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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 26

LIBRO 27

LIBRO 28

LIBRO XXVII

Victoria de los alemanes, quedando entre los muertos los condes Charietton y Severiano.— Joviano, jefe de la caballería en las Galias, derrota separadamente a dos cuerpos de bárbaros y detroza otro, matando o hiriendo diez mil hombres.—Simaco y Lampadio y Juvencio, sucesivamente prefectos de Roma.—Damaro y Ursino, bajo la administración del último, se disputan el episcopado.—Descripción de las siete provincias de la Tracia y mención de las diferentes ciudades que se encuentran en ella.—Guerra de tres años hecha por Valente a los godos, que contra él habían enviado socorros a Procopio. Paz que la termina.—Con el consentimiento del ejército, Valentiniano confiere a su hijo Graciano el título de Augusto, y, habiéndole revestido la púrpura, le dirige una exhortación y lo recomienda a los soldados.—Irascibilidad, carácter rudo y crueldades de Valentiniano.—Los pictos, attacotos y escoceses causan estragos en la Bretaña, después de matar a los romanos un duque y un conde. El conde Teodoro los derrota y les arrebata el botín.—Estragos ejercidos por tribus moras en África.—Valente reprime el bandolerismo de los isaurios.—Prefectura de Pretextato.—Valentiniano pasa el Rhin, y, después de un combate mortífero para los dos bandos, derrota a los alemanes que se habían situado en una montaña elevada y los dispersa.—Carácter de Probo, su elevado nacimiento, riquezas y dignidades.— Guerra entre los persas y los romanos por la posesión de la Armenia y de la Iberia.

 

Durante esta rápida serie de acontecimientos en Oriente, los alemanes se habían repuesto en parte de los rudos golpes con que Juliano quebrantó su poder, y el despecho por lo que habían sufrido les llevaba a maltratar de nuevo las fronteras de la Galia, que por largo tiempo habían respetado. En las calendas de Enero, aprovechando el extremado rigor del invierno en aquellas heladas comarcas, hicieron irrupción muchas bandas a la vez, y, divididas en tres grupos, se extendieron, saqueando el país. Charietton, que mandaba con el título de conde en las dos Germanias, avanzó contra el primer cuerpo con las mejores tropas que tenía. Había llamado en socorro suyo a Severiano, conde también como él, que se encontraba en Calibona con los divitenses y tongrianos. Cuando tuvieron reunidas todas sus fuerzas, lanzaron con prontitud y decisión un puente sobre un río medianamente ancho; y en cuanto vieron al enemigo, trabóse la pelea con nubes de saetas y flechas, que los bárbaros devolvieron con creces a los romanos. Pero cuando se llegó a combatir con la espada, nuestra línea de batalla, quebrantada por el impetuoso choque de los bárbaros, perdió el vigor y la energía, y al ver a Severiano caer del caballo herido por una saeta, emprendió de pronto la fuga. En vano reconvenía Charietton a los fugitivos, y, oponiéndoles su cuerpo por barrera, quiso que lavasen la mancha peleando a pie firme; él mismo recibió mortal herida. Después de su muerte, los bárbaros se apoderaron de la enseña de los hérulos y de los batavos, y, colocándola en evidencia, bailaron en derredor con gritos de insulto y de triunfo. Este trofeo no se recobró hasta más adelante y después de muchos combates.

(Año 367 de J. C.)

A pesar de la consternación que produjo este desastre, inmediatamente se envió a Dagalaifo a París para que procurase repararlo; pero no hizo más que contemporizar, alegando que las fuerzas de los bárbaros estaban demasiado divididas para permitirle descargar un golpe decisivo, Llamáronle muy pronto para recibir con Graciano la investidura del consulado, y Jovino, jefe de la caballería, tomó el mando en lugar suyo. Poseía éste un cuerpo de ejército completo y en buen estado: atendió cuidadosamente a resguardar sus flancos, y, sorprendiendo en Scarponna al cuerpo más numeroso de los bárbaros, antes de que pudiesen acudir a las armas, les exterminó hasta el último. Este triunfo, conseguido sin pérdida alguna, exaltó extraordinariamente el ánimo de los soldados, aprovechándolo aquel hábil general para aplastar el segundo cuerpo. Avanzando con iguales precauciones, enteróse de que otro grupo de bárbaros, después de talarlo todo en las  inmediaciones, descansaba en las orillas del río. Jovino continuó silenciosamente la marcha, oculto por un valle forestal, hasta que al fin vio claramente a los enemigos ocupados, unos en bañarse, otros en peinar su rubia cabellera al uso de su país, y la mayor parte bebiendo. El momento era favorable: manda tocar la bocina y cae sobre aquellos bandidos, que tenían dispersas las armas. Los germanos no pudieron formarse ni reunirse, y solamente opusieron a sus vencedores gritos y vanas amenazas. Toda aquella multitud cayó bajo nuestras lanzas y espadas, exceptuando algunos, muy pocos, que consiguieron escapar vivos, debiendo la salvación a la rapidez con que huyeron por senderos estrechos y extraviados.

Con este gran resultado, en el que tanta parte tenía la fortuna como el valor, creció todavía más la confianza de las tropas. Jovino se dirigió sin dilación, explorando siempre el terreno con prudencia, contra el tercer ejército, que encontró reunido cerca de Catelaunos y preparado para pelear. Acampó en terreno favorable, se atrincheró y dedicó una noche al descanso de las tropas. Al salir el sol, dispuso hábilmente sus fuerzas en vasta llanura, de manera que presentasen, aunque menores en número, pero no en valor, un frente de batalla igual al de los bárbaros. En el momento en que se reunían al son de trompetas, los germanos se detuvieron, intimidados un instante a la vista de nuestras enseñas; pero en seguida se repusieron y el combate se prolongó hasta la noche. El valor de nuestros soldados brilló con su ordinaria superioridad, y casi sin pérdidas hubiesen recogido inmediatamente el fruto de sus esfuerzos, si Balcobaudes, tribuno de la armadura, más valiente en palabras que en obras, no se hubiese retirado vergonzosamente al acercarse la noche. Esta cobardía hubiese hecho inevitable la derrota, si las demás cohortes siguieran su ejemplo, no quedando de nosotros ni uno vivo para llevar la noticia. Pero los soldados se mantuvieron firmes, y tan seguros golpes descargaron, que mataron al enemigo seis mil hombres, hiriéndole cuatro mil; mientras que nosotros solamente perdimos dos mil hombres, de ellos doscientos heridos.

La noche, que puso fin al combate, reparó nuestras extenuadas fuerzas; y al amanecer, el valiente general, que había formado ya en cuadro su ejército, vio que el enemigo había aprovechado la obscuridad para huir. Al atravesar aquella inmensa llanura despejada, en que no podía temerse sorpresa alguna, hollaban montones de heridos con los miembros rígidos, que habían sucumbido prontamente por la pérdida de sangre y el rigor del frío. Después de caminar de esta manera algún tiempo sin encontrar a nadie, retrocedía Jovino, cuando supo que un destacamento de hastatos, que había enviado por otro camino a saquear las tiendas de los alemanes, se había apoderado de su rey, que llevaba solamente débil escolta y lo había ahorcado. En su justo enojo quiso al pronto castigar duramente al tribuno que realizó aquel acto de autoridad; y su condenación era segura, de no probarse que el arrebato del soldado no le dio tiempo para intervenir.

Después de esta gloriosa expedición, emprendió Jovino el camino de París, saliendo regocijado el Emperador a su encuentro, y poco después le designó cónsul. Había llegado al colmo la satisfacción de Valentiniano, porque acababa de recibir de Valente, como homenaje, la cabeza de Procopio. Otros combates menos importantes se libraron todavía en diferentes puntos de la Galia; pero la poca monta de sus resultados no merece que nos ocupemos de ellos, porque no es propio de la historia descender a detalles de tan escaso interés.

Por esta época, o poco antes, la Toscana annonaria presenció un prodigio que burló la ciencia de los más hábiles en adivinación. En Pistora, un día a la tercera hora, ante numeroso concurso de personas, un asno subió al tribunal y comenzó a rebuznar con notable continuidad, dejando estupefactos a cuantos lo vieron u oyeron referir el caso. En vano se formaron al pronto conjeturas acerca del sentido del pronóstico, que, sin embargo, no tardaron en explicar los acontecimientos. Terencio, natural de aquella ciudad y panadero de profesión, habiendo acusado de peculado al ex prefecto Orfito, obtuvo como recompensa la administración de la provincia a título de corrector. Mostróse tan insolente como inquieto, y pereció bajo la prefectura de Claudio por mano del verdugo, convicto, según se dice, de haber prevaricado en el asunto de los transportes por agua.

Mucho antes había tenido Aproniano por sucesor a Símmaco, que puede citarse como uno de los hombres más instruidos y modestos. En la ciudad eterna nunca estuvieron más aseguradas las  subsistencias y, por consiguiente, la tranquilidad, que bajo su prefectura. Símmaco tiene la gloria de haber dejado un puente tan magnífico como sólido a sus conciudadanos, cuya ingratitud fue notoria, puesto que pocos años después quemaron la soberbia casa que poseía al otro lado del Tíber; solamente porque no sé qué individuo de la clase más baja del pueblo, a la aventura y sin prueba alguna, le atribuyó estas palabras: «Antes que vender mi vino al precio que me ofrecen, prefiero guardarlo para apagar cal.»

En seguida ocupó la plaza de Símmaco, Lampadio, que había sido prefecto del pretorio, que se ofendía si no admiraban en él hasta la manera de escupir, pretendiendo hacerlo de un modo tan pulcro que nadie podía imitarle; por otra parte, era hombre íntegro y hábil administrador. Este fue quien, al dar con brillantez los juegos de su investidura como pretor, viéndose agobiado por la gritería del populacho, que reclamaba en provecho de tal o cual favorito larguezas muchas veces inmerecidas, hizo presentarse algunos pobres de los que se colocan en las puertas del Vaticano, y les distribuyó, con su propia mano gruesas cantidades, para demostrar a la vez su liberalidad y su desprecio a los juicios populares. De su notoria vanidad no citaré más que un rasgo asaz inocente, como aviso a los ediles futuros. En todas partes donde la magnificencia de nuestros príncipes ha dotado a la ciudad de un edificio, escribía él su nombre como fundador del monumento y no sencillamente como restaurador. Dícese que Trajano tenía igual manía, lo que valió a este emperador el mote de herba parietaria.

Frecuentes tumultos turbaron la prefectura de Lampadio. Una vez (y éste fue el más grave) el populacho, armado con antorchas y blandones, arrojó muchos de ellos sobre su casa, situada cerca de las termas de Constantino, y la hubiesen reducido a cenizas a no ser por la pronta intervención de sus criados, que, ayudados por los vecinos, dispersaron desde los techos a los incendiarios arrojándoles tejas. Asustado el prefecto por las proporciones que había tomado el tumulto, se retiró desde el primer momento al puente Mulvio (que según dicen construyó el viejo Scauro), desde donde dictaba las medidas necesarias para disolver el motín, cuya causa era muy grave. Quería Lampadio construir nuevos edificios, o reparar antiguos, y en vez de imputar los gastos, como se hace en tales casos, al producto de los impuestos, cuando necesitaba hierro, plomo, cobre u otra cosa semejante, enviaba agentes suyos, so color de compra, para que se apoderasen de estos materiales, que no pagaba jamás. Estas exacciones, repetidas hasta lo infinito, habían concluido por sublevar a los pobres que eran víctimas de ellas y hubiesen maltratado al prefecto, de no ponerse prontamente en salvo.

Su sucesor Juvencio, antiguo intendente del palacio y pannoniano de nacimiento, era tan íntegro como mesurado. Su administración suave y circunspecta hizo reinar la abundancia, aunque la ensangrentó terrible discordia, cuya causa fue la siguiente: Dámaso y Ursino se disputaban con ahínco la sede episcopal, y el fanatismo de sus sectarios, tan exaltado como el de los bandos políticos, llegó algunas veces hasta apelar a la violencia y hasta el derramamiento de sangre. No era más posible al prefecto dulcificarlos que reprimirlos, y se vio relegado a un arrabal por sus furores. Dámaso consiguió triunfar en la lucha, y está averiguado que a la mañana siguiente se encontraron ciento treinta cadáveres en la basílica Sicinia (Santa María la Mayor), donde celebran los cristianos sus asambleas. Con sumo trabajo, y mucho tiempo después, se consiguió calmar aquella terrible efervescencia.

Verdaderamente, cuando considero el esplendor de esta dignidad en la capital, no me sorprenden tales excesos de animosidad en los competidores. El que la obtiene está seguro de enriquecerse con los generosos donativos de las matronas, de pasear en el vehículo más cómodo, de deslumbrar todos los ojos con el esplendor de su traje y de eclipsar en sus festines hasta la profusión de las mesas reales. ¡Cuántos se verían mejor inspirados si en vez de emplear como pretexto la grandeza de la ciudad para justificar su lujo, imitasen a algunos compañeros de las provincias, a quienes su frugal comida, su humilde exterior, sus ojos bajos, puras y austeras costumbres, recomiendan con justos títulos a Dios y a los verdaderos fieles! Pero dejemos esto y volvamos a nuestro asunto.

Mientras ocurrían estas cosas en Italia y las Galias, convertíase la 'Tracia en teatro de nuevos combates. Valente, por consejo de su hermano; que le dirigía en todo, acababa de declarar la guerra a los godos; resolución que tenía legítima causa en el socorro que este pueblo había proporcionado a Procopio durante la guerra civil. Diremos algo acerca de la situación y orígenes de esta comarca.

Fácil sería el trabajo si estuviesen conformes las noticias de los autores antiguos. Pero los libros se contradicen y no ayudan a descubrir la verdad que prometen; por lo que no hablaré más que de lo que he visto. La Tracia, como dice Homero, es un país de vastas llanuras y altas montañas: el poeta inmortal la hizo patria del aquilón y céfiro, siendo esto una ficción, o en su tiempo se comprendía bajo el nombre de Tracia una extensión de país mucho más considerable, habitado por pueblos salvajes. El territorio de los scordiscos formaba indudablemente parte de ella, y en nuestros días pertenece a una provincia muy lejana. Nuestros anales nos dicen cuál era la brutal ferocidad de aquella raza, que sacrificaba sus prisioneros a Marte y a Belona, y bebía con delicia sangre en cráneos humanos. En las guerras que sostuvo con ellos, experimentó Roma frecuentes reveses, y últimamente pereció allí un ejército entero con su jefe.

En sus dimensiones actuales la Tracia tiene la figura de media luna o, si se quiere, la de magnífico anfiteatro. A su extremo oriental se encuentran los escarpados montes que forman el desfiladero de Succos, que separan la Tracia de la Dacia. Al Norte las recortadas cumbres del Hemus y el río Ister, que, por el lado romano, baña el pie de muchas ciudades y fortificaciones y castillos. A la derecha y al Mediodía se alzan las majestuosas crestas del Rhodopes. A Levante la limitan el estrecho, cuyas aguas, viniendo del Ponto Euxino, corren a confundirse con las olas del mar Egeo, formando angosta separación entre los dos continentes. La Tracia toca también a la Macedonia por un punto de su límite oriental, y la comunicación entre ambas comarcas se verifica por una garganta estrecha y abrupta, llamada Acontisma. Encuéntrase cerca de aquí el valle de Aretusa, la estación del mismo nombre donde se enseña la tumba del célebre poeta trágico Eurípides; la Stagira, patria de Aristóteles, boca de oro, como le llama Cicerón. Habitaban en otro tiempo esta comarca pueblos bárbaros, diferentes en costumbres y lenguaje, siendo los más temibles los Odrysos, tan sedientos de sangre humana, que cuando no tenían enemigos que combatir, en medio de sus comidas, ebrios de vino y repletos de alimentos, volvían el hierro contra sus propios miembros.

Cuando el poder romano tomó incremento bajo el gobierno de los cónsules, a fuerza de perseverancia consiguió Marco Didio vencer a esta nación, hasta entonces indomable, que vivía sin culto ni leyes. Druso supo en seguida contenerla en sus límites naturales. Minucio la destrozó en una gran batalla en las orillas del Hebrum, que tiene su origen en las montañas de los Odrysos; y lo que quedaba de ellos pereció en otro combate con el procónsul Appio Claudio, apoderándose entonces la flota romana de las ciudades del Bósforo y de la Propóntida. Después de estos generales apareció Lúculo, que en una sola expedición abatió la ruda nación de los Bessos, y redujo, a pesar de su enérgica resistencia, a los montañeses del Hemus. Su valor hizo pasar toda la Tracia bajo el yugo de nuestros mayores, y por esta conquista, largo tiempo disputada, añadió seis provincias nuevas al territorio de la república.

La primera de estas provincias, que confina por el Norte con la Iliria, es la Tracia propiamente dicha, que tiene como gloria las grandes ciudades de Filipópilis y Borea. La provincia del Hemus comprende Andrinópolis, llamada en otro tiempo Uscudama, y Anquialón. Viene en seguida la Mysia, donde se encuentra Marcianópolis, llamada así del nombre de la hermana de Trajano, Dorostora, Nicópolis y Odyssus. Más lejos está la Scitia, cuyas ciudades más populosas son Dionisópolis, Torni y Calatis. En fin, la provincia llamada Europa es la última de la Tracia por el lado del Asia. Cuenta ésta entre sus municipios otras dos ciudades notables, Apris y Perintho, que más adelante se llamó Heraclea, siendo limítrofe de esta última la provincia de Rhodopa, cuyas ciudades son Maximianópolis, Maronea y /T'nos, construida por Eneas y abandonada en seguida para ir, bajo mejores auspicios, y después de vagar durante mucho tiempo por los mares, a fundar un establecimiento eterno en Italia.

Cosa reconocida es que los montañeses de esta comarca tienen sobre nosotros la ventaja de una constitución más sana y más robusta y vida más larga. Dícese que la razón de esto es que comen manjares fríos, y que su cuerpo, refrescado continuamente por el rocío, aspira aire más puro, participa más inmediatamente de la influencia vital de los rayos del sol y que los vicios no han penetrado todavía entre ellos. Dichas estas cosas, continuemos nuestro relato.

Después de la derrota de Procopio en Frigia, cuando quedó restablecido en todas partes el orden, Víctor, jefe de la caballería, fue enviado cerca de los godos para averiguar qué motivo había podido determinar a esta nación amiga, unida con los romanos por sincero tratado, a secundar con sus armas una empresa dirigida contra sus legítimos príncipes. Los godos presentaron para justificarse una carta de Procopio, en la que demostraba su derecho al imperio como pariente de Constantino; y añadieron que si se habían engañado, su error era perdonable.

Víctor transmitió la excusa a Valente, quien, considerándola completamente frívola, levantó sus enseñas contra los godos, que en seguida se enteraron de su marcha, y vino, al comenzar la primavera, a acampar con todas sus fuerzas cerca de la fortaleza de Dafnea. Arrojó sobre el Danubio un puente de barcas, sin encontrar resistencia, y como pudo recorrer la comarca en todos sentidos, no encontrando a nadie a quien combatir, ni siquiera expulsar delante, perdió todo freno su confianza. Efectivamente, el miedo se había apoderado de los godos al ver la imponente ostentación de fuerzas del ejército imperial, retirándose en masa a las abruptas montañas de los Serros, en las que nadie podía penetrar sin ser muy perito en aquellos parajes. Sin embargo, no queriendo dejar pasar toda la estación sin resultados, Valente hizo recorrer todo el país por destacamentos que dirigió Arintheo, jefe de la infantería, pudiendo apoderarse de parte de las familias de los enemigos antes de que se refugiasen en las alturas. Este fue el único fruto de aquella campaña, de la que regresó el príncipe sin haber experimentado pérdidas, pero también sin haber producido mucho efecto.

Al año siguiente el Emperador iba a entrar con ardimiento por el territorio enemigo, cuando le detuvo el desbordamiento del Danubio. Todo el estío estuvo acampado cerca del pueblo de Carpis; pero continuando la inundación, regresó a pasar el invierno en Marcianópolis.

Valente perseveró, y al siguiente año, un puente lanzado en Noviduno le abrió el territorio de los bárbaros, donde, después de largas marchas, alcanzó a la belicosa tribu de los gruthungos, y llevó delante de él a Athariarico, uno de los jefes más poderosos, que se creyó bastante fuerte para hacer frente al ejército. En seguida regresó el Emperador a Marcianópolis, posición muy cómoda para invernar.

Dos causas debían producir la terminación de la guerra después de este período de tres años. En primer lugar, la prolongada presencia del príncipe en su proximidad era continuo objeto de temor para los godos. En segundo lugar, la interrupción del comercio privaba a los bárbaros de las cosas más necesarias para la vida; viéndose, por tanto, reducidos a implorar la paz por medio de una legación. El Emperador, poco instruido, pero que poseía juicio muy seguro antes de que el veneno de la adulación hiciese su gobierno tan funesto para los asuntos públicos, decidió, después de haber oído a su consejo, que podía aceptarse la paz. Víctor, y después Arintheo, jefes de la infantería y caballería, recibieron el encargo de tratar; y habiendo confirmado sus cartas que los godos estaban dispuestos a aceptar las condiciones, solamente faltaba designar paraje conveniente para las negociaciones. Pero Athanarico alegó una prohibición de su padre y su propio juramento de no poner jamás el pie en territorio romano. El Emperador, por su parte, se habría rebajado yendo a él, resolviéndose la dificultad por medio de un subterfugio. Dispúsose el encuentro en medio del río en naves que llevarían, por un lado al Emperador y su comitiva, y por otro al jefe bárbaro para ratificar el convenio ajustado. Valente se hizo entregar rehenes y regresó en seguida a Constantinopla, a donde llegó más adelante el mismo Athanarico, arrojado de su patria por un bando. Allí murió y se le sepultó con magnificencia según el rito romano.

En medio de estos acontecimientos cayó gravemente enfermo Valentiniano, corriendo peligro su vida. Galos de la guardia del príncipe celebraron por entonces una reunión en la que se trató de  elevar al trono a Rústico Juliano, guarda de los archivos. Este hombre gustaba por instinto de la sangre como las fieras, habiéndolo demostrado plenamente cuando gobernó el Asia con el título de procónsul, si bien se mostró más humano en la prefectura de Roma, que desempeñaba cuando murió: pero dependía esto de la necesidad y el temor, porque no dudaba que debía aquellas elevadas funciones al poder precario de un tirano y a la falta de súbditos más dignos. Otro partido ponía sus miras en Severo, jefe de la infantería, como merecedor de la autoridad suprema. Este era duro y temido; pero en último caso era varón de otro carácter y preferible bajo todos conceptos al primero.

El Emperador recobró, sin embargo, la salud en medio de estas vanas intrigas; y apenas restablecido, meditaba ya la elevación al poder de su hijo Graciano, que frisaba entonces en la edad viril. Preparóse todo anticipadamente para la ceremonia y disponer el ánimo del ejército; en seguida llamó a Graciano, y subiendo con él a un tribunal alzado en el campo de Marte, rodeado de los principales personajes de la corte, cogió por la mano al príncipe, y, presentándolo a la asamblea, lo recomendó con la alocución siguiente:

«El fausto testimonio de vuestra benevolencia; la púrpura de que me habéis considerado digno entre tantos varones ilustres, me permite llevar a cabo, bajo vuestros auspicios y con el apoyo de vuestros consejos, un deber de naturaleza a la vez que de buena política, y que bendecirá Dios, protector de este Imperio. Recibid, pues, favorablemente, valientes amigos, la comunicación que voy a haceros; y estad convencidos de que, a pesar de la voz de la sangre que me habla, nada quiero decidir sin vosotros, sin vuestra aprobación, que es la única que puede dar fuerza y vigor a mi resolución, y con la que todo me será fácil en lo sucesivo. Ved aquí a mi hijo Graciano, a quien el tiempo ha hecho hombre y cuya educación común con la de vuestros hijos, os debe hacer tan querido como a mí mismo. Quiero, si el cielo ayuda mi cariño de padre, dar, al asociarle a la dignidad augusta, una prenda más a la seguridad pública. No ha hecho como nosotros, desde la cuna, el duro aprendizaje de las armas, ni soportado las duras pruebas de la adversidad. Corno veis, todavía no se encuentra en estado de soportar las rudas fatigas de la guerra y el polvo de un campo de batalla. Pero puedo decir que lleva consigo el germen del valor y virtudes de sus antepasados. Le he estudiado mucho, y aunque sus costumbres y gustos no están formados aún, vese ya, y su educación lo garantiza, suficientemente, que sabrá juzgar del mérito de las cosas y de los hombres. Con él serán apreciados los buenos. Al lado constantemente de las águilas y de las enseñas, hasta les precederá para correr a la gloria, soportando los ardores del sol y el penetrante frío de la nieve y el hielo, sabrá, si es necesario, haceros muralla con su cuerpo y dar su vida por los suyos. En fin, para abarcar con una palabra toda la extensión de sus obligaciones, la república le será tan querida como la casa de sus abuelos.»

Apenas terminada la oración, resonaron halagüeños murmullos, mostrando extraordinario regocijo todas las filas del ejército, como si cada soldado tuviese empeño en demostrar la parte que tomaba en aquel solemne acto. Graciano fue proclamado Emperador al sonido de todas las trompetas reunidas, mezclándose el de las armas. Valentiniano auguró favorablemente, y, después de haber abrazado a su hijo y revestídole los ornamentos del rango supremo, se dirigió también al joven, radiante bajo su nuevo traje, quien escuchó atentamente a su padre:

«Ya te encuentras, Graciano querido, por mi voto y el de mis compañeros de armas, revestido con la púrpura imperial. Imposible es obtenerla bajo mejores auspicios. Acostúmbrate como colega de tu padre y de tu tío a llevar tu parte de la carga de los asuntos públicos; a hollar, si es necesario, el helado lecho del Rhin y del Danubio; a no poner a nadie entre ti y tu ejército; a derramar, aunque no inconsideradamente, tu sangre por tus súbditos; en fin, a no considerar como extraño para ti nada de lo que concierne a tu pueblo. Nada más te digo hoy; pero en caso necesario, no te faltarán mis consejos. En cuanto a vosotros, valientes defensores del Imperio, os encargo a vuestro joven Emperador, rogándoos le consideréis con fidelidad y amor.»

A estas palabras, imponentes por la solemnidad del acto, Eupraxio, nacido en la Mauritania cesariense, y a la sazón guarda de los archivos, exclamó antes que todos: «La familia de Graciano tiene derecho a este honor.» Y en el acto se le hizo cuestor. Muchos rasgos de su conducta en este  cargo pueden citarse como ejemplos dignos de imitar. Mostróse fiel servidor, pero no servil; inflexible y sin pasión como la ley, que no distingue a nadie, y tanto más incapaz de transacción, cuanto que tenía por amo al príncipe más irascible e inclinado a la arbitrariedad. Mucho se alabó entonces a los dos Emperadores, especialmente al más joven, porque el brillo de sus ojos, la gracia de su semblante y de toda su persona, la bondad de su carácter, hubiesen formado conjunto para sostener la comparación con los príncipes más completos, si, demasiado débil todavía para las pruebas que le esperaban, aquel noble corazón hubiese sabido defenderse mejor contra la influencia de los malos consejos.

Al conferir el título de Augusto, y no el de César, a su hermano y a su hijo, Valentiniano puso el amor de familia por encima de la costumbre establecida. El único ejemplo antiguo de caso semejante es el que dio Marco Aurelio asociando a su poder, bajo el concepto de igualdad completa, a su hermano adoptivo Vero.

(Año 368 de J. C.)

Apenas habían transcurrido algunos días desde la solemne manifestación de la concordancia de miras del poder y del ejército, cuando Mamertino, prefecto del pretorio, a su regreso de Roma, a donde había ido a corregir algunos abusos, fue acusado de concusión por Aviciano, ex vicario de África. Reemplazó a Mamertino, Vulcacio Rufino, a quien debe citarse como varón perfecto en todos puntos y tipo de honrada longevidad, exceptuando que no dejaba escapar ocasión alguna de ganancia cuando podía aprovecharla sin escándalo. Rufino logró el llamamiento de Orfito, ex prefecto de Roma, y la restitución de los bienes al desterrado.

Al comenzar su reinado, Valentiniano se había esforzado para dominar los movimientos de furor a que se encontraba sujeto, queriendo burlar la opinión acerca de la notoria irascibilidad de su carácter. Pero no por esto dejaba de fermentar en él esta pasión, haciendo más víctimas su explosión por lo mismo que había estado más comprimida. Los filósofos llaman a la cólera una úlcera del alma, difícil de curar, si no incurable, cuya causa es una debilidad moral. Apóyanse en un argumento especioso, a saber: que los enfermos son más irascibles que las personas sanas, las mujeres más que los hombres, los ancianos más que los jóvenes, y los desgraciados más que los favorecidos por la fortuna.

Entre los actos de crueldad que ejecutó Valentiniano contra los individuos de rango inferior, debe citarse el suplicio de Dioclés, ex tesorero de largueza en Iliria, que pereció en la hoguera por leve falta, y la pena de muerte impuesta también a Diodoro, ex intendente de Italia, y a tres aparitores del vicario, únicamente porque el conde se había quejado de que Diodoro le había intentado un proceso civil, y los aparitores, por orden del tribunal, en el momento de una marcha, se habían atrevido a manifestarle que tenía que responder ante la justicia. Los cristianos de Milán honran estas víctimas, y el paraje de su sepultura se llama todavía hoy Los Inocentes. En otra ocasión ordenó el Emperador la muerte de los decuriones de tres ciudades, por haber, por mandato legal de un juez, apresurado la ejecución de un tal Majencio, que era de Pannonia. «Príncipe, le dijo entonces Eupaxio, escucha antes los consejos de la moderación. Esos mismos hombres a quienes haces perecer como criminales, la religión cristiana los considera mártires, es decir, almas agradables a Dios.» El prefecto Florencio imitó esta valerosa libertad, atreviéndose a decir un día, al enterarse de que por una bagatela el Emperador había dado la misma orden contra tres decuriones de cierto número de ciudades: «¿Y si alguna de esas ciudades no cuenta tres magistrados, habrá que aplazar la ejecución hasta que esté completo el número?» Valentiniano mostraba a veces un refinamiento de tiranía cuya mención solamente subleva. Cuando un litigante se dirigía a él para recusar la jurisdicción de un enemigo poderoso y pedir otro juez, nunca dejaba, cualesquiera que fuesen los motivos de la recusación, de enviar al peticionario ante el mismo magistrado cuya parcialidad le era justamente sospechosa. Pero lo más horrible es esto: si un deudor del estado quedaba insolvente, «es necesario matarle», decía.

A tales extremos lleva el orgullo a aquellos soberanos que niegan el derecho de observación a sus amigos, y cuyos enemigos, helados por el miedo, no se atreven a desplegar los labios. No hay enormidad de que no se pueda ser culpable cuando se considera el capricho como el derecho de hacerlo todo.

Valentiniano marchaba apresuradamente desde Ambiano a Tréberis, cuando recibió aflictivas noticias de Bretaña. Los bárbaros se habían puesto de acuerdo para dominar por hambre al país, que se encontraba ya en el último extremo. Habían dado muerte al conde Nectarido, que mandaba en las costas, y hecho caer en una emboscada al duque Fulofaudes. Muy alarmado Valentiniano encargó primeramente a Severo, conde de los domésticos, que marchase a remediar el mal en lo posible; en seguida le llamó, reemplazándole con Jovino, que, apenas llegado, le envió a Provertuides para pedir al Emperador un ejército, porque la situación de las cosas exigía este empleo de fuerzas. Más y más inquieto acerca de la posesión de esta isla, el Emperador eligió en último caso para mandar en ella a Teodosio, conocido ya por brillantes éxitos, confiándole lo más escogido de las legiones y las cohortes. Parecía, pues, que esta expedición comenzaba bajo los mejores auspicios.

Cuando me ocupé de los hechos del reinado de Constantino, expliqué lo mejor que pude el flujo y reflujo y describí la posición de la Bretaña: creo, por consiguiente, inútil volver a hacerlo, porque, como Ulises entre los Feacios, tengo miedo al tedio de las repeticiones. Pero es cosa esencial hacer notar que los pictos formaban en esta época dos grupos, los dicalidones y los vesturiones, que, de acuerdo con los belicosos pueblos de los attacotos y escoceses, causaban por todos lados estragos. En los puntos de la isla más inmediatos a la Galia, los francos y sus vecinos los sajones hacían desembarcos y correrías por el interior, saqueando, incendiando, degollando cuanto caía bajo sus manos.

Estas eran las calamidades que llamaban a los extremos del mundo a este hábil capitán, para que, con el auxilio de la fortuna, los remediase. Teodosio marchó a la playa de Bononia, separada de la opuesta por estrecho brazo de mar, cuyas alternadas mareas en tanto agitaban la superficie, en tanto la dejan tranquila como una llanura y sin peligro alguno para el navegante. Embarcóse y saltó a tierra en Rutopia, excelente fondeadero de la otra orilla. Desde allí, seguido por los bátavos, los hérulos, jovianos y victorinos, tropas acostumbradas a vencer, llegó a la antigua ciudad de Lundinio (Londres), llamada después Augusta. Llegado a este punto, dividió sus fuerzas en muchos grupos, y cayendo sobre las partidas enemigas, cargadas de botín, las deshace y les quita los hombres y ganados de que se habían apoderado. Se restituyó lo suyo a los infelices despojados, exceptuando una parte pequeña como recompensa por los trabajos de los soldados. En seguida entró triunfante en la ciudad, antes abrumada por la desgracia; pero que se animaba de repente ante la esperanza que se le devolvía.

Tal comienzo infundió confianza a Teodosio, sin que por esto disminuyese su circunspección. Comparando diferentes planes, parecióle lo más seguro, considerando la multiplicidad de pueblos con quienes tenía que luchar y la dispersión de sus fuerzas, proceder por sorpresas, y deshacer en detalle enemigos cuyo valor salvaje no dejaba otras esperanzas de éxito. Las confesiones de los prisioneros y las manifestaciones de los desertores le confirmaron en esta opinión. En sus edictos prometió entonces la impunidad a los desertores que volviesen a las enseñas, y llamó a los soldados autorizados para permanecer ausentes, reuniéndose casi todos al primer aviso, lo cual era también indicio favorable. Pero viéndose abrumado por multitud de atenciones, pidió enviasen a Bretaña como prefectos a un hombre llamado Civilis, muy entendido y recto, y a Dulcicio, que había dado pruebas de conocimientos militares.

Tal era la situación de las cosas en Bretaña. Desde el advenimiento de Valentiniano, los bárbaros asolaban el África, prodigando muerte y saqueo en sus insolentes incursiones. Los males de este país, aumentados por la relajación de la disciplina, se encontraban agravados más y más por la avidez que se apoderaba de todos los ánimos, y de la que daba ejemplo a todos el conde Romano, aunque sabía hacer que recayese en otros la odiosidad de las exacciones. Odiado por su crueldad, lo era más todavía por el cálculo infame con que se adelantaba a los estragos de la guerra, y atribuía en seguida al enemigo el despojo de las provincias que él mismo había realizado: depredaciones  protegidas por la connivencia de su pariente Remigio, maestre de los oficios, que tenía habilidad para presentar a Valentiniano bajo aspecto muy diferente la deplorable situación de África, y que, con sus falsos relatos, pudo burlar por mucho tiempo la agudeza de que se preciaba el príncipe.

Tengo el propósito de reservar para un relato especial y detallado las circunstancias del asesinato del presidente Ruricio y otros miembros de la embajada, así como también otras escenas de sangre que tuvieron lugar en aquel país. Pero ha llegado el tiempo de la verdad, y he de decir claramente lo que pienso. Una de las faltas de Valentiniano es haber dado, con grave perjuicio del Estado, el primer impulso a la arrogancia del ejército. Prodigó demasiado por esta parte los honores y las riquezas, y, lo que no es menos censurable en moral como en política, inflexible con los simples soldados, cerraba los ojos a los vicios de los jefes, que muy pronto perdieron todo freno, llegando a considerarse como dueños de todas las fortunas. Los legisladores de otros tiempos, por el contrario, estaban prevenidos contra la ambición y la preponderancia militares, hasta el punto de exagerar la aplicación de la pena capital, llevando a la práctica el principio inexorable de que, cuando ha faltado una muchedumbre, debe caer el castigo hasta sobre el inocente a quien la ciega suerte ofrece en sacrificio a la vindicta pública.

Por esta época bandas de isaurios se habían lanzado sobre las ciudades y ricos campos inmediatos, asolando la Pamfilia y la Cilicia, sin encontrar resistencia en ninguna parte. El espectáculo de este saqueo impune y de las devastaciones que dejaba en pos, conmovió al vicario del Asia, llamado Musonio, maestro de retórica en Atenas. Pero la administración estaba desordenada y desorganizadas las tropas, corrompidas por la molicie. Musonio decidió reunir en torno suyo algunos elementos de aquella milicia semiarmada, conocida con el nombre de Diomitas, y atacar a la primera banda que encontrase. Pero al intentar el paso de una estrecha garganta de aquellas montañas, no pudo evitar una emboscada, donde pereció con toda su gente. Este triunfo, que dio a los isaurios confianza para diseminarse, sacó al fin a nuestras tropas de la inacción. Diose muerte a algunos de aquellos bandidos, y rechazados los demás hasta sus tenebrosas guaridas, también allí fueron alcanzados, hasta el punto que, no encontrando ya descanso ni medios de subsistencia, por consejo de los habitantes de Germanicópolis, a los que siempre consideraron como jefes, aquellos bárbaros se decidieron a pedir la paz. Exigiéronles rehenes, que entregaron, y desde entonces permanecieron mucho tiempo sin cometer actos hostiles.

Encontrábase a la sazón Roma bajo la excelente administración de Pretextato, cuya vida entera es continuada serie de actos de integridad y rectitud. Este magistrado consiguió hacerse amar, al mismo tiempo que supo hacerse temer: habilidad muy rara seguramente, porque, en los subordinados, no se concilian fácilmente el cariño con el temor. Su autoridad y sabios consejos pusieron término a un cisma violento que dividía a los cristianos. Ursino fue expulsado, reinando entonces completa tranquilidad en la ciudad, con profunda satisfacción de los habitantes, pudiendo el prefecto aumentar su propia gloria por medio de algunas reformas útiles. Hizo desaparecer todas aquellas usurpaciones sobre la vía pública, llamadas Mccniana, prohibidas por las leyes antiguas; libró a los templos de las construcciones parásitas, con las que muchas veces el interés particular profana y deforma sus inmediaciones, y restableció por completo la uniformidad de pesos y medidas, único medio de impedir la exacción y los fraudes en el comercio. En fin, su conducta como juez le mereció el hermoso elogio que hizo Cicerón de Bruto: «El favor, al que nada concedía, iba unido, sin embargo, a todos sus actos.»

Por este mismo tiempo, durante una ausencia de Valentiniano, que creía bien guardado el secreto, un príncipe alemán llamado Rando, que había tomado mejor sus medidas, aprovechó que Moguntiacun estaba desguarnecida de tropas para introducirse en ella por sorpresa. Casualmente aquel día era una de las grandes solemnidades del cristianismo; y el jefe bárbaro pudo, sin pelear, llevarse innumerables prisioneros de toda condición y sexo y apoderarse de rico botín, Pero muy pronto nos compensamos de este descalabro. Habíanse empleado todos los medios para desembarazarnos de Viticabio, hijo de Vadomario, príncipe endeble y enfermizo, pero cuyo ardiente valor suscitaba contra nosotros continuamente a sus compatriotas. Después de muchas tentativas  vanas contra su vida o su libertad, concluyó por sucumbir, por instigación nuestra, bajo los golpes de un criado suyo. Su muerte hizo que, por algún tiempo, fuesen menos vivas las hostilidades; pero temiendo el asesino que se descubriese su crimen, se apresuró a buscar la impunidad en territorio romano.

Iba a comenzar contra los alemanes una campaña más seria que las anteriores, preparada cuidadosamente con grande reunión de tropas; esfuerzo que exigía la seguridad del Imperio, gravemente comprometida por aquella turbulenta vecindad de enemigos cuyas agresiones eran incesantes. Nuestros soldados se mostraban muy decididos, cansados como estaban de vivir continuamente inquietos ante aquella nación, en tanto humilde hasta la bajeza, en tanto llevando hasta la exageración la insolencia de sus depredaciones.

En consecuencia de esto, el conde Sebastián recibió orden de concurrir a la expedición con las fuerzas que mandaba en Italia y en Iliria. Y en cuanto terminó el invierno, Valentiniano y Graciano, al frente de numerosas tropas, perfectamente armadas y abastecidas, pasaron el Rhin sin encontrar resistencia. Avanzaron, formando el cuadro, con los dos Emperadores en el centro, y los generales Jovino y Severo en las alas, para evitar todo ataque de flanco, y, precedido por guías seguros para no errar el camino, el ejército penetró en vastas soledades. A cada paso aumentaba la excitación del soldado, viéndosele estremecer de enojo, como si hubiese encontrado al enemigo. Así transcurrieron muchos días, y no encontrando a quien combatir, incendiaban las casas y los cultivos, no perdonando más que los víveres, que debían recoger y conservar por la incertidumbre de la situación.

Hecho esto, el Emperador continuó la marcha, aunque más despacio, hasta que llegó al punto llamado Solicinium. Allí se detuvo como ante una barrera, habiéndole advertido sus exploradores que el enemigo estaba a la vista a cierta distancia. Habían comprendido los bárbaros que su única esperanza de salvación consistía en tomar la ofensiva; y de común acuerdo se situaron en la parte culminante de un grupo de altas montañas compuestas de muchos picos escarpados e inaccesibles, a excepción de las vertientes del Norte, donde el declive era suave y fácil. Los soldados clavaron las enseñas y gritaron a las armas; pero ante la orden del Emperador permanecieron inmóviles, esperando que, levantado el estandarte, les diese la señal. Esta prueba de disciplina era ya prenda de triunfo. Sin embargo, la impaciencia del soldado por una parte y los horribles gritos de los alemanes por otra, soportaban mal o, mejor aún, no soportaban en manera alguna las dilaciones. Sebastián tuvo que ocupar apresuradamente la ladera septentrional de la montaña, con cuya maniobra se apoderaría de los fugitivos en el caso de que los alemanes quedasen derrotados. Graciano, demasiado joven todavía para las fatigas y peligros de una batalla, tenía su puesto natural en la retaguardia, cerca de las enseñas de los jovianos. Tomadas estas disposiciones, Valentiniano, como general experimentado, con la cabeza descubierta, pasó revista a las centurias y manípulos. En seguida, sin comunicar a los jefes su propósito, despidió la escolta, no conservando a su lado más que algunos hombres decididos y hábiles, marchando con ellos a reconocer personalmente la base de la montaña, porque confiaba (dudando poco de sí mismo) en encontrar algún sendero que hubiese escapado al examen de los exploradores. Extravióse en un terreno pantanoso y estuvo a punto de perecer en una emboscada que le esperaba a la vuelta de un peñasco; pero lanzando, como último recurso, su caballo por áspera y resbaladiza pendiente, consiguió ponerse al abrigo de sus legiones. Tan difícilmente escapó, que su cubiculario, que llevaba su casco adornado de oro y pedrería, desapareció con él, sin que jamás pudiera averiguarse su paradero.

En cuanto descansó algo el ejército, desplegóse el estandarte dando la señal ordinaria, acompañada con el sonido de las trompetas. En el acto dos guerreros jóvenes y distinguidos, Salvio y Lupicino, escutario el uno y el otro del cuerpo de los gentiles, se adelantan con rápido paso a la marcha de los suyos, invitándoles con voz terrible a seguirles; llegando en seguida a las asperezas del monte, blandiendo las lanzas y esforzándose, a despecho del enemigo, para salvar el obstáculo. Llega el grueso del ejército, y con sobrehumanos esfuerzos consigue, siguiendo sus huellas entre matorrales y peñascos, ganar al fin las alturas. Entonces se cruzan los hierros y comienza la lucha  entre la táctica y la ferocidad brutal. Aturdidos por el sonido de las trompetas y los relinchos de los caballos, los bárbaros se turban, viendo extenderse nuestro frente de batalla y encerrarlos entre sus dos alas. Serénanse, sin embargo, y continúan peleando a pie firme. Por un momento la matanza es igual y la victoria queda indecisa; pero el ardor romano vence al fin, apodérase el miedo del enemigo y la confusión que se introduce en sus filas le entrega sin defensa a los golpes. Quieren huir, pero extenuados por la fatiga, los nuestros les alcanzan a casi todos y no tienen más trabajo que el de matar. Quedan montones de cadáveres sobre el campo de batalla; y de los que escaparon con vida, unos van a dar con las tropas de Sebastián, que les esperaban, sin mostrarse, al pie de la montaña y fueron destrozados: los demás corrieron a la desbandada a refugiarse en el interior de los bosques. Nosotros experimentamos también en este combate pérdidas muy sensibles. Entre los muertos quedó Valeriano, jefe de los domésticos, así como también el escutario Natuspardo, soldado cuyo valor solamente era comparable al de Sicinio y de Sergio. Después de esta victoria, pagada a buen precio, volvió el ejército a invernar en sus cantones y los dos Emperadores a Tréveris.

Por este tiempo murió, ejerciendo sus funciones, Vulcacio Rufino, llamándose de Roma, para la prefectura del pretorio, a Probo, a quien recomendaban su ilustre alcurnia e inmensas riquezas. Tenía posesiones en casi todos los puntos del imperio; bien o mal adquiridas, cosa que no intento juzgar. Puede decirse, en el lenguaje de los poetas, que la Fortuna le llevó sobre sus rápidas alas. Había dos hombres en él, uno amigo leal y sincero, otro enemigo peligroso y vengativo. A pesar del aplomo y confianza que debían darle sus inmensas generosidades y la costumbre del poder, Probo bajaba el tono en cuanto lo alzaban con él, no siendo gran personaje más que con los humildes: calzaba el coturno trágico cuando se encontraba seguro; humilde sandalia cuando tenía miedo. Así como el pez no vive fuera de su elemento, Probo no respiraba desde el instante en que no ocupaba puesto. Además, siempre le impulsaba al poder, de bueno o mal grado, el interés de alguna familia importante, que no concordando la regla del deber con la intemperancia de los deseos, quería asegurarse la impunidad, procurándose elevada protección. Porque debemos consignar que, si personalmente era incapaz de exigir nada ilícito a un cliente o a un subordinado, no dejaba, sin embargo, cuando pesaba alguna sospecha sobre alguno de los suyos, de tomar su defensa con razón o sin ella, aunque fuese en contra de la justicia. Esta conducta la censura enérgicamente Cicerón, cuando dice: «¿Qué diferencia hay entre aconsejar el mal o aprobarlo? No era esa mi voluntad. ¿Qué importa, si me parece bien después de realizado?» Su carácter era desconfiado, reconcentrado, amarga su sonrisa. Mostrábase cariñoso cuando deseaba hacer daño; pero es cosa rara que esta hipocresía no se trasluzca cuando se tiene mayor seguridad de engañar. Su enemistad era inflexible, implacable, y nunca quedó desarmada ante la confesión de haber sido involuntaria la ofensa, pareciendo que se tapaba los oídos, no con cera, sino con plomo. Con ánimo inquieto y cuerpo enfermizo consumió su vida, ocupando siempre los puestos más elevados y encontrándose en él colmo de las prosperidades. Tal era el estado de las cosas en Occidente en esta época.

Entretanto el rey de los Persas, aquel viejo Sapor, no perdía su afición a las invasiones con que había señalado su reinado desde el principio. Después de la muerte de Juliano y del vergonzoso tratado que la había seguido, subsistió por algún tiempo aparente armonía entre nosotros y aquel príncipe; pero no tardó en hollar aquel pacto, como si hubiese dejado de ser obligatorio desde que no existía Joviano; viéndosele ya extender la mano sobre la Armenia y procurar reunirla a sus dominios. Estando en contra suya el espíritu público, empleaba alternativamente el artificio y la violencia, unas veces procurando seducir a los sátrapas y magnates del país, y otras ejerciendo hostilidades sobre uno u otro punto. Consiguiendo al fin, con inaudita combinación de astucias y perjurios, engañar al mismo rey Arsaces y atraerle a un festín, hizo que le llevaran en seguida a un paraje apartado, donde le sacaron los ojos. Hecho esto, le cargaron de cadenas de plata (honor que solamente se concede a los grandes, y que, según las ideas de aquel país, es dulcificación de pena); y en seguida relegado a un fuerte llamado Agabana, donde al fin le mataron en medio de mil tormentos. No se limitó el pérfido monarca a esta violación de la fe jurada; expulsó a Sauromaces,  que por autoridad romana empuñaba el cetro de Hiberia, y puso al frente de aquella comarca a Aspacuras, un desconocido a quien ciñó la diadema, en manifestación de su desprecio al poder de Roma. En fin, para colmo de insolencia, confirió la autoridad sobre la Armenia entera a dos tránsfugas, el eunuco Cylax y Artabano (el uno había sido prefecto y el otro, según se dice, jefe de la fuerza armada), mandándoles a los dos que no omitiesen nada para apoderarse y destruir a Artogaresa, ciudad muy fuerte y bien guarnecida, donde se encontraban el tesoro de Arsaces, su viuda y su hijo.

En consecuencia de esto la sitiaron; pero la elevada posición de la plaza, edificada en las montañas, y lo riguroso del clima, imposibilitaban las operaciones en invierno. Cylax, en su calidad de eunuco, sabía entenderse con las mujeres, y quiso ensayar esta influencia, marchando juntos Artaban y él, provistos de un salvoconducto, hasta el pie de las murallas y consiguiendo la entrada. En primer lugar intentaron asustar a la reina y a la guarnición, insistiendo acerca del violento carácter de Sapor y la necesidad de calmarlo por medio de pronta sumisión. Pero después de algunas discusiones, aquellos negociadores, tan celosos por la rendición de la plaza, movidos por las elocuentes lágrimas de la reina por la suerte de su esposo, entreviendo tal vez por este lado mayores recompensas, cambiaron repentinamente de plan y trabaron secreta inteligencia con los sitiados. Convínose que la guarnición haría una salida nocturna a una hora determinada para destrozar el campamento, y que previamente regresarían ellos para asegurar el éxito de la sorpresa. Después de obligarse bajo juramento, dejaron a Artogaresa, regresaron diciendo al ejército que los sitiados pedían dos días para deliberar acerca de lo que debían hacer y le adormecieron con la fe en esta declaración. En efecto; a la hora de la noche en que el sueño es más profundo, abrieron de pronto las puertas de la ciudad; fuerzas escogidas se deslizaron en silencio, y con la espada en la mano, en el campamento, realizando tremenda matanza, sin encontrar resistencia por parte de los Persas. Esta inesperada deserción y el desastre que produjo vinieron a ser grave motivo de enojo entre nosotros y Sapor. Creciendo más y más el resentimiento de este último cuando se enteró de la evasión de Para, hijo de Arsaces, que había abandonado furtivamente la ciudad por consejo de su madre, y la acogida que había dispensado Valente al fugitivo, asignándole para residencia la ciudad de Neocesarea en el Ponto, con una pensión generosa.

Estas muestras de afecto alentaron a Cylax y Artaban a enviar una legación a Valente, pidiéndole por rey a Para y socorros. Atendiendo a las circunstancias, fueron negados los socorros; pero el duque Terencio recibió encargo de llevar a Para a la Armenia para que ejerciese la autoridad sin revestir las insignias de rey; condición que le impusieron para eludir la censura de violación del tratado.

Todas estas cosas exasperaron extraordinariamente a Sapor, que reunió numerosas fuerzas, y desde aquel momento taló abiertamente la Armenia. Al acercarse tembloroso Para y no esperando auxilio alguno, huyó con Cylax y Artaban, igualmente asustados, y se refugió en la cumbre de las montañas que separan el imperio del territorio de Lazica. Durante cinco meses permanecieron allí ocultos, burlaron las persecuciones del rey de Persia, comprendiendo éste al fin que perdía el tiempo buscándoles en invierno. Quemó los árboles frutales, colocó guarniciones en todos los fuertes del país que había conquistado con las armas o se había hecho entregar por astucias, y volvió con todas sus fuerzas para caer sobre Artogerasa, de la que se apoderó e incendió después de algunos combates que acabaron de aniquilar la guarnición. Entonces cayeron en su poder la esposa de Arsaces y sus tesoros. Este acontecimiento determinó el envío de un ejército a las órdenes de Arintheo, con objeto de socorrer a la Armenia en el caso de que los Persas comenzasen de nuevo las hostilidades contra ella.

Entretanto Sapor, cuya astucia era incomparable, y que, cuando tenía interés en ello, sabía tomar formas insinuantes, trabajaba para atraerse a Para por medio de emisarios. Con el cebo de su alianza, que le mostraba en perspectiva, reconveníale con hipócrita benevolencia acerca del excesivo ascendiente que dejaba tomar a Cylax y Artaban, de quienes, según decía Sapor, era esclavo con sombra de rey. El crédulo príncipe cayó ciegamente en el lazo que encubrían aquellas indicaciones, hizo matar a los dos ministros, y envió sus cabezas a Sapor, en señal de sumisión.

Pronto se divulgó por todos lados esta sangrienta ejecución, y habría perecido toda la Armenia si, intimidados los Persas por la aproximación de Arintheo, no hubiesen abandonado su empresa, contentándose con enviar una legación al Emperador pidiéndole, según los términos del tratado ajustado con Joviano, que no interviniese en aquellos asuntos. La reclamación fue rechazada, y Terencio marchó con doce legiones a reemplazar a Sauromaces en el trono de Hiberia. El príncipe expulsado llegaba al río Cyrus cuando su primo Aspacuras vino a suplicarle que le permitiese reinar juntamente con él y en buena armonía, como consanguíneos, apoyando su petición en la imposibilidad en que se encontraba, por tener a su hijo Ultra en rehenes en poder de los Persas, de abandonar su derecho y unirse con los romanos.

Enterado el Emperador, creyó conveniente no emponzoñar la cuestión oponiéndose, y accedió a la división de la Hiberia, fijándose como frontera recíproca el Cyrus, que atraviesa el país. Sauromaces reinó sobre los Lazis y el territorio limítrofe de la Armenia; y Aspacuras sobre el que confina con la Albania y la Persia.

Sapor reclamó contra aquellos convecinos, que calificaba de indignos; sobre la intervención de los romanos en Armenia, con desprecio de los tratados; sobre la nulidad de sus tentativas para conseguir una enmienda, y últimamente, sobre la repartición, sin consentimiento suyo, del reino de Hiberia. Considerando roto el tratado, pidió auxilio a las naciones vecinas, y se preparaba para entrar en campaña a la primavera, jurando destruir todo lo que, sin él, habían hecho los romanos.

 

 

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