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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXXI
Presagios de la muerte de Valente y de la invasión
del Imperio por los godos.—Regiones habitadas por los hunos, alanos y otras
naciones scyticas del Asia. Sus costumbres.—Los hunos se incorporan los
alanos a viva fuerza o por tratado, y caen con ellos sobre los godos, a
quienes arrojan de su territorio.—Los thervingos, la tribu más importante
de la nación expulsada, son trasladados a Tracia, con el consentimiento de
Valente y bajo promesa de sumisión y auxilio. Otra tribu, llamada de los
gruthingos, pasa también el Danubio por sorpresa.—Los
thervingos, maltratados por los oficiales del Emperador, y estrechados por
la miseria y el hambre, se sublevan a las órdenes de Alavivo y Fritigerno
y derrotan un cuerpo de tropas mandado por Lupicino.— Motivo de la
sublevación de Sueridos y Colias, jefes de los godos, que, después de
haberles recibido los romanos, degüellan a los habitantes de Andrinópolis
y se reúnen con Fritigerno para devastar la Tracia.—Ventajas conseguidas
por Profuturo, Trajano y Ricomeres contra los godos.— Encerrados los godos
por los romanos en las gargantas del Hemus, y dejados en seguida,
recorren la Tracia, señalando su paso con el pillaje, el asesinato, violaciones
e incendios. Barcimeres, tribuno de los escutarios, es asesinado por
éstos.—Frigerido, general de Graciano, mata a Farnobio, personaje muy
considerado entre los godos y con él a multitud de godos y taifales.
Los demás obtienen la vida y la concesión de un territorio en las orillas
del Po.—Victoria conseguida por los generales de Graciano sobre los
alemanes lencienses, pereciendo Priario, rey de este pueblo. Rindense los
lencienses y suministran tropas. Permítenles regresar a sus hogares.— Sebastián
sorprende y destroza cerca de Boroea a los godos, cargados de botín,
consiguiendo muy pocos escapar. Graciano acude en socorro de su tío
Valente contra los godos.—Valente se decide a librar batalla sin esperar
la llegada de Graciano.—Todos los godos reunidos, los tihervingos mandados
por Fritigerio, y los gruthungos a las ordenes de Alatheo y Safrax, se
encuentran con los romanos en batalla campal, ponen en fuga a la
caballería y hacen extraordinaria matanza en la infantería, entregada a sus
propias fuerzas y amontonada en estrecho espacio. Valente perece en esta
batalla, sin que se encuentre su cadáver.—Virtudes y vicios de Valente.—Los
godos vencedores sitian a Andrinópolis, donde Valente había dejado su
tesoro con las insignias del Imperio, y donde se encontraban encerrados el
prefecto y los miembros del consejo. Retíranse después de haber fracasado
en todas sus tentativas.—Los godos unen a ellos, a fuerza de dinero, las bandas
de los hunos y de los alanos e intentan en vano apoderarse de Constantinopla.—Artificio
por medio del cual liberta de los godos el general Julio las provincias
orientales del otro lado del Tauro.
Entretanto, por fatal cambio de fortuna, la ira
conjurada de Belona y de las Furias iba a hacer estallar en Oriente terrible
tempestad, claramente anunciada por espantosa serie de
casos sobrenaturales y prodigiosos. Hacía mucho tiempo que amenazaba el
porvenir por boca de los oráculos y adivinos. Viose a los perros saltar
hacia atrás ante los aullidos de los lobos; nunca lanzaron gritos más lúgubres
las aves nocturnas; obscurecido el sol desde la aurora, solamente enviaba
débil y blanquecina luz; y por las calles de Antioquía incesantemente se oía
repetir la insolente y siniestra exclamación, que había llegado a ser
expresión común de la pasión y queja en todas las pendencias y movimientos
tumultuosos del pueblo: «¡Valente a la hoguera!» A cada momento, voces
imitando las proclamaciones de los pregoneros, invitaban al populacho a
llevar leña para prender fuego a las termas de Valente, edificio cuya
construcción había vigilado el mismo príncipe; manifestaciones todas que
eran evidentes presagios de su cercano fin. Fúnebres terrores turbaban
además su reposo nocturno; el ensangrentado espectro del rey de Armenia, la
sombra de las víctimas sacrificadas por Teodoro, se alzaban ante su lecho,
repitiendo con voz sepulcral versos cuyo sentido hace estremecer.
Encontróse muerta en la calle un águila con el cuello cortado,
signo precursor de funerales y de calamidades públicas. En fin, cuando se
derribaron las viejas murallas del barrio de Calcedonia, para dotar de un
baño nuevo a la ciudad de Constantinopla, descubrióse en
«Cuando se vea a las náyades traer aquí sus
líquidos tesoros, haciendo circular por la ciudad saludable frescura; cuando un
muro construido bajo funestos auspicios se eleve en derredor del palacio
de las Termas, hordas belicosas, venidas del fondo de lejanos climas,
atravesarán armadas el Ister, de majestuosas ondas, y llevarán la
desolación a las llanuras de la Mesia y de la Scytia. Llegadas a los
campos pannonios, se dirigirá su furor sobre presa más noble; pero Marte y
el Destino han señalado allí el término de sus esfuerzos y su tumba.»
Remontemos al origen del mal y mencionemos las
diferentes causas de que nació aquella terrible guerra, tan abundante en
desolación y lágrimas. Los anales apenas mencionan a los hunos,
y solamente lo hacen como de raza salvaje extendida más allá de la Palus
Meotida, en las orillas del mar Glacial, y feroz hasta lo increíble. Desde
que nacen los varones, los hunos les surcan las mejillas con profundas
incisiones para destruir todo germen de barba. De esta manera crecen y envejecen
imberbes con el repugnante y degradado aspecto de los eunucos. Pero todos
tienen cuerpo corto, miembros robustos y cabeza gruesa; dando a su
conformación algo de sobrenatural su prodigioso desarrollo en anchura.
Antes parecen animales bípedos que seres humanos, esas extrañas figuras
que el capricho del arte coloca en relieve sobre las cornisas de algún puente.
A este repugnante aspecto corresponden costumbres muy parecidas a las de
los brutos. Los hunos no cuecen ni sazonan lo que comen y se alimentan con
raíces silvestres o la carne del primer animal que cogen, que ablandan
algo llevándola durante algún tiempo sobre el caballo, entre los
muslos. No tienen techo que les cobije. No usan casas ni tumbas, y entre
ellos no se encontraría ni siquiera una choza. Viven en medio de bosques y
montañas, endurecidos contra el hambre, la sed y el frío. Hasta en viaje
no atraviesan el umbral de una habitación sin absoluta necesidad, y nunca se
creerían seguros en ella. Fórmanse con lienzo o con pieles de ratas de los
bosques, cosidas a manera de túnica, que les sirve en todo tiempo, y una
vez vestida esta prenda, no se la quitan hasta que se les cae a pedazos.
Cúbrense con sombreros de ala recogida y guarnecen con piel de cabra sus
velludas piernas, cubierta que les entorpece la marcha y les hace poco a
propósito para combatir a pie; en cambio se les creería clavados en los
caballos, que son feos, pero muy vigorosos. Montados, y algunas veces como
las mujeres, atienden los hunos a todos sus negocios. Día y noche a caballo,
así venden y así compran. No echan pie a tierra para beber, ni para comer,
ni para dormir, cosa que hacen inclinados sobre el flaco cuello de su
cabalgadura, encontrándose con la mayor comodidad. A caballo también
deliberan acerca de los intereses comunes.
No reconocen autoridad de rey; pero siguen
tumultuosamente al jefe que les lleva al combate. Cuando se les ataca,
divídense en bandas, y caen sobre el enemigo lanzando espantosos
gritos. Agrupados o dispersos, atacan o huyen con la rapidez del relámpago
y, corriendo, siembran la muerte. Así es que su táctica, por su movilidad
misma, es impotente contra un parapeto o campamento fortificado. Pero lo
que los hace los guerreros más formidables de la tierra es que, igualmente
seguros de sus golpes desde lejos, y pródigos de su vida en el combate cuerpo a
cuerpo, saben, además, en el momento en que su adversario, jinete o peón,
sigue con la vista los movimientos de su espada, enredarle con una correa
que paraliza todos sus movimientos. Sus flechas llevan, a manera de
hierro, un hueso agudo que adaptan con maravillosa destreza. Ninguno de
ellos labra la tierra, ni toca un arado. Todos vagan indefinidamente, sin casa
ni hogar, sin policía, extraños a toda costumbre sedentaria, pareciendo
más bien que huyen con el auxilio de los carros en que están como
domiciliados, donde la mujer se ocupa en confeccionar los repugnantes vestidos
del marido, le recibe en sus brazos y cría a sus hijos hasta la edad de la
pubertad. Ninguno de ellos concebido, nacido y educado en tantos puntos
diferentes, puede contestar a la pregunta «¿De dónde eres?» Inconstantes y
pérfidos en los convenios, cambian al menor vislumbre de esperanza;
en general, todo lo hacen por pasión y no poseen en mayor grado que los
brutos el sentimiento de lo honesto y deshonesto. Hasta su lenguaje es
capcioso y enigmático. No adoran nada, no creen en nada y solamente tienen
amor al dinero. Su carácter es versátil e irascible, hasta el punto que una
A fuerza de matar y saquear de territorio en
territorio únicamente por instinto de pillaje, llegó esta gente a las fronteras
de los alanos, que son los antiguos masagetas. Y como el momento
es oportuno, diremos también algo acerca del origen de este pueblo y su
posición geográfica... (laguna).
Aumentado el Ister por sus afluentes, atraviesa
todo el país de los sármatas, que se extiende hasta el Tanáis, límite natural
de Europa y Asia. Al otro lado de este río, en medio de las interminables
soledades de la Scytia, habitan los alanos, que toman su nombre de sus
montañas, y, como los Persas, se han impuesto por las victorias a sus
vecinos. Encuéntranse entre éstos los neuros, pueblo del interior,
encerrado por altas montañas incesantemente azotadas por el aquilón, y que
el frío hace inaccesibles; más lejos los budinos y gelones, que se pintan el
cuerpo de azul y se tiñen hasta el cabello, señalando el grado de
distinción del individuo por el número y matices más o menos obscuros de
las manchas. En seguida vienen los melandenos y antropófagos, que, según
se dice, se alimentan con carne humana; costumbre feroz que aleja a todos
los vecinos, estableciendo un desierto en derredor de ellos. Por esta
razón aquellas vastas regiones, que se extienden al noreste hasta el país
de los seros, solamente son inmensas soledades. Existen también los alanos
orientales, vecinos del territorio de las amazonas, cuyas innumerables y
populosas tribus penetran, según dicen, hasta la comarca central del Asia,
donde corre el Ganges, río que separa en dos las Indias y se pierde en el
mar Austral.
Distribuidos en dos continentes, todos estos
pueblos, cuyas diferentes denominaciones omito, aunque separados por espacios
inmensos en los que se desarrolla su existencia nómada, han concluido por
confundirse con el nombre genérico de alanos. No siembran, no tienen
agricultura, no se alimentan más que de carne y, sobre todo, de leche, y
con el auxilio de carros cubiertos con cortezas, cambian incesantemente de
paraje a través de llanuras sin fin. En cuanto llegan a punto a propósito
para los pastos, colocan los carros en círculo y devoran su salvaje comida. En
cuanto el pasto queda agotado, vuelven a cargar y ponen en movimiento sus
rotatorias ciudades, en donde se unen el varón y la hembra, nacen y se
crían los hijos y, en una palabra, realizan estos pueblos todos los actos
de la vida. En cualquier punto donde la suerte les lleve, se encuentran en su
patria, haciendo caminar constantemente delante de ellos rebaños de reses
mayores y menores, pero cuidando muy especialmente de la raza caballar. En
aquellas comarcas se renueva incesantemente la hierba, y los campos están
llenos de árboles frutales; por cuya razón estos pueblos
nómadas encuentran en todas sus estaciones la subsistencia del hombre y de
los animales; dependiendo esta abundancia de la humedad del suelo y de los
numerosos arroyos que lo riegan. Los débiles por edad o sexo se ocupan,
fuera y en derredor de los carros, de las cosas que no exigen fuerza corporal.
Pero los hombres robustos, avezados desde la infancia a la equitación,
consideran deshonroso servirse de los pies. La guerra no tiene accidentes
en que no hayan hecho riguroso aprendizaje; por eso son excelentes
soldados. Si los Persas son guerreros por naturaleza, lo deben a que
originariamente circuló por sus venas la sangre scyta.
Los alanos son generalmente altos y hermosos,
teniendo los cabellos casi rubios. Su mirada antes es marcial que feroz, no
cediendo a los hunos en la rapidez del ataque y carácter belicoso; pero
están más civilizados en su manera de vestirse y alimentarse. Las riberas del
Bósforo cimeriano y de las lagunas meótidas son el ordinario teatro de sus
incursiones y cacerías, que algunas veces extienden hasta la Armenia y la
Media. El goce que los caracteres pacíficos y tranquilos encuentran en el
reposo, lo hacen ellos consistir en los peligros y la guerra. Para
los alanos el honor supremo es perder la vida en el campo de batalla.
Morir de vejez o de accidente es un oprobio para el que no tienen
bastantes ultrajes, y matar un hombre es heroísmo nunca bien celebrado. El
trofeo más glorioso es la cabellera del enemigo, sirviendo de adorno al caballo
del vencedor. Entre ellos la religión no tiene templo ni edificio, ni siquiera
un santuario cubierto de paja. Una espada desnuda, clavada en el suelo, es
el emblema de Marte, divinidad suprema y altar de su bárbara devoción. Su
medio de adivinación es muy singular: reúnen un haz de varillas de
Invadieron, pues, los hunos los territorios de los
alanos, limítrofes de los gruthongos, a quienes la costumbre ha hecho
distinguir con el epíteto de tanaitas; mataron y despojaron a considerable
número y se adhirieron el resto por medio de alianza. Enardecidos con este
aumento de sus fuerzas, cayeron como el rayo sobre las ricas y numerosas
comarcas de Ermenrico, príncipe belicoso, y que se había hecho temer de
sus vecinos por sus numerosas hazañas. Cogido de improviso Ermenrico, procuró
durante algún tiempo hacer frente a aquel huracán, cuyos
terrores aumentaba la fama. Pero llegó a desesperarse y se libertó del
enojo por medio de voluntaria muerte. Elegido príncipe Vithimiro, resistió
por algún tiempo la invasión, apoyado por otros hunos que había tornado a
sueldo. Pero después de experimentar muchas derrotas, se vio al fin deshecho en
un combate en que perdió la vida. Alatheo y Safrax, dos jefes cuya firmeza
y experiencia estaban experimentadas, se hicieron cargo de Viderico, hijo
pequeño de Vithimiro, y, no pudiendo contrarrestar la fuerza con la
fuerza, se retiraron con su pupilo hasta las orillas del Danasto, río
cuya corriente es muy extensa y que pasa entre el Histro y el Borystenes.
Athanarico, jefe de los thervingos (el mismo a quien Valente había hecho
guerra para castigarle por haber enviado socorros a Procopio), herido por
inesperada catástrofe, resolvió, sin embargo, resistir si se extendía
la invasión. Estableció su campamento en posición favorable, sobre las
orillas del Danubio, cerca de un valle que ocupaban los restos de los
gruthongos, y envió a Munderico, a quien después encargó la defensa de las
fronteras por el lado de la Arabia, para que con otros jefes hiciesen
un reconocimiento hasta veinte millas más adelante, esperando que podría,
por este medio, ganar tiempo para organizar la defensa. Pero quedó burlado
en sus esperanzas; porque los hunos, esquivando el cuerpo que los
observaba, se colocaron entre él y el grueso del ejército, que con
su habitual sagacidad comprendieron no estaba lejos; en seguida hicieron
alto para descansar, como si ignorasen que tenían delante al enemigo. Pero
al salir la luna buscaron un vado en el río, encontraron uno favorable, y,
adelantándose a todo rumor acerca de su marcha, caen bruscamente sobre
Athanarico, le matan en la primera sorpresa parte de su gente, y le obligan a
refugiarse en escarpadas montañas. Tan consternado quedó Athanarico por
aquel descalabro que, temiendo algún desastre mayor, mandó construir altas
murallas, que reunían las orillas del Gerasio y el Danubio y seguían el
territorio de los taifalos, creyendo quedar seguro detrás de aquel parapeto, si
podía terminarlo a tiempo. Pero mientras apresuraba la obra con todas sus
fuerzas, llegaban rápidamente los hunos, y le habrían cogido de improviso,
si el peso del botín que llevaban en pos no hubiese coartado su ordinaria
velocidad.
Entretanto habíase propagado entre las demás
poblaciones godas la noticia de la repentina aparición de una raza de hombres
desconocida, extraña, que en tanto caía como una tempestad desde lo alto
de las montañas, en tanto parecía brotar de debajo de la tierra, y que
destruían cuanto encontraban a su paso. Casi todos los que reconocían la
autoridad de Athanarico habían desertado, no encontrando con qué vivir, y
buscaban donde establecerse lejos del alcance de aquellos invasores.
Después de largas deliberaciones, muchos fugitivos pensaron en la Tracia, que
les ofrecía la doble ventaja de la feracidad del suelo e inexpugnable
barrera contra los desbordamientos de los pueblos de Norte, en la anchura
del Danubio, y todos aceptaron inmediatamente el proyecto.
(Año 376 de J. C.)
Todas aquellas gentes, a las órdenes de Alavivo,
se presentaron en la orilla izquierda del Danubio, y desde allí enviaron
legados a Valente, pidiendo con humildad les admitiese en la otra orilla,
prometiéndole vivir tranquilamente, y en caso necesario servirle de auxiliares.
La fama había llevado ya al interior la terrible noticia de que se notaban
desusados movimientos en los pueblos del Norte; que todo el terreno que se
extiende desde el país de los marcomanos y de los quados hasta
Con todo este trabajo se apresuraba la ruina del
mundo romano. Está averiguado que los oficiales encargados de aquella fatal
misión intentaron muchas veces hacer el censo de la masa de individuos que
pasaban, y que al fin tuvieron que renunciar a ello. Tanto hubiese valido (como
dice un eminentísimo poeta) querer contar los granos de arena que levanta
el viento en las llanuras de la Libia. ¡Despertad, viejos recuerdos de los
inmensos levantamientos armados de la Persia contra la Grecia; del
Helesponto franqueado; del Athos abriendo al mar un paso artificial; de
las innumerables turmas pasadas en revista en la llanura de Dorisco!
Hechos todos que las edades siguientes consideraron como fábulas; pero
cuyo antiguo testimonio hemos confirmado con nuestros propios ojos, que
han visto esta inundación de pueblos extraños extenderse por
nuestras provincias, cubrir a lo lejos nuestros campos e invadir hasta la
cima los montes más elevados.
Los primeros transportados fueron Alavivo y
Fritigerno. El Emperador les hizo distribuir víveres durante algún tiempo y les
señaló terrenos para el cultivo. Nuestras barreras se habrían abierto ante
aquella multitud armada. El suelo bárbaro había vomitado, como las lavas del
Etna, a sus hijos sobre nuestro territorio. Una circunstancia tan
amenazadora exigía al menos que las fuerzas militares del país estuviesen
a cargo de un hombre enérgico y experimentado; y, sin embargo, como si
alguna divinidad enemiga hubiese dictado la elección, no contaba a su frente
más que los nombres peor reputados. En primer lugar estaba Lupicino, conde
de Tracia, y Máximo, jefe desdichado, los dos igualmente imprudentes. La
innoble avidez de aquellos dos hombres fue el principio de todas las
calamidades que vinieron después. Sin mencionar todas las
malversaciones que cometieron o toleraron, tocante a la manutención de
aquellos extranjeros, hasta entonces inofensivos, citaremos un hecho
repugnante e inaudito, que seguramente condenarían los mismos culpados si
se les hiciese jueces de su propia causa. La escasez que abrumaba a los
emigrados sugirió a aquellos malvados una especulación infame. Hicieron
recoger cuantos perros pudieron encontrar y los vendían a los pobres
hambrientos al precio de un esclavo por pieza.
Por este mismo tiempo, Vitherico, rey de los
gruthongos, llegó a las orillas del Ister, con sus tres consejeros Alatheo,
Safrax y Farnobio, que le dirigían en todo, solicitando por medio
de legados igual autorización de la bondad de Valente. Esta vez el interés
del Estado dictó una negativa que puso a los peticionarios en la mayor
perplejidad. Temiendo Athanarico igual respuesta, prefirió abstenerse,
recordando la altiva obstinación que había mostrado con Valente cuando
negociaba con él la paz, pretendiendo haberse obligado bajo juramento a no
poner el pie en territorio romano, y obligado por este medio a que el
Emperador fuese a ratificar el tratado en medio de las aguas del río.
Supuso Athanarico que perseveraría aún el rencor y llevó toda su gente a
Cancalando, territorio
Pero los thervingos, a pesar de que habían
obtenido el paso del río, no por eso dejaban de vagar por las orillas, donde
les retenía la falta de víveres. Este era el efecto de las
maniobras empleadas por los jefes del Emperador para favorecer las abominables
transacciones de que hemos hablado. Los emigrantes no fueron engañados y
ya amenazaban en voz baja con apelar a las armas contra los pérfidos
procedimientos de que eran víctimas. Temiendo Lupicino una
sublevación, empleó todas las fuerzas de que disponía para obligarles a
internarse.
Esta ocupación de nuestras tropas no escapó a los
gruthongos, que no viendo ya barcas armadas cruzar el río para impedirles el
paso, aprovecharon la ocasión, lo cruzaron apresuradamente en balsas
apenas sujetas y establecieron su campamento en un punto muy alejado del
de Fritigerno.
Adivinando este jefe, con su natural penetración,
lo que iba a suceder, obedeciendo la orden del Emperador, llevaba la marcha con
calculada lentitud, con objeto de procurarse valioso refuerzo, dejando a
los recién llegados tiempo para que se le incorporasen. Llegó, pues, muy tarde
a Marcianópolis, y allí ocurrió tal escena que produjo completa ruptura.
Lupicino había invitado a Fritigerno y Alavivo a un festín; pero un cordón
de tropas colocadas en la muralla prohibía, por orden suya, a todo el
mundo la entrada en la ciudad; y en vano fue que los bárbaros, protestando
de su sumisión y pacíficas intenciones, imploraran la gracia de comprar
víveres en ella. Insensiblemente se acaloraron los ánimos por ambas partes
y llegaron a las manos. Los emigrados, ofendidos por aquella negativa,
ultrajados al verse privados de alimentación, degollaron una guardia y se
apoderaron de sus armas. Avisaron secretamente a Lupicino lo que acontecía,
cuando, aturdido por los excesos de prolongada orgía, dormitaba al son de
los instrumentos. Temiendo los resultados de aquella pelea, mandó matar a
la guardia de honor que los dos jefes habían conservado en derredor suyo;
ejecución cuya triste noticia se propagó en seguida fuera de las murallas y que
llevó al colmo la exasperación de la multitud, que, creyendo prisioneros a
sus jefes, amenazaba con tomar terrible venganza. Temiendo Fritigerno,
cuyo carácter era activo y decidido, que le detuviesen en rehenes, dijo
que el único medio de evitar combate más general era dejarle salir con los
suyos; prometiéndose calmar con su presencia entre sus compatriotas
aquella irritación que solamente reconocía como causa la sospecha de una
celada, y la creencia de que los jefes habían caído en ella. Aceptóse la
proposición y dejáronles reunirse con los suyos, que les recibieron con
regocijo. Entonces los dos, montando en sus caballos, se alejaron a la
carrera, decididos a probar la suerte de las armas. La fama, que divulgó
estas escenas emponzoñándolas, inflamó el ardor guerrero de toda la nación
de los thervingos. Desplegóse el estandarte de los godos; lanzó el cuerno sus
lúgubres sonidos; bandas armadas recorrieron los campos y con la tala de
las mieses, el pillaje y el incendio, comenzaron las calamidades que muy
pronto iban a desarrollarse en mayor escala.
Lupicino reunió apresuradamente algunas tropas, y
sin plan concertado marchó contra el enemigo, esperando encontrarlo a nueve
millas de la ciudad. Viendo los bárbaros con quien tenían que habérselas,
caen de pronto sobre nuestras fuerzas, chocando con los escudos y atravesando a
los hombres con sus lanzas. Tan terrible fue el choque, que todos
perecieron, tribunos y soldados. Aquel cuerpo perdió sus enseñas, pero no
su general, que no recobró la serenidad más que para huir mientras
peleaban, refugiándose a la carrera en la ciudad. Después de esta victoria, los
enemigos, cubiertos con las armas romanas, se extendieron por todas
partes, no encontrando oposición en ninguna.
Al llegar a este punto de mi narración, partiendo
de caminos diversos, debo rogar a los lectores (si tengo alguno), que no exijan
ni el detalle preciso de los acontecimientos, ni la cifra exacta de las
pérdidas; porque esto sería pedir lo imposible. Necesario es atenerse a noticias aproximadas,
exentas solamente de toda alteración voluntaria de la verdad, y revestidas de
la sinceridad, que es el primer deber del historiador. Nunca afligieron a
la república tan enormes calamidades, dicen los que no han leído nuestros
anales antiguos; error que nace del vivo
Hordas de escitas atravesaron en otro tiempo en
dos mil naves el Bósforo y la Propóntida. Pero aquella multitud armada, después
de propagar la destrucción por aquellos mares y sus orillas, regresó
disminuida en más de la mitad de su número. Los dos Decios, padre e hijo,
encontraron la muerte peleando con los bárbaros. Todas las ciudades de
Pamfilia han sufrido los horrores del asedio; muchas islas han sido
taladas y el incendio recorrió la Macedonia entera. Millares de enemigos
bloquearon a Tesalónica y Ciryco; Anquialos fue tomada y la misma suerte
tuvo Nicópolis, construida por Trajano, en recuerdo de sus victorias
contra los dacios. Filipópolis, después de las alternativas de larga y
sangrienta defensa, fue destruida, quedando sepultados bajo sus ruinas
cien mil hombres, si hemos de creer la historia. El Epiro, la Tesalia, toda la
Grecia, en fin, ha experimentado la invasión extranjera. Pero llegando
Claudio a ser Emperador después de ilustre general, comenzó, y después de
su gloriosa muerte, el terrible Aureliano continuó la liberación
de aquellas provincias. Siglos pasaron después sin que se oyese hablar de
los bárbaros como no fuese a propósito de sus depredaciones sobre los
territorios inmediatos, reprimidas siempre con severidad. Pero continuemos
nuestro relato.
Dos personajes importantes entre los godos, y que
desde muy antiguo habían sido acogidos con sus gentes, Suérides y Colias,
aunque perfectamente enterados de los acontecimientos, observaban completa
neutralidad en los cantones que les habían asignado cerca de
Andrinópolis, atendiendo principalmente al interés de su propia
conservación. De pronto reciben una carta del Emperador mandándoles pasar
el Helesponto, y entonces piden, con las formas más templadas, medios de
transporte, víveres de campaña y dos días de plazo; pero el primer magistrado
de la ciudad, que les odiaba personalmente por los daños que le habían
causado en sus propiedades, consideró exorbitante su pretensión. Armó al
populacho y a los obreros de las fábricas, e intimó a los godos que
cumpliesen inmediatamente la orden imperial a su costa y riesgo. Aturdidos
éstos al pronto por aquella exigencia y por la agresión, tan temeraria
como injustificada, de los habitantes, permanecieron algún tiempo
inmóviles; pero excitados al fin por las injurias e imprecaciones de
la multitud, y por algunas flechas que les lanzaron, se pusieron en franca
rebelión, mataron a algunos de los más audaces y persiguieron a flechazos
a los demás en su fuga. En seguida despojaron a los muertos, y, provistos
con sus armas, marcharon a ponerse a las órdenes de Fritigerno, que,
como sabían, no se encontraba lejos; viniendo toda aquella multitud
reunida a poner sitio a la ciudad, cuyas puertas encontró cerradas. Esta
operación era difícil para los bárbaros, pero se obstinaron en ella
durante algún tiempo, lanzándose en tropel a repetidos asaltos, en los que los
más valientes perecían inútilmente, quedando sus masas disminuidas por las
flechas y las hondas de los sitiados.
Comprendiendo al fin Fritigerno la inutilidad de
aquellos esfuerzos y de aquella sangre para reemplazar lo que les faltaba en
cuanto al arte de los sitios, hizo prevalecer la idea de renunciar
a apoderarse de la plaza, dejando ante sus murallas bastantes fuerzas para
bloquearla. Nada tenían que hacer, decía, con murallas; pero los campos
les ofrecían, en ausencia de defensores, presa tan rica como fácil, que
era necesario apresurarse en coger. El consejo lo adoptaron con tanto mayor apresuramiento,
cuanto que sabían que el jefe era muy a propósito para realizarlo bien. Y en
seguida se extendieron los godos por toda la Tracia, aunque con precaución
y haciendo que sus cautivos y
(Año 377 de J. C.)
Las aflictivas noticias que llegaban de la Tracia
causaron a Valente profunda perplejidad. Encargó a Víctor, jefe de la
caballería, que entrase en arreglos como pudiese con los Persas en
lo relativo a la Armenia; y él mismo se preparaba a marchar de Antioquía a
Constantinopla, haciendo partir delante a Profuturo y Trajano, pretenciosos
los dos con sus talentos militares. Estos capitanes, viendo las
condiciones del terreno donde encontraron al enemigo, debieron limitarse a una
guerra de escaramuzas, procurando destruirle poco a poco. Pero en vez de
recurrir a esta prudente táctica, desplegaron torpemente las legiones
sacadas de Armenia, buenas tropas sin duda, pero muy inferiores en número
ante aquella multitud embriagada por sus anteriores triunfos, y que cubría
con su inmensidad hasta las cimas de las montañas. Sin embargo, nuestros
soldados, que no sabían aun lo que puede la ferocidad cuando se la apura
hasta el extremo, acosaron resueltamente a los godos bajo las
estribaciones del Hemus y se situaron a la entrada de los desfiladeros, con el
doble objeto de reducir por hambre al enemigo, que se encontraba encerrado
allí sin salida, y dar tiempo para que llegasen las legiones pannonias y
transalpinas, que, por orden de Graciano, traía Frigerido en socorro de
las provincias invadidas. También enviaba Graciano de la Galia a la Tracia a
Ricomeres, conde de los domésticos, al frente de algunas cohortes;
habiendo desertado la mayor parte de sus tropas, según se decía, por
secreta instigación de Merobaudo. considerando que, desguarnecida
de tropas la Galia, no podría guardar el Rhin. Pero Frigérido padeció en
el camino, o pretextó, según la maledicencia, un ataque de gota, con
objeto de mantenerse alejado de los terribles combates que iban a
librarse; de manera que se confió naturalmente el mando de los dos cuerpos a
Ricomeres, quien se reunió con Profuturo y Trajano en Salices. Cerca de
allí, multitud de bárbaros se habían fortificado detrás de sus carros,
puestos en círculo, y se entregaban al descanso, después de haber gozado
impunemente del abundante producto de sus depredaciones, en el seno de aquella
ciudad improvisada.
Entretanto los jefes romanos, esperando
circunstancias más favorables, observaban atentamente la posición del enemigo,
dispuestos a aprovechar la primera ocasión que se presentase para un buen
combate. Calculaban que los godos, siguiendo sus nómadas costumbres, no
tardarían en buscar otro campamento, y que aquel sería el momento de caer
sobre su retaguardia, destrozarla y recobrar parte del botín. Pero
descubrióse su propósito, o lo revelaron los desertores que lo conocían, y
los godos, no solamente no se movieron, sino que, alarmados ya por el ejército
que tenían delante y temiendo que recibiera refuerzos, se apresuraron a
ordenar, a su manera, a las partidas que recorrían los campos que se les
reuniesen. Como bandadas de pájaros volvieron todos en un momento al
carraje, nombre que dan al círculo que forman con los carros, reanimando con
su presencia el ardor de sus compatriotas. Desde entonces no podía
prolongarse la inacción de los dos ejércitos; y en efecto, en aquella
multitud, aumentada con los llamados urgentemente y amontonada en estrecho
espacio, se manifestó de pronto terrible fermentación, antes excitada que
contenida por
En cuanto amaneció dieron la señal las trompetas
de ambos lados: y en seguida los bárbaros, después de hacer el juramento
acostumbrado, se apresuraron a escalar las alturas, queriendo
adquirir irresistible empuje merced a la pendiente. Cuando nuestros
soldados vieron esta maniobra, cada cual se reunió a su manípulo,
manteniéndose firmes, sin poner un pie ni hacia adelante ni hacia atrás de
las filas. Al principio avanzaron con precaución los dos ejércitos uno contra
otro, y en seguida quedaron inmóviles, midiéndose por ambas partes con
terrible mirada. Los romanos lanzaron entonces al unísono el grito marcial
llamado berritus, que comienza por débil murmullo y termina con ruido de
trueno, y cuyas vibraciones tanta influencia tienen en el corazón del soldado.
Los bárbaros, para responder, entonaron, con discordante confusión de
voces, un canto nacional en alabanza de sus antepasados. En medio de aquel
estrépito se trababan ya combates parciales. Pronto se cruzaron las lanzas
y las flechas; acercáronse las dos líneas, y, pie contra pie, se opusieron
por ambos lados una muralla de escudos. Los bárbaros, a quienes su
agilidad multiplica y cuyas filas se renuevan sin cesar, empezaron
aclarando a los nuestros por la caída continua de pesadas
mazas endurecidas al fuego; atacando en seguida con la espada a los que
quedaban, en pie, consiguieron romper nuestra ala izquierda. Por fortuna,
un valiente cuerpo de auxiliares que se encontraba cerca, acudió a
sostenerla, librándola de completa destrucción. Siguióse horrible carnicería; los
valientes encontraban la muerte en lo recio del combate, bajo lluvia de
flechas o al filo de la espada; los cobardes que huían eran alcanzados y
muertos por la caballería; y en seguida llegaban los que cortaban los
jarretes a los que el miedo impedía mantenerse de pie. El suelo había
desaparecido bajo montones de cadáveres y de moribundos, de los que
algunos conservaban vana esperanza de vida; derribados éstos por las
pelotas de plomo que lanzaban las hondas, traspasados aquéllos por
el hierro de las flechas, y presentando algunos el espantoso espectáculo
de una cabeza partida hasta el cuello, cayendo sobre los hombros.
Sin embargo, la victoria permanecía indecisa. Sin
descanso se daba y recibía la muerte, no cesando el encarnizamiento más que por
la falta de fuerzas. Solamente la noche puso fin a la matanza, y lo que
quedaba de los partidos se retiró en desorden, regresando tristemente a
los campamentos. A los más distinguidos de entre los muertos se les dio
regular sepultura, y los demás sirvieron de pasto a las aves de rapiña,
muy acostumbradas entonces a tales festines, como lo atestiguan las
blancas osamentas que todavía hoy cubren nuestros campos. En aquella
terrible batalla en que un puñado de romanos peleó con millares de
enemigos, es indudable que experimentamos grandes pérdidas y que compramos
muy cara la ventaja de quedar dueños del terreno.
Después de este desastroso combate, los nuestros
se retiraron bajo las murallas de Marcianópolis, y los godos que, sin ser
perseguidos, se habían refugiado detrás de sus carros, permanecieron allí
siete días enteros sin salir ni dar señales de vida. Los romanos aprovecharon
su estupor para empujar al resto de sus innumerables bandas a las
gargantas del Hemtis, cuyas salidas cerramos con altos terraplenes. Esperábase
que aquellas compactas masas, encerradas entre el Ister y una comarca
desierta, y no pudiendo romper por ninguna parte, perecería allí de
hambre; habiendo sido transportado a las plazas fuertes todo lo que podía
servir para mantener la vida, no teniendo los bárbaros ni idea siquiera de
atacarlas, en su ignorancia del arte de los sitios.
Ricomeres partió inmediatamente para la Galia con
objeto de traer personalmente los refuerzos que hacía indispensable la segura
expectativa de aumento de furor en las hostilidades. El año, que era el
cuarto del consulado de Graciano, en el que tenía por colega a Merobando,
entraba
A la noticia del refuerzo que había recibido el
enemigo, Saturnino, que acababa de llegar sobre el terreno, y colocaba ya
puestos y guardias avanzados, consideró, no sin fundamento, que
era indispensable la retirada, y la efectuó en cuanto reunió
insensiblemente todas sus fuerzas. En efecto: la posición había llegado a
ser muy peligrosa; ocupación más larga de los desfiladeros nos exponía a
ver desbordar los bárbaros sobre nosotros como torrente que ningún esfuerzo
podría contener.
Ya era tiempo; apenas abandonaron nuestras tropas
la entrada de las gargantas, cuando el monte vomitó al llano aquella multitud
cautiva, y con ella la devastación y la muerte. La Tracia quedó inundada
en todos sentidos. Desde las orillas del Ister a las cumbres del Rodopo, y
hasta el estrecho que forma la unión de los dos mares, todo fue una
inmensa red de saqueo, asesinatos, incendios y de ultrajes al pudor y a la
naturaleza; escenas repugnantes a los ojos y no menos repugnantes de describir.
Mujeres medio muertas de miedo, llevadas como rebaños bajo el látigo
de los bárbaros; otras servían a la impía brutalidad de aquellos monstruos
en el momento mismo de dar a luz. Niños que se estrechaban con convulso
afán contra el seno que los alimentaba, mezclaban sus llantos a los
sollozos de noble juventud de los dos sexos a la que sujetaban con indignas
ligaduras; vírgenes y esposas jóvenes rasgándose el rostro e implorando la
muerte como único recurso contra la lubricidad de sus verdugos. Más de un
varón noble y rico antes, arrastrado ahora como cordero despreciable, te
reconvenía, ¡oh Fortuna ciega y cruel! por la ruina de sus bienes, la pérdida
de su familia y de su casa, que había visto convertirse en ceniza, sin
tener ya otra perspectiva que la muerte en los tormentos, o la esclavitud
bajo los vencedores más inhumanos.
Entretanto los bárbaros, saltando como fieras
desencadenadas por los campos, llegaron cerca de una ciudad, llamada Dibalto,
donde encontraron, ocupado en algunas atenciones de campamento, al tribuno
Balcimeres, jefe muy experimentado, que tenía a sus órdenes los cornutos y
alguna otra infantería. En seguida cayeron sobre ellos, teniendo apenas
tiempo Barcimeres para hacer tocar la bocina, reunir sus fuerzas y procurar
cubrir sus flancos. Su hermosa resistencia parecía deberle sacar de aquel
apuro, cuando de pronto, agitado y sin aliento, se vio envuelto por una masa
de jinetes enemigos. Sin embargo, no sucumbió sin vender cara su vida.
Pero para los bárbaros apenas fue sensible aquella disminución de los
suyos, por razón de su inmenso número.
En esta situación las cosas, vacilaron los
bárbaros acerca de la dirección que habían de tomar; no pensando más que en
destruir a Frigérido, porque lo consideraban como el único obstáculo capaz de
detenerles. Así fue que, en cuanto repusieron sus fuerzas por medio de
abundante comida y algunas horas de sueño, le siguieron la pista como
fieras que persiguen una presa. Estaban enterados de que, de regreso a
Tliracia, por orden de Graciano, se había fortificado en Borea, desde
donde observaba el giro que iban a tomar los acontecimientos. Los godos
apresuraron la marcha para destruirle; pero Frigérido, que estaba muy
experimentado en el oficio militar, y no era pródigo de la sangre de sus
soldados, sospechó su proyecto o le enteraron de él sus exploradores. Al
acercarse, se retiró por las alturas a través de los bosques y ganó la
Iliria, adonde llegó muy fortalecido por un acontecimiento inesperado que
la casualidad le deparó en el camino. Al replegarse formando
cuñas, sorprendió en el desorden del pillaje a la banda de Farnobio, uno
de los jefes de los godos, a la que se habían reunido grupos de faifalos;
porque debemos decir que este pueblo había aprovechado el terror y la
dispersión de las tropas romanas para cruzar el río y saquear el país. El hábil
Frigérido, en cuanto vio a lo lejos aquellas dos bandas devastadoras, tomó
sus medidas para atacarlas a despecho de sus terribles amenazas,
proponiéndose no dejar ninguno para que diese la noticia de su
Tal era el desolador aspecto que presentaba la
Tracia, a fines de otoño; y como si las mismas furias hubiesen cuidado de
avivar el fuego, la conflagración iba a extenderse a las regiones
más lejanas. Los alemanes lencienses, limítrofes de la Recia, comezaban
ya, a despecho de los tratados, a insultar nuestras fronteras; dando
ocasión a la ruptura el hecho siguiente. Un hijo de este país, que servía
en los guardias de Graciano, tuvo que regresar a él para asuntos particulares.
Este hombre era muy hablador y no faltaron preguntas acerca de lo que
ocurría de nuevo en la corte del Emperador. Dijo a sus compatriotas que,
por invitación de su tío Valente, Graciano llevaba sus tropas a Oriente, y
que los dos ejércitos imperiales iban a reunirse para rechazar una invasión
terrible de pueblos vecinos del Imperio, conjurados para su destrucción.
La noticia impresionó a los lencienses, en su calidad de pueblo limítrofe.
Formáronse en bandas, y, con su acostumbrada rapidez de movimientos,
cruzaron en Febrero el Rhin sobre el hielo. Al otro lado encontraron frente a
ellos los cuerpos reunidos de los petulantes y los celtas, que les rechazaron,
matándoles bastante gente, aunque también por su parte experimentando
pérdidas.
El descalabro hizo retroceder a los lencienses;
pero seguros de que la mayor parte del ejército de Occidente, que el Emperador
Graciano iba a mandar en persona, le había precedido en Iliria, se reanimó
su valor y concibieron un proyecto más atrevido. Reuniendo los habitantes de
todos sus caseríos, consiguieron poner en campaña cuarenta mil hombres
(otros, para realzar el mérito del príncipe, han dicho sesenta mil), y
cayeron audazmente sobre el territorio romano.
Temiendo mucho Graciano aquella invasión, mandó
retroceder a las cohortes que había hecho adelantar hasta Pannonia, llamó la
reserva que prudentemente había dejado para guardar las Galias, y confió
el mando de aquel ejército a Nannieno, jefe de frío valor, a quien unió con
igual autoridad el valiente y belicoso Merobaudes, conde de los domésticos
y rey de los francos. Nannieno, que tornaba en cuenta la inseguridad de la
suerte de las armas, quería contemporizar, mientras que el ardiente valor
de Merobaudes se indignaba ante cualquier precaución que le impidiese
alcanzar cuanto antes al enemigo. Cerca de Argentaría, formidable ruido
reveló de pronto la presencia de los bárbaros. Tocóse ataque y vinieron a
las manos. Primeramente una nube de flechas y dardos derribó sin vida a
muchos de uno y otro bando, y ya iban a estrecharse más de cerca, cuando viendo
los romanos la multitud que tenían delante, rehusaron el combate en línea,
y ganando un terreno cubierto de bosque, en el que cada cual se situó como
pudo, resistieron valerosamente, hasta el momento en que llegó la guardia
del Emperador a tomar parte en la pelea. La llegada de aquella gente
escogida, la brillante regularidad de sus armas y traje intimidaron a los bárbaros,
que comenzaron a volver la espalda, haciendo frente de tiempo en tiempo,
solamente por resistir hasta el fin; pero en último extremo quedaron tan
maltratados, que, según se dice, del formidable número que hemos citado
solamente escaparon cinco mil, cuya fuga protegió el espesor del bosque. El
rey Priario, el promotor más ardiente de aquélla mortífera expedición,
pereció en ella con sus mejores guerreros.
Después de esta gloriosa hazaña, el ejército
emprendió de nuevo su marcha a Oriente; pero inclinándose de pronto hacía la
izquierda, atravesó ocultamente el río. Alentado Graciano por
aquel triunfo, había resuelto dar el último golpe, si era posible, a
aquella nación turbulenta y desleal. Casi exterminados ya por sus armas,
los lencienses recibían aviso sobre aviso de su repentina
llegada, quedando dominados por extraordinaria turbación. Faltábales
tiempo para preparar una defensa cualquiera, para convenir algún plan; y
solamente pudieron ganar apresuradamente por caminos practicables para
ellos solos, alturas abruptas e inaccesibles, y desde allí pelear
desesperadamente
Al fin Graciano y sus capitanes comenzaron a
pensar que era locura obstinarse sin esperanza contra una posición inexpugnable
por su propia naturaleza. Emitiéronse las opiniones, como ocurre en tales
casos, y al fin convinieron en limitarse a un bloqueo y rendir por hambre a los
bárbaros, tan bien defendidos por la disposición del terreno. Éstos, cuya
obstinación no era menor que la nuestra, y que conocían mejor los parajes,
marcharon a ocupar picos más elevados aún. Pero el Emperador aprovechó en
el acto aquel movimiento para volver a la ofensiva, desplegando la mayor
energía para abrirse paso hasta ellos. Convencidos ahora los lencienses de
que estaba decretada su pérdida, imploraron la gracia de que se les
recibiese a capitulación; y después de entregar, como se les exigía, lo
más florido de su juventud, que vino a confundirse con nuestros soldados,
obtuvieron libertad para regresar a sus hogares.
Imposible es describir la decisión y energía que
desplegó Graciano en estos hechos realizados como de pasada, y cuyo resultado
fue mantener en respeto al Occidente. En este príncipe,
apenas adolescente, se había, complacido la naturaleza en reunir los
diferentes méritos de la elocuencia, moderación, valor y dulzura. Apenas
cubría sus mejillas ligero vello, y ya prometía, un rival a los mejores
soberanos. Pero inconsiderada afición a exhibirse, fomentada por bajas
adulaciones, le llevó a imitar preferentemente las vanas proezas del
emperador Cómmodo, aunque suprimiendo la sangre humana. El mayor placer de
Cómmodo era atravesar con sus flechas, en presencia del pueblo,
considerable número de fieras; y se creyó sobrehumano el día en que, por su
mano, mató uno a uno y de un solo golpe respectivamente cien leones
soltados a la vez en el anfiteatro. También gozaba Graciano en atravesar
con sus flechas los animales dañinos en los recintos donde se
les encerraba; haciendo estas diversiones que olvidase los asuntos más
graves; y esto en una época en que el mismo Marco Antonio, si hubiese
ocupado el trono, no hubiese tenido demasiado con toda su sabiduría y el
apoyo de colegas semejantes a él, para remediar los males de la república.
Después de prepararlo todo, en cuanto permitían
las circunstancias, para la seguridad de la Galia, y castigado al escutario
cuya indiscreción había revelado su marcha hacia la Iliria, Graciano se
dirigió por el fuerte llamado Árbol Feliz y por Lauriaco, para acudir en
socorro de las provincias invadidas.
Entretanto Frigérido, cuya inteligente atención se
dirigía constantemente al bien público, se apresuró a fortificar el paso de
Succos, para impedir a las partidas ligeras que recorrían los
campos extenderse como un torrente por las provincias septentrionales del
Imperio. Pero de pronto le enviaron por sucesor al conde Mauro, carácter
tan feroz como venal, el más voluble e indeciso de los hombres. Este es el
mismo Mauro que hemos visto en los libros anteriores, no siendo
todavía más que simple guarda del palacio, cortar la indecisión de Juliano
para aceptar la corona, colocándole su propio collar en la cabeza. Así,
pues, cuando todo estaba en peligro, se enviaba a sus hogares a un hombre
de acción y de recursos, mientras que por intereses del Estado, debían
haberle buscado en el fondo mismo de su retiro.
(Año 378 de J. C.)
Al fin se había decidido Valente a salir de
Antioquía, y atravesaba lentamente la distancia que la separa de
Constantinopla, donde no hizo más que presentarse, bastando para expulsarle
una
Mientras ocurrían estas cosas en Tracia, Graciano,
que acababa de informar a su tío, por medio de una carta, de su victoria sobre
los lencienses, hacía caminar a sus bagajes por la vía de tierra; y él
mismo, bajando el Danubio con sus tropas más ligeras, desembarcaba en Bononia
y desde allí llegaba a Sirmium, donde solamente permaneció cuatro días, a
pesar de estar padeciendo una fiebre intermitente, marchando en seguida,
por la misma vía, al sitio llamado Campo de Marte, sufriendo en este camino
repentino ataque de los alanos, que mataron algunos hombres de
su comitiva.
La doble noticia de la derrota de los alemanes y
de la victoria conseguida por Sebastián, que éste exageró mucho en su
comunicación, puso en extraordinaria agitación a Valente. Levantóse
el campamento de Melanthiada, porque ansiaba poder oponer algún hermoso
triunfo a la fama del hijo de su hermano, cuyo mérito mortificaba su
envidia. Disponía de un ejército numeroso, cuya composición nada tenía de
despreciable, porque se encontraban en bastante número los veteranos que
había llamado a las armas; encontrándose además no pocos varones notables,
entre ellos el ex general Trajano. Muy pronto fueron informados por los
exploradores, que ahora desempeñaron diligentemente su oficio, de que los
bárbaros trataban de interceptar por medio de destacamentos
las comunicaciones con los puntos de donde se obtenían víveres.
Inmediatamente marchó a ocupar los desfiladeros una partida de arqueros a
pie sostenida por una turma de caballería, bastando esto para hacer
fracasar los proyectos de los bárbaros.
Al tercer día se avisó la proximidad del enemigo,
que avanzaba como desconfiando de alguna sorpresa, en dirección a Nicen,
encontrándose a quince millas de Andrinópolis. Su número no pasaba de diez
mil, según el relato de los exploradores, aunque se ignora si esto fue
resultado de una equivocación. Arrastrado el Emperador por temerario
ardimiento, se apresuró a salir a su encuentro, marchando con las tropas
formadas en cuadros. Cuando llegó a los arrabales de Andrinópolis acampó
allí, fortificándose con una empalizada y un foso; y mientras esperaba
impacientemente a
Preparábanse, pues, al combate, cuando un
presbítero del rito cristiano (así les llamaban ellos) llegó al campamento de
parte de Fritigerno, con otros legados de inferior rango.
Recibido bondadosamente, presentó una carta de aquel personaje en la que
pedía para los suyos, arrojados, como él, de sus hogares por la irrupción
de los pueblos salvajes, la concesión del suelo de la Tracia y lo que
contenía en ganados y granos, prometiendo perpetua paz si se accedía a su
demanda. Además de la carta oficial que presentó aquel cristiano, adicto
servidor de Fritigerno, traía otra confidencial, escrita con la astucia y
especial habilidad para el engaño que poseía el jefe bárbaro, en la que
insinuaba con el tono de futuro aliado y amigo, que para dulcificar la ferocidad
de sus compatriotas y llevarles a condiciones ventajosas para el Imperio,
no había otro medio que mostrarles de tiempo en tiempo las armas romanas.
La presencia solamente del Emperador les asustaría, quitándoles el deseo
de combatir. La legación no obtuvo resultado, porque se sospechó
la intención.
Al amanecer el día cinco de los idus de Agosto, se
puso en movimiento el ejército, dejando los bagajes bajo las murallas de
Andrinópolis con suficiente guardia. En el interior de la ciudad quedaron
el prefecto y los miembros civiles del consejo con el tesoro y los ornamentos
imperiales. A medio día no habían adelantado más que ocho millas por
caminos detestables y bajo un cielo abrasador, cuando anunciaron los
exploradores que habían visto el círculo formado por los carros del
enemigo. En el acto tomaron sus disposiciones los generales romanos, mientras
los bárbaros, según su costumbre, lanzaban al viento sus feroces y
lúgubres alaridos. El ala derecha de la caballería estaba al frente,
sostenida por numerosa infantería. El ala izquierda, que por la
dificultad del camino se encontraba todavía a la espalda, conservando con
mucha dificultad el orden de marcha, apresuró el paso para colocarse en
línea; y, mientras se desplegaba sin obstáculos, el ruido terrible de las
armaduras y de los escudos que resonaban bajo las picas de nuestros
soldados, quebrantó el valor de los godos, con tanto más motivo, cuanto
que no habían llegado todavía Alatheo y Safrax, que operaban más lejos con
los suyos. Presentóse, pues, una legación de los bárbaros para proponer la
paz; pero como no la formaban varones importantes, el Emperador se negó a
oírles y pidió, para tratar, negociadores cuyo rango ofreciese garantía. Siguió
a esto un intervalo: los godos no buscaban más que subterfugios para ganar
tiempo, a fin de dejar a la caballería que esperaban el necesario para
llegar, mientras que nuestros soldados estaban devorados por la sed bajo
un clima abrasador, más y más caldeado por las hogueras que el enemigo
alimentaba de intento por todas partes. Añádase a esto que hombres y
bestias sufrían ya los horrores de la escasez.
Entretanto, el juicioso y previsor Fritigerno, que
hubiese preferido no correr los riesgos de una batalla, nos envió uno de los
suyos como portador del caduceo. Si nosotros le enviábamos inmediatamente
varones notables como rehenes, se ofrecía a tomar partido por nosotros y
a suministrarnos todo lo que faltaba. Una proposición de tal naturaleza de
jefe tan temible, se recibió con apresuramiento y gratitud, designándose
por unanimidad como fiador de nuestra palabra al tribuno Equicio, pariente
del Emperador e investido entonces con el cargo de guarda de palacio. Pero
se resistió a ello, fundando su negativa en que, habiendo sido prisionero de
los godos, y habiéndose escapado de sus manos en Dibalto, podía temerlo
todo de su salvaje indignación.
Entonces se ofreció espontáneamente Ricomeres a
ocupar su puesto, con la fundada esperanza de honrarse con este acto .de valor,
partiendo en seguida dispuesto a justificar su dignidad y nacimiento. Pero
antes que llegase al campamento enemigo, nuestros arqueros, mandados
por Iberiano y Bacurio, peleaban ya con los bárbaros, y su retirada, tan
precipitada como inoportuno había sido el ataque, señalaba
desfavorablemente el principio de la campaña. Esta escaramuza anuló el
efecto de la abnegación de Ricomeres, que no pudo avanzar más; y en el mismo
momento la caballería de los godos, con Alatheo y Safrax a, la cabeza y
reforzada por un cuerpo de alanos, llegó como el rayo que estalla en la cumbre
de los montes, destruyéndolo todo a su paso.
A los pocos momentos no se oía por ambas partes
más que el ruido de las armas que chocaban y el silbido de las saetas. La misma
Belona aumentaba el lúgubre sonido de las bocinas, encarnizada más que
nunca en la destrucción del nombre romano. Ya comenzaban a ceder los nuestros;
pero a los gritos para contenerlos, detiénese aquel movimiento y redobla
el furor del combate como vasto incendio; pero ante los espantosos huecos
que hacen en las filas los dardos y flechas del enemigo, el miedo paraliza
otra vez a los nuestros, viéndose a las dos filas chocar como las proas de las
naves y pareciendo su movimiento el de las olas del mar.
Entretanto nuestra ala izquierda había penetrado
hasta los carros, y sin duda habría llegado más lejos de estar sostenida; pero
abandonada por el resto de la caballería, quedó abrumada como bajo enorme
derrumbamiento de tierra, por la masa de bárbaros que cayó sobre ella. Sin
apoyo la infantería, de tal manera se vieron estrechados los manípulos
unos contra otros, que no había espacio para manejar la espada. En este
momento resonaron horribles gritos y enormes torbellinos de polvo,
obscureciendo el cielo, impedían lanzar los dardos, que sembraban la muerte.
Imposible era ensanchar las filas para retirarse ordenadamente, siendo
demasiado grande la compresión para poder huir individualmente. Entonces
los legionarios, apretando el puño de sus espadas, hirieron como
desesperados sobre todo lo que encontraron a su alcance. Los cascos y las corazas
de ambas partes caían en pedazos bajo el filo de las hachas. Aquí y allá
algún bárbaro de gigantesca estatura, derribado por el hierro que le había
desjarretado o cortado un brazo o traspasado por una flecha, contraídas
las facciones para lanzar el último grito de furor, y presa ya de la muerte,
amenazaba todavía con la mirada. El suelo desaparecía bajo los
combatientes que caían por ambos lados, y no se podían oír sin
estremecerse los dolorosos gritos de los moribundos, ni resistir la vista de
sus atroces heridas. En medio de esta horrible confusión, nuestros
soldados, extenuados de fatiga y careciendo ya de serenidad y fuerza, para
obrar, desarmados de la mayor parte de sus lanzas, que se les habían roto
entre las manos, como último recurso se lanzaban empuñada la espada,
despreciando todo peligro, en medio de los grupos más apretados de los
bárbaros, y, en el último esfuerzo para vender cara su vida, se deslizaban
en el suelo empapado de sangre, pereciendo algunas veces por sus propias
armas. Por todas partes corría la sangre, presentándose la muerte bajo todas
las formas; no se pisaba más que sobre cadáveres. Añádase que el sol, que
había dejado el signo de Leo para entrar en el de Virgo, lanzaba sus rayos
a plomo, perjudicando especialmente a los romanos, agobiados ya por el
hambre y la sed y rendidos bajo el peso de la armadura. Rechazados al fin
por la masa enemiga, se vieron obligados al recurso extremo de huir en
desorden y cada uno por su lado.
En medio de la dispersión de una parte del
ejército, el Emperador, profundamente turbado y saltando por encima de montones
de cadáveres, consiguió refugiarse entre los lancearios y maciarios, que
habían resistido hasta entonces sin moverse el furioso choque de los bárbaros.
Al verle, exclamó Trajano que todo estaba perdido si el príncipe,
abandonado por las tropas romanas, no encontraba protección entre los
auxiliares. El conde Víctor, que lo oyó, corrió en seguida a reunir a los
batavos, que Valente había dejado de reserva detrás de su guardia; pero no encontrando
ni uno solo, no pensó más que en salvarse él mismo, haciendo otro tanto
Ricomeres y Saturnino.
Entretanto los bárbaros, con encendidos ojos,
acudieron a atacar el resto de nuestro ejército. Debilitados por la sangre que
habían perdido, unos caían sin saber de dónde había partido el
golpe; otros, derribados solamente por el choque del enemigo, no faltando
quienes sucumbían atravesados
El Emperador, a lo que se dice (porque nadie
asegura haberlo visto, ni estado junto a él en tal momento), cayó al obscurecer,
mortalmente herido por una flecha, y pereció sin que pudiese encontrarse
su cuerpo. Un grupo de enemigos, que se detuvo largo tiempo en aquel punto
para despojar a los muertos, no permitió que se acercase ningún fugitivo
ni campesino. Su muerte se parece a la del Emperador Decio, que, en una
sangrienta batalla que libró a los bárbaros, arrebatado por un caballo
fogoso, fue arrojado en un pantano del que no pudo salir y donde hasta su
cadáver desapareció. Otros dicen que Valente no murió en el acto, sino que
se retiró con algunos candidatos y eunucos, a la casa de un campesino,
mejor construida que de ordinario, y provista de segundo piso. Allí,
mientras manos sin experiencia cuidaban de vendarle, llegó de pronto el
enemigo, y sin conocerle, le libró de la deshonra del cautiverio; porque,
recibido a flechazos por la comitiva del príncipe, mientras se esforzaban
los bárbaros en derribar las puertas que habían atrancado por no detenerse
ante aquel obstáculo, perdiendo tiempo que podían emplear en el saqueo,
reunieron en derredor de la casa montones de leña y paja, prendieron fuego
y la redujeron a ceniza con todo lo que contenía. Un candidato que
cogieron al tratar de huir por una ventana, les dijo, con
mucho sentimiento por parte de los bárbaros, la gloriosa ocasión que
habían perdido de coger vivo al Emperador. Estos detalles los dio aquel
joven, que, más adelante, consiguió escaparse. El segundo Escipión,
después de reconquistar la España, pereció también por el fuego que prendieron
los enemigos a una torre donde se había refugiado. Pero lo único cierto es
que, lo mismo que Escipión, Valente no pudo recibir sepultura.
Cuéntanse entre las víctimas más ilustres de
aquella catástrofe a Trajano y Sebastián, Valeriano y Equicio, uno gobernador
de las caballerizas y el otro del palacio, y treinta y cinco tribunos con
mando o sin él. También pereció Potencio, tribuno de los promus, muerto en la
flor de la edad. Este joven, que se había granjeado la estimación de todos
los hombres honrados, tenía en su favor, además de su mérito personal, la
gloriosa memoria de su padre Ursicino. Cosa averiguada es que apenas
sobrevivió de aquella matanza la tercera parte del ejército; y, si se exceptúa
la batalla de Cannas, los anales no mencionan tamaño desastre, bien se
examinen los reveses experimentados por los romanos en los combates en que
la fortuna se mostró adversa a sus armas, bien nos remontemos a las
fabulosas declamaciones con que los griegos han descrito sus catástrofes.
Tal fue el fin de Valente, que frisaba entonces en
los cincuenta años, y después de un reinado de poco menos de catorce.
Examinemos ahora sus virtudes y vicios puesto que no carecemos
de testimonios contemporáneos. Fue amigo fiel y seguro, dispuesto a
reprimir la intriga y guardador severo de la disciplina y las leyes.
Atendió cuidadosamente a impedir la ambición de sus parientes, que querían
aprovechar sin moderación este título, y mostró circunspección no desmentida
jamás al conferir cargos y retirar la investidura. Administrador
equitativo de las provincias, velaba por sus intereses como por los suyos
propios, no permitiendo aumento alguno de los impuestos existentes, cuyos
atrasos no se cobraban sino con mucha parsimonia. No podían encontrar en él
indulgencia alguna la malversación ni la corrupción de los jueces, y nunca
estuvo mejor gobernado el Oriente bajo este aspecto. Era generoso, pero en
justa medida, demostrándolo un ejemplo entre otros muchos. Conocida es la
proverbial avidez de los cortesanos: cuando alguno de ellos solicitaba que le
pusiese en posesión de algunos bienes vacantes u otra gracia de igual
naturaleza, el Emperador comenzaba por dejar, con la mayor imparcialidad,
amplia latitud a las observaciones y reservas de los interesados. Si
otorgaba al fin la concesión era bajo la condición de que el pretendiente había
de repartir los beneficios con otros tres o cuatro individuos igualmente
favorecidos, sin haber mostrado previamente ninguna pretensión. Esta
perspectiva de segura concurrencia enfriaba mucho los impulsos de la codicia.
En gracia de la brevedad, omitiré el número de edificios que construyó o
Su avidez no tenía límites, ni tampoco su
desaplicación para los negocios; ostentaba aparatosamente los rigores oficiales
del poder, pero era cruel por instinto. Carecía de educación, no teniendo
noción alguna de literatura ni de arte militar. Su mayor satisfacción, al ver
aumentar su tesoro particular, era que costase gemidos a otro; y mostraba
especialmente atroz alegría cuando una acusación ordinaria tomaba entre
sus manos las proporciones de crimen de lesa majestad, porque entonces
podía disponer de la vida y fortuna de un rico. Menos perdonable aún es su
fingido respeto a las leyes y decisiones judiciales, cuando, formados por
él, los tribunales eran notoriamente los instrumentos de sus caprichos.
Violento y poco asequible para todo, siempre recibía las
acusaciones, fuesen verdaderas o falsas; peligrosa tendencia hasta para
los que no ocupan el poder.
Era pesado y perezoso de cuerpo; tenía el color
moreno y una mancha en un ojo, pero este defecto no se veía a distancia. Su
estatura era mediana, proporcionado en sus miembros; aunque tenía las
piernas arqueadas y algo abultado el vientre.
Nada puedo añadir a este retrato, de cuyo parecido
puede dar testimonio toda la generación actual; pero no debo omitir una
particularidad de este príncipe. Recordaráse el oráculo de la
trípode interrogado por Patricio e Hilario, como los tres versos
proféticos pronunciados en esta ocasión. Valente, espíritu tosco, despreció al principio
esta predicción; pero su recuerdo le persiguió más adelante, cuando la
desgracia comenzaba a pesar sobre él. De indiferente pasó a
pusilánime, temblando al solo nombre del Asia, porque recordó, de otros
más ilustrados que él, que Homero y Cicerón han hablado de un monte Mimas,
que domina la ciudad de Eritea en aquella provincia. Después de su muerte
y de la retirada de los godos, dícese que se encontró cerca del punto
mismo donde se supone que cayó, un monumento en piedra en el que aparecían
grabados caracteres griegos indicando que aquel era el sepulcro de un
personaje de noble alcurnia, llamado Mimas.
Cuando la noche extendió su manto sobre el campo
de batalla, todos cuantos habían escapado del hierro huyeron a tientas por uno
y otro lado, según les empujaba el miedo, creyendo sentir a cada momento
el brazo del enemigo levantado sobre su cabeza. Los gritos, los gemidos de
los heridos, los sollozos de los moribundos, formaban a lo lejos horrible
concierto.
En cuanto amaneció, los vencedores, como fieras
irritadas a la vista de la sangre, se lanzaron en masa contra la ciudad de
Andrinópolis, decididos a destruirla a toda costa. Por los desertores
y tránsfugas sabían que allí se encontraban reunidos los principales jefes
del Estado y que tenían con ellos los ornamentos imperiales y el tesoro de
Valente. Para no dejar a su ardor tiempo de enfriarse, desde la cuarta
hora del día acometieron a la plaza y empeñóse el combate, por parte de
los sitiadores con el furor que desprecia la muerte; por los nuestros, con
el valor tranquilo que se indigna de ceder. Considerable número de
soldados y de criados del ejército, llevando consigo caballos, no habían
podido entrar en la plaza; y estas fuerzas, apoyándose en las fortificaciones
y casas contiguas, se defendieron enérgicamente, no obstante la desventaja
de la posición, sosteniendo hasta la hora novena todo el furor de los
bárbaros. Trescientos peones que quisieron rendirse en cuerpo al enemigo
fueron rodeados y muertos, ignórase por qué; pero se observó que desde
aquel momento no hubo ninguna tentativa de deserción, por grave que fuese
la situación en que se encontrasen. Al fin, después de tantas desgracias,
el cielo nos envió una lluvia que, cayendo a torrentes, acompañada de
relámpagos y truenos, dispersó aquella multitud que se agitaba en torno de
las murallas, obligándola a buscar el abrigo circular de sus carros. Pero no
había disminuido su presunción, porque desde allí nos enviaron un
mensajero con una carta amenazadora. Este, aunque provisto de un salvoconducto,
no se atrevió a penetrar en la ciudad sitiada y encargó su mensaje a un
cristiano. Tratóse la carta con el desprecio que merecía, y los sitiados
dedicaron el resto del día y toda la noche a trabajos de defensa.
Tapiáronse interiormente las puertas con grandes piedras y se
Pero los godos, disgustados por las dificultades
de la empresa, viendo que mataban o herían a los más esforzados de los suyos y
que los destruían en detalle, recurrieron a una estratagema que solamente
fracasó por manifiesta intervención de la justicia del cielo. Candidatos
desertores, sobornados por ellos, se comprometieron a entrar en la ciudad
fingiendo escaparse del campamento enemigo, e incendiar uno de sus
barrios. Las llamas serían la señal del asalto, mientras que ocupados todos
los sitiados en extinguirlas, dejarían las fortificaciones sin defensores.
En cumplimiento del convenio, los candidatos se presentaron en la orilla
del foso, tendiéndonos manos suplicantes y pidiendo a título de
compatriotas. No había razón alguna para desconfiar de ellos, y se les
recibió sin dificultad. Pero se entró en sospechas cuando, interrogados acerca
de las intenciones de los godos, no estuvieron conformes en sus
contestaciones; y cuando el tormento les arrancó el secreto de su
traición, a todos les cortaron la cabeza.
Entretanto, repuestos los bárbaros de su primer
temor, reuniendo sus medios de ataque, cayeron de nuevo sobre las inexpugnables
puertas de la ciudad. Los jefes eran los más encarnizados; pero los
habitantes y hasta los criados del palacio se unieron a los soldados
para aplastarles. En medio de aquella multitud no se perdía ningún golpe.
Observóse que los bárbaros nos devolvían los dardos que les arrojábamos; y
en seguida se mandó que, antes de usar las flechas, las cortasen la cuerda
que sujeta el hierro a la madera; lo que hacía que, sin perder fuerza ni
efecto cuando herían, se desmontasen cuando se perdía el golpe. Inesperada
circunstancia estuvo a punto de terminar el combate. Una piedra enorme,
lanzada por un escorpión (máquina de las vulgarmente llamadas onagros),
colocado en frente de numeroso grupo de enemigos, se rompió al caer al
suelo, y, aunque no hirió a nadie, produjo tanto estupor a los bárbaros,
que no hubo ninguno de los presentes que no se aprestase a huir; pero los jefes
mandaron atacar y continuó el asalto. Sin embargo, los romanos conservaron
la ventaja: casi ninguna flecha o piedra de honda quedaba perdida; porque
si, ardiendo en deseos de apoderarse de los tesoros mal adquiridos de Valente,
los jefes godos daban ejemplo exponiéndose en primera fila, la emulación
llevaba a los soldados a compartir los peligros. Unos caían traspasados
por los dardos o aplastados por los terribles efectos de las máquinas;
otros, que llevaban escalas y se empeñaban en apoyarlas en las murallas y subir
a ellas caían bajo pedazos de roca, fragmentos, troncos enteros de
columnas, que lanzaban desde arriba. Pero en vano se presentaba la muerte
bajo todas formas a los sitiadores; necesario fue que desapareciese el día
para poner término a su furiosa exaltación, sostenida por la vista
del considerable daño que causaban a los sitiados. Fuera y dentro de las
murallas se luchaba con encarnizamiento y energía; pero los godos, que
solamente atacaban en grupos desordenados, sin dirección ni conjunto y
como a la desesperada, cuando cerró la noche, volvieron tristemente a
sus tiendas, tachándose recíprocamente de demencia y ceguedad, por no
haber aprovechado el consejo de Fritigerno, de no exponerse a los peligros
de los asedios.
Durante toda la noche (que fue corta, como de
estío) los bárbaros pusieron por obra lo poco que sabían del arte de vendar las
heridas. Al amanecer celebraron consejo acerca del camino que debían
seguir; y, después de largo debate, decidieron apoderarse de Perintho, y
sucesivamente de todas las ciudades donde se habían guardado riquezas. No
carecían de noticias en cuanto a este punto, porque tenían con ellos
tránsfugas muy enterados de lo que existía en las localidades y hasta en
el interior de las casas. Habiendo adoptado el plan que les parecía más
provechoso, avanzaron lentamente, quemando y talando todo a su paso, sin
encontrar resistencia en ninguna parte.
En cuanto la gente refugiada en Andrinópolis se
enteró, por medio de reconocimientos, de la evacuación de las inmediaciones,
salió toda de la ciudad a media noche, con las riquezas que había podido
conservar. Unos se dirigieron por Filipópolis a Sárdica, otros a Macedonia,
caminando todos por los bosques, siguiendo senderos extraviados y evitando
cuidadosamente los caminos públicos. Su esperanza estribaba en encontrar a
Valente por un lado de aquéllos, porque se ignoraba que
Entretanto, reforzados los godos con las belicosas
bandas de los hunos y alanos, los soldados más duros de la tierra, y que el
hábil Fritigerno había sabido atraerse con maravillosas proezas, acamparon
en las inmediaciones de Perintho. Pero como permanecían bajo la impresión de
sus recientes descalabros, no se atrevieron a intentar nada contra sus
murallas, ni siquiera a acercarse a la plaza, contentándose con devastar
las fértiles inmediaciones, degollando o haciendo prisioneros a los
cultivadores. Los tesoros de Constantinopla era lo que más inflamaba su avidez,
y reservaban todos sus esfuerzos para la destrucción de esta magnífica
ciudad. Marcharon, pues, apresuradamente, pero formando apiñados grupos
por temor de sorpresa. Ya desplegaban su furia contra las fortificaciones
de la ciudad, cuando, por favor del cielo, sobrevino un accidente que
les decidió a retirarse. Acababa de reclutarse la guarnición de la ciudad
de un cuerpo de sarracenos (de cuyo origen y costumbres hemos hablado ya),
gente muy a propósito para la guerra de partidas, pero incapaz de
operaciones estratégicas regulares. Éstos, al acercarse la fuerza enemiga,
corrieron decididamente a su encuentro, trabándose empeñada escaramuza que
por mucho tiempo estuvo indecisa. Inaudito rasgo de ferocidad dio ventaja
a los bárbaros de Oriente. Uno de ellos, salvaje de crespo cabello,
desnudo, exceptuando la cintura, se lanzó con un puñal en la mano, con gritos
de fiera, en medio de las filas opuestas, y, aplicando los labios al
enemigo que había derribado, chupó ávidamente la sangre de sus heridas.
Los bárbaros del Norte se estremecieron ante aquel atroz espectáculo;
quebrantóse su esperanza, y desde aquel momento no mostraron tanta energía en
el ataque. Al fin perdieron por completo el valor, viendo desde lejos el
inmenso circuito de las murallas de la ciudad, el prodigioso desarrollo de
los barrios, sus inaccesibles magnificencias y aquella innumerable
población cubriendo el terreno hasta el estrecho que separa los dos
mares. Después de haber perdido más gente que mataron, destruyeron sus
máquinas de sitio y retrocedieron en dispersión hacia las provincias
septentrionales, que cruzaron sin que nadie les detuviese, hasta el pie de
los Alpes Julianos, llamados en otro tiempo Vénetos.
Al tener noticia de los desastrosos
acontecimientos de la Tracia, Julio, jefe de las tropas al otro lado del Tauro,
dio un golpe tan enérgico como saludable. Considerable número de
godos, trasladados anteriormente a estas provincias, habían sido
distribuidos en las ciudades y por cantones. Con secreto muy difícil de
conservar hoy, consiguió Julio ponerse de acuerdo por medio de cartas con
sus jefes inferiores, para realizar, en un día dado, la matanza general de
aquellos bárbaros, reuniéndolos con promesa de pago de estipendio. Esta
útil medida, llevada a cabo con discreción y rapidez, preservó de los mayores
males a nuestras provincias orientales.
Esta narración, comenzada en el reinado de Nerva,
concluye en la catástrofe de Valente. Viejo soldado y griego de nación, he
hecho cuanto he podido por desempeñar bien mi cometido; presentando mi
trabajo al menos como obra sincera, y en el que la verdad, que profeso, en
ninguna parte, que yo sepa, se encuentra alterada o incompleta. Que
consignen lo demás otros más jóvenes y doctos, a los que aconsejo que
escriban mejor que yo y eleven el estilo.
FIN DE LA HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO DEL 350 AL
378
AMIANO MARCELINO
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