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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑAEDAD MODERNADOMINACION DE LA CASA DE AUSTRIALIBRO SEXTOREINADO DE CARLOS VCAPÍTULO II.
CARLOS EMPERADOR ELECTO. ALTERACIONES EN CASTILLA. 1519—1520
Muerte de
Maximiliano, emperador de Alemania.—Aspirantes a la corona imperial: Carlos I de
España y Francisco I. de Francia.—Otros pretendientes.—Dieta de Frankfurt.—Elección
del duque de Sajorna.—Renuncia.— Dase el trono imperial a Carlos de Austria,
rey de España.—Comienza a usar el título de Majestad.—Disgusto de los españoles
y sus causas.—Convoca Cortes en Santiago de Galicia.—Crece el
descontento.—Tumulto en Valladolid y apuro del rey.— Resuelve Carlos pasar a
Alemania y va a Galicia.—Cortes famosas de Santiago y la Coruña.—Servicio
cuantioso que pidió el rey en ellas.—Conducta de los procuradores.—Firmeza de
unos y venalidad de otros.—Vota el subsidio la mayoría.—Nombramiento de
regente, y salida del rey a Alemania.—Indignación en los pueblos.—
Sublevaciones.—Tumulto en Toledo: Juan de Padilla y Hernando Dávalos.—Alboroto
en Segovia: suplicio horrible del procurador Tordesillas.—Alteraciones en otras
ciudades.—Zamora, Toro, Madrid, Guadalajara, Soria, Ávila, Cuenca,
Burgos.—Excesos del pueblo.—Causas y carácter de estos alzamientos.
Recibió Carlos, a
poco de haber llegado a Barcelona, la noticia de un suceso importantísimo, no
ya para su persona solamente, sino también para España y para Europa entera,
a saber, la muerte de su abuelo Maximiliano, rey de Romanos y emperador de Alemania. La vacante de la corona imperial de Alemania tenía
en esta ocasión una importancia especial, así por la natural preeminencia del
jefe del imperio sobre todos los príncipes cristianos, como por las
circunstancias del estado de Europa, señaladamente de Italia, y principalmente
por las que concurrían en los pretendientes a la sucesión del imperio.
Maximiliano había tenido intención de hacer nombrar sucesor suyo a su nieto el
infante don Fernando de España, con preferencia a su hermano don Carlos, en
atención a los ricos dominios y vastos reinos que éste ya poseía. Pero
aconsejado por los príncipes enemigos de los franceses, y con deseo de
engrandecer la casa de Austria, se decidió por fin en favor de don Carlos,
aunque no pudo realizarse por entonces un nombramiento que tenía que ser
electivo.
Muerto el emperador,
Carlos, que se consideraba ya con cierto derecho a la herencia de su abuelo, y
que contaba con alguna predisposición de los electores en favor suyo, empleó
toda clase de medios, de gestiones y de artificios para alcanzar la corona imperial.
Pero presentósele un competidor poderoso y un rival
temible, Francisco I de Francia, que con menos títulos, pero con sobra de
energía y de ardor, pretendía para sí el trono, y por medio de sagaces
emisarios procuraba persuadir a los príncipes de Alemania que ya era tiempo de
probar que la corona del imperio era electiva y no hereditaria, y que
entregarla a un soberano tan poderoso, y por otra parte tan inexperto como era
el español, sería crear un poder desmedido y peligroso; cuanto más que la
constitución del imperio excluía a todo príncipe que poseyera el reino de
Nápoles. Esforzaba el francés éstas y otras razones con remesas de oro que
públicamente enviaba a Alemania; aparato de corrupción, que le hacía tan poca
honra a él como a los príncipes que se proponía sobornar por tales medios.
Los cantones suizos
favorecían, por odio a los franceses, las pretensiones del rey de España.
Venecia por el contrario, por celos contra la casa de Austria, se declaró en
favor del francés. Enrique VIII de Inglaterra, sintiéndose como desairado de no
figurar en aquella contienda, echó también su especie de memorial al imperio,
pero desengañado por su embajador de las pocas probabilidades que podía
prometerse, se retiró y se mantuvo neutral entre los dos competidores. El
pontífice León X, que con su claro talento veía casi iguales riesgos para la
Iglesia y para la paz de Europa en ambos candidatos, que así temía ver sentado
en el trono imperial a un soberano que dominaba en España, en Nápoles y en el Nuevo
Mundo, como a un rey de Francia, que era al propio tiempo duque de Milán y
señor de Génova, discurrió inducir sucesivamente a los príncipes alemanes a que
eligiesen de entre ellos mismos un sucesor al imperio, procurando entretanto
excitar y mantener la rivalidad entre los dos grandes contendientes.
En tal estado se
abrió la dieta de Frankfurt (17 de junio, 1519), y reunidos los siete electores, arzobispos: de Maguncia, de Colonia, de Tréveris, el rey de Bohemia, el conde palatino del Rhin, el duque de Sajonia y el marqués de Brandeburgo, no obstante las intrigas, manejos y sobornos empleados por los
competidores, determinaron unánimemente ofrecer la corona a Federico, duque de
Sajonia, a quien por su talento, virtud y discreción denominaban el Prudente.
Pero este modesto y desinteresado príncipe, lejos de dejarse fascinar por el
brillo de una posición que otros tan ardientemente ambicionaban, la renunció
con el más admirable desprendimiento, y en un discurso en que examinó y cotejó
las cualidades de los dos soberanos de Francia y España, declaró que votaba por
Carlos, en quien concurría la circunstancia de ser príncipe del imperio por sus
estados hereditarios, y de ser el soberano más poderoso y el más interesado en
contener y rechazar las invasiones del gran turco, cuya pujanza y osadía tenían
alarmadas y en cuidado las potencias cristianas. El voto de Federico de Sajonia
decidió el colegio electoral en favor del candidato español, y el 28 de junio,
a los cinco meses y diez días de haber vacado el trono, recayó la elección en
Carlos de Austria, rey de España. El único de los siete electores que disintió,
declarándose por el monarca francés, fue el arzobispo de Tréveris, que al fin
acabó también por adherirse a sus colegas, pudiendo decirse que fue Carlos
ensalzado al trono imperial de Alemania por el voto unánime de los electores.
El conde Palatino, duque de Baviera, fue el encargado de traer a Carlos la
noticia oficial de su nombramiento, mas no faltó quien se le adelantara
oficiosamente a darle la nueva, llegando en nueve días de Frankfurt a
Barcelona, espoleado por el afán de ganar las albricias.
Se comprende hasta
qué punto halagaría a un joven de la edad de Carlos verse ensalzado a tan alta
dignidad y encontrarse el mayor de los soberanos de Europa, precisamente en
ocasión que las Cortes de Cataluña le escatimaban hasta el título de rey.
Disculpable es que se desvaneciera un poco al verse elevado a tanta altura, y
no debe maravillarnos que comenzaran a bullir en su imaginación los ambiciosos
proyectos con que después había de asustar al mundo. Desde luego empezó a usar
en las cartas y provisiones el dictado de Majestad; y mandó que se le
dieran sus súbditos en muestra de respeto. Sin consultar la opinión aceptó la corona imperial
que le presentó con solemne embajada el conde Palatino, y declaró su intención
de pasar pronto a Alemania a tomar posesión del imperio, según la misma
constitución de éste prevenía, declaración que hizo por medio de Mercurino Gattinara, nombrado
gran canciller del reino por muerte de Sauvage. En
los despachos adoptó primero los títulos de rey de Romanos y futuro emperador,
que el de rey de España en unión con doña Juana su madre.
Tan lejos estuvo de
lisonjear a los españoles el encumbramiento de su rey, que lo miraron como un
acontecimiento infausto. Siempre habían sentido los castellanos la ausencia de
sus reyes; recordaban la fatal expedición de Alfonso el Sabio cuando pretendió
la corona del mismo imperio; temían el gobierno de una regencia; preveían que
habrían de verse envueltos en el intrincado laberinto de la política italiana y
alemana, y auguraban sobre todo que sus tesoros acabarían de emigrar a tierras
extrañas y vaticinabanlo con tanto más fundamento
cuanto que tenían ya demasiadas pruebas de la insaciable voracidad de los
flamencos. No había ciertamente en esto exageración: España experimentaba bien
la triste realidad del vacío que en poco tiempo dejó la salida de dos millones
y quinientos cuentos de maravedís de oro que se sacaron por Barcelona, la
Coruña y otros lugares. A cada paso se veían salir con todo descaro acémilas,
recuas enteras cargadas de oro y plata y telas preciosas con real permiso. Los doblones llamados de a dos, por ser de dos
caras, acuñados en tiempo del Rey Católico del oro más acendrado y puro, eran
buscados con tal afán que casi desaparecieron todos de Castilla, y tanto que
cuando por casualidad venía alguno a manos de un español, habíase hecho ya
costumbre popular apostrofarle con el siguiente sarcástico saludo: Salveos, Dios, ducado de a dos, que monsieur de Xevres no topó con vos.
Aumentóse el disgusto y creció
el descontento popular con la nueva que rápidamente corrió de que se preparaba
Carlos a ausentarse de España para ir a ceñirse la corona imperial, y el
anuncio de que convocaba Cortes en Santiago de Galicia a fin de pedir un nuevo
subsidio a los pueblos para los gastos de viaje y coronación. La ausencia del
soberano, la reunión de las Cortes en un punto excéntrico y desusado, y el
nuevo pedido, cuando aún no había acabado de cobrarse el servicio otorgado en
las Cortes de Valladolid, cada una de estas tres cosas era bastante, y todas
juntas sobraban para irritar a los castellanos, ya harto desazonados por las
causas que llevamos expuestas. Fue, pues, tomando cuerpo el disgusto, y se
trató ya de formar resistencia por parte de algunas ciudades de voto en Cortes.
Dio la primera señal Toledo con una enérgica carta que dirigió a las demás
ciudades, recordando los agravios que había sufrido el reino desde la venida
del rey, y representando los males que podrían seguirse de su ausencia; y además nombró dos regidores para que en unión con
dos jurados fuesen a exponer lo mismo al rey de palabra. Algunas ciudades no
contestaron a la carta, hicieronlo otras con cierta
tibieza, pero otras respondieron y se adhirieron de lleno a las excitaciones de
los toledanos.
Carlos, a quien ya en
Barcelona, ya en el viaje de aquella ciudad a Castilla habían dado harto que
hacer los populares sublevados en Valencia con el nombre de Germanías, de que después habremos de hablar, cuando llegó a Valladolid halló la ciudad
bastante inquieta y los ánimos sobremanera alterados. El ministro Chievres y los del consejo llamaron al palacio a la
justicia y regidores; les expusieron las justas causas que motivaban el viaje
del emperador, les ofrecieron que estaría de vuelta antes de tres años, y les
manifestaron la necesidad urgente que tenía del servicio de trescientos cuentos
de maravedís que pensaba demandar a las Cortes. El ayuntamiento, obtenido un
plazo para deliberar, se presentó al rey, pidiéndole que desistiese de su viaje
a Alemania, pero los flamencos a fuerza de sobornos lograron ir ganando algunos
individuos, con lo cual se creyeron ya triunfantes. El pueblo, por el
contrario, se irritó más, y la agitación se fue convirtiendo en alarma y en tumulto,
animándose más con la llegada de los comisionados de Toledo y de Salamanca. El
rey, vista la actitud amenazadora del pueblo, dispuso aceleradamente su partida
sin reparar en lo lluvioso y crudo del día, y a los emisarios de aquellas
ciudades que solicitaban hablarle les respondió que en Tordesillas (6 leguas de
Valladolid, camino de Galicia) les daría audiencia. La noticia de la salida
como furtiva del rey, junto con la voz que se difundió de que los flamencos
intentaban sacar del reino a la reina doña Juana, puso en armas la población,
se tocó a rebato la campana de San Miguel, y armados unos, y sin armas otros,
acudieron en tropel hasta el número de seis mil hombres a la puerta del Campo,
algo tarde para impedir la salida, y con no poca fortuna del rey y su fugitiva
corte que lograron tomar alguna delantera. Los promovedores de aquel tumulto
fueron después procesados y castigados de real orden: entre ellos había
clérigos, artesanos y vecinos honrados: los castigos fueron crueles: se
desterró a unos, se encerró en calabozos a otros, a algunos se quemaron las
casas, los hubo a quienes se cortaron los pies, y tres eclesiásticos fueron
paseados en mulos por las calles cargados de grillos, y encerrados después en
el castillo de Fuensalida.
Los mensajeros de
Toledo y Salamanca que iban en pos de la corte no
alcanzaron ser oídos hasta que llegaron a Villalpando, donde obtuvieron
audiencia del rey, a presencia de Chievres: pero la
respuesta se les difirió hasta Benavente con harta ofensa y mortificación del
pundonor castellano. En vez de aflojar por eso en sus pretensiones los mal
tratados representantes, añadían a sus anteriores demandas la de que en caso de
ausentarse el rey dejara alguna parte dela gobernación del Estado a las
ciudades. Excusado es decir que fueron contestados con altanería y acritud por
el rey y los del consejo, y sólo el presidente, el arzobispo Rojas, les
respondió con más templanza, que puesto que se iban a celebrar las Cortes,
enviaran allí las ciudades en cuyo nombre hablaban sus procuradores, y S. M.
proveería lo que mejor a su servicio cumpliese. Los comisionados no desistieron
ni por la aspereza ni por la blandura, y allá siguieron tras de la corte hasta
la misma ciudad de Santiago. En el camino no cesaba el rey de recibir
memoriales contra la reunión de Cortes en Galicia, pero se mantuvo inflexible.
Las Cortes se
hallaban convocadas
para el 20 de marzo (1520), y todas las ciudades
habían enviado sus procuradores con poderes más o menos amplios, a excepción de
Toledo, que habiendo por casualidad señalado la suerte a dos de los pocos
regidores adictos al gobierno, la ciudad quiso neutralizar su influencia limitándoles
tanto los poderes y dejándolos tan menguados y tan sin autoridad, que los
procuradores electos se negaron a aceptarlos en aquella forma, y Toledo
prefirió quedarse sin representantes. En cambio tenían allí los dos activos
mensajeros de que hemos hablado, don Pedro Laso de la Vega y don Alonso Suárez,
que con los de Salamanca trabajaban eficazmente a fin de impedir la
celebración, protestaban contra la legalidad de las Cortes mientras no
estuviesen representadas sus respectivas ciudades, y alentaban vigorosamente y
por todos los medios, especialmente el don Pedro Laso, a los procuradores de la
oposición, hasta que les costó salir desterrados.
Los comisionados de
Salamanca, don Pedro Maldonado Pimentel y Antonio Fernández, que se presentaron
como procuradores, fueron rechazados por no llevar los poderes en forma; y
aunque después les llegó poder de la ciudad, se sabe que no fueron admitidos,
pues no se hace mención alguna de ellos en las actas ni de Salamanca ni de sus
representantes.
Galicia a su vez se
ofendió de que siendo un reino tan antiguo, tan leal y tan grande, se negasen a
darle procurador, y no sin razón se agraviaba de estar sujeta al voto de
Zamora, pero también le costó al conde de Villalba, uno delos peticionarios,
salir desterrado de la corte en el perentorio plazo de una hora.
Se abrieron, pues,
las Cortes el 31 de marzo, con asistencia del rey, y bajo la presidencia del
gran canciller del reino Mercurino Gattinara. En la sesión regia pronunció el
obispo de Badajoz don Pedro Ruiz de la Mota un discurso lleno de erudición, que
podríamos llamar el Discurso de la corona, exponiendo las justas causas
que obligaban al rey a ausentarse, lo que pensaba proveer para la gobernación
del reino durante su ausencia, y la necesidad que había de otorgarle para sus
nuevos gastos un servicio igual y por igual tiempo al que le habían concedido
las Cortes de Valladolid. Habló en seguida el rey, y en breves palabras
manifestó que la partida le era de todo punto necesaria para honra suya y bien
de sus reinos; ofreció bajo su fe y palabra real que volvería a España al
cumplirse los tres años, o antes si pudiese, y prometió y juró que en este
intermedio no daría empleos ni oficios a personas que no fuesen naturales de
estos reinos. Contestó al rey el procurador por Burgos García Ruiz de la Mota,
hermano del obispo de Badajoz, aplaudiendo todo lo que el soberano y el consejo
a su nombre proponía y quería.
No hubo ya la misma
conformidad en la sesión del día siguiente (1.° de abril). Tratóse lo primero de que se otorgara al rey el servicio, que era lo que más interesaba
a Chievres y a la comitiva flamenca. Entonces los
procuradores de León por sí y a nombre de otras ciudades propusieron, que no se
entendiera en nada en aquellas cortes sin que antes el rey viera y respondiera
a las instrucciones, capítulos y memoriales que llevaban sobre cosas
convenientes al buen servicio de Dios y del Estado. Córdoba pidió lo mismo, y
aunque algunas ciudades opinaron porque antes se concediera el servicio y
después se oyeran las peticiones, las más se adhirieron a lo propuesto por
León. Salió de la asamblea el canciller presidente a dar cuenta de esta
oposición al rey, y volvió a la tarde a decir de parte de S. M. que tuviesen a
bien otorgarle primeramente el servicio, y que él daba palabra de que antes de
partir de estos reinos proveería en los memoriales que le fuesen presentados.
Puesto a deliberación, mantuvieronse las más delas
ciudades en su anterior propósito, pero algunas como Cuenca y Segovia,
comenzaron ya a flaquear, bajo el pretexto, o tal vez bajo la buena fe de que
debiéndose mirar la palabra real como ley, no había inconveniente en anticipar
la concesión del servicio.
Hizose relación de esto al
soberano. Pusose en juego toda especie de manejos y
de intrigas para ganar los votos de los procuradores, halagos, honores,
mercedes, y hasta dinero, al decir de los más sensatos escritores de aquel
tiempo. Fiado en la eficacia de estos argumentos se presentó el canciller en la
sesión de 3 de abril, manifestando que S. M. estaba resuelto a que se decidiese
antes que todo lo del pedido. Sin embargo mantuvieronse firmes León, Córdoba, Jaén, Toro, Zamora, Valladolid y Madrid. En su vista en
la del 4 se exigió ya de orden del soberano a los procuradores que dijesen
terminantemente si negaban o no el servicio. En la votación de aquel día se vio
que el gobierno había ido ganando algunas individualidades: algunos se
ratificaron en lo que habían dicho en las anteriores sesiones, y otros dieron
una contestación ambigua.
A pesar de todo,
circulaban tales noticias del descontento y alarma de las ciudades de Castilla,
y aún de la misma Santiago, cuyo arzobispo, enojado de no haberse dado voto en
Cortes a Galicia, andaba allegando secretamente gente de armas, que se creyó oportuno
suspender las sesiones, y no contemplándose seguros los flamencos en aquella
ciudad, indujeron al rey a que trasladara las Cortes a la Coruña para estar,
como quien dice, a flor de agua, y prontos en cualquier evento al embarque.
Antes, sin embargo, quisieron hacer otra tentativa, y vueltas a abrir las
Cortes el 20, queriendo halagar a los procuradores, se les manifestó que el rey
había provisto ya que no se sacase moneda ni caballos del reino, que empeñaba
de nuevo su palabra real de que no daría oficios a extranjeros, que dejaría en
su ausencia un regente de toda su confianza, que respondería antes de marchar a
los capítulos que le pidiesen; que por lo tanto determinaran pura y
abiertamente si le otorgaban o no el servicio. Contestaron afirmativamente
Burgos, Cuenca, Ávila, Jaén, Soria, Sevilla, Guadalajara, Granada y Segovia; mantuvieronse dignamente en su anterior resolución León,
Córdoba, Zamora, Madrid, Murcia, Jaén, Valladolid y Toro; añadiendo Valladolid,
que accedería por aquella vez a lo que el rey demandaba, siempre que el
servicio se comenzara a contar pasados los tres años del anterior, y a
condición de que el rey otorgara todo lo prometido en las Cortes de Valladolid
y de Santiago.
Con esta mayoría de
un voto en favor de la corona se verificó la traslación de las Cortes a la
Coruña, donde se abrieron el 25 con otros discursos de los hermanos Motas,
obispo de Badajoz el uno, y procurador por Burgos el otro, ambos órganos del
partido del rey. Allí se conoció ya más la influencia de los manejos y
artificios empleados por la corte con los procuradores en este intermedio. Ya
el prelado de Badajoz se atrevió a anunciar que el emperador dejaría
encomendada al consejo la administración de justicia, y por presidente de él,
gobernador y regente del reino, al cardenal Adriano, obispo de Tortosa, contra
una de las peticiones expresas de las ciudades. El cardenal era un teólogo
eminente, de buenas y honradas costumbres, de genio dulce y carácter templado y
contemporizador; pero era extranjero, y esto les bastó para que muchos magnates
de los que aspiraban a tener parte en el gobierno dejaran resentidos la corte y
se viniesen desazonados a sus tierras. En cuanto a los procuradores, los de
León y algunas otras ciudades insistieron todavía en negar el servicio hasta
que el rey hubiese satisfecho a las peticiones, e invocaron las leyes de
Castilla, según las cuales el gobernador debía ser persona natural de estos
reinos. Pero las más de las ciudades no sólo condescendieron a otorgar el
tributo, sino que aplaudieron el nombramiento de gobernador, entre ellas
Segovia, que en el principio había estado tan negativa como León. En su virtud
en sesión del 19 de mayo se dio por otorgado el ruidoso servicio extraordinario
pedido por el rey don Carlos a las Cortes.
Después de esto, y
como para salvar los procuradores la nota de debilidad, cuando no otra peor en
que hubieran podido incurrir para con los pueblos, presentaron al rey un
memorial que contenía sesenta y una peticiones sobre cosas convenientes a la
buena administración y servicio del reino, muchas de las cuales eran las mismas
o semejantes a las que habían pedido en las Cortes de Valladolid. Muchas les
fueron concedidas, y otras se reservó el monarca proveer, o las dejó
encomendadas al consejo.
Terminadas y
despedidas las Cortes, embarcóse el rey al día
siguiente (20 de mayo) con su comitiva, pudiendo llegar a sus oídos antes de
abandonar las playas españolas el murmullo de las alteraciones que quedaban
agitando a Castilla, y dejando, como dice el prelado historiador, «a la
triste España cargada de duelos y desventuras.»
En efecto, cuando el
cardenal y los del consejo volvían de la Coruña camino de Valladolid, ya
supieron los movimientos de algunas ciudades, y los procuradores que habían
votado el impuesto regresaban con harto temor de la cuenta que del uso de sus
poderes les habían de pedir los pueblos. El temor era sobradamente fundado. Al
disgusto que ya habían producido en las poblaciones la altivez y la rapacidad
de los ministros y cortesanos flamencos, la provisión de los más altos empleos
en gente extranjera, la reunión de las Cortes en Galicia, el pedido
extraordinario, las noticias que se tenían de la conducta de los procuradores y
el viaje del rey, se habían añadido otras especies exageradas, entre ellas la
de un impuesto perpetuo sobre cada persona, sobre cada cabeza de ganado y sobre
cada teja que saliese a la calle; especies que el crédulo vulgo acogía
fácilmente, pareciendole todo verosímil en vista del
comportamiento de los flamencos, y los sacerdotes con sus predicaciones
acaloraban y enardecían en vez de templar y sosegar los ánimos.
Toledo, la primera en
exponer sus quejas al soberano, la más ofendida y con más adustez tratada en
las personas de sus mensajeros en Valladolid, en Benavente y en Santiago, fue
también la primera en alzarse y la que dio el primer impulso al movimiento, comenzando
por una solemne procesión religiosa que celebró el pueblo so pretexto de rogar
a Dios que iluminara el entendimiento del rey. Noticioso el monarca de que los
regidores Juan de Padilla y Hernando Dávalos eran los que daban calor a la
agitación popular, mandóles por real cédula que
compareciesen en Santiago sin demora: ellos hicieron demostración de obedecer,
y salieron de Toledo: pero fuese por resolución espontánea, fuese de acuerdo y
connivencia con los dos caminantes, salió una multitud del vecindario a atajarles
la marcha, volviéndolos a la ciudad, e hicieron ademán de custodiarlos en la
iglesia mayor, guardandolos hasta siete mil hombres,
los más de ellos ya armados, con lo cual los dos caudillos enviaron cartas al
rey mostrando la pena que les causaba no poder acudir a su llamamiento, presos
como se hallaban por el pueblo. Los bandos y pregones del corregidor eran ya
abiertamente desobedecidos, y creciendo el tumulto popular, después de algunas
refriegas con las autoridades y alcaides de las fortalezas, se apoderaron los
amotinados de la ciudad, de los puentes y del alcázar. Cuando don Pedro Laso de
la Vega, desterrado en Padrón por el rey, supo este movimiento, salió
secretamente de aquella villa, y haciendo rodeos logró entrar en Toledo, donde
fue recibido en triunfo, aclamándole nobles, clérigos y populares, como
defensor de la patria. De esta alteración tuvo noticia don Carlos antes de
partir de la Coruña: su primera tentación fue de venir en persona sobre Toledo
a escarmentar ejemplarmente a los revoltosos, pero disuadieronle sus cortesanos, ansiosos de dejar a España, pintandole la asonada como una llamarada pasajera y fugaz.
Pronto se trasmitió
el fuego de la insurrección a Segovia, donde estalló de una manera más
sangrienta. Indignada esta ciudad con la venal conducta de sus procuradores a
cortes, y en efervescencia los ánimos, descargó primeramente el furor popular
contra dos infelices corchetes que se atrevieron a defender al delegado de la
autoridad real. Aquellos desventurados fueron uno tras otro arrastrados por el
pueblo con una soga al cuello, y colgados en seguida por los pies en una horca
de improviso levantada extramuros de la población. Noticiosos de este horrible
caso los dos procuradores, Juan Vázquez y Rodrigo de Tordesillas, que acababan
de regresar de la Coruña, el primero anduvo muy prudente en no presentarse en
la ciudad; pero el segundo, o más altivo, o más confiado, sordo a los avisos
que con loable caridad le dieron, cometió la imprudencia de acudir vestido de
gala a la iglesia de San Miguel donde aquel día se hallaba reunido el
ayuntamiento, a dar cuenta del desempeño de su cometido según costumbre. Tordesillas
tenía contra sí, no sólo haber votado el donativo contra las instrucciones que
llevaba, sino también venir agraciado con un buen corregimiento y con un oficio
en la casa de la moneda.
Sabedor el populacho
de la ida de Tordesillas al ayuntamiento, congregaronse multitud de cardadores, pelaires y otros artesanos, forzaron furiosos las
puertas del templo, hicieron pedazos los capítulos de las Cortes que
Tordesillas les entregó, y sin querer oírle se apoderaron violentamente de su
persona y le llevaron a la cárcel, donde le echaron una soga a la garganta, y
le sacaron arrastrando por las calles dando desaforados gritos de ¡muera el
traidor! En vano el deán y el cabildo entero, revestidos todos y llevando
el Santísimo Sacramento, se presentaron ante la desaforada muchedumbre. Lo que
más enternecía y quebrantaba el corazón era ver a un hermano del mismo
Tordesillas, fraile franciscano muy grave, vestido como para celebrar el santo
sacrificio y con la hostia sagrada en la mano, arrodillado, con todos los
religiosos de su convento, ante la desenfrenada turba, pidiendo con lágrimas y
por Jesucristo que no mataran a su hermano. Nada bastó a ablandar aquella
empedernida gente. Rogabanles los sacerdotes que al
menos le permitieran confesarse, y contestaban que no había más confesor para
los traidores que el verdugo. Llevaronle en fin al
lugar del suplicio, donde llegó exánime, y colgaronle por los pies de la horca entre los dos ahorcados del día precedente. Excusado
es decir que el pueblo se apoderó tras esto del gobierno de la ciudad,
deponiendo a las autoridades reales
.
Zamora se alzó
también al propio tiempo y por las mismas causas, con la diferencia que los
procuradores, votantes también del subsidio, no pudiendo ser habidos, porque
tuvieron la feliz precaución de evadirse, fueron quemados en efigie en la plaza
pública, y puestos sus retratos en las casas de ayuntamiento con rótulos
infamantes. Restableció allí al pronto la calma el conde de Alba de Liste, con
no poco peligro de su persona, principalmente por ser el sostenedor de la
revolución el obispo Acuña.
Este bullicioso
prelado, que tanta celebridad alcanzó en las guerras de las comunidades, había
obtenido la mitra de Zamora en Roma por concesión del papa Julio II sin
propuesta y suplicación de la corona ni intervención del consejo; en cuya
virtud se hizo una enérgica reclamación al pontífice, y se expidió orden al
cabildo para que no le reconociese. Pero Acuña, que tenía más de guerrero que
de sacerdote, y de tumultuario que de apostólico, se propuso posesionarse por
fuerza del obispado, allegó la gente de armas que pudo y con ella se hizo
fuerte en la iglesia de Fuentesaúco, perteneciente a la diócesis. El consejo
envió contra él al frente de algunas tropas al alcalde Ronquillo, magistrado
que tenía merecida fama de adusto, de vehemente, de inexorable, y de
inaccesible a la compasión, y era por lo tanto tenido por el terror de los
delincuentes o acusados. Manejóse no obstante el
obispo con tal valor y destreza y con tan buena fortuna, que después de haber
mermado e inutilizado su gente al alcalde, le sorprendió una noche en su casa,
la prendió fuego, se apoderó de su persona, le encerró en el castillo de
Fermoselle, que era de la mesa episcopal, y se enseñoreó del obispado.
Muy propio el genio
de este turbulento prelado para figurar en los movimientos y revueltas
populares, y más aficionado al manejo de la espada que al rezo divino, mezclóse de lleno en la sublevación de Zamora. Obligado por
el conde de Alba a salir de la ciudad, y no pudiendo tolerar el papel de
fugitivo, revolvió luego sobre la población con trescientos hombres, fuerza al
parecer insignificante para tomar una plaza fuerte y bien amurallada, de cuyo
alarde se mofaba por lo tanto el victorioso conde. Pero el obispo contaba con
numerosos amigos y parciales dentro y fuera de la ciudad, y alentados los
zamoranos con la noticia que les llegó del levantamiento de Segovia, salieron
en gran número a recibirle, franquearonle las puertas
de la plaza, y entrando en ella el belicoso prelado, apenas tuvieron tiempo
para escapar por el lado opuesto el de Alba de Liste y sus adictos. Con esto
quedaron el obispo y los sublevados dueños de la población. La ciudad de Toro siguió inmediatamente el ejemplo
de Zamora.
Propagábase rápidamente como
voraz incendio el fuego de la insurrección. Madrid, Guadalajara, Alcalá, Soria,
Ávila y Cuenca se asociaron al movimiento, en unas partes triunfando el pueblo
sin resistencia, en otras, como en Madrid, teniendo que luchar y que sostener
formal cerco para apoderarse del alcázar: en unos puntos transigiendo los
nobles con los populares, como en Ávila; en otros, como en Guadalajara,
poniéndose al frente del movimiento un caudillo de alta jerarquía tal como el
conde de Saldaña: allí fueron arrasadas las casas de los dos procuradores a
cortes, y sembrados de sal sus solares como de traidores a la patria. El
alzamiento de Cuenca se señaló por un suceso horrible: el señor de Torralba,
don Luis Carrillo de Albornoz, que intentó contenerle, fue objeto de pesadas
burlas por parte de algunos populares: su esposa doña Inés de Barrientos
disimuló y meditó una venganza abominable: fingiéndose muy amiga de los
promovedores de la revuelta, los convidó una noche a cenar en su casa, los
agasajó espléndidamente, los embriagó, les dio camas para dormir, y cuando les
había tomado el letargo del primer sueño los envió al eterno descanso
haciéndoles coser a puñaladas. Al día siguiente amanecieron aquellos
desgraciados colgados de los balcones, pero el pueblo enfurecido a la vista del
horrendo espectáculo cometió a su vez cuantos atentados sugieren la ira y el
encono a una plebe irritada
.
Extrañabase ya la quietud de
Burgos, pero poco tuvieron que esperar los impacientes. La prisión de dos
artesanos hecha por el corregidor a consecuencia de unas palabras dichas con
cierta altivez, sublevó al pueblo contra aquella autoridad, allanaronle su casa, le quemaron las joyas, intentaron extraerle del convento de San Pablo
en que se había refugiado, y tuvo que dejar la vara de la justicia, que
hicieron tomar a un hermano del obispo Acuña. Ensañaronse allí los tumultuados, como era de esperar, contra los votantes del impuesto, y
más especialmente contra el procurador Ruiz de la Mota, el hermano del obispo
de Badajoz, señalados y decididos parciales ambos del gobierno y de la corte,
así como contra otros anteriores diputados de quienes se decía que habían
mirado más por sus propios intereses que por los del reino. Vengabanse los revoltosos en demolerles las casas, quemando antes las alhajas y muebles,
en lo cual mostraban más ira y encono que deseo de pillaje y de enriquecerse
con lo ajeno, cosa extraña en tales desbordamientos, y más mezclándose en ellos
tanta gente plebeya y pobre.
Congregóse al amanecer del
siguiente día a voz de pregón una inmensa muchedumbre, hombres de todas las
clases de la sociedad, inclusos eclesiásticos y caballeros, armados todos de lo
que cada cual pudo haber a las manos, y en tropel acometieron el alcázar con
tal furia, que a pesar de haberles hecho traición los dos caudillos que habían
elegido, se apoderaron por asalto de la fortaleza. Discurrieron después
frenéticamente por las calles, desahogaron su furor reduciendo en pocas horas a
escombros unas magníficas casas que había levantado y tenía adornadas con
ostentoso lujo un francés llamado Jofre, de quien era fama que había medrado
grandemente en poco tiempo con el favor de la corte, diciendo que insultaba a
los pobres tanta riqueza amontonada a costa de la sangre y de los tributos del
pueblo. Escondido primeramente Jofre, y protegido después por algunos nobles y
por el embajador de Francia, hubiera podido fugarse sin daño de su persona si
al hacerlo no hubiera cometido la imprudencia de decir con arrogante tono a dos
menestrales que encontró al paso: «Decid a los marranos burgaleses que yo
reedificaré mi casa poniendo sus huesos por cimientos y dos cabezas por cada
piedra que de ella han arrancado.»
Pusieron aquellos hombres en conocimiento del pueblo la altiva amenaza que
habían oído, irritaronse más los burgaleses, salieron
en persecución del francés, alcanzaronle en la aldea
de Atapuerca, y sin que le valiera ni el embajador de la legación, ni la
mediación de un sacerdote con la custodia en la mano, ni la intervención del
corregidor Osorio, sino para que no le asesinaran en el acto, llevaronle a la cárcel de Burgos; pero a poco tiempo
asaltaron la prisión, le echaron una soga al cuello, y le arrastraron hasta la
plaza, donde le colgaron de los pies, haciendo, para mayor escarnio de la
justicia, que el corregidor firmara la sentencia de muerte sentado en la
escalera misma del cadalso. Por fortuna los excesos de la plebe cesaron en gran
parte con el nombramiento que después se hizo para corregidor de Burgos en el
condestable don Iñigo de Velasco, con cuya influencia tomó tan distinto rumbo
el movimiento, que los hombres más populares como el doctor Zumel, se fueron
apartando del pueblo, y poniéndose del lado de los nobles.
Las causas que habían
motivado tales levantamientos en estas y otras ciudades de Castilla las hemos
indicado ya; las tiranías y las rapacidades de los ministros flamencos; la
venta de los oficios públicos y la provisión de los más altos empleos y dignidades
en extranjeros; la pronta ausencia de un rey a quien todavía no habían tenido
ni tiempo ni motivos para amar, y el temor de que tras él emigrasen a extrañas
tierras los pocos caudales que ya dejaban en España; la desusada reunión de
cortes en Galicia; el exorbitante pedido extraordinario después del gran
servicio que acababan de otorgarle en Valladolid; y por último, la venal
conducta de los procuradores en las Cortes de Santiago y la Coruña. Así el
carácter de estos movimientos era la irritación y el encono popular contra los
causadores de su empobrecimiento y de sus males: y en medio de los excesos,
desmanes y crímenes a que se suelen entregar los pueblos en tales
desbordamientos, el grito que comúnmente se oía era el de ¡Viva el rey, y
mueran los malos ministros! Algunos invocaban el nombre de la reina doña
Juana, y pocos, y los más exaltados, recordaban y citaban el gobierno de las
repúblicas italianas. Pero las representaciones de Segovia, de Toledo, de
Guadalajara y de Burgos al regente o al emperador, eran en el primer sentido
respetuosas al monarca, y pidiendo la reforma de los abusos y la conservación
de las libertades y privilegios del reino. Aunque en lo general era la plebe la
más tumultuosa y acalorada, mezclabase con ella en
muchas partes el clero, y jugaban en la sublevación no pocos nobles. Veremos si
de parte de los gobernantes hubo la suficiente prudencia para sosegar y acallar
estos movimientos.
CAPÍTULO III. LA JUNTA DE ÁVILA.1520
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Mercurino Arborio di Gattinara (1465 - 1530) político, humanista y cardenal italiano, Marqués de Gattinara, canciller del emperador Carlos V y admirador y defensor de Erasmo de Róterdam, junto con su secretario el erasmista Alfonso de Valdés. Hijo primogénito de Paolo Arborio y Felicita Ranzo, ambos provenientes de familias de la pequeña nobleza que se habían dedicado tradicionalmente a profesiones relacionadas con el Derecho, al quedar huérfano de padre a los catorce años fue enviado a Vercelli bajo la tutela de su tío paterno Pietro, que lo encaminó al estudio de la abogacía; posteriormente completó su formación en el Studium de Turín. En 1501 la duquesa Margarita de Austria le nombró su consejero. Fue presidente del parlamento de Borgoña (1508), Embajador de Maximiliano I de Habsburgo en Francia y en la Corona de Aragón. Apoyó la candidatura imperial del futuro Carlos V, quien en 1518 le nombró Gran Canciller. Para conseguir la hegemonía en el Imperio, combatió a Francia, que también aspiraba al trono imperial, a través de la alianza con León X (1521) y de la guerra (Pavía, 1525). En 1529, acabada la guerra contra la liga de Cognac, negoció la Paz de Cambrai con Francia, la paz de Barcelona con el Papa Clemente VII y la de Bolonia con Milán y Génova, lo que condujo a la coronación imperial de Carlos V en Bolonia (1530). Como recompensa recibió el capelo cardenalicio y tenía posibilidad de hacerse con el papado, pero murió de una complicación renal de gota, el 5 de junio de 1530 en Innsbruck, de camino a la Dieta de Augsburgo.
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Francisco I de Francia (1494-1547), conocido como el Padre y Restaurador de las Letras, el Rey Caballero y el Rey Guerrero, fue consagrado como rey de Francia el 25 de enero de 1515 en la catedral de Reims, y reinó hasta su muerte en 1547. |