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EL EVANGELIO DE CRISTO SEGÚN SAN PABLO

 

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La gentilidad desconoció a Dios

 

Pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres, de los que en su justicia a aprisionan la verdad con la injusticia.

 

Entramos en el templo vivo de la sabiduría divina, derramada en los hombres, tal cual se dispuso al Principio de la Creación de los Cielos y la Tierra, antes de la Caída de Adán, y por las circunstancias de la Traición de una parte de la Casa De Yavé desplazada hasta la Plenitud de los Tiempos. Así es, en ninguna cabeza cabía que una criatura se atreviese a alzarse en guerra contra su Creador. Pero así fue. La Palabra es, sin embargo, la Roca sobre cuya indestructibilidad ha forjado Dios su Reino, de manera que diciendo: “Hagamos al Hombre a nuestra imagen y semejanza”, es decir, hijo de Dios, y siendo Adán la cabeza de ese Hombre, hasta que el Universo entero alcanzase esa Forma nada ni nadie podría impedir que la Voluntad de Dios se realizase, aún cuando el propio Hijo Unigénito de Dios tuviese que bajar al Infierno a rescatar al Hombre de su Castigo por adhesión a los planes malignos del Diablo. Ahora bien, esta adhesión por la que el Hombre se ganó la condena y su expulsión del Paraíso, no fue ejecutada con pleno conocimiento de causa, según vino a demostrar nuestro Padre, Cristo, sino que el Diablo se sirvió de la ignorancia de Adán respecto a sus planes malignos para empujarnos a todos lejos de la Obediencia al Espíritu Santo. Es decir, desde el Principio Dios le ha manifestado al Género Humano, de muchas formas y en muchas lenguas, la posición de su Justicia sobre quien negando Su existencia anula la Ley Universal para imponer la suya propia, abriendo de esta manera un agujero negro en el seno del Universo, puerta que da directamente a su destrucción y conduce a los transgresores al suicidio eterno. Obviamente la posición desde la que los hijos de Dios de la Plenitud de las Naciones observamos y vivimos la Justicia Divina frente a la injusticia humana está fundada en la experiencia. En el espíritu y en la experiencia. Por el Espíritu sabemos sin necesidad de vivirlo que el fin de todo Reino dividido en sí mismo es la destrucción. Por la Experiencia lo sabemos porque lo hemos vivido y lo estamos viviendo en las carnes de nuestro mundo: la injusticia de quienes odian la Justicia de Dios se viste de ciencia para, negando la existencia de Dios, imponer su ley de opresión y esclavitud de los pueblos. La sentencia divina contra quienes niegan la existencia de Dios, permitiendo en el Universo la instauración de un régimen infernal es, ciertamente, conocida. Su fin, como se ha visto en los últimos tiempos, es la caída; lo cual no quiere decir que, enloquecidas por la negación de Dios, otras naciones sigan persistiendo en el camino que las conduce a la ruina. No hay más Justicia Divina, en efecto, eterna y perfecta, que la de Dios, por la cual todos somos hermanos y todo nos pertenece a todos. Desde este Principio de Igualdad todas las cosas están sujetas a la satisfacción de la necesidad de toda la Familia Humana, siendo un delito contra la Humanidad la Propiedad sobre lo que es de Dios, Único Señor de todos los bienes de la Tierra.

 

En efecto, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó;

 

Todas las religiones de todos los tiempos y lugares conocieron lo cognoscible de Dios: su todopoder y omnipotencia. Los archivos de las civilizaciones, perdidas o muertas, y de las que aún persisten, bien en sus sistemas idolátricos bien en sus monoteísmos a la carta, dan testimonio de la cognoscible de Dios: su eterno Poder y su infinita Sabiduría. Aún la religión de la Ciencia, el ateísmo científico, declara con su Razón que tales son los atributos naturales cognoscibles de Dios. Es, pues, universal el conocimiento de lo cognoscible de Dios, que se manifiesta en la Naturaleza a la manera que la savia forma parte del árbol y lo alimenta. Y es que la Idea de Dios en tanto que Ser Supremo, Gran Espíritu, Dios de dioses, Creador del Cielo y la Tierra le es innato a todos los pueblos desde los orígenes del ser humano. Negar esto es negar la Historia del Hombre. Entrar en la polémica sobre la relación entre esa Idea y el comportamiento del Género Humano tras la Caída de la Primera Civilización es un debate que se incluye en la Teología del Cristianismo; hacerlo desde una Antropología de la Sociedad es falsificar la Naturaleza del Universo. El efecto de esta manipulación esquizofrénica de los Orígenes del Mundo -poner donde una vez hubo un Paraíso... un Infierno- ya ha campeado alegre por el siglo XX. No es que no lo hiciera antes, lo que pasó es que en el siglo XX el árbol de la ciencia del bien y del mal extendió sus ramas a la Plenitud de las Naciones de la Tierra. Todas conocían lo cognoscible de Dios, empero todas caminaron hacia el campo de batalla de Gog y Magog.

 

Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables...

 

La Historia de las Civilizaciones habla por sí sola sobre la relación entre la Idea de Dios y los Orígenes del Mundo. La falsificación esquizoide del ateísmo científico -tocando el tema de la naturaleza religiosa de los primeros pueblos del Género Humano- es un clásico a estas alturas. Nada más contrario a la verdadera línea del tiempo evolutivo de las sociedades humanas que esa serpiente venenosa que, para explicar la conducta criminal de las naciones, la ciencia puso por útero y placenta en la que se criara el ser humano. Desplazar la línea filogenética humana desde el Homo Sapiens al Simio Antropos y de éste al Anfibio sólo podía complacer a la Serpiente del Edén, pero en ningún caso reflejar la verdadera línea que siguiera la Vida en la Tierra desde el Barro a aquél hijo de Dios llamado Adán.

 

Por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios.

Lo inexcusable al término del párrafo anterior procede de la relación entre el hombre y su conducta. Es de derecho y ley que el Apóstol se refiere a quien conociendo a Dios se alza contra su Reino. Pues de no ser así San Pablo estaría condenando a Cristo por excusar en la ignorancia de Adán los crímenes de todos aquéllos que en su Sangre encontraron el Perdón, es decir, todos nosotros. En lo demás, su afirmación es tan verdadera y cierta como que todos los días sale el sol. Conociendo la existencia de un Dios de dioses, Creador del Cielo y de la Tierra, todos los pueblos se abandonaron a los razonamientos tortuosos que proceden de la experiencia solamente. Pero si la experiencia es la madre de la ciencia, la ciencia no es la madre del hombre; es la religión. Mas como el hombre deja por su mujer a sus padres, así la ciencia a la religión, con la variante errónea de poner en el horizonte del hombre una bestia donde la Naturaleza puso un hijo de Dios. La sabiduría de esta bestia, así pues, es la consagración de la necedad como cabeza rectora de la Academia de las Ciencias.

 

Y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles.

 

Ayer, muy lejos en el tiempo… Ayer, a la vuelta del milenio que acaba de nacer, los sabios trocaron la imagen del Hombre que el Dios incorruptible concibiera al Principio de la Creación por la de un Superhombre... Ellos -los sabios del siglo XX- sí que son inexcusables pues que conociendo a Dios por las obras de Cristo trocaron la semejanza de Dios en la bestia que eligieron por modelo de conducta.

 

El castigo de la gentilidad

Por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza con la que deshonran sus propios cuerpos