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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 29

LIBRO 30

LIBRO 31

 

LIBRO XXX

Valente invita a Para, rey de Armenia, a que acuda a Tarso, donde le retiene en horroroso cautiverio.—Para escapa con trescientos caballeros que había llevado consigo, burla a sus perseguidores y regresa a sus estados. El duque Trajano le hace asesinar en un festín.— Negociaciones entabladas por medio de delegados entre Valente y Sapor, acerca de la posesión de la Armenia.—Valentiniano tala algunos territorios alemanes. Conferencia con el rey Macriano, conviniéndose la paz.—Modesto, prefecto del pretorio, hace desistir a Valente de la idea de asistir personalmente a los tribunales. Tribunales y jurisconsultos; sátira de los abogados de la época.— Valentiniano marcha a Iliria para reprimir la invasión de los quados y de los sármatas. Atraviesa el Danubio y entra a sangre y fuego por territorio de los bárbaros, sin respetar edad ni sexo.—Muere de una apoplejía, provocada por sus arrebatos de furor, al oír a los legados sármatas querer justificar en su presencia a sus compatriotas.—Su genealogía y actos en el reinado.—Su carácter; inclinación a la avidez, al odio y al miedo.—Su hijo Valentiniano II es aclamado Augusto en el campamento de Bregeción.

 

Mientras agitaban la Europa las turbulencias suscitadas por la perfidia de Marcelino y el indigno asesinato del rey de los quados, en Oriente se consumaba una traición del mismo género, en la persona de Para, rey de Armenia. Acerca de este repugnante asunto, tengo los siguientes detalles. Los hechos de este príncipe joven eran constantemente tergiversados ante Valente por aquellos hombres que explotaban las desgracias públicas, entre los que citaré en primer lugar al duque Terencio, que con sus ojos bajos, tímidos ademanes y expresión triste de su rostro, fue durante toda su vida uno de los más atrevidos fautores de turbulencias y discordias. Terencio negociaba con algunos armenios a quienes sus delitos habían puesto en el caso de tener que temerlo todo de su gobierno. Escribía incesantemente cartas a la corte del Emperador, insistiendo siempre en el asunto de Cylax y Artabanno, y presentando al joven príncipe como capaz de toda clase de arrebatos y a su gobierno como la tiranía misma, logrando que se invitase a Para que acudiese a Tarso, en Cilicia, so pretexto de tratar asuntos urgentes. Afectando allí tratarle como rey, se le retuvo guardado de vista, sin que pudiese penetrar hasta el Emperador, ni obtener de las silenciosas bocas de los que le rodeaban explicación alguna acerca de los motivos que hacían necesaria su presencia. Al fin se enteró por conducto secreto, que Terencio decía en sus cartas al Emperador que en interés de nuestras relaciones con la Armenia, convenía darle otro rey; que la aversión que inspiraba Para y el temor de su regreso iban a lanzar al país en brazos de los Persas, que ardían en deseos de apoderarse de él por miedo o por fuerza.

Comprendió entonces Para el peligro que corría; vio que le habían engañado y que no podía encontrar seguridad más que en rápida fuga. Aconsejándose, pues, con sus amigos, eligió entre los suyos los trescientos jinetes mejor montados, y decidido a obrar con audacia, partió resueltamente con aquel grupo, aunque ya declinaba el día. Advertido en seguida el gobernador de la provincia por el aparitor que custodiaba la puerta, corrió tras él, le alcanzó en los arrabales, y le instó ardientemente para que retrocediese; pero fueron vanas sus instancias, y hasta tuvo que retirarse para seguridad suya. Entonces enviaron una legión detrás de él, y viéndola en el momento en que iba a alcanzarle, la hizo frente con sus mejores jinetes y le envió una nube de flechas lanzadas al aire, que bastó, sin embargo, para ponerla en derrota, regresando rápidamente los soldados y el tribuno. No tenía que temer ya persecución alguna; pero después de dos días de extraordinaria fatiga, habiendo llegado a la orilla del Eufrates, estuvo a punto de quedar detenido allí, porque casi ninguno sabía nadar, mostrándose el jefe más consternado que ningún otro. Al fin, a fuerza de pensar, se les ocurrió uno de esos medios que la necesidad sugiere. Apoderáronse en las casas inmediatas de cierto número de lechos, colocando dos odres bajo cada uno de ellos: como el terreno es de viñas, abundaba este recurso. Los nobles armenios y hasta el mismo rey se arriesgaron cada  uno sobre un lecho de aquéllos, llevando de las riendas los caballos y cortando oblicuamente las aguas. De esta manera llegaron a la otra orilla, pero no sin correr graves peligros. Los demás pasaron a caballo y a nado, luchando contra la corriente y a veces cubriéndoles el agua; pero todos llegaron al opuesto lado mojados, extenuados, si bien después de corto descanso continuaron rápidamente su camino.

Mucho contrarió al Emperador la fuga de Para, cuya defección consideraba segura; por lo que se apresuró a poner en campaña al conde Daniel y a Barcimeres, tribuno de los escutarios, con mil arqueros armados a la ligera, con orden terminante de traerle al fugitivo. Aquellos dos jefes conocían perfectamente el país, y mientras que Para perdía las ventajas de su celeridad, por los circuitos que le hacía describir su ignorancia del terreno, consiguieron, atravesando un desfiladero, adelantársele y cortarle el camino: en seguida, combinando sus fuerzas, ocuparon dos senderos separados por tres millas de distancia, por uno de los cuales había de pasar el rey, y quedaron preparados para apoderarse de él. La casualidad solamente burló su plan: un viajero que regresaba a nuestro territorio, viendo los dos caminos cortados por aquella doble emboscada, tomó, para evitar las tropas, un sendero intermedio, muy cubierto de vegetación y vino a dar en medio de los armenios, que estaban descansado. Llevado ante el rey, le enteró secretamente de lo que había visto, quedando detenido a su lado sin causarle daño alguno. Sin dejar traslucir nada de la confidencia que había recibido, envió en seguida Para un jinete por el camino de la derecha, con orden de preparar alojamientos y subsistencias; y en cuanto lo vio alejarse, envió otro por la izquierda, ignorando éste el encargo que llevaba su compañero. Tomada esta precaución, no vaciló en penetrar con los suyos, guiado por el viajero, en el sendero por donde había venido éste, sendero por el que apenas podía pasar un caballo cargado, y dejó atrás a sus enemigos, que, habiendo capturado a los dos jinetes enviados delante para burlarles, creían no tener más que extender la mano para apoderarse de la presa; y mientras permanecían esperando, Para llegó sano y salvo a sus Estados, donde le recibieron con regocijo, y olvidando las ofensas, continuó observando fielmente nuestra alianza.

Objeto de ludibrio fueron Daniel y Barzimeres a su regreso, burlándose todos de su torpeza y negligencia. Al pronto quedaron aturdidos; pero, lo mismo que la serpiente, guardaron el veneno para lanzarlo sobre seguro contra el que les había burlado. Para atenuar su falta y aminorar la superior destreza que les había hecho caer en ella, hacían oír al crédulo príncipe las suposiciones más absurdas acerca de Para, pretendiendo que poseía los secretos mágicos de Circe para realizar metamorfosis y privar de sus facultades a quien quisiera; habiendo podido, para escapar, fascinarles la vista y tomar forma inanimada: añadiendo que si se le dejaba vivir, suscitaría graves apuros al gobierno de que se había burlado.

Estas insinuaciones concluyeron por despertar implacable odio en el ánimo del príncipe; proponiendo cada día un plan nuevo para hacer morir clandestinamente o por la fuerza al rey de Armenia. A la sazón mandaba Trajano las fuerzas romanas en aquel país, y le encargaron secretamente aquella misión, para cuyo cumplimiento empleó toda clase de artificios, haciendo a veces leer al príncipe cartas muy tranquilizadoras acerca de las disposiciones de Valente, yendo otras a sentarse a su mesa. Tomadas, finalmente, todas sus disposiciones, le invitó a comer con extraordinarias demostraciones de respeto. Libre Para de toda sospecha, acudió sin vacilar y ocupó el puesto de honor. El festín era suntuoso; resonaba en la sala marcial música y frecuentes libaciones comenzaban a exaltar los ánimos de los comensales, cuando se ausentó el anfitrión so pretexto de una necesidad. Entonces un bárbaro, de los llamados Supras, entró en la sala, con espada en mano y aspecto feroz, cayendo sobre el joven príncipe antes de que pudiese ganar la puerta, que habían tenido la precaución de cerrar. Para se alzó del lecho y desenvainó el puñal para defender su vida; pero fue derribado de una estocada en el pecho, cayendo como víctima en el altar, atravesado por multitud de heridas. De esta manera, y delante del mismo dios que la protege, en medio de los regocijos de un banquete, fue violada la hospitalidad, que hasta los bárbaros del Euxino respetan. La sangre de un extranjero corrió sobre la mesa de un romano, último manjar que se ofreció a la saciedad de los convidados, a quienes dispersó en el acto el horror del espectáculo. Si  el sentimiento subsiste más allá de esta vida, gemiría la sombra de aquel Fabricio que, a pesar de la desolación que causaban en Iliria las armas de Pirro, rechazó con tanta nobleza la proposición de envenenarle que le hacía Demochares, o Nicias según dicen otros, ministro de las comidas del rey, y escribió además a Pirro que desconfiase de los que le rodeaban: ¡tan sagrada era la mesa de un enemigo en aquella época de lealtad y rectitud! Entre nosotros se ha querido cohonestar con el ejemplo de Sertorio la inaudita crueldad realizada con Para: esto consiste en que se puede ser hábil cortesano e ignorar la máxima de aquel Demóstenes, gloria de Grecia: «Nunca han legitimado nada la impunidad ni el ejemplo.»

Estas cosas ocurrieron por la parte de Armenia. Sapor experimentó rudamente el rechazo, por lo mucho que había trabajado con objeto de hacerse un aliado de Para; causándole la noticia impresión tanto más viva, cuanto que llegaba inmediatamente después de un descalabro de sus armas y ante el regocijo por el éxito que mostraba el ejército romano. Temiendo siniestras consecuencias, apresuróse a enviar a Arsaces como legado cerca del Emperador. Proponía este legado, en nombre de su señor, borrar para siempre el nombre de Armenia, constante objeto de discordias entre los dos príncipes: al mismo tiempo pedía al Emperador, si le repugnaba este partido, que consintiera la reunión de la Hiberia en un solo reino, y reconociese a Arpacuras, hechura del rey de Persia, como soberano de todo el país, que, en este caso, deberían evacuar las fuerzas romanas. El Emperador contestó que jamás consentiría derogación alguna del pacto ajustado, y que defendería su integridad con todas sus fuerzas. Noble y firme lenguaje al que no supo oponer Sapor otra cosa que una carta vacía e hinchada de bravatas, y que no llegó hasta fines de invierno: declarando terminantemente que el único medio de que cesase toda disidencia era apelar a los testigos del tratado ajustado con Joviano, aunque sabía perfectamente que casi todos ellos habían muerto.

Complicábase la negociación: el Emperador, cuya mente no era fecunda en recursos, pero que sabía elegir entre los que le sugerían, creyó conveniente enviar a Persia a Víctor, jefe de la caballería, y a Urbicio, duque de Mesopotamia, con una respuesta terminante que decía: que el rey, a pesar de sus protestas de rectitud y desinterés, deseaba visiblemente la Armenia, cuya independencia estaba estipulada. Que si en la primavera las tropas que Valente había prometido a Sauromax encontraban algún obstáculo en el camino, apelaría a la fuerza, por las tergiversaciones de Sapor y sus dilaciones para ejecutar lo convenido. Hasta aquí todo era digno y legítimo; pero los legados cometieron la falta de excederse de sus instrucciones y de tomar anticipadamente posesión en Armenia de algunas partes del territorio que les ofrecieron. A su regreso llegó el Serena, segunda autoridad en Persia después del rey, que venía a proponer al Emperador el mismo territorio que los legados habían aceptado por sí mismos. Recibióse espléndidamente a este enviado, pero le despidieron sin que hubiese conseguido nada, y se prepararon en grande escala para la guerra. El Emperador estaba decidido a entrar en Persia a la primavera con tres ejércitos, y con este objeto negociaba activamente para conseguir el auxilio de los escitas.

Habiendo visto Sapor desvanecerse todas sus esperanzas, se enfureció más que nunca al saber que nos preparábamos a la guerra; y, prescindiendo de toda consideración, mandó al Surena que recobrase, aunque fuese a viva fuerza, los terrenos que se habían permitido ocupar los legados y destruir las fuerzas romanas enviadas a Sauromax. La ejecución de estas órdenes fue inmediata, sin que pudiésemos impedirla ni vengarnos, porque el Emperador tenía entonces encima toda la raza de los godos, que acababan de penetrar en la Tracia. En otro lugar hablaremos de la catástrofe que siguió a todo esto.

En medio de estas agitaciones del Oriente, la justicia divina, cuyo brazo queda algunas veces suspendido por mucho tiempo, pero al cabo hiere a los culpables, dio al fin satisfacción al África desolada y a los manes errantes de los legados de Trípoli. Aquel Remigio, cómplice, como dijimos, de las depreciaciones del conde Romano, después de reemplazarle León en el cargo de maestre de los oficios, se había retirado de los asuntos públicos y vivía en sus tierras cerca de Mogontiacum, su país natal, entregándose a la agricultura. Impulsado el prefecto Maximino por vago deseo de hacer  daño y encontrando ocasión de satisfacerlo impunemente en un hombre cuya posición era tan humilde ahora, le hacía sufrir cuantas vejaciones podía. En su vida había muchos misterios que registrar. Maximino mandó prender y someter al tormento a un tal Cesarión, empleado en otro tiempo en servicio de Remigio, y que había llegado a ser notario. Quiso así Maximino obtener de aquel hombre el secreto de los actos de su antiguo amo y principalmente enterarse de la utilidad que había conseguido de su connivencia con las infamias del conde Romano. Enteróse Remigio de estas investigaciones en su retiro, e impulsado por el temor o los remordimientos, tomó la desesperada resolución de estrangularse.

Al año siguiente, siendo cónsules Graciano y Equicio, Valentiniano, después de talar algunos territorios alemanes, se ocupaba en construir el fuerte de Robur, cerca de Basilea, cuando recibió la comunicación de Probo dándole cuenta de la desolación de la Iliria. El circunspecto Emperador no se limitó a leer atentamente aquella comunicación, sino que mandó comprobarla sobre el terreno al notario Paterniano, que confirmó la realidad con sus mensajes, Valentiniano iba a marchar al teatro de los desastres, persuadido de que con su presencia solamente acabaría con aquella audaz violación del territorio; pero se presentaba una dificultad: tocábase al fin del otoño, y cuantos se acercaban al príncipe le suplicaban con instancias que aplazase la expedición hasta los primeros días de la primavera, diciendo que hasta esta época se oponían absolutamente a la marcha los caminos, endurecidos por el hielo, la falta de forrajes y cuanto es necesario para la manutención de un ejército. Además, dejarían por vecinos a la Galia los reyes alemanes y especialmente Macriano, con todos sus rencores; y nuestras ciudades no podrían contar ya con la protección de sus murallas. Estos prudentes consejos y las consideraciones que los acompañaban acabaron por hacer impresión en Valentiniano. Siendo muy importante conciliarse a Macriano, y sabiendo que estaba dispuesto a escuchar proposiciones, envióle cariñosa invitación para que aceptase una entrevista cerca de Mogontiacum. El rey bárbaro la aceptó, pero con increíble arrogancia, como árbitro y dispensador de la paz. En el día convenido viósele aparecer en la otra orilla, rodeado de los suyos, que hacían espantoso ruido con los escudos. Por su parte, el Emperador, montando en barcas con considerable escolta militar, se acercó tranquilamente a la orilla, desplegando todo el aparato de las enseñas romanas. Cuando los bárbaros cesaron en su alboroto y tomaron actitud más tranquila, comenzó la conferencia, que terminó a poco con el recíproco juramento de observar la paz. Aquel rey, hasta entonces tan turbulento y hostil, salió de aquella entrevista aliado nuestro, y hasta el fin de su vida nos dio nobles testimonios de adhesión y lealtad. Más adelante pereció Macriano en el territorio de los francos, que talaba con furor, en una emboscada que le preparó el belicoso rey Melobando. Después de la conclusión del tratado, Valentiniano marchó a invernar en Tréveris.

Estos fueron los acontecimientos de las Galias y del Norte del Imperio. Pero en Oriente, un mal funesto minaba interiormente al Estado, mientras estaba encalmada la guerra en la frontera; mal cuya causa era el egoísmo y profunda corrupción de los que rodeaban a Valente. La corte trabajaba con ardor para impedir a aquel príncipe, naturalmente rígido y que mostraba afición a los debates judiciales, que interviniese personalmente en la administración de justicia. El orgullo de los grandes se alarmaba con aquella tendencia, comprendiendo que había terminado la indefinida licencia de que habían gozado hasta entonces en sus pasiones y desórdenes, si, como en tiempos de Juliano, encontraban protección ante los tribunales la inocencia y el derecho. Según decían, la majestad imperial no podía menos de padecer puesta en contacto con los pequeños intereses particulares. Modesto, prefecto del pretorio, hombre sin instrucción, pero que sabía pasarse sin ella, y completamente entregado al partido de los eunucos, hablaba en este sentido más alto que los demás; llegando al fin a convencerse Valente de que la judicatura no se ha establecido más que para realzar el poder. Desde entonces dejó de examinar los procesos, abriendo de esta manera la puerta a aquel desbordamiento de rapiñas que diariamente vemos extenderse: porque no hubo obstáculos a la odiosa connivencia de abogados y jueces, que, de acuerdo, se abrían camino a los honores y la fortuna, vendiendo los intereses de los pequeños a la ávida opresión de los grandes del Estado y de los jefes del ejército.

Con razón definió Platón la elocuencia de los oradores forenses: «Simulacro de una parte de la política; cuarta especie de la adulación», y Epicuro la llamó «industria perversa»; calificándola entre las artes perjudiciales. Tisias, y con él Georgias y Leoncio, la llaman obra de seducción; todo lo cual permite deducir que, para los antiguos, era sospechosa. La práctica de los abogados de Oriente la hicieron objeto de aversión para las personas honradas, hasta el punto de establecerse limitación de tiempo para el ejercicio de la palabra. Antes de continuar mi relato, diré brevemente que larga permanencia en aquellas comarcas me puso en condiciones de ver los excesos de esta clase de hombres.

Florecía en la antigüedad el foro, cuando hombres de espontánea elocuencia y poseedores de hermosas doctrinas, con pecho leal y sincero, desplegaban en él las riquezas de la imaginación y de la palabra. Así fue aquel Demóstenes, como lo atestiguan los anales de Atenas, que, cuando iba a pronunciar alguna oración, acudía concurso de oyentes de todas las comarcas de Grecia; tal fue Calistrato, que perorando en la famosa causa de la posesión del territorio de Oropo, en Eubea, hizo desertar a Demóstenes de Platón y de la Academia; tales fueron Hipérides, Equino, Andocidas, Dinarco y aquel Antifón de Rhamnusa cuyas oraciones puso a precio el primero de los oradores antiguos. Entre los romanos se citan los nombres también honrosos de Rutilio, Galba, Scauro, modelos de pureza, desinterés y candor antiguos; y más adelante, en el orden de los tiempos, los nombres ilustrados por el consulado, por la censura, por el triunfo, de Antonio, Crasso, Scévola, de los Filipos y otros muchos. Los que llevaban estos nombres, después de hábiles y afortunadas campañas, de victorias ganadas, de trofeos recogidos, querían servir también a la patria en los no menos gloriosos combates de la tribuna, unir en sus frentes los laureles del foro con los de las batallas, y conquistar con doble título la inmortalidad. Después de éstos apareció Cicerón, el más excelente de todos, cuya triunfante palabra arrancó tantos inocentes a los peligros judiciales. «Se puede legítimamente, decía, negarse a defender a alguno; pero es un crimen defenderlo con negligencia.»

Pero hoy los tribunales de Oriente se encuentran infestados por una especie rapaz y perniciosa, peste de las casas opulentas, que parece dotada del olfato de los perros de Esparta o de Creta para seguir la pista de un proceso o descubrir dónde se esconde un litigio.

Entre estas gentes aparecen en primer lugar esos propagadores de rencillas, que se presentan en todos los tribunales, que desgastan con los pies los umbrales de las viudas y los huérfanos, y que del germen más pequeño de disensión entre parientes y amigos, hacen surgir un manojo de odios. La edad, que enfría todas las pasiones, en éstos robustece y fortifica sus instintos. Sin embargo, su vida de rapiñas les deja pobres, porque la consumen en sorprender con argumentos capciosos la buena fe de los jueces, esos órganos de la justicia de que toman su nombre. Su franqueza es falta de pudor; su constancia, obstinación, y su talento vana y hueca facundia. Cicerón reprobó con estas palabras las celadas que tienden a la religión de los jueces, diciendo: «En una república, no hay nada que exija tanto respeto como la pureza de los sufragios de los juicios; y no comprendo que se considere delito la corrupción particular, mientras que, por el contrario, se entienda como mérito la que se ejerce por medio del arte oratorio. En mi opinión, la seducción por la oratoria es más criminal que la que se realiza por regalos. Ante el hombre prudente fracasarán siempre los dones; la elocuencia puede triunfar.»

Forman la segunda especie los profesores de esa ciencia ahogada hace mucho tiempo en un caos de leyes discordantes; gentes cuya boca parece encadenada, que en tanto se muestran silenciosos como su sombra, en tanto con gravedad estudiada en las respuestas, pronunciándolas con la entonación de un horóscopo o de un oráculo de la Sibila. A éstos todo se les paga, hasta los bostezos. Jurisconsultos profundos, a cada momento citan a Trebacio, Cascelio, Alfreno, y hasta invocarán las leyes de los Auruncos y Sicanianos, enterradas con la madre de Evandro. Que se les presente uno fingiendo que ha asesinado a su propia madre; en seguida, se comprometerán a encontrar veinte textos diferentes para absolverlo; por su puesto, si saben que el parricida tiene el bolsillo repleto.

A la tercera clase pertenecen los abogados que, para exhibirse en esta profesión turbulenta, han dedicado sus venales labios al ultraje de la verdad; frentes de bronce, desvergonzados ladradores, que se abren paso por todas partes y aprovechan las preocupaciones de los jueces para embrollar los asuntos, eternizar los procesos, turbar la paz de las familias y transformar los tribunales, santuarios del derecho cuando no se encuentra falseada su institución, y obscuras trampas cuando se depravan, antros de despojo, de los que solamente se sale después de muchos años, chupados, hasta la médula.

En la cuarta y última clase está esa especie ignorante, insolente, desvergonzada, salida demasiado pronto de la escuela, que ocupa las calles comentando las farsas de los charlatanes en vez de estudiar las causas, cansando las puertas de los ricos y siempre al acecho de las buenas cocinas. Si uno de éstos consigue algún dinero, la utilidad le despierta el gusto, y el primero que cae bajo su mano, a poco que le escuche, se ve abrumado con un proceso. Si por casualidad, cosa que no es muy común, se encarga una causa a uno de éstos, en el tribunal y en el momento mismo del debate se cuida de conocer el nombre de su cliente, y en qué funda su derecho: y entonces comienzan los indigestos circunloquios y nauseabundo flujo de palabras, pronunciadas con el lacrimoso tono de Thersites. Los abogados de esta especie, a falta de pruebas, se lanzan a personalidades; y más de una vez, la desenfrenada licencia de sus ataques contra los nombres más honrosos, les ha expuesto a suspensiones y castigos personales. Los hay tan poco instruidos, que jamás leyeron un libro, y que son capaces de tomar, en una reunión de personas doctas, el nombre de un autor antiguo por el de un pescado o plato exótico. Si llega un extranjero que solamente conoce de nombre al orador Marciano, no hay uno que no responda, yo soy Marciano. Ningún escrúpulo les detiene: consagrados a la ganancia, esclavos de la utilidad, no saben más que presentar la mano, sin pudor ni descanso. Quien cae en sus redes, queda envuelto de la cabeza a los pies. En primer lugar, para ganar tiempo vienen las enfermedades convencionales; después os presentan siete medios diferentes, pagándolos todos, para llegar a la aplicación impertinente de un texto de una ley vulgar; expedientes que sólo sirven para prolongar el asunto. Y cuando el empobrecido litigante ha visto pasar días, meses y años, esperando, preséntase al fin la olvidada y antigua instancia. Llegan entonces estos corifeos de los tribunales, escoltados por simulacros de colegas: aparecen delante de los jueces; ahora se trata seriamente de salvar una fortuna o una vida; de libertar a la inocencia o al buen derecho de la espada o la ruina. Comiénzase por arrugar la frente y tomar actitudes teatrales: solamente falta el flautista de Gracco, colocado en segundo término; y todo esto solamente para recogerse. Después de este obligado preludio, el más seguro de sí mismo toma la palabra y pronuncia un exordio suave que promete un rival a los célebres defensores de Cluencio y Ctesifonte; pero después de haber excitado en los oyentes palpitante espectativa, el orador concluye diciendo que no han bastado tres años a los defensores para estudiar bien la causa, por lo que se necesita nuevo e igualmente largo aplazamiento. Y después de esta lucha de Anteo, todos pugnan por solicitar el precio de tan ímprobo trabajo.

A pesar de todo esto, no faltan dificultades al abogado que quiere ejercer honradamente su profesión. En primer lugar, el reparto de utilidades entre ellos es fuente de violentas discordias. La intemperancia de lenguaje que se desencadena especialmente cuando carecen de razones, les suscita muchas enemistades. Muchas veces tienen que habérselas con jueces que han adquirido más títulos en la escuela de Filistión o de Esepo, que en la de Catón o de Arístides; que han comprado caro su cargo y quieren indemnizarse sobre las fortunas particulares, que discuten como ávidos acreedores. En fin, y no es esta la contrariedad más pequeña de la profesión, los litigantes, por punto general, tienen la manía de creer que dependen de los abogados las vicisitudes de su pleito; y los hacen responsables del resultado, sin tener en cuenta la debilidad de su propio derecho, ni el error o iniquidad de los jueces. Pero volvamos a nuestro asunto.

(Año 375 de J. C.)

Valentiniano salió de Tréveris en los primeros días de la primavera, marchando rápidamente por el camino más conocido. Tocaba ya la frontera enemiga, cuando vino a arrojarse a sus pies una legación de los sármatas, suplicándole con las palabras más humildes, que perdonase a sus compatriotas, que ni de hecho, ni de intención, habían tomado parte en la revuelta. A sus reiteradas instancias, después de reflexionar el Emperador, se limitó a contestar que decidiría sobre el terreno y con pleno conocimiento de causa acerca de la satisfacción que habrían de darle. En seguida marchó a Carnunta, ciudad de Iliria, hoy miserable y desierta, pero que, por su proximidad al territorio bárbaro, ofrecía excelente base para tomar la ofensiva, si así lo quería, o para aprovechar las circunstancias que se le presentasen.

Todos estaban atemorizados por la conocida severidad del Emperador, esperando exigiese terrible cuenta a las autoridades cuya traición o incuria había dejado indefensa a la Pannonia; pero no lo hizo así; habiéndo se dulcificado hasta el punto de no hacer investigación alguna sobre el asesinato del rey Gabinio, ni tampoco en cuanto a la participación activa o pasiva de ningún individuo en los males que el Estado acababa de experimentar. En realidad, Valentiniano no era duro habitualmente más que con los simples soldados, teniendo rara vez para los grandes una palabra severa. Exceptuaba, sin embargo, a Probo, a quien nunca pudo soportar, y con el cual empleó siempre acento amenazador y acerbo. En esta aversión no había misterio ni capricho. Probo, recientemente ascendido al puesto de prefecto del pretorio, quería ante todo conservarlo, y ojalá no hubiese empleado para ello más que medios legítimos; pero, faltando a las tradiciones de su familia, prefirió los caminos de la bajeza a los del honor. Convencido de que trataba con un príncipe ávido y sin escrúpulos, en vez de procurar, como buen consejero, volverle al camino de la equidad, él mismo tomó mal sendero. De aquí aquel régimen opresor, aquellas invenciones de fiscalización, destructoras de los caudales grandes y pequeños, sobre los que se cebaba continuamente la antigua y larga práctica de las exacciones. Por la multiplicidad de abrumadores impuestos, viose a los hombres más esclarecidos obligados a emigrar, para libertarse de las extremidades con que les amenazaban inflexibles exigencias, o marchar a las prisiones para ocuparlas indefinidamente. Alguno hubo a quien la desesperación llevó hasta a apelar a la cuerda para librarse de la existencia. La voz pública condenaba incesantemente aquella administración tan disoluta y tan dura; pero Valentiniano no oía aquellos rumores. Necesitaba dinero, cualquiera que fuese su origen, y recibía dinero: su pensamiento no avanzaba más. Supo demasiado tarde lo que costaba a la Pannonia por que sus sufrimientos hubiesen encontrado gracia en él. Al fin abrió los ojos en la siguiente ocasión: La provincia de Epiro, obligada, como las demás, a exponer por diputación ante el Emperador la gratitud del país, dio este encargo al filósofo Iphicles, hombre de carácter firmísimo, que lo recibió a disgusto. Presentado al Emperador, que le reconoció y preguntó qué quería, contestó en lengua griega; y como el príncipe insistió en enterarse si sus compatriotas daban de corazón aquel buen testimonio de su prefecto, el verídico filósofo contestó que lo daban gimiendo y obligados. Estas palabras iluminaron a Valentiniano; y para sondar directamente a su interlocutor acerca de la conducta de Probo, le preguntó en su idioma sobre esta y la otra persona notables por su nobleza, talento o eminentes funciones. Éste se había ahorcado, aquél estaba desterrado al otro lado de los mares, el otro se había clavado la espada en el pecho o había perecido bajo el plomo del azote. Encolerizóse espantosamente Valentiniano, cólera que, para mayor infamia, cuidó de atizar León, maestre de oficios, porque ambicionaba la prefectura por su propia cuenta, sin duda para caer de más alto. Y es indudable que lo que habría osado, una vez en posesión de aquella autoridad, por comparación, habría hecho elevar a las nubes la administración de Probo.

El Emperador empleó en Carnuta los meses de verano en el armamento y subsistencia de las tropas, esperando ocasión favorable para caer sobre los quados, principales autores de la desolación de aquellas comarcas. En esta ciudad fue donde condenó Probo a morir de mano del verdugo, después de someterlo al tormento, a Faustino, notario del ejército, hijo de la hermana del prefecto del pretorio Juvencio. Su delito era haber dado muerte a un borrico para emplear su cuerpo en una operación mágica, según decía la acusación; y según el acusado, para obtener un remedio contra la caída del cabello. También le acusaban de que habiéndole pedido en chanza un tal Nigrino que le  hiciese notario, le respondió en el mismo tono: «Hazme tú Emperador.» A esta broma se le dio un alcance que costó la vida a los dos y a otros muchos también.

Habiéndose hecho preceder Valentiniano por el cuerpo de infantería que mandaba Merobaudo, a quien ordenó que, de acuerdo con Sebatián, entrase a sangre y fuego por los caseríos de los bárbaros, trasladó rápidamente su campamento a Acincum. Allí construyó un puente de barcas para un caso imprevisto; pero eligió otro punto para pasar al territorio de los quados. Éstos seguían el movimiento del ejército desde lo alto de abruptas montañas, a donde la incertidumbre y el miedo les había hecho refugiarse con sus familias; siendo muy grande su estupor al ver desplegar ante ellos las enseñas imperiales. Por medio de rápida marcha, Valentiniano sorprendió y degolló, sin distinción de edad, parte de la población, incendió sus casas, y regresó a Acincum sin pérdida alguna. Pero el otoño terminaba rápidamente; era necesario pensar en los cuarteles de invierno, y elegirlos teniendo en cuenta el rigor del clima de aquellas comarcas. Solamente Sabaria parecía ofrecer condiciones a propósito; pero arruinada esta plaza por más de un sitio, no era defendible bajo el punto de vista militar. Valentiniano se alejó disgustado, y siguiendo la corriente del río, llegó a Bragitión, donde había un campamento atrincherado y fuertes en buenas condiciones.

Durante su larga permanencia en esta ciudad tuvo numerosos pronósticos de su próximo fin. Pocos días antes de su llegada, cometas, de los que ya hemos dado explicación, habían anunciado la catástrofe de alguna elevada fortuna. Anteriormente, cuando se encontraba todavía en Sirmium, un rayo había reducido a cenizas el palacio imperial, la diosa y parte de los edificios del Foro. Durante su permanencia en Sabaria, un búho que se había parado en el techo de los baños del Emperador lanzó lúgubres gritos, sin que consiguieran espantarle las piedras y flechas que le lanzaron. En el momento en que el príncipe abandonó aquella ciudad para ponerse al frente de la expedición, quiso salir por la misma puerta que había entrado, circunstancia que se consideró como presagio de pronto regreso a las Galias. Pero mientras limpiaban el suelo, que se encontraba obstruido, quedó cerrado nuevamente el paso por la caída de pesada puerta de hierro, que inútilmente trataron de retirar a fuerza de brazos; de manera que, por no perder más tiempo en esfuerzos inútiles, el príncipe tuvo que resignarse a salir por otra puerta. La noche que precedió a su último día, vio en sueños a su esposa, que había dejado a la espalda, sentada, con el cabello en desorden y con traje de luto; lo que se interpretó como anuncio de que iba a abandonarle la fortuna. A la mañana siguiente le vieron salir con semblante más sombrío que de costumbre, y como el caballo que iba a montar hizo movimientos de resistencia, encabritándose a pesar del escudero de servicio, el príncipe dio la bárbara orden de cortar a aquel hombre la mano derecha, con la cual le había dado fuerte sacudida al tiempo de montar; y el infeliz no hubiese escapado a aquella mutilación, si Cerealis, tribuno de las caballerizas, no hubiese tomado sobre sí el aplazamiento de la ejecución.

Emisarios de los quados vinieron a implorar humildemente perdón y olvido de lo pasado; ofreciendo, para evitar obstáculos, suministrar soldados y otras condiciones ventajosas para el Imperio. La razón aconsejaba recibir bien a los legados y concederles la tregua que solicitaban, porque la temperatura y el estado de las provisiones no permitían continuar la campaña. Habiéndoles presentado Equicio, fueron admitidos ante el consejo, permaneciendo callados durante algunos momentos y en actitud tímida y reconcentrada. Invitados a hablar, comenzaron por la protesta de costumbre, afirmada con juramento, de que se había infringido la paz sin noticia de los jefes de la nación, y que los atentados cometidos en nuestro territorio eran obra de gente malvada ribereña del río; añadiendo como suficiente justificación, que había exacerbado aquellos ánimos altivos la injustificable pretensión de construir un fuerte en su territorio.

Encolerizado el Emperador comenzaba una réplica vehemente, llena de violentas reconvenciones sobre la ingratitud con que su nación había pagado los beneficios de los romanos; pero de pronto calmó el arrebato, y, como por obra del cielo, quedó sin pulso, sin voz, sofocado y con el rostro encendido. Muy pronto se abrió paso la sangre y frío sudor inundó sus miembros. Sus servidores íntimos se apresuraron a trasladarle, para que no contemplasen el espectáculo aquellos ojos. Acostáronle respirando apenas, pero sin que hubiese perdido el conocimiento, porque  designaba individualmente a muchas personas que le rodeaban, cuya asistencia habían pedido sus camareros para evitar toda sospecha de atentado. Era inminente una congestión y urgía una sangría; pero no se pudo encontrar al pronto un médico, estando todos ocupados en combatir una enfermedad pestilente que se había desarrollado entre las tropas. Al fin se presentó uno que abrió diferentes veces la vena, sin poder conseguir ni una gota de sangre, habiéndola agotado la inflamación interna, o, según otra opinión, el frío había crispado y obstruido ciertos vasos llamados hemorroidarios. Comprendió Valentiniano, por estos síntomas, que había llegado la hora de las últimas disposiciones: pareció que hacía esfuerzos para hablar y dar órdenes, juzgando al menos por los movimientos convulsivos de su pecho, el rechinamiento de dientes y la agitación de los brazos, que movía como en el combate con cesta. Pero venció el mal, cubrióse el cuerpo de manchas lívidas, y, después de larga agonía, expiró, habiendo cumplido cincuenta y cinco años de edad, y a los doce y tres meses de reinado.

Antes de trazar el retrato de este príncipe, conviene, como otras veces hemos hecho, dirigir rápida ojeada sobre la vida de su padre. En seguida presentaremos fielmente los diferentes rasgos de carácter del hijo, compuesto de virtudes y de vicios, desarrollándose estos últimos en él merced al rango supremo, porque el ejercicio del poder pone siempre al descubierto el fondo del alma.

El primer Graciano nació en Cimbalas, en Pannonia, de obscura familia. En su infancia le llamaron Cordelero, porque un día en que llevaba una cuerda a vender, cinco soldados hicieron inútiles esfuerzos para arrancársela, a pesar de que todavía no había alcanzado su completo desarrollo. Hubiese sostenido la competencia con Milán de Crotona, que sujetaba con cualquiera de las manos una manzana que ninguna fuerza humana podía arrancarle. Graciano se distinguió muy pronto por el vigor corporal y por su destreza en el ejercicio de la lucha militar. Sucesivamente fue protector y tribuno, y después obtuvo el título de conde en el ejército de África. Más adelante dejó la milicia bajo la imputación de sustracción de fondos, no siendo empleado hasta mucho después en Bretaña, provincia cuyo mando militar tuvo con el mismo título, volviendo después a su retiro con honrosa licencia. En el retiro en que vivía, alejado del ruido y de los negocios, incurrió en tiempo de Constancio en la confiscación de bienes, por haber dado hospitalidad a Magnencio, que, pasó por sus tierras durante la guerra civil.

En cuanto Valentiniano, doblemente recomendado por sus propios méritos y por los de su padre, quedó revestido con la púrpura imperial en Nicea, se apresuró a asociar a su autoridad a su hermano Valente, carácter mixto, en el que el bien y el mal se encontraban equilibrados, como veremos oportunamente, pero al que estaba unido por cordial afecto, tanto como por los vínculos de la sangre. Aleccionado por los peligros y la adversidad, Valentiniano no se durmió sobre el trono. Inmediatamente después de su advenimiento, visitó las fortalezas y las obras de defensa que guarnecían las orillas de los ríos, y en seguida marchó a las Galias, que sufrían de nuevo las incursiones de los alemanes, cuyo belicoso ardor renovaba la muerte de Juliano, único nombre que les había atemorizado después de Constante. Valentiniano supo hacerse temer igualmente por la extensión que dio a las fuerzas militares del país y por las altas fortalezas y castillos con que guarneció toda la orilla del Rhin; el enemigo no podía ya atravesar el río sin que inmediatamente se señalase por todas partes su presencia.

Examinemos, aunque sin ceñirnos a minuciosa exactitud, los numerosos combates en que se mostró consumado capitán, y las restituciones que hizo al Imperio por su valor personal o la habilidad de sus generales. En el momento en que acababa de compartir el trono con su hijo Graciano, Vithigabio, joven rey alemán, hijo de Vadomario, adolescente apenas, agitaba su pueblo e impulsaba las demás tribus a la guerra. No pudiendo Valentiniano deshacerse de él a viva fuerza, le hizo asesinar. En Solicinium, donde estuvo a punto de perecer en una emboscada de los alemanes, destruyó casi por completo su ejército, salvando muy pocos la vida por la fuga en medio de la obscuridad de la noche.

Su destreza brilló entre los sajones, que tan temibles se habían hecho por sus aventureros desembarcos. Estos piratas se habían atrevido a penetrar en el interior de las tierras,  enriqueciéndose, sin pelear, con los despojos del país. Valentiniano les destrozó a su regreso, arrancándoles el botín; pero empleando un medio inmoral, aunque útil.

Asolada en todos sentidos por bandas enemigas estaba la Bretaña y reducida a la mayor extremidad. Ex terminó hasta el último de aquellos bandidos, y la provincia recobró la libertad, el reposo y el derecho de conf en su porvenir. No fue menos afortunado contra Valentín, pannonio refugiado, que intentaba reproducir allí los trastornos. Este mal quedó ahogado en germen.

Puso fin a la agitación que desgarraba el África, cuando Firmo, abrumado por la avidez e insultante opresión de nuestros jefes militares, promovió una revuelta, arrastrando a ella toda la inquieta población de los moros.

Sin duda hubiese obtenido también completa venganza de los estragos de la Iliria, si no le hubiese sorprendido la muerte en medio de sus victorias.

Verdad es que la mayor parte de los triunfos que acabo de enumerar se consiguieron mediante la intervención de eméritos capitanes. Pero no es menos exacta que este príncipe, carácter activo y de consumada experiencia militar, fue notable personalmente. La hazaña más honrosa para él, si el resultado hubiese correspondido a sus hábiles combinaciones, hubiese sido la captura de Macrino vivo; y la mortificación de ver fracasar su empresa fue tanto más acerba, cuanto que supo que aquellos mismos burgundios, que tenía dispuestos para oponerlos a los alemanes, habían dado asilo al fugitivo.

Después de este breve resumen de los actos del príncipe, diremos algo con igual rapidez acerca de su carácter, comenzando por la parte censurable. Entrego confiadamente mi apreciación a la posteridad, cuyos juicios no son sospechosos de parcialidad ni de temor. Valentiniano procuró muchas veces cubrirse con máscara de dulzura, cuando cierta propensión de carácter le llevaba a la violencia, haciéndole olvidar frecuentemente que todo extremo es peligroso para el que gobierna. Nunca supo contener en justos límites el castigo; viéndosele multiplicar él mismo los actos de tormento y mandar que se comenzase de nuevo con tal acusado, que ya lo había soportado casi hasta la muerte. Tanto gozaba castigando, que ni una sola vez indultó de la pena capital, aunque algunas los príncipes más crueles se han dulcificado hasta este punto. La clemencia y humanidad son hermanas de la virtud, según dicen los sabios, y ni en nuestros anales ni en la historia extranjera le faltaban ejemplos que imitar. Solamente citaré dos. El poderoso monarca Artajerjes, llamado Macrochira por la longitud de su brazo, queriendo disminuir en Persia la atrocidad de los suplicios, hacía cortar a los culpables la tiara en vez de la cabeza, y limitar la frecuente amputación de las orejas, por el menor delito, a la de los cordones que sujetaban el gorro. Esta suavidad hizo adorar su gobierno, sin que por esto fuese menos respetable; y los historiadores griegos han llenado sus libros, como a porfía, de los maravillosos rasgos de su bondad. En la guerra con los samnitas, el pretor Prenestino ejecutó con demasiada lentitud las órdenes de Papirio Cursor para reunirse con él, y buscaba manera de justificar su retraso. El dictador mandó al lictor que preparase el hacha, con lo que cortó la palabra al pretor en medio de su justificación; pero el dictador se limitó a mandar derribar un árbol que había allí cerca. Esta burla, que fue todo el castigo de una falta grave, no aminoró en manera alguna la energía de un guerrero que ganó muchas batallas, y que, según la opinión general, era el único que podía oponerse a Alejandro, en el caso de que el conquistador se hubiese dirigido a Italia. Tal vez no había leído estos ejemplos Valentiniano, o no sospechaba lo que influye una autoridad dulce en la bienandanza de los súbditos. No conocía otra justicia que el empleo del hierro y el fuego; remedios extremos, y que la antigüedad, en su mansedumbre, solamente empleaba en casos gravísimos; como lo atestigua este hermoso pensamiento de Isócrates, tan fecundo en enseñanzas: «Más perdonable es a un príncipe haberse dejado vencer que ignorar lo que es justo.» Y Cicerón, inspirado sin duda, dijo al defender a Oppio: «Frecuentemente se ha honrado alguno ejerciendo grande autoridad en provecho de otro; pero nadie perdió jamás en consideración por haberse encontrado en la imposibilidad de hacer daño.»

Dominaba el corazón de Valentiniano, y esta pasión aumentó con la edad, desenfrenado deseo de reunir dinero y aumentar su caudal al precio de la sangre de sus súbditos. Citase para justificarle,  el ejemplo de Aureliano, que encontrando agotado el tesoro después del lamentable reinado de Galieno, atacó implacablemente a los grandes caudales. De la misma manera Valentiniano, después de la desastrosa expedición de Persia, careciendo de dinero para llenar los huecos del ejército y atender a sus gastos, recurrió a medidas de exacción, sanguinaria, fingiendo ignorar que no siempre está permitido aquello que es posible. No pensaba de esta manera Temístocles, que recorriendo el campo de batalla después de la gran derrota de los Persas, y viendo en el suelo un brazalete y un collar de oro, dijo a uno de los que le acompañaban, con el desprecio del lucro, que tan propio es de los ánimos levantados: «Recoge eso, tú que no eres Temístocles » La vida de los generales romanos abunda en rasgos de igual desinterés; pero los omito por no considerarlos actos de virtud, que no se es virtuoso al dejar de apropiarse el bien ajeno. Pero citaré un hecho que demuestra la honradez del pueblo de otro tiempo. En la época en que Marío y Cinna entregaban al saqueo las casas de los ricos proscriptos, la clase baja, ignorante, pero capaz de comprender los sentimientos humanitarios, respetó lo que otros habían ganado con su trabajo; y no se encontró ni un pobre, ni un mendigo que se creyese autorizado para aprovecharse de las calamidades de aquella época, poniendo mano en aquellos despojos.

Devoraba a este príncipe la envidia: y sabiendo que hay pocos vicios que no puedan tomar la apariencia de alguna virtud, decía con frecuencia que la severidad es compañera inseparable de la autoridad legítima. La grandeza se lo cree permitido todo, y necesita que todo se doblegue ante ella y se humille toda elevación. Valentiniano no podía soportar que se vistiese bien, que se supiese mucho, que se poseyese considerable caudal, que se perteneciese a elevada alcurnia, sino que quería que todo mérito se borrase y que no hubiese más superioridad que la suya. Este defecto tuvo también el emperador Adriano.

Mostraba Valentiniano profundo desprecio por la falta de valor, llamándola bajeza y sordidez de alma; diciendo que debía ser relegado al último grado de la escala social el que tenía este defecto. Sin embargo, él mismo se dejaba dominar algunas veces por quiméricos terrores y palidecía ante los fantasmas que creaba su imaginación. Remigio, maestre de oficios, conocía muy bien este defecto de su señor; así era que, cuando le veía enojado, no dejaba de deslizar en la conversación algunas palabras acerca de manifiesta agitación de los bárbaros; viendo en seguida dulcificarse el Emperador bajo la influencia del temor y rivalizar en calma y tranquilidad con Antonino Pío. No elegía nunca intencionalmente Valentiniano malos jueces; pero una vez nombrados, aunque fuese detestable su conducta, decía que había encontrado en ellos la personificación de la justicia antigua, de los Licurgos y Cassios, y no cesaba de exhortarles en sus cartas para que obrasen rigurosamente hasta con las faltas más leves: y aquellos sobre quienes recaían las sentencias, no podían esperar en la clemencia del príncipe, que, sin embargo, debía ser para ellos como puerto en medio de agitado mar; porque el fin del poder, según dicen los sabios, es el bienestar y seguridad de los súbditos.

Para ser justos, debemos hablar también de las buenas cualidades que le recomiendan al aprecio e imitación de los buenos príncipes, y que si hubiesen brillado solas, habrían hecho de él un Trajano o un Marco Aurelio. Trató con mucha consideración a las provincias, aliviando para ellas el peso de los impuestos. Débesele la fortificación de muchas plazas y admirable línea de defensa en las fronteras. Hubiese merecido el título de restaurador de la disciplina militar si, al mismo tiempo que castigaba hasta las menores faltas de los soldados, no hubiese mostrado inexcusable tolerancia con las demasías de los jefes, cerrando los oídos a las quejas en cuanto a ellos. De esto nacieron las turbulencias de Bretaña, el levantamiento de África y el desastre de Iliria.

Rígido observador de la pureza de costumbres, fue casto en su vida privada lo mismo que en la pública, poniendo freno con su ejemplo a la licencia de la corte. La reforma fue tanto más eficaz, cuanto que ni siquiera perdonaba a sus parientes, cuyos excesos en este género eran reprendidos siempre, y hasta incurrían por ellos en su desgracia. Sin embargo, exceptuó a su hermano, aunque al asociarle al poder, obedecía a la necesidad del momento.

Atendía cuidadosamente a la elección de los delegados de su autoridad. Bajo su reinado no se vio a ningún banquero gobernador de provincia, ni se vendió ningún destino en subasta; a no ser en los comienzos, cuando los abusos más escandalosos aprovechan, para deslizarse, las preocupaciones del nuevo poder.

En la guerra unía la prudencia al genio más fecundo en recursos para el ataque o la defensa; gozando de salud endurecida en todo género de fatigas; de seguro discernimiento acerca de lo que convenía hacer o evitar y mostrando escrupulosa atención en todos los detalles.

Escribía bien y pintaba y modelaba con bastante destreza. Existen armas de nueva forma dibujadas por él. Tenía excelente memoria, discurría poco, pero su palabra era animada y casi elocuente. Amante de la pulcritud, no era enemigo de los placeres de la mesa, pero exigía cosas escogidas y rechazaba la profusión.

Honor de su gobierno es haber hecho reinar la tolerancia. Supo conservar completo equilibrio entre las diferentes sectas, no inquietar ninguna conciencia, no prescribir fórmula alguna, ni imponer a nadie el dogma a que se inclinaba. Conforme encontró los asuntos religiosos a su advenimiento, así quedaron después de él.

Tenía cuerpo musculoso y robusto; el cabello rubio, fresca la tez, ojos azules y mirada oblicua y dura. Pero su elevada estatura y proporción de toda su persona respondían a la majestad de su rango.

Realizadas las ceremonias fúnebres, fue ernbalsamado el cuerpo y enviado a Constantinopla, donde habían de descansar sus restos junto a los de sus antecesores. La expedición quedó suspendida, y no dejaba de reinar inquietud en cuanto a la disposición de las cohortes galas, cuya fidelidad, rara vez segura para el soberano legítimo, muchas veces venía a ser árbitra en las elecciones. Las circunstancias parecían favorables para algún movimiento, porque ignorando Graciano el grave acontecimiento que había ocurrido, no se movía de Tréveris, habiéndole dicho su padre que esperase allí su regreso. La emoción que experimentaban todos en aquellas críticas circunstancias era la de los pasajeros de la misma nave, comprendiendo que su suerte está unida a la de la embarcación. Los jefes del ejército resolvieron entonces romper el puente que la necesidad había hecho construir para pasar al territorio enemigo, y enviar a Merobaudo de parte de Valentiniano, como si todavía viviese, orden de encaminarse en seguida al campamento. La penetración de Merobaudo le hizo comprender en seguida el verdadero estado de las cosas; o tal vez le enteró el mensajero: y, como desconfiaba de las fuerzas galas, fingió haber recibido orden de llevarlas hacia el Rhin para observar a los bárbaros, que comenzaban a moverse; y, en conformidad con un aviso secreto, encargó de una misión lejana a Sebastián, varón dulce y moderado sin duda, pero que gozaba en alto grado de la estimación militar, considerándosele como muy peligroso por este motivo.

A la llegada de Merobaudo ocupáronse seriamente de las medidas que debían tornarse, decidiéndose a poco que se elevaría al trono a Valentiniano, hijo del difunto Emperador, y que solamente tenía entonces cuatro años. Encontrábase el niño con su madre Justina en una ciudad llamada Murocinta, a unas cien millas de distancia. Ratificada la elección por unánime consentimiento, encargóse en el acto a Cerealis, tío del joven Emperador,que le trajese al campamento en una litera; y seis días después de la muerte de su padre fue aclamado Augusto con las ceremonias acostumbradas. Temióse al pronto que esta elección, realizada sin su consentimiento, ofendiese a Graciano; pero el temor se desvaneció prontamente, porque la política de este príncipe, de acuerdo con su natural benevolencia, le hizo cuidar de la protección y educación de su hermano.

 

 

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