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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXVIII
Considerable número de senadores y mujeres
patricias son acusados y condenados a muerte por magia, envenenamiento y
adulterio.—El emperador Valentiniano guarnece con fortificaciones y
castillos toda la orilla del Rhin por el lado de las Galias.—Los alemanes matan
algunos soldados romanos empleados en una obra de éstas.—Los bandidos de
Marathocypra, en Siria, exterminados por orden de Valente y arrasado su
pueblo.—Teodoro restaura las ciudades saqueadas por los bárbaros en
Bretaña, repara las fortificaciones de esta isla y reconstituye la provincia, a
la que da el nombre de Valentia.—Olibrio y Ampelio son prefectos de Roma
sucesivamente.—Vicios del Senado y del pueblo romano.—Los sajones en la
Galia.—Los romanos aprovechan una tregua para sorprenderles y
exterminarles.—Valentiniano compromete a los borgoñones, con la falsa
promesa de obrar de acuerdo, a lanzarse sobre el territorio alemán.
Conocen el engaño y regresan a su país, después de matar a los prisioneros.—Desastres
causados por los austurianos en la provincia de Trípoli y en las ciudades
de Leptis y (T.ci, quedando impunes a consecuencia de los
fraudulentos manejos del conde Romano, que engaña al Emperador.
Mientras que, como ya hemos dicho, la perfidia del
rey de Persia lo removía todo en Oriente, resucitando la guerra con sus
intrigas, comenzaban de nuevo las matanzas del tiempo de Nepociano, más de
diez y seis años después de su trágica muerte, a ensangrentar la ciudad eterna.
Una chispa bastó para producir aquel incendio; y tal vez fuera mejor
sepultarlo en eterno olvido para impedir que volviesen tales atrocidades;
porque el contagio del ejemplo es más temible que el mismo mal. Pero a
pesar de que veo más de un peligro en detenerme mucho en estas escenas de
horror, me tranquiliza por otra parte la quietud de la época actual:
considerándome autorizado para entresacar de la masa de los hechos, los
que merecen quedar consignados en la historia; si bien mostraré a lo que
se exponía u. autor en los tiempos antiguos al trazar pinturas de este género.
En el primer período de su gran guerra con los griegos, los Persas habían
reunido todas sus fuerzas para acabar con la ciudad de Mileto. Reducidos a
la desesperación los habitantes, y no teniendo más perspectiva que la
muerte entre suplicios, reunieron en montón sus muebles, les prendieron fuego,
después de haber degollado a todas las personas queridas, y todos a porfía
se precipitaron en la hoguera de la patria agonizante. El poeta Phrinyicus
compuso sobre este asunto una tragedia que fue representada en el teatro
de Atenas y escuchada al principio con agrado. Pero haciéndose cada vez más
triste la acción, creyóse que la exposición de tales dolores traspasaba lo
conveniente en la escena; y en vez de un homenaje a la memoria de aquella
hermosa ciudad, solamente se vio insultante sátira al abandono en que la
dejó la metrópoli; porque Mileto era una colonia de Atenas, que había
fundado en la Jonia Nileo, hijo de Codro, que se sacrificó por su patria en
la guerra dórica. Pero volvamos al asunto.
Maximiano, a quien habían otorgado la
viceprefectura de Roma, nació de obscura familia en Sopianas, en la Valeria. Su
padre era allí escribano del oficio presidial, siendo su origen de la
nación de los carpos, a quienes Diocleciano arrebató el suelo patrio para
trasladarlos a la Pannonia. Maximino, después de recibir mediana educación
y haber ensayado sin éxito la abogacía, fue sucesivamente administrador de
la Córcega y de Cerdeña, y últimamente corrector de Toscana. Desde este
punto pasó al de prefecto de subsistencias en Roma, y durante una
interinidad desempeñó a la vez la prefectura de la ciudad y la de la
provincia. Tres motivos contribuyeron a contenerle al principio. En primer
lugar recordaba a su padre, hombre muy versado en la ciencia de los
augures y de los arúspices, que en otro tiempo le predijo que llegaría a puesto
muy elevado, pero que moriría por mano del verdugo. En segundo lugar,
había contraído estrechas relaciones con un mago sardo, que sabía evocar
los manes de los ajusticiados, conjurar las larvas y obtener la revelación
de lo venidero: y el temor de alguna indiscreción de aquel hombre, del que se
le acusó más adelante de haberse deshecho a traición, le obligó, mientras
vivió, a mostrarse humano y
Pero llegó la ocasión de descubrirse como era.
Habíase presentado ante Olybrio, prefecto entonces de Roma, una acusación de
envenenamiento, por Chilón, ex vicario de África, y su esposa Máxima
contra el organero Serico Absolio, maestro de luchadores y el arúspice
Campensis, siguiendo inmediatamente el encarcelamiento de los acusados.
Pero la enfermedad que padecía el pretor hacía que se demorase el asunto,
y los impacientes querellantes consiguieron, por reclamación, que se
encargase el conocimiento al prefecto de subsistencias. Maximino iba a
poder hacer daño al fin, y, como las bestias del circo cuando se les abre
la jaula, su furor, contenido hasta entonces, tomó vuelo de pronto.
Desde el principio se complicó el asunto. En las
revelaciones arrancadas por la tortura quedaron comprometidos algunos nombres
ilustres, como habiendo empleado a sus clientes en hechos criminales;
pero, en general, solamente se trataba de gentes de ínfima clase, delincuentes
o delatores habituales. El infernal juez aprovechó este pretexto para
ensanchar su misión. Inmediatamente presentó al príncipe un malévolo
informe sobre aquel asunto, exponiendo que el desbordamiento de crímenes
en Roma reclamaba aumento de rigor en las investigaciones y en las penas,
por interés de la moral y de la vindicta pública. Valentiniano, cuyo carácter
era más impetuoso que amante de la justicia, se enfureció a la lectura del
informe, y se apresuró a decretar, por asimilación completamente
arbitraria al crimen de lesa majestad, que por excepción y en
caso necesario se aplicaría la tortura a toda clase de personas que tenían
en cuanto a ella privilegio de excepción, según el derecho antiguo y las
decisiones imperiales. Al mismo tiempo, para engrandecer a Maximino y
duplicar en él la potencia del mal, le dieron interinamente la
prefectura, y, lo que es más, le unieron para aquellos informes, que
habían de ser fatales para tantos, al notario León, que más adelante fue
maestre de oficios; un bandido pannonio, despojador de sepulcros,
que llevaba retratada la crueldad en su felino rostro. La llegada de aquel
digno auxiliar, y los halagüeños términos en que se notificaba a Maximino
el aumento de autoridad, exaltaron más y más su maléfico carácter. En la
embriaguez de su alegría, saltaba más bien que andaba, queriendo sin
duda ensayar la facultad que algunos atribuyen a los brachmanes cuando dan
vueltas alrededor de los altares.
Habíase dado la señal de los asesinatos
judiciales, y profundo terror helaba todos los ánimos. Entre las condenaciones,
cuyo número y variedad son infinitos, las hubo crueles y atroces: la
del abogado Marino en primer lugar, contra el que se dictó pena de muerte,
casi sin debate, por haber usado prácticas ilícitas con objeto de obtener
por esposa a una mujer llamada Hispanila. Ocurrir puede que testigos
oculares o anotadores escrupulosos me acusen aquí de omisión o confusión
de hechos y de fechas. No blasono en cuanto a esto de rigurosa exactitud,
y no veo interés alguno en consignar ordenadamente los sufrimientos y los
desconocidos nombres de todas las víctimas. Además, carecería de
documentos hasta el que registrase los archivos públicos: tan lejos se llevaron el
furor de los verdugos, la perturbación de los principios de justicia y de las
formas legales. Lo que más podía temerse, en efecto, no era ser sometido a
juicio, sino no ser juzgado. Cortóse la cabeza al senador Cettugo por
simple sospecha de adulterio. Por no sé qué leve falta fue desterrado
Alypio, joven de noble familia. Otros menos distinguidos cayeron en montón
bajo la mano del verdugo; y cada cual creía ver en la suerte de aquéllos
la que le estaba reservada, soñando solamente con cadenas, calabozos y
suplicios.
Por este mismo tiempo tuvo lugar el proceso del
honrado Hymecio; siendo lo siguiente lo que he podido averiguar acerca de este
asunto, en el que no se economizaron las formas jurídicas. Durante su
proconsulado en África había sobrevenido una escasez de subsistencias en
Cartago: Hymecio había hecho abrir a los habitantes los graneros
reservados para el abastecimiento de Roma, aprovechando la buena
recolección siguiente para restituir al depósito igual cantidad de granos
a la que dio salida. Como el trigo había sido entregado al consumo local, a
razón de un escudo de oro cada diez modios y recobrado a la tasa de un
escudo de oro cada treinta, la operación
Al ver estas cosas, cada cual pudo comprender la
suerte que le esperaba, siendo general la alarma. El mal estaba oculto todavía;
pero protegido por el silencio público, iba a extenderse y amenazaba una
calamidad universal. El Senado decretó que una comisión compuesta de
Pretextato, ex prefecto de Roma, Venusto, ex vicario, y Minervio, ex
consular, fuese a suplicar al Emperador que restableciese la justa
proporción entre los delitos y las penas y que revocase la ilegal e
inaudita facultad de aplicar la tortura a los senadores. Cuando se le
expusieron estas quejas en pleno consejo, el primer impulso de
Valentiniano fue decir que eran calumnias y que nunca había autorizado
tales medidas; en lo que le contradijo respetuosamente el cuestor
Eupraxio, cuya valerosa libertad hizo retroceder al príncipe en aquella
enormidad sin ejemplo.
Entretanto seguía un proceso Maximino al joven
Loliano, un niño todavía, hijo del ex prefecto Lampadio, cuyo delito consistía
en haber copiado, sin discernimiento alguno, un compendio de fórmulas
mágicas. Nadie dudaba que a Loliano se aplicaría solamente el destierro; pero
cometió la falta, por consejo de su padre, de apelar al Emperador, y le
trasladaron a la corte. Esto fue arrojarse al fuego, como suele decirse,
huyendo del humo; porque fue entregado al juicio del consular Falangio, y
murió a mano del verdugo.
Tarracio Basso, que más adelante fue prefecto de
Roma, su hermano Camenio, Marciano y Eusafio, los cuatro varones clarísimos,
quedaron envueltos en la misma acusación, la de haber favorecido al auriga
Anquenio por medio de sortilegios. Pero la falta de pruebas y, si hemos de
creer la voz pública, la influencia de Victorino, amigo íntimo de
Maximino, consiguieron la absolución.
En esta calamidad no fueron perdonadas las
mujeres, pereciendo muchas de elevada alcurnia bajo la acusación de adulterio y
de incesto. Las más distinguidas fueron Claritas y Flaviana, siendo llevada
al suplicio la primera despojada de sus ropas, en completa desnudez; pero el
verdugo, culpable de esta indignidad, fue más adelante quemado vivo.
Por orden de Maximino solamente fueron ejecutados
los senadores Pafio y Cornelio, que confesaron haber intervenido en maleficios.
Igual suerte tuvo el procurador de la moneda. Sérico y Asbolio,
anteriormente citados, perecieron bajo los golpes de bolas de plomo atadas a
correas; habiéndoles asegurado Maximino, para conseguir revelaciones, que
no emplearía con ellos el hierro ni el fuego; pero entregó a las llamas al
arúspice Campense, a quien nada había prometido.
Creo oportuno referir aquí lo que produjo la
precipitada ejecución de Aginacio, de quien la opinión se ha empeñado en hacer
un noble, sin que nunca se hayan publicado las pruebas de su origen. Desde
muy temprano se había revelado la desenfrenada ambición de Maximino. No
eratodavía más que prefecto de las subsistencias, y
su audacia, completamente segura de elevada protección, llegaba hasta desafiar
la autoridad de Probo, a quien su posición de prefecto del
pretorio confería la alta inspección sobre las provincias. Había ofendido
a Aginacio que, siendo él vicario de Roma, prefiriese Olybrio a Maximino
para la dirección de las investigaciones; y con esta ocasión dijo
secretamente a Probo por carta, que para reprimir a un subalterno insolente,
bastaba querer hacerlo. Probo, sin embargo, temió comprometerse con aquel
malvado a quien sostenía el favor del príncipe; y dícese que envió
ocultamente, por medio de un mensajero, aquella carta a Maximino. La rabia
de éste fue extraordinaria; y desde entonces, pareciéndose a la serpiente que
conoce la mano que la ha herido, desplegó su astucia contra Aginacio.
Presentábase una ocasión excelente para perderle, y la aprovechó. Después
de la muerte de Victorino, Aginacio, a quien había favorecido mucho en su
testamento, no dejaba de atacar su memoria, pretendiendo que había traficado
con las sentencias de Maximino, siendo bastante inconsiderado para amenazar
con un proceso a su viuda Anepsia. Ésta, para asegurarse la protección de
Maximino, le hizo creer que su marido, en un codicilo, le había legado
tres mil libras de plata. Despierta la codicia de Maximino, que
también tenía este vicio, reclama en seguida la mitad de la herencia. Pero
esto era muy poco para satisfacerle, por lo que imaginó un medio, tan
honrado a su parecer como seguro, para apropiarse la mayor parte de aquel
rico patrimonio: el de pedir en matrimonio para su hijo una hija que Anepsia había
tenido de su primer marido; quedando en seguida convenido el asunto por
consentimiento de la madre.
Este espectáculo daba a la ciudad eterna aquel
hombre cuyo nombre solamente hacía temblar, y que por tales medios procedía a
la destrucción de todas las fortunas. Como juez, nunca se atenía Maximino
a los procedimientos legales. De cierta ventana apartada del pretorio pendía a
todas horas una cuerdecilla que servía para recoger de todas las manos las
delaciones, y, por desprovistas de pruebas que estuviesen, siempre servían
para perder a alguno. Un día imaginó despedir ostensiblemente a sus
aparitores Muciano y Bárbaro, dos bribones consumados,
quienes, vociferando la dureza e injusticia de su amo, decían y repetían
por todas partes que los acusados solamente podrían salvar la cabeza
comprometiendo a muchos nombres esclarecidos. Multiplicar las delaciones
era, según ellos, el medio de que los acusados tuviesen probabilidades de
absolución.
Continuaba el régimen del terror, y ya no se
contaban las detenciones. Todos los nobles mostraban en el aspecto exterior su
profunda ansiedad, o se inclinaban hasta el suelo ante su opresor. Y sería
verdaderamente duro tachar por esto de bajeza a las personas que
incesantemente oían gritar a sus oídos a aquel bandido feroz, que no había
más inocentes que los que él permitiese. Numa Pompilio y Catón habrían
temblado. En aquel tiempo no había ojos secos, aunque no tuviesen que
llorar más que las propias penas. Aquel ánimo feroz tenía, sin embargo, un lado
bueno, ocurriendo algunas veces dejarse conmover por los ruegos. Según
Cicerón, puede ser también censurable esta propensión a enternecerse,
puesto que ha dicho: «Cólera implacable, esdureza; si se deja enternecer,
es debilidad; pero es mejor ser débil que inflexible.»
Había llegado un sucesor a Maximino, llamado a la
corte, donde ya le había precedido León, y donde le esperaba el nombramiento de
prefecto del pretorio. Nada ganaban con esto sus víctimas, porque mataba
desde lejos, como la serpiente basilisco. Por este tiempo, o poco antes, vióse
florecer las escobas que servían para barrer la sala del Senado, siendo
esto presagio del encumbramiento de gentes ínfimas a los honores.
Convendría terminar esta digresión; pero creo
deber continuarla un poco, para completar el relato de esta serie de
iniquidades, con los actos del mismo género que, hasta después de la
marcha de Maximino, y bajo su influencia, señalaron la gestión de sus
ministros, que obraban como aparitores suyos. Ursicino, su inmediato
sucesor, se inclinaba a la dulzura. Escrupuloso observador de las formas
legales, había querido enviar al Emperador el asunto de Esaia y de otros
muchos, acusados de adulterio con Rufina, y que, por su parte, intentaban
contra Marcelo, ex intendente y marido de esta última, una acusación de
lesa majestad. La circunspección de Ursicino fue calificada de
pusilanimidad, y se le privó del cargo como falto de energía para desempeñarlo.
Colocóse en su
De tal manera aterraba la repetición de estos
casos, que una matrona llamada Hesychia, por librarse de las consecuencias de
una acusación, se asfixió comprimiendo la respiración sobre un lecho de
plumas, en casa de un aparitor donde se encontraba detenida provisionalmente.
El hecho siguiente no es menos repugnante.
En el tiempo en que Maximino desempeñaba todavía
la prefectura, la opinión designaba ya a dos hombres de posición muy
distinguida, Eumenio y Abieno, como habiendo tenido ilícito comercio con
Fausiana, mujer de elevada condición. Sin embargo, protegidos los dos por
Victorino, vivían en completa seguridad. Pero muerto Victorino, comenzaron
a temer al ver llegar a Simplicio, que públicamente decía ser continuador
de su antecesor. En primer lugar buscaron donde ocultarse, y después sitio
más recóndito, al enterarse de que habían condenado a Fausiana y que se
habían dictado citaciones contra ellos. Abieno estuvo oculto algún tiempo
en casa de Anepsia; pero a consecuencia de uno de esos incidentes que empeoran
las situaciones más apuradas, un esclavo de Anepsia, llamado Apaudulo,
irritado por un castigo corporal impuesto a su esposa, marchó una noche a
revelarlo todo a Simplicio. En seguida acudieron aparitores a sacar a aquellos
desgraciados de su retiro, y, Abieno, con la agravante acusación de nuevo
adulterio con Anepsia, fue condenado a muerte. Ésta, que esperaba salvar
la vida haciendo aplazar el suplicio, declaró que había sucumbido merced a
sortilegios y en casa de Aginacio. En seguida dio cuenta de esto Simplicio al
Emperador. Encontrábase a su lado Maximino, cuyo odio al desgraciado
Aginacio había aumentado al ascender en posición; y al poderoso favorito
no fue difícil conseguir del príncipe una respuesta, que era una orden de
muerte.
Pero como Simplicio había sido consejero de
Maximino y amigo íntimo suyo, el temor de que la opinión pública hiciese
remontar hasta su patrono la responsabilidad de una sentencia pronunciada
por su protegido contra persona patricia, impidió por algún tiempo a Maximino desprenderse
del rescripto imperial; porque quería encargar la ejecución solamente a manos
seguras y que no se detuviesen ante nada. Rara vez deja un perverso de
encontrar otro que se le parezca; y así fue que encontró un tal
Doriforiano, galo de nación, atrevido hasta la demencia, que lo tomó todo
a su cargo por comisión especial. Maximino confió el rescripto a este
intermediario, tan ignorante como cruel, y le ordenó marchar directamente
al asunto a pesar de cualquier oposición dilatoria, atendiendo a que
Aginacio era capaz, si se le daba tiempo, de escapársele de entre
las manos. Doriforiano marchó apresuradamente a Roma para ejecutar su
mandato, y comenzó a meditar cómo quitaría la vida a un senador eminente,
sin recurrir a ninguna autoridad. Aginacio había sido detenido en su casa
de campo y en ella le guardaban; y Doriforiano decide bruscamente que el
acusado principal y Anepsia comparecerán a su presencia de noche, cuando el
ánimo se turba con más facilidad bajo la impresión del terror, como lo
demuestra el Ajax de Homero, que desea la muerte a la luz del día y sin el
aumento de horror que añaden las tinieblas. Preocupado únicamente de
cumplir su encargo, el juez, o mejor dicho, aquel detestable bandido, en cuanto
compareció Aginacio, mandó entrar un grupo de verdugos; y la tortura, en
medio del lúgubre ruido de las cadenas, desgarra a los esclavos del
acusado, extenuados ya por larga prisión, solamente para obtener de su
boca la condenación de su señor. Vencida por el dolor de los tormentos, una
esclava pronuncia algunas palabras ambiguas, y esto fue bastante para
llevar, sin más investigaciones, a Aginacio al suplicio, a pesar de sus
repetidos gritos: «Apelo al juicio de los Emperadores.» Anepsia
Pero muy pronto quedaron vengados los manes de sus
víctimas. Como en ocasión oportuna diremos, aquel mismo Maximino pagó con su
cabeza, bajo el reinado de Graciano, su insolente conducta. Simplicio fue
asesinado en Iliria; y en cuanto a Doriforiano, condenado a muerte
y encerrado en la cárcel Juliana, a ruegos de la madre del Emperador, fue
sacado y devuelto a su casa; pero el príncipe no tardó en hacerle perecer
en espantoso suplicio.
(Año 369 de J. C.)
Valentiniano, que meditaba planes tan vastos como
útiles, fortificó con una trinchera todo el curso del Rhin, desde la frontera
de la Recia hasta el Océano Germánico; reforzó las fortificaciones y
castillos por el lado de la Galia, y añadió, en los puntos convenientes, una
serie de torres unidas entre sí, construyendo también en algunos parajes
de la otra orilla puestos avanzados que tocaban al territorio de los
bárbaros. Creyendo que los bárbaros podrían apoderarse algún día de uno de
estos fuertes, construido en las orillas del Nícer, quiso separar el curso
del río; y en seguida llamó a los artífices más expertos en obras
hidráulicas, empleando en tan ruda tarea parte de los soldados
del ejército. En vano intentaron durante muchos días construir una presa
por medio de estacas muy juntas y rellenando los intersticios con madera
de encina: la fuerza de la corriente separaba los materiales y destruía la
obra. Sin embargo, la tenaz voluntad del Emperador, secundada por
la abnegación y obediencia pasiva de los soldados, que frecuentemente
trabajaban con agua hasta la barba, concluyó por triunfar de los
obstáculos. Algunos hombres perecieron; pero el fuerte se encuentra en pie
y preserva de toda inquietud por la parte del río.
Satisfecho del éxito, Valentinia,no distribuyó el
ejército en cantones de invierno, y volvió a ocuparse de los asuntos interiores
del gobierno. Convencido, sin embargo, de que para que su sistema de
defensa fuese completo debía comprender en su desarrollo el monte Piri, situado
en territorio de los bárbaros, decidió construir allí también un fuerte. Y
como la rapidez era muy esencial para el resultado, hizo que el notario
Syagrio, más adelante prefecto y cónsul, ordenase al duque Arator que se apoderase
de aquel punto antes de que se divulgase el proyecto.
Marchó inmediatamente el duque al terreno, acompañándole Syagrio; pero en
el momento en que comenzaba la explanación con los soldados que había
llevado, llegó Hermógenes para reemplazarle. Al mismo tiempo se presentaron
algunos alemanes importantes, padres de los rehenes que habíamos recibido
como prendas seguras de la duración de la paz. Estos invocaron de rodillas ante
los nuestros el respeto de los tratados, gloria inmortal del nombre
romano, rogando no se dejasen arrastrar tan imprudentemente a la violación
de la fe jurada; pero fueron vanos sus ruegos; y viendo que no se les
escuchaba, y desesperando de conseguir respuesta favorable, se retiraron,
llorando de antemano la muerte de sus hijos. Apenas habían desaparecido,
presentóse un cuerpo de bárbaros, que indudablemente esperaban el
resultado de la conferencia; lanzóse de un oculto repliegue de la montaña,
cayó sobre nuestros soldados, que se habían despojado de las armas para
trabajar con más holgura, y los exterminó hasta el último, comprendiendo a
los jefes, quedando solamente Syagrio para llevar la noticia. Enfurecido
el Emperador al verle volver solo a la corte, le destituyó de su cargo y
le despidió a su casa, sin duda para castigarle por haber sobrevivido al
desastre común.
Por este tiempo pululaban bandidos en la Galia,
causando espantosos males. Acudían a los caminos más frecuentados, atacando
atrevidamente a los que podían dejar rico despojo. Entre sus numerosas
víctimas citaremos a Constanciano, tribuno de las caballerizas, a quien
hicieron caer en una emboscada, en la que fue asesinado. Este era pariente
del Emperador y primo de Cerealis y de Justina.
Muy lejos de las Galias, y como si las furias
hubiesen organizado iguales cosas en todas partes, los habitantes de
Maratocrupeno, cerca de Apamea, los ladrones más activos y temibles, tanto
por su número como por la habilidad con que dirigían sus empresas, asolaban la
Siria con sus depredaciones. Con traje de mercaderes o de jefes del ejército,
penetraban uno a uno sin ruido en las
Una banda de aquellos malvados, disfrazados de
agentes del fisco, con un fingido magistrado al frente, haciéndose anunciar por
la lúgubre voz del pregonero, entró una noche en la magnífica morada de un
ciudadano notable, y se lanzó, espada en mano, sobre el propietario, como
si estuviese proscripto y sentenciado a muerte. Sorprendidos y aterrados
los criados, ni siquiera pensaron en ponerse en defensa, y los bandidos,
aprovechando el estupor, matan algunos de ellos, y desaparecen al
amanecer, llevándose lo más precioso que había en la casa. Repletos de
despojos, habían llegado robar sin perdonar nada, y solamente por espíritu
de rapiña, cuando, por orden del Emperador, les envolvieron tropas y les
destruyeron hasta el último, no perdonando ni a los niños en lactancia,
por temor de que algún día siguiesen los ejemplos de sus padres, y arrasaron
sus casas, todas construidas suntuosamente a expensas de los desgraciados
a quienes habían despojado. Y dicho esto, volvamos a nuestro objeto.
El ínclito Teodosio, después de permanecer algún
tiempo en Augusta, llamada por los antiguos Lundinium (Londres), partió animado
de nuevo vigor, al frente de un cuerpo escogido. Su presencia robustecía
en todas partes nuestra vacilante fortuna en Bretaña. Sabía aprovechar
siempre las ventajas del terreno, adelantarse a los bárbaros o
sorprenderlos; y dando constantemente ejemplo, mostrábase intrépido
soldado y hábil capitán. En todas partes derrotó o dispersó a los bárbaros,
cuya insolencia, aumentada con la impunidad, amenazó momentáneamente la
dominación romana; y muy pronto reedificó o reparó las plazas y los
fuertes construidos en otro tiempo para asegurar la tranquilidad de la
isla; pero que, por efecto de multiplicados asaltos, no se encontraban ya
en estado de contribuir a ella.
Por este tiempo se tramaba contra Teodosio una
conspiración cuya explosión habría sido funesta, de no haber conseguido
ahogarla en su origen. Un tal Valentín, nacido en la Pannonia Valeriana, cuñado
del cruel Maximino, y más adelante prefecto del pretorio, había sido desterrado
a Bretaña por un crimen grave. Aquella bestia dañina, a quien era
insoportable el ocio del destierro, procuraba promover una sublevación
contra la autoridad de Teodosio, a quien, con razón, consideraba como el
único obstáculo para sus desastrosos proyectos. Al principio obró con
cierta circunspección; y en seguida, cediendo a la violencia de su
ambición, trató, tanto oculta como públicamente, de seducir a los
desterrados y a los soldados con promesas proporcionadas a los peligros de
la tentativa. Pero en el momento en que la conspiración iba a estallar, el
activo Teodosio, secretamente enterado de aquellos trabajos, decidió
destruirlos de un solo golpe, mandando al duque Dulcicio que diese muerte
a Valentín y a algunos de sus cómplices más íntimos; pero con aquel
conocimiento militar que tan superior le hacía a todos los capitanes de su
tiempo, comprendió que llevar más adelante las investigaciones sería
alarmar las provincias y despertar las adormecidas turbulencias, por lo
que prohibió todo procedimiento en averiguación de las ramificaciones
de aquella trama.
Una vez desvanecido este peligro con la fortuna
que le acompañaba en todo, Teodosio se entregó sin descanso a las reformas que
exigía imperiosamente el estado del país. Reedificó ciudades, estableció
campamentos fortificados y protegió las fronteras con puestos y
guardias avanzadas: en una palabra, como él mismo dice, la provincia,
arrancada de manos del enemigo, había vuelto a su primitivo estado, a su
dominación legítima, y en adelante llevaría el nombre de Valentia, para
atribuir al príncipe todo honor...
Teodosio expulsó a los areanos, cuya institución
remonta a nuestros antepasados, de la que ya dijimos algo en la historia del
Emperador Constante. Insensiblemente había penetrado entre ellos
la corrupción; quedando convictos de haber revelado más de una vez el
secreto de nuestras medidas,
Después de los gloriosos resultados que hemos
referido, una orden de la corte llamó a Teodosio de la provincia que con tanta
habilidad había administrado; partiendo, como Camilo y Papirio Cursor,
cubierto con laureles tan brillantes como sólidos, dejando al país la felicidad
por despedida y acompañado hasta el puerto por universales testimonios de
cariño y gratitud. Impulsado por viento favorable, pronto estuvo al lado
del Emperador, que después de recibirle con regocijo y colmado de elogios,
le hizo general de la caballería, en reemplazo de Valente Jovino.
Por mucho tiempo ha exigido la multitud de
acontecimientos que atendamos exclusivamente a las cosas del exterior. Vuelvo
al relato de los sucesos interiores de Roma, comenzando por la prefectura
de Olybrio. La administración de este magistrado fue moderada y tranquila:
carácter naturalmente benévolo, ponía el mayor cuidado en no ofender a
nadie con sus actos o palabras. Nunca dispensó gracia a los calumniadores;
cortó cuanto pudo las exacciones del fisco; fue tan hábil como recto
dispensador de la justicia, y dulcificó con su amabilidad la condición de
los subordinados. Un solo defecto perjudicó a tantas virtudes, defecto que
a la verdad no dañaba gran cosa a los asuntos públicos, pero que mancha la
reputación de un juez elevado: Olybrio era disipado en su interior,
demasiado amante de los espectáculos y de los placeres de los sentidos, sin
llegar a buscarlos, sin embargo, en goces monstruosos o ilícitos.
Después de éste administró la ciudad Ampelio, que
era igualmente voluptuoso. Nacido en Antioquía, había sido maestre de los
oficios, procónsul dos veces seguidas, y, después de largo intervalo,
llamado al fin a la prefectura: hombre esclarecido, por otra parte, poseyendo
todo lo que hace popular el poder, solía ser en ocasiones bastante rígido,
y ojalá hubiese sido perseverante. Algo más de firmeza le hubiese valido
la gloria imperecedera de haber reformado la intemperancia pública y la
crapulosa inclinación del pueblo a la gula. Hizo publicar la prohibición de
abrir las tabernas y vender agua caliente y carne cocida antes de la hora
cuarta. Invitábase a todo aquel que se respetase, que se abstuviese de
comer en la calle, costumbre innoble que, sin hablar de otras prácticas
más repugnantes todavía, ha llegado, por el consentimiento de la autoridad, al
último grado de cinismo. El mismo Epiménides Cretense, realizando de nuevo
su famosa vuelta a la vida, no conseguiría limpiar a Roma de sus manchas:
de tal manera la ha inficionado el vicio con sus incurables llagas.
Hablaré de paso, y como ya he hecho en otras
ocasiones, de la corrupción de la época, llamando la atención sobre las clases
superiores, descendiendo en seguida a las costumbres del pueblo.
Deslumbrados algunos por el prestigio de lo que se llama grandes nombres,
tienen la inmensa honra de llevar los de Reburros, Fabunianos, Pagonianos,
Geriones, Dalianos, Tarracianos, Farrasianos y otros igualmente sonoros y
que indican elevada alcurnia. Uno, radiante bajo la seda, lleva en pos
ruidosa caterva de criados; creyéndose, al ver aquella multitud que le oprime,
que es un sentenciado que llevan al suplicio, o, empleando imagen menos
siniestra, un general cerrando la marcha de su ejército. Vedle, bajo la
cúpula de un baño, con cincuenta criados a sus órdenes, exclamar
encolerizado: «¿Dónde están mis servidores?» Pero si ve de lejos un esclavo que
no conoce, alguna vieja loba de callejuela, maestra en prostitución, ¡con
cuánta premura acude a ella y la colma de inmundas caricias! Semíramis en
Persia, Cleopatra en Egipto, Artemisa en la Caria, Zenobia entre sus
súbditos de Palmira, no eran dignas de rivalizar con esta extraordinaria hermosura.
Estas son las costumbres que ostentan hombres cuyos antecesores vieron a un
miembro del Senado tachado por el censor por haberse atrevido a dar un
beso a su esposa delante de su hija.
Los hay que, cuando se les va a saludar con los brazos
abiertos, retiran la cabeza con movimiento de toro que amenaza con los cuernos,
y no entregan al abrazo de sus clientes más que las manos o las rodillas y
creen hacerles demasiado felices; otros, al recibir un extraño, un
hombre que tal vez les ha prestado servicios, creen honrarle bastante
preguntándoles qué baños frecuenta, qué agua usa, dónde vive, y se exhiben
como hombres graves y amigos de la virtud. Pero si se les
Sus casas están llenas de ociosos habladores,
dispuestos a aplaudir de todas maneras, todas las palabras de un rico.
Verdaderos parásitos de comedia, que se tuercen la nuca admirando
el atrevimiento de una columnata; que quedan pasmados ante las
incrustaciones de una pared y ensalzan hasta las nubes al poseedor de
tales maravillas, sobre poco más o menos como los compañeros del teatro
celebran al anfitrión hinchado con sus proezas militares, ciudades
tomadas, batallas ganadas por el esfuerzo de su brazo y prisioneros que ha
hecho por centenares. Óyese en medio de un festín pedir balanzas, y es que
el dueño de la casa quiere saber con precisión lo que pesa un pescado, un
ave rara o un lirón servido en su mesa. ¡Qué exclamaciones entonces!
Todos ponderan sin término, pero no sin fastidio, las dimensiones de la
pieza: jamás se vio cosa igual. Y no es esto todo. Allí hay lo menos
treinta secretarios, estilo y tablillas en mano, tomando nota exacta de la
composición de los servicios y número de los manjares; pareciendo aquello el
interior de una escuela, pero sin maestro.
Algunos, que tienen tanto horror al estudio como
al veneno, leen con interés a Juvenal y a Mario Máximo; pero no obstante su
ociosidad, no se les pida que dediquen ni un solo instante a ningún otro
libro, sin que yo pueda adivinar por qué. Sin embargo, por honra suya y por la
de sus familias, no harían mal en extender sus lecturas. Pudiéraseles
citar el ejemplo de Sócrates, quien, condenado a muerte, ya en la prisión,
rogaba a un músico que cantaba con gracia un himno de Stesichoro, que le
enseñase a dar el tono a aquellos versos; y preguntándole el otro para qué,
puesto que solamente le quedaba un día de vida, le contestó que para
saberlo antes de morir.
Entre estos de quienes hablo hay muy pocos que
sepan castigar con discernimiento; si tarda algo un esclavo en llevarles agua
caliente, en el acto mandan que les apliquen trescientos azotes. Pero si
el malvado ha matado a un hombre intencionalmente, no dejará el dueño de
contestar a los que pidan la vida del asesino: «¿Qué queréis? Es un
malvado. Pero en adelante corregiré a cualquiera de los míos que se atreva
a hacer cosa igual.»
En esta clase de sociedad es cosa corriente que se
ofende menos a un hombre matando a un hermano suyo, que negándose a ir a comer
a su casa. No encontraréis un senador que no prefiera perder su patrimonio
a la vergüenza de que falten a una invitación que maduramente haya meditado.
Si alguno de estos grandes personajes tiene que
hacer una excursión fuera de sus costumbres, para visitar sus tierras, por
ejemplo, o para darse el placer de la caza, aunque no tomando parte activa
en ella, por supuesto, imagina que ha igualado los viajes de César y Alejandro,
aunque no haya tenido más que hacerse llevar, en las pintadas barcas del
lago Averno, hasta Puteolis o a Cayeta, sobre todo si el día es cálido. Si
se para una mosca en la franja de seda de su dorado' abanico; si sutil
rayo de sol penetra por algún intersticio de su sombrilla, deplora ya no haber
nacido entre los cimmerianos. Vedle salir de las estufas de Silvano o de
las saludables aguas de Mammea, todo el cuerpo cuidadosamente secado con
el lienzo más fino. Con la ropa que ponen a su disposición podrían
vestirse diez hombres. Cada prenda acaba de salir de la prensa, pero
tiene todavía que examinar su brillo en plena luz. Elige al fin, vuelve a
su casa con los dedos llenos de sortijas, que al bañarse cuidó de entregar
a su criado por temor de que las empañase el agua...
(Las frases que siguen no forman sentido por
efecto de las lagunas y alteración de palabras.)
Algunos de éstos, aunque muy pocos, se disgustan
si se les llama jugadores de dados: jugadores de tesseras, pase: la diferencia
es casi la misma que la de ratero y ladrón. Debemos confesar, sin embargo,
que hoy son muy tibias en Roma las amistades, exceptuando la
honrosa comunidad en el juego, que es constante y se toma con calor.
Solamente en esto encontraréis afectos intensos, parejas que os recuerden
a los hermanos Quintilios. Así es que se tiene elevadísima idea de sí
mismo cuando se está en el número de los iniciados en esta ciencia. Si el más
ínfimo de éstos tiene que ceder en un festín ante la presencia de un
procónsul, muestra majestuoso desagrado.
Catón, rechazado de la pretura contra toda
verosimilitud, no se encerraría de otro modo en su dignidad herida.
Otros se dedican a explotar a los ricos. Joven,
viejo, célibe o sin familia, poco importa: si tiene esposa e hijos, lo mismo
da. No hay influencia que no se ponga en obra para conseguir un testamento
favorable. Al fin el asediado cede; les hace legatarios de su caudal, y en
seguida muere, como si no hubiese esperado otra cosa...
Éste acaba de obtener un cargo muy modesto: ¡Cómo
levanta la cabeza! ¡Qué gallardía en su marcha! Ya no ve a sus conocidos más
que de alto abajo: creeríase que es Marcelo, regresando vencedor después
de la caída de Siracusa.
Muchos de éstos que niegan la existencia de las
potestades del cielo, no se atreverían a salir de su casa, ni a sentarse a la
mesa, ni a tomar un baño, sin consultar detenidamente el
calendario; porque es necesario determinar previamente la exacta posición
del planeta Mercurio; saber en qué grado se encuentra en aquel momento la
luna en el signo de Cáncer.
Otro, cansado de un acreedor que le oprime, busca
a un auriga, que se atreve a todas las desvergüenzas, y le adiestra para que
intente al importuno una acusación de maleficio; y he aquí un hombre que
se encuentra en el caso de prestar caución cuantiosa con grave perjuicio de
sus intereses. Y no es esto todo: convertido de acreedor en deudor
ficticio, se le encierra como deudor verdadero y no se libra sin pagar.
Allí hay una esposa que, golpeando en el yunque
día y noche, como dice un proverbio antiguo, convence al fin a su esposo para
que haga testamento. El esposo, por su parte, tiene igual premura porque
teste su mujer: llámase por ambas partes a los peritos en derecho; y los dos
se ponen a la obra, uno en el dormitorio, otro en el comedor; y no dejan
tampoco de recurrir secretamente a la adivinación por medio del examen de
las entrañas de los animales. El oráculo no contesta de la misma manera:
al esposo habla de prefecturas a elegir, de defunción de mujeres nobles y
ricas; a la esposa, de medidas urgentes para los funerales de un marido...
Bien dice Cicerón: «Solamente se aprecian las
cosas humanas por lo que producen. Se prefiere aquel amigo de quien más se
puede obtener.»
Noble que pide prestado calza el zueco; es la
honradez y humildad personificadas: no hablarían de otro modo Micón y Lachetas;
pero si se trata de devolver, recobra el coturno y alza la voz al tono de
los Heráclidas, parecen Cresfontes y Tenunos. Basta de nobles.
Pasemos al pueblo, a ese conjunto de holgazanes y
desocupados. En esa turba, en la que no tienen todos zapatos, se glorifica los
eméritos nombres de Cimessores, Statario, Semicupa y Serapino; o bien los
de Cicimbrico, Gluturino, Trula, Lucánico, Pordaca y Salsula. Beber y
jugar, frecuentar los espectáculos y las tabernas, los antros de la
embriaguez y de la prostitución: tal es la vida de estas gentes. Para
ellos el circo máximo es el templo; el hogar, el punto donde se reúnen,
el conjunto de sus esperanzas y deseos. En las calles, en los foros, en
las encrucijadas vense grupos en que se disputa y se injurian por
cualquier disidencia: y es de ver a los ancianos, a los que ya han vivido
mucho, proclamar con la autoridad de la experiencia, tornando por testigos sus
arrugas y canas, que la república está perdida si, en la carrera que va a
celebrarse, su auriga favorito no toma desde el principio la cabeza y no
enrasa bastante cerca la meta. Todo este populacho vegeta en incurable
pereza. Pero que comience a titilar el día deseado, el día de los juegos
ecuestres, y todos mostrarán a la vez apresuramiento, agitación y
competencia en rapidez con los carros que van a correr. Muchos pasan la
noche en el circo, colocados en cierta manera por partidos, esperando
con febril ansiedad la gran obra de que van a ser testigos.
También diremos algo del envilecimiento del
teatro. Expúlsase a los actores con gritos y silbidos, a menos que hayan tenido
la precaución de pagar a la canalla su recibimiento. En este caso se
alborota de otro modo: con las vociferaciones más repugnantes y salvajes, se
pide la expulsión de los extranjeros, con cuyos subsidios viven. Parece
que se está en Taurida ¡Qué contraste con el pueblo de otro tiempo, cuyos
ingeniosos chistes y graciosas agudezas se citan todavía! También se ha
inventado esa forma de aplauso que en cada representación algún interruptor de
oficio lanza al
¡Cuántos hambrientos de éstos olfatean desde lejos
el vaho de las cocinas, o guiados por las agudas notas de esas mujeres que
cacarean en las calles, como pavos reales desde que amanece,
van deslizándose a los comedores, y desde allí, alzándose sobre las puntas
de los pies, esperan, royéndose los dedos, a que se enfríen los manjares!
Otros contemplan ávidamente cocer las carnes, sin que les haga retirar su
desagradable olor: creeríais ver a Demócrito rodeado de
anatómicos, paseando el escalpelo por las entrañas de un animal, con
objeto de legar a la posteridad remedios para nuestros males interiores.
Pero ya hemos hablado bastante de las cosas de Roma; volvamos ahora a los
acontecimientos ocurridos en las provincias.
(Año 370 de J. C.)
Bajo el tercer consulado de los Augustos, saliendo
de sus bosques los sajones, vencieron el obstáculo del Océano, y, caminando en
línea recta a la frontera, degollaron a muchos súbditos romanos. El conde
Nanneno, capitán muy experimentado que mandaba en aquella costa, resistió
el primer empuje de la invasión; pero como estos bárbaros pelean como
desesperados, perdió en la lucha muchas fuerzas. Herido él mismo, y
sintiéndose muy débil ya para resistir solo la campaña, informó de la
situación al Emperador, quien, a petición suya, envió para que le socorriese a
Severo, general de la infantería. La llegada de este general con fuerzas
suficientes infundió espanto al enemigo y confusión en sus filas,
faltándole el valor antes de llegar a las manos, al ver solamente las
águilas y enseñas romanas, y pidiendo perdón y paz. Mucho vacilaron antes de
aceptar la proposición, pero al fin se reconoció que nos era muy
ventajosa. Ajustóse una tregua; y los sajones, después de entregarnos,
según los términos del tratado, notable parte de su juventud útil,
pudieron regresar ostensiblemente sin obstáculo al punto de donde habían
salido.
Pero mientras realizaban sin inquietud su
movimiento de retirada, adelantóseles un destacamento de infantería, y marchó a
situarse en un valle estrecho donde podía exterminarles fácilmente. Esta
operación no produjo los resultados que se esperaban: al ruido de los bárbaros
que se acercaban, parte de la emboscada se presentó demasiado pronto, y,
asustados por los furiosos alaridos que lanzaron al verles, huyeron sin
poder ordenarse, si bien consiguieron rehacerse y resistir a pie firme.
Pero era necesario sostener el choque de fuerzas superiores; y los
nuestros hubieran sucumbido hasta el último, si sus gritos de angustia no
hubiesen llevado hacia aquel punto una turma de catafractos que estaba
situada, según el plan de ataque, en la bifurcación de un camino, para
coger de flanco al enemigo. El combate se hizo furioso; pero los romanos
habían recobrado valor, y los bárbaros, rodeados por todas partes, fueron
degollados, sin que ni uno de ellos pudiese volver al suelo de la patria.
En estricta justicia, aquel acto era de perfidia y deslealtad; pero no se
debe acusar seriamente de crimen a la política romana por haber aprovechado
ocasión tan excelente para destruir aquellas hordas de bandidos.
Después de este importante resultado, continuaba
entregado Valentiniano a profunda agitación de ánimo, formando incesantemente
proyectos para humillar el orgullo de los alemanes y de su rey Macriano,
cuyas constantes incursiones mantenían la alarma en el Imperio. A pesar de los
reveses que había experimentado esta feroz nación en el origen de su
poder, de tal manera había aumentado su población, que parecía haber
gozado de muchos siglos de paz. Después de una serie de planes concebidos
y desechados, el Emperador se fijó al fin en la idea de enemistarlos con la
belicosa raza de los burgundios, cuya valerosa e inagotable juventud era
el terror de todos sus vecinos Por medio de agentes discretos y seguros
establecióse correspondencia con los reyes del país, excitándoles a que se
concertasen para un ataque continuado. Valentiniano prometía por su parte pasar
el Rhin con un ejército romano y coger por la espalda a los alemanes en
medio de la turbación que necesariamente habría de producirles aquel
ataque inesperado.
Dos razones tenía el Emperador para que se
adoptasen sus planes. En primer lugar, los
En estos pueblos se da al rey el nombre genérico
de Hendinos; y la costumbre nacional exige que se le deponga si no es
afortunado en la guerra o si falta la cosecha. Los egipcios hacen
también responsables a sus gobiernos en las mismas circunstancias. Entre
los burgundios, el gran sacerdote se llama Sinistus. Éste es vitalicio y
no está sujeto a las vicisitudes impuestas al rey.
Esta agresión había causado a los alemanes
impresión de terror, que supo aprovechar hábilmente Teodosio, general de la
caballería. Atacóles por el lado de la Recia, les mató mucha gente e hizo
prisioneros, que, por orden del Emperador, fueron en seguida enviados a Italia,
y constituidos en colonia tributaria en las fértiles campiñas que riega el
Po.
Ahora vamos a pasar, por decirlo así, a otro mundo
y a describir los dolores de la provincia de Trípoli, en África, sufrimientos
que la misma justicia lloró, demostrando qué centella produjo el incendio.
Los austurianos, tribu bárbara de las cercanías, que solamente vivían de
asesinatos y rapiñas, y terrible por la rapidez de sus movimientos,
después de permanecer tranquilos durante algún tiempo, volvieron a sus
costumbres de saqueo y violencia. La razón que seriamente daban de sus
agresiones era que uno de ellos, llamado Stachaon, recorría libremente nuestro
territorio a favor de la paz. Cometió muchas infracciones de orden público
y de las leyes, siendo una mucho más grave y teniéndose pruebas de ella.
Convicto de manejos para entregar la provincia a sus compatriotas, fue
condenado a las llamas.
So pretexto de obtener venganzas de la injusticia
de que uno de ellos había sido víctima, los bárbaros se extendieron fuera de
sus límites como bestias feroces, reinando todavía Joviano. La invasión
respetó la ciudad de Leptis, temible por su población y sus defensas, pero sus
ricas inmediaciones fueron saqueadas durante tres días. Los austurianos
degollaron a los campesinos que quedaron en sus casas sobrecogidos de
terror, o que se refugiaron en las cavernas, quemaron lo que no pudieron
transportar, y regresaron cargados de botín, llevando prisionero a Silva, uno
de los magistrados principales de la ciudad, a quien habían sorprendido en
su quinta con su familia.
Bajo la impresión del desastre, y antes de que el
orgullo del éxito llevase a los bárbaros a nuevas hostilidades, los lepitanos
se apresuraron a pedir socorro al conde Romano, recientemente nombrado
para el gobierno del África. Éste acudió, en efecto, llevando consigo tropas;
pero cuando se trató de llegar al teatro de los estragos, se negó a entrar
en campaña, si antes no se ponía a su disposición inmensa cantidad de
víveres y cuatro mil camellos. Los desgraciados lepitanos quedaron al
pronto aturdidos, y en seguida alegaron la imposibilidad en que estaban,
encontrándose arruinados por el fuego y el hierro, de cumplir la
exorbitante condición que se les imponía para remediar tan grandes males.
En vista de esto, el conde permaneció cuarenta días entre ellos
en pretendida inacción forzosa, y en seguida se marchó sin hacer nada.
Viendo desvanecerse de esta manera la esperanza
que habían tenido por este lado, los tripolitanos temieron mayores desgracias.
Era la época de la reunión anual de su Consejo provincial, y designaron
dos diputados, Severo y Flacciano, con el encargo de ofrecer a Valentiniano
estatuitas de la Victoria en oro, y exponer claramente en su presencia el
estado de la provincia. Informado de esta resolución el conde, envió en
seguida un mensajero a Remigio, maestre de oficios, pariente suyo y
cómplice de sus rapiñas, diciéndole que obrase de modo que se atribuyese al
mismo Romano el conocimiento del asunto. Llegaron los diputados a la
corte, obtuvieron audiencia, y en apoyo de
Entretanto esperaban ansiosamente los tripolitanos
que, por mandato del príncipe, se acudiese a socorrerlos. En medio de estas
angustias, caen sobre ellos nuevas bandas, que talan en todas direcciones
las campiñas de Leptis y ffia, y los bárbaros no se retiran hasta que se ven
cargados de botín, y después de haber dado muerte a muchos decuriones,
entre ellos a Rusticiano y Nicasio, investido el uno con las atribuciones
del culto y el otro con las de la edilidad. La invasión ni siquiera
encontró obstáculo, porque las facultades militares que, a instancias de los
diputados, se confirieron primeramente al presidente Ruricio, acababan de
ser devueltas a Romano. Nuevo relato de estos males llegó al príncipe en
las Galias, causándole profunda impresión, enviando en seguida a Paladio,
tribuno y notario, con la doble misión de pagar el sueldo que se debía a las
tropas de África y de investigar imparcialmente lo que había ocurrido en la
provincia de Trípoli.
Mientras pasaba el tiempo en tomar datos y esperar
respuestas, enorgullecidos los austurianos con su doble éxito, volvieron como
aves de rapiña que olfatean matanza, degüellan a cuantos no huyen con
bastante rapidez, arrebatan el botín que no habían podido llevar en las dos
expediciones anteriores y talan los árboles y los viñedos. Un ciudadano
muy rico y muy influyente, llamado Mychón, sorprendido en su casa de
campo, consiguió escapar de sus manos antes de que le atasen; pero una
enfermedad que padecía en las piernas le impidió huir, por lo que se arrojó en
un pozo seco, de donde le sacaron los bárbaros con una costilla rota. En
seguida le llevaron al pie de las murallas de la ciudad, donde la
presencia de aquel desgraciado conmovió a su esposa, que pagó el rescate.
Entonces le subieron a las murallas con una cuerda, muriendo dos días después.
En fin, cada, vez más atrevidos los bárbaros, llevaron la insolencia hasta
atacar las fortificaciones de Leptis; resonando en seguida en la ciudad
los lamentos desesperados de las mujeres, que, por primera vez, se veían
encerradas para sufrir el asedio. Este, sin embargo, solamente duró ocho
días; porque viendo los sitiadores que perdían inútilmente hombres, se
retiraron humillados por aquel fracaso.
Pero no era menos crítica la situación de los
habitantes. Como no tenían noticia de sus diputados, intentaron el último
esfuerzo, encargando a Jovino y a Pancracio que expusieran otra vez ante
los ojos del príncipe el cuadro de los sufrimientos que habían visto y
compartido. Éstos encontraron en Cartago a sus predecesores Severo y
Flacciano, que no pudieron responder a sus ansiosas preguntas, sino que
les enviaban ante el conde y su vicario. Entretanto Severo enfermó
y murió; y los dos nuevos diputados continuaron rápidamente su viaje.
Después de esto llegó Paladio a África; y enterado
Romano de su misión, comprendiendo el peligro que podía resultar para él, envió
en seguida agentes fieles a los jefes de cuerpo, aconsejándoles que
hiciesen secretamente ricos regalos, de los fondos del sueldo, al
hombre influyente y muy considerado en la corte a quien se había encargado
aquella importante misión. El ardid obtuvo excelente resultado. Paladio se
guardó el dinero, marchó hacia Leptis y allí, para comprobar con certeza
los hechos, hizo que le acompañasen Erechthius y Aristomeno,
magistrados distinguidos de la ciudad, al teatro de las devastaciones.
Excelentes oradores los dos, no economizaron quejas acerca de los daños
que habían experimentado ellos mismos, sus conciudadanos y los habitantes
de los campos inmediatos; viendo Paladio por sus propios ojos todas las
miserias de la provincia; regresando irritado por la culpable negligencia del
gobernador y declarando públicamente que diría al príncipe toda la verdad.
Disgustado entonces Romano, le amenazó con dirigir otro informe
denunciando al Emperador las sustracciones que se habían hecho al sueldo
en provecho del incorruptible agente que había elegido; y como la infamia era
recíproca, aquellos dos hombres se pusieron de acuerdo.
De regreso Paladio ante el príncipe, con mentiroso
relato le convenció de que los tripolitanos
Al regreso de Paladio, el Emperador, inclinado
siempre a las medidas violentas, dictó pena capital contra Jovino como autor,
Celestino y Concordio como cómplices, de falsas declaraciones. El
presidente Ruricio perdió la vida a manos del verdugo como impostor, y además
por haber usado de palabras inconvenientes en su informe. Ruricio sufrió
la pena en Sitifis, y los otros en Utica, por orden del vicario Crescente.
Poco antes de la muerte de sus compañeros, por la
energía con que apoyaba su derecho ante el conde y el vicario, sublevó
Flacciano contra él a los soldados, que le colmaron de injurias
y estuvieron a punto de matarle; diciéndole que si los tripolitanos habían
quedado sin defensa, culpa era de ellos mismos, por haberse negado a
atender a las necesidades de los expedicionarios. Aquel desgraciado fue
preso; pero mientras el Emperador vacilaba acerca de lo que había de hacerse
con él, pudo fugarse, probablemente sobornando a los guardias,
refugiándose secretamente en Roma, donde permaneció oculto hasta su
muerte.
En presencia de tal desenlace, la desgraciada
provincia de Trípoli, oprimida en el exterior y objeto de traiciones en el
interior, no pudo hacer otra cosa que resignarse y callar. Pero al fin
llegó el día de la venganza. El ojo eterno de la Justicia se abrió ante
los gritos de la sangre de los diputados. Pero, como se verá, necesitóse
tiempo para que la expiación fuese completa.
Herido por la desgracia y despojado de todas las
ventajas de su posición, de que tan orgulloso se mostraba, Paladio había vuelto
a la obscuridad, cuando el ilustre Teodosio fue enviado al África para
reprimir la sublevación de los firmos. Una investigación dispuesta por el
general, en cumplimiento de sus instrucciones, en los papeles de Romano,
hizo descubrir una carta de un tal Meterio, con esta dirección: «Meterio a
su señor y patrono Romano», la cual, después de algunos detalles sin
importancia, terminaba así: «Te saluda el desgraciado Paladio. Dice que su
destitución es justo castigo por las mentiras que pronunció ante sagrados
oídos por los asuntos de Trípoli.» Envióse la carta a la corte, y, por su
contenido, mandó Valentiniano prender a Meterio, que la reconoció como
suya. En seguida se mandó comparecer a Paladio, quien, reflexionando por
el camino cuántos cargos había acumulado sobre su cabeza, se ahorcó en el
primer descanso, aprovechando la ausencia de los guardias, que habían
marchado a pasar la noche en la iglesia, en observancia de la gran solemnidad
del cristianismo. Erechthio y Aristorneno, que, por este juicio de la
fortuna, nada tenían que temer de su cruel perseguidor, salieron de los asilos
donde se habían ocultado al saber que iban a perder la lengua por haberse
servido demasiado de ella. Valentiniano no existía ya; y entonces
revelaron al Emperador Graciano todo aquel misterio de iniquidad,
siendo enviados ante el procónsul Hesperio y el vicario Flaviano, donde
ahora encontraron justicia. Cecilio confesó en la tortura que él mismo
había puesto en boca de los miembros del consejo de Trípoli la acusación
de fraude contra los diputados: y, al fin, una investigación pública puso todos
los hechos a la luz, sin que se alzase una sola voz negativa.
Un solo acto faltaba a esta horrible tragedia. El mismo
Romano marchó a la corte, acompañado de Cecilio, con el propósito de acusar de
parcialidad a los que habían informado en este asunto. Alentado por el
recibimiento que le dispensó Merobaudo, pidió el examen de
varios testigos, partidarios suyos. Pero cuando llegaron a Milán, tuvieron
habilidad para declarar de
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