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Saludos a los
fieles de Roma
Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado,
elegido para predicar el evangelio de Dios, que por sus profetas
había prometido en las Santas Escrituras
Y entramos en
materia. El primer punto a considerar será la naturaleza y extensión
de las Santas Escrituras a las que se refiere el Apóstol. Cuando
el Apóstol habla de Santas Escrituras se refiere a unas en concreto.
Pero nosotros sabemos que la historia del mundo ha visto circular
escrituras sagradas de muchos tipos y clases. El mundo entero
está lleno de sagradas escrituras. El número y los nombres no
vienen a cuento. Lo importante es que se deduce de lo que se ve
que aquí cada cual es libre para inventarse las que él quiera.
No es nada nuevo ni revolucionario pero es algo que funciona.
Ha funcionado desde siempre y sigue funcionando. Sólo hacer falta
saber escribir, tener imaginación, conocer a la gente para la
que se escribe, publicarlas, y siempre saltará alguien dispuesto
a morir por el nuevo profeta. Es asunto que se toma a broma, máxime
viendo las escrituras sagradas que algunos se inventan y ponen
en alegre circulación. Pero si uno se lo plantea y se para a pensarlo
la risa se le corta al filo de los hechos. ¡Cuántos ríos de sangre
no han hecho circular las santas escrituras de los distintos pueblos
y civilizaciones que han llenado la faz de la Tierra desde la
Caída de Adán hasta nuestros días! Es mejor ni contar las atrocidades
que, engañados por los demonios que un día fueron nuestros dioses,
los pueblos humanos hemos cometido a lo largo de estos últimos
seis mil años pasados. El hecho es que la causa remota para inventarse
unas nuevas sagradas escrituras ha cambiado con los milenios.
Desde la ambición
de poder absoluto de los Antiguos a la pasión por el dinero de
los tiempos modernos ha corrido mucha agua. Si se levantara un
adorador de Marduk o de Zeus de la tumba y viera cómo está hoy
día el panorama religioso... Pero no seamos pesimistas por deporte
ni fatalistas por hobby. Las sagradas escrituras de los demás
no nos interesan ahora, ni las que fueron ni las que son, sólo
y exclusivamente las que para el autor de esta Carta eran Sagradas.
A saber: el Antiguo Testamento, el Nuevo, y ya está.
Esto sentado digamos
que a la altura desde la que San Pablo escribió esta Epístola
podía verse dos realidades converger hacia un punto en el horizonte
del Siglo de Cristo. Una cosa empezaba su camino y la otra lo
acababa. La que lo empezaba lo hacía en el punto donde la otra
acababa el suyo. Una era la Iglesia y la otra era la Biblia. La
Iglesia empezaba su camino y la Biblia terminaba el suyo. El fin
de una cosa era el principio de otra. Cristo Jesús le había arrancado
la Sagrada Escritura de las manos al pueblo que la había escrito
con su sangre, sus sudores y sus lágrimas, y se la entregaba a
otro pueblo que la heredaba al precio de más sudores, más sangre
y más lágrimas. Independientemente de que el pueblo desheredado
se revolviera matando al pueblo que heredaba, cosa natural desde
la lógica de la ignorancia que lo arrastrara a pedir la muerte
para el Hijo de Dios, el hecho es que los Discípulos de Jesucristo,
todos judíos de nacimiento, fueron conscientes del origen de la
violencia del judaísmo contra el cristianismo, le plantaron cara
al tema con la misma firmeza que lo hiciera su Maestro, y vieron
- a raíz de la expulsión de los cristianos de Roma, en el 48 o
el 49 - el encuentro a muerte que se avecinaba entre el Imperio
y el Cristianismo. Tarde o temprano, pero a la vuelta de la esquina,
el Imperio lanzaría todo su poder contra la Nueva Religión. ¿Y
quiénes serían los primeros en caer? Los cristianos de la capital,
por supuesto. A estos mártires de una crónica anticristiana anunciada
le dirigía el más pequeño de todos los apóstoles esta Carta. San
Pablo no le dirigía esta Carta a los alemanes del siglo XVI ni
a los ingleses del siglo tres mil.
El “Pablo, siervo
de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar
el evangelio de Dios, que por sus profetas había prometido en
las Santas Escrituras”, tenía en mente al escribir esta Carta
a los Romanos, y sólo a los Romanos de la generación de los sesenta.
En aquel momento, a dos pasos del Incendio de Roma y de la Primera
Gran Persecución, el siervo de Cristo miraba a los primeros mártires
en masa del mundo cristiano. Como se mira la nieve del invierno
desde el alba del verano, y se huele la lluvia de primavera desde
finales del otoño, el elegido para predicar el evangelio de Dios
le dirigía a una muchedumbre de criaturas al borde de la matanza
sus palabras de fe y esperanza. Como corderos llevados al matadero,
mientras trotaban alegres por las calles a las que volvieron creyendo
haber pasado el temporal, los Romanos eran los destinatarios de
esta Carta, no los feroces protestantes ni sus terribles inquisidores.
Los destinatarios de esta Carta era la muchedumbre de ciudadanos
romanos nacidos para ser próximamente conducidos al matadero de
los circos del Imperio. Y pues que nada ni nadie podía evitar
que se celebrara aquella orgía (que luego los obispos romanos,
herederos de aquel Imperio, quisieron simplificar para salvar
lo que Dios sentenciara: el Imperio Romano) viendo y sufriendo
en sus carnes la matanza San Pablo se abrió y les legó las líneas
maestras de su evangelio.
Acerca de su Hijo, nacido de la descendencia de David,
según la carne, Constituido Hijo de Dios, poderoso según el espíritu
de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos,
Jesucristo nuestro Señor.
Si todos los hombres
fuéramos ignorantes no habría ni un solo sabio. Si todos fuésemos
sabios no habría ningún ignorante. Si no hubiera ningún ignorante
no cabría la posibilidad de la manipulación de unos por otros.
La meta de la Sabiduría, por consiguiente, es la extinción de
la ignorancia.
En este campo
la ignorancia de Adán era la inocencia del niño que ignora el
pasado del mundo que le rodea y mira su futuro desde la filosofía
del soñador que ve el mundo desde su infantil romanticismo. El
hecho de volver a nacer significa rescatar la inocencia original
sin la ignorancia que le permite al otro manipular nuestra inteligencia.
Volver a nacer es volver a empezar con la experiencia de quien
por el mundo ya ha sido aniquilado interiormente. Volver a nacer
es heredar la posibilidad de empezar el camino de la vida de nuevo,
pero no desnudo como en la primera ocasión, sino vestido con las
armas que da el conocimiento. Volver a nacer a la verdadera Realidad
que llena el cosmos es verse el rostro en un nuevo espejo, vivo,
cuyo reflejo nos muestra al hijo de Dios que está en nosotros
y contra quien el mundo se alzó para crucificarlo. Mejor que nadie
el Pablo que había vivido en sus carnes la experiencia vivificante
sin la cual no hay creación a la imagen y semejanza de Dios, ese
Saulo de Tarso sabía por experiencia propia qué significa volver
a nacer.
Se vuelve a nacer,
pues, al conocimiento de Dios, que era el conocimiento al que
estábamos muertos. Desde este conocimiento aquel que antes perseguía
al Hijo de David después le servía sin ningún complejo, sabiendo
mejor que nadie que sólo por eso se merecía la misma pena de muerte,
que él pidiera para los que fueron lo que él era ahora. Si antes
dije que este criminal a los ojos de los que antes fueron los
suyos les hablaba a los Romanos para fortalecer su ánimo y su
fe el día antes de la Gran Matanza de los inocentes. Ahora digo
que quien escribió esta Carta fue alguien que volvió a nacer en
razón del Poder heredado por Aquel que Resucitó.
Saulo de Tarso
NO volvió a nacer fruto de la predicación de hombre alguno, con
independencia de su filiación eclesiástica; Saulo de Tarso NO
llegó a la Justicia de Dios partiendo de una cadena de razonamientos
teológicos o filosóficos; Saulo de Tarso NO nació a la Filiación
Divina como resultado del terror a los fuegos del Infierno ni
fruto del que se muere de miedo porque se ha perdido en medio
de una tormenta y hace un voto suicida, meterse en un convento;
Saulo de Tarso llegó al Apostolado NO por remordimiento de conciencia
siquiera; Saulo de Tarso llegó a ser hijo de Dios en razón del
Poder de Quien había Resucitado. De manera que si ya antes de
Nacer era poderoso por ser quien El era, después de su Resurrección
su Poder se vio multiplicado. Por este Poder se realizó lo que
le era imposible a los hombres hacer, que Saulo se hiciera cristiano.
Un Poder de hacer santos a los criminales que, como dice el propio
Pablo, heredó el Hijo de Dios después de la resurrección:
Poderoso en el espíritu de Santidad a partir de la
resurrección de los muertos. Por el cual hemos recibido la gracia
y el apostolado para promover la obediencia a la fe, para gloria
de su nombre en todas las naciones.
Pero si, como
dicen algunos, especialmente los ortodoxos, el Espíritu Santo
no procede del Hijo, naturalmente San Pablo está mintiendo en
este versículo. Pero si el Espíritu Santo sí procede del Padre
y del Hijo en este caso San Pablo no es ningún mentiroso. De manera
que o bien mienten los ortodoxos al llamar Santo a Pablo o mienten
los católicos al decir que el espíritu santo del apostolado le
fue concedido a los Apóstoles por Jesucristo. Quiero decir, quien
no lo tiene no puede conceder lo que no posee. Y, ciertamente,
a nadie jamás se le ha ocurrido llamar santo a Jesús. Nunca. Ni
existe un San Cristo a la manera que existen miles de santos,
San Pancomio, San Leonardo, San Buenaventura, San Pancracio… San
Pedro y San Pablo... El hecho de no aplicársele al Señor la santidad
que se les aplica a sus siervos se entiende desde el mundo ortodoxo
a la luz del Filoque. Mas desde esta misma luz que los siervos
sean santos y no lo sea el Señor, si a nadie le choca, a mí, personalmente,
me parece una manipulación letal de la verdad.
El Pablo que firmara
esta Epístola no lo duda: Poderoso en el espíritu de santidad…
por el que hemos recibido el apostolado. ¿Está hablando del mismo
que resucitó? Si lo está entonces el que eligió es el que santificó.
Dijo de sí mismo Jesús que su Padre lo santificó dándole a conocer
su Palabra. De donde se entiende que haciendo con sus Apóstoles
lo mismo que Su Padre hizo con El no hay manera de seguir sosteniendo
la negación al Filoque, es decir, que el Espíritu Santo procede
del Padre, y por la gracia del Hijo, devenido poderoso en el espíritu
de santidad después de su Resurrección, se comunica a todos los
hombres.
Entre los cuales os contáis también vosotros, los
llamados de Jesucristo
Y otra vez, el
que llama y el que hace santos es el mismo, para gloria de su
nombre en todas las naciones. Ahora bien, si alguno no
es llamado por Jesucristo, sino por el Padre directamente,
sin mediación del Hijo, en ese caso ¿para qué envió Dios a su
Hijo? ¿Para hacer gala de una crueldad inhumana al ver cómo le
crucificaban? Al quitar de en medio al Hijo y apartarlo de la
relación directa entre el Altísimo y el hombre, el patriarcado
ortodoxo pecó de orgullo al no creer necesaria la elección del
Hijo para acceder al sacerdocio. Y sin embargo el Hijo es el que
llama y es el que concede la gracia del apostolado, el
que derrama su Espíritu Santo sobre los elegidos. A no ser que
alguien no tenga el espíritu de Cristo. Negar que quien pertenece
a Cristo recibe de Cristo su espíritu es negarse a aceptar la
gloria que el Padre le diera al Hijo. Así que ¿por qué no eligió
a un griego para ser crucificado en lugar de darle la gloria a
quien sumándole esta a la que tenía sólo podía ser igualada a
la del Dios que lo enviara? Siendo Jesús el Cristo, y Cristo la
Encarnación viva del Espíritu Santo del Padre, que estaba en el
Hijo, por quien por Obra y Gracia del Espíritu Santo del Padre
fue engendrado ¿cómo el Espíritu Santo que le es concedido a los
llamados de Jesucristo para promover la fe en todas las naciones
no va a proceder del Hijo? Pero si alguno es llamado al sacerdocio
por el emperador, o por el rey tal o cual, o ha comprado el Oficio,
ése no es de los llamados de Jesucristo. A no ser, claro está,
que el Espíritu Santo se compre y se venda al mejor postor, en
cuyo caso el amor del que ama al hombre que ha de nacer de las
cenizas del que ha de morir no tenga parte ni entre a consideración.
A todos los amados de Dios, llamados santos, que estáis
en Roma, la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y
del Señor Jesucristo.
Pero Dios sólo
ama a los que viven en la Fe de Cristo. Y no se puede vivir en
la Fe de Cristo si no se tiene el Espíritu de Cristo. ¿Y cómo
se tendrá el espíritu de Cristo si no es la fuente eterna el propio
Cristo? Pero si no se tiene el espíritu de Cristo no se es de
Cristo. Luego el Espíritu Santo que se encarnó en Cristo ¿cómo
podrá proceder del Padre sólo y no del Hijo? Es obvio que quien
alcanza el apostolado comprando el oficio o vendiendo su alma
al diablo, es lógico que afirme que el espíritu de Cristo y el
Espíritu Santo del Padre no tengan nada que ver con el Espíritu
del Hijo. En este caso quien así se manifiesta no puede afirmar
ser cristiano y serlo negando que el espíritu de Cristo proceda
del Hijo, que es Cristo. ¿Quién si no llamó a Saulo de Tarso al
apostolado? ¿Y el que llama no es el que da? ¿Para qué murió entonces
el Hijo?
Los Romanos a
los que Pablo dirigía esta Carta lo tenían tan claro como el que
se la mandaba. No pudiendo mantenerse ninguna criatura de pie
ante la presencia de Dios nos envió Dios a su Hijo para hacer
lo imposible, que el Amor no sólo nos levante sino que nos haga
correr a sus brazos clamando, en palabras del Apóstol: Abba, Padre.
Al parecer los Griegos, herederos de la Hélade, padres de la Filosofía
y de la Cultura Clásica, no necesitaban este milagro; los Griegos
se sobraban solos para mantenerse de pie ante Dios y mirarle a
la cara sin complejo de ninguna clase. Aunque claro, si el Espíritu
Santo y el espíritu de Cristo son la misma y sola cosa y sin embargo
ellos no recibían el espíritu santo del Hijo, ¿de quién recibe
el espíritu la Ortodoxia?
Los Romanos a
los que Pablo dirigió esta Carta sólo sabían una cosa, que el
espíritu de Cristo y el Espíritu Santo son una sola y misma cosa.
Y siendo una sola cosa sólo tiene una sola voluntad
Pablo deseó mucho
venir a Roma
Ante todo doy gracias a mi Dios por Jesucristo, por
todos vosotros, de que vuestra fe es celebrada en todo el mundo.
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