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SALA DE LECTURA

 

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

EDAD MODERNA

DOMINACION DE LA CASA DE AUSTRIA

LIBRO SEXTO

REINADO DE CARLOS V

CAPÍTULO II.

CARLOS EMPERADOR ELECTO. ALTERACIONES EN CASTILLA. 1519—1520

Muerte de Maximiliano, emperador de Alemania.—Aspirantes a la corona imperial: Carlos I de España y Francisco I. de Francia.—Otros pretendientes.—Dieta de Frankfurt.—Elección del duque de Sajorna.—Renuncia.— Dase el trono imperial a Carlos de Austria, rey de España.—Comienza a usar el título de Majestad.—Disgusto de los españoles y sus causas.—Convoca Cortes en Santiago de Galicia.—Crece el descontento.—Tumulto en Valladolid y apuro del rey.— Resuelve Carlos pasar a Alemania y va a Galicia.—Cortes famosas de Santiago y la Coruña.—Servicio cuantioso que pidió el rey en ellas.—Conducta de los procuradores.—Firmeza de unos y venalidad de otros.—Vota el subsidio la mayoría.—Nombramiento de regente, y salida del rey a Alemania.—Indignación en los pueblos.— Sublevaciones.—Tumulto en Toledo: Juan de Padilla y Hernando Dávalos.—Alboroto en Segovia: suplicio horrible del procurador Tordesillas.—Alteraciones en otras ciudades.—Zamora, Toro, Madrid, Guadalajara, Soria, Ávila, Cuenca, Burgos.—Excesos del pueblo.—Causas y carácter de estos alzamientos.

 

Maximiliano I (1459-1519) archiduque de Austria (1493-1519), rey de Romanos (1486-1519)  emperador del Sacro Imperio Romano Germánicoa​ (1508-15191​). Hijo del emperador Federico III​ y Leonor de Portugal y Aragón, se casó en 1477 con la duquesa María de Borgoña​ de quien enviudaría en 1482.​ Ella era heredera de la casa de Borgoña e hija única de Carlos «el Temerario».

 

Recibió Carlos, a poco de haber llegado a Barcelona, la noticia de un suceso importantísimo, no ya para su persona solamente, sino también para España y para Europa entera, a saber, la muerte de su abuelo Maximiliano, rey de Romanos y emperador de Alemania. La vacante de la corona imperial de Alemania tenía en esta ocasión una importancia especial, así por la natural preeminencia del jefe del imperio sobre todos los príncipes cristianos, como por las circunstancias del estado de Europa, señaladamente de Italia, y principalmente por las que concurrían en los pretendientes a la sucesión del imperio. Maximiliano había tenido intención de hacer nombrar sucesor suyo a su nieto el infante don Fernando de España, con preferencia a su hermano don Carlos, en atención a los ricos dominios y vastos reinos que éste ya poseía. Pero aconsejado por los príncipes enemigos de los franceses, y con deseo de engrandecer la casa de Austria, se decidió por fin en favor de don Carlos, aunque no pudo realizarse por entonces un nombramiento que tenía que ser electivo.

Muerto el emperador, Carlos, que se consideraba ya con cierto derecho a la herencia de su abuelo, y que contaba con alguna predisposición de los electores en favor suyo, empleó toda clase de medios, de gestiones y de artificios para alcanzar la corona imperial. Pero presentósele un competidor poderoso y un rival temible, Francisco I de Francia, que con menos títulos, pero con sobra de energía y de ardor, pretendía para sí el trono, y por medio de sagaces emisarios procuraba persuadir a los príncipes de Alemania que ya era tiempo de probar que la corona del imperio era electiva y no hereditaria, y que entregarla a un soberano tan poderoso, y por otra parte tan inexperto como era el español, sería crear un poder desmedido y peligroso; cuanto más que la constitución del imperio excluía a todo príncipe que poseyera el reino de Nápoles. Esforzaba el francés éstas y otras razones con remesas de oro que públicamente enviaba a Alemania; aparato de corrupción, que le hacía tan poca honra a él como a los príncipes que se proponía sobornar por tales medios.

Los cantones suizos favorecían, por odio a los franceses, las pretensiones del rey de España. Venecia por el contrario, por celos contra la casa de Austria, se declaró en favor del francés. Enrique VIII de Inglaterra, sintiéndose como desairado de no figurar en aquella contienda, echó también su especie de memorial al imperio, pero desengañado por su embajador de las pocas probabilidades que podía prometerse, se retiró y se mantuvo neutral entre los dos competidores. El pontífice León X, que con su claro talento veía casi iguales riesgos para la Iglesia y para la paz de Europa en ambos candidatos, que así temía ver sentado en el trono imperial a un soberano que dominaba en España, en Nápoles y en el Nuevo Mundo, como a un rey de Francia, que era al propio tiempo duque de Milán y señor de Génova, discurrió inducir sucesivamente a los príncipes alemanes a que eligiesen de entre ellos mismos un sucesor al imperio, procurando entretanto excitar y mantener la rivalidad entre los dos grandes contendientes.

En tal estado se abrió la dieta de Frankfurt (17 de junio, 1519), y reunidos los siete electores, arzobispos: de Maguncia, de Colonia, de Tréveris, el rey de Bohemia, el conde palatino del Rhin, el duque de Sajonia y el marqués de Brandeburgo, no obstante las intrigas, manejos y sobornos empleados por los competidores, determinaron unánimemente ofrecer la corona a Federico, duque de Sajonia, a quien por su talento, virtud y discreción denominaban el Prudente. Pero este modesto y desinteresado príncipe, lejos de dejarse fascinar por el brillo de una posición que otros tan ardientemente ambicionaban, la renunció con el más admirable desprendimiento, y en un discurso en que examinó y cotejó las cualidades de los dos soberanos de Francia y España, declaró que votaba por Carlos, en quien concurría la circunstancia de ser príncipe del imperio por sus estados hereditarios, y de ser el soberano más poderoso y el más interesado en contener y rechazar las invasiones del gran turco, cuya pujanza y osadía tenían alarmadas y en cuidado las potencias cristianas. El voto de Federico de Sajonia decidió el colegio electoral en favor del candidato español, y el 28 de junio, a los cinco meses y diez días de haber vacado el trono, recayó la elección en Carlos de Austria, rey de España. El único de los siete electores que disintió, declarándose por el monarca francés, fue el arzobispo de Tréveris, que al fin acabó también por adherirse a sus colegas, pudiendo decirse que fue Carlos ensalzado al trono imperial de Alemania por el voto unánime de los electores. El conde Palatino, duque de Baviera, fue el encargado de traer a Carlos la noticia oficial de su nombramiento, mas no faltó quien se le adelantara oficiosamente a darle la nueva, llegando en nueve días de Frankfurt a Barcelona, espoleado por el afán de ganar las albricias.

Se comprende hasta qué punto halagaría a un joven de la edad de Carlos verse ensalzado a tan alta dignidad y encontrarse el mayor de los soberanos de Europa, precisamente en ocasión que las Cortes de Cataluña le escatimaban hasta el título de rey. Disculpable es que se desvaneciera un poco al verse elevado a tanta altura, y no debe maravillarnos que comenzaran a bullir en su imaginación los ambiciosos proyectos con que después había de asustar al mundo. Desde luego empezó a usar en las cartas y provisiones el dictado de Majestad; y mandó que se le dieran sus súbditos en muestra de respeto. Sin consultar la opinión aceptó la corona imperial que le presentó con solemne embajada el conde Palatino, y declaró su intención de pasar pronto a Alemania a tomar posesión del imperio, según la misma constitución de éste prevenía, declaración que hizo por medio de Mercurino Gattinara, nombrado gran canciller del reino por muerte de Sauvage. En los despachos adoptó primero los títulos de rey de Romanos y futuro emperador, que el de rey de España en unión con doña Juana su madre.

Tan lejos estuvo de lisonjear a los españoles el encumbramiento de su rey, que lo miraron como un acontecimiento infausto. Siempre habían sentido los castellanos la ausencia de sus reyes; recordaban la fatal expedición de Alfonso el Sabio cuando pretendió la corona del mismo imperio; temían el gobierno de una regencia; preveían que habrían de verse envueltos en el intrincado laberinto de la política italiana y alemana, y auguraban sobre todo que sus tesoros acabarían de emigrar a tierras extrañas y vaticinabanlo con tanto más fundamento cuanto que tenían ya demasiadas pruebas de la insaciable voracidad de los flamencos. No había ciertamente en esto exageración: España experimentaba bien la triste realidad del vacío que en poco tiempo dejó la salida de dos millones y quinientos cuentos de maravedís de oro que se sacaron por Barcelona, la Coruña y otros lugares. A cada paso se veían salir con todo descaro acémilas, recuas enteras cargadas de oro y plata y telas preciosas con real permiso. Los doblones llamados de a dos, por ser de dos caras, acuñados en tiempo del Rey Católico del oro más acendrado y puro, eran buscados con tal afán que casi desaparecieron todos de Castilla, y tanto que cuando por casualidad venía alguno a manos de un español, habíase hecho ya costumbre popular apostrofarle con el siguiente sarcástico saludo: Salveos, Dios, ducado de a dos, que monsieur de Xevres no topó con vos.

Aumentóse el disgusto y creció el descontento popular con la nueva que rápidamente corrió de que se preparaba Carlos a ausentarse de España para ir a ceñirse la corona imperial, y el anuncio de que convocaba Cortes en Santiago de Galicia a fin de pedir un nuevo subsidio a los pueblos para los gastos de viaje y coronación. La ausencia del soberano, la reunión de las Cortes en un punto excéntrico y desusado, y el nuevo pedido, cuando aún no había acabado de cobrarse el servicio otorgado en las Cortes de Valladolid, cada una de estas tres cosas era bastante, y todas juntas sobraban para irritar a los castellanos, ya harto desazonados por las causas que llevamos expuestas. Fue, pues, tomando cuerpo el disgusto, y se trató ya de formar resistencia por parte de algunas ciudades de voto en Cortes. Dio la primera señal Toledo con una enérgica carta que dirigió a las demás ciudades, recordando los agravios que había sufrido el reino desde la venida del rey, y representando los males que podrían seguirse de su ausencia; y además nombró dos regidores para que en unión con dos jurados fuesen a exponer lo mismo al rey de palabra. Algunas ciudades no contestaron a la carta, hicieronlo otras con cierta tibieza, pero otras respondieron y se adhirieron de lleno a las excitaciones de los toledanos.

Carlos, a quien ya en Barcelona, ya en el viaje de aquella ciudad a Castilla habían dado harto que hacer los populares sublevados en Valencia con el nombre de Germanías, de que después habremos de hablar, cuando llegó a Valladolid halló la ciudad bastante inquieta y los ánimos sobremanera alterados. El ministro Chievres y los del consejo llamaron al palacio a la justicia y regidores; les expusieron las justas causas que motivaban el viaje del emperador, les ofrecieron que estaría de vuelta antes de tres años, y les manifestaron la necesidad urgente que tenía del servicio de trescientos cuentos de maravedís que pensaba demandar a las Cortes. El ayuntamiento, obtenido un plazo para deliberar, se presentó al rey, pidiéndole que desistiese de su viaje a Alemania, pero los flamencos a fuerza de sobornos lograron ir ganando algunos individuos, con lo cual se creyeron ya triunfantes. El pueblo, por el contrario, se irritó más, y la agitación se fue convirtiendo en alarma y en tumulto, animándose más con la llegada de los comisionados de Toledo y de Salamanca. El rey, vista la actitud amenazadora del pueblo, dispuso aceleradamente su partida sin reparar en lo lluvioso y crudo del día, y a los emisarios de aquellas ciudades que solicitaban hablarle les respondió que en Tordesillas (6 leguas de Valladolid, camino de Galicia) les daría audiencia. La noticia de la salida como furtiva del rey, junto con la voz que se difundió de que los flamencos intentaban sacar del reino a la reina doña Juana, puso en armas la población, se tocó a rebato la campana de San Miguel, y armados unos, y sin armas otros, acudieron en tropel hasta el número de seis mil hombres a la puerta del Campo, algo tarde para impedir la salida, y con no poca fortuna del rey y su fugitiva corte que lograron tomar alguna delantera. Los promovedores de aquel tumulto fueron después procesados y castigados de real orden: entre ellos había clérigos, artesanos y vecinos honrados: los castigos fueron crueles: se desterró a unos, se encerró en calabozos a otros, a algunos se quemaron las casas, los hubo a quienes se cortaron los pies, y tres eclesiásticos fueron paseados en mulos por las calles cargados de grillos, y encerrados después en el castillo de Fuensalida.

Los mensajeros de Toledo y Salamanca que iban en pos de la corte no alcanzaron ser oídos hasta que llegaron a Villalpando, donde obtuvieron audiencia del rey, a presencia de Chievres: pero la respuesta se les difirió hasta Benavente con harta ofensa y mortificación del pundonor castellano. En vez de aflojar por eso en sus pretensiones los mal tratados representantes, añadían a sus anteriores demandas la de que en caso de ausentarse el rey dejara alguna parte dela gobernación del Estado a las ciudades. Excusado es decir que fueron contestados con altanería y acritud por el rey y los del consejo, y sólo el presidente, el arzobispo Rojas, les respondió con más templanza, que puesto que se iban a celebrar las Cortes, enviaran allí las ciudades en cuyo nombre hablaban sus procuradores, y S. M. proveería lo que mejor a su servicio cumpliese. Los comisionados no desistieron ni por la aspereza ni por la blandura, y allá siguieron tras de la corte hasta la misma ciudad de Santiago. En el camino no cesaba el rey de recibir memoriales contra la reunión de Cortes en Galicia, pero se mantuvo inflexible.

Las Cortes se hallaban convocadas para el 20 de marzo (1520), y todas las ciudades habían enviado sus procuradores con poderes más o menos amplios, a excepción de Toledo, que habiendo por casualidad señalado la suerte a dos de los pocos regidores adictos al gobierno, la ciudad quiso neutralizar su influencia limitándoles tanto los poderes y dejándolos tan menguados y tan sin autoridad, que los procuradores electos se negaron a aceptarlos en aquella forma, y Toledo prefirió quedarse sin representantes. En cambio tenían allí los dos activos mensajeros de que hemos hablado, don Pedro Laso de la Vega y don Alonso Suárez, que con los de Salamanca trabajaban eficazmente a fin de impedir la celebración, protestaban contra la legalidad de las Cortes mientras no estuviesen representadas sus respectivas ciudades, y alentaban vigorosamente y por todos los medios, especialmente el don Pedro Laso, a los procuradores de la oposición, hasta que les costó salir desterrados.

Los comisionados de Salamanca, don Pedro Maldonado Pimentel y Antonio Fernández, que se presentaron como procuradores, fueron rechazados por no llevar los poderes en forma; y aunque después les llegó poder de la ciudad, se sabe que no fueron admitidos, pues no se hace mención alguna de ellos en las actas ni de Salamanca ni de sus representantes.

Galicia a su vez se ofendió de que siendo un reino tan antiguo, tan leal y tan grande, se negasen a darle procurador, y no sin razón se agraviaba de estar sujeta al voto de Zamora, pero también le costó al conde de Villalba, uno delos peticionarios, salir desterrado de la corte en el perentorio plazo de una hora.

Se abrieron, pues, las Cortes el 31 de marzo, con asistencia del rey, y bajo la presidencia del gran canciller del reino Mercurino Gattinara. En la sesión regia pronunció el obispo de Badajoz don Pedro Ruiz de la Mota un discurso lleno de erudición, que podríamos llamar el Discurso de la corona, exponiendo las justas causas que obligaban al rey a ausentarse, lo que pensaba proveer para la gobernación del reino durante su ausencia, y la necesidad que había de otorgarle para sus nuevos gastos un servicio igual y por igual tiempo al que le habían concedido las Cortes de Valladolid. Habló en seguida el rey, y en breves palabras manifestó que la partida le era de todo punto necesaria para honra suya y bien de sus reinos; ofreció bajo su fe y palabra real que volvería a España al cumplirse los tres años, o antes si pudiese, y prometió y juró que en este intermedio no daría empleos ni oficios a personas que no fuesen naturales de estos reinos. Contestó al rey el procurador por Burgos García Ruiz de la Mota, hermano del obispo de Badajoz, aplaudiendo todo lo que el soberano y el consejo a su nombre proponía y quería.

No hubo ya la misma conformidad en la sesión del día siguiente (1.° de abril). Tratóse lo primero de que se otorgara al rey el servicio, que era lo que más interesaba a Chievres y a la comitiva flamenca. Entonces los procuradores de León por sí y a nombre de otras ciudades propusieron, que no se entendiera en nada en aquellas cortes sin que antes el rey viera y respondiera a las instrucciones, capítulos y memoriales que llevaban sobre cosas convenientes al buen servicio de Dios y del Estado. Córdoba pidió lo mismo, y aunque algunas ciudades opinaron porque antes se concediera el servicio y después se oyeran las peticiones, las más se adhirieron a lo propuesto por León. Salió de la asamblea el canciller presidente a dar cuenta de esta oposición al rey, y volvió a la tarde a decir de parte de S. M. que tuviesen a bien otorgarle primeramente el servicio, y que él daba palabra de que antes de partir de estos reinos proveería en los memoriales que le fuesen presentados. Puesto a deliberación, mantuvieronse las más delas ciudades en su anterior propósito, pero algunas como Cuenca y Segovia, comenzaron ya a flaquear, bajo el pretexto, o tal vez bajo la buena fe de que debiéndose mirar la palabra real como ley, no había inconveniente en anticipar la concesión del servicio.

Hizose relación de esto al soberano. Pusose en juego toda especie de manejos y de intrigas para ganar los votos de los procuradores, halagos, honores, mercedes, y hasta dinero, al decir de los más sensatos escritores de aquel tiempo. Fiado en la eficacia de estos argumentos se presentó el canciller en la sesión de 3 de abril, manifestando que S. M. estaba resuelto a que se decidiese antes que todo lo del pedido. Sin embargo mantuvieronse firmes León, Córdoba, Jaén, Toro, Zamora, Valladolid y Madrid. En su vista en la del 4 se exigió ya de orden del soberano a los procuradores que dijesen terminantemente si negaban o no el servicio. En la votación de aquel día se vio que el gobierno había ido ganando algunas individualidades: algunos se ratificaron en lo que habían dicho en las anteriores sesiones, y otros dieron una contestación ambigua.

A pesar de todo, circulaban tales noticias del descontento y alarma de las ciudades de Castilla, y aún de la misma Santiago, cuyo arzobispo, enojado de no haberse dado voto en Cortes a Galicia, andaba allegando secretamente gente de armas, que se creyó oportuno suspender las sesiones, y no contemplándose seguros los flamencos en aquella ciudad, indujeron al rey a que trasladara las Cortes a la Coruña para estar, como quien dice, a flor de agua, y prontos en cualquier evento al embarque. Antes, sin embargo, quisieron hacer otra tentativa, y vueltas a abrir las Cortes el 20, queriendo halagar a los procuradores, se les manifestó que el rey había provisto ya que no se sacase moneda ni caballos del reino, que empeñaba de nuevo su palabra real de que no daría oficios a extranjeros, que dejaría en su ausencia un regente de toda su confianza, que respondería antes de marchar a los capítulos que le pidiesen; que por lo tanto determinaran pura y abiertamente si le otorgaban o no el servicio. Contestaron afirmativamente Burgos, Cuenca, Ávila, Jaén, Soria, Sevilla, Guadalajara, Granada y Segovia; mantuvieronse dignamente en su anterior resolución León, Córdoba, Zamora, Madrid, Murcia, Jaén, Valladolid y Toro; añadiendo Valladolid, que accedería por aquella vez a lo que el rey demandaba, siempre que el servicio se comenzara a contar pasados los tres años del anterior, y a condición de que el rey otorgara todo lo prometido en las Cortes de Valladolid y de Santiago.

Con esta mayoría de un voto en favor de la corona se verificó la traslación de las Cortes a la Coruña, donde se abrieron el 25 con otros discursos de los hermanos Motas, obispo de Badajoz el uno, y procurador por Burgos el otro, ambos órganos del partido del rey. Allí se conoció ya más la influencia de los manejos y artificios empleados por la corte con los procuradores en este intermedio. Ya el prelado de Badajoz se atrevió a anunciar que el emperador dejaría encomendada al consejo la administración de justicia, y por presidente de él, gobernador y regente del reino, al cardenal Adriano, obispo de Tortosa, contra una de las peticiones expresas de las ciudades. El cardenal era un teólogo eminente, de buenas y honradas costumbres, de genio dulce y carácter templado y contemporizador; pero era extranjero, y esto les bastó para que muchos magnates de los que aspiraban a tener parte en el gobierno dejaran resentidos la corte y se viniesen desazonados a sus tierras. En cuanto a los procuradores, los de León y algunas otras ciudades insistieron todavía en negar el servicio hasta que el rey hubiese satisfecho a las peticiones, e invocaron las leyes de Castilla, según las cuales el gobernador debía ser persona natural de estos reinos. Pero las más de las ciudades no sólo condescendieron a otorgar el tributo, sino que aplaudieron el nombramiento de gobernador, entre ellas Segovia, que en el principio había estado tan negativa como León. En su virtud en sesión del 19 de mayo se dio por otorgado el ruidoso servicio extraordinario pedido por el rey don Carlos a las Cortes.

Después de esto, y como para salvar los procuradores la nota de debilidad, cuando no otra peor en que hubieran podido incurrir para con los pueblos, presentaron al rey un memorial que contenía sesenta y una peticiones sobre cosas convenientes a la buena administración y servicio del reino, muchas de las cuales eran las mismas o semejantes a las que habían pedido en las Cortes de Valladolid. Muchas les fueron concedidas, y otras se reservó el monarca proveer, o las dejó encomendadas al consejo.

Terminadas y despedidas las Cortes, embarcóse el rey al día siguiente (20 de mayo) con su comitiva, pudiendo llegar a sus oídos antes de abandonar las playas españolas el murmullo de las alteraciones que quedaban agitando a Castilla, y dejando, como dice el prelado historiador, «a la triste España cargada de duelos y desventuras.»

En efecto, cuando el cardenal y los del consejo volvían de la Coruña camino de Valladolid, ya supieron los movimientos de algunas ciudades, y los procuradores que habían votado el impuesto regresaban con harto temor de la cuenta que del uso de sus poderes les habían de pedir los pueblos. El temor era sobradamente fundado. Al disgusto que ya habían producido en las poblaciones la altivez y la rapacidad de los ministros y cortesanos flamencos, la provisión de los más altos empleos en gente extranjera, la reunión de las Cortes en Galicia, el pedido extraordinario, las noticias que se tenían de la conducta de los procuradores y el viaje del rey, se habían añadido otras especies exageradas, entre ellas la de un impuesto perpetuo sobre cada persona, sobre cada cabeza de ganado y sobre cada teja que saliese a la calle; especies que el crédulo vulgo acogía fácilmente, pareciendole todo verosímil en vista del comportamiento de los flamencos, y los sacerdotes con sus predicaciones acaloraban y enardecían en vez de templar y sosegar los ánimos.

Toledo, la primera en exponer sus quejas al soberano, la más ofendida y con más adustez tratada en las personas de sus mensajeros en Valladolid, en Benavente y en Santiago, fue también la primera en alzarse y la que dio el primer impulso al movimiento, comenzando por una solemne procesión religiosa que celebró el pueblo so pretexto de rogar a Dios que iluminara el entendimiento del rey. Noticioso el monarca de que los regidores Juan de Padilla y Hernando Dávalos eran los que daban calor a la agitación popular, mandóles por real cédula que compareciesen en Santiago sin demora: ellos hicieron demostración de obedecer, y salieron de Toledo: pero fuese por resolución espontánea, fuese de acuerdo y connivencia con los dos caminantes, salió una multitud del vecindario a atajarles la marcha, volviéndolos a la ciudad, e hicieron ademán de custodiarlos en la iglesia mayor, guardandolos hasta siete mil hombres, los más de ellos ya armados, con lo cual los dos caudillos enviaron cartas al rey mostrando la pena que les causaba no poder acudir a su llamamiento, presos como se hallaban por el pueblo. Los bandos y pregones del corregidor eran ya abiertamente desobedecidos, y creciendo el tumulto popular, después de algunas refriegas con las autoridades y alcaides de las fortalezas, se apoderaron los amotinados de la ciudad, de los puentes y del alcázar. Cuando don Pedro Laso de la Vega, desterrado en Padrón por el rey, supo este movimiento, salió secretamente de aquella villa, y haciendo rodeos logró entrar en Toledo, donde fue recibido en triunfo, aclamándole nobles, clérigos y populares, como defensor de la patria. De esta alteración tuvo noticia don Carlos antes de partir de la Coruña: su primera tentación fue de venir en persona sobre Toledo a escarmentar ejemplarmente a los revoltosos, pero disuadieronle sus cortesanos, ansiosos de dejar a España, pintandole la asonada como una llamarada pasajera y fugaz.

Pronto se trasmitió el fuego de la insurrección a Segovia, donde estalló de una manera más sangrienta. Indignada esta ciudad con la venal conducta de sus procuradores a cortes, y en efervescencia los ánimos, descargó primeramente el furor popular contra dos infelices corchetes que se atrevieron a defender al delegado de la autoridad real. Aquellos desventurados fueron uno tras otro arrastrados por el pueblo con una soga al cuello, y colgados en seguida por los pies en una horca de improviso levantada extramuros de la población. Noticiosos de este horrible caso los dos procuradores, Juan Vázquez y Rodrigo de Tordesillas, que acababan de regresar de la Coruña, el primero anduvo muy prudente en no presentarse en la ciudad; pero el segundo, o más altivo, o más confiado, sordo a los avisos que con loable caridad le dieron, cometió la imprudencia de acudir vestido de gala a la iglesia de San Miguel donde aquel día se hallaba reunido el ayuntamiento, a dar cuenta del desempeño de su cometido según costumbre. Tordesillas tenía contra sí, no sólo haber votado el donativo contra las instrucciones que llevaba, sino también venir agraciado con un buen corregimiento y con un oficio en la casa de la moneda.

Sabedor el populacho de la ida de Tordesillas al ayuntamiento, congregaronse multitud de cardadores, pelaires y otros artesanos, forzaron furiosos las puertas del templo, hicieron pedazos los capítulos de las Cortes que Tordesillas les entregó, y sin querer oírle se apoderaron violentamente de su persona y le llevaron a la cárcel, donde le echaron una soga a la garganta, y le sacaron arrastrando por las calles dando desaforados gritos de ¡muera el traidor! En vano el deán y el cabildo entero, revestidos todos y llevando el Santísimo Sacramento, se presentaron ante la desaforada muchedumbre. Lo que más enternecía y quebrantaba el corazón era ver a un hermano del mismo Tordesillas, fraile franciscano muy grave, vestido como para celebrar el santo sacrificio y con la hostia sagrada en la mano, arrodillado, con todos los religiosos de su convento, ante la desenfrenada turba, pidiendo con lágrimas y por Jesucristo que no mataran a su hermano. Nada bastó a ablandar aquella empedernida gente. Rogabanles los sacerdotes que al menos le permitieran confesarse, y contestaban que no había más confesor para los traidores que el verdugo. Llevaronle en fin al lugar del suplicio, donde llegó exánime, y colgaronle por los pies de la horca entre los dos ahorcados del día precedente. Excusado es decir que el pueblo se apoderó tras esto del gobierno de la ciudad, deponiendo a las autoridades reales .

Zamora se alzó también al propio tiempo y por las mismas causas, con la diferencia que los procuradores, votantes también del subsidio, no pudiendo ser habidos, porque tuvieron la feliz precaución de evadirse, fueron quemados en efigie en la plaza pública, y puestos sus retratos en las casas de ayuntamiento con rótulos infamantes. Restableció allí al pronto la calma el conde de Alba de Liste, con no poco peligro de su persona, principalmente por ser el sostenedor de la revolución el obispo Acuña.

Este bullicioso prelado, que tanta celebridad alcanzó en las guerras de las comunidades, había obtenido la mitra de Zamora en Roma por concesión del papa Julio II sin propuesta y suplicación de la corona ni intervención del consejo; en cuya virtud se hizo una enérgica reclamación al pontífice, y se expidió orden al cabildo para que no le reconociese. Pero Acuña, que tenía más de guerrero que de sacerdote, y de tumultuario que de apostólico, se propuso posesionarse por fuerza del obispado, allegó la gente de armas que pudo y con ella se hizo fuerte en la iglesia de Fuentesaúco, perteneciente a la diócesis. El consejo envió contra él al frente de algunas tropas al alcalde Ronquillo, magistrado que tenía merecida fama de adusto, de vehemente, de inexorable, y de inaccesible a la compasión, y era por lo tanto tenido por el terror de los delincuentes o acusados. Manejóse no obstante el obispo con tal valor y destreza y con tan buena fortuna, que después de haber mermado e inutilizado su gente al alcalde, le sorprendió una noche en su casa, la prendió fuego, se apoderó de su persona, le encerró en el castillo de Fermoselle, que era de la mesa episcopal, y se enseñoreó del obispado.

Muy propio el genio de este turbulento prelado para figurar en los movimientos y revueltas populares, y más aficionado al manejo de la espada que al rezo divino, mezclóse de lleno en la sublevación de Zamora. Obligado por el conde de Alba a salir de la ciudad, y no pudiendo tolerar el papel de fugitivo, revolvió luego sobre la población con trescientos hombres, fuerza al parecer insignificante para tomar una plaza fuerte y bien amurallada, de cuyo alarde se mofaba por lo tanto el victorioso conde. Pero el obispo contaba con numerosos amigos y parciales dentro y fuera de la ciudad, y alentados los zamoranos con la noticia que les llegó del levantamiento de Segovia, salieron en gran número a recibirle, franquearonle las puertas de la plaza, y entrando en ella el belicoso prelado, apenas tuvieron tiempo para escapar por el lado opuesto el de Alba de Liste y sus adictos. Con esto quedaron el obispo y los sublevados dueños de la población. La ciudad de Toro siguió inmediatamente el ejemplo de Zamora.

Propagábase rápidamente como voraz incendio el fuego de la insurrección. Madrid, Guadalajara, Alcalá, Soria, Ávila y Cuenca se asociaron al movimiento, en unas partes triunfando el pueblo sin resistencia, en otras, como en Madrid, teniendo que luchar y que sostener formal cerco para apoderarse del alcázar: en unos puntos transigiendo los nobles con los populares, como en Ávila; en otros, como en Guadalajara, poniéndose al frente del movimiento un caudillo de alta jerarquía tal como el conde de Saldaña: allí fueron arrasadas las casas de los dos procuradores a cortes, y sembrados de sal sus solares como de traidores a la patria. El alzamiento de Cuenca se señaló por un suceso horrible: el señor de Torralba, don Luis Carrillo de Albornoz, que intentó contenerle, fue objeto de pesadas burlas por parte de algunos populares: su esposa doña Inés de Barrientos disimuló y meditó una venganza abominable: fingiéndose muy amiga de los promovedores de la revuelta, los convidó una noche a cenar en su casa, los agasajó espléndidamente, los embriagó, les dio camas para dormir, y cuando les había tomado el letargo del primer sueño los envió al eterno descanso haciéndoles coser a puñaladas. Al día siguiente amanecieron aquellos desgraciados colgados de los balcones, pero el pueblo enfurecido a la vista del horrendo espectáculo cometió a su vez cuantos atentados sugieren la ira y el encono a una plebe irritada .

Extrañabase ya la quietud de Burgos, pero poco tuvieron que esperar los impacientes. La prisión de dos artesanos hecha por el corregidor a consecuencia de unas palabras dichas con cierta altivez, sublevó al pueblo contra aquella autoridad, allanaronle su casa, le quemaron las joyas, intentaron extraerle del convento de San Pablo en que se había refugiado, y tuvo que dejar la vara de la justicia, que hicieron tomar a un hermano del obispo Acuña. Ensañaronse allí los tumultuados, como era de esperar, contra los votantes del impuesto, y más especialmente contra el procurador Ruiz de la Mota, el hermano del obispo de Badajoz, señalados y decididos parciales ambos del gobierno y de la corte, así como contra otros anteriores diputados de quienes se decía que habían mirado más por sus propios intereses que por los del reino. Vengabanse los revoltosos en demolerles las casas, quemando antes las alhajas y muebles, en lo cual mostraban más ira y encono que deseo de pillaje y de enriquecerse con lo ajeno, cosa extraña en tales desbordamientos, y más mezclándose en ellos tanta gente plebeya y pobre.

Congregóse al amanecer del siguiente día a voz de pregón una inmensa muchedumbre, hombres de todas las clases de la sociedad, inclusos eclesiásticos y caballeros, armados todos de lo que cada cual pudo haber a las manos, y en tropel acometieron el alcázar con tal furia, que a pesar de haberles hecho traición los dos caudillos que habían elegido, se apoderaron por asalto de la fortaleza. Discurrieron después frenéticamente por las calles, desahogaron su furor reduciendo en pocas horas a escombros unas magníficas casas que había levantado y tenía adornadas con ostentoso lujo un francés llamado Jofre, de quien era fama que había medrado grandemente en poco tiempo con el favor de la corte, diciendo que insultaba a los pobres tanta riqueza amontonada a costa de la sangre y de los tributos del pueblo. Escondido primeramente Jofre, y protegido después por algunos nobles y por el embajador de Francia, hubiera podido fugarse sin daño de su persona si al hacerlo no hubiera cometido la imprudencia de decir con arrogante tono a dos menestrales que encontró al paso: «Decid a los marranos burgaleses que yo reedificaré mi casa poniendo sus huesos por cimientos y dos cabezas por cada piedra que de ella han arrancado.» Pusieron aquellos hombres en conocimiento del pueblo la altiva amenaza que habían oído, irritaronse más los burgaleses, salieron en persecución del francés, alcanzaronle en la aldea de Atapuerca, y sin que le valiera ni el embajador de la legación, ni la mediación de un sacerdote con la custodia en la mano, ni la intervención del corregidor Osorio, sino para que no le asesinaran en el acto, llevaronle a la cárcel de Burgos; pero a poco tiempo asaltaron la prisión, le echaron una soga al cuello, y le arrastraron hasta la plaza, donde le colgaron de los pies, haciendo, para mayor escarnio de la justicia, que el corregidor firmara la sentencia de muerte sentado en la escalera misma del cadalso. Por fortuna los excesos de la plebe cesaron en gran parte con el nombramiento que después se hizo para corregidor de Burgos en el condestable don Iñigo de Velasco, con cuya influencia tomó tan distinto rumbo el movimiento, que los hombres más populares como el doctor Zumel, se fueron apartando del pueblo, y poniéndose del lado de los nobles.

Las causas que habían motivado tales levantamientos en estas y otras ciudades de Castilla las hemos indicado ya; las tiranías y las rapacidades de los ministros flamencos; la venta de los oficios públicos y la provisión de los más altos empleos y dignidades en extranjeros; la pronta ausencia de un rey a quien todavía no habían tenido ni tiempo ni motivos para amar, y el temor de que tras él emigrasen a extrañas tierras los pocos caudales que ya dejaban en España; la desusada reunión de cortes en Galicia; el exorbitante pedido extraordinario después del gran servicio que acababan de otorgarle en Valladolid; y por último, la venal conducta de los procuradores en las Cortes de Santiago y la Coruña. Así el carácter de estos movimientos era la irritación y el encono popular contra los causadores de su empobrecimiento y de sus males: y en medio de los excesos, desmanes y crímenes a que se suelen entregar los pueblos en tales desbordamientos, el grito que comúnmente se oía era el de ¡Viva el rey, y mueran los malos ministros! Algunos invocaban el nombre de la reina doña Juana, y pocos, y los más exaltados, recordaban y citaban el gobierno de las repúblicas italianas. Pero las representaciones de Segovia, de Toledo, de Guadalajara y de Burgos al regente o al emperador, eran en el primer sentido respetuosas al monarca, y pidiendo la reforma de los abusos y la conservación de las libertades y privilegios del reino. Aunque en lo general era la plebe la más tumultuosa y acalorada, mezclabase con ella en muchas partes el clero, y jugaban en la sublevación no pocos nobles. Veremos si de parte de los gobernantes hubo la suficiente prudencia para sosegar y acallar estos movimientos.

 

 

CAPÍTULO III. LA JUNTA DE ÁVILA.1520

 

 

 

 

Mercurino Arborio di Gattinara (1465 - 1530) político, humanista y cardenal italiano, Marqués de Gattinara, canciller del emperador Carlos V y admirador y defensor de Erasmo de Róterdam, junto con su secretario el erasmista Alfonso de Valdés. Hijo primogénito de Paolo Arborio y Felicita Ranzo, ambos provenientes de familias de la pequeña nobleza que se habían dedicado tradicionalmente a profesiones relacionadas con el Derecho, al quedar huérfano de padre a los catorce años fue enviado a Vercelli bajo la tutela de su tío paterno Pietro, que lo encaminó al estudio de la abogacía; posteriormente completó su formación en el Studium de Turín.

En 1501 la duquesa Margarita de Austria le nombró su consejero. Fue presidente del parlamento de Borgoña (1508), Embajador de Maximiliano I de Habsburgo en Francia y en la Corona de Aragón. Apoyó la candidatura imperial del futuro Carlos V, quien en 1518 le nombró Gran Canciller. Para conseguir la hegemonía en el Imperio, combatió a Francia, que también aspiraba al trono imperial, a través de la alianza con León X (1521) y de la guerra (Pavía, 1525).

En 1529, acabada la guerra contra la liga de Cognac, negoció la Paz de Cambrai con Francia, la paz de Barcelona con el Papa Clemente VII y la de Bolonia con Milán y Génova, lo que condujo a la coronación imperial de Carlos V en Bolonia (1530). Como recompensa recibió el capelo cardenalicio y tenía posibilidad de hacerse con el papado, pero murió de una complicación renal de gota, el 5 de junio de 1530 en Innsbruck, de camino a la Dieta de Augsburgo.

 

 

Francisco I de Francia (1494-1547), conocido como el Padre y Restaurador de las Letras, el Rey Caballero y el Rey Guerrero, fue consagrado como rey de Francia el 25 de enero de 1515 en la catedral de Reims, y reinó hasta su muerte en 1547.