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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXX
Valente invita a Para, rey de Armenia, a que acuda
a Tarso, donde le retiene en horroroso cautiverio.—Para escapa con trescientos
caballeros que había llevado consigo, burla a sus perseguidores y regresa
a sus estados. El duque Trajano le hace asesinar en un
festín.— Negociaciones entabladas por medio de delegados entre Valente y
Sapor, acerca de la posesión de la Armenia.—Valentiniano tala algunos
territorios alemanes. Conferencia con el rey Macriano, conviniéndose la
paz.—Modesto, prefecto del pretorio, hace desistir a Valente de la idea de
asistir personalmente a los tribunales. Tribunales y jurisconsultos;
sátira de los abogados de la época.— Valentiniano marcha a Iliria para
reprimir la invasión de los quados y de los sármatas. Atraviesa el Danubio
y entra a sangre y fuego por territorio de los bárbaros, sin respetar edad ni sexo.—Muere de
una apoplejía, provocada por sus arrebatos de furor, al oír a los legados
sármatas querer justificar en su presencia a sus compatriotas.—Su
genealogía y actos en el reinado.—Su carácter; inclinación a la avidez, al
odio y al miedo.—Su hijo Valentiniano II es aclamado Augusto en
el campamento de Bregeción.
Mientras agitaban la Europa las turbulencias
suscitadas por la perfidia de Marcelino y el indigno asesinato del rey de los
quados, en Oriente se consumaba una traición del mismo género, en la
persona de Para, rey de Armenia. Acerca de este repugnante asunto, tengo los
siguientes detalles. Los hechos de este príncipe joven eran constantemente
tergiversados ante Valente por aquellos hombres que explotaban las
desgracias públicas, entre los que citaré en primer lugar al
duque Terencio, que con sus ojos bajos, tímidos ademanes y expresión
triste de su rostro, fue durante toda su vida uno de los más atrevidos
fautores de turbulencias y discordias. Terencio negociaba con algunos armenios
a quienes sus delitos habían puesto en el caso de tener que temerlo todo de
su gobierno. Escribía incesantemente cartas a la corte del Emperador,
insistiendo siempre en el asunto de Cylax y Artabanno, y presentando al
joven príncipe como capaz de toda clase de arrebatos y a su gobierno como
la tiranía misma, logrando que se invitase a Para que acudiese a Tarso, en
Cilicia, so pretexto de tratar asuntos urgentes. Afectando allí tratarle
como rey, se le retuvo guardado de vista, sin que pudiese penetrar hasta
el Emperador, ni obtener de las silenciosas bocas de los que le rodeaban
explicación alguna acerca de los motivos que hacían necesaria su presencia. Al
fin se enteró por conducto secreto, que Terencio decía en sus cartas al
Emperador que en interés de nuestras relaciones con la Armenia, convenía
darle otro rey; que la aversión que inspiraba Para y el temor de su
regreso iban a lanzar al país en brazos de los Persas, que ardían en deseos de
apoderarse de él por miedo o por fuerza.
Comprendió entonces Para el peligro que corría;
vio que le habían engañado y que no podía encontrar seguridad más que en rápida
fuga. Aconsejándose, pues, con sus amigos, eligió entre los suyos los
trescientos jinetes mejor montados, y decidido a obrar con audacia, partió
resueltamente con aquel grupo, aunque ya declinaba el día. Advertido en
seguida el gobernador de la provincia por el aparitor que custodiaba la
puerta, corrió tras él, le alcanzó en los arrabales, y le
instó ardientemente para que retrocediese; pero fueron vanas sus instancias,
y hasta tuvo que retirarse para seguridad suya. Entonces enviaron una
legión detrás de él, y viéndola en el momento en que iba a alcanzarle, la
hizo frente con sus mejores jinetes y le envió una nube de flechas lanzadas
al aire, que bastó, sin embargo, para ponerla en derrota, regresando
rápidamente los soldados y el tribuno. No tenía que temer ya persecución
alguna; pero después de dos días de extraordinaria fatiga, habiendo
llegado a la orilla del Eufrates, estuvo a punto de quedar detenido allí, porque
casi ninguno sabía nadar, mostrándose el jefe más consternado que ningún
otro. Al fin, a fuerza de pensar, se les ocurrió uno de esos medios que la
necesidad sugiere. Apoderáronse en las casas inmediatas de cierto número
de lechos, colocando dos odres bajo cada uno de ellos: como el terreno es
de viñas, abundaba este recurso. Los nobles armenios y hasta el mismo rey se
arriesgaron cada
Mucho contrarió al Emperador la fuga de Para, cuya
defección consideraba segura; por lo que se apresuró a poner en campaña al
conde Daniel y a Barcimeres, tribuno de los escutarios, con mil arqueros
armados a la ligera, con orden terminante de traerle al fugitivo. Aquellos dos
jefes conocían perfectamente el país, y mientras que Para perdía las
ventajas de su celeridad, por los circuitos que le hacía describir su
ignorancia del terreno, consiguieron, atravesando un desfiladero, adelantársele
y cortarle el camino: en seguida, combinando sus fuerzas, ocuparon dos
senderos separados por tres millas de distancia, por uno de los cuales
había de pasar el rey, y quedaron preparados para apoderarse de él. La
casualidad solamente burló su plan: un viajero que regresaba a nuestro
territorio, viendo los dos caminos cortados por aquella doble emboscada, tomó,
para evitar las tropas, un sendero intermedio, muy cubierto de vegetación
y vino a dar en medio de los armenios, que estaban descansado. Llevado
ante el rey, le enteró secretamente de lo que había visto, quedando
detenido a su lado sin causarle daño alguno. Sin dejar traslucir nada de la
confidencia que había recibido, envió en seguida Para un jinete por el
camino de la derecha, con orden de preparar alojamientos y subsistencias;
y en cuanto lo vio alejarse, envió otro por la izquierda, ignorando
éste el encargo que llevaba su compañero. Tomada esta precaución, no
vaciló en penetrar con los suyos, guiado por el viajero, en el sendero por
donde había venido éste, sendero por el que apenas podía pasar un caballo
cargado, y dejó atrás a sus enemigos, que, habiendo capturado a los dos
jinetes enviados delante para burlarles, creían no tener más que extender
la mano para apoderarse de la presa; y mientras permanecían esperando,
Para llegó sano y salvo a sus Estados, donde le recibieron con regocijo, y
olvidando las ofensas, continuó observando fielmente nuestra alianza.
Objeto de ludibrio fueron Daniel y Barzimeres a su
regreso, burlándose todos de su torpeza y negligencia. Al pronto quedaron
aturdidos; pero, lo mismo que la serpiente, guardaron el veneno para
lanzarlo sobre seguro contra el que les había burlado. Para atenuar su falta y
aminorar la superior destreza que les había hecho caer en ella, hacían oír
al crédulo príncipe las suposiciones más absurdas acerca de Para,
pretendiendo que poseía los secretos mágicos de Circe para
realizar metamorfosis y privar de sus facultades a quien quisiera;
habiendo podido, para escapar, fascinarles la vista y tomar forma
inanimada: añadiendo que si se le dejaba vivir, suscitaría graves apuros
al gobierno de que se había burlado.
Estas insinuaciones concluyeron por despertar
implacable odio en el ánimo del príncipe; proponiendo cada día un plan nuevo para
hacer morir clandestinamente o por la fuerza al rey de Armenia. A la sazón
mandaba Trajano las fuerzas romanas en aquel país, y le
encargaron secretamente aquella misión, para cuyo cumplimiento empleó toda
clase de artificios, haciendo a veces leer al príncipe cartas muy
tranquilizadoras acerca de las disposiciones de Valente, yendo otras a
sentarse a su mesa. Tomadas, finalmente, todas sus disposiciones, le invitó a
comer con extraordinarias demostraciones de respeto. Libre Para de toda sospecha,
acudió sin vacilar y ocupó el puesto de honor. El festín era suntuoso;
resonaba en la sala marcial música y frecuentes libaciones comenzaban a
exaltar los ánimos de los comensales, cuando se ausentó el anfitrión
so pretexto de una necesidad. Entonces un bárbaro, de los llamados Supras,
entró en la sala, con espada en mano y aspecto feroz, cayendo sobre el
joven príncipe antes de que pudiese ganar la puerta, que habían tenido la
precaución de cerrar. Para se alzó del lecho y desenvainó el puñal para defender
su vida; pero fue derribado de una estocada en el pecho, cayendo como víctima
en el altar, atravesado por multitud de heridas. De esta manera, y delante
del mismo dios que la protege, en medio de los regocijos de un banquete,
fue violada la hospitalidad, que hasta los bárbaros del Euxino respetan.
La sangre de un extranjero corrió sobre la mesa de un romano, último manjar
que se ofreció a la saciedad de los convidados, a quienes dispersó en el
acto el horror del espectáculo. Si
Estas cosas ocurrieron por la parte de Armenia.
Sapor experimentó rudamente el rechazo, por lo mucho que había trabajado con
objeto de hacerse un aliado de Para; causándole la noticia impresión tanto
más viva, cuanto que llegaba inmediatamente después de un descalabro de
sus armas y ante el regocijo por el éxito que mostraba el ejército romano.
Temiendo siniestras consecuencias, apresuróse a enviar a Arsaces como
legado cerca del Emperador. Proponía este legado, en nombre de su señor,
borrar para siempre el nombre de Armenia, constante objeto de discordias
entre los dos príncipes: al mismo tiempo pedía al Emperador, si le repugnaba
este partido, que consintiera la reunión de la Hiberia en un solo reino, y
reconociese a Arpacuras, hechura del rey de Persia, como soberano de todo
el país, que, en este caso, deberían evacuar las fuerzas romanas. El
Emperador contestó que jamás consentiría derogación alguna del
pacto ajustado, y que defendería su integridad con todas sus fuerzas.
Noble y firme lenguaje al que no supo oponer Sapor otra cosa que una carta
vacía e hinchada de bravatas, y que no llegó hasta fines de invierno:
declarando terminantemente que el único medio de que cesase toda disidencia
era apelar a los testigos del tratado ajustado con Joviano, aunque sabía
perfectamente que casi todos ellos habían muerto.
Complicábase la negociación: el Emperador, cuya
mente no era fecunda en recursos, pero que sabía elegir entre los que le
sugerían, creyó conveniente enviar a Persia a Víctor, jefe de
la caballería, y a Urbicio, duque de Mesopotamia, con una respuesta
terminante que decía: que el rey, a pesar de sus protestas de rectitud y
desinterés, deseaba visiblemente la Armenia, cuya independencia estaba
estipulada. Que si en la primavera las tropas que Valente había prometido
a Sauromax encontraban algún obstáculo en el camino, apelaría a la fuerza,
por las tergiversaciones de Sapor y sus dilaciones para ejecutar lo
convenido. Hasta aquí todo era digno y legítimo; pero los legados
cometieron la falta de excederse de sus instrucciones y de tomar
anticipadamente posesión en Armenia de algunas partes del territorio que
les ofrecieron. A su regreso llegó el Serena, segunda autoridad en Persia
después del rey, que venía a proponer al Emperador el mismo territorio que
los legados habían aceptado por sí mismos. Recibióse espléndidamente a
este enviado, pero le despidieron sin que hubiese conseguido nada, y se
prepararon en grande escala para la guerra. El Emperador estaba decidido a
entrar en Persia a la primavera con tres ejércitos, y con este
objeto negociaba activamente para conseguir el auxilio de los escitas.
Habiendo visto Sapor desvanecerse todas sus
esperanzas, se enfureció más que nunca al saber que nos preparábamos a la
guerra; y, prescindiendo de toda consideración, mandó al Surena
que recobrase, aunque fuese a viva fuerza, los terrenos que se habían
permitido ocupar los legados y destruir las fuerzas romanas enviadas a
Sauromax. La ejecución de estas órdenes fue inmediata, sin que pudiésemos
impedirla ni vengarnos, porque el Emperador tenía entonces encima toda la raza
de los godos, que acababan de penetrar en la Tracia. En otro lugar
hablaremos de la catástrofe que siguió a todo esto.
En medio de estas agitaciones del Oriente, la
justicia divina, cuyo brazo queda algunas veces suspendido por mucho tiempo,
pero al cabo hiere a los culpables, dio al fin satisfacción al
África desolada y a los manes errantes de los legados de Trípoli. Aquel
Remigio, cómplice, como dijimos, de las depreciaciones del conde Romano,
después de reemplazarle León en el cargo de maestre de los oficios, se
había retirado de los asuntos públicos y vivía en sus tierras cerca de
Mogontiacum, su país natal, entregándose a la agricultura. Impulsado el
prefecto Maximino por vago deseo de hacer
Al año siguiente, siendo cónsules Graciano y
Equicio, Valentiniano, después de talar algunos territorios alemanes, se
ocupaba en construir el fuerte de Robur, cerca de Basilea, cuando recibió
la comunicación de Probo dándole cuenta de la desolación de la Iliria. El
circunspecto Emperador no se limitó a leer atentamente aquella comunicación,
sino que mandó comprobarla sobre el terreno al notario Paterniano, que
confirmó la realidad con sus mensajes, Valentiniano iba a marchar al
teatro de los desastres, persuadido de que con su presencia solamente
acabaría con aquella audaz violación del territorio; pero se presentaba
una dificultad: tocábase al fin del otoño, y cuantos se acercaban
al príncipe le suplicaban con instancias que aplazase la expedición hasta
los primeros días de la primavera, diciendo que hasta esta época se
oponían absolutamente a la marcha los caminos, endurecidos por el hielo,
la falta de forrajes y cuanto es necesario para la manutención de
un ejército. Además, dejarían por vecinos a la Galia los reyes alemanes y
especialmente Macriano, con todos sus rencores; y nuestras ciudades no
podrían contar ya con la protección de sus murallas. Estos prudentes
consejos y las consideraciones que los acompañaban acabaron por hacer
impresión en Valentiniano. Siendo muy importante conciliarse a Macriano, y
sabiendo que estaba dispuesto a escuchar proposiciones, envióle cariñosa
invitación para que aceptase una entrevista cerca de Mogontiacum. El rey
bárbaro la aceptó, pero con increíble arrogancia, como árbitro y
dispensador de la paz. En el día convenido viósele aparecer en la otra
orilla, rodeado de los suyos, que hacían espantoso ruido con los escudos.
Por su parte, el Emperador, montando en barcas con considerable escolta
militar, se acercó tranquilamente a la orilla, desplegando todo el aparato de
las enseñas romanas. Cuando los bárbaros cesaron en su alboroto y tomaron
actitud más tranquila, comenzó la conferencia, que terminó a poco con el
recíproco juramento de observar la paz. Aquel rey, hasta entonces tan
turbulento y hostil, salió de aquella entrevista aliado nuestro, y hasta el fin
de su vida nos dio nobles testimonios de adhesión y lealtad. Más adelante
pereció Macriano en el territorio de los francos, que talaba con furor, en
una emboscada que le preparó el belicoso rey Melobando. Después de la
conclusión del tratado, Valentiniano marchó a invernar en Tréveris.
Estos fueron los acontecimientos de las Galias y
del Norte del Imperio. Pero en Oriente, un mal funesto minaba interiormente al
Estado, mientras estaba encalmada la guerra en la frontera; mal cuya causa
era el egoísmo y profunda corrupción de los que rodeaban a Valente. La corte
trabajaba con ardor para impedir a aquel príncipe, naturalmente rígido y
que mostraba afición a los debates judiciales, que interviniese
personalmente en la administración de justicia. El orgullo de los
grandes se alarmaba con aquella tendencia, comprendiendo que había
terminado la indefinida licencia de que habían gozado hasta entonces en
sus pasiones y desórdenes, si, como en tiempos de Juliano, encontraban
protección ante los tribunales la inocencia y el derecho. Según decían, la
majestad imperial no podía menos de padecer puesta en contacto con los
pequeños intereses particulares. Modesto, prefecto del pretorio, hombre
sin instrucción, pero que sabía pasarse sin ella, y completamente entregado
al partido de los eunucos, hablaba en este sentido más alto que los
demás; llegando al fin a convencerse Valente de que la judicatura no se ha
establecido más que para realzar el poder. Desde entonces dejó de examinar
los procesos, abriendo de esta manera la puerta a aquel desbordamiento de
rapiñas que diariamente vemos extenderse: porque no hubo obstáculos a
la odiosa connivencia de abogados y jueces, que, de acuerdo, se abrían
camino a los honores y la fortuna, vendiendo los intereses de los pequeños
a la ávida opresión de los grandes del Estado y de los jefes del ejército.
Con razón definió Platón la elocuencia de los
oradores forenses: «Simulacro de una parte de la política; cuarta especie de la
adulación», y Epicuro la llamó «industria perversa»; calificándola entre
las artes perjudiciales. Tisias, y con él Georgias y Leoncio, la llaman obra de
seducción; todo lo cual permite deducir que, para los antiguos, era
sospechosa. La práctica de los abogados de Oriente la hicieron objeto de
aversión para las personas honradas, hasta el punto de
establecerse limitación de tiempo para el ejercicio de la palabra. Antes
de continuar mi relato, diré brevemente que larga permanencia en aquellas
comarcas me puso en condiciones de ver los excesos de esta clase de
hombres.
Florecía en la antigüedad el foro, cuando hombres
de espontánea elocuencia y poseedores de hermosas doctrinas, con pecho leal y
sincero, desplegaban en él las riquezas de la imaginación y de la palabra.
Así fue aquel Demóstenes, como lo atestiguan los anales de Atenas, que, cuando
iba a pronunciar alguna oración, acudía concurso de oyentes de todas las
comarcas de Grecia; tal fue Calistrato, que perorando en la famosa causa
de la posesión del territorio de Oropo, en Eubea, hizo desertar a Demóstenes
de Platón y de la Academia; tales fueron Hipérides, Equino,
Andocidas, Dinarco y aquel Antifón de Rhamnusa cuyas oraciones puso a
precio el primero de los oradores antiguos. Entre los romanos se citan los
nombres también honrosos de Rutilio, Galba, Scauro, modelos de pureza,
desinterés y candor antiguos; y más adelante, en el orden de los tiempos,
los nombres ilustrados por el consulado, por la censura, por el triunfo,
de Antonio, Crasso, Scévola, de los Filipos y otros muchos. Los que
llevaban estos nombres, después de hábiles y afortunadas campañas, de
victorias ganadas, de trofeos recogidos, querían servir también a la patria en
los no menos gloriosos combates de la tribuna, unir en sus frentes los
laureles del foro con los de las batallas, y conquistar con doble título
la inmortalidad. Después de éstos apareció Cicerón, el más excelente de
todos, cuya triunfante palabra arrancó tantos inocentes a los peligros
judiciales. «Se puede legítimamente, decía, negarse a defender a alguno;
pero es un crimen defenderlo con negligencia.»
Pero hoy los tribunales de Oriente se encuentran
infestados por una especie rapaz y perniciosa, peste de las casas opulentas,
que parece dotada del olfato de los perros de Esparta o de Creta para
seguir la pista de un proceso o descubrir dónde se esconde un litigio.
Entre estas gentes aparecen en primer lugar esos
propagadores de rencillas, que se presentan en todos los tribunales, que
desgastan con los pies los umbrales de las viudas y los huérfanos, y
que del germen más pequeño de disensión entre parientes y amigos, hacen
surgir un manojo de odios. La edad, que enfría todas las pasiones, en
éstos robustece y fortifica sus instintos. Sin embargo, su vida de rapiñas
les deja pobres, porque la consumen en sorprender con argumentos capciosos
la buena fe de los jueces, esos órganos de la justicia de que toman su
nombre. Su franqueza es falta de pudor; su constancia, obstinación, y su
talento vana y hueca facundia. Cicerón reprobó con estas palabras las
celadas que tienden a la religión de los jueces, diciendo: «En una república,
no hay nada que exija tanto respeto como la pureza de los sufragios de los
juicios; y no comprendo que se considere delito la corrupción particular,
mientras que, por el contrario, se entienda como mérito la que se ejerce
por medio del arte oratorio. En mi opinión, la seducción por la oratoria es
más criminal que la que se realiza por regalos. Ante el hombre prudente
fracasarán siempre los dones; la elocuencia puede triunfar.»
Forman la segunda especie los profesores de esa
ciencia ahogada hace mucho tiempo en un caos de leyes discordantes; gentes cuya
boca parece encadenada, que en tanto se muestran silenciosos como su
sombra, en tanto con gravedad estudiada en las respuestas,
pronunciándolas con la entonación de un horóscopo o de un oráculo de la
Sibila. A éstos todo se les paga, hasta los bostezos. Jurisconsultos
profundos, a cada momento citan a Trebacio, Cascelio, Alfreno, y
hasta invocarán las leyes de los Auruncos y Sicanianos, enterradas con la
madre de Evandro. Que se les presente uno fingiendo que ha asesinado a su
propia madre; en seguida, se comprometerán a encontrar veinte textos
diferentes para absolverlo; por su puesto, si saben que el parricida tiene
el bolsillo repleto.
A la tercera clase pertenecen los abogados que,
para exhibirse en esta profesión turbulenta, han dedicado sus venales labios al
ultraje de la verdad; frentes de bronce, desvergonzados ladradores, que se
abren paso por todas partes y aprovechan las preocupaciones de los jueces para embrollar
los asuntos, eternizar los procesos, turbar la paz de las familias y
transformar los tribunales, santuarios del derecho cuando no se encuentra
falseada su institución, y obscuras trampas cuando se depravan, antros de
despojo, de los que solamente se sale después de muchos años, chupados,
hasta la médula.
En la cuarta y última clase está esa especie
ignorante, insolente, desvergonzada, salida demasiado pronto de la escuela, que
ocupa las calles comentando las farsas de los charlatanes en vez de estudiar
las causas, cansando las puertas de los ricos y siempre al acecho de las
buenas cocinas. Si uno de éstos consigue algún dinero, la utilidad le
despierta el gusto, y el primero que cae bajo su mano, a poco que le
escuche, se ve abrumado con un proceso. Si por casualidad, cosa que no es
muy común, se encarga una causa a uno de éstos, en el tribunal y en el momento
mismo del debate se cuida de conocer el nombre de su cliente, y en qué
funda su derecho: y entonces comienzan los indigestos circunloquios y
nauseabundo flujo de palabras, pronunciadas con el lacrimoso tono de
Thersites. Los abogados de esta especie, a falta de pruebas, se lanzan
a personalidades; y más de una vez, la desenfrenada licencia de sus
ataques contra los nombres más honrosos, les ha expuesto a suspensiones y
castigos personales. Los hay tan poco instruidos, que jamás leyeron un
libro, y que son capaces de tomar, en una reunión de personas doctas, el
nombre de un autor antiguo por el de un pescado o plato exótico. Si llega
un extranjero que solamente conoce de nombre al orador Marciano, no hay
uno que no responda, yo soy Marciano. Ningún escrúpulo les detiene:
consagrados a la ganancia, esclavos de la utilidad, no saben más
que presentar la mano, sin pudor ni descanso. Quien cae en sus redes,
queda envuelto de la cabeza a los pies. En primer lugar, para ganar tiempo
vienen las enfermedades convencionales; después os presentan siete medios
diferentes, pagándolos todos, para llegar a la aplicación impertinente de
un texto de una ley vulgar; expedientes que sólo sirven para prolongar el
asunto. Y cuando el empobrecido litigante ha visto pasar días, meses y
años, esperando, preséntase al fin la olvidada y antigua instancia. Llegan
entonces estos corifeos de los tribunales, escoltados por simulacros
de colegas: aparecen delante de los jueces; ahora se trata seriamente de
salvar una fortuna o una vida; de libertar a la inocencia o al buen
derecho de la espada o la ruina. Comiénzase por arrugar la frente y tomar
actitudes teatrales: solamente falta el flautista de Gracco, colocado en
segundo término; y todo esto solamente para recogerse. Después de este
obligado preludio, el más seguro de sí mismo toma la palabra y pronuncia
un exordio suave que promete un rival a los célebres defensores de Cluencio
y Ctesifonte; pero después de haber excitado en los oyentes palpitante
espectativa, el orador concluye diciendo que no han bastado tres años a
los defensores para estudiar bien la causa, por lo que se necesita nuevo e
igualmente largo aplazamiento. Y después de esta lucha de Anteo, todos
pugnan por solicitar el precio de tan ímprobo trabajo.
A pesar de todo esto, no faltan dificultades al
abogado que quiere ejercer honradamente su profesión. En primer lugar, el
reparto de utilidades entre ellos es fuente de violentas discordias.
La intemperancia de lenguaje que se desencadena especialmente cuando
carecen de razones, les suscita muchas enemistades. Muchas veces tienen
que habérselas con jueces que han adquirido más títulos en la escuela de
Filistión o de Esepo, que en la de Catón o de Arístides; que han comprado caro
su cargo y quieren indemnizarse sobre las fortunas particulares, que
discuten como ávidos acreedores. En fin, y no es esta la contrariedad más
pequeña de la profesión, los litigantes, por punto general, tienen la
manía de creer que dependen de los abogados las vicisitudes de su pleito; y los
hacen responsables del resultado, sin tener en cuenta la debilidad de su
propio derecho, ni el error o iniquidad de los jueces. Pero volvamos a
nuestro asunto.
(Año 375 de J. C.)
Valentiniano salió de Tréveris en los primeros
días de la primavera, marchando rápidamente
Todos estaban atemorizados por la conocida
severidad del Emperador, esperando exigiese terrible cuenta a las autoridades
cuya traición o incuria había dejado indefensa a la Pannonia; pero no lo
hizo así; habiéndo se dulcificado hasta el punto de no hacer investigación
alguna sobre el asesinato del rey Gabinio, ni tampoco en cuanto a la
participación activa o pasiva de ningún individuo en los males que el
Estado acababa de experimentar. En realidad, Valentiniano no era duro
habitualmente más que con los simples soldados, teniendo rara vez para los
grandes una palabra severa. Exceptuaba, sin embargo, a Probo, a quien
nunca pudo soportar, y con el cual empleó siempre acento amenazador y
acerbo. En esta aversión no había misterio ni capricho.
Probo, recientemente ascendido al puesto de prefecto del pretorio, quería
ante todo conservarlo, y ojalá no hubiese empleado para ello más que
medios legítimos; pero, faltando a las tradiciones de su familia, prefirió
los caminos de la bajeza a los del honor. Convencido de que trataba con un
príncipe ávido y sin escrúpulos, en vez de procurar, como buen consejero,
volverle al camino de la equidad, él mismo tomó mal sendero. De aquí aquel
régimen opresor, aquellas invenciones de fiscalización, destructoras de
los caudales grandes y pequeños, sobre los que se cebaba continuamente la
antigua y larga práctica de las exacciones. Por la multiplicidad de
abrumadores impuestos, viose a los hombres más esclarecidos obligados a
emigrar, para libertarse de las extremidades con que les amenazaban
inflexibles exigencias, o marchar a las prisiones para ocuparlas
indefinidamente. Alguno hubo a quien la desesperación llevó hasta a apelar
a la cuerda para librarse de la existencia. La voz pública condenaba
incesantemente aquella administración tan disoluta y tan dura;
pero Valentiniano no oía aquellos rumores. Necesitaba dinero, cualquiera
que fuese su origen, y recibía dinero: su pensamiento no avanzaba más.
Supo demasiado tarde lo que costaba a la Pannonia por que sus sufrimientos
hubiesen encontrado gracia en él. Al fin abrió los ojos en la siguiente
ocasión: La provincia de Epiro, obligada, como las demás, a exponer por
diputación ante el Emperador la gratitud del país, dio este encargo al
filósofo Iphicles, hombre de carácter firmísimo, que lo recibió a
disgusto. Presentado al Emperador, que le reconoció y preguntó qué quería,
contestó en lengua griega; y como el príncipe insistió en enterarse si sus
compatriotas daban de corazón aquel buen testimonio de su prefecto, el
verídico filósofo contestó que lo daban gimiendo y obligados.
Estas palabras iluminaron a Valentiniano; y para sondar directamente a su
interlocutor acerca de la conducta de Probo, le preguntó en su idioma
sobre esta y la otra persona notables por su nobleza, talento o eminentes
funciones. Éste se había ahorcado, aquél estaba desterrado al otro lado de
los mares, el otro se había clavado la espada en el pecho o había perecido
bajo el plomo del azote. Encolerizóse espantosamente Valentiniano, cólera
que, para mayor infamia, cuidó de atizar León, maestre de oficios, porque
ambicionaba la prefectura por su propia cuenta, sin duda para caer de más
alto. Y es indudable que lo que habría osado, una vez en posesión de aquella
autoridad, por comparación, habría hecho elevar a las nubes la
administración de Probo.
El Emperador empleó en Carnuta los meses de verano
en el armamento y subsistencia de las tropas, esperando ocasión favorable para
caer sobre los quados, principales autores de la desolación de aquellas
comarcas. En esta ciudad fue donde condenó Probo a morir de mano del
verdugo, después de someterlo al tormento, a Faustino, notario del
ejército, hijo de la hermana del prefecto del pretorio Juvencio. Su delito
era haber dado muerte a un borrico para emplear su cuerpo en una operación
mágica, según decía la acusación; y según el acusado, para obtener un remedio
contra la caída del cabello. También le acusaban de que habiéndole pedido
en chanza un tal Nigrino que le
Habiéndose hecho preceder Valentiniano por el
cuerpo de infantería que mandaba Merobaudo, a quien ordenó que, de acuerdo con
Sebatián, entrase a sangre y fuego por los caseríos de los bárbaros,
trasladó rápidamente su campamento a Acincum. Allí construyó un puente
de barcas para un caso imprevisto; pero eligió otro punto para pasar al
territorio de los quados. Éstos seguían el movimiento del ejército desde
lo alto de abruptas montañas, a donde la incertidumbre y el miedo les
había hecho refugiarse con sus familias; siendo muy grande su estupor al ver
desplegar ante ellos las enseñas imperiales. Por medio de rápida marcha,
Valentiniano sorprendió y degolló, sin distinción de edad, parte de la
población, incendió sus casas, y regresó a Acincum sin pérdida alguna.
Pero el otoño terminaba rápidamente; era necesario pensar en los cuarteles de
invierno, y elegirlos teniendo en cuenta el rigor del clima de aquellas
comarcas. Solamente Sabaria parecía ofrecer condiciones a propósito; pero
arruinada esta plaza por más de un sitio, no era defendible bajo el punto
de vista militar. Valentiniano se alejó disgustado, y siguiendo la corriente
del río, llegó a Bragitión, donde había un campamento atrincherado y
fuertes en buenas condiciones.
Durante su larga permanencia en esta ciudad tuvo
numerosos pronósticos de su próximo fin. Pocos días antes de su llegada,
cometas, de los que ya hemos dado explicación, habían anunciado
la catástrofe de alguna elevada fortuna. Anteriormente, cuando se
encontraba todavía en Sirmium, un rayo había reducido a cenizas el palacio
imperial, la diosa y parte de los edificios del Foro. Durante su
permanencia en Sabaria, un búho que se había parado en el techo de los baños
del Emperador lanzó lúgubres gritos, sin que consiguieran espantarle las
piedras y flechas que le lanzaron. En el momento en que el príncipe abandonó
aquella ciudad para ponerse al frente de la expedición, quiso salir por la
misma puerta que había entrado, circunstancia que se consideró como presagio de
pronto regreso a las Galias. Pero mientras limpiaban el suelo, que se
encontraba obstruido, quedó cerrado nuevamente el paso por la caída de
pesada puerta de hierro, que inútilmente trataron de retirar a fuerza de
brazos; de manera que, por no perder más tiempo en esfuerzos inútiles, el
príncipe tuvo que resignarse a salir por otra puerta. La noche que precedió
a su último día, vio en sueños a su esposa, que había dejado a la espalda,
sentada, con el cabello en desorden y con traje de luto; lo que se
interpretó como anuncio de que iba a abandonarle la fortuna. A la mañana
siguiente le vieron salir con semblante más sombrío que de costumbre, y
como el caballo que iba a montar hizo movimientos de resistencia,
encabritándose a pesar del escudero de servicio, el príncipe dio
la bárbara orden de cortar a aquel hombre la mano derecha, con la cual le
había dado fuerte sacudida al tiempo de montar; y el infeliz no hubiese
escapado a aquella mutilación, si Cerealis, tribuno de las caballerizas,
no hubiese tomado sobre sí el aplazamiento de la ejecución.
Emisarios de los quados vinieron a implorar
humildemente perdón y olvido de lo pasado; ofreciendo, para evitar obstáculos,
suministrar soldados y otras condiciones ventajosas para el Imperio. La
razón aconsejaba recibir bien a los legados y concederles la tregua que
solicitaban, porque la temperatura y el estado de las provisiones no
permitían continuar la campaña. Habiéndoles presentado Equicio, fueron
admitidos ante el consejo, permaneciendo callados durante algunos momentos
y en actitud tímida y reconcentrada. Invitados a hablar, comenzaron por
la protesta de costumbre, afirmada con juramento, de que se había
infringido la paz sin noticia de los jefes de la nación, y que los
atentados cometidos en nuestro territorio eran obra de gente
malvada ribereña del río; añadiendo como suficiente justificación, que
había exacerbado aquellos ánimos altivos la injustificable pretensión de
construir un fuerte en su territorio.
Encolerizado el Emperador comenzaba una réplica
vehemente, llena de violentas reconvenciones sobre la ingratitud con que su
nación había pagado los beneficios de los romanos; pero de pronto calmó el
arrebato, y, como por obra del cielo, quedó sin pulso, sin voz, sofocado
y con el rostro encendido. Muy pronto se abrió paso la sangre y frío sudor
inundó sus miembros. Sus servidores íntimos se apresuraron a trasladarle,
para que no contemplasen el espectáculo aquellos ojos. Acostáronle respirando
apenas, pero sin que hubiese perdido el conocimiento, porque
Antes de trazar el retrato de este príncipe,
conviene, como otras veces hemos hecho, dirigir rápida ojeada sobre la vida de
su padre. En seguida presentaremos fielmente los diferentes rasgos
de carácter del hijo, compuesto de virtudes y de vicios, desarrollándose
estos últimos en él merced al rango supremo, porque el ejercicio del poder
pone siempre al descubierto el fondo del alma.
El primer Graciano nació en Cimbalas, en Pannonia,
de obscura familia. En su infancia le llamaron Cordelero, porque un día en que
llevaba una cuerda a vender, cinco soldados hicieron inútiles esfuerzos
para arrancársela, a pesar de que todavía no había alcanzado su
completo desarrollo. Hubiese sostenido la competencia con Milán de
Crotona, que sujetaba con cualquiera de las manos una manzana que ninguna
fuerza humana podía arrancarle. Graciano se distinguió muy pronto por el
vigor corporal y por su destreza en el ejercicio de la lucha militar.
Sucesivamente fue protector y tribuno, y después obtuvo el título de conde
en el ejército de África. Más adelante dejó la milicia bajo la imputación
de sustracción de fondos, no siendo empleado hasta mucho después en Bretaña,
provincia cuyo mando militar tuvo con el mismo título, volviendo después a su
retiro con honrosa licencia. En el retiro en que vivía, alejado del ruido
y de los negocios, incurrió en tiempo de Constancio en la confiscación de
bienes, por haber dado hospitalidad a Magnencio, que, pasó por sus tierras
durante la guerra civil.
En cuanto Valentiniano, doblemente recomendado por
sus propios méritos y por los de su padre, quedó revestido con la púrpura
imperial en Nicea, se apresuró a asociar a su autoridad a su hermano
Valente, carácter mixto, en el que el bien y el mal se encontraban
equilibrados, como veremos oportunamente, pero al que estaba unido por
cordial afecto, tanto como por los vínculos de la sangre. Aleccionado por
los peligros y la adversidad, Valentiniano no se durmió sobre el
trono. Inmediatamente después de su advenimiento, visitó las fortalezas y
las obras de defensa que guarnecían las orillas de los ríos, y en seguida
marchó a las Galias, que sufrían de nuevo las incursiones de los alemanes,
cuyo belicoso ardor renovaba la muerte de Juliano, único nombre que les
había atemorizado después de Constante. Valentiniano supo hacerse temer
igualmente por la extensión que dio a las fuerzas militares del país y por
las altas fortalezas y castillos con que guarneció toda la orilla del
Rhin; el enemigo no podía ya atravesar el río sin que inmediatamente
se señalase por todas partes su presencia.
Examinemos, aunque sin ceñirnos a minuciosa
exactitud, los numerosos combates en que se mostró consumado capitán, y las
restituciones que hizo al Imperio por su valor personal o la habilidad de
sus generales. En el momento en que acababa de compartir el trono con su
hijo Graciano, Vithigabio, joven rey alemán, hijo de Vadomario,
adolescente apenas, agitaba su pueblo e impulsaba las demás tribus a la
guerra. No pudiendo Valentiniano deshacerse de él a viva fuerza, le hizo
asesinar. En Solicinium, donde estuvo a punto de perecer en una emboscada de
los alemanes, destruyó casi por completo su ejército, salvando muy pocos
la vida por la fuga en medio de la obscuridad de la noche.
Su destreza brilló entre los sajones, que tan
temibles se habían hecho por sus aventureros desembarcos. Estos piratas se
habían atrevido a penetrar en el interior de las tierras,
enriqueciéndose, sin pelear, con los despojos del
país. Valentiniano les destrozó a su regreso, arrancándoles el botín; pero
empleando un medio inmoral, aunque útil.
Asolada en todos sentidos por bandas enemigas
estaba la Bretaña y reducida a la mayor extremidad. Ex terminó hasta el último
de aquellos bandidos, y la provincia recobró la libertad, el reposo y el
derecho de conf en su porvenir. No fue menos afortunado contra Valentín,
pannonio refugiado, que intentaba reproducir allí los trastornos. Este mal
quedó ahogado en germen.
Puso fin a la agitación que desgarraba el África,
cuando Firmo, abrumado por la avidez e insultante opresión de nuestros jefes
militares, promovió una revuelta, arrastrando a ella toda la inquieta
población de los moros.
Sin duda hubiese obtenido también completa
venganza de los estragos de la Iliria, si no le hubiese sorprendido la muerte
en medio de sus victorias.
Verdad es que la mayor parte de los triunfos que
acabo de enumerar se consiguieron mediante la intervención de eméritos
capitanes. Pero no es menos exacta que este príncipe, carácter activo y de
consumada experiencia militar, fue notable personalmente. La hazaña más honrosa
para él, si el resultado hubiese correspondido a sus hábiles
combinaciones, hubiese sido la captura de Macrino vivo; y la mortificación
de ver fracasar su empresa fue tanto más acerba, cuanto que supo
que aquellos mismos burgundios, que tenía dispuestos para oponerlos a los
alemanes, habían dado asilo al fugitivo.
Después de este breve resumen de los actos del
príncipe, diremos algo con igual rapidez acerca de su carácter, comenzando por
la parte censurable. Entrego confiadamente mi apreciación a la posteridad,
cuyos juicios no son sospechosos de parcialidad ni de temor. Valentiniano
procuró muchas veces cubrirse con máscara de dulzura, cuando cierta
propensión de carácter le llevaba a la violencia, haciéndole olvidar
frecuentemente que todo extremo es peligroso para el que gobierna. Nunca
supo contener en justos límites el castigo; viéndosele multiplicar él mismo los
actos de tormento y mandar que se comenzase de nuevo con tal acusado, que
ya lo había soportado casi hasta la muerte. Tanto gozaba castigando, que
ni una sola vez indultó de la pena capital, aunque algunas los príncipes
más crueles se han dulcificado hasta este punto. La clemencia y
humanidad son hermanas de la virtud, según dicen los sabios, y ni en
nuestros anales ni en la historia extranjera le faltaban ejemplos que
imitar. Solamente citaré dos. El poderoso monarca Artajerjes, llamado Macrochira
por la longitud de su brazo, queriendo disminuir en Persia la atrocidad de los
suplicios, hacía cortar a los culpables la tiara en vez de la cabeza, y
limitar la frecuente amputación de las orejas, por el menor delito, a la
de los cordones que sujetaban el gorro. Esta suavidad hizo adorar
su gobierno, sin que por esto fuese menos respetable; y los historiadores
griegos han llenado sus libros, como a porfía, de los maravillosos rasgos
de su bondad. En la guerra con los samnitas, el pretor Prenestino ejecutó
con demasiada lentitud las órdenes de Papirio Cursor para reunirse con él,
y buscaba manera de justificar su retraso. El dictador mandó al lictor que
preparase el hacha, con lo que cortó la palabra al pretor en medio de su
justificación; pero el dictador se limitó a mandar derribar un árbol que
había allí cerca. Esta burla, que fue todo el castigo de una falta grave,
no aminoró en manera alguna la energía de un guerrero que ganó muchas
batallas, y que, según la opinión general, era el único que podía oponerse
a Alejandro, en el caso de que el conquistador se hubiese dirigido a
Italia. Tal vez no había leído estos ejemplos Valentiniano, o no sospechaba lo
que influye una autoridad dulce en la bienandanza de los súbditos. No
conocía otra justicia que el empleo del hierro y el fuego; remedios
extremos, y que la antigüedad, en su mansedumbre, solamente empleaba en
casos gravísimos; como lo atestigua este hermoso pensamiento de
Isócrates, tan fecundo en enseñanzas: «Más perdonable es a un príncipe
haberse dejado vencer que ignorar lo que es justo.» Y Cicerón, inspirado
sin duda, dijo al defender a Oppio: «Frecuentemente se ha honrado alguno
ejerciendo grande autoridad en provecho de otro; pero nadie perdió jamás
en consideración por haberse encontrado en la imposibilidad de hacer
daño.»
Dominaba el corazón de Valentiniano, y esta pasión
aumentó con la edad, desenfrenado deseo de reunir dinero y aumentar su caudal
al precio de la sangre de sus súbditos. Citase para justificarle,
Devoraba a este príncipe la envidia: y sabiendo
que hay pocos vicios que no puedan tomar la apariencia de alguna virtud, decía
con frecuencia que la severidad es compañera inseparable de la autoridad
legítima. La grandeza se lo cree permitido todo, y necesita que todo se
doblegue ante ella y se humille toda elevación. Valentiniano no podía
soportar que se vistiese bien, que se supiese mucho, que se poseyese
considerable caudal, que se perteneciese a elevada alcurnia, sino que
quería que todo mérito se borrase y que no hubiese más superioridad que la
suya. Este defecto tuvo también el emperador Adriano.
Mostraba Valentiniano profundo desprecio por la
falta de valor, llamándola bajeza y sordidez de alma; diciendo que debía ser
relegado al último grado de la escala social el que tenía este defecto.
Sin embargo, él mismo se dejaba dominar algunas veces por quiméricos terrores
y palidecía ante los fantasmas que creaba su imaginación. Remigio, maestre
de oficios, conocía muy bien este defecto de su señor; así era que, cuando
le veía enojado, no dejaba de deslizar en la conversación algunas palabras
acerca de manifiesta agitación de los bárbaros; viendo en
seguida dulcificarse el Emperador bajo la influencia del temor y rivalizar
en calma y tranquilidad con Antonino Pío. No elegía nunca intencionalmente
Valentiniano malos jueces; pero una vez nombrados, aunque fuese detestable
su conducta, decía que había encontrado en ellos la personificación de la justicia
antigua, de los Licurgos y Cassios, y no cesaba de exhortarles en
sus cartas para que obrasen rigurosamente hasta con las faltas más leves:
y aquellos sobre quienes recaían las sentencias, no podían esperar en la
clemencia del príncipe, que, sin embargo, debía ser para ellos como puerto
en medio de agitado mar; porque el fin del poder, según dicen los sabios,
es el bienestar y seguridad de los súbditos.
Para ser justos, debemos hablar también de las
buenas cualidades que le recomiendan al aprecio e imitación de los buenos
príncipes, y que si hubiesen brillado solas, habrían hecho de él
un Trajano o un Marco Aurelio. Trató con mucha consideración a las
provincias, aliviando para ellas el peso de los impuestos. Débesele la
fortificación de muchas plazas y admirable línea de defensa en las
fronteras. Hubiese merecido el título de restaurador de la disciplina militar
si, al mismo tiempo que castigaba hasta las menores faltas de los
soldados, no hubiese mostrado inexcusable tolerancia con las demasías de los
jefes, cerrando los oídos a las quejas en cuanto a ellos. De esto nacieron
las turbulencias de Bretaña, el levantamiento de África y el desastre de
Iliria.
Rígido observador de la pureza de costumbres, fue
casto en su vida privada lo mismo que en la pública, poniendo freno con su
ejemplo a la licencia de la corte. La reforma fue tanto más eficaz, cuanto
que ni siquiera perdonaba a sus parientes, cuyos excesos en este género eran
reprendidos siempre, y hasta incurrían por ellos en su desgracia. Sin
embargo, exceptuó a su hermano, aunque al asociarle al poder, obedecía a
la necesidad del momento.
Atendía cuidadosamente a la elección de los
delegados de su autoridad. Bajo su reinado no se
En la guerra unía la prudencia al genio más
fecundo en recursos para el ataque o la defensa; gozando de salud endurecida en
todo género de fatigas; de seguro discernimiento acerca de lo que convenía
hacer o evitar y mostrando escrupulosa atención en todos los detalles.
Escribía bien y pintaba y modelaba con bastante
destreza. Existen armas de nueva forma dibujadas por él. Tenía excelente
memoria, discurría poco, pero su palabra era animada y casi elocuente.
Amante de la pulcritud, no era enemigo de los placeres de la mesa, pero exigía
cosas escogidas y rechazaba la profusión.
Honor de su gobierno es haber hecho reinar la
tolerancia. Supo conservar completo equilibrio entre las diferentes sectas, no
inquietar ninguna conciencia, no prescribir fórmula alguna, ni imponer a
nadie el dogma a que se inclinaba. Conforme encontró los asuntos religiosos a
su advenimiento, así quedaron después de él.
Tenía cuerpo musculoso y robusto; el cabello
rubio, fresca la tez, ojos azules y mirada oblicua y dura. Pero su elevada
estatura y proporción de toda su persona respondían a la majestad de
su rango.
Realizadas las ceremonias fúnebres, fue
ernbalsamado el cuerpo y enviado a Constantinopla, donde habían de descansar
sus restos junto a los de sus antecesores. La expedición quedó suspendida,
y no dejaba de reinar inquietud en cuanto a la disposición de las cohortes
galas, cuya fidelidad, rara vez segura para el soberano legítimo, muchas
veces venía a ser árbitra en las elecciones. Las circunstancias parecían
favorables para algún movimiento, porque ignorando Graciano el grave
acontecimiento que había ocurrido, no se movía de Tréveris, habiéndole dicho
su padre que esperase allí su regreso. La emoción que experimentaban todos
en aquellas críticas circunstancias era la de los pasajeros de la misma
nave, comprendiendo que su suerte está unida a la de la embarcación. Los
jefes del ejército resolvieron entonces romper el puente que la
necesidad había hecho construir para pasar al territorio enemigo, y enviar
a Merobaudo de parte de Valentiniano, como si todavía viviese, orden de
encaminarse en seguida al campamento. La penetración de Merobaudo le hizo
comprender en seguida el verdadero estado de las cosas; o tal vez le
enteró el mensajero: y, como desconfiaba de las fuerzas galas, fingió haber
recibido orden de llevarlas hacia el Rhin para observar a los bárbaros,
que comenzaban a moverse; y, en conformidad con un aviso secreto, encargó
de una misión lejana a Sebastián, varón dulce y moderado sin duda, pero
que gozaba en alto grado de la estimación militar, considerándosele como muy
peligroso por este motivo.
A la llegada de Merobaudo ocupáronse seriamente de
las medidas que debían tornarse, decidiéndose a poco que se elevaría al trono a
Valentiniano, hijo del difunto Emperador, y que solamente tenía entonces
cuatro años. Encontrábase el niño con su madre Justina en una
ciudad llamada Murocinta, a unas cien millas de distancia. Ratificada la
elección por unánime consentimiento, encargóse en el acto a Cerealis, tío
del joven Emperador,que le trajese al campamento en una litera; y seis
días después de la muerte de su padre fue aclamado Augusto con las
ceremonias acostumbradas. Temióse al pronto que esta elección, realizada sin su
consentimiento, ofendiese a Graciano; pero el temor se desvaneció
prontamente, porque la política de este príncipe, de acuerdo con su
natural benevolencia, le hizo cuidar de la protección y educación de su
hermano.
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