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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 25

LIBRO 26

LIBRO 27

LIBRO XXVI

Valentiniano, tribuno de la segunda escuela de los escutarios, es designado, aunque ausente, emperador en Nicea, por unánime consentimiento de los órdenes civil y militar.—Observaciones sobre el bisiesto.—Valentiniano acude de Ancira a Nicea, donde por unanimidad queda confirmada su elección.—Reviste la púrpura, ciñe la diadema, y, con el título de Augusto, dirige una arenga al ejército.—Aproniano, prefecto de Roma.—Valentiniano, en Nicomedia, eleva a su hermano Valente a la dignidad de tribuno de las caballerizas, y poco después, con el consentimiento del ejército, le asocia al Imperio, en el Hebdomo en Constantinopla.—Reparto de las provincias y del ejército entre los dos Emperadores, que se adjudican el consulado, uno en Milán y el otro en Constantinopla.—Estragos de los alemanes en las Galias.—Sublevación de Procopio en Oriente.— Patria de Procopio, su origen, carácter y dignidades.—Permanece escondido durante el reinado de Joviano.—Improvisase él mismo emperador en Constantinopla.—Apodérase de toda la Tracia sin combatir.—Seduce con sus promesas a muchos destacamentos de infantería y caballería que atravesaban la provincia.—Con hábiles palabras se atrae a los jovianos y victorios que enviaba Valente contra él.—Procopio hace levantar los sitios de Calcedonia y de Nicea y se apodera de la Bitinia.—Lo mismo hace con Cicico, después de forzar el paso del Helesponto.—Deserción de sus partidarios en Bitinia, Licia y Frigia.—Entréganlo vivo a Valente, que manda cortarle la cabeza.— Suplicios de Marcelo, pariente de Procopio, y de considerable número de sus adeptos.

 

Con sumo cuidado he llevado mi narración hasta el punto en que comienza la época actual. Al llegar a este período, en el que la generación presente ha sido testigo de los hechos, tal vez sería prudente no continuar, porque la verdad es peligrosa muchas veces, y además, porque muchos creen que se les ofende si el historiador omite una palabra que el príncipe pronunció en la mesa, si no dice terminantemente por qué se reunieron los soldados en tal día, o si su discreción omite una choza en la descripción, prolija ya, de alguna comarca y no menciona individualmente a todos los que asistieron a la toma de posesión de algún pretor. Estas minuciosidades son indignas de la gravedad del historiador, que atiende a las cosas generales y desprecia los detalles secundarios: además, locura igual sería empeñarse en consignarlos todos, como querer contar los corpúsculos que llenan el espacio y que llamamos átomos. Temores de este género, como observa Cicerón en su carta a Cornelio Nepote, son los que hicieron que muchos autores de la antigüedad publicasen durante su vida lo que habían escrito de historia contemporánea. Pero a riesgo de sufrir la crítica vulgar, continuaré narrando lo que resta.

Breve intervalo marcado únicamente con desgracias separaba la muerte de dos príncipes. El cadáver del segundo, después de las preparaciones necesarias, se envió a Constantinopla, donde debía descansar con las cenizas de sus antecesores. El ejército tomó en seguida el camino de Nicea, capital de la Bitinia. En un consejo celebrado allí entre las autoridades civiles y militares, reunidas por la gravedad de las circunstancias, y donde habían de fracasar algunas ambiciones, iba a deliberarse solemnemente acerca de la elección del más digno de ocupar el trono.

El nombre de Equicio, tribuno de la primera escuela de los escutarios, pronunciado con timidez por algunos, fue rechazado por los varones de más autoridad de la asamblea, a quienes desagradaba por su aspereza y malas formas. También hubo votos en favor de Januario, pariente de Joviano, que desempeñaba entonces las funciones de intendente en Iliria; pero se consideró como obstáculo la distancia a que se encontraba, y de pronto, como por inspiración del Numen, fue elegido Valentiniano, sin que ni una sola voz protestase contra elección tan digna y conveniente. Valentiniano era jefe de la segunda escuela de escutarios, y Joviano le había dejado en Ancira, con orden de reunírsele en breve. Habiendo saludado la aprobación general como un bien público aquella elección, se le envió una comisión para que apresurase su regreso. Hubo, sin embargo, un interregno de diez días, que realizó la predicción que hizo en Roma el arúspice Marco por la inspección de las entrañas de las víctimas.

Entretanto Equicio, secundado por León, a la sazón intendente militar bajo Dagalaifo, jefe de la caballería, y después maestre de oficios, de cruel memoria, estaba atento a toda manifestación contraria, dedicándose especialmente a impedir que el inconstante favor del soldado se inclinase a cualquier pretendiente más cercano. Pannonios los dos, y, por consiguiente, factores naturales del príncipe designado, Equicio y León no cesaron de trabajar en este sentido el espíritu del ejército.

Valentiniano se apresuró a obedecer al mensaje, pero advertido, según se dice, por presagios y sueños, no quiso salir ni dejarse ver al día siguiente de su llegada, que era el intercalar del mes de Febrero del año bisiesto, sabiendo que los romanos consideraban nefasto este día. Explicaré lo que se entiende por bisiesto.

Astrónomos antiguos, de los que son los más notables Metón, Eucemón Hiparco y Arquímedes, han definido el año como el regreso del sol al mismo punto, después que ha recorrido, obedeciendo a una de las grandes leyes de la naturaleza, todos los signos del círculo, que los griegos llaman zodiaco, en trescientos sesenta y cinco días y otras tantas noches: de manera que, partiendo supongamos, del segundo grado de Aries, cuando ha vuelto exactamente a él, la revolución es completa. Pero en realidad el periodo solar, que se debe terminar a medio día, no se completa sino con seis horas más de este número de días. El año siguiente comienza, pues, a la sexta hora del día y no termina hasta la primera de la noche. El tercero se contará desde la primera vigilia a la sexta hora de la noche, y el cuarto desde media noche a la primera hora del día. Ahora bien: este cómputo, que a causa de las variaciones del punto de partida, solamente en la serie de cuatro años se encuentra en tanto a medio día, en tanto a media noche, tiende a perturbar la división científica del tiempo, y ha de hacer después, en un momento dado, que lleguen, por ejemplo, los meses de otoño en la estación de primavera. Para remediar este inconveniente han formado con el sobrante de seis horas, multiplicado por cuatro números de los años, un día adicional al último. Los resultados de esta innovación, maduramente reflexionada y aprobada por todos los varones esclarecidos, ha sido establecer entre todos los años perfecta e invariable correspondencia de época, y hacer desaparecer toda incertidumbre acerca de su regreso, así como toda falta de coincidencia entre los meses y estaciones. Esta afortunada innovación data solamente entre nosotros desde el ensanche que ha tomado el Imperio por la conquista. El calendario romano fue por mucho tiempo caos y confusión: solamente los pontífices tenían derecho a intercalar, ejerciendo arbitrariamente el privilegio, en tanto por interés del fisco, en tanto por ganar tal pleito, prolongando o restringiendo a su gusto la duración del tiempo; de lo que nacían multitud de fraudes, cuya enumeración es inútil. Octaviano Augusto les retiró esta facultad abusiva y reformó el anuario romano según las correcciones griegas. Asignóse, pues, al año una composición fija de doce meses y seis horas, período de tiempo que corresponde al que emplea el sol en su eterna marcha al recorrer los doce signos. Tal es el origen del bisiesto, cuyo uso, con el auxilio de los dioses, ha consagrado Roma, que debe vivir en todos los siglos. Volvamos a nuestro asunto.

Al declinar este día, considerado poco propicio para incoar asuntos importantes, Salustio propuso el medio, que se apresuraron todos a adoptar, de consignar en sus casas a la mañana siguiente a todas las personas influyentes o sospechosas de alimentar pensamientos ambiciosos. Al fin pasó la noche; noche de angustia para todo el que había alentado alguna esperanza, y apareció el día. Todo el ejército estaba reunido en una llanura espaciosa, en cuyo centro se elevaba una tribuna semejante a la que en otro tiempo se veía en los comicios. Invitado Valentiniano a subir a ella, fue proclamado, como más digno, jefe del Imperio, en medio de inmensos aplausos, en los que podía entrar por algo el atractivo de la novedad. Saludado Augusto por aquellas lisonjeras aclamaciones, reviste las ropas imperiales, ciñe la corona y se dispone para pronunciar un discurso, que tenía preparado. Extendía ya el brazo para hablar, cuando se alza violento murmullo de todas las centurias, manípulos y cohortes, reclamando la unión de otro emperador. Creyóse al pronto que la intriga de algún candidato presente protestaba por medio de voces aisladas y pagadas, pero no era así; porque verdaderamente aquello era el grito unánime de la multitud, a la que reciente desgracia  acababa de poner de manifiesto la fragilidad de las fortunas más elevadas. De sordo ruido, la agitación se trocaba en tumulto, y a cada momento podía manifestarse por excesos la temeridad del soldado. Valentiniano, que debía temer más que otro alguno aquel comienzo de efervescencia, con ademán digno y firme contuvo a los turbulentos, y habló de esta manera, sin que nadie se atreviese a interrumpirle:

«Siempre será para mí verdadero motivo de regocijo ¡oh, valerosos defensores de las provincias! pensar que tal asamblea se ha dignado espontáneamente ofrecerme el gobierno del mundo romano, cuando tan lejos estaba de desear esta investidura tan gloriosa, o de esperarla. El derecho que indudablemente os asistía antes de que el Imperio tuviese jefe, lo habéis ejercitado útilmente en toda su plenitud. Acabáis de elevar a honor tan insigne a un hombre en la madurez de la edad, y cuya vida entera conocéis como pura y no exenta de gloria. ¿Qué espero ahora de vosotros? Benévola atención a las ideas que voy a exponeros en interés de todos. No vacilo ni repugno conocer que la asociación de un colega a mi autoridad la exigen los múltiples cuidados que tal posición trae consigo. Soy el primero en temer, por interés propio, la pesadez de la carga presente y las exigencias que guarda el porvenir, Pero la participación de la autoridad exige anticipadamente la concordia, con la cual nunca es uno débil; y fácilmente conseguiremos esta condición, si, como tengo derecho a pedir, vuestra paciencia se entrega a mi libre albedrío. La fortuna, propicia a las buenas intenciones, me ayudará, así lo creo, para hacer una elección tal como exige la prudencia. Este es un axioma tan aplicable indudablemente al poder, rodeado como está de dificultades y peligros, como puede serlo a la vida privada: en achaque de unión, conveniente es que el examen preceda al contrato, y no el contrato al examen. Me comprometo a seguir esta regla, y tocaremos sus buenos resultados. Marchad, pues, tan disciplinados como valientes, a descansar en vuestros cuarteles de invierno, y emplead en restablecer vuestras fuerzas los ocios que os promete todavía la estación. No tendréis que esperar la gratificación augusta.»

Esta oración, dicha con autoridad, aquietó los ánimos, mostrándose más sumisos los que poco antes gritaban con mayor violencia. Respetuosamente fue acompañado el Emperador al palacio, llevando las enseñas desplegadas y formando cortejo las diferentes órdenes, porque ya comenzaban a temer.

Mientras ocurrían estas cosas en Oriente, Aproniano, que a la sazón era prefecto de la ciudad eterna, desplegaba en sus funciones las cualidades de un juez probo y severo. Su mayor cuidado, en medio de las atenciones de toda clase que gravan la administración de esta ciudad, era apoderarse, convencer y juzgar a los magos (clase de delincuentes que ya era más rara), arrancarles la delación de sus cómplices y condenarlos a muerte con objeto de aterrar con el ejemplo a los que se hubiesen podido sustraer a sus investigaciones. Nombrado por Juliano, durante la permanencia de este príncipe en Siria, Aproniano perdió un ojo al marchar a su puesto, cosa que atribuyó a las malas artes de la magia: de aquí su natural rencor, y las constantes persecuciones que dirigió contra este género de delito. Consideróse, sin embargo, que iba demasiado lejos, cuando se le vio tratar algunas veces estos negocios capitales en pleno circo, en medio de la multitud que se aglomera en él durante las fiestas. La última ejecución que ordenó por este motivo fue la del auriga Hilarino, convicto de haber entregado a su hijo, apenas adolescente, a un mago para que le iniciase en la ciencia oculta y prohibida por las leyes, queriendo asegurar por este medio triunfos cuyo secreto no poseyese ningún competidor. Mal vigilado por el verdugo, el culpable se escapó y corrió a refugiarse en un templo cristiano; pero fue arrancado del santuario y decapitado.

Este rigor en la represión consiguió al menos que los delincuentes fuesen cautos y no se atreviesen ya, o al menos se atreviesen rara vez, a arrostrar la vindicta pública. Pero el régimen de impunidad que reapareció con la administración siguiente, volvió a producir el desorden; llegando la licencia hasta el punto de que un senador que quería para un esclavo suyo la misma enseñanza ilícita que Hilarino había hecho dar a su hijo, trató, según se dice, con todas las formas, exceptuando el compromiso escrito, con un maestro de esta ciencia nefanda, y, convicto del delito, rescató la pena con el pago de crecida multa. Hoy el mismo senador, lejos de avergonzarse de la  doble infamia y de esforzarse en hacerla olvidar, huella soberbiamente a caballo el pavimento de la ciudad, con la apostura de aquel que cree que solamente él puede llevar la cabeza levantada; afecta exhibirse, llevando detrás una nube de criados, parodiando de esta manera a aquel ilustre Duilio, que obtuvo el privilegio, en recompensa de sus victorias navales, de que le precediese un flautista, cuando regresaba por la noche a su casa después de haber cenado fuera de ella. Además, bajo el mando de Aproniano, vióse reinar en Roma abundancia de todas las cosas necesarias a la vida, sin que se produjese ni el más leve rumor acerca de la escasez de un artículo cualquiera.

Proclamado Valentiniano, como acabamos de decir, Emperador en Bitinia, dio para el siguiente día la orden de marcha: pero antes convocó a los grandes dignatarios del Estado, y, con fingida deferencia, les consultó como si su voto hubiese de dictar su elección acerca de la designación del colega que debía dársele. En esta ocasión dijo con noble atrevimiento Degalaifo, jefe de la caballería: «Óptimo Emperador, si amas a los tuyos, tienes un hermano, y ya tienes colega. Si te guía el patriotismo, busca al más digno.» Mucho hirió esto al Emperador, pero disimulando la impresión, marchó apresuradamente a Nicomedia, a donde llegó en las calendas de Marzo, y confirió a su hermano Valente el cargo de escudero mayor y el tribunado. En seguida se dirigió a Constantinopla, meditando muchas cosas; y allí, suponiendo que ya le abrumaban la multitud de negocios, para concluir, el cinco de las calendas de Abril, confirió en el suburbio, con general consentimiento, puesto que no se manifestó oposición alguna, el título de Augusto a su hermano Valente; y, después de revestir las insignias imperiales y ceñirse la corona, llevó en su propia carroza a aquel ostensible colega en el poder, que en realidad, como habrá de verse, no fue más que instrumento pasivo de su voluntad.

Habíase realizado todo esto sin obstáculos, cuando acometió a los dos Emperadores a la vez un acceso de fiebre, si bien el peligro duró poco. Más inclinados los dos al rigor que a la mansedumbre, encargaron a Ursacio, maestre de oficios, dálmata implacable, para que, de acuerdo con Juvencio Sisciano, informase severamente acerca de las causas de la enfermedad que habían padecido. Ha circulado el rumor de que la investigación se dirigía especialmente en odio a la memoria de Juliano, contra los amigos de este emperador, y que se les imputaba haber empleado maleficios; pero como ni siquiera se pudo encontrar apariencia de indicio contra ellos, se desvanecieron las prevenciones.

En este año se oyó por todo el mundo romano resonar las bocinas de guerra y los bárbaros insultaron todas nuestras fronteras. Los alemanes talaban a la vez la Galia y la Rhecia; los quados con los sármatas las dos Pannonias; los píctos, los sajones, los scotos y los atacotos entraban a sangre y fuego por la Gran Bretaña; los austorianos y los moros multiplicaban sus correrías por África, y bandos de godos en la Tracia llevaban aquí y allá el pillaje y la devastación. El rey de Persia, por su parte, amenazaba incesantemente a la Armenia, tratando de someterla a viva fuerza a su dominio, pretendiendo, con menosprecio de la justicia, que solamente había pactado con Joviano, y que, muerto éste, había desaparecido todo obstáculo para que recobrase aquella propiedad de sus mayores.

(Año 365 de J. C.)

Después de haber pasado el invierno con tranquilidad completa, los dos Emperadores, el uno con la prerrogativa real, el otro colega de honor, atravesaron juntos la Tracia, marchando a Nissa. La víspera de su separación, en un pueblo llamado Mediana, a tres millas de las murallas de la ciudad, se repartieron los grandes dignatarios; tocando a Valentiniano, que disponía de todo a su gusto, Jovino, que hacía mucho tiempo estaba investido por Juliano del gobierno de las Galias, y Dagalaifo, a quien Joviano había nombrado general: Víctor, a quien este último había elevado a la misma categoría, y Arnitheo tuvieron que seguir a Valente al Oriente. Lupicino quedó como jefe de la caballería, dignidad que debía a Joviano. Equicio recibió el mando militar en Iliria, no en calidad de jefe, sino solamente con el título de conde. Sereniano, que desde mucho tiempo había dejado el servicio militar, volvió a él porque era pannonio, y colocado con Valente, fue puesto al frente de la escuela de los domésticos. Hecho esto, convinieron también el reparto de tropas.

En seguida entraron los dos hermanos en Sirmio, donde la misma voluntad designó sus respectivas residencias. Valentiniano se adjudicó Milán, capital del Imperio de Occidente; y Valente partió para Constantinopla. Salustio estaba ya en posesión de la prefectura de Oriente; Mamertino obtuvo la autoridad civil en las provincias de Italia, de África y de Iliria; y Germaniano, la administración de la Galia con el mismo título. A su llegada a sus capitales, los dos príncipes revistieron por primera vez las insignias consulares. Este año fue desastroso para el Imperio. Los alemanes se extendieron fuera de sus fronteras con extraordinario furor, dando lugar a ello lo siguiente. Habían enviado una legación a la corte; acostúmbrase con este motivo hacer a los legados regalos cuya importancia estaba determinada. Ofreciéronselos de ningún valor, y ellos los rechazaron con indignación. En vista de esto, Ursacio, maestre de los oficios, cuyo carácter era duro e impetuoso, trató rudamente a los legados; y cuando estos regresaron a su país, sublevaron sin gran trabajo por medio de un relato exagerado el enojo de los bárbaros, que se creyeron despreciados.

Por esta misma época, o poco después, estalló en Oriente la sublevación de Procopio; recibiendo la noticia Valentiniano en el momento en que entraba en París, el día de las calendas de Noviembre.

Acababa de dar orden a Dagalaifo para que marchase al encuentro de los alemanes que, después de haberlo talado todo sin resistencia cerca de la frontera, comenzaban a extender los estragos al interior. El anunció de esta conmoción del Oriente le impidió tomar disposiciones más enérgicas todavía, produciéndole extraordinaria turbación. Ignoraba si Valente estaba vivo o muerto; porque Equicio, de quien había recibido la noticia, no había hecho más que transmitir literalmente una comunicación del tribuno Antonino, que mandaba un cuerpo de tropas en el fondo de la Dacia, y que solamente conocía de un modo vago y por oídas el hecho principal. Valentiniano se apresuró a elevar a Equicio a la dignidad de general, y temiendo que el rebelde, que ya se había apoderado de la Tracia, pensase penetrar en el territorio pannonio, preparóse él mismo para retroceder a la Iliria. Reciente recuerdo justificaba su temor; la increíble rapidez con que Juliano recorrió en otro tiempo la misma distancia, adelantándose y desconcertando todos los cálculos con su inesperada presencia; y esto ante un adversario victorioso hasta entonces en las guerras civiles. Pero no faltaban consejos a Valentiniano para que moderase su apresuramiento en retroceder; mostrándole la Galia amenazada de exterminio, y la necesidad de un brazo firme para salvar sus provincias, comprometidas ya. Legaciones de las ciudades importantes vinieron a unir sus instancias a estas objeciones, para que no las abandonase en aquel peligro inminente, cuando para contener a los germanos bastaba su presencia y el terror de su nombre.

Después de considerar largo tiempo el asunto bajo todos sus aspectos, concluyó por adoptar esta opinión, considerando que Procopio no era más que su adversario personal y el de su hermano, mientras que los alemanes eran los enemigos del Imperio; por lo que decidió no salir de la Galia, marchando por tanto a Remos. Pero como tampoco estaba tranquilo acerca de alguna tentativa sobre el África, encargó su defensa al notario Neotherio, que después fue cónsul, y a Masaución, simple protector, a la verdad, pero que en tiempo de su padre el conde Creción había estudiado mucho la provincia. Unióles además el escutario Gaudencio, con cuya fidelidad sabía que podía contar. En esta época se desencadenaban a la vez sobre todo el Imperio violentas tempestades que referiré sucesivamente, comenzando por los asuntos de Oriente; después hablaré de la guerra con los bárbaros. Como los hechos que tuvieron lugar en las dos partes del mundo romano se realizaron casi en el mismo mes, una narración que saltase de los unos a los otros, obedeciendo a riguroso orden cronológico, carecería a la vez de unidad y claridad.

Procopio pertenecía a noble familia; nacido y educado en su parentesco con Juliano le dio importancia desde su origen. Intachable conducta y puras costumbres, no obstante sus hábitos de taciturnidad y reserva le hicieron pasar con distinción por los honores de notario y de tribuno y llegar muy pronto a los primeros puestos del ejército. A la muerte de Constancio, su ambición tomó naturalmente mayor vuelo con el nuevo orden de cosas. Obtuvo el título de conde, y desde entonces  pudo preverse que removería algún día el Estado si se le presentaba ocasión para ello. Cuando Juliano entró en Persia, puso a Procopio con Sebastián, revestido con autoridad legal, al frente de la importante reserva que dejaba en Mesopotamia; y si ha de darse crédito a un rumor vago, cuyo origen nunca pudo conocerse con seguridad, le dejó como instrucciones que permaneciese preparado para cualquier eventualidad, y que tomase sin vacilar el título de Emperador, en el caso de que sucumbiese él en la empresa. Procopio desempeñaba con inteligencia y lealtad su misión, cuando se enteró de la herida, de la muerte de Juliano y del advenimiento de Joviano a la autoridad suprema. También tuvo noticia de que corría el rumor (rumor destituido de fundamento) del deseo que Juliano había mostrado al morir, de que Procopio tomase las riendas del gobierno. Desde este momento se mantuvo oculto, temiendo se deshiciesen de él sin formar proceso, aumentando sus precauciones al enterarse del fin trágico del notario Joviano, por sospechas de que aspiraba al Imperio, solamente porque, en la última elección, le consideraron digno los votos de algunos soldados. Pesquisas dirigidas contra su persona le hicieron cambiar su asilo por otro más obscuro y fuera de alcance. Joviano le buscó de nuevo, y cansado al fin de verse acosado como una fiera y de vivir como ella, porque aquel hombre tan elevado antes en la escala social, había tenido que separarse de todo comercio con sus semejantes y privarse, en su espantosa soledad, de las primeras necesidades de la vida, tomó la resolución extrema de ganar por caminos extraviados el territorio de la Calcedonia, y, considerando la casa de un amigo como el asilo más seguro, se escondió en esta ciudad, en la de Strategio, quien, de soldado de una de las milicias del palacio, se había elevado al rango de senador. Desde Calcedonia hizo secretamente Procopio algunos viajes a Constantinopla, según confesó más adelante Strategio en las investigaciones dirigidas contra los cómplices de la sublevación.

Desconocido a fuerza de enflaquecimiento y suciedad, el proscripto aprovechaba aquella especie de disfraz para recoger, como lo hubiese hecho un espía inteligente, las murmuraciones y las quejas, frecuentemente amargas, acerca de la insaciable avaricia de Valente; pasión que excitaba más y más Petronio, cuñado del príncipe, hombre tan repugante por sus costumbres como por su aspecto, que, de simple prepósito de la legión Martense, había sido elevado a la dignidad de patricio, Petronio, ávido de despojos, se lanzaba sobre todos con igual furor, envolviendo en sus redes a inocentes y culpados, sometiendo a la tortura con razón o sin ella, después a la multa del cuádruplo, por reclamaciones que solían remontar hasta el reinado de Aureliano; siendo para él un tormento que la víctima saliese indemne de sus manos. Con estas extorsiones aumentaba su caudal, siendo al mismo tiempo aliciente para su rapacidad, que cada día era más dura, brutal e incapaz de justicia y reflexión. Petronio fue más aborrecido que aquel Cleandro, prefecto en tiempo de Cómmodo, expoliador desenfrenado de tanto patrimonio; más tirano que aquel otro prefecto Plauciano, bajo el reinado de Severo, cuya furiosa demencia habría producido una sublevación general, si no hubiese perecido a filo de espada.

Estos fueron los males que, gracias a Petronio, hicieron quedar vacías, bajo Valente, tantas casas ricas y pobres moradas. El invierno se anunciaba más amenazador todavía. Todos los corazones estaban ulcerados, y tanto el pueblo como el ejército pedían con gemidos al cielo un cambio de régimen. Procopio, que todo lo observaba oculto, calculó que, a poco que le ayudase la fortuna, podría apoderarse del poder; y se mantenía escondido como la fiera dispuesta a lanzarse sobre su presa. La suerte se encargó de presentarle la ocasión que con tanta impaciencia esperaba.

Valente había partido para la Siria, pasado el invierno, y entraba ya en Bitinia, cuando supo, por las comunicaciones de sus generales, que los godos, robustecidos por larga tregua, y más temibles que nunca, se habían reunido para atacar las fronteras de la Tracia. La noticia no alteró en nada sus planes, limitándose a disponer que suficiente fuerza de caballería e infantería marchase a los puntos amenazados. Procopio, por su parte, se apresuró a aprovechar el alejamiento del príncipe. Impulsado hasta el extremo por la desgracia, y prefiriendo la muerte más cruel a los tormentos que padecía, quiso arriesgarlo todo de una vez. Soldados jóvenes de las legiones Divitense y Tongriense se dirigían en aquel momento por Constantinopla hacía el teatro de la guerra y habían de descansar  dos días en la capital. Procopio concibió el temerario proyecto de tentar su fidelidad. Conocía personalmente a muchos de ellos, pero era muy peligroso entrar en tratos con todos, por lo que solamente se dirigió a aquellos con quienes podía contar. Seducidos éstos por la promesa de brillantes recompensas, se comprometieron bajo juramento a obedecerle en todo, y prometieron el concurso de sus compañeros, sobre quienes servicios más importantes y el número de sus campañas les daban decisiva influencia.

En el día convenido, Procopio, entregado a la agitación de sus pensamientos, marchó a los baños de Anastasia, llamados así del nombre de la hermana de Constantino, y que entonces servían de cuartel a las dos legiones. Sus agentes le habían informado de que allí celebrarían una reunión nocturna. Dijo la contraseña, le recibieron, y aquella multitud de soldados que se vendían, le trataron con honor, pero teniéndole en cierto modo cautivo. Como en otros tiempos los pretorianos adjudicaban en subasta el Imperio a Didio Juliano, todos rodeaban a este otro postor de una dominación efímera, impacientes por conocer su precio.

Pálido como si saliese del Erebo, Procopio, que no había podido procurarse manto imperial, permanecía de pie, revestido únicamente con la túnica bordada de oro de un dignatario de palacio, túnica que le descendía desde la cintura a la manera de la de los niños que van a la escuela. Llevaba calzado de púrpura, una lanza en la mano derecha y con la izquierda agitaba un trozo de la misma tela, pareciendo un simulacro teatral o extraño personaje de comedia. Después de esta ridícula parodia del ceremonial de proclamación, y la promesa bajamente obsequiosa que hizo a los autores de su elevación, de colmarlos de riquezas y dignidades en cuanto se encontrase en posesión del poder, se presentó repentinamente en público, en medio de aquella multitud armada, que marchaba con las enseñas levantadas. En derredor suyo resonaba el lúgubre ruido de los escudos chocando unos con otros, porque los soldados los levantaban sobre la cimera de los cascos, para resguardarse de las piedras y tejas que suponían habían de lanzarles desde las casas.

Avanzaba la comitiva sin que el pueblo diese señales de oposición ni de simpatía, aunque experimentando esa especie de interés que excita siempre en el vulgo lo nuevo, tanto más cuanto que se había sublevado contra Petronio la animadversión general, por los medios violentos que empleaba para enriquecerse, despertando olvidadas reclamaciones contra todas las clases en virtud de créditos prescritos y títulos caducados que tenía el arte de hacer revivir. Sin embargo, cuando Procopio, subiendo a un tribunal, quiso pronunciar una arenga, la multitud le recibió con sombrío estupor y silencio de mal agüero; creyendo él mismo en aquel momento, como había creído anteriormente, que no había conseguido más que apresurar el término de su vida. Todos sus miembros se estremecieron, trabósele la lengua y permaneció silencioso durante algunos momentos. Al fin, con voz sorda y entrecortada, trató de exponer sus pretensiones de parentesco imperial. Saludado entonces Emperador, primeramente por los débiles gritos de bocas compradas, y después por las tumultuosas aclamaciones del populacho, marchó bruscamente al Senado, cuyos miembros principales estaban ausentes; y no encontrándose allí más que una minoría sin resistencia, creyó apoderarse fácilmente del palacio.

Para asombrarse de que tentativa tan temeraria, apoyada en medios tan débiles e irrisorios, pudiese crear a la república perturbación tan deplorable, sería necesario no recordar algunos ejemplos. Adrisco Adramiteno, salido de la ínfima clase del pueblo, consiguió, sin hacer otra cosa que usurpar el nombre de Filipo, suscitar contra Roma la tercera guerra macedónica. Cuando Macrino reinaba en Antioquía surgió de pronto Heliogábalo, Emperador en Emesa. No hubo atentado más inesperado que el de Maximino, a la muerte de Alejandro Severo y de su madre Mammea. Y últimamente, en África se vio a Gordiano el Viejo, aclamado Emperador a viva fuerza, por repentino terror, terminar su vida con una cuerda.

Los mercaderes menos importantes, los empleados del palacio en funciones o sin ellas, los retirados del servicio militar, se decidían, unos a su pesar, otros por afición al nuevo orden de cosas. Todos los demás, considerando que en cualquiera otra parte había más seguridad, abandonaron secretamente la ciudad y huyeron al ejército del Emperador. Sofronio, a la sazón simple notario y  más adelante prefecto de Constantinopla, precedió a los demás en la emigración. Alcanzando a Valente cuando iba a salir de Cesárea para trasladarse a Capadocia, y esperar en su residencia de Antioquía a que el calor disminuyese en Cilicia, le relató detalladamente los acontecimientos de Constantinopla y supo presentar las cosas de manera que persuadiese al príncipe, al pronto irresoluto y como estupefacto, para que marchase todo lo más pronto posible a la Galacia, a fin de devolver a los ánimos, con su presencia, la seguridad que flaqueaba.

Mientras Valente caminaba a largas jornadas, Procopio trabajaba día y noche en interés de su causa. Tenía afiliados que decían venir, unos del Asia, otros de las Galias, insinuando hábilmente y con la mayor serenidad que Valentiniano había muerto y que todo se preparaba en favor de la nueva autoridad. Convencido Procopio de que es necesario arriesgarse, y que en revolución la seguridad consiste en marchar de prisa, quiso desde el primer momento descargar grandes golpes. Nebridio, a quien el partido de Petronio acababa de hacer prefecto del pretorio en reemplazo de Salustio, y Cesáreo, prefecto de Constantinopla, fueron encarcelados. Dióse la administración de la ciudad a Fronemo y el cargo de maestre de los oficios se confió a Eufrasio, los dos galos y hombres de mérito y de talento. Gomoario y Agilón, llamados de nuevo al servicio, recibieron la dirección de los asuntos militares; elección desacertada, como se vio después. Inquietaba mucho a Procopio la proximidad del conde Julio, que mandaba por Valente en Tracia, y que a la primera noticia de la revuelta, podía salir de sus cuarteles y aplastarle. Una carta que obligaron a escribir a Nebridio desde su prisión, fingiendo que lo hacía por orden de Valente, atrajo a Julio, so pretexto de urgentes medidas que había que tomar contra los bárbaros, hasta Constantinopla, donde se le encarceló cuidadosamente. Por medio de esta estratagema se adquirió para la revuelta, sin combatir, la belicosa Tracia con todos sus:recursos. Los comienzos eran favorables a Procopio. A fuerza de intrigas y con el apoyo de su yerno Agilón, consiguió Arasio ser prefecto del pretorio; realizándose otros muchos cambios en los cargos del palacio y en la adminis tración de las provincias. A veces se aceptaban a disgusto los nombramientos, pero con mayor frecuencia los solicitaban ardientemente y hasta los compraban. Como siempre, veíase surgir de la hez del pueblo, de esas gentes que se lanzan ciegamente por los caminos que les parece abrirles la revolución, y otras a quienes la fortuna había elevado a los primeros puestos de la escala social, precipitarse, sin embargo, con regocijo, ante el destierro o la muerte.

Estas primeras medidas daban cierta fuerza a la rebelión: faltaba rodearla de vigor militar, sin el cual fracasan las revoluciones y hasta las medidas más legales. Con facilidad extraordinaria se consiguió este elemento de triunfo. Habíanse dirigido apresuradamente hacia Constantinopla numerosos destacamentos de infantería y caballería para tomar parte en las operaciones militares en Tracia; y a su llegada a la ciudad, se les tentaba con toda clase de ofrecimientos y agasajos. Su reunión formaba ya el núcleo de un ejército. Fascinados por las seducciones de Procopio, todos se comprometieron, con duros juramentos, a servirle hasta la muerte. Había imaginado un medio excelente para influir en sus ánimos, el cual consistía en recorrer sus filas llevando en los brazos la hija, muy pequeña a la sazón, del Emperador Constancio, cuyo nombre resonaba todavía con cariño en el ejército. De esta manera quería asociar la fuerza de los recuerdos a los derechos personales que pretendía tener por su parentesco con Juliano. La Emperatriz Faustina había puesto a su disposición, con mucha oportunidad, para esta maniobra, algunas prendas del traje imperial. Procopio tenía además un proyecto que exigía decisión y prudencia: el de apoderarse de Iliria. Pero los agentes que eligió, por incapacidad o aturdimiento, creyeron conseguirlo todo distribuyendo audazmente algunas monedas de oro con la efigie del nuevo Emperador y otras combinaciones de igual alcance; logrando con estos medios caer en seguida en manos de Equicio, comandante militar del país, que los hizo perecer en diferentes suplicios. Para evitar nuevas tentativas parecidas, Equicio mandó guardar severamente los tres desfiladeros que establecen la comunicación entre el Imperio de Oriente y las provincias del Norte; esto es, el paso por la Dacia ribereña del Danubio, el célebre de Succos, y el que se conoce con el nombre de Acontisma, en Macedonia. Esta precaución hizo perder al usurpador hasta la esperanza de apoderarse nunca de la Iliria, privándole de los importantes recursos que hubiese podido obtener.

Asustado Valente por la noticia de la rebelión, había retrocedido bruscamente por la Galo-Grecia, pero avanzaba con precaución y miedo, una vez informado detalladamente de lo que había ocurrido en Constantinopla. Su juicio se encontraba perturbado, y el desaliento se apoderó de su ánimo hasta el punto de pensar en desprenderse de la carga de la púrpura, demasiado pesada para él; cobarde designio que habría llevado a cabo, a no ser por las instancias de sus amigos. Sobreponiéndose al desaliento, dispuso que las dos legiones de los Jovianos y Victorinos marchasen contra los rebeldes. Al acercarse, Procopio, que acababa de entrar en Nicea, retrocedió con los Divitenses y el grueso de los desertores de quienes había podido rodearse. En el momento en que llegaban a las manos, avanzó solo en medio de las saetas que lanzaban por ambas partes, y con el aspecto de aquel que quiere retar a otro a singular combate. También le inspiró ahora su fortuna. En las filas opuestas se encontraba un tal Vitaliano, a quien no se sabe si conocía Procopio: lo cierto es que, saludándole amistosamente con la mano, le dirigió en latín estas palabras, con profundo asombro de todos: «¡He aquí, dijo, la antigua fidelidad del soldado romano, la religión del juramento, inviolable en otro tiempo! Tantos hombres valientes van a desenvainar ciegamente la espada en favor de desconocidos, pareciéndoles bien que un miserable pannonio, opresor imbécil, goce en paz de un poder a cuya posesión jamás pudo atreverse su pensamiento; mientras que nosotros estamos reducidos a gemir por nuestros males y los vuestros; como si no os mandase el deber apoyar más bien a la familia de vuestros soberanos, que combate noblemente, no como aquellos, para apoderarse de vuestros despojos, sino para recobrar sus legítimos derechos.»

Estas cortas palabras le ganaron todos los ánimos, y hasta los más decididos inclinaron las águilas y las enseñas, pasándose a las filas del usurpador. Todos le aclamaron Emperador, con el formidable grito que los bárbaros llaman barritus (el grito de los elefantes), y los dos ejércitos reunidos le llevaron al campamento, tomando a Júpiter por testigo, según costumbre militar, de que Procopio era invencible.

Otro éxito más importante habían de alcanzar los rebeldes. Un tribuno, llamado Rutimalco, que había tomado partido por Procopio, y recibido el gobierno del palacio, marchó por mar a Drepana, hoy Helenópolis, llevando un plan, hábilmente concertado, y ocupó de pronto Nicea, aprovechando sus inteligencias con la guarnición. Valente envió en seguida para recobrar la ciudad a Vadomario, antes rey de los alemanes, con tropas acostumbradas a las operaciones de sitio. Por su parte, marchó por Nicomedia a Calcedonia, cuyo sitio quería impulsar vigorosamente también. Desde lo alto de las murallas le abrumaban con injurias los habitantes, llamándole por irrisión sabaiarius, es decir, fabricante de ese licor que se extrae de la cebada o del trigo candeal, que es en Iliria la bebida del pobre. Apremiado al fin por la falta de víveres y la obstinación de los sitiados, Valente iba a retirarse. De pronto, brusca salida de la guarnición, a las órdenes del audaz Ramitalco, destroza parte de los sitiadores, y procura sorprender por la espalda al Emperador, que se encontraba todavía en el suburbio. La empresa hubiese alcanzado completo éxito si el Emperador, advertido del peligro a tiempo, no hubiese atravesado apresuradamente el lago Sunón, poniendo las sinuosidades del río Galo entre su persona y sus perseguidores. Este golpe de mano hizo a Procopio dueño de toda la Bitinia.

Regresando precipitadamente a Ancira, allí supo Valente la aproximación de Lupicino con fuerzas considerables. Entonces recobró la esperanza, y se apresuró a enviar contra el enemigo a Arinteo, el mejor de sus generales. Cerca de Dadastena, donde ya hemos dicho que murió Joviano, encontró este general a Hiperequino, acompañado de numeroso cuerpo de auxiliares; la amistad de Procopio había elevado a este Hiperequino, de oficial subalterno al mando que ostentaba. Arinteo despreció tan ruin adversario; y con el ascendiente que le daba su elevada estatura y la fama de sus hazañas, mandó a sus enemigos que se apoderasen y atasen a su capitán. Obedecieron, y aquel irrisorio jefe fue aprisionado por sus mismos soldados.

Entretanto, un empleado de las larguezas de Valente, llamado Venusto, enviado hacía algún tiempo a Oriente para pagar el sueldo a las tropas, al tener noticia de aquellos peligrosos  acontecimientos, se había apresurado a refugiarse en Císico con los fondos de que estaba encargado. En esta plaza encontró a Sereniano, conde de los domésticos, que se había encerrado en ella para guardar el tesoro, con las tropas que había podido reunir apresuradamente. Sabido es que esta ciudad, famosa por sus antiguos monumentos, posee un recinto de murallas inexpugnables. Sin embargo, Procopio había reunido fuerzas considerables para sitiarla, con objeto de hacerse dueño del Helesponto lo mismo que de la Bitinia. Pero una nube de flechas, de piedras de honda y otras armas aplastaban a los sitiadores desde lo alto de las murallas, paralizando sus esfuerzos. Además, los habitantes, para cerrar el puerto a las naves enemigas, habían tendido a la entrada fuerte cadena de hierro, sujeta por los dos extremos. Después de una serie de combates encarnizados, jefes y soldados sitiadores comenzaban a cansarse, cuando un tribuno, llamado Aliso, tan hábil como resuelto, se ingenió para vencer el obstáculo de la manera que voy a decir.

Amarraron juntas tres naves, y sobre sus planas cubiertas se colocaron soldados, unos de pie, otros inclinados y los últimos en cuclillas, levantando todos los escudos sobre las cabezas, de manera que formasen unidos la especie de tortuga llamada bóveda, género de defensa que se emplea ventajosamente en los asaltos, porque las armas arrojadizas se deslizan por encima como la lluvia en los tejados. Protegido de esta manera contra las saetas, Aliso, que gozaba de extraordinario vigor corporal, consiguió, haciendo levantar la cadena por medio de fuertes palancas de madera, romperla a hachazos, abriendo de este modo libre paso a la ciudad, que quedaba ya sin defensa. El heroísmo de esta hazaña valió a su autor, hasta después de la muerte del jefe de la rebelión, y en medio de los rigores de que eran objeto sus cómplices, la vida salva y la conservación de su categoría. Vivió mucho tiempo después, encontrando la muerte en un combate con una banda-de ladrones isaurios.

Procopio, a quien este triunfo aseguraba la posesión de la ciudad, se apresuró a entrar en ella y perdonó a cuantos habían tomado parte en la defensa, exceptuando solamente a Sereniano, a quien mandó cargar de cadenas y custodiar estrechamente en Nicea. En seguida confirió al joven Hormisdas, hijo del regio proscripto Hormisdas, la dignidad de procónsul, con los antiguos atributos civiles y militares de este cargo. Hormidas mostró en él la moderación que formaba la base de su carácter. Perseguido más adelante en los desfiladeros de la Frigia por los soldados. que Valente había enviado para cogerle, tan perfectamente tomó sus disposiciones, que una nave que tenía preparada a todo evento pudo, en medio de una lluvia de flechas, recibirle juntamente con su esposa, que le seguía, y a la que casi tuvo que arrancar de las manos de sus comunes perseguidores. Aquella mujer, de noble y opulenta familia, con su prudente y enérgica conducta, salvó después a su marido de inminente peligro.

Con esta victoria creyóse Procopio elevado sobre la humanidad, olvidando que al que es dichoso por la mañana, la fortuna, con una vuelta de su rueda, lo hace por la tarde el más desgraciado de los hombres. La casa de Arbación que, por antigua conformidad de sentimientos, había respetado hasta entonces como la suya, por su orden la despojaron un día de todas las preciosidades que encerraba; y esto porque el propietario se había excusado, con las enfermedades de su vejez, de presentarse a él después de recibir orden para ello. Todo retraso parecía peligroso al usurpador, y, sin embargo, en vez de obrar él mismo con rapidez en las provincias que, encorvadas bajo yugo demasiado pesado, suspiraban por nuevo régimen, se entretuvo puerilmente en negociar en tanto con una ciudad, en tanto con otra y asegurarse la cooperación de gentes hábiles en desenterrar tesoros. Necesitaba, sin duda, dinero para la terrible guerra que debía esperar; pero se entorpeció en estas contemporizaciones como la espada que se enmohece. De esta misma manera Pacencio Níger, llamado por los votos del pueblo romano como última esperanza, perdió un tiempo precioso en Siria y dejó que se le adelantase Severo. Vencido en Issus, como lo fue en otro tiempo Darío, no tuvo otro recurso que la fuga, y pereció, por mano de obscuro soldado, en un arrabal de Antioquía.

(Año 366 de J. C.)

Estas cosas habían ocurrido en lo más recio del invierno, bajo el consulado de Valentiniano y Valente. La magistratura suprema pasó entonces a Graciano, simple particular todavía en esta época, y a Dagalaifo. Al comenzar la primavera, Valente, llevando por lugarteniente a Lupicino, a la cabeza de numerosas fuerzas, marchó a Tesinonta, ciudad frigia en otro tiempo, y hoy gálata; y después de dejar guarnición suficiente para mantener el orden en sus barrios, se dirigió con rapidez a la Licia, con el propósito de atacar a Gomoario, que permanecía allí inactivo. Este proyecto tenía muchos contradictores, quienes para apartarle de él insistían enérgicamente en la presencia en las filas enemigas de la hija de Constancio y de su madre Faustina. Procopio las hacía recorrer en litera el frente de su ejército, con objeto de inflamar el valor del soldado con la presencia de aquel retoño de sus antiguos señores, cuya sangre, repetía a cada momento, corría también por sus venas. Este mismo medio pusieron en práctica antiguamente los macedonios que, en una guerra con sus vecinos de la Iliria, hicieron colocar detrás de sus filas la cuna de su rey niño, con objeto de que se inflamase más y más su ardor por vencer ante el temor de que cayese el regio niño en manos de sus enemigos.

En cambio de estas astucias, el Emperador supo atraerse un partidario capaz de hacer inclinar la balanza en favor suyo. Desde que terminó su consulado, Arbación vivía retirado de los negocios. Valente le invitó a que viniese a su corte, seguro de que solamente la presencia de este veterano de Constantino haría volver al deber a muchos rebeldes, como así sucedió en efecto. Muchos retrocedieron cuando se oyó a aquel decano del ejército, el primero de los generales en edad y dignidad y tan venerable por sus canas, tratar de bandido a Procopio, y, dirigiéndose a los soldados que habían faltado, llamarles hijos, compañeros de sus viejos servicios, y suplicarles que se entregasen a él como a un padre, antes que obedecer a un miserable justamente desacreditado, cuyo castigo no podía tardar mucho tiempo. La impresión que produjo alcanzó hasta Gomoario, quien, pudiendo eludir el ataque y retirarse sin pérdidas, prefirió marchar voluntariamente al campamento de Valente y, gracias a la proximidad, suponerse sorprendido por fuerza superior.

Reanimado con estos éxitos, Valente trasladó su campamento a Frigia, donde los enemigos habían reunido sus fuerzas cerca de Nicolia. Pero en el momento de llegar a las manos, Agilón, que los mandaba, abandonó repentinamente las enseñas. Muchos de los suyos imitaron su deserción cuando ya se excitaban al combate, pasando a las filas contrarias con las enseñas bajas y los escudos al revés, como proclamando ellos mismos la deserción.

Desesperando Procopio de su fortuna ante tan inesperado caso, huyó a pie, buscando refugio en los bosques y montañas inmediatas, siguiéndole únicamente los tribunos Florencio y Barchalba. Este último había militado con distinción en todas las guerras desde el reinado de Constancio, y había entrado en la rebelión antes por necesidad que de buen grado. Los tres vagaron durante toda la noche, iluminados constantemente por la luna, cuya claridad aumentaba su temor. Procopio, como de ordinario sucede en las circunstancias desesperadas, no encontraba en sí mismo ningún recurso; y viendo sus dos compañeros que no existía esperanza alguna de salvación, arrojáronse de pronto sobre él, le maniataron, y, en cuanto amaneció, le llevaron al campamento del Emperador, ante quien permaneció mudo e inmóvil. Inmediatamente le cortaron la cabeza, sepultándose con él aquella naciente guerra civil. Su suerte tiene analogía con la de Perpenna, que ocupó por un momento el poder, después de haber degollado en un festín a Sertorio; pero que, descubierto a poco en un huerto donde se había refugiado, fue llevado a Pompeyo y ejecutado por orden suya.

Florencio y Barchalba, que le habían entregado, fueron condenados también a muerte, víctimas del mismo movimiento de indignación contra la revuelta: rigor irreflexivo, porque si hubiesen sido traidores a un príncipe legítimo, sin duda alguna habrían merecido su suerte; pero habían hecho traición a un rebelde, a un perturbador de la tranquilidad pública, y tenían derecho, por el contrario, a señalada recompensa.

Procopio tenía al morir cuarenta años y diez meses. Su exterior era bastante agradable; su estatura más que mediana, aunque algo encorvado, y miraba siempre al suelo al andar. Por su melancolía y carácter reconcentrado tenía algún parecido con Crasso, de quien Lucilo y Cicerón aseguran no rió más que una vez en su vida; lo que en él se conciliaba, cosa rara por cierto, con un carácter completamente inofensivo.

Al tener noticia de la muerte de Procopio, su pariente, el protector Marcelo, se introdujo de noche en el palacio donde custodiaban a Sereniano, le sorprendió y le mató, muerte que salvó a muchos. Carácter áspero y devorado por el deseo de hacer daño, si Sereniano hubiese visto triunfar a su partido, hubiese ejercido mucha influencia sobre un príncipe cuyo carácter se le parecía y que era casi compatriota suyo; habría impulsado su inclinación a la crueldad, cuyo secreto había sorprendido, y habrían corrido raudales de sangre.

En cuanto Marcelo se deshizo de Sereniano, marchó para apoderarse de Calcedonia, y, sostenido por un puñado de partidarios a quienes la práctica del vicio o la desesperación impulsaba al crimen, vino a ser él también fantasma de Emperador. Doble desengaño le había llevado a aquella resolución fatal. Los reyes godos, a quienes el pretendido parentesco de Procopio con la familia de Constantino disponía en favor suyo, le habían enviado un socorro de 3.000 hombres, que Marcelo esperaba atraer a su propia causa mediante ligero sacrificio de dinero: además, contaba con la tentativa sobre Iliria, cuyo resultado se ignoraba todavía.

Cuando los acontecimientos se encontraban en este estado, instruido Equicio por informes seguros de que todos los esfuerzos de la guerra iban a reconcentrarse en Asia, había atravesado el paso de Succos, queriendo a toda costa recobrar a Filipópolis, la antigua Eumolpiada, ocupada a la sazón por los rebeldes. Capital importancia tenía para él en todo caso la posesión de esta plaza, y en el supuesto de que hubiese tenido que cruzar la región del Hemus para socorrer a Valente (porque todavía ignoraba lo ocurrido en Nacolia), hubiese sido expuesto dejarla a la espalda en poder del enemigo. Pero informado casi inmediatamente de la algarada de Marcelo, envió un destacamento de hombres inteligentes y valerosas para apoderarse de él como de esclavo refractario y le hizo encerrar en una prisión, de la que no salió sino para sufrir el tormento y la muerte con sus cómplices. Sin embargo, hay que celebrar en Marcelo el haber libertado al mundo de Sereniano, monstruo tan cruel como Falaris, y ministro complaciente de la barbarie de dos amos que solamente pedían pretextos para entregarse a ella.

La muerte del jefe de la sublevación puso fin a los estragos de la guerra; pero en los castigos impuestos a sangre fría, se traspasó frecuentemente la medida de la equidad, siendo inflexibles especialmente con la guarnición de Filipópolis, que no se rindió con la ciudad hasta la exhibición de la cabeza de Procopio, que llevaban a las Galias y que les mostraron al pasar. Sin embargo, el rigor no dejó de flaquear en ocasiones ante peticiones influyentes; por ejemplo: Araxio, que por sus intrigas se había hecho dar la prefectura en el momento mismo en que estallaba la sublevación, consiguió, por mediación de su yerno, que se le relegase a una isla de la que no tardó en evadirse. Eufrasio y Tronemo, enviados a Valentiniano en Occidente, para que decidiese acerca de ellos, por el mismo delito, el uno fue absuelto y el otro deportado a Querronesa; tratándose de esta manera a Tronemo por la única razón de que agradaba a Juliano, cuya memoria era odiosa a los dos hermanos, tan lejos de valer lo que él y de parecérsele.

Pero muy pronto sobrevinieron calamidades mucho más terribles que las de las batallas. Al abrigo de la paz, vióse abrir sangrienta serie de informaciones judiciales y al verdugo llevando la tortura y la muerte a todas las clases, sin distinción de edad ni posición. Universal concierto de execraciones saludó aquella victoria, más cruel mil veces que la misma muerte. Al menos, cuando la bocina resuena, la igualdad de probabilidades hace considerar la muerte con menos horror, y triunfa el valor o la muerte viene de repente y sin ignominia; al cesar de vivir se concluye de padecer, y a esto queda reducido todo. Pero ante jueces inicuos, cubiertos con máscara de respeto a la justicia, Catones serviles, Cassios hipócritas, que se mueven a una señal del amo, absolviendo o matando según su capricho, la muerte es un mal espantoso, cuya proximidad muy bien puede hacer temblar. Los que en aquel tiempo ambicionaban el bien ajeno encontraban fácil acogida en la corte. Presentándose con una acusación, teníase la seguridad de ser recibido como familiar, como íntimo, y, por manifiesta que fuese la injusticia, de enriquecerse con los despojos del inocente. El Emperador, que era maligno por carácter, recibía y alentaba estas denuncias, gozandoextraordinariamente con la multitud de suplicios. Nunca había leído este hermoso pensamiento de Cicerón: «La desgracia mayor es creer que todo nos está permitido.» Tantos ciegos rigores, en una causa justa, deshonran la victoria. Millares de víctimas fueron clavadas en el caballete o azotadas por el verdugo; y muchos inocentes, que hubiesen preferido mil veces perecer en el campo de batalla, sufrieron el destrozo de sus costados, el despojo de sus bienes, como reos de lesa majestad, o expiraron con el cuerpo en pedazos, en tormentos más espantosos que la muerte.

En fin, cuando la sed de sangre quedó satisfecha, llegó el turno a las confiscaciones, destierros y otras penas, que se pretende calificar de suaves, pero que son verdaderas calamidades y que cayeron sobre los más encumbrados. Más de un personaje de noble familia, tan rico en virtudes como en patrimonio, fue privado de sus bienes y marchó al destierro a mendigar el socorro de precaria caridad, y todo por aumentar el caudal de éste o el otro favorito; no teniendo otro límite estos males que la saciedad del príncipe y de los palaciegos, hartos de despojos después de haberse hartado de sangre.

En las calendas de Agosto, bajo el consulado de Valentiniano y de su hermano, y antes del fin de la rebelión, cuyos diferentes aspectos y catástrofe acabo de referir, el mundo entero se conmovió con un terremoto sin ejemplo en las fábulas ni en la historia. Poco después de salir el sol, y precedido por tremendos truenos que se sucedían sin interrupción, terrible sacudida quebrantó todo el continente hasta su base. La masa entera de las aguas del mar se retiró, dejando en seco sus profundas cavidades, y toda la población del abismo palpitante sobre el lodo. Por primera vez desde que existe el mundo, el sol iluminó con sus rayos las altas montañas e inmensos valles cuya existencia no se hacía más que suponerla. Los tripulantes de las naves, encalladas o soportadas apenas por lo que quedaba de agua, pudieron coger con la mano los peces y las conchas. Pero de pronto cambió la escena: las olas rechazadas volvieron más furiosas, invadiendo islas y tierra firme, y nivelando con el suelo las casas de las ciudades y de los campos; pareciendo que los elementos se habían conjurado para mostrar sucesivamente las convulsiones más extrañas de la Naturaleza. Multitud de individuos perecieron sumergidos por este imprevisto y prodigioso regreso de la marea. El reflujo, después de la violenta irrupción de las olas, dejó ver muchas naves perdidas en la playa y millares de cadáveres yaciendo en todas posiciones. En Alejandría grandes embarcaciones fueron llevadas hasta encima de los techos de las casas, y yo mismo he visto cerca de la ciudad de Methona, en Laconia, el casco apolillado de una nave lanzada por las olas a cerca de dos millas de la playa.

 

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