juzgar por un reciente descubrimiento, habían sido usadas en
Olbia por los escitas como una forma de moneda corriente en el siglo IV a.C. A
continuación, Esciluro sometió a los lauros,
levantando un fuerte en su territorio; luego, se apoderó del valioso puerto de Kerkinitis y atacó el Quersoneso. Al mismo tiempo, con la
ayuda de los marinos de Olbia, intentó acabar con la piratería de los satarcos del norte de Crimea y, con el apoyo de Posideo, un mercader griego de Olbia, empezó a comerciar
con Rodas.
Esciluro fue
sucedido por su hijo y corregente, Palaco. Perisíades, el último rey del Bósforo, y el Quersoneso
independiente se vieron entonces amenazados por los escitas y por los sármatas,
y sintieron la necesidad de un aliado. Roma podía aún abastecerse por sí misma
y por eso no estaba interesada todavía por las fértiles regiones del Dniéper y
de Crimea, de modo que pidieron ayuda a Mítrídates Eupátor, rey del Ponto. Este se mostró totalmente dispuesto
a prestársela, a condición de convertirse en soberano de la costa septentrional
del mar Negro. En consecuencia, envió la primera de tres expediciones que
organizó contra los escitas, principalmente en las zonas de Táuride y del Quersoneso. Aquella expedición estaba mandada
por Diofanto, a quien Palaco se apresura a presentar
batalla. Sin embargo, fue severamente derrotado, y Neápolis,
junto con otra ciudad escita por lo menos, fueron conquistadas e incendiadas.
Pero, aunque Diofanto estableció el dominio póntico sobre el Quersoneso, los
escitas se rebelaron muy pronto. Aliándose con los roxolanos, se apoderaron de
la fortaleza de Eupátor (que no debe confundirse con
la moderna Eupatoria), que pertenecía a Mitrídates, y pusieron sitio a
Quersoneso. Diofanto volvió del Ponto a la cabeza de una segunda expedición,
pero a causa de la proximidad del invierno procedió a ocupar las ciudades griegas
de la costa occidental del mar Negro. Palaco atacó de
nuevo y, una vez más, fue derrotado, muriendo probablemente en el combate.
Diofanto pudo someter así las ciudades escitas situadas en la ruta de Panticapeón, en las que Saumaco,
un príncipe escita que había sido traído como esclavo o como pupilo de Perisíades, había incitado a los escitas locales a la
revuelta, había matado a Perisíades, conquistado Panticapeón y Teodosia y estampado triunfalmente una S
sobre la cabeza de Helio que figuraba en las monedas griegas locales. Pero
Diofanto demostró, una vez más, que era el mejor comandante, pues capturó a Saumaco y le envió al Ponto, tal vez para que le dieran
muerte. Entonces Mitrídates fue virtualmente el dueño de Crimea, donde la
dirección de la guerra estaba ahora en manos del almirante póntico Neoptólemo.
Este debe de haber conquistado las regiones de Táuride y de Oibia, porque una ciudad de esta última zona
recibió de él su nombre. Las victorias de Neoptólemo supusieron una gran
fortuna para Mitrídates, cuyos territorios pónticos habían caído en poder de
las legiones romanas. En realidad, el éxito de Roma fue tan espectacular en el
área de la Capadocia que Lúcido se decidió a dirigir su ejército hacia el Este,
atravesando el Tigris, para atacar la ciudad armenia de Tigranooerta.
Aunque muy inferiores en número, los romanos infligieron una tremenda derrota a
los armenios. Mitrídates, que había sido desposeído de una gran parte de sus
territorios, se proclamó campeón del Oriente, incitando a Tigranes II, rey de
Armenia (95-56 a.C.), a resistir a Roma, mientras él, por su parte, reclutaba
hombres y fomentaba un sentimiento de hostilidad contra los invasores. Su
política afectó a los hombres de Lúculo, en el ejército romano llegaron a
producirse desórdenes, y Lúculo se vio obligado a retirarse a Nisibin. Mitrídates recuperó así una gran parte de su
antiguo poder y, en el año 66 a.C., pudo establecer una capital septentrional
en Panticapeón, y situar en ella, como virrey, a uno
de sus hijos, Farnaces. Farnaces concertó una alianza con los sármatas, así
como con las ciudades griegas de la Dobrucha que los
escitas habían arrebatado a los tracios en tiempos de Esciluro,
obligando a todos a reconocer como soberano suyo a Mitrídates. En Crimea y en
la península de Táuride, Farnaces dejó libres a los
griegos permitiéndoles, incluso, acuñar sus propias monedas. Devolvió también a
los escitas sus ciudades de Crimea, permitiéndoles conservar sus reyes, aunque
obligando a ciertas poblaciones vecinas sármatas a pagar tributo a Mitrídates y
a servir en su ejército.
Desde
hacía algún tiempo las provisiones de grano de Roma, como antes las de Atenas,
no llegaban a cubrir las necesidades. Inicialmente Roma había tratado de suplir
aquella deficiencia consiguiendo grano de los escitas, primero por trueque y,
después, por compra. Las monedas romanas utilizadas para ese fin han sido
encontradas en distintas ocasiones en las regiones del Dniéper y del Dniéster.
De todos modos, en el siglo I a.C. las deficiencias en el abastecimiento
habían aumentado, y Roma no se contentó ya con comerciar con las tribus. Ahora
quería controlar las zonas productoras de grano del Bajo Danubio y las comarcas
del norte del mar Negro. Al mismo tiempo las regiones del Ponto y Trebisonda,
en las orillas opuestas del mar, adquirieron una inmensa importancia
estratégica para Roma. Para dominar las comunicaciones en aquella área, Roma
aspiraba a convertir el mar Negro en un lago romano. Para conseguirlo, tenía
que someter a Tigranes y a Mitrídates. La guerra contra el segundo comenzó en
Bitinia, en el 88 a.C., pero hasta que Panticapeón se
convirtió en su capital septentrional, Mitrídates no pensó en llevar la lucha a
Crimea. En el 64 a.C. estaba proyectando una campaña allí contra los romanos,
cuando murió de repente, se supone que envenenado. Su cuerpo fue enviado a
Pompeyo, quien lo reenvió al Ponto, para el enterramiento real. Su muerte
dejaba a la región de Crimea sin un jefe capaz de luchar contra Roma. La
dinastía del Bósforo había llegado a su fin y los escitas se hallaban demasiado
debilitados por los años de lucha para poder hacer algo más que ataques
esporádicos contra las avanzadas romanas. Durante los dos años restantes del
mando de Pompeyo en Oriente los romanos se contentaron con establecer una
guarnición en el Quersoneso, construyendo fortificaciones y situando tropas en
algunos puntos estratégicos del territorio escita. Sus verdaderos enemigos en
el Oriente seguían siendo los partos, pero las intrigas políticas de Roma, que
estaban minando la fuerza del Imperio, constituían una gran esperanza para las
comunidades tribales de las zonas del Dniéper y del Danubio. Entre el 67 y el
50 a.C. los getas o los tracios lograron destruir Olbia, pero sus
incursiones tuvieron poca importancia para Roma. Los sármatas fueron los que se
beneficiaron de aquella situación y ampliaron su territorio, aumentando su
poderío hasta el punto de fundar un Estado que llegó a amenazar a Roma y a sobrevivir a la
invasión de los godos, para sucumbir, al fin, ante el asalto de los hunos.
El mundo
de los partos
El siglo
II a.C. vio en el Próximo Oriente la ascensión de la Partía. y de varias
dinastías locales tras la estela del ocaso del Imperio seléucida, mientras en
el siglo I a.C. romanos y partos luchaban por el control del área. Unos y otros
eran recién llegados en tierras de antiguas culturas, desde el Tigris al Nilo,
pero parecían continuar el viejo antagonismo entre los griegos y los persas
aqueménidas, entre Occidente y Oriente. La gran mayoría de nuestras fuentes
acerca de los siglos II y I a.C. están en griego o en latín, por lo que la
historia de la vasta área comprendida entre el Mediterráneo y el río Indo ha
sido considerada tradicionalmente como una parte insignificante de la historia
griega o romana. Sin embargo, los partos no eran bárbaros orientales que
molestasen a los romanos como los germanos lo hicieron en el Norte, sino que
eran los herederos de los aqueménidas y mediadores entre India y China, de una
parte, y Occidente, de otra. Los partos estaban muy interesados tanto en sus
fronteras occidentales como en las orientales, y esta posición central de su
Estado debe ser recordada al reconstruir la historia parta.
La
primitiva historia de los partos es virtualmente desconocida y tiene que ser
reconstruida a partir de unas pocas fuentes clásicas, como el epítome de
Pompeyo Trogo, debido a Justino, y con ayuda de las
monedas y de la arqueología. En Justino leemos que Arsaces, el
fundador del poderío parto, era un hombre de origen indeterminado, y otras
afirmaciones de autores antiguos o modernos no son más que hipótesis. La
observación de Estrabón de que Arsaces era un jefe de los nómadas
partos del Asia Central que invadieron y conquistaron la Partía suele aceptarse
como la conjetura más probable. Parece que Arsaces se aprovechó de la revuelta
general de las satrapías orientales en el Imperio seléucida, en la época de la
subida al trono de Seleuco II, para fundar su propio Estado en el Asia Central.
Esto debió de ocurrir hacia el 247 a.C., la fecha en que se inicia la era
arsácida, que probablemente tuvo como modelo la era seléucida. Alrededor del
238 a.C., Arsaces invadió la Partía propiamente dicha y derrotó a su sátrapa
independiente, Andrágoras. Poco tiempo antes, el
sátrapa de la Bactriana, Diódoto, también se proclamó
independiente de los Seléucidas. Dificultades surgidas en la parte occidental
del Imperio seléucida dieron a los partos, así como a otros pueblos orientales,
ocasión de consolidar su poderío.
Las
excavaciones realizadas por los arqueólogos soviéticos en Nis,
nombre griego de Pythaunisa, donde había tumbas
reales según Isidoro de Cárace, han enriquecido
considerablemente nuestro conocimiento de la Partía en los siglos II y I a.C.
De uno de los óstraca encontrados en Nis podemos deducir que el sitio se llamaba oficialmente Mitridatkirt, por lo menos desde la época de Mitrídates I.
Desgraciadamente, los reyes arsácidas se llamaron todos Arsaces, como sabemos
por sus monedas y por una afirmación de Justino (41, 5, 6). Este hecho
dificulta la identificación de los distintos gobernantes, pero revela el
conservadurismo de los partos y su respeto hacia la familia real durante todo
el dominio parto. El nombre de familia, Arsaces, nunca llegó a convertirse, sin
embargo, en un título, como ocurrió en Occidente con el de César.
Los
partos, en su patria, probablemente gobernaban su nuevo reino por medio de una
burocracia reclutada entre escribas expertos en las prácticas tradicionales y
en el idioma arameo del Imperio aqueménida. Tal vez hubiera poca necesidad del
idioma griego en el Asia Central y en el Irán oriental, aunque podemos suponer
que tanto el griego como el arameo florecieron con carácter de idiomas
oficiales de la burocracia bilingüe de los Seléucidas, por lo menos en el Este.
Pero los partos no tardaron en adoptar el griego para sus monedas, y también
continuaron las tradiciones seléucidas del helenismo. Considero importante
recordar esa burocracia bilingüe, y quizá lo que podríamos llamar una cultura
bilingüe también, que prevalecieron en la Partia, como habían prevalecido en
los dominios seléucidas. En algunas zonas el helenismo se había debilitado,
mientras en otras se mantenía fuerte aún, pero la vieja opinión de que la
ascensión de los partos constituía una reacción de los elementos nativos
iranios contra los griegos (y contra los macedonios) es seguramente equivocada.
Los griegos deben de haber servido a los dominadores partos, del mismo modo que
los iranios sirvieron a los reyes griegos de la Bactriana Las ciudades del Irán
fundadas por Alejandro Magno o por un seléucida fueron, desde luego, centros
de helenismo, mientras que las áreas situadas fuera de
ellas no lo fueron. Las ciudades se construían a lo largo de la
gran ruta comercial hacia la India y al Lejano Oriente, y,
fuera de aquella ruta, la influencia helénica era ciertamente pequeña.
En Nis, más de 2,000 óstraca relativos a negocios de vino y de viñedos estaban escritos en arameo, aunque se
leían como en pánico. De más de cuarenta impresiones de sellos sobre arcilla
sólo una tenía una inscripción griega, buena prueba de que el griego no se
utilizaba mucho en Nis. Al mismo tiempo, en Avroman, en el Irán occidental, los partos usaban el griego
para las transacciones legales. En los óstraca de Nis para las fechas se empleaba la era parta, mientras que
en los documentos griegos de Avroman se utilizaba la
seléucida. Esto no quiere decir que hubiera una rivalidad entre los dos
sistemas de datación, sino, sencillamente, que los dos se utilizaban en el
Reino parto, unas veces juntos, y otras solos. Las dos eras reflejan también, a
mi parecer, las integrantes helénica e irania en la cultura de los partos, dos
integrantes que frecuentemente aparecen bien diferenciadas en los hallazgos
arqueológicos, pero también, y especialmente en el último período, entrelazadas
en una unidad sincrética.
Se ha
observado ya que los partos tuvieron que luchar en su expansión contra enemigos
situados en sus fronteras, tanto orientales como occidentales. Pero la atención
se ha centrado casi exclusivamente en el papel de los partos como adversarios
de Jos Seléucidas y luego de los romanos. En cualquier caso, los partos
procedían del Asia Central y nunca perdieron sus lazos con el Oriente. En
realidad, la frontera oriental de los Arsácidas fue tan importante como la
occidental, y deberíamos dedicar al Oriente, poco conocido, un estudio más
atento que el reservado al avance —mejor conocido— de los ejércitos partos
hacia Occidente.
Para
continuar el desarrollo del tema arriba mencionado, deben hacerse aquí dos
rectificaciones en la panorámica general de la antigua historia parta. La
primera se refiere a la creencia de que los Seléucidas y los reyes griegos de
la Bactriana eran los campeones de helenismo en el Este contra un iranismo bárbaro, representado por los partos y otros
nativos que reaccionaban contra el helenismo. El hecho de que la madre de
Antíoco I fuese irania debería bastar para poner en tela de juicio tal
creencia. Pero pueden encontrarse otras pruebas de que los Seléucidas y los
griegos de la Bactriana apoyaron las culturas «nativas» al mismo tiempo que el
helenismo; por ejemplo, la protección seléucida a la antigua religión
babilónica y a la tradición cuneiforme Esto no quiere decir que no hubiese
conflictos entre «helenos» y «nativos», sino, más bien, que la política oficial
de los diversos estados existentes en la llanura irania en los siglos III, II y
I a.C. tenia que conciliar a ambos grupos. Varias familias reales se
vanagloriaban de tener ascendencia griega e irania, siendo el caso más notable
el de
Antíoco I
de Comágene (69-34 a.C., aprox.), que se declaraba
descendiente de Darío el Aqueménida y, a través de los Seléucidas, de Alejandro
Magno La legitimidad basada en una ascendencia irania tanto como helénica se
adaptaba perfectamente a las creencias orientales acerca del carisma del mando.
Indudablemente, para los nuevos gobernantes supuso una ventaja la proclamación
de su derecho a gobernar, fundada en aquella doble ascendencia, aunque fuese
ficticia.
Como una
consecuencia de las políticas oficiales de apoyo a las dos culturas, al menos
en el Este podemos suponer, como se ha señalado ya, que los iranios sirvieron
en los ejércitos de los greco-bactrianos y los Seléucidas, llegando algunos a
ocupar altos puestos. Corresponde a J. Wolski (loe.
cit.) el mérito de haber defendido convincentemente este punto en numerosas
publicaciones. Y ahora podemos pasar a la segunda precisión en nuestro cuadro
de la historia seléucida, que es la de que los Seléucidas perdieron todo el
Irán oriental cuando subió al trono Seleuco II y que todos los intentos
realizados por él y por otros reyes seléucidas para reconquistar sus dominios
del este fracasaron. Sólo bajo Antíoco III, después del 209 a.C., volvió a
imponerse una parte de la influencia seléucida, pero aun ésta apenas sobrevivió
a la derrota de Antíoco por los romanos en Magnesia,
en el 189 a.C. Aunque los Seléucidas eran apoyados e incluso estimados en
Siria, en Mesopotamia y también en el Irán occidental, no alcanzaron el mismo
respeto en el Este, y no porque los indígenas se opusiesen al helenismo
seléucida, sino, más bien, porque los Seléucidas nunca habían concedido
importancia al Este, y en los oasis del Asia Central y en el Irán oriental
habían florecido siempre las tendencias al autogobierno. Además, si aceptamos
la opinión de Tarn de que los greco-bactrianos deberían ser incluidos entre las
demás dinastías de los Diádocos —Seléucidas, Ptolomeos,
Antigónidas y Atálidas—, entonces, a mi parecer,
deberíamos incluir también a los Espartócidas del sur
de Rusia y a los partos. Porque en el Este los partos continuaban las
tradiciones helénicas de los Seléucidas, así como, naturalmente, las suyas
propias. No hay pruebas, por lo menos en los siglos II y I a.C., de una
continuada política antihelénica de los partos.
La
expansión parta hacia el Este fue detenida por el nuevo Estado greco-bactriano
bajo Diódoto y luego bajo Eutidemo.
El oasis de Mirv, la satrapía de Margiana,
que había sido rodeada por una muralla por orden del segundo Seléucida, Antíoco
I, probablemente cayó en poder de los greco-bactrianos, así como Aria, la zona
de Herat y la Sogdiana. Así, el Estado parto se
extendió al principio hacia el Oeste, a través de Hitcania.
Para el nuevo Estado parto constituyó una amenaza la expedición de Seleuco II
hacia el Este (alrededor del 237 a.C.?), posiblemente en alianza con Diódoto de Bactriana, pero Seleuco tuvo que regresar a
Siria y los partos cointinuaron su expansión. Hubo un
tiempo en que el nuevo Estado parto se hallaba dividido en cinco provincias (Astauena, Apavarktikena, Partiena, Hircania y Comisena) con base probable en una más antigua división
seléucida de las primitivas satrapías aqueménidas en provincias llamadas
eparquías. Posteriormente la provincia de Coarena,
cerca del actual monte Demavend, fue añadida a los
dominios de los partos.
A mi
parecer, es importante recordar que los partos fueron incapaces de crear un
imperio fuerte y centralizado, aunque parece que mantuvieron una gran lealtad
entre el pueblo hacia la familia real de los Arsácidas durante varios siglos.
El oscuro período comprendido entre Alejandro Magno y el ascenso de los
Sasánidas en el siglo III d.C. es conocido por los últimos escritores árabes y
persas como una época de muchos reinos feudales, y, como característica general
del tiempo de los partos, la observación es acertada. Pero, bajo los partos, en
la mayor parte de la llanura irania prevalecieron una cultura y un idioma
comunes. El idioma partos, o sus dialectos, era corriente en el Khorasan o Irán oriental, y las conquistas de los partos en
el Oeste les permitieron extender el idioma a la Media e incluso a Mesopotamia,
a dondequiera que llegaron los oficiales y los soldados partos. Al hablar del
Estado parto, quizá deberíamos referirnos más a una hegemonía parta que a un
imperio centralizado. Indudablemente, bajo sus fuertes gobernantes los partos
aparecen siempre unidos y poderosos ante sus vecinos, pero es discutible que el
Estado parto tuviese nunca un aparato estatal centralizado, de ningún modo
comparable a la República o al Imperio romanos.
Volviendo
a las vicisitudes de los partos; hicieron la paz con Diódoto II de Bactriana, lo que les dio la oportunidad de consolidar su poder en su
país de origen y de construir ciudades. Parece que los partos tuvieron un buen
número de capitales, incluyendo Nis, Dara, al sudeste
de Nis, y, por último, a finales del reinado de
Tiridates, sucesor de Arsaces, el fundador de la dinastía, la capital estaba en Hecatompilos. El emplazamiento de Hecatompilos no ha sido identificado, aunque algunos lo sitúan en las proximidades de la
moderna Damghan. Bajo Artabano I (211-191 a.C., aprox.), los partos continuaron avanzando hacia el Oeste, pero
un nuevo soberano seléucida emprendió la ofensiva contra ellos y temporalmente
recuperó parte de sus territorios y de su prestigio en el Irán.
En torno
al 209 a.C., Antíoco III emprendió su gran expedición para reconquistar el
Oriente de los Seléucidas, y el curso de sus campañas ha sido descrito por
Polibio (X, 28-31). Antíoco derrotó a los partos, se apoderó de Hecatompilos y continuó hacia el Este. Parece que Artabano se vio, finalmente, obligado a reconocer la
supremacía seléucida y a concluir un pacto con el conquistador. Antíoco,
entonces, continuó su lucha contra Eutidemo de
Bactriana y, tras algunas batallas, le situó en su capital. También aquí se
hizo la paz hacia el 206 a.C. Antíoco prosiguió su expedición hasta la frontera
de la India antes de volver a Seleuceia del Tigris, la capital oriental de los
Seléucidas. Como consecuencia de la campaña de Antíoco contra la Partía, ésta
quedó debilitada y perdió la mayor parte de los territorios conquistados en el
Irán occidental. Los greco-bactrianos, bajo Eutidemo,
por el contrario, parece que ganaron nuevas energías tras la prueba de fuerza
con Antíoco, pues no sólo el Estado greco-bactriano alcanzó su máxima extensión
en Asia Central, sino que Demetrio, hijo de Eutidemo,
se lanzó a grandes conquistas al sur de las montañas Hindu-Kush.
A juzgar por la abundacia de monedas de distintos
gobernantes parecería, sin embargo, que los greco-bactrianos sufrieron de la
misma autonomía local y feudal de que luego sufrirían los partos. No podemos
discutir aquí los numerosos problemas que plantea la reconstrucción del orden
de sucesión de los reyes greco-bactrianos, pero sus frecuentes luchas,
mencionadas por Justino (41, 6), dieron lugar a las conquistas partas a
expensas de ellos tan pronto como un gobernante capaz subió al trono arsácida.
Este gobernante fue Mitrídates I (aprox. 171 a.C.).
Por la
misma época en que Mitrídates asumía el mando en la Partía, en la Bactriana
usurpaba el trono un rebelde llamado Eucrátides. Aunque
empezó imponiendo con éxito su dominio sobre un vasto territorio, después
perdió varias provincias de la parte occidental de su reino en favor de
Mitrídates. Estas provincias probablemente comprendían todo
el territorio occidental de la moderna Herat, que
parece haber permanecido en poder de los greco-bactrianos, mientras el oasis de
Merv, a juzgar por las monedas encontradas, quizás en aquella época estuviese
sometido a los partos Sin embargo, bajo Mitrídates I los ejércitos partos se
dirigieron principalmente hacia el Este. La Media fue conquistada tras fuerte
lucha en torno al 155 a.C. Inmediatamente tomó la Mesopotamia, y Mitrídates fue
reconocido como rey en Seleucia, en el 141 a.C. Pero poco después el rey tuvo
que volver a su patria, posiblemente a causa de las incursiones de los nómadas
procedentes del Asia Central. Mientras tanto, Demetrio Nicátor,
el soberano seléucida, trató de reconquistar del dominio de los partos los
territorios perdidos, pero fue derrotado, hecho prisionero y enviado a
Mitrídates, al Este.
El hijo
de Mitrídates, Fraates II (138-128 a.C., aprox.), tuvo que luchar contra otro
Seléucida, Antíoco VII Sidetes, hermano de Demetrio.
Tras unos éxitos iniciales, en los que reconquistó Mesapotamia y parte de la Media, Antíoco fue derrotado y muerto en la primavera del 129.
Fraates recuperó la Mesopotamia y nombró gobernador de Seleucia a un hircano
llamado Himero. Las ambiciones partas de apoderarse
de los restos del Imperio seleúcida en Siria se frustraron a causa de las
invasiones de los nómadas procedentes del Asia Central.
Estas
invasiones del Próximo Oriente por los nómadas procedentes del Asia Central
desempeñaron un importante papel a lo largo de la historia de aquella zona. Si
tenemos en cuenta que el Irán oriental y el Asia Central son tierras de oasis
rodeadas de estepas o de desiertos, resulta claro que la constante interacción
de la estepa y de los terrenos cultivados determinó, de diversos modos, las
políticas y las actividades de los pueblos que allí dominaron. Conflictos y
luchas sobre derechos de aguas llenan los documentos locales desde que existe
información, y todavía hoy el agua sigue siendo la savia vital del país. A
intervalos, en el pasado, los nómadas del Lejano Oriente se vieron obligados a
emigrar y a invadir el Irán oriental y la India septentrional en grandes masas,
y esto fue lo que ocurrió también a mediados del siglo II a.C.
No
podemos ocuparnos aquí de los acontecimientos en las fronteras de China, en la
lejana Mongolia, de donde partieron los Hiung-nu,
probablemente los antepasados de los hunos, contra un pueblo de idioma
indoeuropeo llamado Yüeh-chih en las fuentes chinas. Este tuvo que desplazarse
hacia el Oeste, y desplazó, a su vez, a los nómadas saces, que invadieron la
Bactriana. El primer avance de los Yüeh-chih desde el Lejano Oriente hasta el
Turquestán occidental debió de producirse poco tiempo antes del año 165 a.C.,
mientras que la segunda migración, hacia Bactriana, ocurrió alrededor del 130
a.C.. Sabemos que hubo mercenarios saces en los ejércitos de Fraates II
(Justino, 42, 2), pero, según parece, dieron más trabajos que ayuda. Después
Fraates se vio obligado a marchar contra otra horda de los saces que había
invadido y saqueado la Partia desde el Este. Fraates murió en el combate contra
estos saces, alrededor del año 128, pero los saces, a su vez fueron expulsados
hacia el Sudeste por los Yüeh-chih. Ahora está generalmente .admitido que los
Yüeh-chih fueron los antepasados de los kusana,
nombre de una de las tribus de los Yüeh-chih. Los tocarios fueron probablemente
otra tribu o, no tan probablemente, otra designación dada a todos los
Yüeh-chih, y se dice que derrotaron y dieron muerte a Artabano II, tío y sucesor de Fraates, alrededor del año 123 a.C. Afortunadamente, Artabano fue sucedido por un enérgico soberano que derrotó
a los nómadas y restableció el dominio parto en Oriente.
Mitrídates
II (123-87 a.C.) fue el Darío del Estado parto; al comienzo de su reinado tuvo
que mantener el orden sofocando varios movimientos rebeldes. En Mesopotamia
empezó, probablemente, por derrotar a Himero, que se
había proclamado independiente. Luego venció al rey de Caracene,
un árabe llamado Hispaosines, que nos es conocido por
las monedas que acuñó. Mitrídates reconquistó después las provincias orientales
que habían sido ocupadas por los saces. Fue probablemente él quien los redujo
al territorio que de ellos tomó el nombre de Sakastán,
el moderno Seistán, pero es imposible determinar la extensión de las conquistas
de Mitrídates en Oriente. Los dominios partos a que se refieren las Estaciones
partas, de Isidoro de Cárace, que datan,
probablemente, del tiempo de Augusto, tal vez representen los límites
establecidos por Mitrídates y por sus inmediatos sucesores, pero esto no es más
que una plausible hipótesis.
De las
excavaciones arqueológicas se desprende que una de las consecuencias de las
presiones nómadas procedentes del Asia Central fue el desarrollo de una nueva
arquitectura de fortificación en las ciudades de los dominios greco-bactrianos.
Aunque existían ciudades antes de Alejandro Magno, en el período
greco-bactriano aparecen murallas altas y macizas, con torres y fuertes
puertas, que introducen innovaciones respecto a las de anteriores períodos. La
existencia de muchas ciudades en el reino de la Bactriana está probada por las
fuentes clásicas (por ejemplo, Justino), y es lícito suponer que en
ellas florecieron las artes, la artesanía y la industria. La excavación de una
ciudad greco-bactriana, descubierta en 1964 en la confluencia del Kokcha y del Oxus, en el actual Afganistán,
podría llenar muchas lagunas de nuestro conocimiento del mundo greco-bactriano.
Por los
objetos artísticos y por los resultados de las excavaciones parece claro que
las influencias culturales dominantes entre los gobernantes y la aristocracia,
tanto partos como greco-bactrianos, fueron helénicas. Junto al arte helénico
existía un arte popular, lo que es una prueba más del paralelismo de las
culturas antes mencionado. Las preferencias de la familia real parta se
observan en las estatuas y en los «rytones»
encontrados en la antigua Nis, el emplazamiento de
las residencias reales Las modificaciones introducidas en el estilo helénico
pueden advertirse ya en los objetos de Nis, y,
posteriormente, se desarrollaron motivos y estilos iranios.
El
reinado de Mitrídates II debe considerarse como l apogeo del poderío parto; el
rey recibió el sobrenombre de «el Grande», como sabemos por las fuentes
clásicas En sus monedas encontramos el título de «rey de reyes» en griego, otra
prueba de su poderío y prestigio, aunque luego el título sería adoptado por
Tigranes de Armenia, por los reyes saces en Oriente y también por Farnaces,
soberano del Bósforo Cimerio (63-47 a.C., aprox.). Ya nos hemos referido a las
conquistas de Mitrídates en el Oriente. En Occidente derrotó a Artavasdes I, rey de Armenia. En Mesopotamia los reyes de Caracene continuaron acuñando monedas, pero, probablemente,
gobernaron como vasallos de los partos. En una posición análoga se encontraban
los gobernantes de la Susiana (llamada por los
griegos Elimea, y por la Biblia, Elam: el actual Khusistán) y de la Pérside (región de Persia, actual Fars). Además, en
Mesopotamia la desintegración del poderío seléucida permitió a los gobernadores
de algunas provincias, como Adiabene, alrededor de la actual Kirkuk, establecer
pequeños reinos. Por otra parte, el reinado de Mitrídates puede considerarse
como el establecimiento de las grandes familias feudales en el territorio de la
llanura irania, aunque las grandes familias constituyeron un aspecto constante
de la vida irania, desde Jos Aqueménidas hasta la conquista árabe. En este
período probablemente pasan a primer plano, como nueva aristocracia gobernante,
las familias principescas partas, emparentadas con la casa de Arsaces.
La
familia Suren tal vez recibió como feudo Seistán,
tras la derrota y contención de los saces por Mitrídates, aunque esto pudo
suceder después, bajo Vologeses I (51-80 d.C., aprox.). El general parto que
derrotó a Craso en Carres era un Suren, y después, en
tiempo de los Sasánidas, un miembro de la familia era la segunda autoridad en
el país, después del soberano Algunas fuentes consideraron, erróneamente, que
el nombre Suren era un título, pero las inscripciones
confirman que era un nombre de familia. La familia Karen tuvo extensas
posesiones en Media, con su centro en Nihavand, y,
según las fuentes armenias, perdieron su poder y sus posesiones con la llegada
de los Sasánidasu'. Esta información no está
ratificada por inscripción ni por posteriores referencias a la familia, lo que
nos permite suponer que sólo una rama de la familia sufrió de aquella
contingencia. Los Suren y los Karen son las únicas
dos familias mencionadas por las fuentes que se refieren al período parto, pero
otras familias, mencionadas posteriormente, pueden haber existido en el periodo
parto, por ejemplo, los Spahpat o Aspahbad,
mencionados en inscripciones sasánidas y en fuentes clásicas. Estos pueden
haber sido una rama de Ja familia Karen, con su centro principal en Komis, en las proximidades de la moderna Damghan, pero la información es tan confusa como escasa.
Se han
descubierto otros nombres, por ejemplo, el de Gevpuhr,
de Hircania, la actual Gurgan,
familia a la que tal vez perteneció Gotarces I (90-80
a.C., aprox.), aunque esto no es más que una suposición Otro. nombre es el de
la familia Mihran, posiblemente con su centro en Raghes (la actual Teherán). Era, quizás, una rama de la
familia Spahpat. Sería ocioso especular sobre otros
nombres que aparecen en el período sasánida, como los Zek, Varaz, Andegan y Spandiyad, todos, probablemente, de familias feudales.
Baste decir que, sin duda, muchos tuvieron sus orígenes en tiempos de los
Arsácidas.
La
proliferación de títulos bajo los partos puede interpretarse como resultado de
las tendencias feudales en el Estado arsácida. Indudablemente el título de
sátrapa fue degradándose hasta significar el gobernador de una subdivisión de
la antigua gran provincia aqueménida y, finalmente, en el período sasánida,
llegó a ser el equivalente de alcalde de una ciudad y de los pueblos vecinos.
Un examen de algunos de los títulos que encontramos en diversas fuentes nos
mostrará la complejidad de ¡a situación. Ténganse en cuenta las diferencias
entre títulos, cargos honoríficos y funciones, aunque las fuentes no son claras
en absoluto acerca de esto. Puede suponerse que los términos cambiaban de valor
y de significado a lo largo del período parto, así como en la época sasánida
Si
consideramos ante todo la estratificación social, hemos mencionado a las
grandes familias que, juntamente con la casa real de los Arsácidas,
constituyeron la alta nobleza, aproximadamente equivalente a los gobernadores
de las grandes provincias (sahrdar) y a los miembros
de las grandes familias feudales (aaspubr) del tiempo
de los, Sasánidas Probablemente en el Reino parto —por lo menos en el período
que estamos considerando, anterior a la época de Augusto— no había una división
en clases tan clara como en el Imperio sasánida. Las otras dos clases de los
Sasánidas, también probablemente herencia de los últimos tiempos partos, eran
los «grandes» (vuzur- gan)
y los «libres» (azadan). Estas dos clases pueden
también haber existido anteriormente, pero no tenemos pruebas respecto a los
primeros, mientras que los «libres» aparecen mencionados en las fuentes
clásicas como una clase relativamente pequeña en tiempo de los partos Los «libres»
podrían compararse con los caballeros de la Europa Occidental en la Edad Media.
La
antigua estructura religiosa de la sociedad irania, dividida en tres clases
—guerreros, sacerdotes y pueblo común—, o la posterior división en cuatro
clases —guerreros, sacerdotes, escribas y artesanos— presentan muchos problemas.
Indudablemente, había una división de la sociedad semejante al sistema general
de castas de la India, pero ignoramos su significación en el Irán parto.
Cualquiera que fuese la importancia de tal división social, todas las
categorías de la estratificación social de la nobleza antes mencionadas
pertenecen a la casta guerrera. De los sacerdotes y del pueblo común hablaremos
más adelante.
Como
podría esperarse, las fuentes revelan una mezcla de títulos iranios y
helenísticos durante el período parto, cuya interpretación no es fácil. Un
documento de préstamo encontrado en Dura-Europos es
un buen ejemplo de ello En él uno de los altos oficiales, Metolbaesas,
es un miembro de la orden de los primeros y honrados amigos y guardias de
corps, una supervivencia modificada del tiempo de los Seléucidas. Su puesto o
función es el de comandante de la guarnición. Otro oficial, más alto que el
anterior, era Maneso, hijo de Fraates, gobernador de
Mesopotamia y Parapotamia y de los árabes de las
zonas próximas. Este era miembro de la batesa,
probablemente una orden irania de alto rango, y también un caballero, si puede
interpretarse el deteriorado texto como el equivalente griego de azadan. La etimología de batesa es incierta, pero probablemente significa un orden o una clase y no un alto
cargo. El prestamista en el documento era un eunuco, Fraates, que pertenecía al
círculo de Maneso. No era miembro de ningún orden,
pero ocupaba un cargo llamado (h)arkapates. Este
título significa que él tenía a su cargo la organización tributaria y quizá
también la. recaudación de impuestos. Posteriormente, bajo los primeros
Sasánidas, este título, u otro homónimo, llegó a ser mucho más importante. El
número de títulos que encontramos y que significan «lugarteniente», «primero»
o «segundo en el mando», suscitan muchos problemas acerca de las jerarquías
partas, sin duda complicadas. La naturaleza feudal del Reino parto, de todos
modos, explica la confusión de las categorías feudales, de los derechos
hereditarios y de los cargos. Estos y los títulos honoríficos siempre han
suscitado problemas a lo largo de la historia del Irán a los no especializados
en ella.
Ya hemos
aludido a la degradación del cargo de sátrapa, que en los óstraca de Nis aparece escrito en arameo, como PHT. Gracias a
los óstraca, puede reconstruirse una jerarquía de los
oficiales que gobernaban el Irán oriental. En la Partía propiamente dicha, la
más pequeña división administrativa era el área de un diz,
controlada por un dizpat, literalmente «jefe de
fortaleza». El dizpat estaba subordinado al sátrapa,
el cual presidía un distrito que comprendía varias áreas pequeñas, cada una de
las cuales se hallaba sometida a un dizpat. Por
encima del sátrapa estaba el marzban, literalmente
«protector de frontera», pero probablemente equivalenté oriental del strategós o «gobernador», en la parte
occidental del Imperio arsácida. Otros oficiales menores encontrados en los óstraca de Nis, tales como
escriba jefe, tesorero y otros parecidos, eran necesarios en todas partes. De
una comparación de Nis con Dura-Europos,
resulta claro que las divisiones administrativas del Estado parto eran
diferentes en las distintas partes del Reino, y las jerarquías de funcionarios
debieron de cambiar también.
Nada
sabemos del pueblo común, de su organización o de su vida. Existía la
esclavitud, pero la diferencia entre siervos y esclavos no está clara. Los
prisioneros de guerra romanos probablemente pasaban a la condición de esclavos,
pero su relación con los esclavos indígenas no aparece registrada en texto
alguno. Los sacerdotes o magos tenían, sin duda, una alta posición en la
sociedad, pero no hay pruebas de una organización eclesiástica o de una
jerarquía en tiempo de los partos. Probablemente, la función más importante de
los sacerdotes era el culto, incluyendo los ritos del fuego, pero, una vez más,
nuestras fuentes son defectuosas.
En cuanto
a la religión, a la literatura y al arte, encontramos en las fuentes las mismas
lagunas que en lo referente a la historia política y social. Como existe la
misma extraña laguna en la información acerca del zoroastrismo y de las otras
religiones en el Irán arsácida, las conjeturas pueden desempeñar aquí un papel
más importante que en cualquier otro problema Sabemos que los sacerdotes del
fuego existían en Anatolia y en Mesopotamia, pero estos «magos» ajenos al Irán,
probablemente eran diferentes de los sacerdotes de la llanura irania. Un examen
del escaso material iranio del período parto plantea un número de problemas
religiosos que deberían ser investigados. Los óstraca de Nis no tienen información alguna relativa a la
religión, salvo la frecuente aparición de Mitra en nombres compuestos, como Mitradat, Mitraboxt y Mitrafarn. Otros «nombres religiosos» son Spandatak, Sroshak, Tir, Vahúmen y Ohrmazdik, todos de carácter zoroastriano. La palabra mago aparece una vez como MGWSH,
lo que es sorprendente, porque, probablemente, esta palabra semítica fuese
tomada del iranio en la época aqueménida, o tal vez antes. Sin embargo, este
término semítico nos induce a considerar las relaciones entre un mago de la
Partia y los sacerdotes de Anatolia y la Mesopotamia, llamados magusaioi en las fuentes griegas.
Merece
señalarse que los temas representados en los «ry-
tones» de marfil grabado de Nis son todas escenas de
la mitología griega. Otros objetos de arte iranio en este período prueban la
popularidad de los cultos de Heracles y Dioniso, de modo que nos encontramos
ante la paradoja de elementos zoroastrianos en los
documentos escritos y caracteres helénicos en los objetos de arte de Nis. Pero los hallazgos de Nis datan del período en que las dos culturas se hallaban todavía separadas y no
fundidas en un sincretismo como el que luego encontraremos, por ejemplo, en el
mitraísmo. Es probable que en algunas zonas del Irán el zoroastrismo se
mantuviese y se cultivase como la verdadera religión irania, mientras en otras
se produjo una fusión de las diferentes concepciones y ritos. Sería, sin duda,
erróneo suponer que la religión de los magos en la Mesopotamia o en Anatolia
era idéntica a las creencias y a las prácticas de los magos en el Irán, o que
los sacerdotes del Irán occidental se adhiriesen,, necesariamente, a la misma
fe que los del Este.
Mucho se
ha escrito acerca del zervanismo, que puede
caracterizarse por la creencia en la supremacía del tiempo, Zerván,
sobre sus hijos, Ormuz, el dios del bien, y Ahrimán,
el dios del mal. La especulación sobre el tiempo —una preocupación intelectual
de todas las épocas— llegó a ser una moda en el período parto, y el papel de Zerván en el mitraísmo y en el maniqueísmo demuestra la
influencia que la fe en el destino ejerció no sólo sobre el zoroastrismo, sino
también sobre otras religiones.
Corresponde
a F. Cumont el mérito de haber demostrado que el zervanismo, como teología o escuela de pensamiento, se
desarrolló en Mesopotamia, principalmente, bajo la influencia de la astrología
babilónica, y como movimiento sincrético tuvo tanta influencia que algunos
escritores cristianos llegaron después a pensar que el zervanismo era la religión oficial y dominante en el Imperio sasánida. El zervanismo, aunque de origen iranio, no alcanzó gran
difusión entre las masas iranias durante el período parto, que, en conjunto,
fueron zoroastrianas tolerantes con carácter general.
El
mitraísmo, tal como fue conocido en el Imperio romano, surgió probablemente
entre los magusaioi de Anatolia, según indica Plutarco. Los orígenes de muchos conceptos del mitraísmo, sin
embargo, seguramente proceden del Irán, principalmente de los círculos zervanistas. Pero esto no significa que el mitraísmo
surgiese ya desarrollado en el Irán, ni podemos deducir de ello que el zervanismo fílese un «mitraísmo
indígena» en el Irán. Los arqueólogos no han encontrado un solo mithraeum en suelo iranio; y tampoco hay pruebas de ninguna
religión con culto organizado, jerarquía y escritos sagrados en el Irán parto.
Ni el culto real incluyendo, por ejemplo, el antiguó sacrificio de caballos, ni
las creencias populares, tales como la costumbre de iconos o ídolos familiares,
pueden considerarse zoroastrianos, sino, más bien,
al contrario. A pesar de la multiplicidad de prácticas e, indudablemente,
también de creencias y cultos, podemos supoper un
núcleo de zoroastrismo que perduró a través del período parto como un eslabón
entre los Aqueménidas y los Sasánidas. El zoroastrismo de la época parta, sin
embargo, experimentó cambios que son difíciles de seguir, no sólo a causa de
las lagunas de las fuentes, sino también por las actividades de la diáspora
irania en Mesopotamia y en Anatolia, y de las posteriores religiones del
mitraísmo y del maniqueísmo, que han influido en las interpretaciones
occidentales de la religión en el Irán.
No hay
espacio aquí para examinar el problema de la composición de algunos escritos zoroastrianos durante el período parto. La sección del
Avesta llamada Vendidad («Ley anti-demoníaca»)
debió de haber sido codificada bajo la dominación parta, porque en el libro se
han encontrado medidas grecorromanas. El problekna de un Avesta escrito en el tiempo parto, y en qué idioma o escritura, presenta
muchas dificultades, pero puede admitirse que no existió ninguna colección
canónica de textos avésticos. Por otra parte, la escritura existía y
seguramente se registraron algunos textos religiosos, probablemente en
distintas escrituras e incluso en distintas lenguas. Las tradiciones orales
seguramente fueron conservadas por algunos sacerdotes, pero también se
conservaron oralmente la épica y otras literaturas.
Desgraciadamente
los restos del idioma parto son extremadamente escasos. Los óstraca de Nis, un contrato en
pergamino de Avroman, en el Kurdistán, y unas pocas
inscripciones son todo lo que tenemos del período parto. Todos están escritos
en arameo ideográfico; por ejemplo, la palabra que significaba «hijo» se
escribía BRY, pero se pronunciaba puhr, siendo la
primera forma aramea, y la segunda, parta. No es éste el lugar adecuado para
discutir el incómodo sistema de escritura heredado de la burocracia aqueménida,
que usaba el arameo, pero es indudable que entorpeció la difusión de la cultura
entre los partos. Es cierto que el idioma parto se conservó en los documentos
maniqueos encontrados en el Turquestán chino, pero son documentos tardíos, pues
datan del período postsasánida. Sus contenidos —sobre
todo, himnos— son naturalmente de fechas mucho más antiguas, y no nos dicen
mucho acerca de la literatura parta. Su conocimiento puede adquirirse mediante
los textos posteriores mediopersas y neopersas, que conservan un material parto más antiguo,
desde luego reelaborado, como la novela de Vis u Ramin en neopersa. De un estudio de estos trabajos
literarios se deduce que la poesía épica y juglaresca era notable en la época
parta. Por lo demás, esto es lo que cabe esperar de un tiempo de héroes, pues
el vocablo «parto» sobrevivió, cambiando de forma, como la moderna designación
del «héroe» (pahlavan).
Una
investigación de los términos partos en el armenio y de los cantos épicos de
los osetas —un pueblo iranio contemporáneo, del Cáucaso del Norte— arroja
alguna luz sobre la literatura oral parta. A los gosan (en armenio, gusan) o juglares se debe quizá la
conservación de los relatos de los antiguos héroes, que acabaron siendo
recogidos en el Shahname de Firdosi,
la historia épica del Irán preislámico. Hubo, sin duda, un gran número de
ciclos históricos, como los cuentos de la familia de Rustam, centrados en
Seistán, y posiblemente de orígenes saces. Pero
todo lo que se ha conservado es la obra de Firdosi,
aunque hay indicios en varios libros más tardíos de que la poesía épica era muy
popular en el Irán. Además, el gran número de imitaciones del Shahname en el persa moderno, como el Barzuname,
el Khavarname y otros, confirma la continuada afición
del pueblo a aquel género de literatura.
La
sociedad parta favoreció el desarrollo de la poesía heroica, épica, y el mismo
espíritu puede encontrarse en las obras de arte que se han conservado. Escenas
de caza, de combate entre dos caballeros y caballos pintados en un galope
volador, todo aparece en las obras realizadas en piedra, en metal o en estuco.
La frontalidad de los retratos de dioses o de héroes, tal vez de origen
hierático, se difundió tanto en la época parta, que es como una marca del arte
parto. El traje masculino típico de los partos, formado por unos pantalones que
caen en amplios pliegues, a veces con polainas, y cubierto por una túnica,
también se difundió en el Oriente Medio. La arquitectura parta, aunque es
poca la que ha sobrevivido, muestra también, con sus arcos y sus aivans o pórticos, el mismo carácter distintivo de las
monedas, de los trajes y de la frontalidad en el arte. Tampoco aquí se trata
del origen parto de tales aspectos distintivos, sino de lo que podría llamarse
su «canonización» por obra de los partos. A pesar del carácter fragmentado y
feudal del Estado arsácida, los partos mantuvieron una sorprendente unidad de
cultura y una gran solidaridad en su adhesión a ella. Esta solidaridad cultural
es un factor importante, que se mantiene a lo largo de toda la historia del
Irán. Cuando los autores romanos hablaban del mundo como dividido entre
romanos y partos, no se referían simplemente a la división política o militar,
sino también, y quizá predominantemente, a la división cultural, En la época
del Imperio romano parecía que se enfrentaban dos grandes civilizaciones, con
sus propias formas y tradiciones peculiares. Pero, mientras los romanos
emulaban a los griegos en la transmisión de su propia herencia a la Europa
Occidental, los partos, aunque habían tomado mucho de los griegos, continuaron
las antiguas e indígenas tradiciones aqueménidas, y las transmitieron a los
Sasánidas. En cierto sentido, la Partía conservó la herencia del antiguo
Oriente, mientras Roma se convertía en representante del nuevo Occidente, y
así, el lema para los gritos de combate de los siglos siguientes —«Oriente es
Oriente y Occidente es Occidente»— se discutió en este período.
Hemos
tocado sólo brevemente los temas de la religión, de la literatura y del arte de
los partos, porque es necesario que atendamos a la historia de cómo los dos
imperios, el parto y el romano, se dividieron el Próximo Oriente. Durante más
de medio milenio, desde Alejandro Magno hasta las conquistas de los árabes, el
Próximo Oriente permaneció dividido, aunque, partos y romanos alimentaron
ideales de unidad, pues los reyes arsácidas continuaban soñando con la herencia
de los Aqueménidas, y los emperadores romanos, con la de Alejandro Magno. El
glorioso pasado inspiraba, así, las ambiciones de los unos y de los otros.
Es un
tanto paradójico que el avance romano en el Próximo Oriente bajo Pompeyo, en
66-62 a.C., parezca haber coincidido con grandes pérdidas de territorio
por parte del rey arsá- cida Fraates III en Oriente. Hacia mediados del siglo I a.C. surgió un gran
Reino indo-parto, que dominó el Seistán y la zona del actual Afghanistán del Sur. Es muy difícil separar las monedas
saces de las partas en este área, por lo que suelen . agruparse unas y otras
bajo la denominación de monedas de los reyes saces-pahlava (partos) del Afghanistán y de la India nor-occidental. En las monedas aparecen nombres saces,
como Azes, y partos, como Vonones, Gondofernes y Pakores.
Probablemente en el siglo I a.C., el territorio del moderno Afghanistán estaba dividido en muchos pequeños reinos, la
mayoría de ellos en las montañas del Hindu-Kush,
gobernados por descendientes de los greco-bactrianos, y otros sometidos a los
invasores procedentes del Asia Central. El Estado pahiava del Irán oriental —usamos ese término indio para distinguirlo del principal
Reino arsácida, en el Irán occidental— probablemente conquistó los últimos
reinos greco-bactrianós en las regiones Hindu-Kush, pero el Reino pahiava,
a su vez, se derrumbó después. No podemos discutir aquí la ascensión de los kusana o el destino de los pahiava,
pero baste decir que la autoridad central arsácida llegó al río Indo o más
allá del Oxus, en el Asia Central. Incluso el Seistán
y el Herat siguieron siendo zonas disputadas. En
realidad, durante la vida de Cristo, el rey indo-parto Gondofernes conquistó, probablemente, el territorio al oeste de Seistán, en Carmania (actualmente, Kerman)
Sin embargo, los partos extedieron su dominación hacia el Oeste, llenando el vacío dejado por la retirada de los Seléucidas. Pero otros esperaban también recibir la herencia de los sucesores de Alejandro. Tigranes el Grande, rey de Armenia, tomó el título de «rey de reyes» y extendió su Reino hasta Siria y Mesopotamia, mientras Mitrídates del Ponto fundaba otro Imperio. Durante algún tiempo los partos no hicieron nada por recobrar una posición dominante en Mesopotamia, al hallarse envueltos en conflictos internos a causa de la sucesión. Ya antes de la muerte de Mitrídates II, en el 87 a.C., se había producido la rivalidad de Otro rey, Gotarces I. La cronología de los reinados es incierta, pero podemos reconstruirla así: Gotarces I, 91-80 a.C., aprox.; Orodes I, 80-77, aprox.; Sinattuces, 7770, y Fraates III, 70-57 a.C., aprox. De nuevo, entre el 57 y el 54 a. de C., Mitrídates III y su hermano Orodes II lucharon por el trono, resultando vencedor finalmente el segundo. Si Craso hubiese intentado su invasión del territorio parto un año antes, habría podido tener éxito, pero la guerra civil había acabado ya antes de su desastre en Carres (Harran). Ni los
romanos ni los partos apreciaban en su justa medida el poderío o la importancia
del enemigo antes de Carres. Tigranes de Armenia e incluso Mitrídates del
Ponto habían constituido auténticas barreras entre las dos potencias; sin
embargo, los partos tenían una idea más exacta que los romanos de los
adversarios con quienes se enfrentaban. Los
resultados de Carres fueron la cristalización de la rivalidad de grandes
potencias entre Partía y Roma, ya señalada más arriba, pero, en lo inmediato,
el Eufrates se convirtió en el límite entre las dos potencias, y el rey
armenio, así como otros soberanos menores, se inclinaron a favor de los
partos. Durante más de una década los romanos esperaron una oportunidad de
vengar la derrota de Carres, pero las guerras civiles en Roma les obligaron a
posponer tal propósito. Finalmente, los partos provocaron un contraataque,
cuando Pacoro, hijo de Orodes, invadió Siria y
Palestina en el 40 a.C. Parece claro que la política de los partos era la
de formar alianzas con los reyes locales contra los romanos, pero fracasaron,
y, con la muerte de Pacoro en el 38 a.C., en un
combate, la suerte se inclinó a favor de los romanos.
La
invasión de Armenia por Antonio, en el 36 a.C., casi acabó, sin embargo, en
una catástrofe para los romanos, pero la lucha en el Reino parto entre el rey
vasallo de Media y Fraates IV (38-2 a.C., aprox.) permitió a Antonio
recuperar el territorio perdido en Armenia en el 33 a.C. Gracias a la
guerra civil entre Antonio y Octavio, Fraates restableció la dominación parta
sobre Media y se garantizó un rey favorable a los partos en Armenia. Pero la
fatalidad de la dominación parta y los intentos de los parientes del rey de
usurpar el trono no permitieron descanso alguno a Fraates, que durante algunos
años tuvo que combatir contra Tirídates, que acuñó
monedas durante cinco años aproximadamente (30-25 a.C.). La llegada de
Augusto trajo la paz y un aumento de la influencia romana en el Próximo
Oriente. Lo que no habían conseguido las armas romanas, lo consiguió la
diplomacia romana, y los dos siglos siguientes asistieron al predominio romano
en toda aquella área, aunque los romanos nunca lograron tomar y mantener la
Mesopotamia.
La astuta
intervención de Roma en los asuntos internos partos fue acompañada del
incremento del poder de la nobleza en el Reino parto, organizada en un consejo
que frecuentemente se oponía o amonestaba al rey. No debe olvidarse que la
totalidad del territorio directamente gobernado por el monarca parto no era
grande (la Partía propiamente dicha y las partes centrales de Irán y Mesapotamia, probablemente poco más de lo controlado por
los Seléucidas en la época de la primera íevuelta arsácida). Existían todavía ciudades semiautónomas
de fundación seléucida en el Reino del gran rey, siendo la más importante de
ellas Seleucia del Tigris. Los estados vasallos del Oeste, como Osroene (Edessa), Gordiena, Adiabena, en la Me- sopotamia septentrional, y Mesena o Caracena y Elimea, en el Sur, probablemente tenían
tratados con la Partía, mientras ios reyes de
Armenia, de Media y de Pérside luchaban frecuente- mnte contra el rey de reyes parto. Había, sin duda, varios
reyes en el Reino .parto; pero el soberano arsácida no merecía,
frecuentemente, el grandioso título de rey de todos ellos.
Por
último, podemos preguntarnos por qué las fuentes griegas referentes a los
partos no se han conservado. Arriano escribió una historia de la Partia y
conocemos obras de Apolodoro de Artemita y de un
autor desconocido, que fue la fuente de los fragmentos de Trogo.
Así, pues, existieron escritos acerca de los partos, por lo menos en lo que se
refiere al período que llega hasta la muerte de Mitrídates II. No
sobrevivieron, probablemente, porque nadie estaba interesado por ellos.
Posiblemente el idioma griego iba perdiéndose en Oriente, mientras en
Occidente todo iba centrándose en Roma. En cuanto a los escritores latinos,
sólo la rivalidad parto-romana interesaba a sus lectores romanos. La división
del mundo era un dogma aceptado y, como se ha dicho ya, se mantendría durante
mucho tiempo.
La
búsqueda de las fronteras naturales del Imperio
Durante
nueve años no se organizó ninguna operación contra los montañeses de los
Alpes; pero en el 6, P. Sitio Nerva, que gobernaba en Ilírico y había adquirido
contra los cántabros experiencia en la guerra de montaña, pacificó los valles
alpestres entre el lago de Garda y la Venecia JuliaEstas operaciones eran el preludio de una vasta
ofensiva destinada a penetrar, por el Sur y por el Oeste, simultáneamente, en
la región de los Alpes centrales. En el 15 a.C., Druso remontó el valle
del Odigio y, siguiendo la ruta de Brennero, alcanzó el valle del Inn.
Otra columna, a las órdenes de Tiberio, remontaba el valle del Rhin con el fin de unirse a la de Druso. La batalla
decisiva contra los montañeses de Vindelicia tuvo
lugar a orillas del lago de Constanza en el 15 a.C., en una fecha tal vez
elegida a propósito por su importancia en el calendario dinástico: el 1 de
agosto, aniversario de la toma de Alejandría. Esta victoria permitió a Augusto
crear dos nuevas provincias: la de Retía y la de Nórico.
La Retía comprendía, además de Vindelicia, que
dependía de ella, la Suiza oriental, el. Tirol del Norte y el sur de Baviera.
La de Nórico, un antiguo reino vasallo, se extendía
entre la Retía y el Danubio. Eftas dos provincias
constituían un bastión que protegía las vías de acceso hacia Italia.
La
ocupación de los Alpes había llevado a las legiones hasta las orillas del
Danubio, desde su nacimiento hasta Viena. Era tentadora la idea de unir aquella
región con los límites de la Macedonia y establecer un camino más corto y más
seguro que la vía ordinaria, la Via Egnatia, que
implicaba la travesía del Adriático entre Bríndisi y Apolonia. Por otra parte,
resultaría posible dominar más firmemente, tomándolos por la espalda, a los
países montañosos, en rebelión perpetua, entre el Danubio y la costa dálmata. A
este doble objetivo responde la guerra de Panonia, dirigida por Agripa, y
Tiberio entre el 13 y el 9 antes de Cristo, y que terminó en la creación de la
provincia de Panonia (la actual Hungría occidental) y de la provincia de Mesia
(entre la desembocadura del Drave y el mar Negro).
Protegida
Italia por la ocupación de las rutas alpestres de un extremo al otro,
aseguradas más firmemente las comunicaciones con el Oriente y fuertemente
consolidada la bisagra del Imperio, quedaba, sin embargo, una amenaza, la que
los germanos representaban para la Galia. César había llevado a cabo algunas
incursiones de intimidación y, durante toda la primera parte del reinado de
Augusto, no hubo más que algunas escaramuzas, limitándose las legiones a
vigilar el Rhin. En el 16, sin embargo, los germanos
se mostraron más agresivos y alcanzaron un triunfo sobre el legado M. Lolio,
que fue derrotado en territorio romano por los usípetos y los tenctetos. ¿Es ésta la razón por la que
Augusto, cuatro años después, organizaba una operación de gran envergadura
contra la Germania bajo la dirección de Druso? Quizá los éxitos alcanzados en
Panonia animaron al príncipe a intentar un nuevo «salto hacia adelante» y a
acortar la frontera, estableciéndola sobre la línea del Elba y, desde allí,
hasta Viena.
Druso
logró importantes triunfos. En el 9 había llegado al Elba, cuando murió en un
accidente de caballo. Tiberio se hizo cargo de la dirección de la guerra y,
tres años después, toda la Germania estaba conquistada. Se elevó un altar a
Roma y a Augusto en Colonia, en el país de los ubios.
Sin
embargo, aquella provincia de Germania iba a ser efímera. El mundo germánico no
estaba sometido. Una tribu del valle del Mein, los marcomanos, había emigrado
bajo el mando de su jefe Maroboduo y se había
instalado en el valle del curso medio del Elba, en Bohemia. El Reino de Maroboduo había prosperado rápidamente hasta el punto de
constituir muy pronto una amenaza. Así pudo comprobarlo L. Domicio Ahenobarbo con ocasión de un reconocimiento de fuerza
llevado a cabo a partir de la línea del Danubio (8-7 a.C.). Tiberio, diez años
después, en el 6 a.C., intentaría cercar el Reino de Maroboduo mediante una maniobra análoga a la que había tenido éxito contra Panonia. Había
reunido a orillas del Danubio doce legiones y, por su parte, el ejército del Rhin, mandado por C. Sentio Saturnino debía marchar en dirección a la Bohemia, cuando se produjo la
sublevación del Ilírico. Tiberio tuvo la oportunidad de concertar rápidamente
una paz con Maroboduo, que aceptó el título de amigo
del pueblo romano a cambio de una completa independencia de hecho. Así, pudo
utilizar todas sus fuerzas contra los rebeldes. Pero la guerra contra éstos se
prolongó durante tres años. La propia Italia se vio amenazada. El plan de
Augusto, tan prudente, para asegurar su protección parecía haber fracasado.
Finalmente, la paciencia de Tiberio acabó superando todas las dificultades, y
los rebeldes fueron vencidos en el 9 d.C. Al fin, podía parecer llegado el
momento de reanudar la conquista de la Bohemia, pero aquel mismo año se produjo
el desastre de Varo, cuyas legiones fueron aniquiladas por Arminio, un jefe cherusco hasta entonces al servicio de Roma, en el bosque
de Teutoburgo (¿región de Osnabrück?). Este desastre,
en el que perecieron tres legiones y tropas auxiliares, quizá veinte mil
hombres en total, hizo imposible el mantenimiento de las legiones en la orilla
derecha del Rhin. Augusto tuvo que renunciar a la
frontera «corta» del Elba, y Roma se instaló, como pudo, en la línea del Rhin.
Esta fue
la política de Augusto en Occidente. En Oriente el príncipe renunció desde’ muy
pronto a proseguir los proyectos de César y los sueños de Antonio, a pesar de
la presión de una opinión pública que no podía olvidar la humillación de Carres.
Para borrar su recuerdo, mal que bien, Augusto consignó tras largas
negociaciones que le restituyesen las banderas tomadas en el campo de batalla y
los prisioneros, que habían acabado por instalarse en el país viviendo a la
manera pasta. Las negociaciones fueron apoyadas por una expedición, mandada por
Tiberio, contra Armenia, donde fue asentado un príncipe vasallo. Pero Augusto
declaró en aquella ocasión que el Imperio había «alcanzado sus límites
naturales» y que no convenía ir más allá. Mas incluso este pobre consuelo no
tardó en mostrarse vano. Las tropas romanas al servicio del nuevo rey fueron
expulsadas del país y, en el año 1 a.C., Augusto encomendó al mayor de sus
nietos, Gayo, el restablecimiento de la influencia romana en Armenia. En el cutso de aquella campaña murió el joven príncipe, a la edad
de veinte años. Al mismo tiempo, se derrumbaba el protectorado romano sobre
Armenia.
EL «SIGLO
DE AUGUSTO»
El
reinado de Augusto está considerado generalmente, y con justicia, como el
apogeo de la cultura romana, aunque el del Imperio se sitúe en el tiempo de los
Antoninos. Este juicio es debido, sobre todo, al magnífico florecimiento de
poetas que Roma conoció durante la segunda mitad del último siglo a.C.,
pero conviene señalar que las principales obras de Virgilio, de Tibulo, de Horacio, aparecieron durante el período de la
guerra civil o en los primeros años del reinado, es decir, que Augusto y
Mecenas no ejercieron sobre aquel florecimiento literario una influencia
predominante. No fueron la causa de él, pero supieron aprovechar lo que los
escritores aportaban a su tiempo para exaltar su propia gloria. Es cierto que
Virgilio aparece, desde luego, como el «cantor» de Augusto y del nuevo régimen,
y que Horacio compuso odas en honor del vencedor de Áccio.
Pero de esto se ha concluido, demasiado ligeramente, que se trataba de una
poesía cortesana, al servicio del poder. La realidad es mucho más compleja.
El
período ciceroniano había conocido una literatura de la libertad. La gran
poesía augustiana sigue el mismo camino, pero la
libertad de que se trata ya no es, en absoluto, la misma, sino la que al
espíritu del hombre puede facilitar una autoridad fuerte, que garantice la
calma y las buenas leyes. La influencia del epicureísmo domina. No es casual
que Horacio fuese un epicúreo declarado, que Virgilio fuese discípulo del
filósofo Sirón, el cual tenía una escuela epicúrea en Nápoles (quizás en la
región de Posilípo, y cuyo nombre, «El fin del
pesar», es como un programa de ataraxia). Mecenas, el protector de los poetas,
es también epicúreo, como lo es Varo, autor de un poema «Sobre la Muerte».
¡Extraña circunstancia para una doctrina que, en otro tiempo, proclamaba sus
reservas acerca de los poetas! El ambiente espiritual romano ha sido más fuerte
que la ortodoxia. Podrá sorprender también que la época de Augusto, en la que,
según se nos dice, el príncipe se esforzaba por restablecer la piedad respecto
a los dioses de Roma, haya sido al mismo tiempo el gran siglo del epicureísmo,
pero sorprenderse de ello es dejarse engañar por las palabras. La pistas de
Augusto así celebrada es la que le inspiró la inflexible voluntad de vengar a
su padre asesinado; si se restauran los santuarios, es porque el cumplimiento
de los deberes religiosos tradicionales tiene un efecto inmediato (y esto no lo
niegan los epicúreos): es justo rendir a los dioses el culto que se les ha
rendido siempre, porque esto ordena los espíritus de la muchedumbre,
inspirándoles pensamientos «divinos» de serenidad y de prudencia. Y, además,
Roma ha sido grande en la época en que honraba a sus dioses; para levantarla
hasta el lugar que ha ocupado, es prudente devolverle su antigua religión. Los
epicúreos no niegan la existencia de los dioses; sólo dicen que se les
comprende mal haciéndoles objeto de supersticiones perjudiciales. Pero
precisamente la religión oficial, por las reglas que impone, porque descarga a
la conciencia individual de sus responsabilidades respecto a lo sagrado, ofrece
una solución totalmente satisfactoria para los espíritus —y para el príncipe.
Esto permite, sin duda, explicar la desconfianza de Augusto ante los cultos
extranjeros, generadores de anarquía y de perturbación lo cual se halla de
acuerdo con la política del Senado en la época del asunto de las bacanales.
Ciertamente,
el epicureísmo, el sentido de la vida interior, el deseo de recuperar la paz
tras la anarquía no explican toda la literatura de la época de Augusto, pero
explican, al menos, una buena parte de las Odas, de Horacio, y también de las
Geórgicas, de Virgilio. Al mismo tiempo, los poetas, porque son romanos, no
pueden escapar totalmente al sentido de su responsabilidad ante la ciudad. En
las Bucólicas, Virgilio, que al principio parecía haberse preocupado de
trasladar al latín el arte de Teócrito, se encuentra, tal vez a su pesar,
comprometido en la vida política. Débase a una razón personal (había perdido
sus posesiones familiares de Mantua con motivo de la atribución de las tierras
a los veteranos de Filipos) o sólo a que el problema de las expulsiones en el
campo era entonces el gran drama, el que desembocaría en la guerra de Perusa,
la realidad es que el protagonista de aquellos diálogos rústicos será, no un
pastor armonioso, un cabrero sin más fiador que él mismo, como en Teócrito,
sino un campesino italiano, y la figura inolvidable de aquellos poemas es Títiro, símbolo de aquellas gentes sencillas que soportaban
el peso de la discordia civil.
Roma se
encuentra a sí misma tanto en los poetas de la época de Augusto como en la obra
de Tito Livio. Virgilio tuvo la audacia de crear voluntariamente el gran mito
en que Roma podría contemplar o, más bien, descubrir su imagen,
recomponiéndola. Sin duda por eso, la cumbre de aquella literatura es la
revelación hecha por Anquises a Eneas en el libro VI de la Eneida. Allí, todas
las creencias, todas las filosofías heredadas del mundo griego y de la
tradición itálica convergen para ofrecer una fe. Una inmensa síntesis comienza:
la que reconcilia
Roma se
encuentra a sí misma tanto en los poetas de la época de Augusto como en la obra
de Tito Livio. Virgilio tuvo la audacia de crear voluntariamente el gran mito
en que Roma podría contemplar o, más bien, descubrir su imagen,
recomponiéndola. Sin duda por eso, la cumbre de aquella literatura es la
revelación hecha por Anquises a Eneas en el libro VI de la Eneida. Allí, todas
las creencias, todas las filosofías heredadas del mundo griego y de la
tradición itálica convergen para ofrecer una fe. Una inmensa síntesis comienza:
la que reconcilia en torno a Augusto a los italianos todavía desgarrados por la
guerra de los aliados, a los orientales indecisos entre los diferentes partidos
que los han envuelto a la fuerza en su querella y que, para sus propios fines,
han agotado los recursos de aquellas gentes. Es notable que el siglo de Augusto
haya sido el gran siglo de la poesía romana, porque sólo la poesía podía
llegar tan profundamente a las conciencias y obrar el milagro que los
políticos y los jefes del ejército no habían podido conseguir.
|