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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXVII
Victoria de los alemanes, quedando entre los
muertos los condes Charietton y Severiano.— Joviano, jefe de la caballería en
las Galias, derrota separadamente a dos cuerpos de bárbaros y detroza
otro, matando o hiriendo diez mil hombres.—Simaco y Lampadio y
Juvencio, sucesivamente prefectos de Roma.—Damaro y Ursino, bajo la
administración del último, se disputan el episcopado.—Descripción de las
siete provincias de la Tracia y mención de las diferentes ciudades que se
encuentran en ella.—Guerra de tres años hecha por Valente a los godos, que
contra él habían enviado socorros a Procopio. Paz que la termina.—Con el
consentimiento del ejército, Valentiniano confiere a su hijo Graciano el
título de Augusto, y, habiéndole revestido la púrpura, le dirige una
exhortación y lo recomienda a los soldados.—Irascibilidad, carácter rudo
y crueldades de Valentiniano.—Los pictos, attacotos y escoceses causan
estragos en la Bretaña, después de matar a los romanos un duque y un
conde. El conde Teodoro los derrota y les arrebata el botín.—Estragos
ejercidos por tribus moras en África.—Valente reprime el bandolerismo de
los isaurios.—Prefectura de Pretextato.—Valentiniano pasa el Rhin, y, después
de un combate mortífero para los dos bandos, derrota a los alemanes que se
habían situado en una montaña elevada y los dispersa.—Carácter de Probo,
su elevado nacimiento, riquezas y dignidades.— Guerra entre los persas y
los romanos por la posesión de la Armenia y de la Iberia.
Durante esta rápida serie de acontecimientos en
Oriente, los alemanes se habían repuesto en parte de los rudos golpes con que
Juliano quebrantó su poder, y el despecho por lo que habían sufrido les
llevaba a maltratar de nuevo las fronteras de la Galia, que por largo tiempo
habían respetado. En las calendas de Enero, aprovechando el extremado
rigor del invierno en aquellas heladas comarcas, hicieron irrupción muchas
bandas a la vez, y, divididas en tres grupos, se extendieron, saqueando el
país. Charietton, que mandaba con el título de conde en las dos Germanias,
avanzó contra el primer cuerpo con las mejores tropas que tenía. Había llamado
en socorro suyo a Severiano, conde también como él, que se encontraba en
Calibona con los divitenses y tongrianos. Cuando tuvieron reunidas todas
sus fuerzas, lanzaron con prontitud y decisión un puente sobre un río
medianamente ancho; y en cuanto vieron al enemigo, trabóse la pelea con
nubes de saetas y flechas, que los bárbaros devolvieron con creces a los
romanos. Pero cuando se llegó a combatir con la espada, nuestra línea de
batalla, quebrantada por el impetuoso choque de los bárbaros, perdió el
vigor y la energía, y al ver a Severiano caer del caballo herido por una
saeta, emprendió de pronto la fuga. En vano reconvenía Charietton a los
fugitivos, y, oponiéndoles su cuerpo por barrera, quiso que lavasen la
mancha peleando a pie firme; él mismo recibió mortal herida. Después de su
muerte, los bárbaros se apoderaron de la enseña de los hérulos y de
los batavos, y, colocándola en evidencia, bailaron en derredor con gritos
de insulto y de triunfo. Este trofeo no se recobró hasta más adelante y
después de muchos combates.
(Año 367 de J. C.)
A pesar de la consternación que produjo este
desastre, inmediatamente se envió a Dagalaifo a París para que procurase
repararlo; pero no hizo más que contemporizar, alegando que las fuerzas de
los bárbaros estaban demasiado divididas para permitirle descargar un golpe
decisivo, Llamáronle muy pronto para recibir con Graciano la investidura
del consulado, y Jovino, jefe de la caballería, tomó el mando en lugar
suyo. Poseía éste un cuerpo de ejército completo y en buen estado: atendió
cuidadosamente a resguardar sus flancos, y, sorprendiendo en Scarponna al
cuerpo más numeroso de los bárbaros, antes de que pudiesen acudir a las
armas, les exterminó hasta el último. Este triunfo, conseguido sin pérdida
alguna, exaltó extraordinariamente el ánimo de los soldados,
aprovechándolo aquel hábil general para aplastar el segundo cuerpo. Avanzando
con iguales precauciones, enteróse de que otro grupo de bárbaros, después
de talarlo todo en las
Con este gran resultado, en el que tanta parte
tenía la fortuna como el valor, creció todavía más la confianza de las tropas.
Jovino se dirigió sin dilación, explorando siempre el terreno con prudencia,
contra el tercer ejército, que encontró reunido cerca de Catelaunos y preparado
para pelear. Acampó en terreno favorable, se atrincheró y dedicó una noche
al descanso de las tropas. Al salir el sol, dispuso hábilmente sus fuerzas
en vasta llanura, de manera que presentasen, aunque menores en número,
pero no en valor, un frente de batalla igual al de los bárbaros. En el
momento en que se reunían al son de trompetas, los germanos se detuvieron,
intimidados un instante a la vista de nuestras enseñas; pero en seguida se
repusieron y el combate se prolongó hasta la noche. El valor de nuestros
soldados brilló con su ordinaria superioridad, y casi sin pérdidas hubiesen
recogido inmediatamente el fruto de sus esfuerzos, si Balcobaudes, tribuno
de la armadura, más valiente en palabras que en obras, no se hubiese
retirado vergonzosamente al acercarse la noche. Esta cobardía hubiese
hecho inevitable la derrota, si las demás cohortes siguieran su ejemplo, no
quedando de nosotros ni uno vivo para llevar la noticia. Pero los soldados
se mantuvieron firmes, y tan seguros golpes descargaron, que mataron al
enemigo seis mil hombres, hiriéndole cuatro mil; mientras que nosotros
solamente perdimos dos mil hombres, de ellos doscientos heridos.
La noche, que puso fin al combate, reparó nuestras
extenuadas fuerzas; y al amanecer, el valiente general, que había formado ya en
cuadro su ejército, vio que el enemigo había aprovechado la obscuridad
para huir. Al atravesar aquella inmensa llanura despejada, en que no podía
temerse sorpresa alguna, hollaban montones de heridos con los miembros
rígidos, que habían sucumbido prontamente por la pérdida de sangre y el
rigor del frío. Después de caminar de esta manera algún tiempo sin
encontrar a nadie, retrocedía Jovino, cuando supo que un destacamento de
hastatos, que había enviado por otro camino a saquear las tiendas de los
alemanes, se había apoderado de su rey, que llevaba solamente débil
escolta y lo había ahorcado. En su justo enojo quiso al pronto
castigar duramente al tribuno que realizó aquel acto de autoridad; y su
condenación era segura, de no probarse que el arrebato del soldado no le
dio tiempo para intervenir.
Después de esta gloriosa expedición, emprendió
Jovino el camino de París, saliendo regocijado el Emperador a su encuentro, y
poco después le designó cónsul. Había llegado al colmo la satisfacción de
Valentiniano, porque acababa de recibir de Valente, como homenaje, la cabeza
de Procopio. Otros combates menos importantes se libraron todavía en
diferentes puntos de la Galia; pero la poca monta de sus resultados no
merece que nos ocupemos de ellos, porque no es propio de la historia
descender a detalles de tan escaso interés.
Por esta época, o poco antes, la Toscana annonaria
presenció un prodigio que burló la ciencia de los más hábiles en adivinación.
En Pistora, un día a la tercera hora, ante numeroso concurso de personas,
un asno subió al tribunal y comenzó a rebuznar con notable continuidad,
dejando estupefactos a cuantos lo vieron u oyeron referir el caso. En vano
se formaron al pronto conjeturas acerca del sentido del pronóstico, que,
sin embargo, no tardaron en explicar los acontecimientos. Terencio,
natural de aquella ciudad y panadero de profesión, habiendo acusado de peculado
al ex prefecto Orfito, obtuvo como recompensa la administración de la
provincia a título de corrector. Mostróse tan insolente como inquieto, y
pereció bajo la prefectura de Claudio por mano del verdugo, convicto,
según se dice, de haber prevaricado en el asunto de los transportes por agua.
Mucho antes había tenido Aproniano por sucesor a
Símmaco, que puede citarse como uno de los hombres más instruidos y modestos.
En la ciudad eterna nunca estuvieron más aseguradas las
En seguida ocupó la plaza de Símmaco, Lampadio,
que había sido prefecto del pretorio, que se ofendía si no admiraban en él
hasta la manera de escupir, pretendiendo hacerlo de un modo tan pulcro que
nadie podía imitarle; por otra parte, era hombre íntegro y hábil administrador.
Este fue quien, al dar con brillantez los juegos de su investidura como
pretor, viéndose agobiado por la gritería del populacho, que reclamaba en
provecho de tal o cual favorito larguezas muchas veces inmerecidas, hizo
presentarse algunos pobres de los que se colocan en las puertas del Vaticano, y
les distribuyó, con su propia mano gruesas cantidades, para demostrar a la
vez su liberalidad y su desprecio a los juicios populares. De su notoria
vanidad no citaré más que un rasgo asaz inocente, como aviso a los ediles
futuros. En todas partes donde la magnificencia de nuestros príncipes
ha dotado a la ciudad de un edificio, escribía él su nombre como fundador
del monumento y no sencillamente como restaurador. Dícese que Trajano
tenía igual manía, lo que valió a este emperador el mote de herba parietaria.
Frecuentes tumultos turbaron la prefectura de
Lampadio. Una vez (y éste fue el más grave) el populacho, armado con antorchas
y blandones, arrojó muchos de ellos sobre su casa, situada cerca de las
termas de Constantino, y la hubiesen reducido a cenizas a no ser por la pronta
intervención de sus criados, que, ayudados por los vecinos, dispersaron
desde los techos a los incendiarios arrojándoles tejas. Asustado el
prefecto por las proporciones que había tomado el tumulto, se retiró desde
el primer momento al puente Mulvio (que según dicen construyó el viejo Scauro),
desde donde dictaba las medidas necesarias para disolver el motín, cuya
causa era muy grave. Quería Lampadio construir nuevos edificios, o reparar
antiguos, y en vez de imputar los gastos, como se hace en tales casos, al
producto de los impuestos, cuando necesitaba hierro, plomo, cobre u
otra cosa semejante, enviaba agentes suyos, so color de compra, para que
se apoderasen de estos materiales, que no pagaba jamás. Estas exacciones,
repetidas hasta lo infinito, habían concluido por sublevar a los pobres
que eran víctimas de ellas y hubiesen maltratado al prefecto, de no
ponerse prontamente en salvo.
Su sucesor Juvencio, antiguo intendente del
palacio y pannoniano de nacimiento, era tan íntegro como mesurado. Su
administración suave y circunspecta hizo reinar la abundancia, aunque la
ensangrentó terrible discordia, cuya causa fue la siguiente: Dámaso y Ursino se
disputaban con ahínco la sede episcopal, y el fanatismo de sus sectarios,
tan exaltado como el de los bandos políticos, llegó algunas veces hasta
apelar a la violencia y hasta el derramamiento de sangre. No era más
posible al prefecto dulcificarlos que reprimirlos, y se vio relegado a un
arrabal por sus furores. Dámaso consiguió triunfar en la lucha, y está
averiguado que a la mañana siguiente se encontraron ciento treinta
cadáveres en la basílica Sicinia (Santa María la Mayor), donde celebran los
cristianos sus asambleas. Con sumo trabajo, y mucho tiempo después, se
consiguió calmar aquella terrible efervescencia.
Verdaderamente, cuando considero el esplendor de
esta dignidad en la capital, no me sorprenden tales excesos de animosidad en
los competidores. El que la obtiene está seguro de enriquecerse con los
generosos donativos de las matronas, de pasear en el vehículo más cómodo,
de deslumbrar todos los ojos con el esplendor de su traje y de eclipsar en
sus festines hasta la profusión de las mesas reales. ¡Cuántos se verían
mejor inspirados si en vez de emplear como pretexto la grandeza de la
ciudad para justificar su lujo, imitasen a algunos compañeros de las
provincias, a quienes su frugal comida, su humilde exterior, sus ojos
bajos, puras y austeras costumbres, recomiendan con justos títulos a Dios
y a los verdaderos fieles! Pero dejemos esto y volvamos a nuestro asunto.
Mientras ocurrían estas cosas en Italia y las
Galias, convertíase la 'Tracia en teatro de nuevos combates. Valente, por
consejo de su hermano; que le dirigía en todo, acababa de declarar la
guerra a los godos; resolución que tenía legítima causa en el socorro que
este pueblo había proporcionado a Procopio durante la guerra civil.
Diremos algo acerca de la situación y orígenes de esta comarca.
Fácil sería el trabajo si estuviesen conformes las
noticias de los autores antiguos. Pero los libros se contradicen y no ayudan a
descubrir la verdad que prometen; por lo que no hablaré más que de lo que
he visto. La Tracia, como dice Homero, es un país de vastas llanuras y altas
montañas: el poeta inmortal la hizo patria del aquilón y céfiro, siendo
esto una ficción, o en su tiempo se comprendía bajo el nombre de Tracia
una extensión de país mucho más considerable, habitado por pueblos
salvajes. El territorio de los scordiscos formaba indudablemente parte de ella,
y en nuestros días pertenece a una provincia muy lejana. Nuestros anales
nos dicen cuál era la brutal ferocidad de aquella raza, que sacrificaba
sus prisioneros a Marte y a Belona, y bebía con delicia sangre en cráneos
humanos. En las guerras que sostuvo con ellos, experimentó Roma frecuentes
reveses, y últimamente pereció allí un ejército entero con su jefe.
En sus dimensiones actuales la Tracia tiene la
figura de media luna o, si se quiere, la de magnífico anfiteatro. A su extremo
oriental se encuentran los escarpados montes que forman el desfiladero de
Succos, que separan la Tracia de la Dacia. Al Norte las recortadas cumbres
del Hemus y el río Ister, que, por el lado romano, baña el pie de muchas
ciudades y fortificaciones y castillos. A la derecha y al Mediodía se
alzan las majestuosas crestas del Rhodopes. A Levante la limitan el
estrecho, cuyas aguas, viniendo del Ponto Euxino, corren a confundirse con las
olas del mar Egeo, formando angosta separación entre los dos continentes.
La Tracia toca también a la Macedonia por un punto de su límite oriental,
y la comunicación entre ambas comarcas se verifica por una garganta
estrecha y abrupta, llamada Acontisma. Encuéntrase cerca de aquí el valle
de Aretusa, la estación del mismo nombre donde se enseña la tumba del
célebre poeta trágico Eurípides; la Stagira, patria de Aristóteles, boca
de oro, como le llama Cicerón. Habitaban en otro tiempo esta comarca
pueblos bárbaros, diferentes en costumbres y lenguaje, siendo los más
temibles los Odrysos, tan sedientos de sangre humana, que cuando no tenían
enemigos que combatir, en medio de sus comidas, ebrios de vino y repletos
de alimentos, volvían el hierro contra sus propios miembros.
Cuando el poder romano tomó incremento bajo el
gobierno de los cónsules, a fuerza de perseverancia consiguió Marco Didio
vencer a esta nación, hasta entonces indomable, que vivía sin culto ni
leyes. Druso supo en seguida contenerla en sus límites naturales. Minucio la
destrozó en una gran batalla en las orillas del Hebrum, que tiene su
origen en las montañas de los Odrysos; y lo que quedaba de ellos pereció
en otro combate con el procónsul Appio Claudio, apoderándose entonces la
flota romana de las ciudades del Bósforo y de la Propóntida. Después de estos
generales apareció Lúculo, que en una sola expedición abatió la ruda
nación de los Bessos, y redujo, a pesar de su enérgica resistencia, a los
montañeses del Hemus. Su valor hizo pasar toda la Tracia bajo el yugo de
nuestros mayores, y por esta conquista, largo tiempo disputada, añadió seis
provincias nuevas al territorio de la república.
La primera de estas provincias, que confina por el
Norte con la Iliria, es la Tracia propiamente dicha, que tiene como gloria las
grandes ciudades de Filipópilis y Borea. La provincia del Hemus comprende
Andrinópolis, llamada en otro tiempo Uscudama, y Anquialón. Viene en seguida
la Mysia, donde se encuentra Marcianópolis, llamada así del nombre de la
hermana de Trajano, Dorostora, Nicópolis y Odyssus. Más lejos está la
Scitia, cuyas ciudades más populosas son Dionisópolis, Torni y Calatis. En
fin, la provincia llamada Europa es la última de la Tracia por el lado del
Asia. Cuenta ésta entre sus municipios otras dos ciudades notables, Apris y
Perintho, que más adelante se llamó Heraclea, siendo limítrofe de esta
última la provincia de Rhodopa, cuyas ciudades son Maximianópolis, Maronea
y /T'nos, construida por Eneas y abandonada en seguida para ir, bajo
mejores auspicios, y después de vagar durante mucho tiempo por los mares, a
fundar un establecimiento eterno en Italia.
Cosa reconocida es que los montañeses de esta
comarca tienen sobre nosotros la ventaja de una constitución más sana y más
robusta y vida más larga. Dícese que la razón de esto es que comen
manjares fríos, y que su cuerpo, refrescado continuamente por el rocío, aspira
aire más puro, participa más inmediatamente de la influencia vital de los
rayos del sol y que los vicios no han penetrado todavía entre ellos.
Dichas estas cosas, continuemos nuestro relato.
Después de la derrota de Procopio en Frigia,
cuando quedó restablecido en todas partes el orden, Víctor, jefe de la
caballería, fue enviado cerca de los godos para averiguar qué motivo
había podido determinar a esta nación amiga, unida con los romanos por
sincero tratado, a secundar con sus armas una empresa dirigida contra sus
legítimos príncipes. Los godos presentaron para justificarse una carta de
Procopio, en la que demostraba su derecho al imperio como pariente
de Constantino; y añadieron que si se habían engañado, su error era
perdonable.
Víctor transmitió la excusa a Valente, quien,
considerándola completamente frívola, levantó sus enseñas contra los godos, que
en seguida se enteraron de su marcha, y vino, al comenzar la primavera, a
acampar con todas sus fuerzas cerca de la fortaleza de Dafnea. Arrojó sobre el
Danubio un puente de barcas, sin encontrar resistencia, y como pudo recorrer
la comarca en todos sentidos, no encontrando a nadie a quien combatir, ni
siquiera expulsar delante, perdió todo freno su confianza. Efectivamente,
el miedo se había apoderado de los godos al ver la imponente
ostentación de fuerzas del ejército imperial, retirándose en masa a las
abruptas montañas de los Serros, en las que nadie podía penetrar sin ser
muy perito en aquellos parajes. Sin embargo, no queriendo dejar pasar toda
la estación sin resultados, Valente hizo recorrer todo el país por destacamentos
que dirigió Arintheo, jefe de la infantería, pudiendo apoderarse de parte
de las familias de los enemigos antes de que se refugiasen en las alturas.
Este fue el único fruto de aquella campaña, de la que regresó el príncipe
sin haber experimentado pérdidas, pero también sin haber producido
mucho efecto.
Al año siguiente el Emperador iba a entrar con
ardimiento por el territorio enemigo, cuando le detuvo el desbordamiento del
Danubio. Todo el estío estuvo acampado cerca del pueblo de Carpis; pero
continuando la inundación, regresó a pasar el invierno en Marcianópolis.
Valente perseveró, y al siguiente año, un puente
lanzado en Noviduno le abrió el territorio de los bárbaros, donde, después de
largas marchas, alcanzó a la belicosa tribu de los gruthungos, y llevó delante
de él a Athariarico, uno de los jefes más poderosos, que se creyó bastante
fuerte para hacer frente al ejército. En seguida regresó el Emperador a
Marcianópolis, posición muy cómoda para invernar.
Dos causas debían producir la terminación de la
guerra después de este período de tres años. En primer lugar, la prolongada
presencia del príncipe en su proximidad era continuo objeto de temor para
los godos. En segundo lugar, la interrupción del comercio privaba a los
bárbaros de las cosas más necesarias para la vida; viéndose, por tanto,
reducidos a implorar la paz por medio de una legación. El Emperador, poco
instruido, pero que poseía juicio muy seguro antes de que el veneno de la
adulación hiciese su gobierno tan funesto para los asuntos públicos, decidió,
después de haber oído a su consejo, que podía aceptarse la paz. Víctor, y
después Arintheo, jefes de la infantería y caballería, recibieron el
encargo de tratar; y habiendo confirmado sus cartas que los godos
estaban dispuestos a aceptar las condiciones, solamente faltaba designar
paraje conveniente para las negociaciones. Pero Athanarico alegó una
prohibición de su padre y su propio juramento de no poner jamás el pie en
territorio romano. El Emperador, por su parte, se habría rebajado yendo a
él, resolviéndose la dificultad por medio de un subterfugio. Dispúsose el
encuentro en medio del río en naves que llevarían, por un lado al
Emperador y su comitiva, y por otro al jefe bárbaro para ratificar el
convenio ajustado. Valente se hizo entregar rehenes y regresó en seguida a
Constantinopla, a donde llegó más adelante el mismo Athanarico, arrojado
de su patria por un bando. Allí murió y se le sepultó con magnificencia
según el rito romano.
En medio de estos acontecimientos cayó gravemente
enfermo Valentiniano, corriendo peligro su vida. Galos de la guardia del
príncipe celebraron por entonces una reunión en la que se trató de
El Emperador recobró, sin embargo, la salud en
medio de estas vanas intrigas; y apenas restablecido, meditaba ya la elevación
al poder de su hijo Graciano, que frisaba entonces en la edad viril.
Preparóse todo anticipadamente para la ceremonia y disponer el ánimo del
ejército; en seguida llamó a Graciano, y subiendo con él a un tribunal
alzado en el campo de Marte, rodeado de los principales personajes de la
corte, cogió por la mano al príncipe, y, presentándolo a la asamblea,
lo recomendó con la alocución siguiente:
«El fausto testimonio de vuestra benevolencia; la
púrpura de que me habéis considerado digno entre tantos varones ilustres, me
permite llevar a cabo, bajo vuestros auspicios y con el apoyo de vuestros
consejos, un deber de naturaleza a la vez que de buena política, y que
bendecirá Dios, protector de este Imperio. Recibid, pues, favorablemente,
valientes amigos, la comunicación que voy a haceros; y estad convencidos
de que, a pesar de la voz de la sangre que me habla, nada quiero decidir
sin vosotros, sin vuestra aprobación, que es la única que puede dar fuerza y
vigor a mi resolución, y con la que todo me será fácil en lo sucesivo. Ved
aquí a mi hijo Graciano, a quien el tiempo ha hecho hombre y cuya
educación común con la de vuestros hijos, os debe hacer tan querido como a
mí mismo. Quiero, si el cielo ayuda mi cariño de padre, dar, al asociarle a
la dignidad augusta, una prenda más a la seguridad pública. No ha hecho
como nosotros, desde la cuna, el duro aprendizaje de las armas, ni
soportado las duras pruebas de la adversidad. Corno veis, todavía no se
encuentra en estado de soportar las rudas fatigas de la guerra y el polvo de un
campo de batalla. Pero puedo decir que lleva consigo el germen del valor y
virtudes de sus antepasados. Le he estudiado mucho, y aunque sus
costumbres y gustos no están formados aún, vese ya, y su educación lo
garantiza, suficientemente, que sabrá juzgar del mérito de las cosas y de los
hombres. Con él serán apreciados los buenos. Al lado constantemente de las
águilas y de las enseñas, hasta les precederá para correr a la gloria,
soportando los ardores del sol y el penetrante frío de la nieve y
el hielo, sabrá, si es necesario, haceros muralla con su cuerpo y dar su
vida por los suyos. En fin, para abarcar con una palabra toda la extensión
de sus obligaciones, la república le será tan querida como la casa de sus
abuelos.»
Apenas terminada la oración, resonaron halagüeños
murmullos, mostrando extraordinario regocijo todas las filas del ejército, como
si cada soldado tuviese empeño en demostrar la parte que tomaba en aquel
solemne acto. Graciano fue proclamado Emperador al sonido de todas
las trompetas reunidas, mezclándose el de las armas. Valentiniano auguró
favorablemente, y, después de haber abrazado a su hijo y revestídole los
ornamentos del rango supremo, se dirigió también al joven, radiante bajo
su nuevo traje, quien escuchó atentamente a su padre:
«Ya te encuentras, Graciano querido, por mi voto y
el de mis compañeros de armas, revestido con la púrpura imperial. Imposible es
obtenerla bajo mejores auspicios. Acostúmbrate como colega de tu padre y
de tu tío a llevar tu parte de la carga de los asuntos públicos; a hollar, si
es necesario, el helado lecho del Rhin y del Danubio; a no poner a nadie
entre ti y tu ejército; a derramar, aunque no inconsideradamente, tu
sangre por tus súbditos; en fin, a no considerar como extraño para ti
nada de lo que concierne a tu pueblo. Nada más te digo hoy; pero en caso
necesario, no te faltarán mis consejos. En cuanto a vosotros, valientes
defensores del Imperio, os encargo a vuestro joven Emperador, rogándoos le
consideréis con fidelidad y amor.»
A estas palabras, imponentes por la solemnidad del
acto, Eupraxio, nacido en la Mauritania cesariense, y a la sazón guarda de los
archivos, exclamó antes que todos: «La familia de Graciano tiene derecho a
este honor.» Y en el acto se le hizo cuestor. Muchos rasgos de su conducta en
este
Al conferir el título de Augusto, y no el de
César, a su hermano y a su hijo, Valentiniano puso el amor de familia por
encima de la costumbre establecida. El único ejemplo antiguo de
caso semejante es el que dio Marco Aurelio asociando a su poder, bajo el
concepto de igualdad completa, a su hermano adoptivo Vero.
(Año 368 de J. C.)
Apenas habían transcurrido algunos días desde la
solemne manifestación de la concordancia de miras del poder y del ejército,
cuando Mamertino, prefecto del pretorio, a su regreso de Roma, a donde
había ido a corregir algunos abusos, fue acusado de concusión por Aviciano, ex
vicario de África. Reemplazó a Mamertino, Vulcacio Rufino, a quien debe
citarse como varón perfecto en todos puntos y tipo de honrada longevidad,
exceptuando que no dejaba escapar ocasión alguna de ganancia cuando podía
aprovecharla sin escándalo. Rufino logró el llamamiento de Orfito, ex prefecto
de Roma, y la restitución de los bienes al desterrado.
Al comenzar su reinado, Valentiniano se había
esforzado para dominar los movimientos de furor a que se encontraba sujeto,
queriendo burlar la opinión acerca de la notoria irascibilidad de su carácter.
Pero no por esto dejaba de fermentar en él esta pasión, haciendo más víctimas
su explosión por lo mismo que había estado más comprimida. Los filósofos
llaman a la cólera una úlcera del alma, difícil de curar, si no incurable,
cuya causa es una debilidad moral. Apóyanse en un argumento especioso, a
saber: que los enfermos son más irascibles que las personas sanas,
las mujeres más que los hombres, los ancianos más que los jóvenes, y los
desgraciados más que los favorecidos por la fortuna.
Entre los actos de crueldad que ejecutó
Valentiniano contra los individuos de rango inferior, debe citarse el suplicio
de Dioclés, ex tesorero de largueza en Iliria, que pereció en la hoguera
por leve falta, y la pena de muerte impuesta también a Diodoro, ex intendente
de Italia, y a tres aparitores del vicario, únicamente porque el conde se
había quejado de que Diodoro le había intentado un proceso civil, y los
aparitores, por orden del tribunal, en el momento de una marcha, se habían
atrevido a manifestarle que tenía que responder ante la justicia. Los
cristianos de Milán honran estas víctimas, y el paraje de su sepultura se
llama todavía hoy Los Inocentes. En otra ocasión ordenó el Emperador la
muerte de los decuriones de tres ciudades, por haber, por mandato legal de
un juez, apresurado la ejecución de un tal Majencio, que era de Pannonia.
«Príncipe, le dijo entonces Eupaxio, escucha antes los consejos de la
moderación. Esos mismos hombres a quienes haces perecer como criminales,
la religión cristiana los considera mártires, es decir, almas agradables a
Dios.» El prefecto Florencio imitó esta valerosa libertad, atreviéndose a decir
un día, al enterarse de que por una bagatela el Emperador había dado la
misma orden contra tres decuriones de cierto número de ciudades: «¿Y si
alguna de esas ciudades no cuenta tres magistrados, habrá que aplazar la
ejecución hasta que esté completo el número?» Valentiniano mostraba a veces
un refinamiento de tiranía cuya mención solamente subleva. Cuando un
litigante se dirigía a él para recusar la jurisdicción de un enemigo
poderoso y pedir otro juez, nunca dejaba, cualesquiera que fuesen los
motivos de la recusación, de enviar al peticionario ante el mismo magistrado
cuya parcialidad le era justamente sospechosa. Pero lo más horrible es esto:
si un deudor del estado quedaba insolvente, «es necesario matarle», decía.
A tales extremos lleva el orgullo a aquellos
soberanos que niegan el derecho de observación a
Valentiniano marchaba apresuradamente desde
Ambiano a Tréberis, cuando recibió aflictivas noticias de Bretaña. Los bárbaros
se habían puesto de acuerdo para dominar por hambre al país, que se
encontraba ya en el último extremo. Habían dado muerte al conde Nectarido, que
mandaba en las costas, y hecho caer en una emboscada al duque Fulofaudes.
Muy alarmado Valentiniano encargó primeramente a Severo, conde de los
domésticos, que marchase a remediar el mal en lo posible; en seguida le
llamó, reemplazándole con Jovino, que, apenas llegado, le envió a Provertuides
para pedir al Emperador un ejército, porque la situación de las cosas
exigía este empleo de fuerzas. Más y más inquieto acerca de la posesión de
esta isla, el Emperador eligió en último caso para mandar en ella a
Teodosio, conocido ya por brillantes éxitos, confiándole lo más escogido de las
legiones y las cohortes. Parecía, pues, que esta expedición comenzaba bajo
los mejores auspicios.
Cuando me ocupé de los hechos del reinado de
Constantino, expliqué lo mejor que pude el flujo y reflujo y describí la
posición de la Bretaña: creo, por consiguiente, inútil volver a
hacerlo, porque, como Ulises entre los Feacios, tengo miedo al tedio de las
repeticiones. Pero es cosa esencial hacer notar que los pictos formaban en
esta época dos grupos, los dicalidones y los vesturiones, que, de acuerdo
con los belicosos pueblos de los attacotos y escoceses, causaban por todos
lados estragos. En los puntos de la isla más inmediatos a la Galia, los francos
y sus vecinos los sajones hacían desembarcos y correrías por el interior,
saqueando, incendiando, degollando cuanto caía bajo sus manos.
Estas eran las calamidades que llamaban a los
extremos del mundo a este hábil capitán, para que, con el auxilio de la
fortuna, los remediase. Teodosio marchó a la playa de Bononia, separada
de la opuesta por estrecho brazo de mar, cuyas alternadas mareas en tanto
agitaban la superficie, en tanto la dejan tranquila como una llanura y sin
peligro alguno para el navegante. Embarcóse y saltó a tierra en Rutopia,
excelente fondeadero de la otra orilla. Desde allí, seguido por los bátavos,
los hérulos, jovianos y victorinos, tropas acostumbradas a vencer, llegó a
la antigua ciudad de Lundinio (Londres), llamada después Augusta. Llegado
a este punto, dividió sus fuerzas en muchos grupos, y cayendo sobre las
partidas enemigas, cargadas de botín, las deshace y les quita los hombres
y ganados de que se habían apoderado. Se restituyó lo suyo a los infelices
despojados, exceptuando una parte pequeña como recompensa por los trabajos
de los soldados. En seguida entró triunfante en la ciudad, antes abrumada
por la desgracia; pero que se animaba de repente ante la esperanza que se le
devolvía.
Tal comienzo infundió confianza a Teodosio, sin
que por esto disminuyese su circunspección. Comparando diferentes planes,
parecióle lo más seguro, considerando la multiplicidad de pueblos con
quienes tenía que luchar y la dispersión de sus fuerzas, proceder por
sorpresas, y deshacer en detalle enemigos cuyo valor salvaje no dejaba
otras esperanzas de éxito. Las confesiones de los prisioneros y las
manifestaciones de los desertores le confirmaron en esta opinión. En sus
edictos prometió entonces la impunidad a los desertores que volviesen a
las enseñas, y llamó a los soldados autorizados para permanecer ausentes,
reuniéndose casi todos al primer aviso, lo cual era también indicio
favorable. Pero viéndose abrumado por multitud de atenciones, pidió enviasen a
Bretaña como prefectos a un hombre llamado Civilis, muy entendido y recto,
y a Dulcicio, que había dado pruebas de conocimientos militares.
Tal era la situación de las cosas en Bretaña.
Desde el advenimiento de Valentiniano, los bárbaros asolaban el África,
prodigando muerte y saqueo en sus insolentes incursiones. Los males de
este país, aumentados por la relajación de la disciplina, se encontraban
agravados más y más por la avidez que se apoderaba de todos los ánimos, y
de la que daba ejemplo a todos el conde Romano, aunque sabía hacer que
recayese en otros la odiosidad de las exacciones. Odiado por su crueldad,
lo era más todavía por el cálculo infame con que se adelantaba a los
estragos de la guerra, y atribuía en seguida al enemigo el despojo de las
provincias que él mismo había realizado: depredaciones
Tengo el propósito de reservar para un relato
especial y detallado las circunstancias del asesinato del presidente Ruricio y
otros miembros de la embajada, así como también otras escenas de sangre
que tuvieron lugar en aquel país. Pero ha llegado el tiempo de la verdad, y he
de decir claramente lo que pienso. Una de las faltas de Valentiniano es
haber dado, con grave perjuicio del Estado, el primer impulso a la arrogancia
del ejército. Prodigó demasiado por esta parte los honores y las riquezas,
y, lo que no es menos censurable en moral como en política, inflexible con
los simples soldados, cerraba los ojos a los vicios de los jefes, que muy
pronto perdieron todo freno, llegando a considerarse como dueños de todas
las fortunas. Los legisladores de otros tiempos, por el contrario, estaban
prevenidos contra la ambición y la preponderancia militares, hasta el punto
de exagerar la aplicación de la pena capital, llevando a la práctica el
principio inexorable de que, cuando ha faltado una muchedumbre, debe caer
el castigo hasta sobre el inocente a quien la ciega suerte ofrece en
sacrificio a la vindicta pública.
Por esta época bandas de isaurios se habían
lanzado sobre las ciudades y ricos campos inmediatos, asolando la Pamfilia y la
Cilicia, sin encontrar resistencia en ninguna parte. El espectáculo de
este saqueo impune y de las devastaciones que dejaba en pos, conmovió al
vicario del Asia, llamado Musonio, maestro de retórica en Atenas. Pero la
administración estaba desordenada y desorganizadas las tropas, corrompidas
por la molicie. Musonio decidió reunir en torno suyo algunos elementos de
aquella milicia semiarmada, conocida con el nombre de Diomitas, y atacar a
la primera banda que encontrase. Pero al intentar el paso de una estrecha
garganta de aquellas montañas, no pudo evitar una emboscada, donde pereció
con toda su gente. Este triunfo, que dio a los isaurios confianza para
diseminarse, sacó al fin a nuestras tropas de la inacción. Diose muerte a
algunos de aquellos bandidos, y rechazados los demás hasta sus tenebrosas
guaridas, también allí fueron alcanzados, hasta el punto que, no
encontrando ya descanso ni medios de subsistencia, por consejo de los habitantes
de Germanicópolis, a los que siempre consideraron como jefes, aquellos
bárbaros se decidieron a pedir la paz. Exigiéronles rehenes, que entregaron, y
desde entonces permanecieron mucho tiempo sin cometer actos hostiles.
Encontrábase a la sazón Roma bajo la excelente
administración de Pretextato, cuya vida entera es continuada serie de actos de
integridad y rectitud. Este magistrado consiguió hacerse amar, al mismo
tiempo que supo hacerse temer: habilidad muy rara seguramente, porque, en
los subordinados, no se concilian fácilmente el cariño con el temor. Su
autoridad y sabios consejos pusieron término a un cisma violento que
dividía a los cristianos. Ursino fue expulsado, reinando entonces completa
tranquilidad en la ciudad, con profunda satisfacción de los habitantes,
pudiendo el prefecto aumentar su propia gloria por medio de algunas
reformas útiles. Hizo desaparecer todas aquellas usurpaciones sobre la vía
pública, llamadas Mccniana, prohibidas por las leyes antiguas; libró a los
templos de las construcciones parásitas, con las que muchas veces el interés
particular profana y deforma sus inmediaciones, y restableció por completo
la uniformidad de pesos y medidas, único medio de impedir la exacción y
los fraudes en el comercio. En fin, su conducta como juez le mereció el
hermoso elogio que hizo Cicerón de Bruto: «El favor, al que nada
concedía, iba unido, sin embargo, a todos sus actos.»
Por este mismo tiempo, durante una ausencia de
Valentiniano, que creía bien guardado el secreto, un príncipe alemán llamado
Rando, que había tomado mejor sus medidas, aprovechó que Moguntiacun
estaba desguarnecida de tropas para introducirse en ella por sorpresa.
Casualmente aquel día era una de las grandes solemnidades del
cristianismo; y el jefe bárbaro pudo, sin pelear, llevarse innumerables
prisioneros de toda condición y sexo y apoderarse de rico botín, Pero
muy pronto nos compensamos de este descalabro. Habíanse empleado todos los
medios para desembarazarnos de Viticabio, hijo de Vadomario, príncipe
endeble y enfermizo, pero cuyo ardiente valor suscitaba contra nosotros
continuamente a sus compatriotas. Después de muchas tentativas
Iba a comenzar contra los alemanes una campaña más
seria que las anteriores, preparada cuidadosamente con grande reunión de
tropas; esfuerzo que exigía la seguridad del Imperio, gravemente
comprometida por aquella turbulenta vecindad de enemigos cuyas agresiones
eran incesantes. Nuestros soldados se mostraban muy decididos, cansados
como estaban de vivir continuamente inquietos ante aquella nación, en
tanto humilde hasta la bajeza, en tanto llevando hasta la exageración la
insolencia de sus depredaciones.
En consecuencia de esto, el conde Sebastián
recibió orden de concurrir a la expedición con las fuerzas que mandaba en
Italia y en Iliria. Y en cuanto terminó el invierno, Valentiniano y
Graciano, al frente de numerosas tropas, perfectamente armadas y
abastecidas, pasaron el Rhin sin encontrar resistencia. Avanzaron,
formando el cuadro, con los dos Emperadores en el centro, y los
generales Jovino y Severo en las alas, para evitar todo ataque de flanco,
y, precedido por guías seguros para no errar el camino, el ejército
penetró en vastas soledades. A cada paso aumentaba la excitación del soldado,
viéndosele estremecer de enojo, como si hubiese encontrado al enemigo. Así
transcurrieron muchos días, y no encontrando a quien combatir, incendiaban
las casas y los cultivos, no perdonando más que los víveres, que debían
recoger y conservar por la incertidumbre de la situación.
Hecho esto, el Emperador continuó la marcha,
aunque más despacio, hasta que llegó al punto llamado Solicinium. Allí se
detuvo como ante una barrera, habiéndole advertido sus exploradores que el
enemigo estaba a la vista a cierta distancia. Habían comprendido los bárbaros
que su única esperanza de salvación consistía en tomar la ofensiva; y de
común acuerdo se situaron en la parte culminante de un grupo de altas
montañas compuestas de muchos picos escarpados e inaccesibles, a excepción
de las vertientes del Norte, donde el declive era suave y fácil. Los soldados
clavaron las enseñas y gritaron a las armas; pero ante la orden del
Emperador permanecieron inmóviles, esperando que, levantado el estandarte,
les diese la señal. Esta prueba de disciplina era ya prenda de triunfo.
Sin embargo, la impaciencia del soldado por una parte y los horribles gritos de
los alemanes por otra, soportaban mal o, mejor aún, no soportaban en
manera alguna las dilaciones. Sebastián tuvo que ocupar apresuradamente la
ladera septentrional de la montaña, con cuya maniobra se apoderaría de los
fugitivos en el caso de que los alemanes quedasen derrotados.
Graciano, demasiado joven todavía para las fatigas y peligros de una
batalla, tenía su puesto natural en la retaguardia, cerca de las enseñas
de los jovianos. Tomadas estas disposiciones, Valentiniano, como general
experimentado, con la cabeza descubierta, pasó revista a las centurias y
manípulos. En seguida, sin comunicar a los jefes su propósito, despidió la
escolta, no conservando a su lado más que algunos hombres decididos y
hábiles, marchando con ellos a reconocer personalmente la base de la
montaña, porque confiaba (dudando poco de sí mismo) en encontrar algún sendero
que hubiese escapado al examen de los exploradores. Extravióse en un
terreno pantanoso y estuvo a punto de perecer en una emboscada que le
esperaba a la vuelta de un peñasco; pero lanzando, como último recurso, su
caballo por áspera y resbaladiza pendiente, consiguió ponerse al abrigo de sus legiones.
Tan difícilmente escapó, que su cubiculario, que llevaba su casco adornado de
oro y pedrería, desapareció con él, sin que jamás pudiera averiguarse su
paradero.
En cuanto descansó algo el ejército, desplegóse el
estandarte dando la señal ordinaria, acompañada con el sonido de las trompetas.
En el acto dos guerreros jóvenes y distinguidos, Salvio y Lupicino,
escutario el uno y el otro del cuerpo de los gentiles, se adelantan con rápido
paso a la marcha de los suyos, invitándoles con voz terrible a seguirles;
llegando en seguida a las asperezas del monte, blandiendo las lanzas y
esforzándose, a despecho del enemigo, para salvar el obstáculo. Llega el
grueso del ejército, y con sobrehumanos esfuerzos consigue, siguiendo sus
huellas entre matorrales y peñascos, ganar al fin las alturas. Entonces se
cruzan los hierros y comienza la lucha
Por este tiempo murió, ejerciendo sus funciones,
Vulcacio Rufino, llamándose de Roma, para la prefectura del pretorio, a Probo,
a quien recomendaban su ilustre alcurnia e inmensas riquezas. Tenía
posesiones en casi todos los puntos del imperio; bien o mal adquiridas, cosa
que no intento juzgar. Puede decirse, en el lenguaje de los poetas, que la
Fortuna le llevó sobre sus rápidas alas. Había dos hombres en él, uno amigo
leal y sincero, otro enemigo peligroso y vengativo. A pesar del aplomo y
confianza que debían darle sus inmensas generosidades y la costumbre del poder,
Probo bajaba el tono en cuanto lo alzaban con él, no siendo gran personaje
más que con los humildes: calzaba el coturno trágico cuando se encontraba
seguro; humilde sandalia cuando tenía miedo. Así como el pez no vive fuera
de su elemento, Probo no respiraba desde el instante en que no
ocupaba puesto. Además, siempre le impulsaba al poder, de bueno o mal grado,
el interés de alguna familia importante, que no concordando la regla del
deber con la intemperancia de los deseos, quería asegurarse la impunidad,
procurándose elevada protección. Porque debemos consignar que,
si personalmente era incapaz de exigir nada ilícito a un cliente o a un
subordinado, no dejaba, sin embargo, cuando pesaba alguna sospecha sobre
alguno de los suyos, de tomar su defensa con razón o sin ella, aunque
fuese en contra de la justicia. Esta conducta la censura enérgicamente Cicerón, cuando
dice: «¿Qué diferencia hay entre aconsejar el mal o aprobarlo? No era esa mi
voluntad. ¿Qué importa, si me parece bien después de realizado?» Su
carácter era desconfiado, reconcentrado, amarga su sonrisa. Mostrábase
cariñoso cuando deseaba hacer daño; pero es cosa rara que esta hipocresía
no se trasluzca cuando se tiene mayor seguridad de engañar. Su enemistad era
inflexible, implacable, y nunca quedó desarmada ante la confesión de haber
sido involuntaria la ofensa, pareciendo que se tapaba los oídos, no con
cera, sino con plomo. Con ánimo inquieto y cuerpo enfermizo consumió su
vida, ocupando siempre los puestos más elevados y encontrándose en
él colmo de las prosperidades. Tal era el estado de las cosas en Occidente
en esta época.
Entretanto el rey de los Persas, aquel viejo
Sapor, no perdía su afición a las invasiones con que había señalado su reinado
desde el principio. Después de la muerte de Juliano y del
vergonzoso tratado que la había seguido, subsistió por algún tiempo
aparente armonía entre nosotros y aquel príncipe; pero no tardó en hollar
aquel pacto, como si hubiese dejado de ser obligatorio desde que no
existía Joviano; viéndosele ya extender la mano sobre la Armenia y procurar
reunirla a sus dominios. Estando en contra suya el espíritu público,
empleaba alternativamente el artificio y la violencia, unas veces
procurando seducir a los sátrapas y magnates del país, y otras
ejerciendo hostilidades sobre uno u otro punto. Consiguiendo al fin, con
inaudita combinación de astucias y perjurios, engañar al mismo rey Arsaces
y atraerle a un festín, hizo que le llevaran en seguida a un paraje
apartado, donde le sacaron los ojos. Hecho esto, le cargaron de cadenas de
plata (honor que solamente se concede a los grandes, y que, según las
ideas de aquel país, es dulcificación de pena); y en seguida relegado a un
fuerte llamado Agabana, donde al fin le mataron en medio de mil tormentos.
No se limitó el pérfido monarca a esta violación de la fe jurada; expulsó a
Sauromaces,
En consecuencia de esto la sitiaron; pero la
elevada posición de la plaza, edificada en las montañas, y lo riguroso del
clima, imposibilitaban las operaciones en invierno. Cylax, en su
calidad de eunuco, sabía entenderse con las mujeres, y quiso ensayar esta
influencia, marchando juntos Artaban y él, provistos de un salvoconducto,
hasta el pie de las murallas y consiguiendo la entrada. En primer lugar
intentaron asustar a la reina y a la guarnición, insistiendo acerca del violento carácter
de Sapor y la necesidad de calmarlo por medio de pronta sumisión. Pero después
de algunas discusiones, aquellos negociadores, tan celosos por la
rendición de la plaza, movidos por las elocuentes lágrimas de la reina por
la suerte de su esposo, entreviendo tal vez por este lado mayores
recompensas, cambiaron repentinamente de plan y trabaron secreta inteligencia
con los sitiados. Convínose que la guarnición haría una salida nocturna a
una hora determinada para destrozar el campamento, y que previamente
regresarían ellos para asegurar el éxito de la sorpresa. Después de
obligarse bajo juramento, dejaron a Artogaresa, regresaron diciendo al ejército
que los sitiados pedían dos días para deliberar acerca de lo que debían
hacer y le adormecieron con la fe en esta declaración. En efecto; a la
hora de la noche en que el sueño es más profundo, abrieron de pronto las
puertas de la ciudad; fuerzas escogidas se deslizaron en silencio, y con la
espada en la mano, en el campamento, realizando tremenda matanza, sin
encontrar resistencia por parte de los Persas. Esta inesperada deserción y
el desastre que produjo vinieron a ser grave motivo de enojo entre
nosotros y Sapor. Creciendo más y más el resentimiento de este último cuando se
enteró de la evasión de Para, hijo de Arsaces, que había abandonado
furtivamente la ciudad por consejo de su madre, y la acogida que había
dispensado Valente al fugitivo, asignándole para residencia la ciudad de
Neocesarea en el Ponto, con una pensión generosa.
Estas muestras de afecto alentaron a Cylax y
Artaban a enviar una legación a Valente, pidiéndole por rey a Para y socorros.
Atendiendo a las circunstancias, fueron negados los socorros; pero el
duque Terencio recibió encargo de llevar a Para a la Armenia para que ejerciese
la autoridad sin revestir las insignias de rey; condición que le
impusieron para eludir la censura de violación del tratado.
Todas estas cosas exasperaron extraordinariamente
a Sapor, que reunió numerosas fuerzas, y desde aquel momento taló abiertamente
la Armenia. Al acercarse tembloroso Para y no esperando auxilio alguno,
huyó con Cylax y Artaban, igualmente asustados, y se refugió en la cumbre de
las montañas que separan el imperio del territorio de Lazica. Durante
cinco meses permanecieron allí ocultos, burlaron las persecuciones del rey
de Persia, comprendiendo éste al fin que perdía el tiempo buscándoles en
invierno. Quemó los árboles frutales, colocó guarniciones en todos
los fuertes del país que había conquistado con las armas o se había hecho
entregar por astucias, y volvió con todas sus fuerzas para caer sobre
Artogerasa, de la que se apoderó e incendió después de algunos combates
que acabaron de aniquilar la guarnición. Entonces cayeron en su poder la
esposa de Arsaces y sus tesoros. Este acontecimiento determinó el envío de
un ejército a las órdenes de Arintheo, con objeto de socorrer a la Armenia
en el caso de que los Persas comenzasen de nuevo las hostilidades contra
ella.
Entretanto Sapor, cuya astucia era incomparable, y
que, cuando tenía interés en ello, sabía tomar formas insinuantes, trabajaba
para atraerse a Para por medio de emisarios. Con el cebo de su alianza,
que le mostraba en perspectiva, reconveníale con hipócrita benevolencia acerca
del excesivo ascendiente que dejaba tomar a Cylax y Artaban, de quienes,
según decía Sapor, era esclavo con sombra de rey. El crédulo príncipe cayó
ciegamente en el lazo que encubrían aquellas
Pronto se divulgó por todos lados esta sangrienta
ejecución, y habría perecido toda la Armenia si, intimidados los Persas por la
aproximación de Arintheo, no hubiesen abandonado su empresa, contentándose
con enviar una legación al Emperador pidiéndole, según los términos del
tratado ajustado con Joviano, que no interviniese en aquellos asuntos. La
reclamación fue rechazada, y Terencio marchó con doce legiones a
reemplazar a Sauromaces en el trono de Hiberia. El príncipe expulsado
llegaba al río Cyrus cuando su primo Aspacuras vino a suplicarle que le
permitiese reinar juntamente con él y en buena armonía, como
consanguíneos, apoyando su petición en la imposibilidad en que se
encontraba, por tener a su hijo Ultra en rehenes en poder de los Persas,
de abandonar su derecho y unirse con los romanos.
Enterado el Emperador, creyó conveniente no
emponzoñar la cuestión oponiéndose, y accedió a la división de la Hiberia,
fijándose como frontera recíproca el Cyrus, que atraviesa el
país. Sauromaces reinó sobre los Lazis y el territorio limítrofe de la
Armenia; y Aspacuras sobre el que confina con la Albania y la Persia.
Sapor reclamó contra aquellos convecinos, que
calificaba de indignos; sobre la intervención de los romanos en Armenia, con
desprecio de los tratados; sobre la nulidad de sus tentativas para conseguir
una enmienda, y últimamente, sobre la repartición, sin consentimiento suyo, del
reino de Hiberia. Considerando roto el tratado, pidió auxilio a las
naciones vecinas, y se preparaba para entrar en campaña a la primavera,
jurando destruir todo lo que, sin él, habían hecho los romanos.
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