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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑAEDAD MODERNADOMINACION DE LA CASA DE AUSTRIALIBRO SEXTOREINADO DE CARLOS VCAPÍTULO III.LA JUNTA DE ÁVILA.1520.Providencias del
regente y del consejo.—Envían al alcalde Ronquillo contra Segovia.—Juan Bravo,
capitán de los segovianos.—Acude en su auxilio Juan de Padilla, y derrotan a
Ronquillo.—Alzamiento de Salamanca, León, Murcia y otras ciudades.—Fonseca y
Ronquillo marchan contra Medina del Campo.—Horroroso incendio de Medina.
—Defensa heroica de los medineses.—Notable y lastimosa carta de Medina a
Valladolid.—Enérgica y elocuente carta de Segovia a Medina.—Nuevos y terribles
alborotos en Valladolid y Burgos.—Reunión de los procuradores de las ciudades
en Ávila: la Santa Junta.—Padilla capitán general de las comunidades.—Depone la
Junta al regente y consejo. —Trasladase a Tordesillas.—La reina doña
Juana.—Prosperidad de los comuneros.—Cómo la malograron.—Memorial de capítulos
que la Junta envió al rey.—Peligro que corrieron los portadores.—Nombra el
emperador nuevos regentes. —El condestable y el almirante.—Declaranse los nobles contra la causa popular.—El condestable en Burgos: el cardenal
Adriano en Rioseco: reunión de grandes.—División entre los comuneros.—Noble y
conciliadora conducta del almirante.—Promesas que hace a la
Junta.—Negociaciones frustradas.—Causas por qué se irritaron de nuevo los
comuneros.—Apercibense todos para la guerra.
Conocido era ya y
usado de antiguos tiempos en Castilla el nombre de hermandades, según en
diversos lugares de nuestra historia ha podido verse, aplicado a las
federaciones y alianzas que las ciudades y concejos solían formar entre sí para
resistir de común acuerdo a las invasiones de la corona o a la opresión de la
nobleza, y para defender armadas sus fueros, libertades y costumbres, contra
todo poder que intentara atacarlas o lastimarlas. Diose ahora el nombre de
comunidades a las ciudades y poblaciones que se levantaron y empuñaron las
armas para vengar los agravios recibidos de los ministros extranjeros del rey
Carlos, y el comportamiento más interesado que patriótico de los procuradores a
Cortes, y se llamó comuneros a todos los que defendían el movimiento popular,
porque a la voz de comunidad se habían alzado.
Regresando de la
Coruña el regente Adriano y el consejo real, supieron en Benavente el
levantamiento de Segovia. Llegado que hubieron a Valladolid, y tratado en junta
el medio que convendría emplear para atajar más brevemente una revolución que
se presentaba con síntomas graves, prevaleció el voto de los que preferían el
rigor y la dureza a la templanza y la blandura: a ellos se adhirió el cardenal
regente, y en su virtud se dio la comisión de someter a Segovia y se nombró
pesquisidor al alcalde Rodrigo Ronquillo, el mismo a quien había tenido el
obispo Acuña preso en Fermoselle, poniendo a su disposición mil hombres
montados. No podía haberse encomendado la empresa a persona menos a propósito
para traer a la sumisión y obediencia a los segovianos, que más que nadie
habían experimentado su ruda crueldad en el tiempo que le tuvieron por juez.
Así fue que su nombramiento bastó para que los menos dados a revueltas hiciesen
causa con los revoltosos. La ciudad amenazada escribió a otras de Castilla,
nombró por capitán de la comunidad a Juan Bravo, y en su irritación y para
mostrar su poco miedo hizo levantar una horca en medio de la plaza, que se
barría y regaba todos los días, para colgar en ella a Ronquillo. Situóse éste con su gente en Santa María de Nieva, y alguna
vez se adelantó hasta Zamarramala, donde pregonó por rebeldes y traidores a los
que le impedían la entrada en la ciudad. Vengabase el
feroz alcalde, ya que otros triunfos no alcanzaba, en ahorcar a algunos que
caían en su poder en las escaramuzas con que le molestaban los segovianos, o a
los que llevaban víveres a la población. Así estuvieron hasta que llegó de
Toledo el comunero Juan de Padilla con dos mil infantes y doscientos caballos,
y de Madrid Juan Zapata con cincuenta jinetes y cuatrocientos peones. Alentados
con este socorro los de Segovia mandados por Juan Bravo, acometieron los tres
caudillos denodadamente las tropas del alcalde, las cuales se desbandaron a la
aproximación de los comuneros, y Ronquillo huyendo a todo correr no paró hasta Arévalo,
su patria
.
El peligro de Segovia
y la elección de una persona tan aborrecida como Ronquillo aceleró, si no
ocasionó, el alzamiento de otras ciudades, tal como Salamanca, donde a pesar de
la oposición de los caballeros y nobles venció el pueblo que quería socorrer a
los segovianos, y quedó enseñoreando la ciudad un curtidor llamado Villoria,
mientras don Pedro Maldonado Pimentel salió a campaña capitaneando la gente de
armas. En León acaloraba al pueblo el prior del convento de Santo Domingo,
ensalzando las hazañas de los comuneros, y ayudó a la explosión la enemistad de
la ilustre familia de los Guzmanes con el conde de Luna, uno de los
procuradores de las Cortes de Galicia, el cual tuvo que salir huyendo de la
ciudad por haber abrazado la causa popular los Guzmanes. En Murcia se inauguró
la rebelión con el asesinato del corregidor y de algunos alguaciles: y el
alcalde de corte Leguizama, parecido a Ronquillo en
lo desconsiderado y cruel, que fue enviado para procesar a los alborotadores, manejóse con tan poca prudencia y cordura que enconó
doblemente los ánimos, y tuvo al fin que abandonar presurosamente la ciudad
temeroso de morir quemado en ella según las amenazas que propalaban sin rebozo
los amotinados
.
Empeñados el regente
y los del consejo en castigar a Segovia, pidieron a los de Medina del Campo la
artillería que se guardaba en aquella población, a lo cual contestaron con
entereza los medineses, conociendo el objeto, que de ninguna manera consentirían
en entregar los cañones para emplearlos contra sus hermanos; y conduciendo las
piezas a la plaza, les quitaron las ruedas y cureñas para que fuese más difícil
sacarlas. En su vista el gobernador y consejo dieron orden a don Alonso
Fonseca, general nombrado por el rey, y hermano del obispo de Burgos, para que
en unión con Ronquillo pasase a Medina a apoderarse por fuerza dela artillería.
Cuando los moradores de aquella rica ciudad vieron acercarse las tropas reales
(21 de agosto, 1520), pusieronse en actitud de
defensa y tomaron las avenidas de las calles que desembocaban en la plaza.
Comerciantes como eran los más, batieronse vigorosamente con las tropas de Fonseca. Reducidos por éstas al recinto de la
plaza, juraron todos que antes perecerían ellos y sus hijos y esposas que
consentir en que se sacase un solo cañón. Indignado Fonseca de tan heroica y
tenaz resistencia, apeló a uno de aquellos medios crueles que deshonran siempre
a un guerrero. Hizo arrojar alcancías de alquitrán sobre las casas y edificios, apoderóse el fuego de ellos, el convento de San
Francisco quedó pronto reducido a cenizas, ardían manzanas enteras de casas,
las llamas de aquella inmensa hoguera parecían subir hasta el cielo y
alumbraban las poblaciones de la comarca, las mujeres y los niños discurrían
por las calles despavoridos y desnudos dando lamentos tiernos y horribles, y
los medineses, como otros saguntinos, veían impávidos arder sus moradas,
devorar las llamas sus riquezas, perecer sus haciendas y sus hijos, antes que
rendirse al incendiario Fonseca y al feroz Ronquillo, que al fin se vieron
precisados a retirarse, con afrenta de la ciudad, sin otro fruto que la rapiña
de la soldadesca y el baldón de haber sido rechazados después de haber
destruido la ciudad más opulenta de Castilla.
Medina había sido hasta entonces el emporio del comercio, el gran mercado del reino, y el principal depósito de las mercaderías extranjeras y nacionales, de paños, de sedas, de brocados, de joyería y tapicería; sus tres ferias anuales tenían fama en todo el mundo: todo pereció en aquel día de desolación: de setecientas a novecientas casas fueron consumidas por las llamas . Nada pinta más al vivo este horrible suceso que algunos periodos de la elocuente y patética carta que la ciudad de Medina dirigió a la de Valladolid al día siguiente de la catástrofe. «Después que no hemos visto vuestras letras, ni vosotros, señores, habéis visto las nuestras, han pasado por esta desdichada villa tantas y tan grandes cosas, que no sabemos por do comenzar a contarlas. Porque gracias a Nuestro Señor, aunque tuvimos corazón para sufrirlas, pero no tenemos lenguas para decirlas. Muchas cosas desastradas leemos haber acontecido en tierras extrañas, muchas hemos visto en nuestras tierras propias, pero cosa como la que aquí ha acontecido a la desdichada Medina, ni los pasados ni los presentes la vieron acontecer en toda España...» Refieren la ida de Fonseca y Ronquillo y la defensa heroica de los habitantes, y prosiguen: «Por cierto, señores, el hierro de nuestros enemigos en un mismo punto hería en nuestras carnes, y por otra parte el fuego quemaba nuestras haciendas. Y sobre todo veíamos delante nuestros ojos que los soldados despojaban a nuestras mujeres y hijos. Y de todo esto no teníamos tanta pena como de pensar que con nuestra artillería querían ir a destruir a la ciudad de Segovia, porque de corazones valerosos es los muchos trabajos propios tenerlos en poco y los pocos ajenos tenerlos en mucho... No os maravilléis, señores, de lo que os decimos, pero maravillaos de lo que os dejamos de decir. Ya tenemos nuestros cuerpos fatigados de las armas, las casas todas quemadas, las haciendas todas robadas, los hijos y las mujeres sin tener de abrigarlos, los templos de Dios hechos polvo, y sobre todo tenemos nuestros corazones tan turbados que pensamos tornarnos locos... El daño que en la triste Medina ha hecho el fuego, conviene a saber, el oro, la plata, los brocados, las sedas, las joyas, las perlas, las tapicerías y riquezas que han quemado, no hay lengua que lo pueda decir, ni pluma que lo pueda escribir, ni hay corazón que lo pueda pensar, ni hay seso que lo pueda tasar, ni hay ojos que sin lágrimas lo puedan mirar: porque no menos daño hicieron esos tiranos en quemar a la desdichada Medina, que hicieron los griegos en quemar la poderosa Troya... Entre las cosas que quemaron estos tiranos fue el monasterio del señor San Francisco, en el cual se quemó de toda la sacristía infinito tesoro, y agora los pobres frailes moran en la huerta, y salvaron el Santísimo Sacramento cabe la noria en el hueco de un olmo. De lo cual todo podéis, señores, colegir que los que a Dios echan de su casa, mal dejarán a ninguno en la suya. Es no pequeña lástima en decirlo, y sin comparación es muy mayor verlo, conviene a saber, a las pobres viudas y a los tristes huérfanos y a las delicadas doncellas, como antes se mantenían de sus propias manos en sus casas propias, agora son constreñidas a entrar por puertas ajenas. De manera que por haber Fonseca quemado sus haciendas, de necesidad pondrán otro fuego a sus famas. Nuestro Señor guarde sus muy magnificas personas. De la desdichada Medina a veinte y dos de agosto, año de mil quinientos y veinte. Tan pronto como Segovia supo el desastre de Medina, sufrido principalmente por evitar su destrucción, dirigió a los medineses una enérgica carta de agradecimiento, en que, entre otras cosas, se leen las siguientes vigorosas frases: «Nuestro Señor nos sea testigo, que si quemaron desa villa las casas, a nosotros abrasaron las entrañas, y que quisiéramos más perder las vidas, que no se perdieran tantas haciendas. Pero tened, señores, por cierto, que pues Medina se perdió por Segovia, o de Segovia no quedará memoria, o Segovia vengará la su injuria a Medina... Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recebido, muy pocas fuerzas hay en nosotros para castigarlo. Pero desde aquí decimos, y a la ley de cristianos juramos, y por esta escritura prometemos, que todos nosotros por cada uno de vosotros pornemos las haciendas e aventuraremos las vidas; y lo que menos es que todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia cortando para hacer sus casas madera. Porque no puede ser cosa más justa que pues Medina fue ocasión que no se destruyese con la artillería Segovia, que Segovia dé sus pinares con que se repare Medina... Mas es de sentir que
de extrañar que en una población que acababa de sufrir tan rudo ultraje se
cometieran algunos desmanes y excesos, y que un hombre grosero y bajo, pero
fogoso, resuelto y audaz, tal como el tundidor Bobadilla, llegara a tomar
ascendiente en la gente del pueblo, y la manejara por algún tiempo a su antojo,
y se hiciera en todo su voluntad, que de esto sucede comúnmente en las
revoluciones populares.
El incendio de Medina
incendió también en ira y enojo los corazones de los castellanos. Muchas
ciudades le enviaban a un tiempo el pésame por su desgracia y la enhorabuena
por su triunfo. Valladolid, el asiento del gobierno, movida a lástima y a
indignación con la carta de los medineses, rompió el freno de la subordinación,
sonó de nuevo a rebato la campana de San Miguel, y por más esfuerzos que
hicieron el obispo de Osma y el conde de Benavente, no pudieron evitar que se
armaran cinco o seis mil brazos, y que acometieran y destrozaran las casas del
opulento comerciante Portillo, de los últimos procuradores a Cortes, de los
regidores de la ciudad que pasaban por adictos a los flamencos, del destructor
de Medina don Alonso Fonseca, no dejando en ellas ni piedra, ni teja, ni
madero, complaciendose en ver cómo ardían a las
puertas de las casas los muebles, las joyas, las telas y brocados arrojados
antes por las ventanas y balcones. Dominabalos siempre más la idea de la destrucción que la del robo y el saqueo, porque «hasta
las gallinas, como dice el historiador obispo de Pamplona, arrojaban a
las llamas.» No se hallaban allí ni el general Fonseca ni el alcalde
Ronquillo. No contemplandose seguros en Castilla,
ganaron la frontera de Portugal y se embarcaron para Flandes a contar al
emperador su vencimiento y su deshonra. Asombrados el cardenal regente y el
consejo, ni acertaban a deliberar ni se atrevían a juntarse siquiera, y Adriano
se disculpaba con no haber mandado él el incendio de Medina, y para
justificarse con el pueblo mandó licenciar las tropas de Fonseca.
Volvieron en Burgos a
levantar cabeza los populares. El anciano prelado de aquella ciudad, hermano
del incendiador de Medina, tuvo que andar fugitivo de
pueblo en pueblo, después de haber visto destruir su palacio, buscando
hospitalidad entre los clérigos de su diócesis. Con no menos furor descargaron
sus odios los comuneros de Palencia sobre todo lo que pertenecía a su obispo,
don Pedro Ruiz de la Mota, que lo era antes de Badajoz, y se hallaba a la sazón
en Flandes; el mismo que en las Cortes de Santiago y la Coruña había hecho el
panegírico del rey en los discursos de las sesiones regias. Al alzamiento de
Palencia precedió la muerte en garrote dada por los del consejo a un fraile
agustino que había ido a excitar a los populares. El fuego de la insurrección
se trasmitió a las poblaciones de Extremadura y Andalucía, a Cáceres y Badajoz,
a Sevilla, Jaén, Úbeda y Baeza, si bien en estas últimas tuvo más carácter de
guerra de familias entre los nobles y magnates.
A este tiempo ya las
ciudades sublevadas habían acordado, a excitación de Toledo, y para dar al
movimiento impulsión y unidad, enviar sus representantes o procuradores a un
punto céntrico, y fue designada por parecer el más apropósito la ciudad de
Ávila. Diose a esta congregación el nombre de Junta Santa
. En
esta asamblea había representantes de todas las clases del Estado: caballeros
nobles como los Fajardos, los Ulloas, los Maldonados y los Ayalas; priores
de las órdenes, canónigos y abades; doctores y letrados; artesanos y plebeyos,
representados por un frenero de Valladolid, por un lencero de Madrid y por un
pelaire de Ávila. Nombróse presidente de la junta al
caballero toledano don Pedro Laso de la Vega, y caudillo delas tropas de las
comunidades a Juan de Padilla, que en 1518 había sido nombrado por don Carlos
capitán de gente de armas, hombre de unos treinta años, de gallarda presencia, de limpia sangre, de
ánimo esforzado, de sentimientos patrióticos, de amable condición y muy querido
del pueblo.
Los objetos a que había de consagrarse la Junta los había expresado ya Toledo en su carta a las demás ciudades. «En aquella Santa Junta, decía, no se ha de tratar sino el servicio de Dios. Lo primero, la felicidad del rey nuestro señor. Lo segundo, la paz del reino. Lo tercero, el remedio del patrimonio real. Lo cuarto, los agravios hechos a los naturales. Lo quinto, los desafueros que han hecho los extranjeros. Lo sexto, las tiranías que han intentado algunos de los nuestros. Lo séptimo, las imposiciones y cargas intolerables que han padecido estos reinos. De manera que para destruir estos siete pecados de España se inventasen siete remedios en aquella Santa Junta etc...» Y como el nombramiento de un extranjero para regente del reino era una infracción de las leyes de Castilla y una ofensa hecha al orgullo y al pundonor nacional, la primera deliberación fue declarar caducada la jurisdicción del cardenal Adriano y del consejo real, constituyéndose la Junta en autoridad superior, sin que los artificios y lisonjas del cardenal y de los consejeros alcanzasen a hacer variar esta resolución suprema, de lo cual y de todos los sucesos dio cuenta el gobierno caído al emperador, diciéndole entre otras cosas: «Que queramos poner remedio en todos estos daños, nosotros por ninguna manera somos poderosos: porque si queremos atajarlo por justicia, no somos obedecidos; si queremos por maña y ruego, no somos creídos; si queremos por fuerza de armas, no tenemos gente ni dineros.» Acordáronse entonces el débil
regente y los desautorizados consejeros y volvieron la vista a la reina doña
Juana, quince años hacía encerrada en Tordesillas, ajena a todos los negocios y
aún a todos los sucesos que el reino había presenciado desde la muerte de la Reina
Católica su madre, y a ella apelaron para que firmase algunas provisiones
contra los comuneros. Aquella desventurada señora se halló sorprendida de verse
visitada en su retiro, y de que la despertasen de la especie de sueño letárgico
en que había vivido tantos años, hablándole de cosas para ella completamente
ignoradas. Hubieran tal vez los consejeros obtenido las firmas de la reina, si
en medio de estas negociaciones no se hubieran apresurado los caudillos de las
comunidades, Juan de Padilla y Juan Bravo, a apoderarse de la villa de
Tordesillas y a hablar a doña Juana, que los recibió con benevolencia, y aún
con agasajo. Hizole Padilla una triste pintura de los
males que aquejaban al reino desde la muerte de su padre, y antes y después de
la partida de su hijo, y de la imponente actitud que para remediarlos habían
tomado los pueblos de Castilla. Parece cierto que la Providencia concedió a la
infeliz doña Juana en aquella ocasión algunos momentos de lucidez, y que
hablando más en razón de lo que podía esperarse, manifestó que a haberlo sabido
hubiera procurado poner remedio a tamaños males. Más o menos recobradas sus
facultades intelectuales, Padilla alcanzó un nombramiento de capitán general
por la reina, y el consentimiento de que se trasladase la Santa Junta a
Tordesillas, cosa que daba grande autorización, cualquiera que fuese el
verdadero estado de la reina, a las determinaciones del gobierno central de los
comuneros. La reina se mostraba contenta con unos agasajos y ceremonias de
respeto a que no estaba acostumbrada, y parecía distraerse en los torneos y
otros festejos con que la obsequiaron, si bien tardó muy poco en volver a su
habitual melancolía, y no hubo medio de conseguir que pusiese su firma en los
despachos.
Instalada la junta en
Tordesillas, movióse el capitán toledano con su gente
a Valladolid, donde fue recibido en triunfo por los populares. De los
consejeros fugáronse unos y se escondieron otros, y a
algunos pudo haber y los redujo a prisión, excepto al cardenal de Tortosa, a
quien dejó libre por respetos a su alta dignidad, y porque él solo no era ni
ofensivo ni temible. Cogió el sello real, y llevando presos a los consejeros,
dio la vuelta a Tordesillas por Simancas, cometiendo el error de no tomar y
guarnecer esta última villa, fuerte por su posición, en una eminencia sobre el
Duero, por sus muros y su buen castillo, con lo cual hubiera podido tener asegurada y expedita
toda la línea desde Valladolid hasta Zamora, y hubiera impedido el grande apoyo
que en esta población, casi la única de Castilla enemiga de los comuneros,
tuvieron después los imperiales. Bien que mayor yerro fue haberse establecido
la Santa Junta en Tordesillas, y no en una ciudad y plaza más fuerte, donde
hubieran podido trasladar la reina, y estar a cubierto de un golpe de mano como
el que luego sufrieron.
Mientras la reina dio
señales de no tener tan perturbado el juicio y tan extraviada la razón como
antes, los procuradores le expusieron por medio del doctor Zúñiga de Salamanca
las calamidades con que habían afligido al reino los extranjeros que habían
rodeado al rey su hijo, las causas del levantamiento de las ciudades, y lo
dispuestos que estaban todos a sacrificarse por su reina, rogando les ayudase
en la santa empresa de restaurar sus libertades y reparar sus vejaciones
(septiembre, 1520). Ella lo prometía así, y aún dicen que manifestaba extrañeza
de que los castellanos no hubieran tomado más pronta venganza de los flamencos. Teníase a milagro verla hablar con tal cordura,
volaba por todas partes la noticia de no estar ya loca doña Juana, y todos se
entregaron al regocijo
[26]
. Mas todo se trocó en abatimiento y desánimo cuando
se supo que la reina había vuelto a su anterior estado de enajenación mental.
En tal situación, y
cuando parecía asegurado el triunfo de los comuneros, puesto que toda Castilla
se había alzado en el propio sentido, que las tropas reales habían sido batidas
y sus caudillos se habían refugiado a extrañas tierras, que el rey se encontraba
ausente y aún no había tomado medidas de represión, que el regente y los
consejeros andaban o fugitivos u ocultos, los que no estaban a buen recaudo,
que no tenían ni autoridad, ni ejército, ni dinero; cuando las comunidades
habían vencido todos los materiales obstáculos, dominaban en el reino, tenían a
la reina en su poder, y parecía no faltarles más que organizar un gobierno
vigoroso y enérgico, entonces fue cuando comenzaron a flaquear, dejando a medio
hacer la obra y a medio camino la jornada, y mostrando que aquellos hombres tan
impetuosos para los sacudimientos y tan esforzados para la pelea, carecían de
cabeza para dirigir, de energía para organizar la revolución, de talento para
gobernar. La primera providencia de la Junta mandando comparecer a los
diputados de las Cortes de la Coruña, para dar cuenta del uso que habían hecho
de sus poderes, era muy fundada en justicia, pero completamente ineficaz,
puesto que debía suponerse que los que andaban huidos por no verse arrastrados
por el pueblo no habían de ir a entregar sus cabezas al fallo y a la cuchilla
de un tribunal. Cuando doña Juana volvió a caer en su demencia, no se les
alcanzó cómo suplir su falta, y no les ocurrió llamar a su hijo el infante don
Fernando, criado en España y querido de los españoles, que puesto al frente del
gobierno hubiera podido consolidar la revolución, y tal vez inhabilitar para lo
sucesivo a su hermano. Tampoco supieron interesar en su causa a la nobleza,
pues aunque una parte de ella en el principio les favoreciese, y otra
permaneciese inactiva, naturalmente había de ladearseles para acabar por hacerseles contraria, no sólo por
haber dejado las ciudades y villas a discreción de la plebe, con sus feroces
instintos y sus tendencias a los desmanes y excesos cuando no hay freno que la
contenga en los momentos de desbordamiento, sino también por el afán de
establecer una inoportuna igualdad, y de despojar a la clase noble de
privilegios y títulos, de los cuales, siquiera fuese por abuso respecto a
muchos de ellos, estaban en posesión, y no era aquella ocasión de despojar,
sino de atraer.
La Santa Junta, en
vez de reformar, obrando ya como autoridad suprema, los abusos de que se
lamentaba, y de reparar los agravios que el reino sufría, se limitó a usar el
tono de súplica, dirigiendo al rey una larga carta, (20 de octubre, 1520), refiriendole todo lo acontecido en Castilla desde su
ausencia, y a la cual acompañaba en forma de memorial un extenso catálogo de
los capítulos que el reino pedía, y de los agravios y vejaciones que había
sufrido, y que le suplicaba remediase. En este importantísimo documento, al
paso que se ve la debilidad a que se condenó a si misma la Junta, se descubre
el respeto que siempre quiso guardar a la persona del monarca y a la
institución, los graves motivos que había tenido el pueblo para su alzamiento,
y la justicia con que pedía la reparación de sus agravios y de sus vulnerados
derechos. Bastará para patentizarlo el extracto de los capítulos que nos
parecen más importantes.
«Que el rey volviera pronto al reino para residir en él como sus antecesores, y que procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado:—Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera, ni para los oficios de la real casa, ni para la guardia de su persona, ni para la defensa de los reinos:—Que se suprimieran los gastos excesivos, y no se diera a los grandes los empleos de hacienda ni del patrimonio real:—Que los gobernadores puestos en su ausencia fuesen naturales de Castilla, y a contentamiento del reino:— Que no se cobrara el servicio votado por las Cortes de la Coruña contra el tenor de los poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias:—Que a las Córtes se enviasen tres procuradores por cada ciudad, uno por el clero, otro por la nobleza, y otro por la comunidad o estado llano:—Que los procuradores que fueren enviados a las Cortes, en el tiempo que en ellas estuvieren, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de Sus Altezas, ni de los reyes sus sucesores que fueren en estos reinos, de cualquier calidad que sea, para si, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes Porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir merced alguna, entenderán mejor lo que fuere servicio de Dios, de su rey y bien público...:—Que no se sacara de estos reinos oro ni plata, labrada ni por labrar:—Que separara los consejeros que hasta allí había tenido y tan mal le habían aconsejado, para no poderlo ser más en ningún tiempo, y que tomara a naturales del reino, leales y celosos, que no antepusieran sus intereses a los del pueblo:—Que se proveyeran las magistraturas en sujetos maduros y experimentados, y no en los recién salidos de los estudios:— Que los alcaldes fueran residenciados cuando dejaran las varas, y que no hubiera corregidores sino en las ciudades y villas que los pidieren.—Que a los contadores y oficiales de las órdenes y maestrazgos se tomara también residencia para saber cómo habían usado de sus empleos, y para castigarlos si lo mereciesen:—Que no se consintiera predicar bulas de cruzada ni de composición, sino con causa verdadera y necesaria, vista y determinada en Cortes; y que los párrocos y sus tenientes amonesten, pero no obliguen a tomarlas:—Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuesen, se diera en merced indios para los trabajos de las minas y para tratarlos como esclavos, y se revocaran las que se hubiesen hecho:—Que se revocaran igualmente cualesquiera mercedes de ciudades, villas, vasallos, jurisdicciones, minas, hidalguías, expectativas etc. que se hubieren dado desde la muerte de la reina Católica, y más las que habían sido logradas por dinero y sin verdaderos méritos y servicios; que no se vendieran los empleos y dignidades; y que se despidiera a los oficiales de la real casa y hacienda que hubieran abusado de sus empleos, y enriquecidose con ellos más de lo justo con daño de la república o del patrimonio:—Que todos los funcionarios públicos desde el tiempo del rey Católico dieran cuentas de sus cargos ante personas nombradas por el rey y por el reino:—Que todos los obispados y dignidades eclesiásticas se dieran a naturales de estos reinos, hombres de virtud y de ciencia, teólogos o juristas y que residan en sus diócesis:—Que se anulara la provisión del arzobispado de Toledo hecha en extranjero sin ciencia ni edad, a quien podía dar las rentas que quisiere en otra parte; y que los clérigos no entendieran en causas criminales contra seglares:—Que hiciera restituir a la corona cualesquiera villas, lugares, fortalezas o territorios que retuviesen los particulares contra lo mandado y dispuesto por la reina doña Isabel:—Que los señores pecharan y contribuyeran en los repartimientos y en las cargas vecinales como otros cualesquiera vecinos:—Que tuviera cumplido efecto todo lo otorgado al reino en las Cortes de Valladolidy la Coruña:—Que se procediera rigurosamente contra Alonso de Fonseca, el licenciado Ronquillo, Gutierre Quijada, el licenciado Janes y los demás que habían destruido y quemado la villa de Medina:—Que aprobara lo que las comunidades hacían para el remedio y reparación de los abusos, concluyendo con un proyecto de decreto o edicto real dando sanción a todos los capítulos y mandando que fuesen observados en el reino Al propio tiempo que
enviaron emisarios a Flandes con la carta y los capítulos, despacharon un
mensaje al rey de Portugal suplicandole escribiese al
emperador y le aconsejara como padre y hermano tuviese a bien cumplir lo que la
junta le demandaba, por ser tan razonable y justo, pues de otro modo tomarían a
Dios en su protección y defensa. El monarca portugués desestimó completamente sus
instancias. Y por lo que hace al emperador, obraban con demasiada candidez los
comuneros en el hecho de pensar que había de mover un escrito a tan larga
distancia al mismo a quien no había afectado la presencia de los males cuando
los había visto por sus propios ojos en España, ni se había dejado conmover por
las murmuraciones y quejas de los pueblos, ni por las súplicas verbales: y no
conocían que desaprovechando la ocasión de poder dar ellos mismos por ley lo
que creían tan conveniente al bien del reino cuando no había quien pudiera estorbarselo, y que obrando como súbditos sumisos cuando
podían obrar como vencedores, daban una insigne prueba de irresolución y
debilidad, y mostraban que los que habían tenido arranques y resolución para
rebelarse y vencer, carecían de dirección y de energía para mandar y organizar.
Así fue que de los tres portadores del memorial, el uno que se adelantó a Worms fue mandado prender por Carlos y encerrado en una
fortaleza, y los otros dos con noticia de este hecho ni aún siquiera se
presentaron al emperador, no atreviéndose a pasar de Bruselas.
Ya antes que estos
mensajeros arribaran a los Países Bajos, había tomado el emperador una
providencia, que vino a ser la más oportuna para producir una mudanza favorable
a su abatida causa. Aguijado por la carta del cardenal gobernador y del
consejo, en que le retrataban fielmente la situación del reino, y le decían que
no había en Castilla una sola lanza que se blandiera por él, aconsejaronle los flamencos que buscara el apoyo de la
nobleza, y en su virtud determinó asociar al honrado y débil cardenal Adriano
otros dos gobernadores castellanos, pertenecientes a la grandeza, poderosos
ambos, acreditados en armas, y de grande autoridad e influencia en el pueblo,
que fueron el condestable don Iñigo de Velasco, y el almirante don Fadrique
Enríquez. Tras el nombramiento y los poderes vinieron las instrucciones.
Contenían éstas, entre otros capítulos, las prevenciones siguientes: que
disolvieran la junta de Ávila y echaran de Tordesillas al capitán toledano; que
convocaran las Cortes, pero no otorgaran nada en ellas sin consultarlo con él,
y le dieran diariamente aviso de lo que en ellas se tratara; que las ciudades
que no enviaran sus procuradores quedaran privadas de tener voto en Cortes para
siempre; que los que habían tomado fortalezas las devolvieran a sus antiguos
alcaides, y que las rentas reales se repusieran en su anterior estado; que
pudieran conceder indultos, pero a reserva de los instigadores principales de
la rebelión; que divulgaran la voz de su venida a España antes de lo que se
había pensado; que no permitieran se menoscabara en un átomo la autoridad real;
que hicieran a los clérigos predicar la obligación en que estaban los pueblos
de amar al rey, y las mercedes que el rey había hecho y hacia a los pueblos. Y
concedía algunas cosas de las que le habían sido pedidas en Cortes
.
Desde el nombramiento
de los dos nuevos gobernadores comenzaron a advertirse síntomas de mal agüero
para la causa de las comunidades. El condestable, que había logrado en un
principio adulterar el alzamiento de Burgos, se hizo después tan sospechoso a
los populares, que en un nuevo alboroto y rompimiento que se movió contra él se
vio muy en peligro de perder la vida en más de una ocasión, y tuvo a gran
felicidad el poder fugarse y buscar asilo en su villa de Briviesca. En ella se
hallaba cuando le llegó el nombramiento de virrey. Entonces entabló secretos
tratos con los parciales que le habían quedado en la ciudad para entrar otra
vez y enseñorearse de ella: procuró ganar al pueblo con promesas de exenciones
e inmunidades, con halagos y dádivas; y derramando dinero y dando esperanzas de
mejor fortuna, consiguió sobornar a unos, templar a otros, y a otros
intimidarlos, hasta que, siendo ya pocos los inflexibles, la mayoría de la
población determinó franquearle la ciudad, e hizo en ella su entrada el condestable,
siendo recibido por sus adictos, vestidos de gran gala, si bien teniendo que
sufrir todavía amenazas e insultos de la irritada muchedumbre. Este fue, sin
embargo, el primer anuncio de empezar a rehabilitarse la causa del rey, que
hasta entonces se había tenido por perdida.
La defección de
Burgos alarmó a los comuneros, como el memorial de la Santa Junta había
alarmado a los nobles, viendo en él que la revolución ya no se limitaba a la
reforma de los abusos y a la defensa de los derechos del pueblo contra los
ataques y usurpaciones de la corona, sino que tendía también a cercenar los
privilegios de la nobleza y el poder de la clase aristocrática. Así, cuando el
condestable, dueño ya de Burgos, hizo publicar el nombramiento de los dos
nuevos virreyes, muchos nobles de los que habían atizado, o fomentado o
consentido el levantamiento de los comunes, torcieron de rumbo y se adhirieron
a los representantes de la autoridad real, que lo eran al propio tiempo de la
grandeza. Y como coincidiese la fuga del cardenal Adriano a Medina de Rioseco,
disfrazado y acompañado de un solo paje, logrando al fin burlar la vigilancia
de los que lo detenían y guardaban en Valladolid, viose acudir a Rioseco en torno al cardenal regente los principales personajes de la
nobleza, el marqués de Astorga, el conde de Benavente, el de Lemos, el de
Valencia, y otros grandes de Castilla, todos con sus lanzas y gente de guerra,
mientras el duque de Nájera enviaba al condestable quinientos hombres de
Navarra, el del Infantado sujetaba a los comuneros de Guadalajara y daba
garrote al capitán de ellos en un calabozo y exponía después su cadáver en la
plaza pública; el señor de Torrejón de Velasco molestaba a los de Madrid; el
conde de Chinchón peleaba con los de Segovia dentro de la misma catedral,
cruzándose los fuegos en el atrio, en el claustro, en las naves de la iglesia,
en las capillas y en el coro; el conde de Luna reclutaba gente miserable y
haraposa en las montañas de León; y cuando el joven conde de Haro, primogénito
del condestable, y nombrado capitán general de los imperiales o realistas,
salió de Burgos con los navarros en dirección de Rioseco, juntaronsele en el camino los condes de Oñate y de Osorno, y el marqués de Falces con los
soldados de sus tierras y señoríos.
Sorprendidos y
desconcertados se quedaron los comuneros al ver la imponente actitud y el
movimiento hostil de los nobles, muchos de los cuales habían sido hasta
entonces cooperadores y amigos, o no se habían mostrado adversarios. Burgos,
segregada de las comunidades, dirigía cartas a Valladolid y a la Junta, como instigandolas, inducida ella misma por el condestable, a
abandonar la causa popular. Valladolid se indignaba y no contestaba. La Junta
respondía a Burgos afeándole en términos vigorosos y duros su veleidad, recordandole sus compromisos, y echándole en rostro los
excesos con que más que otras ciudades había manchado su alzamiento. Reinaba en
Valladolid la mayor agitación, amenazando nuevas alteraciones: la discordia se
había introducido entre sus habitantes, y entre la ciudad y los procuradores de
la junta, y alimentaban la división las cartas y provisiones que desde Rioseco
enviaba el cardenal Adriano, alentado y fortalecido con el refresco de los
nobles.
Faltaba saber si
aceptaría el almirante el cargo de corregente. El almirante don Fadrique
Enríquez era hombre más templado y conciliador y más querido del pueblo que el
condestable. En las Cortes de Valladolid fue de los que más repugnaron la
aclamación de don Carlos mientras su madre viviese; había sentido y mirado como
perjudicial la ausencia del rey; disgustado de los excesos de la corte, y
lamentando los males del reino que no podía remediar, vivía retirado en sus
estados de Cataluña, cuando recibió el nombramiento de gobernador. Hombre sin
ambición, después de haber vacilado algún tiempo en admitirle, le aceptó
llevado del deseo de procurar la paz y hacer un gran bien al reino. En este
buen designio escribió a Valladolid una carta llena de nobles y humanitarios
sentimientos, exhortándolos dulce y paternalmente a la paz, y aconsejándoles la
concordia: revelábase en ella el afán de componerlo
todo sin efusión de sangre, y fiaba en que el rey por su mediación usaría de
benignidad; producíase como un comunero de corazón y
como un realista de convencimiento, como quien conocía la razón que tenían los
pueblos para quejarse y reprobaba y lamentaba las violencias y los crímenes,
como quien condenaba los abusos de la corte y reconocía la necesidad del
restablecimiento de la autoridad real.
El mejor testimonio
de las buenas intenciones y de las miras pacíficas y conciliadoras del
almirante es el siguiente notable documento que dirigió a la Santa Junta, en
que se ve lo poco que pedía a los comuneros, y lo mucho que les prometía en
nombre del rey.
«Yo don Fadrique
Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla y de Granada, conde de Modico, etc. en nombre de los reyes nuestros señores, y de
los caballeros que aquí están e mío os requiero delante de Dios, a quien tomo
por juez de mi intención, que de queráis pedir con las armas aquello que se os
dará de parte de Sus Altezas sin ellas; y a nombre de Su Majestad me obligo de
cumpliros todas las cosas que aquí van declaradas; e para la seguridad que
serán otorgadas e cumplidas daré todo lo que pidiéredes,
no seyendo en términos imposibles, e cumpliendo
primero, señores, vosotros los que aquí diré.
Lo que de parte de
los procuradores que ahí, señores, estáis, e de la junta, se ha de hacer e
cumplir primero es esto:
Poner a la reina en
libertad sin tenella con gente.
Restituir al rey
nuestro señor la gobernación de su reino que hasta agora le está usurpada.
Restituir al conde de
Buendía su casa, e al marqués de Moya, e a don Hernando de Bobadilla, las otras
cosas que están usurpadas de particulares.
Hecho esto por
vosotros, señores, yo me obligo y prometo en nombre del rey de firmar lo que
aquí dice, y traerlo dentro de tres meses firmado, para lo cual daré la
seguridad que quisiéredes demandar.
Prometo en nombre del
rey que S. M. encabezará las rentas conforme a la cláusula del testamento de la
católica reina nuestra señora.
Prometo en nombre de
S. M. que quitará el servicio que echó en la Coruña, e que de aquí adelante
cuando los pecharen, será con voto de las ciudades, e por cosa que
manifiestamente vean que conviene, e con voluntad de ellas; e que quedarán
libres por siempre los procuradores, con poder de consultar, o como ellas
quisieren; e que el servicio esté depositado en nombre de las ciudades, porque
non pueda ser gastado en otra cosa sino en aquello por que será demandado e
otorgado, y esto viendo la manifiesta necesidad, e aún en ella non habrá
fuerzas si non con su voluntad.
Prometo que otorgará
su Alteza que ninguna dignidad, ni beneficio, ni oficio, ni encomienda ni
tenencia non pueda ser dada a extranjeros.
Prometo que no se
sacará ninguna moneda de Castilla, e que para esto se dará toda la orden e
seguridad necesaria.
Prometo que en el
derecho de las bulas se terná la forma que en las
ciudades de Italia, sin hacer vejaciones ni descomuniones, como en las ciudades
se tiene.
Prometo que quitará
todas las posadas del reino, que jamás se aposenten sinon por dineros.
Prometo que S. M.
revocará las naturalezas que ha dado en el reino.
Prometo que no se
cargará nada en naos extranjeras, sinon en las del
reino.
Prometo que S. M.
dará los corregimientos conforme a las leyes del reino, y no irá contra ellas.
Prometo que S. M.
guardará todas la leyes del reino como lo ha jurado, y las provechosas al reino
aunque no se hayan usado.
Prometo que si han
puesto algunas imposiciones o hecho cuerpo de renta en alguna manera que no fue
acostumbrada, que se revocará.
Prometo que ningún
oficial del reino terná más de un oficio, y que los
oficiales de la casa real serán castellanos y no extranjeros, y que la casa
real estará en pie con todos los caballeros e continuos que solían tener los
pasados.
Prometo que todos los
oficios que vacaren serán proveídos en Castilla, e non fuera del reino, e que
así será lo de las renunciaciones.
Prometo que el
consejo e chancillería se terná de personas de
ciencia e de conciencia, y tales que el reino no pueda de ellas tener sospecha;
y que S. M. mandará tomarles residencia de tres en tres años, e a los
presidentes e alcaldes del consejo, e chancillería, e de la corte.
Prometo que se tomará
estrecha cuenta a los oficiales reales para saber las rentas del rey qué se han
hecho.
Prometo que se verán
los cambios y logros que se han pasado, y que se hará restituir todo lo mal
levado.
Prometo que se hará
perdón general a todo el reino de todas las cosas pasadas, ansí para perlados
como para caballeros, como para las comunidades e pueblos de todo el reino, y
que S. M. dará forma para que se satisfaga el daño que se hizo en la villa de
Medina del Campo en la quema, e por los otros daños que se han hecho en el
reino.
Prometo asimismo que
la gente de armas será pagada de cuatro en cuatro meses, de manera que no
puedan comer en los aposentos a costa de los pueblos.
Que las fortalezas
que tienen agora tomadas las tengan así hasta que
esto se firme y cumpla, con tal que seyendo firmado
las dejen como antes estaban.
Paréceme, señores, que si deseáis como decís el bien general del reino, que debéis tener por bien esto, pues se os otorga con buena voluntad, que non querello por fuerza e con daño del reino. Y si, lo que Dios no quiera, esto no tuviéredes por bien, desde agora tomamos a Dios delante, y esperamos en él que será nuestro capitán.» Parece que los
comuneros deberían haberse dado por satisfechos con tan amplias concesiones
propuestas con tan buen modo. Pero la conducta inconsiderada del condestable y
de los otros nobles había agriado ya demasiado los ánimos. El conde de
Benavente con fingidos halagos y torcidos designios había intentado que
Valladolid le franqueara sus puertas, y la ciudad, que se mantenía inflexible,
le dio una repulsa muy urbana, y no menos ladina que su proposición. Así,
cuando el almirante se vino de Cataluña a Castilla y solicitó que Valladolid le
admitiera en su seno, negóselo también el vecindario,
escamado con la sospechosa pretensión del conde. Mas no por eso desmayó el
desairado almirante en sus benéficos planes de avenencia. Colocado en Torrelobaton, pidió a la Junta su beneplácito para
presentarse en Tordesillas, negaronselo también los
procuradores, pero le enviaron tres de ellos para oírle y tratar con él. Aveníase ya el generoso Enríquez a hacer salir de Rioseco
los consejeros reales, y a derramar la gente de los nobles siempre que la Junta
despidiera también la suya. Mas como los procuradores exigieran además la
salida del cardenal, y que el condestable que tiranizaba a Burgos dejara de
formar parte de la regencia, no pudo el almirante acceder a demandas que tenía
por exageradas y desdorosas, y se acabaron las pláticas sin poder reducirlos a
términos de concordia. Entonces Enríquez pasó a incorporarse con Adriano y los
próceres reunidos en Rioseco, donde fue recibido con el mayor júbilo y agasajo.
Ya en comunicación los tres regentes, don Fadrique Enríquez (dice oportunamente el más reciente historiador de las comunidades) representaba la paz a todo trance, don Iñigo de Velasco la guerra hasta obtener la muerte o la victoria, el cardenal de Tortosa nada. Oscurecido siempre que le asociaban al gobierno españoles como le sucedió antes con Cisneros, «ahora que le igualaban en poder dos castellanos de la primera jerarquía con numerosa clientela, estaba igualmente destinado a ser una venerable nulidad en los negocios de Castilla.» En tal estado, y
cuando así marchaban, no sin posibilidad todavía de pacifico desenlace, las
negociaciones, recibió nuevas la Junta de que sus enviados al emperador,
portadores del memorial, el uno había sido preso, y los otros dos no se habían
atrevido a presentarse a él por temor de que peligraran sus vidas. Esta
repulsa, este agravio hecho por un rey de Castilla a súbditos autorizados para
exponerle las quejas y clamores de un pueblo ultrajado y a pedirle el remedio,
fue mirado por los castellanos como una intolerable afrenta, como un rasgo del
más insufrible despotismo. Encendieronse en ira los
ánimos de los comuneros, perdieron la templanza hasta los más moderados, vieron
en aquel acto desmentidas las galantes promesas del almirante, y no se veía ya
otra solución que la de las armas.
Desgraciadamente unos emisarios despachados por la Junta a Burgos para notificar al condestable que licenciara su gente, después de agasajados por aquel magnate, fueron conducidos con escolta y entregados al conde de Alba de Liste, que con frenético arrebato asió a uno de ellos, camarero de la reina doña Juana, que llevaba la voz por todos, le hizo dar garrote en un calabozo, y soltó a los demás para que contaran a la Santa Junta cómo eran recibidos sus mensajeros en Burgos. Con esto ya no podía haber transacción. La Junta pregonó por traidores al condestable y al de Alba de Liste, apercibió su ejército, le engrosó con nuevos contingentes de las ciudades de la liga, le dio sus instrucciones para la campaña, y todo anunciaba grandes calamidades, y larga efusión de sangre de hermanos en los campos de Castilla.
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