LA
JHISTORIA DE LOS PAPAS
CAPÍTULO DOS
Tercera
negación de Cristo
Alejandro VI - La Forja de un Anticristo
Eugenio
IV (1431-1447)
Eugenio IV, de nombre de pila Gabriel Condulmero, nació en Venecia en el 1383.
Hijo de una familia de comerciantes entró en la orden monástica
de los Celestinos, si por iniciativa vocacional o por imposición
del sistema de castas occidental, un hijo para el Estado,
otro para las armas y otro para la iglesia, no se sabe. El
hecho es que los Celestinos fue una orden sui géneris dentro
del universo de las órdenes eclesiásticas medievales italianas.
Celestino, fundador de la orden, fue papa durante un año,
el 1294. Su historia es tan singular como su orden y su vida
tan curiosa como su muerte. Su nombre verdadero era Pedro
Morón. Nació en el 1215, y fue el hijo de un tal Angelario,
campesino de la comunidad napolitana, provincia de Molina.
A los 17 años Celestino se metió en el convento benedictino
de los Faifolis de Benevento, y enseguida se convirtió en
un portento por su carácter superascético. En el 1239, con
tan sólo 24 primaveras se retiró en plan San Antonio a una
caverna del monte Morón, donde se pasó los siguientes cinco
años luchando con sus demonios. Purificado por la victoria
regresó a este mundo de pecadores. Pero lo mismo que la cabra
tira al monte Pedro Morón regresó a su vida de cavernícola,
esta vez con dos de sus colegas, con quienes compartió cueva
en las Montañas del Sur. Y desde allí fundó la Orden de los
Celestinos en el 1244.
Aunque parezca increíble, al morirse Nicolás V los cardenales le eligieron
papa a él, Pedro Morón. Cuando le dieron la noticia Pedro
el Ermitaño se negó en rotundo a abandonar su cueva. Fue necesaria
la intervención de los reyes de Nápoles y Hungría para sentarlo
en el trono de Roma y coronarlo papa un 29 de Agosto del 1294.
Pedro Morón tomó el nombre pontificio Celestino V. El 13 de
diciembre del mismo año Celestino V renunció a la corona de
Roma. Pero antes firmó dos decretos, en el primero confirmaba
el encierro de los cardenales durante la elección del papa,
en el siguiente y último decreto los obligaba a encerrarse
a raiz de su dimisión irrevocable. ¿Las razones? “El deseo
de una vida sencilla más pura, de una conciencia sin mancha,
deficiencia de fuerzas para el cargo, su ignorancia, la perversidad
de…”, dijo, y como lo dijo lo hizo. Una actitud increíble
en un papa. Tan increíble que su inmediato sucesor lo atrapó,
lo mandó encarcelar y dejó que se muriera de peste por cobarde
y traidor a la causa.
Este Bonifacio VIII sí llevaba en su frente la marca de los papas. Eso era
un papa. Y todo papa que se preciare de serlo primero debía
demostrar que valía para el crimen. En los prolegómenos de
la Primera Pornocracia esta propiedad quedó establecida condición
sine qua non indispensable para alcanzar la jefatura de la
iglesia romana. Lo demás, ser perros, fornicarios, hechiceros,
homicidas, venía de por sí.
Total, esta es la orden de los Celestinos a la que confiaron el alma de su
hijo los padres de Gabriel Condulmero, futuro Eugenio IV.
La carrera pontificia de Gabriel entró en vía de alta velocidad
durante el pontificado de su tito Gregorio XII. Este Gregorio
XII y el difunto Celestino V fueron las dos caras de la moneda
que Pedro, por orden de Jesús, sacó de la barriga de aquel
pez legendario. Gregorio XII fue elegido papa por un cónclave
compuesto por sólo quince cardenales. Fue elegido con una
condición -como si a Dios se le pudiera imponer tesis- que
su rival de Aviñón, Benedicto XIII, renunciase a la corona
pontificia, y abriese un concilio contra el Gran Cisma de
Occidente. De hecho los dos papas entraron en conversaciones
y quedaron en Savona para llegar a un acuerdo. Buena voluntad
no faltaba. Lo que sí brillaba por su ausencia eran los hechos.
Ese concilio nunca tuvo lugar. Ni que decir tiene que mosqueados
por esta traición a la palabra dada los quince cardenales
empezaron a pronunciar otro nombre. Astuto como un papa, Gregorio
XII, como si fuera Dios y la Iglesia su reino, contraatacó
creando cuatro nuevos cardenales. Corría un 4 de Mayo del
1408. Pero si el delito era grave el delincuente agravó su
crimen delante del mundo al conocerse que los cuatro cardenales
eran sobrinos del jefe de la iglesia romana, revelándose así
por espíritu infuso otra de las cualidades pontificias, ser
un Judas, traidor a su palabra y a la confianza depositada
por la Iglesia Católica en su persona.
Lo llamaban santo padre. Eso era un santo padre. En una palabra: el Papa.
Traicionados por sus respectivos elegidos, tanto los cardenales del papa de
Aviñón como los del papa de Roma decidieron elegir uno nuevo
y cerrar la historia del Gran Cisma. Convinieron en quedar
en Pisa e invitaron al Concilio a ambos enemigos de la doctrina
divina, la que dice que la palabra es Dios y el hombre fue
creado a imagen y semejanza de Dios.
Obviamente ni el papa ni su antipapa se presentaron en Pisa. Peor aún, Gregorio
XII se armó de la espada de San Pedro y amenazó a los cardenales
con la pena de excomunión y muerte: ¡por herejes!, sentencia
inefable e infalible a cumplir por su verdugo a sueldo para
la ocasión, un príncipe llamado Malatesta -el nombre le convenía
al caso, cosas del destino-. El 5 de Junio del 1409, temiendo
más a Dios que a un traidor a su palabra, los cardenales depusieron
a los dos santos padres y eligieron a Alejandro V como nuevo
obispo metropolitano romano. Más grande que el Señor de la
Iglesia Católica y Rey del Cielo, el tal Gregorio XII, bajo
cuya bandera comenzara su meteorítica carrera hacia la curia
Gabriel Condulmero, futuro Eugenio IV, creó diez nuevos cardenales
y declaró herejes y perjuros, enemigos públicos de la iglesia
romana, a los dos papas contrincantes.
Dado este caos Segismundo, emperador del sacro imperio romano, intervino para
apoyar el Concilio que puso fin al Gran Cisma y declaró delante
de Dios y de los hombres que el Concilio Ecuménico tiene autoridad
sobre toda la Iglesia, incluído en el lote el obispo metropolitano
romano.
Obviamente esta verdad no tardaría en ser combatida y crucificada por los
próximos jefes de la iglesia romana. El hecho es que el Concilio
de Constanza fue un triunfo para Gregorio XII, padrino del
futuro Eugenio IV, porque, aunque hubo de retirarse, impuso
sus nombramientos cardenalicios al Concilio. Gracias a cuya
imposición y aunque solo tenía 32 años de edad conservó su
categoría de cardenal obispo su Gregorio Condulmero.
Sin razón, por lo que se ha visto, concibió Gabriel Condulmero contra la familia
del nuevo papa Martín V un odio que si no le conviene a ningún
cristiano menos al sucesor de San Pedro en la Cátedra de la
infalibilidad ex-cathedra. La familia de la que provenía el
papa Martín V Colonna y la iglesia romana estaban unidas por
lazos que se remontaban al 1192, cuando uno de sus miembros
alcanzó el cardenalato. Descendientes de los condes de Túsculum
los Colonnas cultivaban contra los Orsinis una enemistad tradicional
entre cuyas madejas los Condulmeros no tenían porqué meter
las manos. Dos papas Orsinis, Celestino III y Nicolás III,
hacían bueno el perdón para el papa Benedicto XIII Orsini,
el enemigo jurado del Gregorio XII al que en nada le iba la
vieja y querida enemistad Orsini-Colonna. De hecho Martín
V Colonna no sólo no molestó al futuro Eugenio IV sino que
además confirmó el valor de todo lo que su tío el papa Gregorio
XII hizo. Pocas razones tenía por consiguiente el futuro papa
Condulmero para ganarse la enemistad de una de las familias
más poderosas de Italia y envolver al papado en el corazón
de sus intrigas odiosas.
A la muerte del tercer papa Orsini fue elegido el sobrino de Gregorio XII
con el nombre de Eugenio IV. Como era de esperar en alguien
capaz de mezclar odio a los hombres y amor a Dios en el mismo
cáliz, bajo la política del nuevo papa las fuerzas del Vobispo
romano se concentraron en una dirección. ¿Qué otra podía ser
sino perseguir y crucificar el decreto por el cual el Concilio
Ecuménico de las Iglesias, de acuerdo a la palabra de Dios:
“Donde estéis dos en mi nombre estaré yo”, por ser Apostólico,
eleva sus decisiones sobre las decisiones del jefe de la iglesia
romana? Aboliendo la divinidad de la palabra del Hijo de Dios
quedaba sólo glorificado él, el único, el incomparable, el
sólo infalible y todopoderoso obispo de Roma, su divina santidad,
el santo padre, el Papa.
Consecuente con su política de autoglorificación el papa Condulmero disolvió
el Concilio de Basilea que ordenara el papa Colonna, y ordenó
que se celebrara uno nuevo en Bolonia. Lógicamente los reunidos
en el nombre de Jesús en Basilea se negaron a renunciar a
Cristo y confesaron ante Dios y los hombres que el Concilio
Ecuménico tiene valor universal y no puede ser derogado ni
contradecido por un obispo particular, sea el metropolitano
de Roma o el de Moscú, el de New York o el de Madrid. No es
Cristo quien tiene que obedecer a Pedro, sino Pedro quien
tiene que seguir a Cristo. En este caso Jesús estaba en Basilea.
Estúpido decir que su divina santidad Eugenio IV se negó a ir, y no sólo se
negó a doblar sus rodillas delante de su Señor sino que además,
en Ferrara, el 8 de Junio del 1438, declaró a Cristo, que
estaba entre sus obispos, hereje. La respuesta de Cristo fue
fulminante y 17 días más tarde el anticristo Condulmero fue
expulsado de la Iglesia. En su lugar fue elegido Félix V.
Días malos eran aquéllos. Al frente de su cuerpo cardenalicio el jefe de la
iglesia metropolitana romana, como ya antes lo hiciera con
la iglesia ortodoxa arrojando sobre ella el anatema, el Iscariote
Condulmero, cabeza visible de aquel cuerpo que no era el de
Cristo sino el de la iglesia romana, ad maiorem inferno gloriam
desafió a Cristo a quitarle al Sucesor de Pedro la jefatura
que ni Dios le quitara a San Pedro. Quitándosela, el Hijo
se rebelaría contra el Padre y todo el Poder sería para el
Papa. ¿No era astuto el Diablo?
El mundo vivió alucinado aquella lucha del papa Condulmero por poner de rodillas
a Cristo. Francia y Alemania no dudaron en poner en práctica
la doctrina de Cristo establecida en el Concilio de Constanza,
cuyos decretos porque Cristo es sempiterno, tienen valor eterno.
Sin embargo el obispo romano legítimo, Félix V, demostró pronto
no saber pronunciar el vade retro Satán con la energía necesaria.
Mientras la acción de Félix V apenas si dejaba huellas los
pasos del hombre que valía para ser papa a la usanza romana,
criminal sin ser un monstruo, ladrón sin ser expoliador, traicionero
sin ser diabólico, condujeron a Eugenio IV de regreso a la
Roma de la que fuera expulsado. Poco a poco los intereses
políticos de los reyes de Francia, Alemania y España volvieron
a coincidir con los del papa Condulmero, y sin prisas pero
sin pausa bajo el peso de las coronas europeas la Iglesia
Católica fue de nuevo puesta de rodillas al servicio de la
ambición de un sólo hombre. A su muerte se sentó en el trono
de dios en la Tierra el que sería llamado Nicolás V.
Nicolás V (1447-1455)
Nicolás V, de nombre de pila Tomás Parentucheli, nació el 1398 en Sarzana,
Italia. Su padre fue un médico. Estaba estudiando en Bolonia
cuando un obispo descubrió su talento y le dio la oportunidad
de seguir sus estudios en Alemania, Francia e Inglaterra.
Su don de palabra y su inteligencia le ganaron la fama en
el Concilio de Florencia-Ferrara. Elevado al obispado por
el papa Condulmero fue elegido por su sucesor para tratar
con Alemania la cuestión de la desobediencia al Concilio de
Constanza. Su éxito fue recompensado con el cardenalato, desde
donde saltó al trono pontificio vacante tras la muerte de
su padrino romano.
Perro sin más amo que su voluntad, desde el primer momento hizo de la glorificación
del obispado romano el norte de su política. Como su predecesor,
dirigió todas sus fuerzas a la anulación de la Doctrina del
Concilio de Constanza y la recuperación para Roma de su posición
clásica de capital del universo. Félix V, en efecto, dobló
sus rodillas ante el nuevo rey de la ciudad eterna. Federico
III el Alemán renunció a la Confesión de Constanza. Y desde
todo el mundo los peregrinos acudieron como locos a Roma aprovechando
el Jubileo del 1450.
En la cúspide de su divina megalomanía y negándose a obedecer el decreto de
Dios sobre la abolición del imperio, el papa Parentucheli
coronó emperador a Federico III el Alemán. Era el 1452. En
el 1453, a un año pasado de la restauracion del imperio romano
de occidente, el imperio romano de oriente caía bajo los efectos
del decreto contra el Imperio Romano que Dios pronunciara
al final del siglo primero de la primera era de Cristo.
Los cronistas de este obispo, hereje él mismo y juez de herejes, dicen que
la rebelión de sus enemigos fraguó una conspiración catilina
que, denunciada, fue atajada con los poderes naturales de
un césar romano. Sobre las causas de la impotente rebelión
y los efectos de la dulce venganza los cronistas a sueldo
del papado no dicen ni jota. Nosotros, acostumbrados a las
glorias y miserias del Poder, creemos que la creación de la
roma vaticana a costa de las espaldas de los ciudadanos de
la república cristiana fue el caldo de cultivo donde el descontento
se transformó en virus. En cuanto a las muertes y torturas
que el papa omnisciente -como lo llamaron- firmó y ejecutó
personalmente mejor ni calcular el número. Podemos correr
el riesgo de perder la cuenta y encontrarnos de repente en
la cuneta 666, carretera del Diablo.
Su divina santidad murió un 24 de Marzo del 1455 llevándose al Cielo las manos
llenas de sangre, dejando en la Tierra el nombre de Dios un
poco más bajo delante de los gentiles y el rostro de Cristo
un poco más sucio.
Calisto III (1455-1458)
Calisto III, de nombre de pila Alfonso Borjia, nació en Játiva, Valencia,
y era por tanto español. Profesor de Derecho en Lérida fue
contratado al servicio del rey de Aragón para servirle como
diplomático en el concilio de Basilea. Posteriormente por
sus servicios de reconciliación entre su rey Alfonso V de
Aragón y el papa Eugenio IV Condulmero recibió la púrpura
cardenalicia. Desde aquí saltó al trono de la república cristiana
romana, donde se murió de rabia por no poder suscitar el interés
general por una cruzada de reconquista de Constantinopla,
la ciudad rebelde. Siguiendo la política del papado: “todo
papa que se precie de ser papa tiene que repartir los tesoros
de la Iglesia entre sus parientes”, el primer papa Borjia
convirtió a sus sobrinos de la noche a la mañana en cardenales.
Entre ellos estaba el segundo y último de los papas Borjias,
el Alejandro VI del cual estamos siguiendo los pasos de su
forja.
Pío II (1458-1464).
Pío II, de nombre de pila Eneas Silvio Piccolomini, Eneas Silvio su seudónimo
literario, nació un 18 de Octubre del 1405.
Como todos los que le precedieron y le sucederían, exceptuando algún paria
de circo, Pío II era de noble cuna, mucha sangre azul y todo
eso. Jesucristo dijo: "es más difícil ver entrar un rico en
el reino de los cielos que un mosquito tragándose un elefante"
- o algo así. No dijo que fuera imposible, porque para Dios
todo es posible, pero sí que sería dificilillo. Sin embargo,
por una operación misteriosa de los dioses romanos en cuanto
los nombres de San Pedro y San Pablo se convirtieron en oro,
por alguna transmutación alquímica con toda seguridad pues
de qué forma entender que los que un día fueron tratados de
bastardos al siguiente fueron adorados como dioses; en cuanto
el milagro se produjo la dificultad se volatizó, al menos
en Roma. Y con el paso de los siglos la iglesia romana le
impuso a la Iglesia Católica, so pena de anatema, el dogma
del mosquito tragándose al elefante.
En efecto, para llegar a ser papa no había que ser rico, había que ser riquísimo.
Y así fue cómo la iglesia romana se rió de Jesucristo. Los
romanos no sólo se tragaban un elefante, también engullían
mamuts, y hasta dinosaurios de los gigantes.
Lógicamente nadie esperaba de los obispos romanos otra cosa que ser lo que
eran, déspotas, nepotes, tiranos, asesinos, fornicarios, hechiceros,
ladrones, borrachos, en suma, encarnación de todos los vicios
y males del género humano contra los que Jesucristo se alzara
de la tumba diciendo: “Fuera perros, hechiceros, fornicarios,
homicidas”.
En este terreno el papa Piccolomini no defraudaría la esperanza de los romanos.
Los romanos no elegían a un papa para que fuera santo, sino
para excusar sus propias bajezas en las miserias del papado.
Y la Iglesia Católica, como Eva en su inocencia, cayó en la
trampa del Diablo, porque si se levantaba contra el sucesor
de Pedro cometía contra Dios un pecado terrible al tocar a
su elegido. Y los romanos, sabiéndolo, se rieron de la Esposa
de Cristo haciéndole tragar por jefe de los pastores de su
Esposo al peor y más miserable de todos los cristianos.
El joven Eneas Piccolomini, italiano vero, descendiente de los legendarios
romanos imperators, sabía lo que había y miró para otra parte.
La carrera eclesiástica no era lo suyo.
Así que al término de su carrera universitaria Eneas Piccolomini se buscó
la vida dando clases. Pero la tentación de las riquezas fue
más fuerte que la vida del hombre de la calle y en el 1431
aceptó entrar al servicio del obispo Domingo Capranica. Este,
furioso por la injusticia que contra él había cometido el
pérfido y malvado Eugenio IV negándole el cardenalato que
antes de morirse le otorgara Martín V, acompañado de su secretario
Piccolomini, el obispo Capranica llegó al concilio de Basilea
echando humos por las narices y loco por echarle leña al fuego
del infierno encendido por el propio papa Condulmero.
Desde su posición de observador interino del concilio el escritor Eneas Silvio
tuvo la oportunidad de ver la basura que se esconde debajo
de la alfombra con los ojos de quien ve el teatro chino desde
el lado de los creadores de las sombras. Fuese porque sabía
más de la cuenta y su presencia de ojo que todo lo ve y todo
lo calla empezaba a molestar en la corte de Roma, fuese porque
su competencia le mereció la elección, el hecho es que el
futuro papa Pío II fue desterrado de Roma a las antípodas
británicas. Apareció en Escocia con una cierta misión secreta,
de la que ni él mismo supo jamás el secreto, y fue el principio
del mar de aventuras que, al ser tomado por espía papista,
le sirvió de barco pirata con el que dar a conocer su talento
de cronista y pintor de aquellos tiempos turbulentos a los
reinos cristianos de la época.
Su duda sobre la naturaleza de su misión secreta, por la que fuera enviado
en misión divina a las antípodas extragalácticas de la república
cristiana, nos es descubierta por el odio que arrasó su buena
fe contra el papa Condulmero. A su regreso a la república
cristiana se sumó a los cardenales apostólicos defensores
de la doctrina universal de Constanza poniendo su afilada
imaginación a sus pies. Excitado por la fiebre general firmó
la elección legítima de Félix V, su torpedo contra el maléfico
papa Condulmero. Pero cuando vio que su torpedo perdía fuerza
y dirección y el barco del odiado Eugenio IV seguía a toda
vela, el futuro papa Piccolomini se retiró del escenario y
dejó las aguas correr. Después de todo la vida de los papas
era tan corta como la de una ramera noche y día al pie del
cañón. Si Eneas Piccolomini un día se buscó la vida dando
clases ahora podía buscársela de juglar en la corte del emperador
Federico III.
Y así fue. Con tan buena fortuna que Eneas Silvio se convirtió de pronto en
una especie de afortunado Petrarca en la corte del rey Arturo.
Hombre de su tiempo, ni más bueno ni más malo que nadie, ahí
es donde hubiera debido quedarse, cantando los amores de los
cortesanos y ganándose corazones de reinas de la noche. Pero
el tiempo que lo cura todo borró las cicatrices que le causaran
su relación con el papado. Y poco a poco, como la cabra tira
al monte, el bardo Piccolomini hizo las paces con Roma, que
es decir con su rey y señor Eugenio IV Condulmero. Circunstancias
obligan.
El caso es que el emperador lo envió a Roma con la misión especial de aconsejar
al papa la apertura de un nuevo concilio. Eugenio IV, haciendo
gala de su santa paternidad en Cristo de todos los cristianos
del universo, buenos y malos, le perdonó todas sus piccolomínidas
a cambio de aceptar otra misión especial, ni más ni menos
que regresar a Alemania y romper el hielo entre el emperador
y el papa a causa del Credo de Constanza.
Olvidadas sus piccolomínidas y reconciliado con Dios en el papa y gracias
al papa, el legado imperial pontificio ejecutó a la perfección
su misión, en recompensa por cuya victoria, la reconciliación
imperio-papado, recibió de Nicolás V, a la muerte de Eugenio
IV, el título de Obispo. El bardo y juglar de la corte del
emperador, el follarín Piccolomini fue ungido sacerdote en
un plis plas y hecho obispo en un santiamén por obra y gracia
del Papa.
Obispo de Trieste, al servicio del nuevo papa Martín V, su primer trabajo
de importancia fue hacer de celestina para el emperador. El
siguiente encargo papal fue de más categoría, hacerle una
visita al rey de Bohemia, de fe supersticiosa, y tratar de
reconvertirlo en una ovejita al servicio del rey de Roma.
Jorge de Podebray mandó al “perro papista” de vuelta a la
casa de su amo, a hacer de celestina para su emperador, que
se le daba mejor.
Para celebrar la boda el emperador fue declarado Rey de los Romanos por el
sumo pontífice de los Romanos en la ciudad eterna de los Romanos.
Y después el papa se murió.
El nuevo papa, Calisto III, rechazó de plano la sugerencia del rey de los
Romanos de hacer cardenal al obispo Piccolomini. La propuesta
no era mala, pero el elegido del César tenía que ponerse a
la cola y esperar su turno, el papa de los Romanos tenía una
legión de sobrinos, hijos secretos y nietos ocultos entre
los que repartir los tesoros de la iglesia. De todos modos
para no perder la amistad del César lo haría arzobispo.
Y así fue. De bardo a obispo, de obispo a arzobispo. El siguiente asalto,
la conquista del trono de San Pedro, ¡elemental, watson!
Calisto III se murió, los cardenales se reunieron, la feria subasta de la
compra-venta a tiempo parcial del trono de San Pedro abrió
su cónclave. Los apostantes se dejaron ganar al mejor postor
y al final le fue adjudicada la gloria del Sucesor de San
Pedro al bardo Eneas Silvio Piccolomini, que adoptó el glorioso
nombre de Pío-Pío, en lenguaje romano Pío II.
Su primer acto como papa fue vender Nápoles al rey Fernando de Aragón. El
siguiente gastarse las treinta monedas de plata en una macro
fiesta a beneficio de una cruzada contra los turcos, a celebrar
en Mantua. Como era de esperar a la fiesta se apuntó todo
el mundo. Pero ni uno de los príncipes se tomó en serio la
cruzada. La macro fiesta era una excusa del papa bardo para
seguir viviendo la vida a lo loco. De hecho el regreso a Roma
fue épico y la pernocta interminable del papa en Siena de
leyenda bucólica.
Desgraciadamente en este mundo miserable hay siempre idiotas que no viven
sino para amargarle la fiesta a los que han nacido para vivir
en eterno carnaval. El idiota de turno se llamaba Tiburcio.
El desgraciado se atrevió a echarle en cara al papa gastarse
el dinero de todos los romanos en lo que le diera la gana.
El papa le puso la mano encima, le dijo una palabra y, como
aquellos esposos de los Hechos, Tiburcio cayó fulminado al
suelo. En protesta por esta muerte o porque ya estaban protestando
la cosa es que los Romanos se entregaron a una orgía de violencia
sin freno. Molesto, pero dispuesto a acabar con el caos en
su reino, con la ayuda de su aliado aragonés, Pío-Pío no dudó
en hacer lo que tuvo que hacer, segar cabezas, cortar "güevos".
Famoso antes de ser papa por su capacidad y paciencia negociadora, en cuanto
fue papa perdió las virtudes que le hicieron famoso y se dedicó
a lanzar anatemas y maldiciones contra todos los reyes y personajes
adversos a sus proposiciones. Prusianos y polacos conocieron
su cólera.
Hábil político manipuló la figura de santa Catalina de Siena, a la que elevó
a los altares para borrar de la memoria la expresión de cólera
que a todos se le había grabado a raiz de sus maldiciones
contra los Teutones. Luis XI, rey de Francia, se dejó ganar
por gesto tan hábil y capituló a favor del papa en contra
de la Santa Doctrina Apostólica de Constanza.
En realidad Luis XI no capituló. Simplemente hizo una transacción comercial.
Yo te doy lo que tú quieres, el control de la iglesia galicana,
y tú me das lo que yo quiero, el reino de Nápoles. El astuto
Pío-Pío firmó la Capitulación a cambio de la Venta de Nápoles.
Entonces el rey aragonés puso el grito en el cielo. Asustado,
Pío-Pío traicionó su palabra, dejó en ridículo al rey francés
y éste regresó a la obediencia de Constanza, uno de los pilares
de la doctrina que llamaban Galicanismo.
Volviendo su rostro sagrado hacia la cuestión bohemia, ahora como Pío-Pío,
Piccolomini excomulgó a Jorge de Podebrady. Y de nuevo, después
de haberle mostrado sus cuernos a todo el mundo, quiso hacer
gala de su brillante aura invitando por carta al sultán de
los turcos a convertirse al cristanismo. Y cuando el sultán
lo mandó a freir espárragos él mismo, sacando la espada de
Pedro -contra el Divino Decreto: “Vuelve la espada a su sitio,
quien a espada mata a espada muere”- se lanzó a la cruzada
seguido de un ejército que a su muerte, a los pocos días de
viaje, se desvaneció en la nada
Pablo II (1464-71)
Pablo II, de nombre de pila Pedro Barbo, veneciano, fue uno de los sobrinos
suyos que el papa Eugenio IV Condulmero hizo cardenales porque
era omnipotente, todopoderoso y ni Dios puede llamar a juicio
al sacrosanto y santísimo pontífice romano. Engendrado en
la cueva de un basilisco no se podía esperar de este digno
hijo del nepotismo motra cosa que se apuntase a burlarse del
juicio de Dios: “Por vuestra culpa es calumniado mi nombre
entre los gentiles”. Burla que no tardó en oirse alto y fuerte
apenas se sentó en su trono este nuevo sumo pontífice romano.
Reinó este todopoderoso pontífice seudocristiano durante siete
calamitosos y tristes años, del 64 al 71 del siglo XV.
Dicen las crónicas vaticanas que este hijo del nepotismo fue elegido unánimemente.
Nosotros, observadores del Pasado, conocedores de las memorias
del Papado, al leer esta nota nos imaginamos por la raza del
elegido a sus electores, y nos preguntamos si entre todos
aquellos hubo siquiera uno elegido por el Espíritu Santo y
no impuesto al Espíritu Santo por la fuerza del dinero y las
armas. El caso es que un triste 30 de Agosto del 1464 Pedro
Barbo, sobrino de un papa de triste memoria para la cristiandad,
fue elegido santísimo padre de la cristiandad. Otro padre
más impuesto contra el Mandato Divino: “Vosotros no llaméis
Padre a nadie, más que a vuestro Padre que está en los cielos”.
El concepto de patres legado por el imperio romano
era demasiado hermoso para ser abandonado por el obispado
romano.
Durante la toma de posesión del trono divino de los obispos romanos declaró
Pablo II algo así como que ... iba a proscribir el Nepotismo
... iba a reformar la estructura interna de la Iglesia ...
iba a continuar la cruzada contra los turcos. ... iba a llamar
a concilio ecuménico en un plazo nínimo de ya y uno máximo
de treinta y seis Lunas. Por prometer le prometió el Sol y
las estrellas a los que le vendieron la Mitra. Obviamente
en cuanto sentó su trasero en el Santo Sillón de los Santos
Padres su palabra de Judas y la basura se fueron a comer juntas
a los prostíbulos del Tíber. La rebelión que su traición anunciada
suscitó entre sus antiguos admiradores llevó a la cárcel a
más de uno bajo la acusación de alta traición contra su divinidad
el Papa. Las torturas, las expropiaciones, todo tipo de delito
que se podía esperar de un ferviente discípulo del diablo
se rifaron al alimón, y les tocó el premio a todos los que
el omnisciente y santísimo Pablo II les reservó la papeleta,
entre ellos un eminente poeta filósofo, que una vez escapado
de la muerte retrató al odioso Pedro Barbo con todos los colores
clásicos naturales al Judas Iscariote, en su gloria lo tenga
Dios.
Pero sería diabólico por mi parte decir que aquel no fue un buen papa. Diré
que fue un papa buenísimo. Superó a sus predecesores en orgías
y gastos para fiestas populares a cargo de las espaldas de
los fieles de todo el mundo. Su cara oculta, su lado oscuro
fue su aversión patética e irracional contra las primeras
flores del Humanismo. Según su santidad Pablo II lo que le
convenía a los fieles era la ignorancia y el analfabetismo.
Mientras más estúpido es el pueblo cristiano menos tiene que
depositar sus pies sobre el suelo el sumo pontífice. Pues
superando a Cristo, que no se tiró del monte a incitación
del diablo, el obispado romano sí lo hizo, demostrándole asi
al Cielo y a la Tierra que hasta los ángeles se ponen al servicio
del Papa para que sus pies no tropiecen contra las piedras.
El juicio condescendiente y misericordioso de los historiadores de las cosas
del Papado hacia aquel obispo sin honor se centra en la lucha
que emprendió contra la corrupción municipal romana. Y nosotros,
para no quitarles el gusto de sentirse buenos y misericordiosos
como dios, les concederemos el éxtasis del alucinamiento que
a la inteligencia de un hijo de Dios le causa la absolución
humana contra quien Dios condenó al decir: “Por vuestra causa
es aborrecido mi nombre delante de los gentiles”.
El único terreno donde hubiera podido demostrar ser un digno sucesor de San
Pedro, la cuestión del rey de Bohemia, la pisó de plano mediante
el recurso a la excomunión. O lo que es igual, por imposición
doctrinal ante el papado en este mundo sólo hay dos posturas,
doblar las rodillas o poner el trasero.
Como muy bien nos enseñó Jesucristo y sus Apóstoles nos lo mostraron en sus
carnes, en este mundo y en el otro, ahora y en la eternidad,
un hijo de Dios sólo dobla sus rodillas ante Dios, su Padre,
y no le pone el trasero ni al Diablo. La pregunta es: ¿Al
elevarse sobre todas las criaturas y actuar como quien tiene
el señorío sobre todas las cosas, empleando para glorificarse
a sí mismo el Poder que Cristo le concediera a Pedro mirando
a la Unidad espiritual de las iglesias: el obispado romano
no cometió un delito contra el Cielo y la Tierra?
Pablo II se murió como se murieron todos aquéllos papas, dejando el nombre
de Dios un poco más deshonrado delante de los ateos.
Sixto IV (1471-84)
Sixto IV, de nombre de pila Francisco de la Rovere, italiano por supuesto,
romano imperator de la cuna hasta la tumba, pasó por la orden
de los franciscanos antes de alcanzar la gloria del que es
como los dioses, conocedor del bien y del mal. A los 50 años
de edad fue elegido General de los Franciscanos. Tres años
más tarde Pablo II lo hizo cardenal. Y sucedió a su padrino
en el 71.
Esperanza vana era la del cristiano que creía en el Papado. A uno malo le
sucedía otro peor. Los nortes de este General Franciscano
fueron su familia y la gloria del Papa. Pensando en la primera
a sus sobrinos los nombró obispos, cardenales y lo que quiso,
con todo lo que ello implicaba, poder, dinero, propiedades.
En cuanto a la segunda causa Sixto IV no dudó en dirigir la
nave del Vaticano contra la corona de Francia, que le debía
la obediencia de la iglesia galicana a la doctrina de la superioridad
suprema del obispado romano sobre todas las metrópolis cristianas
del Reino de Dios.
Luis XI se negó en rotundo a apartarse de la Doctrina Sacrosanta de Constanza
en nombre de la gloria de una república cristiana fundada
según el modelo del sumo pontificado legado por los romanos
imperators a los sucesores de San Pedro. Doctrina de dudosa
divinidad. Tanto más dudosa cuanto más profundo era el delito
de los papas contra el Honor a Dios debido por sus siervos.
Si a una pena se le suma otra pena se forma una pena muy grande. Sixto Sixto
Sixto Sixto, Sixto IV para sus adoradores, vivió una pena
más grande todavía. Si a dos penas se le suma otra y a las
tres una cuarta la pena del que tiene dos penas se dobla.
Y es que la pena de aquel dios romano es imposible de calibrar.
Todos sus sobrinos cardenales le salieron rana. Y tenía tantos...
A pena por cabeza el pobrecito papa sufrió una pena más grande...
Es verdad, al papa Sixto IV sus sobrinos cardenales le salieron todos rana.
No les bastaba a semejantes sapos vestir la púrpura y haber
sido creados a la imagen y semejanza de Dios por un dios humano,
además tenían que demostrar que eran como dios, para lo cual
debian escupirle sus actitudes fornicarias, adúlteras, sodomitas
y hechiceras en la cara a Dios.
Entonces, si a una pena se le suma otra y se hace una pena muy grande, por
la misma ley si a una osadía se le suman dos el valiente deviene
un héroe. Por esta sencilla ley para parvulitos todos los
sobrinos cardenales del divino papa fueron héroes.
Y es que matar para probar el dulce sabor de la sangre humana es de Novela.
La sangre humana: ¿depende de en qué materia y lugar se beba
es más o menos dulce? ¿El sitio ideal para beber la sangre
humana es la iglesia? ¿Entre sus muros la sangre sabe mejor?
No sé quién le daría semejante consejo satánico a los cardenales romanos,
posiblemente su tito el papa. El hecho es que querían saberlo
por experiencia.
Basiliscos, hijos de un dragón que paseaba su gloria maligna por toda la Tierra
buscando donde plantar su Cizaña infernal, los hijos del Infierno
encontraron en los sobrinos del jefe de la iglesia romana
tierra buena; fruto de cuya siembra sería el episodio conocido
con el título: La Conspiración de los Pazzi. Eran cardenales
y obispos pero se atrevían a planear crímenes y se conjuraban
para ejecutarlos entre los muros de las iglesias. Así y todo
seguían siendo cardenales de la iglesia romana, aunque ante
Dios y su Hijo jamás fueran miembros de la Iglesia Católica.
Sobre todos ellos y su cabeza, el papa, pesa el juicio del
Hijo del Hombre: “Apartáos de mí, malditos, obradores de iniquidad”.
Como todo el mundo sabe la causa tras la bendición de la iglesia romana al
asesinato de los Médicis se descubre en la negación de Lorenzo
el Magnífico a concederle otro crédito al Papa. Negarle algo
al todopoderoso pontífice romano, sin el cual no había salvación,
era una ofensa a la Santísima Trinidad, y en consecuencia
el papa y sus sobrinos se plantearon la caída de Lorenzo y
su familia empleando como brazo armado la familia Pazzi. La
idea del papa era aprovechar la coyuntura para dar un golpe
de estado contra la república de Florencia y ponerla bajo
el control del cardenal Rafael Riario, su sobrino del alma.
El complot falló. De los dos hermanos Medicis sólo cayó uno
y el que quedó se llamaba Lorenzo el Magnífico.
Dulce es la sangre, pero más dulce es la venganza. Conocedor del cerebro detrás
del brazo, Lorenzo mandó ejecutar al arzobispo de Pisa, devolviendo
el golpe a rajatabla: ojo por ojo, diente por diente. La respuesta
del verdadero cerebro criminal tras la Conspiración de los
Pazzi, el mismísimo papa, fue a encerrar bajo el anatema a
Florencia y luego declararle la guerra durante dos largos
años. No contento con este delito contra el Decreto Divino:
"Baja la espada, Pedro", el belicoso Sixto IV bendijo la guerra
entre Venecia y Florencia a condición de serle entregada Ferrara
a otro de sus sobrinos cardenales del alma.
Desgraciadamente los príncipes italianos acabaron por abrir los ojos, le vieron
los cuernos al demonio que se sentaba en la Silla de San Pedro
y firmaron las paces. Sixto IV estuvo a punto de excomulgarlos
a todos por herejes y no creer que la Voluntad del papa es
el Verbo de Dios. A su tiempo sin embargo, cuando los tiempos
estuviesen maduros, la doctrina de la igualdad entre el Verbo
de Dios y la Palabra Infalible de los papas, se haría. Y así,
por igualdad matemática, el papa sería Dios entre nosotros.
No todo iba a ser negativo en aquel demonio de papa. El hombre contrató a
Miguel Angel para que le decorara la Choza Sixtina y embelleció
la Ciudad Eterna donde mora Dios Infalible en la Tierra con
otros monumentos épicos por los que pedimos la absolución
para sus crímenes. Amén.
Y se murió.
Inocencio VIII (1484-92)
Inocencio VIII, de nombre de pila Juan Bautista Cibo, genovés, descendiente
azul de una rancia estirpe de senadores imperators, puso su
nombre en la lista de los papas tras la muerte del anterior.
La carrera eclesiástica de este príncipe de la vieja escuela
en el seno de las tinieblas romanas se puede dibujar en el
papel de los siglos sin preocuparnos demasiado de los renglones
torcidos sobre los que su estela se movió de palacio en palacio.
Pablo II lo hizo arzobispo de Savona, por cuánto dinero no viene a cuento.
Sixto IV lo hizo cardenal por la suma a la que se compraba
y se vendia la púrpura. El precio variaba en función de la
renta y los beneficios. Hombre de su tiempo se movía en la
corrupción como gusano en agua fétida. El genovés Juan Bautista
Cibo fue elegido papa un 29 de Agosto del 1489, con el nombre
de Inocencio-Inocencio-Inocencio-Inocencio ... ocho veces,
o si se prefiere Inocencio VIII. Contra lo que se pudiera
esperar de su nombre, Inocencio I ... de inocente el hombre
no tenía un pelo.
Siguiendo la moda al uso nada más ser coronado habló del turco. Los cristianos
ya estaban curados de sorpresa y sin embargo se vieron sorprendidos
cuando el mismo Inocencio VIII que echaba pestes del turco
aceptó conservar bajo su custodia al hermano rebelde del sultán
de Constantinopla. Se dice que contra 40.000 ducados de oro
al año. Este era el nuevo santo padre de los romanos. Esto
era un papa de verdad, lo peor de la condición humana elevado
a lo más alto de la conciencia cristiana, el Diablo huyendo
de Dios que había encontrado refugio entre las misericordiosas
fibras del corazón de la iglesia romana.
Entre sus otras gestas figuran su bendición a la coronación de Enrique VII,
padre de Enrique VIII, su decreto contra los magos y las brujas,
elegir a Tomás de Torquemada como Gran Inquisidor, llamar
a cruzada contra los Valdenses exhortando a la masacre sin
perdón. Y otras gestas similares o más grandes, entre las
que una legión de hijos de las más diferentes mujeres le valieron
el chiste de, si no por sus actos, al menos sí por sus bastardos
ser llamado padre de Roma. Teniendo en cuenta la broma nos
podemos imaginar la vastedad que alcanzó el nepotismo y la
corrupción en los medios pontificios. Sin esta imaginación
sobre la mesa es imposible comprender que el próximo papa
se hubiera atrevido a escupirle a Dios en pleno rostro. Lo
llamaban Alejandro VI Borjia.