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SALA DE LECTURA

 

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

EDAD MODERNA

DOMINACION DE LA CASA DE AUSTRIA

 

LIBRO SEXTO

REINADO DE CARLOS V

CAPÍTULO PRIMERO

DIFICULTADES PARA LA JURA DE CARLOS I.—De 1517 a 1519

Entrada de Carlos en Valladolid. — Cortes. — Firme y digna actitud de los procuradores. — Condiciones que le ponen para la jura. — Cláusulas del juramento. — Peticiones notables de las cortes. — Grave descontento de los castellanos con el nuevo rey, y sus causas. — El infante don Fernando es enviado a Flandes. — Pasa Carlos a Aragón. — Dificultades para su reconocimiento.—Es jurado en cortes. — Paz con Francia. — Triunfo de españoles en los Gelbes. — El rey en Cataluña. — Resistencia de los catalanes a reconocerle en vida de su madre. — Es al fin jurado como en Castilla y Aragón.

 

 

 

Dejamos en el último capítulo del anterior libro al joven príncipe-rey Carlos de Gante, recién venido la España, en el convento del Abrojo, esperando que se concluyeran los preparativos para su entrada pública en Valladolid. La hizo el 18 de noviembre (1517) con gran pompa, saliendo a recibirle su hermano el infante don Fernando, el condestable, el duque de Alba, el marqués de Villena, el conde de Benavente y otros muchos nobles castellanos. Se aposentó el rey en las casas de don Bernardino Pimentel, y le agasajaron con justas y torneos, en que tomó parte el mismo rey, joven entonces de diez y ocho años no cumplidos, y en que jugaron las lanzas tan de veras que algunos caballeros quedaron heridos y quebrantados, y otros tuvieron sus vidas en gran peligro.

Aunque Carlos había sido proclamado y se titulaba rey, le faltaba el reconocimiento formal y solemne de las cortes, y el juramento mutuo que se acostumbraba a hacer en ellas en el principio de cada reinado. Bien hubieran querido los flamencos esquivar esta formalidad para ellos embarazosa e impertinente; mas como viesen a los castellanos resueltos a no renunciar a esta antigua y veneranda costumbre, se expidió en diciembre la convocatoria para enero del año próximo (1518). Lo que principalmente había que deliberar era, si se había de reconocer y alzar a Carlos por rey viviendo su madre doña Juana, reina legítima y propietaria, que era caso nuevo y desusado en Castilla, y si se le había de prestar juramento antes que él jurase guardar los capítulos de las anteriores cortes.

Congregados, pues, los procuradores de las ciudades en el convento de San Pablo de Valladolid (enero, 1518), desde la primera sesión preparatoria se mostraron altamente ofendidos los castellanos al ver que asistían como presidentes a nombre del rey, en unión con el obispo de Badajoz, don Pedro Ruiz de la Mota, y con el letrado don García de Padilla, dos consejeros flamencos, uno de ellos Sauvage, a quien Carlos había nombrado gran canciller de Castilla después de la muerte de Cisneros. Hízose intérprete del general disgusto el diputado por Burgos doctor Juan Zumel, hombre enérgico, vigoroso y firme, el cual protestó resueltamente a nombre de todos contra la asistencia de extranjeros a las cortes, diciendo que los naturales del reino lo recibían como agravio y afrenta, y de ello pidió testimonio. No intimidaron al digno diputado las conminaciones que al día siguiente le hizo el gran canciller flamenco; y como le reconviniese por andar induciendo a los procuradores a que no jurasen a Su Alteza hasta que él primeramente jurase guardar las libertades, privilegios, usos y buenas costumbres del reino, Zumel respondió con entereza que todo era verdad. Amenazóle entonces el canciller con que le haría prender como a deservidor del rey y como a reo incurso en pena de muerte y de confiscación de bienes, a lo cual el representante de Burgos replicó sin alterarse, que nada temía si se le hiciese justicia, y que tuviese por cierto que no sólo no sería Su Alteza jurado sin que él jurase primero lo susodicho, sino que el reino estaba resuelto a no permitir que Chievres y otros extranjeros le arrebatasen, como lo hacían, sus tesoros. Agrióse con esto la disputa, y se separaron desabridos y enconados.

Movidos los demás procuradores, así por un sentimiento de dignidad propia, como por las excitaciones del valeroso burgalés, hicieron causa común, y formularon una petición al rey, exponiéndole lo que el reino quería y deseaba en el propio sentido en que había hablado el diputado por Burgos. Vencidas no pocas dificultades para entregarla al ministro Chievres, manifestó éste gran extrañeza de que se anticiparan a hacer peticiones al rey antes de saber lo que él les pensaba ordenar. «Bueno es, contestó a esto el enérgico Zumel, que S. A. esté advertido de lo que el reino quiere y desea, para que haciéndolo y observándolo se eviten contiendas y alteraciones.» Continuaron por unos días las conferencias, tratos y reuniones, ya de los diputados entre sí, ya de éstos con los ministros y consejeros de Carlos. Un día fue llamado Zumel solo a casa del canciller Sauvage; creyeron muchos que sería para prenderle, y se fueron hasta la puerta de la cámara; pero se redujo todo a un animado diálogo, en que el flamenco usó de ásperas palabras y de amenazas fuertes, en el que el castellano volvió a mostrar su inflexible entereza. Por último, después de muchas contestaciones y altercados entre unos y otros, al ver la vigorosa actitud de los representantes de Castilla, el rey se decidió a prestar el juramento tal como se le habían pedido.

Abierta la sesión regia (5 de febrero), y pronunciado que hubo el obispo de Badajoz un largo razonamiento sobre la vida y antecedentes del rey y sobre sus alianzas y relaciones con otros Estados, acto continuo los procuradores sin más responder le presentaron la fórmula del juramento. Carlos de Austria juró explícitamente guardar y mantener los fueros, usos y libertades de Castilla. Mas como pareciese esquivar otra de las cláusulas en que se contenía que no había de dar empleos ni oficios a extranjeros, el doctor Zumel insistió en que jurase también aquello en términos explícitos, a lo cual respondió el rey un tanto demudado: esto juro. Frase que no acabó de calmar todavía a los procuradores, y que algunos tuvieron por ambigua, como si quisiese referirse a lo que antes había jurado, pero cuyo laconismo puede sin duda atribuirse a la dificultad que Carlos tenía en expresarse en lengua castellana. Con esto el domingo siguiente (7 de febrero) juráronle solemnemente todos los procuradores, prelados, grandes y caballeros del reino inclusos sus hermanos don Fernando y doña Leonor, que fueron los primeros. Acordóse en aquella sesión que todas las provisiones reales fuesen firmadas por doña Juana y don Carlos, precediendo siempre el nombre de la reina, como propietaria, y que si en algún tiempo recobrase doña Juana la razón, reinaría y gobernaría ella sola, quedando Carlos como príncipe de España solamente: testimonio grande del amor que los castellanos profesaban a su reina legítima, y de la repugnancia con que juraban a un hijo nacido y criado en tierra extraña, en vida de su madre, natural de estos reinos. Acto continuo otorgaron los procuradores al nuevo monarca un servicio extraordinario de doscientos cuentos de maravedís, pagaderos en tres años, y a condición de que hasta cumplirse este plazo no se pidiesen más tributos sino en caso de una necesidad extrema: cantidad por cierto la más considerable que se había concedido á ningún rey de Castilla.

En estas cortes se hicieron al rey por parte de los procuradores de las ciudades hasta ochenta y ocho peticiones, de las cuales algunas fueron demasiado notables para que podamos pasarlas en silencio, tales como las siguientes:

1.a Que la reina doña Juana fuese tratada como correspondía a quien era señora de estos reinos:

2.a Que el rey se casase lo más brevemente posible, para que el reino pudiese tener sucesión segura:

3.a Que hasta tanto que esto sucediese, no saliera del reino el infante don Fernando:

4.a Que confirmara el rey las leyes, pragmáticas, libertades y franquicias de Castilla, y jurara no consentir que se pusiesen nuevos tributos:

5.a Que no se diesen a extranjeros oficios, beneficios, dignidades, ni gobiernos, ni cartas de naturaleza, y que se revocaran las que se hubiesen dado:

6.a Que los embajadores de estos reinos fuesen naturales de ellos:

7.a Que en la casa real sólo hicieran servicio castellanos o españoles, como en los tiempos pasados:

8.a Que se sirviese S. A. hablar castellano, para que así se entendiesen mejor mutuamente él y sus súbditos:

9.a Que no se enajenase cosa alguna de la corona y patrimonio real:

12.a Que mandase conservar a los Monteros de Espinosa sus privilegios acerca de la guarda de su real persona:

16.a Que no permitiese sacar de estos reinos oro, plata, ni moneda, ni diese cédulas para ello:

18.a Que tampoco se sacaran de él caballos:

29.a Que mandara proveer de manera que en el oficio de la Santa Inquisición se hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los obispos fuesen los jueces conforme á justicia:

38.a Que hiciese cumplir el legado de veinte cuentos de maravedís que había dejado el cardenal Cisneros para redención de cautivos, de otros cuatro para dotes de huérfanas, y de otros diez para un colegio de doncellas pobres en Toledo:

42.a Que mandara plantar montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había:

48.a Que tuviese consulta ordinaria para el buen despacho de los negocios, y diese personalmente audiencia, al menos dos días por semana:

49.a Que no se obligase a tomar bulas, ni para ello se hiciese extorsión, sino que se dejara a cada uno en libertad de tomarlas:

55.a «Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital ni cofradías, ni ellos lo puedan heredar ni comprar, porque si se permitiese, en breve tiempo sería todo suyo:»

57.a Que los obispados, dignidades y beneficios que vacaren en Roma volviesen a proveerse por el rey, «como patrón y presentero de ellos,» y no quedasen en Roma:

60.a Que mantuviera y conservara el reino de Navarra en la corona de Castilla, para lo cual le ofrecían sus personas y haciendas:

68.a Que se quitasen las nuevas imposiciones. Las demás peticiones versaban sobre otros asuntos de gobierno interior que nos parecen de menos interés.

La mayor parte fueron otorgadas por el rey: a algunos solamente res­pondió que lo mandaría ver y proveería.

Concluidas las cortes, se hicieron en Valladolid lucidas fiestas de toros, cañas, justas y torneos, en que a porfía se señalaron los justadores en lo lujoso de sus trajes, y en que se distinguió el rey entre todos los mantenedores, así por lo precioso de su vestido, de sus armas y de los arreos de su caballo, como por su gallardía y apostura, rompiendo tres lanzas y dejando admirados a todos por su gentileza. Después de esto visitó a su madre, que se hallaba en Tordesillas, dejó encomendada su persona y su casa al cuidado de don Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, y dispuso su viaje a Aragón, donde deseaba ser reconocido y jurado, y a cuyo efecto tenía convocadas las cortes de aquel reino.

No obstante las fiestas y regocijos con que Carlos había sido agasajado en Castilla, un profundo y muy fundado descontento se advertía en los castellanos. El rey había venido rodeado de flamencos, cuya codicia y rapacidad les era ya conocida desde el tiempo de su padre Felipe el Hermoso. Flamencos eran sus consejeros íntimos, y sin su licencia no les era dado A los españoles acercársele y hablarle. Entre flamencos se habían distribuido las dignidades y empleos que Cisneros había dejado vacantes. Chievres le dominaba como ayo y como ministro:  a Sauvage le había hecho gran canciller de Castilla: Adriano de Utrech recibió por este tiempo el capelo de cardenal: pero lo que irritó más y llenó de indignación a los castellanos fue verle elevar a la dignidad de arzobispo de Toledo a Guillermo de Croy, sobrino de Chievres, joven que ni tenía carta de naturaleza en el reino, ni había cumplido siquiera la edad prescrita por los cánones. Los castellanos, en quienes estaba reciente y viva la memoria del venerable Jiménez de Cisneros, miraron aquella provisión como un escándalo, como un desacato, como un insulto hecho a la Iglesia, a la nación y a las leyes: y lo que los desconsoló más qué saber que no habían faltado magnates aduladores que aconsejaran al rey aquel nombramiento, aun desairando a su mismo tío el arzobispo de Zaragoza, uno de los que solicitaban la mitra toledana. Agregábase a esto lo su­bido del pedido hecho en cortes, la venalidad de los destinos, la descarada voracidad de la gente flamenca y la emigración de la moneda española a los Países Bajos. Y como Carlos apenas hablaba todavía algunas palabras en español, y parecía un joven de cortos alcances, no dando por entonces muestras de la capacidad intelectual que se desarrolló después, todo contribuía a que miraran con desagrado al nuevo monarca los que acababan de experimentar la sabia y justa administración de los Reyes Católicos.

Para aumento de este disgusto, en su viaje a Aragón, contra lo expresamente pedido por los procuradores del reino en las cortes de Valladolid, despidió a su hermano don Fernando, enviándole a Flandes so pretexto de que su presencia sería agradable al emperador Maximiliano su abuelo, pero en realidad por recelos que le inspiraba el amor de los castellanos a aquel príncipe, nacido y educado entre ellos.

Todavía los aragoneses no habían reconocido a Carlos por rey, y a esto se encaminó (abril, 1518) en compañía de su hermana doña Leonor, de muchos caballeros extranjeros y pocos castellanos. Al día siguiente de llegar a Calatayud juró en la iglesia colegial los fueros de la ciudad, y desde allí escribió a la de Zaragoza (3 de mayo) sobre la forma como deseaba que las cortes le hiciesen el juramento. Con esto partió para aquella ciudad, donde hizo su entrada el 6 de mayo. Se congregaron seguidamente en cortes los cuatro brazos del reino, pero lo acaecido en Castilla había hecho estar muy sobre sí a los aragoneses, naturalmente celosos de la conservación de sus fueros y libertades, y no estaban ellos tampoco acostumbrados a jurar como rey a un heredero en vida del que hubiesen reconocido como rey o reina legítima. Así, pues, costó a Carlos no poco trabajo, tiempo y esfuerzo, alcanzar que le juraran en la misma forma que en Castilla, esto es, en unión con su madre, después de haber él jurado ampliamente guardar sus usos, libertades y privilegios. No menos le costó arrancar un servicio de doscientos mil ducados, y esto a condición de invertir esta suma en el pago de las deudas de la corona, tiempo hacía descuidadas, para que no fuese a parar a manos de extranjeros.

Hallándose el rey en Zaragoza, murió la hija del rey Francisco I de Francia, Luisa Claudia, con quien se había concertado su matrimonio en el tratado de paz de Noyon. Esto no obstante, y a consecuencia de excitación que le fue hecha por el cardenal de Viterbo en nombre del papa León X, ratificó allí la paz con el monarca francés haciendo públicas demostraciones de amistad aquellos dos príncipes que después habían de ser tan terribles enemigos, y cuyas guerras habían de costar tanta sangre a Europa.

A excitación también del mismo legado, y entrando el nuevo rey de España en la liga y confederación que tres años antes habían hecho los de Francia e Inglaterra contra el turco, que estaba haciendo notables daños en la cristiandad, ordenó Carlos al virrey de Sicilia don Hugo de Moncada que juntando las gentes y las naves que pudiese pasase a hacer la guerra al famoso corsario Barbarroja, terror de los mares y de las poblaciones de la costa africana. Esta expedición, después de algunos desastres y derrotas, causados los unos por las borrascas, en una de las cuales se anegaron lastimosamente hasta cuatro mil españoles, las otras por las armas del terrible pirata, que se apoderó de Argel, de al fin por resultado la toma de los Gelbes, con lo cual se vengó la pérdida sufrida diez años antes y la muerte del primogénito del duque de Alba en aquella isla de fatales recuerdos.

Le faltaba a Carlos solamente ser reconocido en Cataluña, y con este objeto partió y llegó a Barcelona entrado ya el año 1519 (15 de febrero). Esperábale allí más fuerte y más violenta oposición que la que había experimentado en Aragón y en Castilla, y más insistencia en no quererle jurar en vida de su madre, tanto que se burlaban los catalanes de la blandura con que se habían allanado a hacerlo los aragoneses y castellanos. Sin embargo, el soborno y la intriga fueron templando poco a poco la dureza de aquella gente, y al fin acabaron por prestarle, aunque de mala gana, el mismo juramento que en los demás reinos, si bien en lo de dar dinero fueron más parcos los catalanes, y se lo escatimaron más, no tanto por negárselo al rey, cuanto por mortificar a los avaros flamencos.

Tal era la disposición de los ánimos, y tales fueron las dificultades que el nieto de los Reyes Católicos halló para su proclamación en los tres principales Estados de la monarquía española: dificultades nacidas de su cualidad de extranjero, de la impaciencia con que se había anticipado a tomar el título de rey viviendo su madre y sin esperar la declaración de las cortes, de la circunstancia de no conocer el idioma español, de venir circundado de extranjeros, sedientos del oro y de los empleos de España, y de haber ofendido el orgullo nacional con sus primeras provisiones y con el favoritismo de los flamencos.

 

 

 

 

CASTILLO DE LOARRE (HUESCA).

Catedral convento de San Pablo de Valladolid