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LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLOSEGUNDA PARTESobre la Interpretación de la Biblia
La interpretación natural de esta profecía se tradujo
en carne en el cuerpo del Segundo Milenio de la Primera Era de
Cristo, que nació con la División de las iglesias de Oriente y
Occidente y acabó enfrentando a Oriente y Occidente en el campo
de batalla de la Segunda Guerra Mundial, a cuya guerra dio fin
la Edad Atómica (con el fuego que descenderá del cielo).
No todos en la actualidad -siglo XXI- parecen estar
de acuerdo con esta interpretación de la última profecía de Jesús.
Algunos herederos de la Reforma incluso creen y enseñan que ese
Milenio Apocalíptico acaba de nacer.
Sin entrar en la polémica pero sin darle la espalda,
el hecho es que el futuro que tales falsos profetas le dibujan
a este Tercer Milenio no parece que vaya a diferenciarse en nada
del Milenio que murió. Pues o bien la profecía es falsa y por
tanto su Autor es un farsante, cosa que a nadie le cabe en la
cabeza, que el Hijo de Dios sea un farsante, y el Milenio de la
profecía no ha hecho sino empezar; o bien Jesús es Veraz, Verídico,
y el Milenio de la Profecía acaba de terminar.
Independientemente de la opinión de cada cual sobre
este particular, hay cosas que son universales y su negación sólo
puede hacerse al precio de renunciar a la salud de la inteligencia.
Una de esas cosas innegables es que Jesucristo nos descubrió que
no sólo el género humano sino la creación entera, incluido nuestro
Creador, fuimos empujados a participar en ese Conflicto, por llamarlo
de alguna forma: Cósmico. Y que, la suerte de este Conflicto Cósmico
la tuvo Dios en sus labios, de cuya última palabra dependía el
futuro de nuestro mundo en especial y el de su Reino en general.
Y Dios habló; y su última palabra al respecto fue
un No a la pretensión de esa verdad artificial que quiso transformar
su Reino en un Olimpo de dioses más allá de la ley, y un Sí a
esa Verdad Natural que se expande y le comunica a todos los hijos
de Dios su vocación de vida eterna. Y esto es lo que vino a decirnos
Jesucristo.
Pero hablar por hablar no basta. Así que pensando
en acabar con las causas de aquel conflicto histórico-cósmico
Dios le dio una nueva forma a su Reino. Y configuró la Unidad
de todos los Pueblos a su Corona sobre la base de la Obediencia
a su Palabra. Y no sobre la base de una obediencia cualquiera;
no. La basó en la Obediencia que nace de la Fe.
Pero no de esa fe que es conocimiento de la existencia
de Dios, que se funda en las pruebas y que el propio Universo
y la Historia le ofrecen al hombre. Pues dos son las realidades
objetivas que dan testimonio de la existencia de Dios: el Universo
y la Historia. No, en este tipo de fe no fundó Dios la Obediencia
sobre la que quiso levantar la Unidad de su Reino; Dios fundó
esa Obediencia en la Fe que nace del espíritu.
Y el espíritu es Dios, y Dios es Amor. En fin, en
boca de su Hijo su Palabra fue: “Todo Reino en Sí dividido será
desolado, y toda Ciudad o Casa en Sí dividida no subsistirá”.
De donde se ve que siendo el Cristianismo el Reino,
la Ciudad y la Casa de Dios en la Tierra no hay que ser muy listos
para comprender el alcance de los devastadores efectos que la
División de las iglesias había de provocar a lo largo y ancho
de los siglos. Tanto más perniciosos los efectos cuanto al haber
determinado Dios emplear el Cristianismo como plataforma civilizadora,
al dividirse las iglesias le restaban a su Señor fuerzas para
llevar su Reino hasta los confines del mundo.
Pero la Historia del Nacimiento y Crecimiento del
Cristianismo no es objeto de este Debate. La necesidad de implicarla
en el Debate surge a tenor de la transformación de una discusión
teológica en doctrina de justificación para la guerra fratricida
que el Protestantismo le declaró al Catolicismo, y de la cual
surgió la división de Europa en Norte y Sur.
Hay que decir, tratando el asunto de toda guerra
fratricida, que afirmar que Caín fuera justificado por su ignorancia
sobre las fuerzas en las que se vio atrapado no es nada nuevo.
Afinar el pensamiento y descubrir en qué punto estaba equivocado
Caín sí es algo novedoso.
La culpa del padre de Caín en la tragedia que arrastró
a su mundo al pecado es un hecho teológico ampliamente sabido.
Por fuerza, pues, había el padre de asumir responsabilidad en
el crimen de su hijo.
Más que de hecho por derecho, el propio Dios reconoció
la culpa de Adán en el fratricidio de Caín al alzarse como defensor
suyo contra quien se atreviera a vengar la muerte de Abel: “Si
alguien matare a Caín, siete veces será vengado” le juró. Juicio
del que -ajustando la doctrina protestante sobre la predestinación
al caso Caín- se podría concluir afirmando que el mismo Dios que
lloró la muerte de Abel y sentenció el delito diciendo: “Maldita
será la tierra por haber abierto su boca para recibir de mano
tuya la sangre de tu hermano. Cuando la labres, no te dará sus
frutos, y andarás por ella fugitivo y errante”; este mismo Juez
se alza al instante como si no hubiese pasado nada y jura que
vengará la muerte del fratricida hasta siete veces. De lo cual
podría decirse que para no condenarse a sí mismo Dios limitó la
pena de muerte que se merecía el crimen a una condena sujeta a
un factor desgravante.
Apariencia y nada más, por supuesto. Puede que desde
la teología protestante esta causa desgravante tuviera por sentido
borrar las huellas del Dios que predestinó a Abel a morir y a
Caín a matarlo. Según Calvino y Lutero: semejante al Poncio Pilatos
que se lavó las manos, Dios llevó a los actores al campo, condenó
a muerte a Abel y a Caín a cumplir la sentencia. E inmediatamente
sentenció a Caín a vagar fugitivo y errante, aminorando la pena
de muerte con la que el delito estaba penado.
¿No se reconocía Dios como la causa motora del crimen
-se preguntó y se respondió afirmativamente el protestantismo-
al jurarle al asesino que El mismo vengaría su muerte, hasta siete
veces incluso?
¡Como si el hombre fuera un guiñol y Dios un titiritero
infernal!
Inútil, sin embargo, seguir por esta vía maléfica
típica de un Calvino ignorante. La causa desgravante en la sentencia
contra el crimen de Caín estaba en la ignorancia de Adán. Que
nosotros podemos analizar con más cabeza. Tengamos en cuenta que
para nosotros muchas cosas son obvias, como el que Dios hiciera
la Promesa de la Venganza contra la Serpiente mirando al horizonte
de los milenios. Aquellos a los que les competía el acontecimiento
y eran los actores del mismo tenían que ver las cosas desde la
cercanía de los hechos. De lo cual es precisamente prueba el fratricidio.
Caín, creyendo que la Promesa tenía que ver con él
y su hermano, mató a Abel para quedarse solo en el campo de batalla
y ser él el Elegido que se enfrentaría al Diablo y le arrancaría
de la cabeza lo que le pertenecía por herencia, la corona. Una
vez solo, y no teniendo su madre más hijos, obligaba a Dios a
proclamarle el Elegido.
Ignorante de la verdadera naturaleza del Acontecimiento
que provocó la Caída, para ocultar su ignorancia Lutero, Calvino
y la Reforma en general culparon a Dios de ser el verdadero director
del crimen de Caín contra Abel. Rescatando la doctrina del Maniqueísmo
del baúl de los recuerdos.
Negar que hubiera ignorancia de Adán e incluso de
Caín sería como reconocer que los judíos supieron lo que hacían
cuando crucificaron a Cristo, o como creer que Lutero fue consciente
de estar desobedeciendo al Dios que puso su Palabra como piedra
angular de la Unidad de su Reino.
Que Lutero en su ignorancia pero contra la voluntad
de Dios dividió la Cristiandad será uno de los puntos a demostrar
en este libro. Las dos cosas se demostrarán, su ignorancia y su
desobediencia. Afortunadamente, previendo el futuro de su Reino
en la Tierra, como se ve en la Parábola de la Cizaña, Dios le
dio a la plataforma civilizadora cristiana una estructura interna,
la Iglesia.
Conociendo de antemano su futuro Dios unió la Iglesia
a su propio Hijo de la forma que siendo Adán y Eva dos personas
por el Amor se hicieron una sola cosa. Era natural. Consciente
de las circunstancias por las que en los dos próximos milenios
el futuro de la Humanidad había de atravesar, Dios quiso unir
nuestro Futuro al suyo mediante el Matrimonio de su Hijo con la
Iglesia. De cuya Unión Mística habría de venir a luz aquella generación
de hijos de Dios que la creación entera expectante se dispuso
a aguardar desde los días de los Apóstoles. Sobre lo cual, saludando
este Día, Pablo escribió: “Tengo por cierto que los padecimientos
del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que
ha de manifestarse en nosotros; porque la expectación ansiosa
de la creación está esperando la manifestación de los hijos de
Dios” (Romanos-Los padecimientos presentes comparados con
la gloria futura). Al decir “nosotros” se entiende que habla del
Cristianismo y mira al Futuro, ¿o acaso no eran los Apóstoles
hijos de Dios? Si lo eran, como lo fueron, ¿por qué iba a estar
la creación entera esperando la manifestación de unos hijos de
Dios que estaban vivos? Así que ¿de qué Manifestación estaban
hablando los Apóstoles?
Creo a todas luces un contrasentido proclamarse hijos
de Dios y a la vez hablar de una Manifestación que se pospone
a un futuro desconocido. Si por un sitio hablando de sí mismo
dice:
“Pablo, por la voluntad de Dios, nuestro Padre”,
hablando sobre la Manifestación de los hijos de Dios, confiesa
lo que antes dije, que la expectación ansiosa de la creación estaba
esperando la Manifestación de los hijos de Dios. Y esto estando
vivos los Apóstoles, todos ellos hijos de Dios.
Misterio al que le sienta como anillo de boda al
dedo la otra confesión del mismo Pablo: “Hablamos, sin embargo,
entre los perfectos, una sabiduría que no es de este siglo, ni
de los príncipes de este siglo, abocados a la destrucción, sino
que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada
por Dios antes de los siglos, que no conoció ninguno de los príncipes
de este siglo, pues si la hubieran conocido nunca hubieran crucificado
al Señor de la gloria”. (Corintios 1-El modo y el fin de la
evangelización de Pablo). Expectación curiosa de la creación
entera que por necesidad de la propia profecía había de mantener
lejos del conocimiento de aquel siglo a aquella “sabiduría divina”
hablada entre los perfectos. Resultando de aquí la necesidad de
preguntarse hasta cuándo seguiría “escondida”. Mas esto no es
asunto que le concierna a este Debate.
El caso es que mil quinientos años después de la
Celebración del Matrimonio entre Cristo Jesús y su Iglesia el
río del tiempo había dejado atrás temblores de tierra, aguaceros,
mitos y leyendas de un Nuevo Mundo que hizo su camino contra toda
clase de pruebas y enemigos. La participación del obispo de Roma,
del obispado italiano, del obispado bizantino y del obispado católico
en general en aquella epopeya, yendo de victoria en victoria,
a nadie se le oculta ni nadie puede de golpe barrer de las páginas
de la Historia Universal los capítulos que con su sangre escribieron.
Sería demencial creer que a la altura del siglo y época hacia
la que hemos vuelto los ojos, siglo XVI, en la aurora de la Edad
Moderna, las circunstancias y los acontecimientos no habían actuado
sobre todos: italianos, españoles, ingleses, alemanes, franceses,
suizos, rusos, polacos, checos, húngaros, griegos... operando
en todos ellos, como cristianos y como actores de la Historia,
los cambios de personalidad, costumbres e inteligencia debidos
a una sociedad internacional en continuo estado de evolución.
¿Errores de todas y cada una de las partes de aquella
Cristiandad?
Bueno, como dijo Aquél: “El que esté libre de pecado
que tire la primera piedra”.
Lo que está fuera de toda duda es que el deseo de
reforma del cuerpo eclesiástico como punto de arranque de la revolución
social que había de traer a todos los beneficios del Reino de
Dios, ese deseo estuvo latente y presente desde siglos antes del
nacimiento de Lutero.
También que el obispado romano, por estar sometido
a los intereses de la aristocracia italiana, y el obispado católico
a los de las clases aristocráticas europeas, exceptuando lapsus
de celo espiritual, todos se opusieron a su realización.
Como consecuencia el cristianismo llegó a la Edad
Moderna aquejado de un profundo apego a los vicios desarrollados
durante las edades medievales, vicios y males que los interesados
se negaban a arrojar a la papelera de la basura por muy grande
que fuera la necesidad.
Aquel apego inconsciente del cuerpo eclesiástico
al mundo medieval lo hemos detectado incluso en el Lutero de la
Primera Parte. Su consejo sobre la bondad santificadora de la
mortificación carnal nos descubre en su alma al bárbaro de las
edades oscuras para quien la Fe seguía siendo una cosa mágica.
En la vida quiso Jesucristo derribar un Templo y
levantar uno Nuevo para que con el paso del tiempo éste cometiera
el mismo error fatal que el Antiguo. Era justamente lo que el
Nuevo se estaba ganando con sus hechos. Las circunstancias a la
vista alguien tenía que coger el látigo y expulsar de la Iglesia
a los vendedores de indulgencias.
Lo mismo que aquellos sacerdotes judíos traficando
con los sacrificios por los pecados, cargando al pueblo cada siglo
con nuevas y más sofisticadas ocasiones de pecado, de la misma
manera los obispos de las indulgencias en lugar de curar la enfermedad
se limitaron a comerciar con la debilidad humana. ¿No previó Dios,
con su mirada que atravesaba la barrera de los siglos e incluso
la de los milenios, las negaciones en las que con su conducta
los obispos romanos envolverían al Cristianismo? Tres veces negó
Pedro a su Maestro. Viendo la historia de los sucesores de Pedro
uno se pregunta: ¿No fueron las negaciones del Jefe de los Apóstoles
imagen de las futuras negaciones de sus sucesores?
Misterio donde los haya Jesucristo no le retiró la
Jefatura que antes de la Pasión le otorgara Dios a Pedro. Cuando
Él se fue tampoco sus Discípulos se volvieron contra Pedro y le
retiraron la Jefatura en razón de haber sido el único que negó
de palabra al Maestro. La cuestión pide paso por sí sola. Si no
lo hizo el propio Señor en razón de quien le había elegido ¿quién
se creía Lutero para hacer lo que el Hijo de Dios no se atrevió?
La pregunta contraria no se queda atrás ni mucho
menos. Que ni el Señor ni sus Apóstoles les retirasen a Pedro
lo que Dios le otorgara ¿era causa suficiente para justificar
en el futuro que sus sucesores revolcaran la Gloria de Pedro en
el fango del crimen y toda suerte de pasiones contra las que Cristo
vino a luchar?
La Historia del Papado es ni más ni menos la doctrina
de Lutero sobre el pecado y la sangre de Cristo llevada a su práctica
más radical. Aquel “peca, es decir, adultera, mata, roba, envidia,
levanta falsa testimonio, odia a tus enemigos, corrompe, destruye…Y
sin miedo porque todos nuestros pecados los lava la Sangre de
Cristo” era la doctrina que el obispado romano practicaba abiertamente
y en base a la cual se negaba a renunciar al pecado. De manera
que luchando contra el papado con las mismas armas del papado
lo que Lutero hizo fue convertir a todo el mundo a la doctrina
en virtud de la cual el papado cometía todos sus crímenes, cómo
no, en nombre de la preciosa sangre de Cristo.
En este libro tendremos ocasión de tirar de la manta
y de lo poco deducir lo mucho. El interrogante que ahora pide
paso tiene que ver con la relación entre Jesucristo y esa filosofía
romana de estar el obispado más allá del juicio humano y divino,
teoría demencial en el origen de todos sus crímenes. Quiero decir,
¿debe ser denunciado Jesucristo por haber sido hallado aquél Perdón
a Pedro en el origen de todos los crímenes contra el Cielo y la
Tierra cometidos por los sucesores de Pedro en el ejercicio de
su obispado?
Y lo que es aún más grave todavía, ¿se puede fundar
la infalibilidad de los sucesores de Pedro en la infinita bondad
del que en lugar de retirarle la Jefatura lo confirmó, y convertir
ese Amor Divino en fuente de justificación de todos los crímenes
que pueda cometer y cometió el obispado romano? Para entrar en
un debate de esta naturaleza tendríamos que llamar a estrado a
Gregorio VII, el obispo-dios. Prometo volver al tema más adelante.
Regresemos ahora al que retó al Cielo y a la Tierra a refutarle
por la “clara razón o la Sagrada Escritura” su doctrina. Ya hemos
visto la forma que tenía el R. P. Martín Lutero de agradecer a
su Salvador su salvación. Y cómo se impuso el Odio a sí mismo
como camino para entrar en el Reino de Dios. En las siguientes
tesis vamos a ver cómo su forma de odiarse a sí mismo era tan
intensa como la forma que tenía de adorar a su Ego.
CAPÍTULO 5.
El Papa y los cánones
-El Papa no quiere ni puede
remitir culpa alguna, salvo aquella que él ha impuesto, sea por
su arbitrio, sea por conformidad a los cánones.
En atención a descubrir la naturaleza de la otra
parte del conflicto una pregunta pide aquí paso, la siguiente:
¿Quién es el Papa? Mejor dicho, ¿qué es el Papa? En fin, qué cosa
sea esa bestia negra, ese fantasma personal de Lutero, objeto
de todo sus odios y amores más apasionados, sin el cual, como
la cara sin la cruz una moneda es nada, la vida del reformador
no hubiera pasado de ser la de otro predicador más.
Espero que nadie me tome por un ciego ni por un recién
venido de otra galaxia. Soy un hijo de Dios, nacido en este mundo,
tercer planeta del Sistema Solar, en el siglo XX de la Primera
Era de Cristo. Y habiendo leído que Padre sólo se le llama a Dios
me pregunto quién es ese obispo que a sí mismo se llama y es llamado
por los que le llaman: Santo Padre.
La negación de este título sujeta a pena de excomunión
ex cátedra parece ser suficiente para levantar entre un hombre
y la Verdad un muro de miedo al Infierno. Gracias a Dios la misma
ciencia que fuera salvada por la fe se unió a la inteligencia
para inmunizar al hombre contra aquellos conjuros de los druidas
y pontífices paganos, con sus maldiciones y sus excomuniones imponiendo
su régimen de terror a las tribus bárbaras. La base para proponer
una reflexión al respecto es, por tanto, científica, y su declaración
totalmente humana.
Lo que como cristiano no le permití a las religiones
de las que procedo no se lo puedo permitir a los sacerdotes de
la iglesia que yo mismo he edificado con mis manos. Ciertamente
para hablar así uno tendría que ser Pablo. El caso es que el Papa
tendría que ser Pedro. Y no lo es.
Quiero decir, hay casos excepcionales en los que
un matrimonio, una familia, una amistad, o simplemente una sociedad
se rompen sin culpa de ninguna clase por una de las partes. El
caso de la ruptura de cualquier tipo de lazo afectivo entre Dios
y el Diablo es de esta naturaleza excepcional. Pero el pan de
cada día es que las dos partes sean culpables.
Excepto el Diablo y Cristo nadie es absolutamente
malo ni nadie es absolutamente bueno. Darle a Lutero toda la razón
del mundo y al obispo de Roma negarle ad eternum el derecho
a la palabra es un ejercicio de mala voluntad. Y viceversa. La
actitud del obispo de Roma al limpiarse las manos y abandonar
a Lutero a su suerte, como si tratase de un hijo del Diablo, niega
el principio de culpabilidad universal al que nos sometió a todos
un Evangelio que nos dio por incapaces a todos de alcanzar la
Verdad por nuestros propios medios.
Y si esto no basta a esta lógica se le suma el valor
de la experiencia diaria, que dice que para que haya pelea hacen
falta por lo menos dos. Mi pregunta: quién se cree ese obispo
que es para absolutizar la culpa de su prójimo, tiene su razón.
Trato de recordar en qué parte de la Biblia instituyeron
bien el Maestro bien sus Discípulos la figura de ese Santo Padre,
y no lo consigo. Posiblemente mi memoria sea del tipo elefante,
mucha cabeza pero poco cerebro. A pesar de mi escasa memoria sí
recuerdo a Jesucristo diciendo que no llamemos Padre a nadie excepto
a Dios. Así que aquí hay materia para la reflexión.
De un sitio tenemos a un obispo proclamándose Padre
y además pidiendo para sí la Santidad que sólo Dios tiene. Del
otro sitio tenemos al Hijo de Dios negando que hombre alguno pueda
reclamar para sí la Paternidad debida sólo a Dios. Cuanto menos
la Santidad.
Pero conste que mi propósito no es atacar a Lutero
y defender al Papa. Ni al contrario. Ya hay Juez de santos y herejes
y suya es la última palabra. La cuestión de peso es que la Historia
no hubiera tenido necesidad de un Lutero si la parte de la que
dependía haber realizado la Reforma no se hubiera negado a llevarla
a cabo. Y que precisamente por negarse se convirtió en la cara
de la moneda sin la que la cruz es nada. De manera que la misma
pena de excomunión lanzada contra la cruz del Papa, que era Lutero,
la firmaba el obispo de Roma contra su persona y la de sus siervos.
No hay que ser papista ni antipapista para llegar
al corazón del problema y ver en aquella negación pontificia a
satisfacer las necesidades del Espíritu Santo el mar de intereses
materiales en los que se ahogó el obispado de aquéllos tiempos.
Más allá de la cuestión material sin embargo el fundamento de
la negación pontificia a reformarse, es decir, a Imitar a Pedro,
se encontraba en la pasión violenta del obispado italiano por
la supuesta omnipotencia que la Infalibilidad del papado le otorgaba.
(Un poco más adelante veremos quién y cuándo impuso la omnipotencia
de la palabra del obispo de Roma por norma de fe universal).
Volviendo al tema, Lutero -según estamos viendo-
tuvo su propia experiencia religiosa y desde su ciencia quiso
imponer sus principios por decálogo del nuevo pensamiento cristiano.
El núcleo del problema histórico no es que su pensamiento fuera
nuevo, revolucionario, viejo o conservador a ultranza; el núcleo
de su guerra santa estuvo en el choque a muerte contra quien hacía
lo mismo que él: imponerle al resto del universo su doctrina propia.
Por fuerza tenían que chocar. La diferencia de fuerzas
-el obispo de Roma contaba con un aparato sobre el que basaba
la legalización de su teocracia, Lutero con el descontento de
las clases europeas- no elimina la verdad expuesta, ambos contendientes
estaban ignorando que nadie es absolutamente bueno ni nadie es
absolutamente malo. De los dos, sin embargo, el más grande, el
obispo de Roma, por ser el más grande era el más culpable. Primero
se había otorgado la Omnipotencia de quien su Palabra es Dios,
y segundo se había hecho llamar Santo Padre, “como Dios”. Al conjunto
de estas dos negaciones del espíritu de Pedro -según entiendo-
se le llamó Papado.
La insensatez es obvia. Primero porque no puede llamarse
padre quien se declara Esposa. Y segundo, que el obispo de Roma
fuese Santo es algo que la Historia se niega a afirmar; más que
nunca en el periodo al que nos hemos desplazado, siglos XV y XVI.
Es difícil por tanto decir cuándo el sucesor de Pedro exigió para
sí y obtuvo el título de Santo Padre. Tal vez ese cuándo lo hallemos
en la asociación psicológica que nace de la unidad de los obispos
con el Señor Jesús en un sólo Cuerpo Místico. Tratemos de desatar
este nudo gordiano.
Si Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que lo es,
y la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y la Cabeza es Santa su Cuerpo
es santo. Esto de un sitio. Conclusión que no atenta ni contra
la naturaleza de la lógica humana ni contra la divina. El problema
empieza ahora. Dios es la Cabeza de Cristo, y Dios es Padre. Cristo
es la Cabeza de la Iglesia y la Iglesia es el Cuerpo de Cristo.
Luego Cristo es el Cuerpo de Dios. Este teorema se resuelve en
esta primera conclusión. Si la Cabeza de Cristo es Dios y Dios
es Padre: Cristo es Padre. Hasta aquí perfecto. Nada hay en esta
lógica que rompa la verdad divina. De hecho, cuando Dios habló
de su Hijo se refirió a Cristo llamándole “Padre sempiterno”.
Sólo que esta perfección asociativa da paso a la corrupción pontificia
cuando la lógica que vale sólo para el Señor se la aplica a sí
mismo el siervo. Veamos qué se dice el obispo de Roma: Mi Cabeza
es santa, yo soy santo; mi Cabeza es Padre, yo soy padre. Luego
yo soy el Santo Padre. Y los pajarillos cantan y las nubes se
levantan, Roma campanas de Roma, porque ha nacido el obispo-dios.
Bueno, ¿qué decir? ¿Qué creer? Yo no puedo llamar padre a mi madre,
se halle o no se halle presente mi padre. Ni puedo llamar señor
al siervo de mi padre. ¿Así que a quién le haremos caso, a Jesucristo
o al obispo de Roma?, ¿al Señor o a su siervo? El Primero nos
dijo que no llamáramos Padre a nadie excepto a Dios. Y nos enseñó
a creer que Bueno, es decir, Santo, sólo es Dios. ¿Así que en
qué tipo de lógica mantendremos viva esta doble negación de la
doctrina de Cristo por el sucesor de Pedro?
Aunque no haya sido fabricada en malignidad, sino
en la ignorancia natural a un siervo, esta negación atenta contra
la naturaleza de los hijos de Dios. ¿O debemos llamar padre los
hijos del Señor a los siervos de nuestro Padre?
Estas consideraciones sentadas, al hablar del Papa
-contra el que el R. P. Martín Lutero se explayó tan sabiamente-
yo entiendo que se habla del obispo de Roma, siervo del Señor
Jesús para mantener en su Reino la Verdad de la Revelación, a
saber, que Dios es Padre y su Primogénito es Unigénito. Entre
otras verdades ésta es la primera y el núcleo alrededor de la
cual existen las otras. Ahora, que en sus funciones sacerdotales
ese siervo, obispo de Roma, quiera o no quiera y pueda o no pueda
remitir culpa alguna excepto las que él haya anteriormente impuesto,
según su arbitrio o los cánones, es una cuestión que sólo le compete
al cuerpo eclesial en principio. Quiero decir, un cuerpo tiene
unas funciones. Para eso existe. Y siendo la iglesia el Cuerpo
de Cristo es del todo natural que el cuerpo obispal tenga por
naturaleza unas funciones a cumplir en el conjunto de la arquitectura
universal del Reino de los cielos.
Se supone que el lugar ocupado por el obispo de Roma
en el cuerpo del obispado universal, en cuanto siervo del Señor
al que sirve, lleva consigo unas funciones específicas, supuestamente
las que el Señor le atribuyera a Pedro. Ni más ni menos que apacentar
el Rebaño, según está escrito: “Apacienta mis ovejas, apacienta
mis corderos”. Desde mi posición de cristiano libre y maduro,
preocupado por el futuro del mundo en el que vivo y con el que
comparto su suerte, yo entiendo que la función que Pedro heredó
fue la Jefatura del colegio obispal para la Unidad de todas las
iglesias. Obviando necesariamente las que al conjunto de sus siervos
el Señor les diera.
Desde esta óptica de libertad de pensamiento me pregunto
¿puede o no puede imponer o remitir el obispo de Roma pena alguna
mirando al mantenimiento y restauración de la Unidad de las iglesias?
Pienso que desde esta perspectiva la respuesta al problema planteado
no puede ser más que una. Y tiene que ver con los poderes a sus
siervos concedidos por el Señor en persona, poderes que al ser
su Iglesia eterna y sus siervos mortales por necesidad habían
de transmitirse de generación en generación hasta el final de
los siglos. Y me respondo que por supuesto que el obispo de Roma
y todos los obispos al servicio del Señor pueden y quieren remitir
la pena consustancial a la culpa cuando el pecado de Desobediencia
contra la Unidad es corregido por quien en su ignorancia, o empujado
por la ignorancia ajena fue arrastrado a posiciones contrarias
a su verdadera vocación, que es la vida eterna. Pienso yo. Y los
hechos me dan la razón. Mas si de lo que se trata es de saber
si el obispo de Roma o cualquier otro obispo puede imponer penas
cuando la cuestión está fuera de las funciones para las que fueron
contratados como siervos, en este caso ni el obispo de Roma ni
ningún obispo puede remitir penas que no se pueden imponer en
Justicia delante del Tribunal de Dios. En lo tocante a la Unidad
del Cristianismo, función para la que fueron los obispos contratados
y dotados por su Señor de los medios adecuados para su ejercicio,
según yo lo veo, el obispo de Roma y sus consiervos tienen todo
el poder, tanto para remitir como para imponer. Esta tesis del
R. P. Martín Lutero es, en consecuencia, una falacia, por las
razones aducidas y por las implicaciones que se derivan de ellas.
Después de pretender saber lo que Jesucristo quiso o no quiso
decir ahora el R. P. Martín Lutero alza su voz para dar a conocer
a sus compatriotas y al mundo entero lo que el obispo de Roma
puede o no puede hacer. Una forma muy extraña por cierto de odiar
a su Yo propio.
CAPÍTULO 6.
El Papa y la remisión de los pecados
-El Papa no puede remitir
culpa alguna, sino declarando y testimoniando que ha sido remitida
por Dios, o remitiéndola con certeza en los casos que se ha reservado.
Si éstos fuesen menospreciados, la culpa subsistirá íntegramente.
Volvemos al mismo tema. Aquí lo que se pone en tela
de juicio es la inteligencia del cristiano. Y puede que el público
para el que Lutero hablara no tuviera mucha. Como dice el proverbio:
Cada pastor conoce su rebaño; aunque también puede decirse entre
colegas: Cada cual conoce a su burra. Vamos, que no hay que estudiar
tanto para decir tan poco. Es de manual de escuela de creadores
de reinos que al fundar el suyo propio Dios empezara resolviendo
el problema de la Unidad de todos los pueblos y naciones y mundos
que, andando el tiempo, formarían las torres de su Corona. Conociendo
su Presciencia y Omnipotencia, primero piensa, luego anuncia y
después actúa, no hay que estudiar tanta filosofía para ver que
la respuesta a un problema de tan grande envergadura estaba en
su Omnisciencia.
Desgraciadamente es verdad que para ver no basta
tener ojos, hay que querer ver; y digo que si los ciegos vieran
serían todos defensores de la doctrina de la Creación de los Cielos
y la Tierra. De donde resulta que, como los méritos, muchas veces
la Naturaleza regala su gracia a quienes aunque pueden hacer recular
el horizonte hasta las fronteras del cosmos son incapaces de ver
la viga que tienen delante de los ojos.
Parece natural y lógico que el obispo de Roma y en
general todos los obispos tengan el poder de perdonar las penas
impuestas una vez la parte desobediente vuelva a la Unidad Cristiana.
¿O acaso los jueces no firman la libertad una vez que se cumplió
la pena? Que, por contra, dicho perdón tenga que ir acompañada
de una declaración solemne del mismísimo Dios en persona es la
afirmación más incompetente que he oído en mi vida.
La declaración y el testimonio los ofrece la misma
Obediencia a la Voluntad de quien creó su Reino para vivir y crecer
en esa Unidad. ¿O acaso la vuelta del preso a la libertad no es
testimonio suficiente de la firma del juez competente? ¿O tendrá
que ir el ex penitente el resto de su vida con el documento de
libertad pegado en la frente? ¿Y en último extremo dónde está
el hombre capaz de autentificar la firma de Dios? Falsificadores
sí sabemos que los ha habido a decenas. Es cosa obvia por tanto
que si se menosprecia el poder de sus siervos y continúa el desprecio
a la Unidad Universal que tiene por vocación el Reino de Dios:
la culpa permanece íntegra.
Esta tesis no es sino una continuación de la falacia
anterior con la que abriera el R. P. Martín Lutero su ataque contra
la Unidad. Perfecto conocedor de la ignorancia de su pueblo y
consciente de su incapacidad intelectual para comprender de qué
estaba hablando o sólo qué estaba diciendo con estas palabras,
Lutero, como artista que se declara en el Prólogo, juega con las
palabras, las manipula y convierte lo esencial en superficial,
alejando del núcleo la inteligencia del lector. El verdadero campo
de acción de la Reforma que las iglesias de los siglos XIV y XV
estuvieron pidiendo a gritos tenía que ver con los dos puntos
vitales para el futuro de la Unidad. Primero: ¿cuándo el obispo
de Roma iba a dar marcha atrás en sus Negaciones de Cristo, declarándose
Santo y Padre y afirmando la consubstancialidad entre su palabra
y la de Dios? Y segundo: ¿después de haber reclamado el Imperio
para el papado, usando al obispo de Roma como punta de lanza,
hasta dónde pretendía extender el obispado italiano los límites
de sus funciones sacerdotales en la sociedad? En las constantes
negaciones del obispado italiano a la hora de escuchar y promover
reforma alguna que atentara contra sus pretensiones, oposición
encabezada y secundada por el obispo de Roma, es donde estuvo
el verdadero problema. Sobre el que Lutero, como estamos viendo,
no entró y respecto al cual tomó la medida más drástica: matar
al enfermo para curar la enfermedad.
Sobre todos está Dios. Aunque claro, sobre lo que
Dios quiere o no quiera y puede o no pueda el R. P. Martin Lutero
también tiene algo que decir:
CAPÍTULO 7.
Dios y su vicario
-De ningún modo Dios remite
la culpa a nadie, sin que al mismo tiempo lo humille y lo someta
en todas las cosas al sacerdote, su vicario.
Si la tesis anterior y su precedente fueron dos falacias;
si con las dos tesis anteriores el filósofo frustrado metido a
fraile de ocasión pretendía decirle al mundo entero de qué iba
la cosa, con esta nueva falacia el R. P. Martín Lutero se superó
a sí mismo, y si antes demostró saber perfectamente qué quiere
o no quiere Jesucristo, y después qué puede y no pueden sus siervos,
empezando por el obispo de Roma, ahora sube un peldaño su Ego
y eleva su orgullo hasta el trono del mismísimo Dios, de quien
se erige en su intérprete y a quien somete a su servicio al declarar
que sin el sacerdote Dios no perdona culpa alguna, y que si perdona
culpa alguna es para darle todo el poder al sacerdote, su vicario,
en quien en definitiva abdica de su gloria para humillación y
vergüenza de todos nosotros pecadores. Amén. Aleluya. Si por obra
y gracia del Espíritu Santo todos fuimos liberados de la esclavitud
y de la servidumbre el día que nació Jesucristo; por obra y gracia
del Reverendo Padre Martín Lutero todos volvemos a la esclavitud
y servidumbre de quien tiene el cuello bajo las botas de su señor,
en este caso el sacerdote.
Leyendo esta falacia contra la gloria de los hijos
de Dios uno no puede evitar maravillarse preguntándose cómo pudo
haber una vez un pueblo entero que abrió la boca de admiración
ante semejante declaración de esclavitud voluntaria. Es un hecho
que la historia universal nos sirve ejemplos similares de todos
los colores y tamaños. Aunque al pueblo alemán le duela reconocerlo
también este momento de su historia es uno de ellos. Leyendo esta
declaración de estupidez nacional obligado es un mar de preguntas.
Por ejemplo: ¿La Fe no viene de Dios? ¿Y no trae la Fe la remisión
de todas las culpas cometidas con anterioridad al Bautismo? ¿Y
la remisión divina no nos aporta la Libertad de los hijos de Dios?
¿Y si nos aporta la libertad de la Gloria de los hijos de Dios
cómo puede a la vez liberarnos y hacernos esclavos de los siervos
del Padre que nos liberó?
Bueno, para alguien que acaba de predicar el Odio
hacia el Yo propio como signo de perfección interior yo diría
que el tal fundador de la iglesia reformada alemana tenía el Ego
algo subido. Digamos que amaba tanto su Ego como odiaba a su Yo
propio. Posiblemente porque en alguna parte tenía el hombre que
encontrar el equilibrio perdido. Primero le pone los puntos a
Jesucristo; inmediatamente después a su siervo más conocido; y
ahora al mismísimo Dios, al que le niega el Poder de remitir las
culpas a nadie sin someterle el pecador al sacerdote. Concluyendo:
Ni Señor ni Papa ni Dios, sólo el sacerdote, y ante sólo el sacerdote
debe el cristiano humillarse y obedecerle en todas las cosas.
Si esto no es un asalto total contra la Libertad de los hijos
de Dios ¿entonces qué es? Solución al misterio luterano: Todos
sacerdotes. ¿Y el que no quiera serlo? Aunque claro, redondeando
ahora la conclusión, si todos somos sacerdotes, lo mismo el emperador
que el ciudadano, ¿por qué no somos todos también emperadores
y papas?
TERCERA
PARTE
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