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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXIX
Secretas pretensiones del notario Teodosio al
Imperio.—Acusado en Antioquía ante Valente del crimen de lesa majestad, es
condenado a muerte con sus numerosos partidarios.—Múltiples ejecuciones en
Oriente por maleficios y otros crímenes verdaderos o supuestos.—Rasgos
de crueldad y de salvaje barbarie de Valentiniano en Occidente.—Pasa el
Rhin por un puente de barcas para sorprender al rey Macriano, pero fracasa
el golpe por falta de soldados.—Teodosio, general de caballería en las
Galias, marcha al África en contra del rebelde Firmo, hijo del rey moro
Nabal; le derrota en muchos combates, le reduce a matarse y devuelve por este
medio la tranquilidad a la comarca.—Irritados los quados por el inicuo
asesinato de su rey Gabinio, se coligan con los sármatas, entran a sangre
y fuego en la Valeria y la Pannonia y destruyen casi por completo dos
legiones. Prefectura urbana de Claudio.
(Año 371 de J. C.)
Había terminado el invierno, y Sapor, rey de los
persas, enorgullecido con sus anteriores triunfos, después de llenar los huecos
de su ejército y provisto abundantemente a su equipo y subsistencia, entró
en campaña al frente de sus catafractos, arqueros y otras tropas a sueldo.
El conde Trajano y Vadomario, ex rey de los alemanes, llevaron contra él fuerzas
respetables, pero con órdenes que les recomendaban especialmente
mantenerse a la defensiva. En cumplimiento de estas órdenes, al llegar a
Vagabanta, donde les hostilizaron vivamente, tuvieron que rehusar la batalla
y retirarse, evitando cuidadosamente derramar sangre enemiga, para que no
se les pudiese atribuir la violación del tratado. Pero obligados al fin a
aceptar el combate, causaron mucho daño a los Persas, alcanzando la
victoria. El resto de la estación pasó para ambas partes librando ligeras
escaramuzas con suerte diferente; acordándose al fin, de común
consentimiento, una tregua, y los dos reyes, sin dejar de considerarse en
guerra, dejaron sus respectivos ejércitos. Sapor pasó a invernar
en Ctesifonte, y Valente regresó a Antioquía, donde, mientras descansaba
sin temores en cuanto al exterior, estuvo a punto, como se verá, de
sucumbir bajo los ataques de los enemigos interiores.
Dirigía reclamaciones muy fundadas contra los
intendentes Anatolio y Spudasio, Fortunaciano, tesorero del dominio privado. Un
tal Procopio, carácter díscolo y turbulento, les sugirió la idea de
deshacerse de aquel incómodo vigilante, y Fortunaciano, cuyo carácter
era impetuoso y que llevaba las cosas hasta el extremo, se enteró de sus
manejos. En vez de contenerse en los límites de su autoridad, entregó en
seguida a la jurisdicción del prefecto del pretorio a un tal Paladio,
hombre de baja estofa, considerándole como envenenador asalariado por sus
enemigos, y al intérprete del horóscopo de Heliodoro; suponiendo que conseguiría
de aquellos hombres, por medio de la tortura, la confesión de alguna
tentativa contra su vida. Aplicóseles rigurosamente el tormento; pero en
medio de las torturas, exclama de pronto Paladio, que no se trata de
nimiedades; que si le dejan hablar, revelará una trama de mayor alcance;
trama urdida desde mucho antes, y que, si no se acude pronto, producirá un
trastorno general. Invitado a explicarse libremente, aquel hombre comienza
una declaración extensísima; asegurando en primer lugar que el ex presidente
Fidusto, de acuerdo con Pergamio e Ireneo, había conseguido, por medio de
conjuros, conocer el nombre del sucesor de Valente. Quiso la casualidad
que se encontrase cerca Fidusto: detuviéronle y le introdujeron
secretamente. Careado con su acusador, ni siquiera intentó negar los hechos
citados y reveló por completo una trama deplorable. Sin vacilar confesó
sus conversaciones referentes al heredero inmediato del trono con Hilario
y Patricio, versados en la adivinación, y habiendo servido el primero en
las milicias del palacio. La suerte, interrogada por la. magia, les había
revelado un príncipe excelente, anunciándoles al mismo tiempo que les
amenazaba una muerte trágica. Entonces se habían preguntado quién era
entre los contemporáneos el hombre superior a quien pertenecía aquel
nombre predestinado, y habían creído encontrar en Teodoro, que a la sazón había
ascendido al segundo grado del notariado, la personificación de su idea.
En efecto; Teodoro era como lo habían juzgado.
Oriundo de antigua e ilustre familia de las Galias, desde la niñez había
recibido brillante educación. Amable, prudente y modesto, eminentemente
dotado de atractivos personales y de claridad de entendimiento, siempre se
había mostrado superior a cada nuevo empleo que se le confiaba, haciéndose
estimar igualmente de sus superiores y de sus subordinados; siendo tal vez
el único hombre de quien pudiera decirse que no trababa su lengua temor
ninguno, porque la dirigía siempre la razón. Fidusto, torturado casi hasta la muerte,
añadió a esta declaración, que había dado cuenta del vaticinio a Teodoro por
medio de Eucerio, varón de ciencia y elevada posición, que recientemente
había administrado el Asia como viceprefecto. Preso inmediatamente,
habiendo dado cuenta al Emperador, como de costumbre, su ferocidad
natural, sobrexcitada por las bajas adulaciones de sus cortesanos, se
inflamó repentinamente, a modo de antorcha destructora. El adulador más
sobresaliente de todos era Modesto, prefecto del pretorio, a quien
atormentaba día y noche el temor de que le reemplazasen. Sus rebuscadas
felicitaciones, cuya exageración frisaba en ironía, acariciaban agradablemente
el oído poco delicado del Emperador. Modesto calificaba su informe
facundia de elocuencia ciceroniana, exagerando un día la adulación hasta
el punto de decir que bastaba al Emperador quererlo para que compareciesen
ante él hasta las estrellas.
Inmediatamente fue arrebatado Teodoro de
Constantinopla, a donde había ido para asuntos particulares. Entretanto
continuaba el proceso sin levantar mano, y diariamente se traía desde
los puntos más lejanos del Imperio a los acusados más distinguidos por su
posición o nacimiento. No bastaban las cárceles ni las casas particulares,
convertidas en prisiones, para contener la multitud que aglomeraban en
ellas; y no había nadie que no estuviese preso o temiese ver a alguno de
los suyos arrojado a un calabozo. Teodoro llegó al fin, vestido de luto y
medio muerto ya, encerrándole solo en un punto retirado de la ciudad; y
preparados ya todos los elementos del proceso, diose al fin la señal de
aquel sangriento juicio.
Igualmente engaña el que oculta lo verdadero como
el que supone lo falso: así es que no trataré de negar (cosa, por otra parte,
averiguada) que la vida de Valente no hubiese estado amenazada ya, y que
en aquel momento mismo no corriese graves peligros. Una vez vio a
sus propios soldados volver sus armas contra él; pero le protegió la
fortuna, que le reservaba para la catástrofe de 'Tracia. El atentado del
escutario Salustio, que estuvo a punto de matarle en un bosque, donde
dormía la siesta, entre Seleucia y Antioquía, fracasó como los otros contra una
vida que, desde su primera hora, había marcado con su sello la fatalidad.
En tiempos de Cómmodo y de Severo habíase visto más de un ejemplo de tentativas
semejantes y gravemente comprometida la vida del príncipe. Una vez, entre
otras, al entrar Cómmodo en su palco del teatro, recibió una puñalada casi
mortal del ambicioso senador Quinciano. Sin el auxilio de su hijo, adolescente
aún, Severo habría sido acribillado de heridas en su propia cámara
imperial, impulsado a este crimen por Planciano el centurión Saturnino.
Esto justifica en algún modo a Valente, por haberse defendido, en cierta
medida, contra la traición que amenazaba su vida; pero no excusa aquella
intratable soberbia del poder, aquel inmoderado deseo de venganza, que le
hizo confundir en ciego procedimiento y afligir con la misma pena a
inocentes y culpados. Hasta tal punto se llevó la precipitación,
que muchas veces se deliberaba acerca de la culpabilidad, cuando el
príncipe había pronunciado ya la sentencia; y alguno se enteraba de que
estaba condenado, cuando ni siquiera sabía que era sospechoso. La crueldad
de Valente se encontraba excitada más y más por su insaciable codicia
y por la de sus cortesanos, siempre al acecho de la nueva presa que se
presentaba y dispuestos a tachar de debilidad a quien por casualidad
alzaba la voz en favor de los sentimientos humanitarios. Su ponzoñosa
adulación no hacía más que endurecer a aquel hombre, que con una palabra daba
la muerte, con el propósito de llegar, aunque fuese a costa del
desquiciamiento del Estado, a la ruina de las fortunas más elevadas. Dos
defectos de este Emperador daban amplio espacio a estas perniciosas
influencias. En primer lugar, su cólera se irritaba por el sentimiento de
vergüenza que le hacía experimentar; y además, accesible como cualquier
particular a toda confidencia, se hubiese sonrojado como príncipe, al
descender a examinar algo. De aquí aquella multitud de inocentes
Habiéndose reunido los comisarios bajo la
presidencia del prefecto del pretorio, hízose provisión de potros, pesos de
plomo y cordeles. Dominando el ruido de las cadenas, resonaba la voz de
los ministros del tormento, repitiendo continuamente las palabras aprieta,
cierra, comprime a otro. Vimos a muchos de aquellos desgraciados pasar del
tormento al último suplicio. Pero se confunden los hechos, olvido los
detalles y solamente puedo resumir rápidamente mis recuerdos.
El primero a quien se oyó fue Pergamio, quien,
como antes dijimos, acusaba a Paladio de haber leído en lo porvenir con auxilio
de la magia. Pergamio hablaba bien, y con gusto cedía a la intemperancia
de su lengua. Viendo, después de algunas preguntas insignificantes, que
vacilaban sus jueces acerca del orden que debían seguir en su
interrogatorio, tomó atrevidamente la iniciativa y comenzó a citar
innumerable serie de pretendidos cómplices, a quienes hacía gravísimos cargos,
y que era necesario ir a buscar hasta en el Atlas. Como su declaración
complicaba extraordinariamente el asunto, para terminar, le condenaron a
muerte; haciéndose lo mismo con algunos otros en aquel día. Obrábase de
esta manera para llegar más pronto a Teodosio, meta olímpica de toda
investigación. Siniestro incidente había señalado ya aquel día. Salia, ex
tesorero de Tracia, a quien fueron a buscar en su prisión para someterlo a
un interrogatorio, había caído muerto en brazos de sus carceleros, en el
momento en que metía el pie en el calzado. Sin duda sucumbió bajo la
influencia del terror, porque, si bien se había constituido un tribunal,
apareciendo jueces para conservar un simulacro de formas jurídicas, las
decisiones emanaban de la voluntad del amo, y todos los corazones
temblaban de miedo. Valente, avezado ya al crimen, había abandonado
por completo la equidad; y si se le hubiese escapado una sola víctima, su
rabia habría sido la de una fiera del circo que ve desaparecer al guardián
que acaba de abrirle la jaula, en el momento en que cree coger ya aquella
presa para desgarrarla.
Introdujeron en seguida a Patricio e Hilario,
intimándoles respondiesen acerca de los hechos de que se les acusaba: y como
vacilasen desde el principio, les destrozaron los costados con tenazas. Al
fin les presentaron la misma trípode de que se habían servido para sus
operaciones mágicas, y confundidos entonces, prometieron completa
confesión. El primero que habló fue Hilario, diciendo:
«Cierto es, magníficos jueces, que, bajo funesta
inspiración, construimos con varillas de laurel la trípode presente, para
figurar la de Delfos, y que, después de haber recitado sobre ella
palabras místicas y haber realizado con mucho aparato los ritos del
ceremonial de consagraciones, la hemos empleado muchas veces para
descubrir las cosas secretas. En esta especie de adivinación se procede de
la siguiente manera: comiénzase por purificar la casa con emanaciones de
perfumes de Arabia; en seguida se coloca la trípode en la parte central, y
sobre ella se pone un plato redondo, de metal compuesto, en cuyo borde
están grabadas circularmente, a distancias iguales y en
caracteres legibles, las veinticuatro letras del alfabeto. Una persona
vestida y calzada de lino, ceñida la frente con una cinta, y teniendo en
la mano un propicio ramo de verbena, permanece de pie, invocando con las
fórmulas consagradas, al dios que preside la ciencia adivinatoria. Esta persona
tiene suspendido sobre el plato un anillo de hilo de lino, lo más delgado
posible y consagrado según los ritos misteriosos, el cual, balanceándose,
se detiene alternativa: mente sobre algunas letras. La reunión de estas
letras forman las respuestas a las preguntas que se hacen, respuestas en
versos regulares de ritmo y medida, como las que da el oráculo pitónico o
el de Branchis. A la pregunta «¿Quién es el sucesor inmediato al Imperio,
que goce de todas las virtudes?», el anillo forma el disílabo Oso, con la
adición de otra letra. En el acto exclama uno de nosotros: «El destino designa
a Teodoro»; y no continuamos, seguros ya de que éste era aquel por quien
se preguntaba.»
A esta detallada declaración, añadió Hilario, en
descargo de Teodoro, que todo se había hecho
No correrá tu sangre sin venganza. El enojo de
Tisiphon prepara en las llanuras de Mimas terrible retribución a aquellos cuyos
corazones arden en el deseo del mal.
Dejáronles declamar hasta el fin, y en seguida
comenzaron a funcionar las uñas de hierro. Acto continuo, y para apresurar la
conclusión, hicieron entrar en masa a multitud de acusados, todos del
grado de los honorati, que formaban el núcleo de la conjuración. Pensando cada
cual en salvar su vida, se esforzaba en dirigir el golpe sobre la de su
compañero, permitiéndose al fin a Teodoro que hablase a su vez. Empezó
éste por arrodillarse y pedir gracia. Intimado para que contestase a
las preguntas, confesó las confidencias de Eucerio, añadiendo que muchas
veces había estado a punto de revelarlo todo al Emperador; pero que
siempre le había disuadido Eucerio, asegurándole que la revolución
esperada se realizaría naturalmente, por el inflexible decreto del destino y
sin usurpación violenta del trono. Eucerio, cruelmente desgarrado por los
verdugos, confirmó aquellas palabras; pero presentaron cartas escritas por
Teodoro a Hilario, que deponían en contra del primero; demostrando
claramente, a pesar de la ambigüedad de los términos, que existía completa
confianza en la predicción, y que, lejos de detenerse por algún escrúpulo,
estaba impaciente por la realización. Conocido esto, pasaron a interrogar
a otros, compareciendo Eutropio, a la sazón procónsul de
Asia, imputándosele haber tenido conocimiento de la trama, y no debiendo
su salvación más que a la firmeza del filósofo Pasifilo, que, torturado
hasta la muerte para arrancarle una mentira, persistió en su heroica
negativa. Presentaron en seguida otro filósofo, Simónides, muy joven todavía,
pero con principios muy austeros. Acusábanle de haber recibido
confidencias de Fidustio: vio que la pasión, y no el deseo de verdad,
inspiraba el debate; y desde aquel momento declaró que, efectivamente,
se lo habían revelado todo, pero confiando en su discreción, y que había
callado.
Enterado de todo el Emperador, que había seguido
atentamente el proceso, confirmó el acuerdo de los jueces y condenó a muerte a
todos los acusados, que fueron decapitados en presencia de inmensa
multitud, la cual mostró horror ante tal espectáculo, sin poder reprimir sus
gemidos. ¡Hasta tal punto se consideraba desgracia pública la de cada uno
de los condenados! Solamente se exceptuó a Simónides, porque su intrépida
firmeza exasperó la crueldad de su juez, que le condenó al fuego.
Simónides abandonó la vida como se abandona una amante tiránica, impasible y
sonriendo en medio de las llamas. Su fin se pareció al del célebre
filósofo Peregrino, llamado Proteo, que, decidido a abandonar la vida, se
arrojó en presencia de toda la Grecia, reunida en los juegos olímpicos, a
una pira construida por él mismo.
En los días siguientes, multitud de personas de
todo rango, cuyo número y nombres no recuerdo, envueltas en las redes de la
acusación, fatigaron los brazos del verdugo, quedándoles muy escasa vida
después de los azotes y los tormentos. Algunos fueron ejecutados mientras se
discutía si irían o no al suplicio; aquello fue verdadera carnicería. Para
dar aspecto menos repugnante a la matanza, idearon después reunir en
montón libros y cuadernos encontrados en diferentes casas y quemarlos en
presencia de los jueces, suponiendo que trataban de cosas ilícitas, cuando la
casi totalidad eran obras de Derecho o de artes liberales.
Poco después el insigne filósofo Máximo, cuyas
lecciones tanto habían contribuido a la vasta instrucción del Emperador
Juliano, fue acusado de haber tenido conocimiento del
vaticinio; conviniendo en ello y excusando con su carácter de filósofo el
haber guardado silencio. También aseguró haber dicho que todos los que
habían interrogado las suertes perecerían en el último suplicio. No por
esto dejó de ser trasladado a Éfeso, su patria, para decapitarle allí,
mostrando así que la suerte del acusado no depende tanto de la gravedad de
los cargos como de la disposición del juez. Otra acusación igualmente
falsa recayó sobre Diógenes, miembro de ilustre familia y personalmente
distinguido por su ingenio, elocuencia y ameno trato. Había sido mucho
tiempo corrector de Bitinia, y le hicieron morir para apoderarse de su
rico patrimonio. La odiosa tiranía
Así, pues, un hombre entregado por Fortunaciano al
rigor de las leyes, aquel Paladio, coágulo de todas las miserias, iba
acumulando ruinas sobre ruinas, y sembrando por todas partes luto
y lágrimas. Explotando a su gusto, sin distinción de fortuna y de rango,
una acusación de extraordinario alcance, como hábil cazador, sabía tender
mortales redes sobre muchas cabezas a la vez; acusando a unos por hechos
de sortilegio y a otros como cómplices de atentado a la majestad del
trono. Las esposas no tenían tiempo para llorar a los esposos. En cuanto se
lanzaba alguna acusación, llegaban en seguida los agentes, que, so
pretexto de poner los sellos, deslizaban entre los efectos del acusado
algún oráculo, algún amuleto de vieja o receta para componer
filtros, constituyendo otros tantos cuerpos de delito ante tribunales en
que jamás se aplicaban las leyes, la conciencia ni la equidad para
distinguir la verdad de la calumnia. Sin escuchar la defensa, sin que
se formulasen acusaciones concretas, pronunciábase la confiscación y la
muerte, y entonces jóvenes y viejos, ágiles o tullidos, marchaban o eran
llevados al suplicio. Para eludir las pesquisas por todas partes, en las
provincias de Oriente, se arrojaban al fuego los libros: ¡tan grande era el
terror que se había apoderado de los ánimos! En una palabra, nos
encontrábamos entonces como vagando a tientas en medio de densas tinieblas
y temblando todos con aquel miedo que experimentaba el convidado de
Dionisio, cuando, sentado ante un banquete, más temible que el hambre misma,
veía incesantemente la espada suspendida por un hilo sobre su cabeza.
Por entonces Bassiano, varón de preclaro origen y
notario que se distinguía entre los primeros, fue acusado de haber empleado la
magia para servir a sus ambiciosas miras. En vano demostró que no había
consultado las suertes sino para conocer el sexo del hijo que su
esposa llevaba en el seno; confiscáronle su rico patrimonio, y gracias a
la influencia e intercesión de su familia se libró de la muerte.
En medio del estruendo de tantas nobles casas que
se derrumbaban, el infernal asociado de Paladio y émulo suyo en maldad,
Heliodoro el Matemático, como vulgarmente se le llamaba, iniciado ya en
las misteriosas intrigas del palacio, dirigía con seguridad sus mortales
dardos; no omitiendo caricias ni seducciones para que tal individuo dijera
lo que sabía, o más bien lo que le sugería su imaginación. No había mesa
servida con más delicadeza que la suya, y se le prodigaba el dinero para
sus mercenarias voluptuosidades. Cuando se le veía pasar por las calles con
torvo semblante, todos procuraban evitar su mirada. Su descaro aumentó
cuando el título de prepósito de los oficios cubicularios le dio entrada
en el gimnasio. En alta voz decía que las sentencias del Emperador harían
derramar muchas lágrimas. En su calidad de abogado enseñaba a Valente a redondear
sus frases, a emplear figuras y a intercalar en sus discursos palabras de
efecto.
Demasiado largo sería referir todo el daño que
causó aquel malvado; solamente citaré la insolencia con que se atrevió a poner
mano en las dos columnas del patriciado. Aquella increíble audacia que,
como ya he dicho, le daban las confidencias de palacio y su vanidad, que no
retrocedía ante ninguna infamia, le llevaron hasta intentar a los dos
respetables hermanos Eusebio e Hipacio, deudos en otro tiempo del
Emperador Constancio, la acusación de aspirar al Imperio y de
emplear ocultas maniobras para conseguirlo. Añadía Heliodoro, para dar
verosimilitud a la acusación, que Eusebio se había mandado hacer ya el
traje imperial. Escuchado con avidez, aquella denuncia excitó una especie
de rabia en un déspota tan poco a propósito para mandar, puesto que se lo
creía permitido todo, hasta ser injusto. Acto continuo se llama de los
puntos más lejanos a cuantos designa el capricho de un acusador superior a
las mismas leyes y a quienes la citación turba en su profunda seguridad.
Comenzóse en seguida el proceso criminal, y cuando después de haber
faltado de mil maneras a la equidad y reglas de procedimiento, los
obstinados esfuerzos de la acusación solamente alcanzaron poner de manifiesto
la inocencia de los ilustres acusados, no por eso dejó de
El fracaso de este desenlace no despertó el menor
sentimiento de circunspección o de pudor. En el deslumbramiento de la
omnipotencia, el Emperador ni siquiera sospechaba que un carácter elevado
se rebaja al hacer daño, aunque sea por perjudicar a sus enemigos; y que no hay
nada más odioso que la dureza de corazón, aumentando los rigores
necesarios del poder. Cuando murió Heliodoro, bien de enfermedad, bien
porque la venganza apresuraba su fin (¡ojalá no hubiese dado tantos motivos
para creerlo!), multitud de honorati, vestidos de luto, entre los que se
encontraban los consulares Eusebio e Hipacio, marcharon, por orden
terminante, al frente del duelo. La absurda ceguedad del príncipe en
aquella ocasión se manifestó hasta el escándalo. Primeramente se le
rogó por mucho tiempo en vano que no asistiera personalmente a la lúgubre
ceremonia; permaneciendo inflexible y sordo como si se hubiese tapado los
oídos con cera para pasar ante el escollo de las sirenas. Cediendo al fin
a reiteradas súplicas, exigió al menos que fuesen con la cabeza
descubierta, unos descalzos, otros con las manos cruzadas, acompañando
hasta el lugar de la sepultura el féretro de aquel miserable. Hoy mismo
nos estremecemos de ira solamente al recordar la humillación de tantos senadores
y hombres ilustres marchando de aquella manera, precedidos por el bastón
de marfil, los ornamentos y el registro de los fastos consulares. En
aquella comitiva se encontraba el joven Hipacio, tan notable en aquella
edad por sus virtudes; carácter dulce y tranquilo, que sometía su conducta
a la regla de honestidad más severa. Éste sostuvo dignamente la ilustración de
su familia, y sus actos en su doble prefectura serán gloriosos títulos
para sus descendientes.
Citaremos, finalmente, otro rasgo para acabar de
dar idea del carácter de Valente. En el momento en que llevaba la crueldad
contra sus víctimas hasta deplorar que la muerte la pusiera límites, un
hombre atrozmente bárbaro, el tribuno Polenciano, quedó convicto, confesándolo
él mismo de haber abierto el vientre, viva, a una mujer en cinta, y de
haberla arrancado el feto de las entrañas, con objeto de evocar los manes
del infierno y sorprender, por medio de conjuros, el secreto de la
sucesión al Imperio. Pues bien; el Emperador le trató con benevolencia; y
aquel monstruo, en medio de los murmullos del Senado, se retiró absuelto y
en tranquila posesión de su empleo y fortuna, que era bastante
considerable, sin embargo, para despertar la codicia.
¡Oh sublimes luces de la filosofía, don celestial
concedido a algunos espíritus privilegiados y que puede transformar los
caracteres más ingratos! ¡Cuántos males se hubieran economizado en aquella
época de tinieblas, si Valente hubiese sabido que ocupar el poder es tener a
cargo la felicidad de todos, que el soberano debe restringir su autoridad,
combatir sus deseos y dominar sus iras; que debe tener presente siempre en
la memoria aquella frase del dictador César: «El recuerdo de la crueldad
es mal compañero para la vejez.» Que la vida del hombre es algo en el mundo,
y formando parte integrante de la suma de la existencia humana, nunca es
excesiva la lentitud y circunspección para deliberar acerca de su
extinción, ni inconsiderada tampoco la prudencia para no apresurar la
consumación de un acto irrevocable, como lo atestigua este hecho tan conocido
de la antigüedad: Una mujer de Smirna confesó a Dolabela, procónsul de
Asia, que había envenenado a su esposo y a los hijos que había tenido de
él, porque descubrió que de común acuerdo habían hecho perecer a un niño
que había tenido de otro matrimonio anterior. El procónsul declinó el
juicio y entendió del asunto otro tribunal. Igual vacilación mostraron los
nuevos jueces. ¿Era criminal el acto o simplemente justa represalia?
Llevóse por fin el juicio a la jurisdicción del areópago, elegido algunas
veces, según se dice, por árbitro entre los dioses. Oída la causa, el areópago
citó a la acusadora y acusada para dentro de cien años, no queriendo
absolver a una envenenadora ni condenar a una madre que había vengado a su
hijo. Nunca es demasiado tarde para hacer lo que, por su propia
naturaleza, no tiene remedio.
Pero la justicia no había cerrado los ojos ante
los atentados que acabamos de referir, ante aquella violación de personas
libres, cuyos cuerpos llevarían de por vida las señales de los tormentos.
Elevándose hasta el cielo el grito de la sangre derramada, lo oyó el dios de la
venganza y ya se encendía la antorcha de la guerra; iba a cumplirse el
oráculo; ninguno de aquellos actos había
Mientras calmadas las hostilidades por el lado de
Persia, dejaban el campo libre a las atrocidades de que Antioquía era teatro,
el horrible enjambre de las furias remontaba el vuelo sobre las murallas
de esta ciudad y marchaba a posarse sobre el Asia. La fatalidad llevó a Oriente
a un tal Festo Tridentino, de obscuro y bajo nacimiento, compañero de
abogacía en otro tiempo de Maximino y a quien éste quería como hermano.
Este hombre fue primeramente administrador en Siria, después secretario de
mandos, adquiriendo en estos dos empleos fama de dulzura y respeto a las
leyes. Más adelante llegó a ser procónsul de Asia, y hasta entonces parecía
destinado a no unir a su nombre más que honrosos recuerdos. Había llegado
hasta sus oídos el rumor de las persecuciones que llevaba a cabo Maximino,
y censuraba abiertamente aquella conducta como odiosa y funesta; pero vio
que por el derramamiento de sangre aquel monstruo había adquirido títulos para
el cargo de prefecto del pretorio y, desde aquel instante, no tuvo Festo más
que un deseo, el de obtener el mismo adelanto por los mismos medios: un
cómico no cambia con más rapidez de papel. En el acto comenzó a mirar
ávidamente a todos lados buscando ocasiones de hacer daño, teniendo por
seguro que la prefectura vendría a sus manos en cuanto estuviesen teñidas
de sangre inocente. Su maldad, usando la palabra menos enérgica, se mostró
de diferente manera. Bastará citar algunos hechos muy conocidos y
notables, especialmente por su manifiesta intención de imitar lo que acontecía
al mismo tiempo en Roma. En proporciones más restringidas, causó
relativamente igual daño. Condenó cruelmente a morir en el suplicio más
atroz a un filósofo llamado Ceranio, que no carecía de mérito; siendo el
único crimen de este hombre haber escrito a su esposa una carta que
terminaba con estas palabras: Sú Sé vóei, Kaí olé^e iqv nÚAqv (cuida de
coronar la puerta); frase proverbial con que se da a entender que va a
ocurrir algo importante a alguno. Hizo perecer como maga a una pobre
anciana que pretendía poseer el secreto de curar, por medio del canto, la
fiebre intermitente, y a la que él mismo había llamado para que cuidase a
su hija. Por medio de un registro se había descubierto entre los
documentos de un ciudadano notable de la población un horóscopo de
Valente. Preguntósele al interesado con qué objeto tenía en su casa la
constelación del nacimiento del príncipe; y aunque el desgraciado hizo mil
protestas de que era de un hermano suyo que hacía mucho tiempo había
perdido, y que se llamaba también Valente, como prometió demostrar,
Festo mandó que le desgarrasen los verdugos y le condenó a muerte sin
esperar pruebas. A un joven, a quien se vio en un baño llevar
alternativamente los dedos de las dos manos a los escalones de piedra y al
pecho, recitando las siete vocales griegas, creyendo encontrar en esta práctica
remedio para las enfermedades de estómago, se le sujetó a procedimiento y
murió de mano del verdugo, después de sufrir el tormento.
Debemos interrumpir aquí la serie de los
acontecimientos de Oriente, para atender a los que tenían lugar en la Galia.
Entre otras calamidades encontramos aquí a Maximino desempeñando
la prefectura del pretorio, con la inmensa autoridad que lleva consigo
este cargo; auxiliar terrible de las pasiones de un soberano demasiado
dispuesto ya al abuso del poder. Lo poco que diremos de los hechos
bastará, a poco que se medite, para dar la medida de lo que pasaremos en
silencio, omitiendo el cuadro completo de los furores del despotismo
extraviados por depravados consejos.
La presencia de Maximino hizo que Valentiniano
diese vuelo a su ferocidad natural, impaciente ya ante todo freno y rechazando
toda regla y contrapeso. Viose desde entonces a este príncipe abandonarse
a su instinto como nave entregada al furor de las olas y de las tempestades.
A cada momento el cambio de color, pasos precipitados o alteración de la
voz, denotaban en él alguna emoción violenta. No se conoce bastante el
exceso de sus arrebatos, por lo que citaremos algunos ejemplos.
En un día de caza, un criado que tenía sujeto a un
perro de Laconia para lanzarlo sobre la pieza al pasar, lo soltó demasiado
pronto, porque se lanzó sobre él, mordiéndole para escapar. Valentiniano
hizo matar a palos al criado y mandó enterrarle inmediatamente. A un operario
de la manufactura que le había llevado una coraza primorosamente trabajada
y que esperaba generosa retribución, le hizo matar porque la coraza pesaba
poco en opinión suya. También envió al suplicio
Repugna al ánimo referir tales horrores y hasta
temo que se me acuse de calumniar a un príncipe tan apreciable bajo otros
conceptos. Sin embargo, no puedo pasar en silencio que alimentaba con
carne humana dos osas voraces cuyas jaulas estaban colocadas cerca de
su dormitorio. Llamábase la una Mica aurea y la otra Inocencia; que había
dado a cada una de ellas guardas especiales encargados de mantener su
feroz instinto. A Inocencia cuando hubo desgarrado y sepultado en su
vientre bastantes cuerpos humanos, le fue devuelta en recompensa la libertad de
los bosques...
Estos ejemplos demuestran claramente que
Valentiniano era sanguinario por inclinación y por principio; pero la crítica
más adversa no podría poner en duda su talento. Necesario es reconocer que
habría hecho menos quizá por la seguridad del Estado ganando muchas batallas
que con aquella muralla armada que opuso a las empresas de los bárbaros...
El enemigo no podía moverse sin que le descubrieran desde alguno de los
fuertes, siendo rechazado en el acto.
La preocupación más constante de Valentiniano en
medio de los cuidados del gobierno, era, imitando lo que hizo Juliano con
Vadomario, apoderarse por fuerza o por astucia de la persona del rey
Macriano. El poder de este rey alemán había aumentado por nuestras prolongadas
vacilaciones, encontrándose ya bastante fuerte para presentarse francamente
como enemigo. Valentiniano comenzó por tomar a tiempo sus disposiciones,
adquiriendo por medio de desertores los datos necesarios para el éxito de
una sorpresa. En seguida, con todas las precauciones posibles
para mantener secreto su proyecto y evitar todo fracaso, echó un puente de
barcas sobre el Rhin. Severo, que mandaba la infantería, avanzó hasta las
aguas de Mattias, donde se detuvo, asustado de su aislamiento y ante la
posibilidad de verse envuelto con tan pocas tropas. Encontrábanse
allí mercaderes de los que trafican en botín y esclavos con los ejércitos,
y para que no revelasen la marcha, mandó matarles, apoderándose de sus
despojos. La llegada del resto de las fuerzas tranquilizó a la vanguardia.
Acamparon apresuradamente como pudieron, para pasar la noche, no teniendo
ninguno ni una sola bestia de carga; prescindiendo todos de tienda, exceptuando
el Emperador, para quien improvisaron un techo formado con tapetes. En
cuanto amaneció, continuaron la marcha, saliendo Teodosio con la
caballería para explorar el camino... (laguna). Los contratiempos
partieron de los soldados, quienes, a pesar de la prohibición del Emperador,
no dejaron de saquear e incendiar.
Alarmados los guardias de Macriano por los
clamores y ruido de las llamas, sospecharon el proyectado ataque, hicieron
subir a su rey en un carro muy rápido y desaparecieron con él en
las escabrosidades de la montaña, perdiendo da esta manera Valentiniano el
honor que esperaba conseguir de aquella empresa; y esto no por culpa suya
o de sus generales, sino por efecto de la indisciplina, que muchas veces
comprometió el triunfo de los ejércitos romanos. Para vengarse, taló el
territorio enemigo en cincuenta millas de extensión, y volvió a Tréveris
profundamente disgustado. Allí, estremeciéndose como el león a quien acaba
de escapar el ciervo o el cabritillo de que creía apoderarse, aprovechó el
espanto bajo cuyas influencia se habían dispersado las fuerzas bárbaras
para reemplazar a Macriano por Fraomario como rey de los Bucinobantos, tribu
alemana vecina de Mogontiaco. Más adelante, habiendo devastado las
posesiones de este príncipe una incursión, le envió a Bretaña con el
empleo de tribuno y le puso al frente de un cuerpo de compatriotas suyos,
que se distinguían en nuestro ejército por su bravura. También confirió
mandos a otros dos jefes de esta nación, Bitherido y Hortario. Pero más
adelante sorprendió Florencio, duque de Germania, una correspondencia de
Hortario con Macriano y otros jefes alemanes, y el tormento hizo confesar
la traición al culpable, que fue condenado a las llamas.
... (Laguna.) La mezcla de los hechos
contemporáneos produciría aquí inevitable confusión, por lo que me propongo
continuar seguidamente el relato.
Nabal, el más poderoso de los reyezuelos de
Mauritania, acababa de morir, dejando muchos hijos tanto de su esposa como de
sus concubinas. Zama, uno de estos últimos, que gozaba del favor del conde
Romano, fue muerto a traición por su hermano Firmo, lo que dio lugar a ruptura
y guerra, a consecuencia de intrigas del conde para vengar el asesinato de
su protegido. Parece ser que en la corte del Emperador se trabajaba mucho
para hacer llegar al príncipe, apoyadas en comentarios en el mismo
sentido, las envenenadas comunicaciones que Romano le dirigía contra Firmo,
mientras que se cuidaba mucho de que ignorase todo lo que alegaba éste
para su justificación. «El Emperador tiene otros cuidados más graves»,
decía Remigio, maestre de oficios, pariente y auxiliar de Romano: «es
necesario elegir mejor momento para llamar su atención sobre documentos
tan insignificantes.»
Descubrió al fin el moro las intrigas que impedían
se tomase en consideración su defensa; y temiendo que, a pesar de sus buenas
razones, se le tratase como rebelde, decidió provocar espontáneamente la
insurrección. Habíanse suscitado un enemigo irreconciliable, que era
necesario abatir antes que pudiese extender sus medios de perjudicar, para
lo cual enviaron inmediatamente al África, con débil destacamento de la
casa militar, al jefe de la caballería Teodosio, a quien sus eminentes
cualidades hacían acreedor a esta preferencia. Su carácter era parecido al de
Domicio Corbulón y de Lusio, que tanta fama alcanzaron por sus hazañas
militares bajo los reinados de Nerón y de Trajano. Teodosio partió de
Arles bajo favorables auspicios, pasó el mar con la flota cuyo mando había
tomado, y desembarcó en Igilgitana, en la Mauritania Sitifense, antes de que
se tuviese noticia de su partida. La casualidad le hizo encontrar al conde
Romano, con quien conversó afectuosamente, indicando a la ligera las
reconvenciones que esperaba este último, y hasta le encargó la
organización de un servicio de postas y de guardias avanzadas en la
Mauritania Cesariense. Pero en cuanto marchó Romano, dio orden Teodosio a
Gildón, hermano de Firmo y a Máximo para que prendiesen a su vicario
Vicente, cómplice notorio de sus despojos y crímenes. Obstáculos de
navegación habían retrasado la llegada de parte del ejército expedicionario;
pero en cuanto se reunió, marchó Teodosio a Sitifis, donde intimó a los
protectores que responderían de la persona de Romano y de sus criados.
Graves preocupaciones le agitaron durante su permanencia en aquella
ciudad, meditando acerca del medio de hacer maniobrar en aquel suelo abrasador
a soldados acostumbrados a las regiones boreales; y cómo alcanzaría a un
enemigo tan rápido, cuya única táctica es sorprender, sin aceptar nunca
batalla campal.
Vago rumor había llegado a Firmo, antes que el
anuncio seguro de la llegada de Teodosio. Asustado por la extraordinaria fama
de aquel adversario, se apresuró a escribirle y a solicitar, por
la mediación de emisarios, el olvido de lo pasado. Reconocía como culpable
su resolución, pero no había sido espontánea, habiéndole impulsado a la
rebelión la injusticia, como prometía probar. Teodosio aceptó la defensa;
ofreció tratar con Firmo en cuanto éste diese rehenes, y marchó en seguida
a la estación de Pancharia, donde había citado a las legiones de África para
revistarlas. Algunas palabras pronunciadas con noble y modesta firmeza
bastaron para reavivar su valor. En seguida volvió Teodosio a Sítifis,
donde reunió con el cuerpo expedicionario todas las fuerzas militares del
país; e impaciente ya por los aplazamientos de Firmo, se puso en campaña,
adoptando, entre otras acertadas medidas, una que le conciliaba ilimitado
afecto. Había suprimido el suministro de víveres a sus tropas por parte de
la provincia, declarando, con generosa confianza, que sus soldados no
contaban para mantenerse más que con las cosechas y almacenes del enemigo: y,
con profunda satisfacción de los propietarios del suelo, cumplió su
palabra.
Teodosio partió en seguida para Tubusumpto, ciudad
al pie del monte Ferrato, donde se negó a recibir otra diputación de Firmo, que
se presentaba sin los rehenes convenidos. Habiéndose hecho dar cuenta
allí, con la premura que exigía el tiempo, de la disposición del país, marchó
rápidamente contra las tribus de los Tendenses y Massissenses, que estaban
ligeramente armadas y mandadas por Maciszel y Dius, hermanos de Firmo. En
cuanto se tuvo a la vista estos enemigos tan difíciles de alcanzar,
cambiáronse nubes de saetas y en seguida trabóse furiosa pelea. En medio de los
gritos de dolor que brotan de un campo de batalla, dominaban los alaridos
de los bárbaros heridos o hechos prisioneros. La devastación e incendio de
la comarca fueron las consecuencias de nuestra victoria; quedando
destruida totalmente la granja de Petra, a la que su propietario Salmaces,
hermano de Firmo, había dado casi las proporciones de una ciudad. Animado el
vencedor con esta primera victoria, apoderóse con maravillosa rapidez de
la ciudad de Lamfoctense, en el centro mismo de los pueblos que acababan
de ser derrotados, acumulándose allí en seguida considerables
provisiones; porque el jefe romano quería, antes de penetrar en el
interior, disponer de almacenes a su alcance para el caso en que no
encontrase ante él más que un país devastado. Durante estas
operaciones, Maciszel que había conseguido levantar fuerzas en las tribus
vecinas, cayó de nuevo sobre nosotros y fue rechazado con grandes
pérdidas, debiendo él mismo la vida a la ligereza de su caballo.
Tan sobrecogido como debilitado Firmo por este
doble descalabro, recurrió otra vez a las negociaciones como última esperanza,
viniendo de su parte obispos a implorar la paz y ofrecer rehenes;
prometiendo en recompensa del buen recibimiento que tuvieron, cuantos víveres
se necesitasen y llevando favorable respuesta. Algo más tranquilo entonces
el príncipe moro, presentóse personalmente para hablar con el general,
enviando antes regalos, y montando además un caballo que podía sacarlo de
apuros en caso necesario. Impresionado al acercarse por la vista
de nuestros estandartes, y especialmente por el marcial aspecto de
Teodosio, arrojóse del caballo, y, prosternándose casi hasta el suelo,
confesó sus delitos con lágrimas en los ojos e imploró perdón y paz,
Teodosio, a quien sólo movía el interés del Imperio, le levantó, le abrazó, le
inspiró de esta manera confianza y obtuvo víveres. Firmo entregó como
rehenes algunos parientes suyos y se retiró confiado, prometiendo devolver
todos los prisioneros que habían caído en sus manos en los primeros
momentos de la sublevación. Dos días después, conforme estaba convenido,
entregó a la primera intimación la ciudad de Icosium, de cuyos fundadores
hablamos antes, y restituyó al mismo tiempo las enseñas, la corona
sacerdotal y todo el botín que había recogido.
Después de larga marcha entró Teodosio en la
ciudad de Tiposa, donde dio esta altiva respuesta a los enviados de Mazices,
que habiéndose coligado con Firmo, pedía suplicando perdón: «En breve iré
a pediros razón de vuestra pérfida conducta», despidiéndoles temblando bajo
la impresión de aquella amenaza. Desde allí marchó a Cesarea, noble y
opulenta ciudad en otro tiempo, cuyo origen hemos referido también en
nuestra descripción de África, casi reducida a cenizas a la sazón, y que
solamente presentaba escombros cubiertos ya de musgo. Allí estableció
las legiones primera y segunda, con orden de limpiar de ruinas la ciudad y
protegerla contra cualquier insulto de los bárbaros.
Al tener noticia de estos triunfos, los
principales funcionarios provinciales y el tribuno Vincencio abandonaron
apresuradamente las guaridas donde se habían refugiado y marcharon a Cesarea a reunirse con el general, que les recibió
afectuosamente. Antes de alejarse de esta ciudad, adquirió Teodosio el
convencimiento de la hipocresía de Firmo, quien, bajo capa de sumisión
y humildad, ocultaba el proyecto de caer sobre el ejército como el rayo,
en el momento en que estuviese menos preparado para esta agresión. Al
enterarse de esto, abandonó Teodosio Cesarea y marchó a situarse en el
pueblo de Sugabaris, situado a mitad de la vertiente del monte
Transcelense. Allí había arqueros de la cuarta cohorte que habían peleado en
las filas del rebelde. El general demostró indulgencia, limitándose
a,degradarles y enviarles a Tingaria, a donde relegó también parte de la
infantería constanciana con sus tribunos, uno de los cuales había colocado su
collar a modo de diadema en la frente de Firmo.
Entretanto llegaron Gildon y Máximo, llevando
consigo a Bellenes, uno de los principales mazicos, y al prefecto Fericio, que
habían hecho causa común con el autor de las turbulencias (laguna)...
Cumplióse la orden, y al levantarse Teodosio al amanecer, vio a los culpables
guardados en medio de las filas. Dirigiéndose entonces al ejército, dijo:
«Compañeros: ¿qué debe hacerse con los traidores que estáis viendo?» Y
accediendo en seguida al grito general, que pedía su muerte, entregó,
según la costumbre antigua, los desertores constancianos a la espada de los
soldados. A los jefes de los arqueros les cortaron las manos, y los demás
fueron condenados a muerte. Igual severidad había ejercido en otro tiempo
Curión con los habitantes de Dardania, habiendo creído aquel enérgico jefe
que éste era el medio de concluir con el espíritu de sublevación que renacía
en ellos como la cabeza de la hidra de Lerna. Los detractores de Teodosio
han aprovechado este acto de rigor para censurarle acerbamente, aunque aprueban
el de la antigüedad. «Los dardanios, dicen, eran nuestros mortales
enemigos; contra ellos fue legítima toda energía; pero soldados que
habían peleado bajo nuestras enseñas, no debieron haber sufrido aquel
tratamiento por su primera falta.» Contestaré a esto lo que ellos saben
quizá tan bien como yo, que no se trataba tanto de castigar esta cohorte
como de hacer un escarmiento. También mandó matar Teodosio a Bellenes y
Fericio, teniendo igual suerte Curandio, tribuno de los arqueros, por haberse
negado a combatir, apartando a sus soldados de la pelea. En aquel momento
recordaba el general la frase de Cicerón: «Prefiero saludable rigor a vana
ostentación de clemencia.»
Al abandonar Teodosio a Sugabaris, marchó a
derribar con el ariete el fuerte de Galonata, que, por sus robustas murallas,
formaba la principal guarida de los moros. Arrasó aquellas murallas y pasó
a cuchillo a cuantos encontró detrás de ellas. Desde allí marchó a Tigitanum,
por el monte Ancorado, y cayó sobre los mazicos, reunidos en aquel punto.
Nos recibieron a flechazos; pero aunque son belicosos y enérgicos,
tuvieron que ceder a la superioridad de nuestra disciplina y de nuestras
armas. Pronto quedó el campo sembrado de cadáveres; los demás volvieron la
espalda, siendo destrozados en la fuga. Sin embargo, algunos consiguieron
escapar, y más adelante obtuvieron el perdón que la buena política exigía
se les concediese. Su jefe Sugen... (laguna) había sucedido a Romano.
Teodosio le envió a poner guarniciones en las ciudades de la Mauritania Stifense,
con objeto de asegurar la provincia contra la eventualidad de una invasión. En
seguida, con la confianza que le inspiraban sus anteriores triunfos,
marchó contra los musones, tribu de bandidos y asesinos, a quienes el
convencimiento de sus crímenes había llevado al partido de Firmo, en el
momento en que parecía ofrecerle el porvenir probabilidad segura
de engrandecimiento.
A corta distancia de la ciudad de Addensa
enteraron a Teodosio de que se formaba contra él terrible coalición de pueblos
diferentes en costumbres y lenguaje; tempestad que le suscitaban
las instigaciones y brillantes promesas de Cyria, hermana de Firmo.
Disponía esta princesa de inmensos tesoros, y mostraba toda la obstinación
de su sexo en sus esfuerzos por sostener a su hermano. Teodosio reflexionó
entonces sobre la extraordinaria desigualdad de sus fuerzas, puesto que
solamente tenía tres mil quinientos hombres, y oponerlos a tan inmensa multitud
era arriesgar su pérdida y la de los soldados. Deseando ardientemente
pelear y avergonzándose de ceder, realizó lentamente un movimiento hacia
atrás, que muy pronto cambió en franca retirada la impetuosidad de la
muchedumbre que tenía delante. Alentados por esta ventaja, los bárbaros le
persiguieron con
Firmo vio entonces inminente su pérdida; y, no
confiando ya en la protección de sus numerosas fortalezas, abandonó a los
mercenarios, que había reunido a fuerza de dinero, para buscar refugio, a
favor de la noche, en las inaccesibles gargantas de los montes Caprarienses.
Su desaparición produjo la dispersión de los suyos y la toma de su campamento
por los nuestros, que lo saquearon. Cuantos opusieron resistencia fueron
degollados o hechos prisioneros y talado el país en considerable
extensión. El prudente vencedor, a medida que atravesaba el territorio de una
tribu, cuidaba de dejar a la espalda la autoridad en manos seguras.
Aquella obstinada persecución, que estaba muy lejos de haber previsto,
colmó los terrores del rebelde, que huyó de nuevo con
escaso acompañamiento, sacrificando a su seguridad sus preciosos bagajes.
Extenuada su esposa por el cansancio de aquella vida errante... (laguna).
Teodosio no perdonó a ninguno de los que cayeron
en sus manos. Encontrándose reanimados sus soldados por el pago del estipendio
y por mejor alimentación, derrotó con facilidad a los caprarienses y a sus
vecinos los abannos, llegando rápidamente a la ciudad de... (laguna). Allí
supo por seguro aviso que el enemigo se había situado en alturas rodeadas
de precipicios, posición a que no podía llegarse sin mucho conocimiento
del terreno. Viose, pues, obligado a retroceder, y los bárbaros
aprovecharon aquel breve descanso para sacar considerables refuerzos de los
pueblos etiópicos limítrofes. En seguida se lanzaron ciegamente sobre los
nuestros, imponiendo por un momento a Teodosio el aspecto de aquellas
formidables masas, con las que al principio peleó en retirada. Pero no
tardó en recobrar la ofensiva, y después de haber asegurado la subsistencia de
sus tropas, las llevó de nuevo al combate, blandiendo las armas con
terribles ademanes. Ya se lanzaban con furor algunos manípulos, desafiando
el formidable ruido de la marcha de las masas enemigas y golpeando con las
rodillas los escudos para responderle; pero su jefe era demasiado
circunspecto para aceptar el combate en condiciones tan desiguales. Limitóse,
pues, a inclinarse a un lado en buen orden, y, por medio de una maniobra
atrevida, ocupó la ciudad llamada Contense, que Firmo, por su posición
apartada y difícil acceso, había elegido para depósito de prisioneros.
Teodosio devolvió la libertad a todos los cautivos y castigó, con su
acostumbrado rigor, a los traidores y partidarios de Firmo.
Los dioses continuaban favoreciendo los planes de
Teodosio. Enterado por seguras comunicaciones de que Firmo se había refugiado
entre los isaflenses, penetró en su territorio, y ante su negativa de
entregarle su adversario, su hermano Mazuca y los demás de su familia, declaró
la guerra a la tribu. Libróse sangriento combate, demostrando los bárbaros
tal furia, que para resistirles tuvo que apelar Teodosio al orden de
batalla circular, quedando al fin derrotados los isaflenses y sufriendo
considerables pérdidas. Firmo, que se había presentado en los puntos de mayor
peligro, debió su salvación a la velocidad de su caballo, educado para
correr entre peñascos y precipicios. Mazuca, mortalmente herido, cayó
prisionero. Querían enviarlo a Cesarea, donde había dejado sangrientos
recuerdos; pero consiguió darse la muerte, desgarrando la herida con sus
propias manos; enviaron sin embargo su cabeza a los habitantes de aquella ciudad,
que la recibieron con alborozo.
Con justas severidades hizo pagar el vencedor a la
nación su obstinada resistencia; pereciendo en la hoguera Evasio, rico
ciudadano, su hijo Floro y algunos otros, convictos de haber
favorecido ocultamente al agitador.
Penetrando desde allí en el interior del país, Teodosio
atacó resueltamente a la tribu jubalena, cuna, según se dice, del rey Nabal,
padre de Firmo. Pero encontró en su camino una barrera de altas montañas,
en las que se penetraba por tortuosos desfiladeros; y aunque había arrollado al
enemigo, matándole mucha gente, temiendo aventurarse en una región tan
favorable a las sorpresas, se retiró sin pérdidas a la fortificación de
Audiense, donde se le sometió la feroz tribu de los
jesalenses, ofreciéndole socorros en hombres y víveres.
Con justificada confianza por sus anteriores
éxitos, quiso al fin Teodosio intentar el último esfuerzo para apoderarse de la
persona misma del autor de la guerra. Durante larga estación que hizo en
el fuerte Mediano, esperando con ansiedad el resultado de diversos planes concertados
para hacerse entregar a Firmo, supo de pronto que el enemigo había vuelto
entre los isaflenses. Entonces, sin dejarse dominar por los primeros
temores, marchó rápidamente contra ellos. Un rey, llamado Igmacen,
poderoso y considerado en aquellas comarcas, se presentó audazmente ante el
general, y con acento amenazador le dijo: «¿De dónde vienes? ¿Qué vas a
hacer en este país?» Teodosio le contestó tranquilamente: «Soy uno de los
condes de Valentiniano, soberano del universo. Me envía aquí para
libertarle de un bandido; y tú me lo vas a entregar en seguida, porque así lo
manda mi invencible Emperador, o perecerás con todo tu pueblo.» Al
escuchar estas palabras Igmacen prorrumpió en injurias y se retiró
profundamente irritado. Al amanecer el día siguiente, los dos ejércitos,
provocándose recíprocamente, se pusieron en movimiento para venir a las manos.
Los bárbaros presentaban en línea cerca de veinte mil hombres, teniendo en
reserva fuerzas escondidas, con el propósito de envolver las nuestras. Los
romanos solamente podían oponerles un puñado de hombres, pero convencidos
de su fuerza y confiados por sus recientes victorias, estrecharon
las filas, unieron los escudos formando tortuga y presentaron un frente
inquebrantable. Durante el combate, que se prolongó desde el amanecer
hasta la entrada de la noche, no se dejó de ver a Firmo sobre un caballo
muy alto, agitando su gran manto de púrpura, al mismo tiempo que gritaba
a nuestros soldados que le entregasen sin demora al tirano Teodosio,
inventor de suplicios, y que se libertasen al fin de tantos males como les
hacía sufrir. Estas palabras influyeron de distinta manera en el ánimo de
los nuestros; animándose unos más y más a pelear, pero otros retrocedieron: así
fue que, en cuanto obscureció, Teodosio aprovechó las sombras para
retirarse hacia el fuerte Duodiense. Allí revistó sus fuerzas, e hizo
perecer en diferentes suplicios a los soldados que se habían dejado llevar
de las palabras de Firmo, cortando a unos las manos y quemando vivos a otros.
Pasó en pie toda la noche, rechazando los ataques que intentaron los
bárbaros en la obscuridad en cuanto se ocultó la luna, matando muchos y
haciendo prisioneros a los más audaces. Desde allí marchó rápidamente, por
el lado que menos lo esperaban, contra los pérfidos jesalenses, taló y arruinó
su territorio, y en seguida regresó a Sitifis por la Mauritania
Cesariense, donde hizo quemar, después de romperles los huesos en el
tormento, a Castor y Martiniano, cómplices de los atentados de Romano.
En seguida renovó la guerra con los isaflenses,
quienes fueron muy maltratados en el primer empeño, perdiendo considerable
número. Su rey Igmacen, victorioso hasta entonces, se conmovió mucho ante
el desastre; y mirando en derredor, se vio aislado y perdido si persistía en su
actitud hostil. En el acto tomó su partido; huyó furtivamente de su
campamento y acudió a presentarse como suplicante delante de Teodosio, a
quien rogó le enviase al jefe mazico Masila para tratar con él. Teodosio
consintió en ello; comenzaron las negociaciones, y Masila le hizo saber, de
parte de Igmacen, que solamente había un medio para conseguir el resultado
que se quería de él; el de impulsar vigorosamente las hostilidades y
reducir por el temor a su nación, que estaba muy inclinada a favorecer al
rebelde, pero que se encontraba bastante debilitada por sus
anteriores descalabros. El consejo era a propósito para el carácter de
Teodosio, que no desistía fácilmente de sus resoluciones, para que dejase
de aprovecharlo: descargando tales golpes y tan repetidos a los
Esta muerte contrarió mucho a Igmacen, que quería
llevar vivo a Firmo al campamento romano. Sin embargo, mandó cargar el cadáver
en un camello, y provisto de un salvoconducto por mediación de Masila, se
dirigió personalmente hacia las tiendas romanas, cerca del fuerte
de Subicara. Allí colocaron el cadáver sobre un caballo y lo presentaron a
Teodosio, que recibió el homenaje con profundo regocijo. Llamóse a los
soldados y al pueblo para que declarasen si reconocían las facciones de
Firmo, y todos contestaron afirmativamente. Después de
este acontecimiento, Teodosio permaneció poco tiempo en Subicara,
regresando a Sitifis como en triunfo, siendo recibido con aclamaciones por
los diferentes órdenes de la población.
Mientras continuaba Teodosio su laboriosa campaña
por las arenas de Mauritania y el África, ocurrió inesperada sublevación de los
quados, nación que, atendida su actual debilidad, apenas puede
comprenderse cuán grande fue en otro tiempo su ánimo belicoso y su poder, como
lo atestiguan el atrevimiento y rapidez de sus triunfos y su audaz asedio
de Aquilea con los marcomanos; como lo atestigua también el saqueo de
Opitergio, y la sangrienta invasión que rompió la barrera de los Alpes
Julianos, y que apenas pudo contener el genio de Marco Aurelio. Ahora
tenía legítima causa su levantamiento. En cuanto se encontró en el trono
Valentiniano, dominado por la grande idea, pero que llevó hasta la
exageración, de dar al Imperio una frontera fortificada, extendió la línea
de sus trabajos más allá del Danubio, mandando se
levantasen fortificaciones hasta sobre el territorio quado, como si
perteneciese a los romanos. Herido quedó el sentimiento nacional de este
pueblo, pero sin manifestarse más que por murmullos contenidos o por medio
de legaciones. Maximino, que solamente pensaba en hacer daño, y cuya arrogancia
había aumentado con los honores de la prefectura, censuró de blandura y
desobediencia a Equicio, que mandaba entonces en Iliria, porque no estaban
terminados todavía los trabajos. Era necesario no pensar más que en el
bien del Estado, decía, y dar al joven Marceliano el título y autoridad de
duque de Valeria, para que el plan del Emperador quedase realizado
inmediatamente. Este doble deseo fue satisfecho: recibió su hijo el
nombramiento, marchó al paraje designado, y este digno heredero de
la insolencia paternal, sin emplear ni la más leve dulzura de lenguaje con
aquellos a quienes se despojaba con tan exorbitante e insólita pretensión,
hizo reanudar inmediatamente los trabajos, suspendidos un momento para dar
tiempo a que las reclamaciones llegasen al Emperador. Últimamente Gabino,
rey de los quados, vino en persona a rogar a Marceliano con las palabras
más humildes, que no llevase las cosas más lejos. Fingió éste entonces
ablandarse, e invitó al rey y a su comitiva a un festín, y despreciando
los derechos más sagrados, hizo asesinar a su confiado huésped, en el
momento que se retiraba después de la comida.
Inmediatamente se extendió entre los quados la
noticia de aquella infame celada, exasperándoles tanto como a las naciones
vecinas. Común dolor reunió a aquellos pueblos, y sus devastadoras bandas,
cruzando en seguida el Danubio, cayeron de improviso sobre la
población agrícola de la otra orilla, ocupada entonces en la recolección;
mataron a muchos habitantes y se llevaron a los demás con muchos ganados
de todas clases. Poco faltó para que hubiese que deplorar una desgracia
irreparable y una grande afrenta para el honor romano. La hija del
emperador Constancio, desposada con Graciano y a la que llevaban a su
esposo, estuvo a punto de que la arrebatasen en la posada pública de
Pistrense, donde estaba comiendo. Pero por favor de la Providencia,
Messala, corrector de la provincia, que estaba presente, la hizo montar en su
carro, y
Los sármatas y los quados, rematados bandidos y
ladrones, extendieron más y más sus estragos, arrebatando en tanto hombres,
mujeres y ganados, en tanto incendiando las mieses, degollando sin piedad
a los habitantes sorprendidos y gozando con salvaje alegría en las ruinas
y estragos que causaban. Propagándose el terror, llegó a Sirmio, donde
residía entonces Probo en calidad de prefecto del pretorio, hombre que no
estaba acostumbrado a emociones de este género; representándose el peligro
con los colores más sombríos, sin atreverse a levantar los ojos en
su turbación, y sin saber qué partido tomar, ocurriósele procurarse buenos
relevos de posta y huir a favor de la noche; pero reflexionándolo mejor,
no hizo nada, porque le hicieron comprender que imitándole, huiría toda la
población de Sirmio y que la ciudad, privada de defensores, caería
en poder del enemigo. Reponiéndose poco a poco del terror, Probo empleó
toda la actividad de su espíritu en atender a las exigencias de la
situación; mandó limpiar los fosos obstruidos por los escombros, reparar
lienzos enteros de las murallas, que habían dejado arruinarse durante la paz,
y hasta los elevó a la altura de las torres. Su afición le llevaba a las
obras, y una cantidad destinada a la construcción de un teatro le
proporcionó, en aquellas circunstancias, recurso suficiente para impulsar
con rapidez los trabajos y terminarlos. Últimamente completó estas
disposiciones con una medida muy útil, mandando venir de un cantón
inmediato una cohorte de arqueros para defender la ciudad en caso
necesario.
Esto era bastante para quitar a los bárbaros hasta
la idea de intentar el asedio. Ignorando este género de táctica, y embarazados
con el botín, prefirieron ponerse en persecución de Equicio, que, según
los desertores, había huido al interior de la Valeria. Dirigieron, pues, su
marcha hacia aquel lado, estremecidos de furor e impacientes por arrancar
la vida a un hombre a quien creían autor de la traición de que había sido
víctima su rey. Enviaron contra ellos dos legiones, la Pannoniana y
la Mesiaca, tropas excelentes, que indudablemente les habrían derrotado si
hubiesen obrado de acuerdo; pero durante la marcha una discusión sobre
precedencia y mando sembró la discordia entre ellas y maniobraron sin
concertarse. Observáronlo los sármatas, y sin esperar siquiera la señal
de sus jefes, cayeron bruscamente sobre la legión Mesiaca, matándole
considerable número de soldados, que ni siquiera tuvieron tiempo para
armarse; enardecidos con el éxito, cayeron sobre la Pannoniana, que cedió
ante el choque, habiendo sido segura su destrucción si parte de sus
soldados no hubiesen buscado salvación en la fuga.
Mientras se nos presentaba tan contraria la
fortuna en este punto, Teodosio el joven, duque de Mesia, que tanto se distinguió
después sobre el trono, libraba por otro lado una serie de
combates afortunados con los sármatas libres, designados así para
distinguirlos de sus esclavos rebeldes, y los rechazaba de nuestras
fronteras. Tan duros golpes descargó sobre ellos, que el mayor número
de aquellos bárbaros sirvió de pasto a las aves de rapiña y a las fieras.
Abatidos y desanimados los supervivientes, temieron que el activo general
atravesase sus fronteras o exterminase las fuerzas que les quedaban,
sorprendiéndolas en las inmensas selvas que tenían que atravesar. Todos sus
esfuerzos para abrirse paso habían fracasado, y por tanto renunciaron a
pelear, implorando la paz y el olvido de lo pasado. Concedióseles una
tregua y la presencia de un temible cuerpo de galos, enviados para reforzar
el ejército de Iliria, contribuyó sin duda a hacérsela respetar.
En medio de estas turbulencias, siendo Claudio
prefecto de Roma, el Tiber, que desemboca en el mar Tirreno después de recibir
las aguas de multitud de afluentes naturales o artificiales, extraordinariamente
aumentado de pronto por las lluvias, se salió de madre e inundó casi toda
la ciudad, que divide en dos partes. El suelo en todos los puntos llanos y
deprimidos desapareció bajo las aguas, destacándose solamente de la
inundación las colinas y parte elevada de los barrios, ofreciendo algún
refugio. Interrumpidas las comunicaciones, multitud de personas habrían
muerto de hambre, de no haber organizado un servicio de barcas para
llevarles provisiones. Al fin calmó la crecida, las aguas se abrieron paso
por todas partes hacia el mar y renació la confianza. La
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