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INTRODUCCION A LA EDAD MODERNAESPAÑA AL ADVENIMIENTO DE LA CASA DE AUSTRIA
I.
Consideraciones sobre la transición de la
edad media a la edad moderna.
«El reinado de los Reyes Católicos, dijimos en nuestro
discurso preliminar, es la transición de la edad media que se disuelve a la
edad moderna que se inaugura.»
Pocas veces en tan breve plazo ha entrado un pueblo en un
nuevo desarrollo de su vida. Entre la edad antigua y la edad media de España se
interpuso el largo y no bien definido período de la dominación goda;
trescientos años y treinta reyes. Menos de medio siglo ha sido bastante para
obrar la transición de la edad media á la edad moderna española: cuarenta años
y un solo reinado¡ Tan corto término bastó a dos monarcas para regenerar el
cuerpo social! Prueba incontestable de su actividad prodigiosa.
El reinado cuyo bosquejo acabamos de trazar es una de esas
épocas en que se ve más palpablemente lo que avanzan de tiempo en tiempo estas
grandes porciones de la familia humana que llamamos naciones, en virtud de la
ley providencial que las dirige; y en que se ve comprobada una de esas verdades
consoladoras que hemos asentado como uno de nuestros principios históricos, a
saber: «la humanidad marcha hacia su progresivo mejoramiento, aunque a veces
parece retroceder.» El viajero de la edad media parecía caminar por un
interminable y desierto arenal, cuyo suelo movedizo se hundía a sus pisadas o
retrocedía bajo sus pies. Al ver su marcha fatigosa y pausada y su andar lento
y penoso, se diría que no adelantaba un paso. Al observarle muchas veces, o
parado ante un obstáculo, o empujado hacia atrás por una fuerza superior, se
temería que no había de llegar nunca al término de su viaje.
Y sin embargo, este caminante iba haciendo insensiblemente
sus jornadas. Covadonga, Calatañazor, Toledo, Zaragoza, las Navas, Valencia,
Sevilla y Granada, son otras tantas columnas miliarias que señalan el itinerario
de la edad media española, en su marcha simultánea hacia la unidad geográfica y
hacia la unidad religiosa. La unión de las coronas de Asturias, de Galicia y de
León en las sienes del primer Fernando, y su incorporación definitiva con la
de Castilla en la cabeza de Fernando III; el doble y perpetuo consorcio de los
reinos y de los soberanos de Aragón y Cataluña con Petronila y Berenguer; el
príncipe Fernando de Castilla llamado a ser el primer Fernando de Aragón, y el
segundo Fernando de Aragón venido a ser el quinto Fernando de Castilla,
señalan las jornadas de esta múltiple y fraccionada monarquía hacia su unidad
social. Los Fueros municipales, el Real, las Partidas, los Ordenamientos y
Ordenanzas, las Cortes, son otros tantos pasos hacia la unidad política y
social.
Así, a pesar de la disolución que
la sociedad española había padecido, y en medio de las luchas, oscilaciones y
vicisitudes por que hubo de pasar para regenerarse, lucha de reconquista contra
un pueblo usurpador, lucha de independencia contra un dominador extranjero,
lucha religiosa contra los enemigos de su fe y de su culto, lucha de rivalidad
entre los habitantes de las diversas zonas de la Península, lucha política y
civil entre los diferentes elementos constitutivos de los Estados, lucha
doméstica entre gobernantes y gobernados, entre las clases, las jerarquías, los
individuos de unas mismas familias; a raíz de tantas luchas y de tantas
contrariedades, la sociedad española de la edad media iba de tiempo en tiempo
avanzando en la reconquista, ganando en extensión, progresando en cultura,
adelantando en su reorganización social, política y civil, porque la ley de la
humanidad tenía que cumplirse, y la ley de la humanidad se cumplía.
Los Reyes Católicos, a quienes se debió la general
trasformación que hemos visto sufrir a España, no fundaron una sociedad nueva.
Las sociedades no mueren, aunque parezca a veces paralizada su vitalidad, que es
otro de nuestros principios históricos: la edad moderna tenía que ser una
modificación de la edad media, como la edad media lo fue de la edad antigua:
los tiempos se encadenan; el presente, hijo del pasado, engendra lo futuro, y
los períodos de desarrollo de la vida social de los pueblos vienen a su tiempo
como los de la vida de los individuos, y unos y otros padecen en los momentos
de la crisis.
Cierto que a la mitad y en el último tercio del siglo XV por
una larga serie de calamidades había venido la sociedad española, y
principalmente Castilla, la monarquía madre, a tan miserable estado de
descomposición, de anarquía y de abatimiento, que parecía amenazada de una
disolución semejante a la que sufrió en el siglo VIII, y es natural que los que
vivieran en aquella edad desventurada se preguntaran: «¿cómo es posible hallar
quien levante de su postración y comunique aliento y vida a este cuerpo cadavérico?»
Pero la ley providencial tenía que cumplirse, y la manera como se realizó su
cumplimiento fue maravillosa.
Si en situación tan desesperada hubiéramos visto sentarse en
el trono de Castilla un hombre de edad madura y de robusto brazo, de larga experiencia
y de acreditado saber, la regeneración social de España, bien que meritoria,
nos hubiera parecido el resultado del orden natural de los sucesos. Mas cuando
pensamos en que esta ardua misión fue encomendada a una mujer, a una joven
princesa, hija y hermana de los más débiles reyes, y no ensayada ella misma en
el arte de gobernar, entonces no puede dejar de mirarse la trasformación con
cierto asombro. Si se hubiera debido sólo a Fernando, la miraríamos como la
obra admirable de los esfuerzos de un hombre. Si Isabel la hubiera realizado
sola, habría quien lo atribuyera todo a la Providencia. Ejecutada por Isabel y
Fernando juntamente, representa la obra simultánea de Dios y de los hombres.
Por una cadena de acontecimientos, de esos que en el idioma
vulgar se nombran casos fortuitos, que el fatalismo llama efectos necesarios
del Destino, y para el hombre de creencias son providenciales permisiones, se
vieron Isabel y Fernando elevados a los dos primeros tronos de España, a que ni
uno ni otro habían tenido sino un derecho eventual y remoto. Por no menos
singulares e impensados medios se preparó y realizó el enlace de los dos
príncipes, que trajo la apetecida unión de las dos monarquías. ¿Pero hubiera
bastado el matrimonio de los dos príncipes para producir él solo el consorcio
de los dos reinos?
Trescientos años hacía que se habían unido en matrimonio un
rey de Aragón y una reina de Castilla, y sin embargo, aquel enlace no sirvió
sino para avivar los celos, enconar las rivalidades, y encender más las discordias
y las guerras entre los naturales de los dos pueblos. ¿Era acaso menos
ambicioso de dominio y de poder Fernando II que Alfonso I de Aragón? Con tan
arrogantes pretensiones vino el uno como había venido el otro de dominar en
Castilla como esposo de una reina castellana. ¿Cómo, pues, en el siglo XV, con
hechos y circunstancias tan análogas y semejantes, se verificó la dichosa
unión que estuvo tan lejos de verificarse en el siglo XII?
Obra fue esta, tal vez la más grande (y es en la que menos
parece haberse fijado los historiadores), del talento, de la discreción y de
la virtud de Isabel. La hermana de Enrique IV, siguiendo una conducta opuesta a
la que había observado con su esposo el rey de Aragón la hija de Alfonso VI,
supo moderar con suavidad las aspiraciones del aragonés, y reducirle con su
prudencia a aceptar un convenio de justa partición de poderes y de mando.
Merced al carácter de Isabel, desde el matrimonio hasta la muerte marchan
acordes las voluntades de los dos esposos. Isabel parecía ejercer una especie
de fascinación sobre Fernando; pero su talismán era solamente su amor, su
discreción y sus virtudes. Con él resolvió el difícil problema de poderse regir
dos distintas monarquías con un mismo cetro, de poderse gobernar con dos cetros
una monarquía misma, y de poder reinar dos monarcas juntos y separados. Isabel,
dominando el corazón de un hombre y haciéndose amar de un esposo, hizo que se
identificaran dos grandes pueblos. Esta fue la base de la unidad de Aragón y
Castilla, y el principio de los grandes progresos de este reinado
PERTENENCIAS DE LOS REYES CATÓLICOS
II.
Trasformación social en
España
Halló Isabel cuando comenzó a reinar una nación corrompida y
plagada de malhechores, una nobleza díscola, turbulenta y audaz, un trono
vilipendiado, una corona sin rentas, un pueblo agobiado y pobre: halló prelados
opulentos y revoltosos como el arzobispo Carrillo de Toledo, caballeros
ambiciosos y rebeldes como el gran maestre de Calatrava, magnates codiciosos e
intrigantes como el marqués de Villena, proceres osados y traidores como Pedro
Pardo, ricos delincuentes como Álvaro Yáñez, alcaides criminales como Alonso Maldonado,
una competidora al trono incansable y tenaz como la Beltraneja, un rival
despechado, presuntuoso y emprendedor como Alfonso V de Portugal, un enemigo
poderoso, político y astuto como Luis XI de Francia, un ejército portugués
dentro de Castilla, otro ejército francés en Guipúzcoa, y por todas partes
tropas rebeldes capitaneadas por magnates castellanos.
A los pocos años los magnates se ven sometidos, los franceses
rechazdos en Fuenterrabía, los portugueses vencidos y arrojados de Castilla,
la competidora del trono encerrada en un claustro, el jactancioso rey de Portugal
peregrinando por Europa, el ladino monarca francés firmando una paz con la
reina de Castilla, los ricos malhechores castigados, los receptáculos del
crimen derruidos, los soberbios proceres humillados, los prelados turbulentos
pidiendo reconciliación, los alcaldes rebeldes implorando indulgencia, los
caminos públicos sin salteadores, los talleres llenos de laboriosos
menestrales, los tribunales de justicia funcionando, las cortes legislando
pacíficamente, con rentas la corona, el tesoro con fondos, respetada la
autoridad real, restablecido el esplendor del trono, el pueblo amando a su
reina y la nobleza sirviendo a su soberana. Castilla ha sufrido una completa
trasformación, y esta trasformación la ha obrado una mujer.
Sin esta favorable mudanza en los ánimos y en las costumbres
públicas y privadas, sin esta variación en el estado social y político del
reino, no se hubiera podido realizar la empresa de la conquista de Granada. Por
eso los monarcas que la habían concebido supieron aguantar insultos, sufrir
injurias, padecer y callar antes de acometerla, hasta contar con elementos para
no malograrla. El mérito de la oportunidad fue también de la reina Isabel, que
templando la impaciencia, y moderando los fogosos ímpetus de su esposo, supo
contenerle hasta que vio llegado el momento y la sazón de obrar.
La conquista de Granada no representa sólo la recuperación
material de un territorio más o menos vasto, más o menos importante y fertil arrancado del poder de un usurpador. La conquista
de Granada no es puramente la terminación feliz de una lucha heroica de cerca
de ocho siglos, y la muerte del imperio mahometano en la Península española. La
conquista de Granada no simboliza exclusivamente el triunfo de un pueblo que recobra
su independencia, que lava una afrenta de centenares de años, que ha vuelto por
su honra y asegura y afianza su nacionalidad. Todo esto es grande, pero no es
solo, y no es lo más grande todavía. A los ojos del historiador que contempla
la marcha de la humanidad, la material conquista de Granada representa otro
triunfo más elevado; el triunfo de una idea civilizadora, que ha venido
atravesando el espacio de muchos siglos, pugnando por vencer el mentido fulgor
de otra idea que aspiraba á dominar el mundo. La idea religiosa que armó el
brazo de Pelayo, el principio religioso que puso la espada en la mano de
Fernando V. La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadonga es la
brillante cruz de plata que se vio resplandecer en el torreón morisco de la
Alhambra. La materia era diferente; la significación era la misma. Era el
emblema del cristianismo que hace á los hombres libres, triunfante del
mahometismo que los hacía esclavos.
Con razón se miró la conquista de Granada, no como un
acontecimiento puramente español, sino como un suceso que interesaba al mundo.
Con razón también se regocijó toda la cristiandad. Hacía medio siglo que otros
mahometanos se habían apoderado de Constantinopla: la caída de la capital y
del imperio bizantino en poder de los turcos había llenado de terror a Europa;
pero Europa se consoló al saber que en España había concluido la dominación de
los musulmanes. Allí se levantaba el imperio Otomano, y acá desaparecía el
imperio de Ben Alhamar. El cristianismo de Occidente acudía a consolar al
cristianismo de Oriente, y España templaba el dolor de Europa. Al cabo de
algunos años todo el poder reunido de la cristiandad había de marchar a
combatir al coloso mahometano de Asia, y no había de poder arrancarle su
presa. España se había bastado a sí misma para aniquilar al coloso
árabe-africano. Lenta y penosa fue la expulsión de España de los árabes y de
los moros; pero volvamos la vista a Oriente, miremos a la Turquía europea, y
contemplemos a Constantinopla todavía en poder de los hijos de Osmán, hacía
más de cuatro siglos a la puerta de los más vastos y poderosos imperios
cristianos. ¿Durará allá el dominio de la media luna tanto tiempo como ondeó
aquí el estandarte del profeta de la Meca? Por lo menos en el suelo español nunca
gozaron de reposo los enemigos del nombre cristiano.
Por lo mismo, aunque la gloria de su definitiva destrucción
tocó a Fernando e Isabel, esta gloria ni eclipsa ni daña la que antes habían
ganado los Alfonsos, los Ramiros, los Berengueres, los Jaimes y los Fernandos que habían contribuido a su victoria: porque el
campo de las glorias es fecundísimo y produce laureles para todo el que sabe
cultivarlo. Cuanto más que las grandes obras del esfuerzo humano, como las
grandes obras del entendimiento, nunca han podido ser de uno solo, y así dan
honra y prez al que las concibe y comienza, como al que las prosigue o mejora,
y como al que tiene la fortuna de perfeccionarlas o acabarlas.
La guerra de Granada fue una epopeya no interrumpida de diez
años. Desde la sorpresa de Alhama hasta la rendición de Granada, todo fue
heroico, todo fue épico, todo dramático. Los poetas no han podido representar
sino cuadros aislados e imperfectos de aquel gran drama histórico. No lo
extrañamos. Es de aquellos sucesos en que la realidad histórica sobrepuja á los
esfuerzos é invenciones de la poesía, en que la verdad es mil veces más
maravillosa que la fábula. Se ha comparado aquel período con el de la guerra de
Troya, así por su duración, como por las hazañas y episodios heroicos y por las
figuras homéricas que la ilustraron.
En efecto, la tierna entrevista del marqués de Cádiz y el
duque de Medina Sidonia abrazándose al pie de los muros de Alhama, convertidos
por la benéfica intervención de la reina de enconados rivales y terribles
enemigos en tiernos amigos y auxiliares fieles; los lances trágicos de don
Alonso de Aguilar, del maestre de Santiago, del marqués de Cádiz y del conde de
Cifuentes en las breñas y desfiladeros de la Axarquía y en las Cuestas de la
Matanza; la prisión de Boabdil y la muerte del intrépido Aliatar en los campos
de Lucena; la catástrofe de los caballeros de Alcántara en la pradera de
Sierra Nevada; el riesgo que Isabel y Fernando corrieron en el pabellón del
campamento de Málaga de caer bajo el puñal de un fanático santón; las
maravillosas hazañas de Hernán Pérez del Pulgar; el heroísmo rudo y salvaje de Hamet el Zegrí; la galantería heroica del príncipe
moro Cid Hiaya; los venerables religiosos embajadores
del Gran Turco en la tienda de los reyes cristianos; la resignación estoica del
Zagal; los amores y desdenes de Muley Hacem, y los
celos y rivalidades de las sultanas Aixa y Zoraya;
los combates sangrientos de la Alhambra y el Albaicín; la reina de Castilla
soltando cadenas a millares de cautivos, acariciándolos como madre y dándoles a
besar su real mano; los contrastes de cultura y de ferocidad, de generosidad y
de fiereza de las rivales tribus gómeles y zegríes, abencerrajes y gazules; los ardides y proezas y
las peligrosas aventuras de Juan de Vera, de Hernán Pérez, de Martín de
Alarcón y de Gonzalo de Córdoba; la galante conducta del conde de Tendilla con
la bella Fátima; el campamento cristiano en la Vega; el noble marqués de Cádiz
recibiendo a la reina en su pabellón de seda y oro; los combates caballerescos;
el incendio de las tiendas, y la prodigiosa aparición de una ciudad como de
milagro fabricada; el desventurado Boabdil saliendo con abatido semblante por
la puerta de los Siete Suelos a entregar a su afortunado enemigo las llaves del
último baluarte del imperio musulmán; el gran sacerdote de España, el cardenal
Mendoza, subiendo por la cuesta de los Mártires a tomar posesión de los regios alcázares moriscos en nombre de su reina y de su
religión; la reina Isabel postrada de rodillas con su ejército y con su clero
en el campo de Armilla adorando la cruz que resplandecía en la torre de la
Alhambra, y haciendo resonar los embalsamados aires de la Vega con el canto
poético que los cristianos entonan en acción de gracias al Dios de las
victorias; escenas y situaciones son éstas que no ceden en interés dramático a
las de las más bellas páginas de la Ilíada, y personajes son que igualan, si no
exceden, en grandeza, a los Héctores, los Ayax, los Patroclos, los Aquiles,
los Ulises y todos los demás héroes de Homero.
De contado, sobre faltarle a la guerra de Pérgamo el interés
de ser la última jornada de un drama inmenso que había comenzado hacía más de
siete siglos: sobre carecer del gran contraste de los dos principios religiosos,
que eran el resorte de las acciones heroicas y el móvil de los actores y de los
combatientes de uno y otro campo, no tuvo el cantor de Esmirna bastante fecundo
ingenio para idear una figura tan noble, tan bella, tan magnánima, tan sublime
y tan interesante como la de la reina Isabel. No, no alcanzó la imaginación del
poeta de Grecia a concebir una idealidad que se asemejara a lo que en realidad fue
una reina de veinticinco años, radiante de gracia y de hermosura, esposa tierna
y madre cariñosa, cuando se presentaba en el campamento de Modín cabalgando en su soberbio palafrén, con su manto de grana y su brial de
terciopelo, llevando al lado la tierna princesa su hija, y seguida de las
ilustres damas y de los gallardos donceles de su corte; cuando el espejo de
los caballeros andaluces, el marqués de Cádiz, recibía y saludaba a la soberana
de Castilla al pie de la Peña de los Enamorados; cuando el duque del Infantado
y los escuadrones de la nobleza abatían compás, para hacer homenaje a su
reina, los viejos estandartes rotos y acribillados en cien batallas; cuando el
rey Fernando se adelantaba en su ligero corcel, ciñendo al costado una cimitarra
morisca, y dejando atrás la flor de los caballeros de Castilla se apeaba ante
su esposa, y la saludaba reverente, y después imprimía en las mejillas de la
esposa y de la hija el ósculo de amor.
Homero no inventó un cuadro como el que ofreció la aparición
repentina de la reina Isabel en los reales de Baza, como el ángel del
consuelo, ante un ejército desfallecido, consternado, abatido de las fatigas,
del frío, del hambre y de la miseria, y reanimando con su presencia, e
infundiendo valor, aliento y vida a los descorazonados combatientes, y
convirtiendo en júbilo y regocijo el desánimo y tristeza de capitanes y
soldados. El primer poeta del mundo no ideó un espectáculo como el que
presentaron las colinas de Baza el día que Isabel, recorriendo a caballo, con
aire esbelto, rozagante y gentil, las filas de sus guerreros, circundada de un
coro de doncellas y de un cortejo de prelados y sacerdotes, de caballeros y donceles,
por entre mil banderas aragonesas y castellanas desplegadas al viento, y
resonando por el espacio los agudos sones de las bélicas trompas, al tiempo que
vigorizaba a los suyos, llenaba de admiración y asombro a los moros y moras de
Baza que la contemplaban absortos desde los alminares de sus mezquitas, y
encantaba y fascinaba al caballeroso príncipe Cid Hiaya,
que entró en envidia de hacer alarde de diestras evoluciones y vistosos torneos
ante la reina de los cristianos, para concluir por rendirse a su mágico
influjo, y por hacerse súbdito suyo, y cristiano como ella, y caballero de
Castilla.
Y este mismo efecto producía en el campamento de Santa Fe y a
la vista de los muros de Granada, y este mismo entusiasmo excitaba doquiera
que se aparecía.
Pero esta influencia portentosa en capitanes y soldados no
era ni un espejismo en que cayeran, ni un artificio de la reina para seducir.
Es que veían en ella su genio tutelar. Es que a la aparición de la mujer
hermosa contemplaban la reina que se afanaba por que no les faltasen los
mantenimientos, empeñando para ello sus propias alhajas; es que tenían delante
a la institutriz de los hospitales de campaña; la que curaba con su mano los
heridos, la que premiaba con largueza los hechos heroicos, la que consolaba,
alimentaba y vestía a los miserables que salían del cautiverio, la que
compartía con el tostado guerrero los trabajos y fatigas de las campañas, la
que concebía los planes, organizaba los ejércitos, mantenía la disciplina,
ordenaba los ataques y presidía la rendición de las plazas.
Y si se considera que esta reina, cuando se presentaba en las
trincheras de los campamentos y entre los cañones y lombardas, era la misma
que hacía poco había estado sentada en un tribunal de justicia, administrándola
sus súbditos con la amabilidad de la más cariñosa madre y con la rectitud del
más severo juez; o que acababa de visitar un convento de religiosas, y de
enseñar a las monjas con su ejemplo a manejar la rueca y la aguja, excitándolas
a abandonar la soltura de costumbres, y cambiarla por la honesta ocupación de
las labores femeniles, entonces al entusiasmo del soldado se une el asombro del
hombre pensador.
No privemos por esto a Fernando de la gloria que le pertenece
como al primer capitán en la guerra y conquista de Granada: ni tampoco a los
demás caudillos que con tanto heroísmo en ella se condujeron. Se comportaron
todos como bravos campeones; el rey llenó dignamente su primer puesto, y Dios
protegió a los defensores de su fe. Por eso dijimos en otro lugar que a esta
gran obra de religión, de independencia y de unidad, cooperaron Dios, la
naturaleza y los hombres.
III
Reflexiones sobre el descubrimiento y
conquista del Nuevo Mundo
¡Cosa maravillosa! Apenas España ve coronada la obra de sus
constantes afanes de ocho siglos, apenas logra expulsar de su territorio los
últimos restos de los dominadores de Oriente y de Mediodía, apenas ha lanzado
de su suelo a los tenaces enemigos de su libertad y de su fe, cuando la
Providencia por medio de un hombre le depara, como en galardón de tanta
perseverancia y de tanto heroísmo, la posesión de un mundo entero! Este
acontecimiento, el mayor que han presenciado los siglos, merece algunas
observaciones que en nuestra narración no hemos podido hacer.
Una inmensa porción de la gran familia humana vivía separada
de otra gran porción del genero humano. La una no sabía la existencia de la
otra, se ignoraban y desconocían mutuamente, y sin embargo estaban destinadas a
conocerse, a comunicarse, a formar una asociación general de familia, porque
una y otra eran la obra de Dios, y Dios es la unidad, porque la unidad es la
perfección, y la humanidad tenía que ser una, porque uno es también el fin de
la creación. Pues bien, el siglo XVI fue el destinado por Dios para dar esta
unidad a los hombres que vivían en apartados hemisferios del globo, no
imaginándose unos y otros que hubiera más mundo que el que cada porción
habitaba aisladamente. ¿Por qué estuvieron en esta ignorancia y en esta
incomunicación tantos y tantos siglos? Misterio es este que se esconde al entendimiento
humano; y no es extraño, porque menos difícil parecía averiguar cómo teniendo
todos los hombres un mismo origen, se habían segregado, y en qué época, y de
qué manera, las razas pobladoras de los dos mundos, y sin embargo, a pesar de
tantas y tan exquisitas investigaciones geológicas, históricas y filosóficas,
aun no se ha logrado sacar este punto de la esfera de las verdades
desconocidas, aun no se cuenta en el número de los hechos incuestionables.
Es cierto que el siglo XV fue destinado para que se hiciera
en él el descubrimiento de este mundo que impropiamente se llamó Nuevo, sólo
porque hasta entonces no se había conocido. Los hombres de aquel siglo se
hallaban preparados para este gran acontecimiento sin saberlo ellos mismos.
Sentíase una general tendencia a descubrir nuevas regiones; un instinto secreto
inclinaba a los hombres a inventar y extender las relaciones y los medios de
comunicación; el espíritu público parecía como empujado por una fuerza
misteriosa hacia los adelantos industriales y mercantiles; había hecho grandes
progresos la náutica: se habían descubierto la brújula y la imprenta. ¿Para qué
eran estos dos poderosos elementos, capaces por sí solos de trasmitir los
conocimientos humanos y derramarlos por los pueblos más apartados del globo?
Los hombres de aquel tiempo no lo sabían. Lo sabía solamente el que prepara
secreta e insensiblemente la humanidad cuando quiere obrar una gran
trasformación en el mundo por medio de los hombres mismos.
Pero hubo uno entre ellos, ingenio privilegiado, que alcanzó
más que todos, y que a través de las nieblas en que se envolvían todavía los
conocimientos geográficos, a favor de un destello de su claro entendimiento
que se asemejaba a la luz de la revelación, comprendió la posibilidad de
atravesar los mares de Occidente, y de poner en comunicación el mundo conocido
con el desconocido. Hombre de ciencia y de fe, de creencias y de convicciones,
de religión y de cálculo, estudia a Dios en la naturaleza, levanta el
pensamiento al cielo y penetra en los misterios de la tierra, medita en la
obra de la creación, y trazando mapas con su mano descubre que falta conocer la
mitad del globo terrestre. Convencido más cada día de la posibilidad del
descubrimiento, fijo y constante años y años en esta idea, trató de realizarla;
pero necesitaba de recursos y se encontró pobre; sacó su idea al mercado
público, ofreciendo la posesión de inmensos reinos al que le diera algunas
naves y le prestara algunos escudos; pero los ignorantes no le comprendieron y
le despreciaron, los príncipes le tomaron por un engañador y le cerraron sus
oídos y sus arcas, los llamados sabios dijeron que deliraba y se burlaron, y el
hombre de genio no se desalentó, porque tenía fe en Dios y en su ciencia,
aunque faltaran fe y ciencia a los demás hombres.
Nada permite Dios sin algún fin, y fue necesario que Colón
encontrara sordos a los soberanos a quienes propuso su pensamiento, para que
una secreta inspiración le moviera a acudir a la única potestad de la tierra
capaz de comprenderle; y fue conveniente que el mundo supiera que el cosmógrafo
genovés había implorado en vano la protección de otros monarcas, para que
resaltara más la acogida que había de encontrar en la reina de Castilla.
Si el que había concebido una empresa al parecer temeraria
por lo inmensa, e inverosímil por lo grandiosa, necesitaba de fe y de corazón,
¿quién podía creer y proteger al autor, y aceptar y prohijar su designio, sino
quien tuviera tanta fe como él y tan gran corazón como él, y tan gran alma como
él? Cristóbal Colón necesitaba una Isabel de Castilla, y sólo Isabel de
Castilla merecía un Cristóbal Colón, Los genios se necesitaron, se merecieron
y se encontraron.
Es imposible dejar de ver en la
venida de Colón a Castilla algo más que el viaje de un aventurero. Un navegante
de profesión caminando a pie por la tierra sin otro equipaje que las sandalias
del apóstol y el báculo del peregrino, con unas cartas geográficas debajo del
brazo, seguramente debió parecer o un mentecato o un profeta. El que iba a
hacer el presente de un mundo entero tuvo que pedir un pan de caridad para sí y
para su hijo a la portería de una solitaria casa religiosa, porque quien había
de enviar flotas de oro y plata de las regiones que pensaba descubrir no llevaba
en su bolsa un solo escudo, Y sin embargo, pobre y extranjero como era, halló
en aquella misma casa protectores generosos: la religión vino en auxilio del
genio, y Colón, vencidas algunas dificultades, fue presentado a la reina Isabel.
¡Momento solemne aquel en que por primera vez se pusieron en contacto los dos
genios!
No era de esperar que Isabel comprendiera las razones
científicas en que Colón apoyaba su teoría, y con que desenvolvía su sistema:
pero el talento y la penetración que se revelaba en la fisonomía del hombre, el
fuego y la elocuencia con que se expresaba, la fe ardiente que se descubría en
su corazón, la convicción de que se mostraba poseído, y algo de simpático que
hay siempre entre las grandes almas, todo cooperó a que la reina viera en el
humilde extranjero al hombre inspirado, y tal vez al instrumento de la
Divinidad para la ejecución de tan gran obra. Si entonces no adoptó todavía de
lleno su proyecto, le acogió al menos con benevolencia. Isabel nunca tuvo a
Colón por un extravagante o un iluso, y el marino genovés había encontrado
quien por lo menos no le menospreciara. ¿Extrañaremos que tuviera que
ejercitar todavía su paciencia por espacio de ocho años, alternando entre
dificultades, obstáculos, consultas, dilaciones, zozobras, negativas y
esperanzas? Nunca una gran verdad ha triunfado en el mundo de repente; y además
la ocasión en que Colón había venido a Castilla no era la más oportuna para la
realización de sus planes. ¿Pero fueron perdidos estos ocho años? En este
intervalo Colón recibió consideraciones y favores de los reyes de España, entró
a su servicio, contrajo relaciones y amistades útiles, halló a quien consagrar
su corazón y sus más íntimas afecciones, su segundo hijo nació en Castilla, y
al cabo de ocho años Colón había dejado de ser extranjero en España, y el
genovés se había hecho castellano.
Este fue el momento en que Isabel apadrinó de lleno la
empresa de Colón; fue entonces cuando pronunció aquellas memorables palabras:
«Yo tomaré esta empresa a cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no
alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir a sus gastos.» Palabras sublimes,
que no hubiera podido pronunciar cuando tenía sus joyas empeñadas para los
gastos de la guerra de los moros. Entonces fue cuando le dijo: «Anda y descubre
esas regiones desconocidas, y lleva el cristianismo civilizador del otro lado
de los mares, y difunde la fe divina entre los desgraciados habitantes de esta
parte ignorada del universo.» Palabras grandiosas, que Isabel no había podido
proferir hasta asegurar el triunfo del cristianismo en España, y hasta arrojar a
los infieles de sus naturales y hereditarios dominios.
Adoptada y protegida la empresa por Isabel, pronto iba a
saberse si Colón era únicamente un visionario digno de lástima, o si era el más
sabio y el más calculador de los hombres. Seguido de un puñado de atrevidos
aventureros, el navegante genovés se lanza en tres frágiles leños por los
desconocidos mares de Occidente. «¡Pobre temerario!» quedaban diciendo España y
Europa. Y Colón, lleno de fe en su Dios y en su ciencia, en sus mapas y en su
brújula, no decía más que: «¡Adelante!» España y Europa suponían, pero
ignoraban sus peligros y trabajos, sus conflictos y penalidades. ¿Qué habrá
sido del pobre aventurero?
Trascurridos algunos meses volvió el aventurero a España a
dar la respuesta. Nada necesitó decir. La respuesta la daban por él los
habitantes y los objetos que consigo traía de las regiones trasatlánticas en
que nadie había creído. El testimonio no admitía dudas. ¡El Nuevo Mundo había
sido descubierto! El miserable visionario, el desdeñado de los doctos, el rechazado
por los monarcas, el peregrino de la tierra, el mendigo del convento de la
Rábida era el más insigne cosmógrafo, el gran almirante de los mares de
Occidente, el virrey de Indias, el más envidiable y el más esclarecido de los
mortales. España y Europa se quedaron absortas, y para que en este
extraordinario acontecimiento todo fuese singular, asombró a los sabios aún más
que a los ignorantes.
La unidad del globo ha comenzado a realizarse; la humanidad
entera ha empezado a entrar en comunicación. Ya se comprendió por qué habían
sido inventadas la brújula y la imprenta; porque era menester hallar caminos
seguros por entre las inmensidades del Océano para poner en relación a los
moradores de remotísimas tierras; porque era necesario un medio rápido y fácil
para trasmitir y difundir los conocimientos humanos del mundo antiguo a los
pobladores de las apartadísimas regiones del nuevo universo. Si más adelante el
vapor acorta estas inmensas distancias; si andando el tiempo la electricidad
las hace casi desaparecer, progresos serán del entendimiento humano, y en ello
no hará sino cumplirse la ley providencial de la unidad, la ley del progresivo
mejoramiento social. Mas no se olvide que a España se debió el que se pusieran
por primera vez en contacto las razas humanas de los que entonces se llamaron
dos mundos y no eran sino uno solo. Si con el trascurso de los tiempos aquellas
razas, entonces groseras e inciviles, se convierten en naciones cultas, y se
emancipan, y progresan, y trasmiten a su vez al viejo mundo nuevos gérmenes de
civilización, no hará sino cumplirse la ley providencial que destina al género
humano de todos los países a comunicarse recíprocamente sus adelantos, síntoma
consolador y anuncio lisonjero de la fraternidad universal. Mas no por eso
España pierde su derecho a que no se olvide que le pertenece la primacía de
haber llevado el principio civilizador al Nuevo Mundo.
Repite Colón sus viajes y multiplica los descubrimientos. En
cada expedición se despliegan a sus ojos ricas y vastísimas islas,
extensísimas y fértiles regiones, cuyos límites ni conoce entonces él mismo, ni
será dado a nadie saber en largos años. Todas estas inmensas posesiones vienen a
acrecentar los dominios de la corona de Castilla; y España y sus reyes, en
premio de su heroica perseverancia de ocho siglos, apenas ponen término a la
obra de su emancipación y de su independencia se encuentran poseedores de
multitud de provincias en otro hemisferio, cada una de las cuales es mayor que
un gran reino. Nunca pueblo alguno llegó a merecer tanto, pero nunca pueblo
alguno alcanzó galardón tan abundoso. Cuando se vuelve la vista a la monarquía
encerrada en Covadonga y se la encuentra después dominando dos mundos, se
siente estrecha la imaginación para abarcar tanto engrandecimiento.
Ya no posee España aquellas vastas regiones: ¿qué importa?
Los hijos que salen de la patria potestad, ¿dejarán por eso de ser la honra de
los padres que les dieron el ser? Porque la codicia y la crueldad afearan
después la obra de la conquista ¿dejará de ser glorioso el hecho original?
Porque España no recogiera el fruto que debió de tan importantes adquisiciones,
¿habrá dejado de ser el suceso inmensamente provechoso a la humanidad?
El descubrimiento de América hubiera bastado por sí solo para
hacer entrar a la sociedad entera, y señaladamente a España, en un nuevo desarrollo
y en un nuevo período de su vida. Por sí solo hubiera hecho la transición de la
edad media a la edad moderna, aunque tantos otros sucesos no hubieran
cooperado en el último tercio del siglo XV y en el primero del XVI, a obrar
una revolución radical en las ideas, en la política, en el comercio, en las
artes, en la propiedad, en las necesidades y en las costumbres.
IV
Guerras de Italia.—El rey Fernando y el Gran
Capitán.—Conquista de Nápoles
Hasta aquí lo que en este reinado ha adquirido España ha sido
para acrecentar la corona de Castilla, aunque ganado con el auxilio del rey de
Aragón como esposo de Isabel. Ahora le toca a la corona de Aragón ensancharse y
extenderse, aunque con auxilio de la reina de Castilla como esposa de Fernando.
La armonía de los regios consortes trae el acrecentamiento de las dos
monarquías. Isabel ha acreditado ser la mejor reina del mundo, y Fernando va á
acreditar que es el monarca más político de Europa.
En mal hora concibió el ligero y aturdido Carlos VIII de
Francia el imprudente proyecto de hacerse soberano de Nápoles, donde reinaba
hacía medio siglo la rama bastarda de los monarcas de Aragón. El político Fernando,
con mejor derecho que él a la corona y con ánimo de reclamarla a su tiempo, le
deja que se precipite. Por de pronto Carlos, para tenerle amigo, restituye a la
corona de Aragón los importantes condados de Rosellón y Cerdaña, ricas
agregaciones que sus mayores habían disputado con encarnizamiento. Fernando las
recibe, y deja al francés que cruce los Alpes, que asuste a los débiles y
desunidos príncipes italianos, que se apodere de Nápoles sin plantar una
tienda ni romper una lanza, que se saboree por unos días con el pomposo título
de rey de Sicilia y de Jerusalén, que sueñe en llamarse emperador de
Constantinopla; y cuando el caballeroso conquistador se halla entregado a los
placeres de la gloria y a los deleites del cuerpo, se encuentre cogido en una
gran red tendida en silencio por el astuto Fernando. El aragonés había
preparado contra él con admirable sigilo la famosa liga de Venecia, primera
confederación de los príncipes de Europa para su defensa común, principio del
sistema de mantenimiento del equilibrio europeo, y uno de los síntomas más
característicos de la nueva política de la edad moderna. El insensato Carlos,
rey de Nápoles, en una semana, al verse amenazado por el poder reunido de
España, de Austria, de Roma, de Nápoles y de Milán, apenas tuvo tiempo para
repasar los Alpes con la mitad de su ejército, dejando la otra mitad comprometida
en Italia, para proporcionar a Gonzalo de Córdoba aquella serie de gloriosos
triunfos que le valieron el merecido título de Gran Capitán. Los franceses son
totalmente expulsados de Italia, las armas españolas que vencieron en Granada
han asombrado a Europa, Gonzalo vuelve a España con un nombre que no había
alcanzado ningún guerrero del mundo, y Fernando ha ganado fama de ser el
soberano más político y sagaz de su tiempo.
Al ver al rey de Aragón colocar en el trono de Nápoles
sucesivamente a sus dos primos Fernando y Fadrique, aparecía un generoso
protector de sus parientes bastardos, y sin embargo, estaba firmemente resuelto
a reclamar para sí aquella herencia como representante de la línea legítima de
la casa de Aragón. Pero el astuto político estudia la situación de Europa,
conoce los inconvenientes y peligros de emplear la violencia, y espera sin
impacientarse, en la confianza de realizar su pensamiento por medios más
lentos, pero más seguros. Es la diplomacia que empieza a reemplazar a la
fuerza. Deja que Luis XII de Francia, sucesor de Carlos VIII y heredero de sus
ambiciosos proyectos sobre Italia, penetre con un gran ejército en Lombardía,
se apodere de Milán y amenace a Nápoles. Deja que el desgraciado Fadrique de
Nápoles se vea reducido a la desesperada situación de invocar el auxilio de los
turcos contra el francés. Ya tiene Fernando un pretexto legal, un colorido
cristiano y religioso con que perder a su pariente, a quien de intento no se
ha comprometido a sostener, y para atajar los progresos del rey de Francia
finge halagarle proponiéndole repartirse entre los dos el reino de Nápoles en
iguales porciones. El francés se creyó aventajado en este reparo, y se dejó
envolver en otra red por el de Aragón como su antecesor Carlos VIII. Fernando
dejaba a Luis los riesgos de la conquista y la parte odiosa del despojo, y él
se reservaba el fruto para más adelante. Para eso enviaba a Gonzalo de Córdoba
con la flor de los guerreros castellanos a Sicilia, so pretexto de destinarlos a
combatir a los turcos en defensa de Venecia. Luis se deja deslumbrar por el
título de rey de Nápoles, y Fernando, contento con la modesta denominación de
duque de Calabria, adormece a su rival para mejor vencerle.
El tratado de partición de Nápoles fue el pacto más inmoral y
más hipócrita con que se inauguró la moderna diplomacia que enseñaba Maquiavelo
y practicaban ya sin necesidad de sus lecciones los príncipes. ¿Pero será justo
atribuir toda la inmoralidad de esta política a Fernando de Aragón? Nada sería
más infundado. Fernando no hizo sino ganar en astucia a Luis, que a su vez
creía ser el engañador de su rival. Los derechos del español al reino de
Nápoles eran incontestablemente más fundados que los del francés, y si en éste eran
igualmente vituperables los medios y el fin, al menos en aquél eran solamente
reprensibles los medios. La política ladina no era ciertamente lo que más
escandalizaba ya en Italia, y el mismo pontífice no halló la conducta de los
dos reyes tan abominable, cuando a ambos les dio la investidura de la parte que
cada cual se había adjudicado. Consuela sobre todo hallar a la reina Isabel
completamente ajena a toda la parte odiosa de estos hechos, pues por un tácito
convenio entre los dos esposos, la política y la dirección de estas guerras
estaban reservadas a Fernando; Isabel no intervenía sino en la administración,
en los recursos, en la elección de los buenos capitanes.
Bien conocían todos, y de ello estaban más que nadie
penetrados los autores mismos del convenio, que el tratado de partición de Nápoles
no podía ser sino un germen de nuevas discordias y guerras, pero cada cual
esperaba sacar mañosamente de ellas el mejor partido para llegar a la total y
definitiva posesión de aquel reino. Fernando de Aragón fiaba, aún más que en su
destreza política, en la invencible espada del Gran Gonzalo. No le salió su
cálculo fallido. Una cuestión sobre pertenencia del territorio repartido
enciende de nuevo la guerra entre franceses y españoles, provocada y declarada
por los primeros. Y el Gran Capitán, después de haber restituido a Venecia la
plaza de Cefalonia ganada por él a los turcos, y de haber hecho prisionero en
Tarento al duque de Calabria, último príncipe de la destronada dinastía de
Nápoles, detiene con un puñado de españoles todo el ímpetu y todo el poder de
los franceses en Italia. Encerrado en los viejos muros de Barleta, se estrellan
en él todas las fuerzas de Francia como las bravas olas del mar en una roca
inamovible. Sale de aquel recinto, y los desconcierta con la sorpresa de Ruvo. Recibe un pequeño refuerzo y los destruye en
Ceriñola Marcha sobre Nápoles y proclama a Fernando II de Aragón solo y
legítimo soberano, como solo y legítimo heredero del reino conquistado por
Alfonso V. España, dueña de las Indias Occidentales por la ciencia de Colón y
por la grandeza de Isabel. debe la posesión de un gran reino en la Europa
Oriental á la política sagaz de Fernando y al talento bélico y al brazo
invencible de Gonzalo de Córdoba.
Italia se postró admirada ante el sagaz conquistador. A un
mismo tiempo supo Luis XII que le había sido arrebatada de entre las manos su
bella corona de Nápoles, y que de sus generales el duque de Nemours y Chaudieu habían muerto, Chavannes y D’Aubigny estaban en poder del enemigo, Ivo de
Alegre y Luis de Ars refugiados en Gaeta y Venosa, y
ardiendo en cólera contra Fernando exclamó: «Dos veces me ha engañado ese farsante!—Miente
el bellaco, replicó al saberlo el aragonés, que le he burlado más de diez
veces.»
En uno de esos arranques de indignación y de patriotismo que
suelen tener las naciones pundonorosas cuando se sienten ultrajadas, Francia
echa el resto para lavar la afrenta nacional y la humillación de su rey, y
levanta como por encanto tres grandes ejércitos y dos respetables armadas, y
los arroja simultáneamente sobre Guipúzcoa, sobre Rosellón y sobre Italia. Pero
el primero se deshace como el hielo a los ardores del sol antes de cruzar el
Pirineo. Contra el segundo despliegan Isabel y Fernando, la una su actividad
administrativa, el otro su energía de guerrero. Castilla y Aragón pelean ya
como una nación sola, y los franceses son rechazados de Salsas y perseguidos
por la espada de Fernando hasta Narbona, mientras una borrasca inutiliza su
flota en Marsella. Libre la Península española, las dos naciones rivales
vuelven a medir sus fuerzas en los bellos campos de la desgraciada Península
italiana. Poca gente tiene allí España, pero no importa, está allí el Gran
Gonzalo. El que una vez había quebrantado el poder de Francia con estarse
quieto en Barletta, le vuelve a quebrantar con permanecer inmóvil en los
pantanos de Minturna. Gonzalo enseña a sus soldados
que se puede vencer sin pelear. Gonzalo enseña al mundo que la paciencia puede
ser la victoria, y le enseña también hasta dónde raya el sufrimiento del
soldado español. El Gran Capitán comprende que debe luchar primero contra los
elementos, si ha de vencer después a los hombres. No conocemos figura de
guerrero más digna, ni más impasible, más imponente que la de Gonzalo de
Córdoba en las lagunas del Garillano. Cuando Gonzalo
se decide a sacar a sus pocos españoles de aquellos cenagosos lodazales, es
para rematar con la espada al enemigo que había quebrantado con la paciencia.
La obra de las lagunas de Minturna se acaba en las
alturas del monte Orlando. Francia queda otra vez humillada: el temerario y
orgulloso Luis XII sucumbe, firmar la paz de Lyon, reconoce a Fernando de
Aragón por rey de Nápoles; y la magnánima Isabel de Castilla muere aquel año
agobiada de pesares domésticos, pero con la satisfacción de dejar a su esposo y
a sus hijos una corona más, ganada por su predilecto amigo Gonzalo Fernández de
Córdoba.
V
Diplomacia europea.—Confederaciones
y ligas.—Sagacidad política de Fernando
Una reina privada de razón y un príncipe escaso de juicio
suceden a la reina más discreta y más sensata que ha ocupado el trono de
Castilla. Felizmente el reinado de Juana y de Felipe pasa como una sombra
fugaz, sin que sirva sino para que los castellanos conozcan y lamenten más lo
que han perdido con Isabel y para que aprendan a apreciar mejor lo que al menos
les ha quedado con Fernando.
Nombrado regente de Castilla el rey de Aragón mientras él ha
pasado a Italia a organizar el gobierno de Nápoles, hace desear su presencia a
los castellanos para mejor subyugar después a los magnates que se le han
mostrado adversos. Dueño de Castilla como regente de este reino, y de Sicilia
y Nápoles como rey de Aragón, hace de España la nación más poderosa de Europa,
y sigue siendo el alma de la política europea: política egoísta, dolosa y falaz
como era la de aquel tiempo, en que nadie obraba de buena fe, y en la que salía
ganando más el que era más astuto. La liga, de Cambray no fue sino una inicua
conjuración de cuatro potencias para repartirse los despojos de otra que pasaba
por amiga, pero que no les cedía en inmoralidad. Deshecha esta liga por el
mismo interés individual que la había dictado, se concertó otra que se llamó Santísima, por el papa que la inició y por el objeto religioso en que ostensiblemente se
fundaba, pero que no teniendo de santa sino la apariencia y el nombre, en su
fondo no era menos injusta que la primera. España hacía el principal papel en
todas estas alianzas interesadas. Se conjuraban todos contra Venecia so color
de ser una república mercantil, egoísta y rapaz. La calificación no era
inexacta. Pero todos, así Luis XII de Francia, como Maximiliano de Austria,
como Fernando de España y como el mismo papa Julio II, todos se aliaban con la
república mercantil cuando a sus intereses convenía, aunque fuese contra los
amigos del día anterior.
La víctima de tan varias y tan inmorales confederaciones era
siempre la desgraciada Italia, teatro escogido por las grandes potencias
rivales para ventilar sus cuestiones en el rudo tribunal de las batallas. En
vez de fertilizador rocío, regaba y enrojecía las amenas campiñas de Rávena, de
Novara y de Vicenza la sangre de franceses, de suizos, de alemanes, de españoles
y de italianos, para ver quien había de quedar dueño y señor del país de la
cultura, de las letras y de las bellas artes.
En efecto (y es observación que inspira lamentables
reflexiones), Italia era el país en que habían hecho más progresos los
conocimientos humanos, la literatura, la industria, todas las artes de la vida
civil y social, todos los adelantos intelectuales: era la patria de Ariosto y
de Miguel Ángel; era el país de la elegancia y del buen gusto, del saber y del
genio; era el centro de la civilización. Mas por una deplorable fatalidad la
antigua cuna de los Escipiones y de los Escévolas lo era ahora de Maquiavelo y de César Borgia. La
sensualidad, el egoísmo, la inmoralidad más refinada habían reemplazado a las
severas virtudes de sus mayores. El patriotismo había desaparecido, no había
espíritu de nacionalidad, las instituciones políticas habían perdido su fuerza,
dividida estaba en pequeños Estados envidiosos unos de otros, faltaba un centro
de unión, y Roma, que podía haberlo sido, participaba por desgracia de la
corrupción general. Italia, en parte no sin fundamento, llamaba bárbaras a las
otras naciones, como cuando Roma era la señora del mundo: mas ahora las
naciones bárbaras hicieron presa y escarnio de la nación débil, y los guerreros
de Europa se burlaban de los literatos y artistas de Italia. Y sin embargo, la
nación oprimida civilizaba a las naciones opresoras.
El resultado material y político de aquellas alianzas y de aquellas guerras para España fue ganar el rey de Aragón en habilidad y sutileza a todos los príncipes, vencer las armas españolas a las de otras naciones, arrojar por tercera vez del suelo italiano a los franceses y quedar España dominando en Italia. Pero Luis de Francia y Fernando de España dejaron en aquellos países ancho campo abierto a las sangrientas rivalidades de sus sucesores Francisco I y Carlos V.
VI
Las conquistas de España en África.—Cisneros
y Navarro
Las conquistas de Aragón en Italia en este reinado no nos
maravillan. Ya desde el siglo XIII había enseñado Pedro III el Grande a los aragoneses el camino de Sicilia y
Alfonso V el Magnánimo a principios del XV les había franqueado la vía de
Nápoles. Los reyes de Aragón habían sido ya soberanos de las dos Sicilias, y
Fernando el Católico no hizo sino reconquistar lo que había sido patrimonio de
sus mayores. Lo que nos asombra más es el ensanche que toma Castilla.
Castilla, concentrada en sí misma por espacio de siglos y
siglos, la primera vez que rompe los límites naturales que la circunscriben es
para extender su dominación a esa remotísima e ignorada parte del globo que se
llamó América. La segunda vez que se arroja fuera de sí misma es para hacerse
dueña de una gran porción de esa otra parte del orbe ya conocido que se nombra
África. Franqueando primero el Océano y cruzando después el Mediterráneo, La
bandera de los castillos y los leones, respetada ya en Europa, va a ondear con
orgullo en América y en África. A los pocos años de haber sido arrojados los
africanos del suelo español, les han sido arrancadas las mejores posesiones del
suyo. La cruz que los sarracenos vieron brillar con asombro en el palacio árabe
de Granada, la ven resplandecer en poco tiempo con espanto en los torreones y
adarves de Mazalquivir, de Orán, de Bugía, de Argel, de Tremecén y de Trípoli.
El cardenal Cisneros rindiendo las fortificaciones de Orán
nos trae a la imaginación la gran figura de Josué abatiendo los muros de
Jericó. El sumo sacerdote español cruzando las aguas del Estrecho al frente de
una armada cristiana, arengando a los soldados de la fe desde lo alto de una
colina de África, orando en el santuario de Mazalquivir mientras las trompetas
de los guerreros castellanos retumban por los valles y cerros de la costa
berberisca, y marchando con la cruz en procesión solemne a tomar posesión de la
plaza ganada a los sarracenos, representa al jefe del pueblo hebreo cruzando
las aguas del Jordán, marchando por el desierto, haciendo celebrar la pascua a
los soldados, llevando el arca santa y circundando al son de las trompetas la
ciudad de los amalecitas hasta hacer desplomarse sus murallas. De uno a otro
suceso mediaron treinta siglos: la mano que los dirigió era la misma.
Lo demás lo hizo el conde Pedro Navarro con los veteranos de
Italia formados en la escuela del Gran Capitán. España enseñoreó las dos riberas
opuestas del Mediterráneo, y las flotas españolas servían como de puente entre
Europa y África.
El desastre de los Gelbes que atajó
los progresos de las armas cristianas en Berbería, se debió a un imprudente
arrebato de fogosidad de un noble y valeroso caudillo castellano. Faltó a don
García de Toledo en los abrasados arenales de la isla africana la paciente
parsimonia de Gonzalo de Córdoba en las frías lagunas del Garillano. Malogróse la conquista de África, por tener Fernando
relegado en injusto destierro al Gran Capitán. Esta falta, hija de su carácter
suspicaz y receloso, es una de las que no pueden perdonarse á Fernando de
Aragón.
VII
Sobre la incorporación de Navarra
a Castilla.—Unidad nacional
Dominaba ya la monarquía castellano-aragonesa en los tres
grandes continentes del globo, y aun había dentro de la Península española un
diminuto reino, en otro tiempo grande, pero ahora punto casi imperceptible en
la inmensa carta geográfica de las posesiones españolas, y que, sin embargo,
estaba siendo un estorbo al complemento de la gran obra de la unidad. El
pequeño reino de Navarra, enclavado entre Francia y España, francés por sus
últimas relaciones y enlaces, pero español por su origen, por su lengua, por
sus costumbres, por su situación geográfica, estaba destinado a refundirse
tarde o temprano en la gran monarquía española. La ley de la unidad tenía que
cumplirse, y una combinación de circunstancias, de que supo aprovecharse
hábilmente Fernando, vino en ayuda de la ley de la naturaleza en esta época de
general reorganización de la sociedad española.
Imposible sería negar a Fernando el mérito de la destreza con
que supo conducirse como político y como guerrero en la conquista de Navarra y
en su incorporación a la corona de Castilla. Los compromisos en que acertó a
colocar a Juan de Albret para aprovecharse de sus
ligerezas e imprevisiones, la habilidad con que hizo servir a sus planes los
intereses de la Santa Liga, la oportunidad con que se valió de la
jurisprudencia económico-política de aquel tiempo para legalizar su empresa con
una bula pontificia, la astucia con que se manejó con los reyes de Francia y de
Inglaterra, la política que usó con los mismos navarros confirmándoles sus
fueros para atraerse sus voluntades, y nombrándose primero depositario para
acabar por llamarse rey sin repugnancia de los sometidos, todo contribuyó
a dar tal color de legitimidad a la conquista y a la incorporación, que su
misma conciencia llegó a sentirse tranquila hasta en el artículo de la muerte,
y aunque hubo reclamaciones posteriores y la cuestión se renovó muchas veces,
nunca aquellas pudieron fundarse en buen derecho, y Navarra quedó para siempre
refundida en la corona de Castilla como una provincia española.
VIII
Pensamientos de la reina Isabel sobre
la unión de Portugal y Castilla
¿Qué faltaba ya a España para alcanzar su unidad completa?
Restaba sólo Portugal, esa joya en mal hora dejada arrancar en el siglo XII de
la corona de Castilla. ¿Quedaba Portugal desmembrado de España por culpa de
los Reyes Católicos? Con harto afán habían procurado ellos su reincorporación,
empleando para ello la más sabia y discreta política; pero siempre la
Providencia frustró sus nobles y patrióticos designios. Con este fin habían
hecho el enlace de la princesa Isabel de Castilla con el príncipe don Alfonso
de Portugal. La muerte prematura y trágica del príncipe portugués fue el primer
obstáculo a los planes de unión de los monarcas españoles. A igual objeto se
encaminó el segundo enlace de Isabel con el rey don Manuel de Portugal. Mas
cuando ya estos dos esposos habían sido reconocidos por las cortes castellanas
como herederos de la corona de Castilla, el desgraciado fallecimiento de la
hija de los Reyes Católicos vino a llenar de amargura a su esposo y a sus
padres, y de aflicción a los dos reinos. Quedaba, no obstante, para consuelo de
todos el fruto de aquel matrimonio, el tierno príncipe don Miguel, en quien todos
miraban con placer el símbolo de la completa y apetecida unidad de la gran
monarquía española. Veíase realizado, aunque en
lontananza, el pensamiento de los Reyes Católicos. Jurado estaba ya el príncipe
en las cortes de Portugal, de Castilla y de Aragón, como sucesor y heredero legítimo
de los tres reinos con universal beneplácito, cuando la Providencia se opuso
otra vez al laudable intento de aquellos monarcas, llevando precozmente al
cielo al tierno niño a quien tan halagüeño porvenir parecía estar reservado en
la tierra. La voluntad divina contrarió en este punto la voluntad y los
esfuerzos humanos, y Portugal quedó separado de Castilla, solo requisito que
faltó al cumplimiento de la unidad española.
¿Deberá por esto desconfiarse de que se cumpla en España el
destino que la geografía parece haber trazado a los pueblos? Creemos que no. Un
monarca español hizo después por las armas lo que los Reyes Católicos no
pudieron alcanzar por la política. Pero la unión de Portugal hecha con
ejércitos no sirvió sino para perderle después, dejando más vivas las
rivalidades y los odios entre los dos pueblos. Cuando pensamos en que Fernando e
Isabel, conquistadores de Granada, de América, de África, de Nápoles y de
Navarra, no intentaron la conquista de Portugal por la violencia, sino la
incorporación por los enlaces, parece que quisieron enseñar a las generaciones
futuras el camino suave por donde algún día se deberá marchar al término de la
unidad material y política de la Península española.
IX
Organización interior de España
Hasta aquí no hemos hecho sino bosquejar el inmenso ensanche
que tomaron los dominios españoles, y las relaciones en que entró esta nación
con el resto del mundo. Nos queda trazar en breves rasgos su trasformación
interior en los diversos elementos que constituyen la vida social de un
pueblo.
Convertir en sumisa y dócil una nobleza turbulenta y procaz,
hacer de magnates rebeldes auxiliares fieles del trono, volver el mejor
ornamento de la majestad a los que antes más la habían escarnecido, reducir
aquellos guerreros díscolos a generales obedientes, trocar en celosos
servidores del Estado y de la autoridad real a tantos soberbios reyezuelos,
lograr que señores tan opulentos y avaros consintieran resignados, ya que no
gustosos, en la revocación de las mercedes que los privaba de tan pingües rentas,
cercenar a los orgullosos proceres añejos privilegios sin excitar turbaciones,
celebrar cortes con sólo el estado llano sin reclamación de la clase
aristocrática, alcanzar que muchos de aquellos altivos señores de vasallos
dejaran los alcázares por las aulas, y prefirieran los grados académicos a los
viejos pergaminos, la toga a la espada, y las tranquilas glorias literarias a
los ensangrentados laureles de los combates; fue una de las grandes obras de
Fernando e Isabel, que pareció milagrosa, y, fue debida a su prudente mezcla de
dulzura y de severidad, de templanza y de rigor, de premio y de castigo. Muerta
Isabel, una parte de aquella nobleza quiso recobrar con las armas su cercenada
opulencia y sus menguados privilegios, pero sujetóla Fernando con brazo fuerte; la mano de hierro de Cisneros la tuvo después
enfrenada, y antes que ceder a sus pretensiones prefirió el adusto regente
entregarla al despotismo de Carlos V.
Isabel necesitó apoyarse en el estado llano para robustecer
la autoridad del trono, la mayor necesidad que habían dejado los débiles y
corrompidos monarcas que la habían precedido, pero lo hizo con mesura. No
convirtió la clase humilde en clase privilegiada, pero abrió al mérito, al
talento y a la virtud los caminos de las riquezas y de los honores. Los
hombres del pueblo podían llegar, y llegaron a ser doctores de las
universidades, magistrados, consejeros, generales y obispos. Las leyes mantenían
separadas las clases, pero el mérito podía nivelar a los individuos. Cuando se vio
a un hombre del pueblo, pobre fraile mendicante, ser llamado al confesonario
de la reina, y ensalzado después a la silla primada de España, reservada
siempre a eclesiásticos de noble alcurnia, y que acababa de dejar un prelado
de la más alta aristocracia de Castilla, se comprendió que no había puesto a
que no pudieran arribar el talento y la virtud. Este hombre no ciñó la corona
regia, porque no podía, pero llegó a ser regente del reino, nombrado por un
monarca descendiente de treinta reyes; cosa nunca vista en los anales
españoles.
Mientras en otras naciones de Europa se levantaba la fuerte
muralla del despotismo, en lo cual nos precedieron, como nosotros las habíamos precedido
en el establecimiento de las libertades públicas, en España se respetaban los
fueros populares, las cortes eran llamadas a hacer las leyes, y más de una
vez, con aquiescencia de la nobleza, se reunió solo el estamento popular. El
mismo Fernando, menos adicto que Isabel a estas reuniones, nunca se negó a
congregarlas, ni dejó de someterse a sus prerrogativas. Si en los años del
reinado de Isabel fueron convocadas con alguna menos frecuencia y se
publicaron pragmáticas sin el concurso de los estamentos, el pueblo descansaba
en la justicia de su reina, y descansaba porque veía que iban encaminadas al
bien público. Tan pronto como el cetro de Castilla pasó a manos de don Felipe y
doña Juana, las cortes de Valladolid pidieron que no se hiciesen ni se
renovasen leyes sino en cortes. Faltó al pueblo la confianza, y reclamó sus
derechos.
La administración de justicia recibió una mejora incalculable
con el establecimiento y organización de las cancillerías. La creación de los
diferentes consejos fue la primera aplicación del fecundo principio de la
división del trabajo a la ciencia de gobierno. Las consideraciones y recompensas
dadas a los jurisconsultos y letrados crearon una clase media honrosa y
acomodada, en que se confundieron las jerarquías; ya no se desdeñaban los
nobles de descender al estudio, nuevo para ellos, de la legislación, y a ganar
los honores de la magistratura, y los hombres del pueblo se estimulaban a subir
a la elevada posición de magistrados, si otro estímulo hubieran podido
necesitar que el de ver a la reina presidiendo los tribunales. Las ordenanzas
reales de Montalvo y las pragmáticas de Ramírez manifiestan la solicitud de
aquella gran reina por perfeccionar en lo posible y dar unidad a la embrollada
legislación de Castilla, y lástima grande fue que no pudiera realizarse su
pensamiento de hacer una general compilación de todas las leyes y reducirlas a
un solo código. El gran número de las que se insertaron en la Recopilación que
dos reinados más adelante se hizo, demuestra con cuán acierto habían los Reyes
Católicos acomodado sus providencias a las necesidades de la actualidad, y aun
a las que empezaban a nacer del espíritu de la época.
Lo que influyó la prodigiosa multitud de ordenanzas,
pragmáticas y provisiones de los Reyes Católicos en el restablecimiento del
orden público, en el acrecimiento de las rentas de la corona, en la economía
de los gastos del Estado, en el fomento de la agricultura, de la industria, del
comercio, de todas las fuentes de la riqueza pública, en la moralidad de las
costumbres, en la instrucción y cultura del pueblo, en la navegación, en la
milicia, en todas las artes, lo dejamos ya expuesto en los capítulos que
consagramos expresamente a estas materias en el precedente libro.
¿Tendremos necesidad de decir que en algunas medidas
económicas de este reinado hubo menos acierto que celo, y que varias de las que
se juzgaron más provechosas descubrió el tiempo haber sido graves errores
económicos? Y sin embargo, muchas de las que más se censuran pueden bien
disculparse, ya que no justificarse, con el espíritu de la época y con la
práctica general de otras naciones. Si las leyes restrictivas servían más de
embarazo que de desarrollo al comercio, no hay sino ver la colección de Estatutos
de Inglaterra, de esa nación que marchó después a la cabeza de los adelantos
mercantiles, y se hallarán muchas leyes de aquella época, y aun de otras algo
posteriores, tal vez más restrictivas que las de Fernando e Isabel. Si en las
leyes de Toro se encuentra la perjudicial jurisprudencia de las vinculaciones
y mayorazgos, causa del empobrecimiento del país y de la decadencia de la
agricultura, compárese con la jurisprudencia feudal, mil veces más funesta, que
se mantenía en otras naciones. Y en cambio de aquellos errores acaso ningún
país en aquel tiempo tuvo una legislación en que se caracterizara tanto el
espíritu de progreso como en la de España. La uniformidad de pesos y medidas en
todo el reino, las providencias dirigidas a la extinción de los monopolios, las
concesiones a extranjeros para estimularlos a domiciliarse en el país, las
mejoras de caminos, canales, puertos y otras obras para facilitar las
comunicaciones por tierra y por mar, el ornato público de las ciudades, todo
mostraba la tendencia de los Reyes Católicos á avanzar por la vía del progreso
social.
Por más que la expulsión de los judíos perjudicara a la
industria y al comercio, no creemos deber contar esta medida entre los errores
económicos de este reinado. No podía ocultarse al claro talento de Fernando e
Isabel el daño y diminución que a la riqueza pública había de causar la
proscripción en masa de aquella población industriosa. Lo que sin duda hicieron
fue sacrificar a sabiendas los intereses temporales al pensamiento religioso
que formaba la base del pensamiento político, y a este sacrificio los empujaba
además la fuerza de la opinión y el espíritu del pueblo. Cuanto más que la
expulsión de la raza hebrea no fue una medida exclusiva del gobierno de España.
Arrojada fue también, y con mucha más crueldad, de Portugal, de Italia, de
Francia y de Inglaterra. La diferencia está en que los judíos volvieron con el
tiempo a ser admitidos y tolerados en otras naciones, y España les cerró sus
puertas para siempre.
Mejor podría contarse entre los verdaderos errores económicos
de que no se eximió la reina Isabel, si por otros medios no le hubiera hecho
provechoso, el afán de las leyes suntuarias para la reforma del lujo, providencias
que o no surtían efecto ni remediaban nunca el mal, o producían otro mayor y no
menos contrario a la intención del legislador, ya dando un valor artificial y
más elevado a los objetos prohibidos, ya haciendo que los hombres buscaran otro
campo en que hacer esos alardes de ostentación y de vanidad á que es tan
propensa la flaqueza humana.
En verdad el desmedido lujo que se había desarrollado en
España en los siglos XIV y XV y que formaba tan lamentable contraste con la
miseria pública de aquellos tiempos, exigía de necesidad ser contenido y reformado.
El lector recordará el triste cuadro que en el capítulo XXIII del penúltimo
libro presentamos del lujo escandaloso, loco y extravagante, que en los
reinados de Enrique III, de Juan II y de Enrique IV se ostentaba en los
trajes, en las mesas, en los espectáculos, en los festines, en las empresas
caballerescas, en las bodas, en los bautizos, en las misas y hasta en los
entierros: aquella profusión, aquellos dispendios, aquel desperdicio en los
manjares, en las preseas y en las galas, en que se sacrificaba la fortuna o la
subsistencia de mil familias, o al lucimiento de un día o al vano deleite de
algunas horas; lujo que naturalmente producía molicie y afeminación, relajación
y corrupción en las costumbres, envidias y aspiraciones inmoderadas en todas
las clases, vicios y desarreglos en la corte y en las aldeas, miseria y penuria
en el pueblo, apuros y descrédito en el gobierno, descontento, quejas y
demasías en los gobernados.
Imposible era que no intentaran poner fuertes correctivos a
tan inmoderado y pernicioso lujo monarcas tan económicos, tan sobrios y tan modestos
como Fernando e Isabel: como Isabel, que vestía las camisas hiladas por su
mano; como Fernando, que renovaba más de una vez las gastadas mangas de un
mismo jubón. De aquí las varias pragmáticas y provisiones suntuarias expedidas
en diversas épocas en Barcelona, en Segovia, en Burgos, en Sevilla, en Granada
y en Madrid, sobre telas de seda, de oro y de brocado, sobre joyas, tocados y
adornos en los trajes, en los espectáculos, en el menaje de las casas, sobre
jaeces de caballos y su uso, sobre limitación de gastos en bodas, en bautizos,
en estrenos de casas, en misas nuevas, en lutos y funerales, todas encaminadas a
moderar la profusión, a corregir el despilfarro y a contener la loca vanidad de
que nacían.
Si Fernando e Isabel se hubieran limitado a la promulgación
de leyes suntuarias para la represión del desenfrenado lujo que hallaron
dominando en todas las clases del reino, probablemente sus providencias
hubieran sido tan ineficaces y tan infructuosas como todas las de igual índole
de los reinados anteriores. Pero estos prudentes monarcas no se circunscribieron
a publicar pragmáticas y leyes, sino que les dieron fuerza y vigor con el
eficacísimo y saludable medio del ejemplo en sus propias personas. Isabel, sin
faltar a la magnificencia que en ocasiones solemnes exigían, o la dignidad
real, o el justo júbilo de los pueblos en los faustos acontecimientos, como
las recepciones de los embajadores extranjeros (que en aquel tiempo, como cosa
nueva, se hacían con gran ceremonia), los nacimientos y bodas de los príncipes,
o la celebridad de un hecho brillante y de gloria nacional, en su método
ordinario de vida reducía sus gastos y los de su familia y palacio a lo que
indispensablemente requería la calidad de las personas, a lo puramente decente
y honesto. Indiferente al regalo, enemiga del boato y de la ostentación, los
atavíos de su traje eran modestos y sencillos; y en las fiestas que se dieron a
los embajadores franceses en Barcelona, ni ella ni sus damas estrenaron
vestidos, y no se desdeñaban de confesar que se habían presentado con los
mismos que les habían visto ya otros embajadores franceses. El gasto diario en
la real casa era tan frugal que se sabe importaba la décima parte de la suma a
que subió más adelante el de su nieto Carlos V. Quien estaba siempre dispuesta
a empeñar sus ricas alhajas para la guerra de los moros, y para la empresa de
Colón; quien las distribuía después entre sus hijas y las esposas de sus hijos
cuando tomaban estado, harto mostraba su generoso desprendimiento, y el poco
atractivo que tenían para ella estos signos de opulencia, de vanidad o de lujo.
Las damas de su corte seguían su ejeplo, y no era perdido para las demás
clases, porque nunca es perdido el ejemplo que viene de lo alto.
Poco dada a distracciones y espectáculos, hizo cesar
principalmente aquellos que además de una vana y dispendiosa ostentación se
ejecutaban con cierta peligrosa ferocidad, como los torneos con arneses de
guerra y lanzas de puntas aceradas: y como las corridas de toros, de las cuales
deía ella misma: De los toros....: propuse con toda determinación de nunca
verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran. Lo que había de gastar en
costosos espectáculos de mero recreo, lo invertía en la construcción de
hospitales e iglesias, de colegios, caminos, puentes o mercados.
A la severa parsimonia de los Reyes Católicos sucedió la
dispendiosa etiqueta heredada de los duques de Borgoña, y la pomposa
magnificencia de los príncipes de la casa de Austria; y las prudentes economías
de Fernando e Isabel vinieron a ser un honroso, pero harto breve paréntesis,
entre las locas prodigalidades de Enrique IV y las ceremoniosas profusiones de
Carlos V. A los dos años de haber venido a España el austríaco, ya le
suplicaban las cortes de Castilla «que ordenase su casa en la forma y manera
que la habían tenido los Reyes Católicos, sus abuelos.»
X
Reforma del clero por la Reina Católica. —La
Inquisición.—Bautismo y expulsión de los moriscos
Siendo el principio religioso el que unido al de
independencia y libertad había inflamado el corazón de los españoles, y armado
sus brazos y mantenido su maravillosa perseverancia para luchar sin cansarse
por espacio de ocho siglos, naturalmente tenía que ser también el alma de la
política y móvil de las acciones de unos monarcas que merecieron del jefe de la
Iglesia el sobrenombre de Católicos, que trasmitieron a sus sucesores
como una preciosa vinculación.
¿Correspondió siempre en Fernando al principio religioso la
práctica de las virtudes cristianas? Al examinar, no ya sus acciones de hombre,
que pudieran estar fuera de nuestra jurisdicción, sino sus actos de rey, la
severidad histórica nos ha obligado más de una vez a ejercer una censura que no
nos es grata, a vueltas de las muchas y bien merecidas alabanzas que con
sincero placer hemos tributado al esposo de Isabel, como rey de Aragón y de
Nápoles, y como regente de Castilla. Jamás en Isabel hemos dejado de hallar en
perfecta armonía el principio religioso con el ejercicio práctico de las
virtudes evangélicas en toda su extensión y sin mezcla de hipocresía.
Permítasenos aquí, siquiera nos expongamos a traspasar las
atribuciones del historiador, dejar consignada una idea que mucho tiempo hace
abrigamos. Al examinar la vida de Isabel desde su cuna de Madrigal hasta su
sepulcro de Medina del Campo, y al ver que a la luz de la más escrupulosa
investigación no se descubre un solo acto de su vida pública y privada que no
sea de piedad y de virtud, sentimos de corazón que no nos sea dado añadir a
tantos gloriosos títulos como podemos aplicarle, el más honroso y venerando de
todos los timbres, y confesamos no comprender cómo no se halla el nombre de la
reina Isabel de Castilla en la nómina de los escogidos, al lado de los de San
Hermenegildo y San Fernando.
También el pueblo español conservaba puro el principio
religioso. Mas con la creencia religiosa pueden por desgracia coexistir, por
una parte la superstición y el fanatismo, por otra la relajación y licencia de
las costumbres, y de todo había en el pueblo español al advenimiento de aquellos
reyes. A moderarla con las leyes y con el ejemplo propio se dirigieron los
esfuerzos de los dos monarcas, principalmente de la reina Isabel, y de haberlo
en gran parte conseguido hemos visto repetidas pruebas en la historia.
El clero, natural depositario de la fe, se había contaminado
como las demás clases, y participaba de la general corrupción. Isabel, educada
en las máximas de la más rígida moral, piadosa por inclinación y por sentimiento,
sinceramente devota, severa en el cumplimiento de sus deberes religiosos de
mujer y de reina, profundamente respetuosa de la dignidad del sacerdocio,
protectora de los eclesiásticos virtuosos e ilustrados, a quienes buscaba y
encumbraba, pero inexorable con los que empañaban con los vicios su alto
ministerio, a los cuales corregía con dureza o castigaba con rigor; dulce por
carácter, pero enérgica por convicción y por deber, Isabel hizo de un clero
disipado un clero ejemplar, y una mujer joven obró una revolución saludable en
la Iglesia española, que no hubiera podido esperarse sino de un consumado
pontífice. La reforma de las órdenes monásticas ejecutada por Isabel y por el
virtuosísimo Cisneros, es una de las más bellas páginas de este reinado.
Nunca, sin embargo, consintieron los dos monarcas ni que el
clero de España ni que la corte misma de Roma se entrometieran en las
atribuciones de la potestad civil. Igualmente celosos ambos del mantenimiento
de las regalías de la corona, igualmente cuidadosos de que nadie traspasara la
conveniente línea divisoria del sacerdocio y el imperio, y de que se diera a
Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, en cuantas ocasiones
observaban o actos o aspiraciones en la Santa Sede con tendencia a menoscabar
el regio patronato de la Iglesia española, o a invadir el terreno de los
poderes temporales, jamás dejaron de oponerse con igual firmeza y energía. Con
la misma resolución en este punto, la diferencia entre Fernando e Isabel solía
estar sólo en la forma de la manifestación según la condición de sus genios.
Isabel resistía las pretensiones del pontífice con entereza, pero con
respetuosa dignidad; el vigor de Fernando degeneraba en casos dados en dureza.
Isabel, defendiendo su prerrogativa en el negocio del obispado de Cuenca, y
siendo sus reclamaciones desestimadas por la Santa Sede, prescribía a sus
súbditos que saliesen de Roma, y ordenaba al legado pontificio que evacuase España:
Fernando, ofendido del pontífice en el negocio de la cava, mandaba al virrey
de Nápoles que hiciera ahorcar al legado del Papa.
Con estas ideas parece extrañarse más que los Reyes Católicos
fuesen los fundadores de la Inquisición, y los expulsadores de los judíos y los moriscos, esto último contra lo pactado en solemnes
capitulaciones. Ciertamente sería más consolador no tener que mencionar tales
actos que haber de buscar razones para excusarlos en lo posible. «Mas con el
principio religioso, decíamos poco hace, pueden por desgracia coexistir la
superstición y el fanatismo.»
«Apresurémonos, dijimos en nuestro Discurso preliminar, a
hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado una
lucha religiosa de ochocientos años, hechura de las inspiraciones y consejos
de los directores espirituales de la conciencia de Isabel, a quienes ella
miraba como varones los más prudentes y santos, de la piedad misma y del celo religioso
de la reina. El siglo dominó en esto aquel genio, que en lo demás había logrado
dominar al siglo. Quiso sin duda hacer una institución benéfica, y levantó,
contra su intención, un tribunal de exterminio.» No olvidemos, añadimos ahora,
que diez años antes de subir al trono Isabel de Castilla el pensamiento de la
creación de un tribunal inquisitorial era ya una idea popular en el reino, y
se hizo una tentativa para establecerlo. El haberse visto envuelta y arrastrada
por el torrente de una opinión, podrá ser una lamentable desgracia, mas nunca
será un crimen.
De la proscripción de la raza judaica hemos dicho lo bastante
en el número IX de estas consideraciones.
¿Entró en la intención de los Reyes Católicos faltar a lo
capitulado en la Vega de Granada, bautizando por fuerza a los moros rendidos y
arrojándolos del suelo español? No hay sino recordar aquellas palabras que les
dirigían desde Sevilla. «Sepades que nos es fecha
relación que algunos vos han dicho que nuestra voluntad era de vos mandar
tornar é haceros por fuerza cristianos: e porque nuestra voluntad nunca fue, ha
sido, ni es que ningún moro torne cristiano por fuerza, por la presente vos
aseguramos e prometemos por nuestra fe e palabra real, que no habernos de consentir
dar logar a que ningún moro por fuerza torne cristiano: «Nos queremos que los
moros nuestros vasallos sean asegurados Y mantenidos en toda justicia como
vasallos y servidores nuestros.» «Sed ciertos, les repetía Isabel en otra
carta, que el Rey mi Señor Y Yo vos mandaremos tener en justicia y paz y
sosiego, y si necesario es, de nuevo por esta mi carta os aseguro por esta mi
fe y palabra real que el Rey mi Señor y Yo no consentiremos ni daremos logar
que ninguno de vosotros ni vuestras mujeres, hijos y nietos sean tornados
cristianos por fuerza contra sus voluntades, antes queremos y es nuestra merced
que seáis y sean guardados y mantenidos en toda justicia como buenos vasallos
nuestros, según que en la dicha carta del Rey mi Señor y mia es contenido.»
¿Cómo se conciba con tanta piedad, con tan solemnes palabras,
y con tan humanos y generosos sentimientos, el quebrantamiento de la capitulación,
los bautismos forzosos y la ruda expulsión de los moriscos? Si tal vez estos
mismos no fueron los primeros a romper las condiciones del pacto rebelándose
contra sus nuevos señores, así les fue persuadido a Fernando e Isabel. La
exaltación de los ánimos, consecuencia de una guerra porfiada, hizo lo demás.
Si el fanatismo tuvo parte en aquellas crueles medidas, ¿será
cosa que deba asombrarnos? Todavía a fines del siglo XVI un obispo español (el
de Orihuela), comentando los libros de los Macabeos, escribía y enseñaba que
cualquiera podía quitar impunemente la vida a los herejes, infieles y renegados;
que los reyes de España debían exterminar a los moros, o al menos echarlos de
sus dominios; ponía en cuestión si los hijos podían asesinar a sus padres
herejes o idólatras, y tenía por lícito y corriente hacerlo con los hermanos, y
aún con los hijos. Si un prelado tenía estas ideas y enseñaba estas máximas a
fines del siglo XVI, ¿cuántos las tendrían y enseñarían á principios del mismo
siglo?
Sepamos hacer apreciación de las ideas y del espíritu de cada
época
XI.
Errores políticos y económicos en
el sistema de administración colonial de América.—Crueldades con los indios
Hácense a los
españoles y a sus reyes, a la nación en general, dos gravísimos cargos, uno
moral, otro económico, sobre una materia en que si bien los mayores abusos y
errores se refieren a los reinados siguientes, indudablemente tuvieron
principio en el de los Reyes Católicos, a saber; las crueldades cometidas por
los españoles con los habitantes del Nuevo Mundo, y su funesto sistema de
administración colonial.
Hay por desgracia en el primer cargo una buena parte de
verdad, pero hay también por fortuna una buena parte de exageración. ¿Cómo
hemos de negar que los españoles no trataron a los indios con la consideración
que la humanidad, la religión y hasta su interés propio les prescribían, y que
en vez de conducirse con ellos como civilizadores benéficos se condujeron como
rudos conquistadores? Desgraciadamente se aunaron para esto las dos pasiones
que endurecen más el corazón humano, el fanatismo y la codicia; el fanatismo
engendrado por la lucha religiosa de tantos siglos, y la codicia excitada por
las riquezas mismas de aquel suelo. La idea fatal, entonces muy común, de que
era lícito disponer de las vidas de los infieles, y la sed de oro que aquejaba a
los aventureros que iban a la conquista del Nuevo Mundo, los concitaba a hacer
de los desgraciados indígenas meros instrumentos de explotación para su
enriquecimiento. Esto es verdad, aunque verdad que está muy lejos de poder ser
aplicada a los españoles solos. Pero también lo es que el tiempo ha venido a
patentizar hasta qué punto se han abultado los excesos y demasías de los españoles
en las regiones del Nuevo Mundo. No hay ya hombre de sano criterio que no
considere como evidentemente exageradas las terroríficas relaciones de
crímenes, el espantoso catálogo de horrores y las declamaciones hiperbólicas
del célebre Fr. Bartolomé de las Casas y de los misioneros dominicos; de
aquellos dominicos que después de haber encendido en España las hogueras de la
Inquisición, se constituyeron en América en apóstoles de la humanidad,
desplegando allá una especie de fanatismo humanitario en favor de los infieles
del Nuevo Mundo, casi tan extremado como había sido aquí su fanatismo religioso
contra los infieles del Mundo antiguo. Las relaciones del padre Las Casas han
sido el arsenal de donde los escritores extranjeros han tomado las armas con
que tan sin piedad nos han herido; y los accesorios horribles con que el
religioso español creyó deber sobrecargar su historia, tal vez buscando por la
exageración el remedio, han hecho más daño a la fama de los conquistadores de
América que el fondo de verdad que hubiera en sus excesos.
Sabido es sin embargo y confesado por todos, incluso el mismo
historiador dominicano, que aquellas demasías y crueldades no comenzaron sino
después del infausto suceso de la muerte de la reina Isabel. Mientras vivió
esta magnánima reina, los naturales de la India tuvieron en ella una amiga
constante y una protectora eficaz. Siendo todo su afán la civilización de los
habitantes del Nuevo Mundo por la doctrina humanitaria del Evangelio, y su
propósito el de hacer de los indios ciudadanos españoles y no siervos, súbditos
y no esclavos, jamás salió de su boca ni palabra, ni ordenanza, ni ley, sino
para mandar que los colonos de América fueran tratados con la mayor dulzura y
consideración; hasta en sus últimos momentos se acordó de sus infelices indios,
y al despedirse del mundo les dirigió su postrera mirada de piedad, que para
gloria suya quedó consignada en su testamento. Hay motivos para creer que al
mismo Fernando se le ocultaron los excesos que comenzaron después. El regente
Cisneros quiso ya remediarlos y mejorar la condición de los indios. ¿Pero era
fácil a tan inmensa distancia?
El segundo cargo encierra también una gran y triste verdad.
España no supo aprovecharse de las inmensas riquezas con que la brindaba la
posesión de las fertilísimas e ilimitadas regiones conquistadas por Colón y sus
sucesores. Mejor diremos que tuvo el funesto don de empobrecerse con la
superabundancia de la riqueza. Como un arroyuelo primero, y como un copioso río
después, venía el oro y la plata de las fecundísimas minas de aquellas
colonias. Inundada España de estos preciosos metales y estancándose en su seno
como una laguna sin desagüe, la nación, al parecer, más rica de Europa, padecía
una especie de plétora que la mataba, y se encontró pobre en medio de la
opulencia, como el avaro rey de la fábula.
Creyendo los españoles, como entonces se creía comúnmente,
que la mayor riqueza de un país consiste en la mayor abundancia de oro, descuidaron
la riqueza positiva que tenían en la superficie de la tierra, y la iban a
buscar en sus entrañas; sacaban de los subterráneos la plata y el oro, y los
hombres quedaban sepultados en los subterráneos, ocupando el hueco de los
metales que se extraían.
Veían que cuanto más abundaban el oro y la plata subían más
los precios de los artículos de consumo, de los artefactos y de la mano de
obra, y aun no comprendían que era menester dar salida al metal que los
ahogaba, derramarlo por Europa bajo todas las formas, en moneda, en muebles, en
adornos y utensilios, y abrir en el mundo entero un vasto mercado en que
consumir el sobrante de su oro y de su plata como una primera materia, de que
hubieran podido hacer un monopolio inmensamente productivo. Al contrario,
aplicando a los metales las fatales leyes restrictivas heredadas de sus
abuelos, como a todos los demás productos, siguió prohibiéndose la extracción
de oro y de plata lo mismo que en los tiempos en que su escasez pudo haber
hecho conveniente la prohibición. En la ciencia económica, como en otras
ciencias, un error engendra otro error. Y aplicando a las producciones y a las
manufacturas para abaratarlas el mismo sistema prohibitivo, sucedía que no
extrayéndose de España ni su oro ni sus productos indígenas, en vez de los
remedios que buscaban, aumentaban los males: el valor del oro, que había de
crecer, disminuía, y el de las mercancías, que había de abaratar, iba
creciendo. De aquí la extinción de la actividad industrial, viniendo a ser la
Península tributaria de la industria extranjera. Sólo el interés individual
buscaba instintiva y clandestinamente el equilibrio de la balanza mercantil, y
el contrabando del dinero suplía en parte lo que no hacían las leyes. Ni aun
siquiera se supo establecer el oportuno comercio de cambio entre la metrópoli y
las colonias, entre las producciones naturales é industriales del nuevo y del
antiguo mundo, que por mucho tiempo hubiera podido monopolizar España.
¿Culparemos a Fernando e Isabel de estos errores económicos?
En primer lugar, Isabel, con noble corazón y con miras más
altas que el interés y las ganancias materiales, había cuidado más de civilizar
los indios que de explotar su suelo. En segundo lugar, Isabel, en los doce años
que mediaron entre el descubrimiento de América y su muerte, harto hizo en
procurar que los habitantes de las nuevas regiones participaran de la cultura,
de los productos, de las artes y de las comodidades de la metrópoli,
trasportando para aclimatar en aquel suelo las semillas alimenticias y los
vegetales más preciosos de España, el trigo, el arroz, el lino, el cáñamo, el
olivo y la viña; los animales que sirven de sustento al hombre, como las aves,
el ganado de cerda, el lanar y el cabrío, y los que le ayudan al trabajo y
laboreo de la tierra, como el buey, el asno y el caballo. Después de la muerte
de la reina fue cuando se empezó a cuidar menos del fomento y prosperidad de
las colonias que de satisfacer la codicia de los pobladores castellanos, y de
traer a la Península cuanto oro y plata se pudiese, de cualquier modo y sin
reparar en los medios. No estamos lejos de calificar de un error nacido de la
mejor intención de Isabel el haber dejado en herencia a su esposo la mitad de
las rentas de Indias, que pudo ser un estímulo a la codicia de Fernando para
hacer subir cuanto pudiese sus productos. Después fue cuando se reprodujo bajo
el modesto nombre de encomiendas el sistema fatal de los repartimientos de
indios que Isabel había desaprobado, y que fue una de las mayores causas de la
despoblación de aquellos fértiles países, de la degradación y la ruina de sus
naturales, de los malos tratamientos y crueldades de los españoles y del odio
que contra éstos se fue engendrando.
Pero dado que los monarcas erraran en el sistema de
administración que impidió el desarrollo de la mutua prosperidad de la
metrópoli y de las colonias, el error no era de ellos solos, era de todo el
pueblo, era de las cortes mismas, que acostumbradas a las leyes restrictivas de
épocas anteriores, que constituían una especie de educación popular y
tradicional, seguían proponiendo y abogando siempre por las medidas
prohibitivas, y dos años después de la muerte de Fernando, las cortes de
Valladolid, deplorando la subida diaria de los precios de los productos y
artefactos de Castilla, y atribuyendo este mal á las remesas que se hacían á
América, proponían como único remedio la prohibición de las exportaciones.
Tenemos, no obstante, dos observaciones que hacer, no en
justificación, pero sí en disculpa de los errores y desaciertos de los reyes y
del pueblo español en este reinado. Es la primera la ignorancia de los
verdaderos y más sencillos principios de economía política que generalmente
había en aquel tiempo en todas las naciones. Hay verdades que hoy nos parecen
muy palmarias, y que sin embargo tardaron en descubrirlas los hombres; tales
son las de la ciencia económica, creación que podemos llamar de ayer, y que aun
dista mucho de haber llegado a su perfección. El sistema restrictivo era el
sistema de la edad media en toda Europa, y todo el mundo creía entonces que la
mayor riqueza de una nación consistía en la mayor masa o suma de oro que
poseyera. ¿Será, pues, justo asombrarnos de que lo creyera también la España?
Es la segunda, que los errores del sistema de administración
colonial no hicieron sino comenzar en el reinado de los Reyes Católicos. El
descubrimiento de América estaba muy reciente; apenas era conocido el continente
americano; aun no se había podido prever la revolución monetaria y mercantil
que las inmensas conquistas de Cortés y de Pizarro habían de producir en el
mundo. Los mayores errores y males vinieron después, y el cargo pertenece más a
los reinados sucesivos de los soberanos de la casa de Austria, precisamente
cuando debía recogerse el fruto de las conquistas, y cuando había ya más
ilustración en materias económicas y mercantiles en Europa.
XII.
Hombres y mujeres insignes que
florecieron en este tiempo en España
Antes de terminar la reseña crítica de este fecundísimo
reinado, no podemos dejar de tributar el homenaje de nuestra admiración y respeto,
al mismo tiempo que en ello participamos de un justo orgullo nacional (que
harto tendrá que sufrir en otras épocas), a esa multitud de esclarecidos
varones que en este período dieron gloria, lustre y engrandecimiento a nuestra
patria, con su valor, con sus virtudes, con su ciencia y su erudición, en casi
todo lo que puede realzar una época y un pueblo.
Parecía que Fernando e Isabel poseían el privilegiado don de
hacer brotar del suelo español los hombres eminentes, y el de atraer y apegar a
él los que otros países producían, como un planeta que atrae otros astros
formando en derredor de sí grupos luminosos que alumbran la tierra y embellecen
el firmamento. Y es que si los malos monarcas son como los meteoros siniestros
que esterilizan y secan, los buenos reyes son como el sol cuyo influjo
fecundiza y produce. Porque no puede atribuirse a fenómeno casual la
coexistencia de tantos hombres eminentes en todos los ramos como ilustraron
este período.
¿Necesitaba España del valor de sus hijos y del arte militar
para recobrar su antiguo territorio y ensanchar sus límites? Pues aparecían,
ya simultánea, ya sucesivamente, guerreros como Rodrigo Ponce de León, marqués
de Cádiz, azote y terror de los moros granadinos; como don Alonso de Aguilar,
el héroe caballeresco que acabó en Sierra Bermeja una vida sembrada de hechos
heroicos; como Hernán Pérez del Pulgar, cuyas proezas, que parecen fabulosas,
le dieron el sobrenombre de el de las Hazañas; como Francisco Ramírez
de Madrid, a quien tantos adelantos debieron la artillería y la tormentaria;
como Pedro Navarro, el conquistador de Orán, de Bugía y de Trípoli, que pudo
pasar por el inventor de las minas por lo mucho que perfeccionó el arte de
volar las fortificaciones; como García de Paredes, el Vargas Machuca de las
guerras de Italia; y como Gonzalo de Córdoba, que arrebató a los guerreros de
los pasados tiempos y de las futuras edades el título de Gran Capitán.
¿Se necesitaban sacerdotes y prelados de ciencia y de virtud
que ilustraran instruyendo, y reorganizaran moralizando? Para eso hubo un Fray
Juan de Marchena, que acogió por caridad en un claustro al hombre insigne que
habían rechazado con desdén los monarcas en las cortes, y el primero que
comprendió en una pobre celda el pensamiento inmenso del que había de descubrir
un mundo; un Fr. Fernando de Talavera, dechado de prudencia y de virtud como
prelado, rígido y severo director de la conciencia en el confesonario regio, y
apóstol dulce y humanitario como catequista de infieles; un don Pedro González
de Mendoza, confesor, arzobispo y cardenal, lumbrera de la nación como literato
y como político, á quien llamaron, sin que el paralelo rebajara el mérito de
dos grandes príncipes, el tercer rey de España; y un Jiménez de
Cisneros, religioso, confesor, reformador, prelado, cardenal y regente, grande
en la virtud, grande en el talento, grande en la ciencia, grande en la
política, grande en la guerra, grande en el gobierno, grande y eminente en
todo.
La nueva política inaugurada en aquel tiempo, ¿requería el
empleo y cooperación de diplomáticos diestros y astutos, dotados de dignidad,
de firmeza y de energía, que sacaran a salvo los intereses de España de las
complicaciones europeas? Pues España tuvo embajadores acomodaticios y pacientes
como Alonso de Silva, que sabía sufrir y disimular los ásperos tratamientos de
una corte extranjera, mientras así convenía al servicio de su rey; enérgicos y
duros como Antonio de Fonseca, que tenía espíritu y valor para hacer trizas un
tratado original en presencia del rey de Francia, y encomendar a la decisión de
las armas la cuestión de las dos naciones: vigorosos y discretos como Garcilaso
de la Vega, que supiera manejar los negocios de Roma e interesar al pontífice
en favor de España sin comprometerse él mismo: firmes y enérgicos como el
conde de Tendilla y Diego López de Haro, que sostenían con entereza las
regalías de la corona: políticos y mañosos como Francisco de Rojas, que sabía
reconciliar a las dos más enemigas y más poderosas familias de Italia, y
hacerlas trabajar unidas en favor de la causa española: prudentes y entendidos
como Juan de Albión y Pedro de Urrea, que sabían conducir maravillosamente los
tratos de relaciones y enlaces de las familias reinantes de Austria, Inglaterra
y España: ladinos y reservados como Lorenzo Suárez de Figueroa, alma de la
Santa Liga, que supo terminar una confederación de cinco potencias, sin que se
apercibiera de ello el astuto Felipe de Comines.
Merced a tan diestros auxiliares diplomáticos pudo Fernando manejarse tan
hábilmente con los papas Alejandro VI y Julio II, con los reyes de Francia
Carlos VIII y Luis XII, con Maximiliano de Austria, con Enrique de Inglaterra,
con Venecia y los Estados italianos, que más de una vez los envolvió a todos.
Si Isabel deseaba ordenar y mejorar la legislación de
Castilla, encontraba jurisconsultos y compiladores como Montalvo y Ramírez,
que ejecutaran en vida su pensamiento, y letrados como Galíndez de Carvajal, a
quienes dejar encomendada la obra de la recopilación después de su muerte.
¿Proponíase Isabel el fomento y
progreso de las ciencias, de la literatura, del idioma, de las artes, en todos
los ramos de la cultura intelectual? Bien cumplidos pudieron quedar sus deseos,
y bien puede llamarse siglo literario el en que florecieron Cisneros, Mendoza,
Talavera, Lebrija, Oviedo, Palencia, Valera, Pulgar, Almela, Ayora, Oliva,
Vergara, Manrique, Bernáldez, San Pedro, López de Haro, Montoro, Cota, Rojas,
Encina, Jaharro, Peñalosa, Santaella, Villalobos, Torres, y tantos otros con
que podríamos aumentar largamente la nómina empezada aquí sin el cuidado del
orden y arrojada como a granel, de varones doctos y eruditos en teología, en
jurisprudencia, en historia, en medicina, en astronomía, en historia natural,
en matemáticas, en poesía lírica y dramática, en idiomas, en música, en casi
todos los conocimientos humanos.
Era una mujer la que se sentaba en el trono y la que apetecía
y fomentaba la ilustración, y las mujeres respondieron al ejemplo y al impulso
e su reina, dy lucieron como estrellas en el horizonte español damas tan eruditas
como doña Beatriz de Galindo, la Latina, que tuvo la alta honra de ser
maestra de su soberana; como doña Lucía de Medrano, que enseñaba los clásicos
en Salamanca; como doña Francisca de Lebrija, que daba lecciones de retórica
en las aulas de Alcalá; como doña María de Mendoza, notable por su instrucción
en las lenguas sabias; y como doña María Pacheco, que en el reinado de Isabel
la Católica sobresalía por su erudición, y en el de Carlos V había de admirar
por su heroísmo en defensa de las libertades castellanas, como esposa y como viuda
del célebre é infortunado Juan de Padilla.
Por si no bastaban los ingenios españoles para obrar tan
universal regeneración, venían de otros países y se apegaban al suelo de
España, atraídos por la grandeza y liberalidad de Isabel como por una fuerza
magnética, o se identificaban allá como movidos por un impulso mágico con la
nación española, y trabajaban por su prosperidad y engrandecimiento. Así
ayudaron en Italia a los triunfos memorables del Gran Capitán guerreros tan
distinguidos como los Colonas y los Ursinos, familias
rivales que se aunaban para ayudar a la victoria gloriosa del Garillano. Así vinieron a ilustrar la España y a
naturalizarse en ella hombres tan doctos y esclarecidos como Lucio Marineo, el
autor de las Cosas memorables; como Pedro Mártir de Angleria,
el maestro general de la juventud y de la nobleza castellana; como los hermanos
Antonio y Alejandro Geraldino, directores de la enseñanza y educación de la
princesa y de las infantas de Castilla. Así vinieron a ensanchar ilimitadamente
los límites de España y a convertirse en españoles, navegantes aventureros como
el inmortal genovés que descubrió el Nuevo Mundo, y como el afortunado
florentino que le dio su nombre.
Bien decíamos que Fernando e Isabel parecía poseer el don
singular de hacer brotar del suelo español los hombres eminentes que
necesitaban para sus grandes fines, y el de atraer como un imán los ingenios de
otros países que más pudieran convenir a sus designios.
No se condujeron de la misma manera los dos monarcas con los
grandes hombres que ilustraron y engrandecieron su reinado. Todos hallaron una
constante, decidida y generosa protectora en Isabel. Murió la reina, y Fernando
dejó perecer casi en la mendicidad a Colón que le había regalado un mundo;
dejó morir en el destierro a Gonzalo de Córdoba que le había dado un reino, y de
no poco graves disgustos a Cisneros, los tres hombres más insignes entre los
muchos hombres insignes de aquel reinado. Cisneros sobrevivió a los disgustos
del Rey Católico para recibir el último golpe de la mano de su nieto.
XIII.
Estado general de la monarquía española cuando vino a ocupar
el trono la dinastía austríaca.
Hasta ahora hemos asistido al grandioso espectáculo de un
pueblo que se recobra, que se reorganiza, que crece, que se moraliza y se
ilustra, que conquista y se ensancha, que se dilata a inmensas regiones, que
domina en las tres partes del mundo, todo bajo el influjo poderoso de una reina
virtuosa y prudente y de un rey astuto y político. Por una fatal combinación de
circunstancias, a la benéfica y discreta reina de Castilla y al experto y
sagaz monarca de Aragón, sucede en el trono de Castilla y Aragón una princesa
que tiene perturbada la razón y lastimadas sus facultades mentales. Para suplir
esta incapacidad intelectual, la necesidad obliga a traer a España y ceñir la
múltiple corona de tantos reinos a un joven príncipe nacido en extraña tierra,
y que nunca ha pisado el suelo español. Así, como dijimos en nuestro Discurso
preliminar, «cuando la trabajosa restauración de ocho siglos se ha consumado,
cuando España ha recobrado su ansiada independencia, cuando el fraccionamiento
ha desaparecido ante la obra de la unidad, cuando una administración sabia,
prudente y económica ha curado los dolores y dilapidaciones de calamitosos
tiempos, cuando ha extendido su poderío del otro lado de ambos mares, cuando posee
imperios por provincias en ambos hemisferios, entonces la herencia a costa de
años y de heroísmo ganada y acumulada por los Alfonsos,
los Ramiros, los Garcías, los Fernandos,
los Berengueres y los Jaimes,
todos españoles desde Pelayo de Asturias hasta Fernando de Aragón, pasa íntegra
a manos de Carlos de Austria.»
Por primera vez viene un extranjero a reinar en España, y la
que era madre y señora de imperios sin límites, va a ser por muchos años como
una provincia de otro imperio. España regenerada va a entrar en una nueva era
social, y comienza la edad moderna.
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