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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXVI
Valentiniano, tribuno de la segunda escuela de los
escutarios, es designado, aunque ausente, emperador en Nicea, por unánime
consentimiento de los órdenes civil y militar.—Observaciones sobre el
bisiesto.—Valentiniano acude de Ancira a Nicea, donde por unanimidad queda
confirmada su elección.—Reviste la púrpura, ciñe la diadema, y, con el
título de Augusto, dirige una arenga al ejército.—Aproniano, prefecto de
Roma.—Valentiniano, en Nicomedia, eleva a su hermano Valente a la dignidad
de tribuno de las caballerizas, y poco después, con el consentimiento del
ejército, le asocia al Imperio, en el Hebdomo en Constantinopla.—Reparto
de las provincias y del ejército entre los dos Emperadores, que se
adjudican el consulado, uno en Milán y el otro en Constantinopla.—Estragos
de los alemanes en las Galias.—Sublevación de Procopio en Oriente.— Patria
de Procopio, su origen, carácter y dignidades.—Permanece escondido durante el
reinado de Joviano.—Improvisase él mismo emperador en
Constantinopla.—Apodérase de toda la Tracia sin combatir.—Seduce con sus
promesas a muchos destacamentos de infantería y caballería que atravesaban
la provincia.—Con hábiles palabras se atrae a los jovianos y victorios que
enviaba Valente contra él.—Procopio hace levantar los sitios de Calcedonia
y de Nicea y se apodera de la Bitinia.—Lo mismo hace con Cicico, después
de forzar el paso del Helesponto.—Deserción de sus partidarios en Bitinia,
Licia y Frigia.—Entréganlo vivo a Valente, que manda cortarle la
cabeza.— Suplicios de Marcelo, pariente de Procopio, y de considerable
número de sus adeptos.
Con sumo cuidado he llevado mi narración hasta el
punto en que comienza la época actual. Al llegar a este período, en el que la
generación presente ha sido testigo de los hechos, tal vez sería prudente
no continuar, porque la verdad es peligrosa muchas veces, y además, porque
muchos creen que se les ofende si el historiador omite una palabra que el príncipe
pronunció en la mesa, si no dice terminantemente por qué se reunieron los
soldados en tal día, o si su discreción omite una choza en la descripción,
prolija ya, de alguna comarca y no menciona individualmente a todos los
que asistieron a la toma de posesión de algún pretor. Estas minuciosidades
son indignas de la gravedad del historiador, que atiende a las cosas
generales y desprecia los detalles secundarios: además, locura igual sería
empeñarse en consignarlos todos, como querer contar los corpúsculos que llenan el
espacio y que llamamos átomos. Temores de este género, como observa Cicerón en
su carta a Cornelio Nepote, son los que hicieron que muchos autores de la
antigüedad publicasen durante su vida lo que habían escrito de historia
contemporánea. Pero a riesgo de sufrir la crítica vulgar, continuaré
narrando lo que resta.
Breve intervalo marcado únicamente con desgracias
separaba la muerte de dos príncipes. El cadáver del segundo, después de las
preparaciones necesarias, se envió a Constantinopla, donde debía descansar
con las cenizas de sus antecesores. El ejército tomó en seguida el camino de
Nicea, capital de la Bitinia. En un consejo celebrado allí entre las
autoridades civiles y militares, reunidas por la gravedad de las
circunstancias, y donde habían de fracasar algunas ambiciones, iba
a deliberarse solemnemente acerca de la elección del más digno de ocupar
el trono.
El nombre de Equicio, tribuno de la primera
escuela de los escutarios, pronunciado con timidez por algunos, fue rechazado
por los varones de más autoridad de la asamblea, a quienes desagradaba por
su aspereza y malas formas. También hubo votos en favor de Januario, pariente
de Joviano, que desempeñaba entonces las funciones de intendente en
Iliria; pero se consideró como obstáculo la distancia a que se encontraba,
y de pronto, como por inspiración del Numen, fue elegido Valentiniano, sin
que ni una sola voz protestase contra elección tan digna y
conveniente. Valentiniano era jefe de la segunda escuela de escutarios, y
Joviano le había dejado en Ancira, con orden de reunírsele en breve.
Habiendo saludado la aprobación general como un bien público aquella
elección, se le envió una comisión para que apresurase su regreso. Hubo, sin
embargo, un interregno de diez días, que realizó la predicción que hizo en
Roma el arúspice Marco por la
Entretanto Equicio, secundado por León, a la sazón
intendente militar bajo Dagalaifo, jefe de la caballería, y después maestre de
oficios, de cruel memoria, estaba atento a toda manifestación contraria,
dedicándose especialmente a impedir que el inconstante favor del soldado se
inclinase a cualquier pretendiente más cercano. Pannonios los dos, y, por
consiguiente, factores naturales del príncipe designado, Equicio y León no
cesaron de trabajar en este sentido el espíritu del ejército.
Valentiniano se apresuró a obedecer al mensaje,
pero advertido, según se dice, por presagios y sueños, no quiso salir ni
dejarse ver al día siguiente de su llegada, que era el intercalar del mes
de Febrero del año bisiesto, sabiendo que los romanos consideraban nefasto
este día. Explicaré lo que se entiende por bisiesto.
Astrónomos antiguos, de los que son los más
notables Metón, Eucemón Hiparco y Arquímedes, han definido el año como el regreso
del sol al mismo punto, después que ha recorrido, obedeciendo a una de las
grandes leyes de la naturaleza, todos los signos del círculo, que los
griegos llaman zodiaco, en trescientos sesenta y cinco días y otras tantas
noches: de manera que, partiendo supongamos, del segundo grado de Aries,
cuando ha vuelto exactamente a él, la revolución es completa. Pero en
realidad el periodo solar, que se debe terminar a medio día, no se completa
sino con seis horas más de este número de días. El año siguiente comienza,
pues, a la sexta hora del día y no termina hasta la primera de la noche.
El tercero se contará desde la primera vigilia a la sexta hora de la
noche, y el cuarto desde media noche a la primera hora del día. Ahora bien:
este cómputo, que a causa de las variaciones del punto de partida,
solamente en la serie de cuatro años se encuentra en tanto a medio día, en
tanto a media noche, tiende a perturbar la división científica del tiempo, y
ha de hacer después, en un momento dado, que lleguen, por ejemplo, los
meses de otoño en la estación de primavera. Para remediar este
inconveniente han formado con el sobrante de seis horas, multiplicado por
cuatro números de los años, un día adicional al último. Los resultados de
esta innovación, maduramente reflexionada y aprobada por todos los varones
esclarecidos, ha sido establecer entre todos los años perfecta e
invariable correspondencia de época, y hacer desaparecer toda
incertidumbre acerca de su regreso, así como toda falta de coincidencia entre
los meses y estaciones. Esta afortunada innovación data solamente entre
nosotros desde el ensanche que ha tomado el Imperio por la conquista. El
calendario romano fue por mucho tiempo caos y confusión: solamente los
pontífices tenían derecho a intercalar, ejerciendo arbitrariamente el
privilegio, en tanto por interés del fisco, en tanto por ganar tal pleito,
prolongando o restringiendo a su gusto la duración del tiempo; de lo que
nacían multitud de fraudes, cuya enumeración es inútil. Octaviano Augusto
les retiró esta facultad abusiva y reformó el anuario romano según las
correcciones griegas. Asignóse, pues, al año una composición fija de doce
meses y seis horas, período de tiempo que corresponde al que emplea el sol
en su eterna marcha al recorrer los doce signos. Tal es el origen
del bisiesto, cuyo uso, con el auxilio de los dioses, ha consagrado Roma,
que debe vivir en todos los siglos. Volvamos a nuestro asunto.
Al declinar este día, considerado poco propicio
para incoar asuntos importantes, Salustio propuso el medio, que se apresuraron
todos a adoptar, de consignar en sus casas a la mañana siguiente a todas
las personas influyentes o sospechosas de alimentar pensamientos ambiciosos.
Al fin pasó la noche; noche de angustia para todo el que había alentado
alguna esperanza, y apareció el día. Todo el ejército estaba reunido en
una llanura espaciosa, en cuyo centro se elevaba una tribuna semejante a
la que en otro tiempo se veía en los comicios. Invitado Valentiniano a subir a
ella, fue proclamado, como más digno, jefe del Imperio, en medio de
inmensos aplausos, en los que podía entrar por algo el atractivo de la
novedad. Saludado Augusto por aquellas lisonjeras aclamaciones, reviste
las ropas imperiales, ciñe la corona y se dispone para pronunciar un discurso,
que tenía preparado. Extendía ya el brazo para hablar, cuando se alza
violento murmullo de todas las centurias, manípulos y cohortes, reclamando
la unión de otro emperador. Creyóse al pronto que la intriga de algún
candidato presente protestaba por medio de voces aisladas y pagadas, pero no
era así; porque verdaderamente aquello era el grito unánime de la
multitud, a la que reciente desgracia
«Siempre será para mí verdadero motivo de regocijo
¡oh, valerosos defensores de las provincias! pensar que tal asamblea se ha
dignado espontáneamente ofrecerme el gobierno del mundo romano, cuando tan
lejos estaba de desear esta investidura tan gloriosa, o de esperarla.
El derecho que indudablemente os asistía antes de que el Imperio tuviese
jefe, lo habéis ejercitado útilmente en toda su plenitud. Acabáis de
elevar a honor tan insigne a un hombre en la madurez de la edad, y cuya
vida entera conocéis como pura y no exenta de gloria. ¿Qué espero ahora
de vosotros? Benévola atención a las ideas que voy a exponeros en interés
de todos. No vacilo ni repugno conocer que la asociación de un colega a mi
autoridad la exigen los múltiples cuidados que tal posición trae consigo.
Soy el primero en temer, por interés propio, la pesadez de la
carga presente y las exigencias que guarda el porvenir, Pero la
participación de la autoridad exige anticipadamente la concordia, con la
cual nunca es uno débil; y fácilmente conseguiremos esta condición, si,
como tengo derecho a pedir, vuestra paciencia se entrega a mi libre albedrío.
La fortuna, propicia a las buenas intenciones, me ayudará, así lo creo,
para hacer una elección tal como exige la prudencia. Este es un axioma tan
aplicable indudablemente al poder, rodeado como está de dificultades y
peligros, como puede serlo a la vida privada: en achaque de unión, conveniente
es que el examen preceda al contrato, y no el contrato al examen. Me
comprometo a seguir esta regla, y tocaremos sus buenos resultados.
Marchad, pues, tan disciplinados como valientes, a descansar en vuestros
cuarteles de invierno, y emplead en restablecer vuestras fuerzas los ocios que
os promete todavía la estación. No tendréis que esperar la gratificación
augusta.»
Esta oración, dicha con autoridad, aquietó los
ánimos, mostrándose más sumisos los que poco antes gritaban con mayor
violencia. Respetuosamente fue acompañado el Emperador al
palacio, llevando las enseñas desplegadas y formando cortejo las diferentes
órdenes, porque ya comenzaban a temer.
Mientras ocurrían estas cosas en Oriente,
Aproniano, que a la sazón era prefecto de la ciudad eterna, desplegaba en sus
funciones las cualidades de un juez probo y severo. Su mayor cuidado,
en medio de las atenciones de toda clase que gravan la administración de
esta ciudad, era apoderarse, convencer y juzgar a los magos (clase de
delincuentes que ya era más rara), arrancarles la delación de sus
cómplices y condenarlos a muerte con objeto de aterrar con el ejemplo a los que
se hubiesen podido sustraer a sus investigaciones. Nombrado por Juliano,
durante la permanencia de este príncipe en Siria, Aproniano perdió un ojo
al marchar a su puesto, cosa que atribuyó a las malas artes de la magia:
de aquí su natural rencor, y las constantes persecuciones que dirigió contra
este género de delito. Consideróse, sin embargo, que iba demasiado lejos,
cuando se le vio tratar algunas veces estos negocios capitales en pleno
circo, en medio de la multitud que se aglomera en él durante las fiestas.
La última ejecución que ordenó por este motivo fue la del auriga Hilarino,
convicto de haber entregado a su hijo, apenas adolescente, a un mago para
que le iniciase en la ciencia oculta y prohibida por las leyes, queriendo
asegurar por este medio triunfos cuyo secreto no poseyese
ningún competidor. Mal vigilado por el verdugo, el culpable se escapó y
corrió a refugiarse en un templo cristiano; pero fue arrancado del
santuario y decapitado.
Este rigor en la represión consiguió al menos que
los delincuentes fuesen cautos y no se atreviesen ya, o al menos se atreviesen
rara vez, a arrostrar la vindicta pública. Pero el régimen de impunidad
que reapareció con la administración siguiente, volvió a producir el desorden;
llegando la licencia hasta el punto de que un senador que quería para un
esclavo suyo la misma enseñanza ilícita que Hilarino había hecho dar a su
hijo, trató, según se dice, con todas las formas, exceptuando el
compromiso escrito, con un maestro de esta ciencia nefanda, y, convicto del
delito, rescató la pena con el pago de crecida multa. Hoy el mismo
senador, lejos de avergonzarse de la
Proclamado Valentiniano, como acabamos de decir,
Emperador en Bitinia, dio para el siguiente día la orden de marcha: pero antes
convocó a los grandes dignatarios del Estado, y, con fingida deferencia,
les consultó como si su voto hubiese de dictar su elección acerca de
la designación del colega que debía dársele. En esta ocasión dijo con
noble atrevimiento Degalaifo, jefe de la caballería: «Óptimo Emperador, si
amas a los tuyos, tienes un hermano, y ya tienes colega. Si te guía el
patriotismo, busca al más digno.» Mucho hirió esto al Emperador,
pero disimulando la impresión, marchó apresuradamente a Nicomedia, a donde
llegó en las calendas de Marzo, y confirió a su hermano Valente el cargo
de escudero mayor y el tribunado. En seguida se dirigió a Constantinopla,
meditando muchas cosas; y allí, suponiendo que ya le abrumaban la multitud
de negocios, para concluir, el cinco de las calendas de Abril, confirió en el
suburbio, con general consentimiento, puesto que no se manifestó oposición
alguna, el título de Augusto a su hermano Valente; y, después de revestir
las insignias imperiales y ceñirse la corona, llevó en su propia carroza a
aquel ostensible colega en el poder, que en realidad, como habrá de verse, no
fue más que instrumento pasivo de su voluntad.
Habíase realizado todo esto sin obstáculos, cuando
acometió a los dos Emperadores a la vez un acceso de fiebre, si bien el peligro
duró poco. Más inclinados los dos al rigor que a la mansedumbre,
encargaron a Ursacio, maestre de oficios, dálmata implacable, para que, de
acuerdo con Juvencio Sisciano, informase severamente acerca de las causas
de la enfermedad que habían padecido. Ha circulado el rumor de que la
investigación se dirigía especialmente en odio a la memoria de Juliano, contra
los amigos de este emperador, y que se les imputaba haber
empleado maleficios; pero como ni siquiera se pudo encontrar apariencia de
indicio contra ellos, se desvanecieron las prevenciones.
En este año se oyó por todo el mundo romano
resonar las bocinas de guerra y los bárbaros insultaron todas nuestras
fronteras. Los alemanes talaban a la vez la Galia y la Rhecia; los
quados con los sármatas las dos Pannonias; los píctos, los sajones, los
scotos y los atacotos entraban a sangre y fuego por la Gran Bretaña; los
austorianos y los moros multiplicaban sus correrías por África, y bandos
de godos en la Tracia llevaban aquí y allá el pillaje y la devastación. El rey
de Persia, por su parte, amenazaba incesantemente a la Armenia, tratando
de someterla a viva fuerza a su dominio, pretendiendo, con menosprecio de
la justicia, que solamente había pactado con Joviano, y que, muerto éste,
había desaparecido todo obstáculo para que recobrase aquella propiedad de
sus mayores.
(Año 365 de J. C.)
Después de haber pasado el invierno con
tranquilidad completa, los dos Emperadores, el uno con la prerrogativa real, el
otro colega de honor, atravesaron juntos la Tracia, marchando a Nissa. La
víspera de su separación, en un pueblo llamado Mediana, a tres millas de las
murallas de la ciudad, se repartieron los grandes dignatarios; tocando a
Valentiniano, que disponía de todo a su gusto, Jovino, que hacía mucho
tiempo estaba investido por Juliano del gobierno de las Galias,
y Dagalaifo, a quien Joviano había nombrado general: Víctor, a quien este
último había elevado a la misma categoría, y Arnitheo tuvieron que seguir
a Valente al Oriente. Lupicino quedó como jefe de la caballería, dignidad
que debía a Joviano. Equicio recibió el mando militar en Iliria, no en
calidad de jefe, sino solamente con el título de conde. Sereniano, que
desde mucho tiempo había dejado el servicio militar, volvió a él porque
era pannonio, y colocado con Valente, fue puesto al frente de la
En seguida entraron los dos hermanos en Sirmio,
donde la misma voluntad designó sus respectivas residencias. Valentiniano se
adjudicó Milán, capital del Imperio de Occidente; y Valente partió para
Constantinopla. Salustio estaba ya en posesión de la prefectura de Oriente;
Mamertino obtuvo la autoridad civil en las provincias de Italia, de África
y de Iliria; y Germaniano, la administración de la Galia con el mismo
título. A su llegada a sus capitales, los dos príncipes revistieron por
primera vez las insignias consulares. Este año fue desastroso para el Imperio.
Los alemanes se extendieron fuera de sus fronteras con extraordinario
furor, dando lugar a ello lo siguiente. Habían enviado una legación a la
corte; acostúmbrase con este motivo hacer a los legados regalos cuya
importancia estaba determinada. Ofreciéronselos de ningún valor, y ellos
los rechazaron con indignación. En vista de esto, Ursacio, maestre de los
oficios, cuyo carácter era duro e impetuoso, trató rudamente a los
legados; y cuando estos regresaron a su país, sublevaron sin gran trabajo
por medio de un relato exagerado el enojo de los bárbaros, que se creyeron
despreciados.
Por esta misma época, o poco después, estalló en
Oriente la sublevación de Procopio; recibiendo la noticia Valentiniano en el
momento en que entraba en París, el día de las calendas de Noviembre.
Acababa de dar orden a Dagalaifo para que marchase
al encuentro de los alemanes que, después de haberlo talado todo sin
resistencia cerca de la frontera, comenzaban a extender los estragos al
interior. El anunció de esta conmoción del Oriente le impidió tomar
disposiciones más enérgicas todavía, produciéndole extraordinaria
turbación. Ignoraba si Valente estaba vivo o muerto; porque Equicio, de
quien había recibido la noticia, no había hecho más que transmitir
literalmente una comunicación del tribuno Antonino, que mandaba un cuerpo
de tropas en el fondo de la Dacia, y que solamente conocía de un modo vago
y por oídas el hecho principal. Valentiniano se apresuró a elevar a
Equicio a la dignidad de general, y temiendo que el rebelde, que ya se había
apoderado de la Tracia, pensase penetrar en el territorio pannonio,
preparóse él mismo para retroceder a la Iliria. Reciente recuerdo
justificaba su temor; la increíble rapidez con que Juliano recorrió en otro
tiempo la misma distancia, adelantándose y desconcertando todos los
cálculos con su inesperada presencia; y esto ante un adversario victorioso
hasta entonces en las guerras civiles. Pero no faltaban consejos a
Valentiniano para que moderase su apresuramiento en retroceder; mostrándole la
Galia amenazada de exterminio, y la necesidad de un brazo firme para
salvar sus provincias, comprometidas ya. Legaciones de las ciudades
importantes vinieron a unir sus instancias a estas objeciones, para que no
las abandonase en aquel peligro inminente, cuando para contener a los germanos
bastaba su presencia y el terror de su nombre.
Después de considerar largo tiempo el asunto bajo
todos sus aspectos, concluyó por adoptar esta opinión, considerando que
Procopio no era más que su adversario personal y el de su
hermano, mientras que los alemanes eran los enemigos del Imperio; por lo
que decidió no salir de la Galia, marchando por tanto a Remos. Pero como
tampoco estaba tranquilo acerca de alguna tentativa sobre el África,
encargó su defensa al notario Neotherio, que después fue cónsul, y a Masaución,
simple protector, a la verdad, pero que en tiempo de su padre el conde
Creción había estudiado mucho la provincia. Unióles además el escutario
Gaudencio, con cuya fidelidad sabía que podía contar. En esta época se
desencadenaban a la vez sobre todo el Imperio violentas tempestades que
referiré sucesivamente, comenzando por los asuntos de Oriente; después
hablaré de la guerra con los bárbaros. Como los hechos que tuvieron lugar
en las dos partes del mundo romano se realizaron casi en el mismo mes, una
narración que saltase de los unos a los otros, obedeciendo a
riguroso orden cronológico, carecería a la vez de unidad y claridad.
Procopio pertenecía a noble familia; nacido y
educado en su parentesco con Juliano le dio importancia desde su origen.
Intachable conducta y puras costumbres, no obstante sus hábitos
de taciturnidad y reserva le hicieron pasar con distinción por los honores
de notario y de tribuno y llegar muy pronto a los primeros puestos del
ejército. A la muerte de Constancio, su ambición tomó naturalmente mayor
vuelo con el nuevo orden de cosas. Obtuvo el título de conde, y desde
entonces
Desconocido a fuerza de enflaquecimiento y
suciedad, el proscripto aprovechaba aquella especie de disfraz para recoger,
como lo hubiese hecho un espía inteligente, las murmuraciones y las
quejas, frecuentemente amargas, acerca de la insaciable avaricia de Valente;
pasión que excitaba más y más Petronio, cuñado del príncipe, hombre tan
repugante por sus costumbres como por su aspecto, que, de simple prepósito
de la legión Martense, había sido elevado a la dignidad de patricio,
Petronio, ávido de despojos, se lanzaba sobre todos con igual furor,
envolviendo en sus redes a inocentes y culpados, sometiendo a la tortura
con razón o sin ella, después a la multa del cuádruplo, por reclamaciones
que solían remontar hasta el reinado de Aureliano; siendo para él
un tormento que la víctima saliese indemne de sus manos. Con estas extorsiones
aumentaba su caudal, siendo al mismo tiempo aliciente para su rapacidad,
que cada día era más dura, brutal e incapaz de justicia y reflexión.
Petronio fue más aborrecido que aquel Cleandro, prefecto en tiempo
de Cómmodo, expoliador desenfrenado de tanto patrimonio; más tirano que
aquel otro prefecto Plauciano, bajo el reinado de Severo, cuya furiosa
demencia habría producido una sublevación general, si no hubiese perecido
a filo de espada.
Estos fueron los males que, gracias a Petronio,
hicieron quedar vacías, bajo Valente, tantas casas ricas y pobres moradas. El
invierno se anunciaba más amenazador todavía. Todos los corazones estaban
ulcerados, y tanto el pueblo como el ejército pedían con gemidos al cielo
un cambio de régimen. Procopio, que todo lo observaba oculto, calculó que,
a poco que le ayudase la fortuna, podría apoderarse del poder; y se
mantenía escondido como la fiera dispuesta a lanzarse sobre su presa. La
suerte se encargó de presentarle la ocasión que con tanta impaciencia esperaba.
Valente había partido para la Siria, pasado el
invierno, y entraba ya en Bitinia, cuando supo, por las comunicaciones de sus
generales, que los godos, robustecidos por larga tregua, y más temibles
que nunca, se habían reunido para atacar las fronteras de la Tracia. La noticia
no alteró en nada sus planes, limitándose a disponer que suficiente fuerza
de caballería e infantería marchase a los puntos amenazados. Procopio, por
su parte, se apresuró a aprovechar el alejamiento del príncipe. Impulsado
hasta el extremo por la desgracia, y prefiriendo la muerte más cruel a los
tormentos que padecía, quiso arriesgarlo todo de una vez. Soldados jóvenes
de las legiones Divitense y Tongriense se dirigían en aquel momento por
Constantinopla hacía el teatro de la guerra y habían de descansar
En el día convenido, Procopio, entregado a la
agitación de sus pensamientos, marchó a los baños de Anastasia, llamados así
del nombre de la hermana de Constantino, y que entonces servían de cuartel
a las dos legiones. Sus agentes le habían informado de que allí celebrarían una
reunión nocturna. Dijo la contraseña, le recibieron, y aquella multitud de
soldados que se vendían, le trataron con honor, pero teniéndole en cierto
modo cautivo. Como en otros tiempos los pretorianos adjudicaban en subasta
el Imperio a Didio Juliano, todos rodeaban a este otro postor de
una dominación efímera, impacientes por conocer su precio.
Pálido como si saliese del Erebo, Procopio, que no
había podido procurarse manto imperial, permanecía de pie, revestido únicamente
con la túnica bordada de oro de un dignatario de palacio, túnica que le
descendía desde la cintura a la manera de la de los niños que van a la escuela.
Llevaba calzado de púrpura, una lanza en la mano derecha y con la
izquierda agitaba un trozo de la misma tela, pareciendo un simulacro
teatral o extraño personaje de comedia. Después de esta ridícula parodia
del ceremonial de proclamación, y la promesa bajamente obsequiosa que hizo a
los autores de su elevación, de colmarlos de riquezas y dignidades en
cuanto se encontrase en posesión del poder, se presentó repentinamente en
público, en medio de aquella multitud armada, que marchaba con las enseñas
levantadas. En derredor suyo resonaba el lúgubre ruido de los escudos
chocando unos con otros, porque los soldados los levantaban sobre la
cimera de los cascos, para resguardarse de las piedras y tejas que
suponían habían de lanzarles desde las casas.
Avanzaba la comitiva sin que el pueblo diese
señales de oposición ni de simpatía, aunque experimentando esa especie de
interés que excita siempre en el vulgo lo nuevo, tanto más cuanto que se
había sublevado contra Petronio la animadversión general, por los medios
violentos que empleaba para enriquecerse, despertando olvidadas
reclamaciones contra todas las clases en virtud de créditos prescritos y
títulos caducados que tenía el arte de hacer revivir. Sin embargo,
cuando Procopio, subiendo a un tribunal, quiso pronunciar una arenga, la
multitud le recibió con sombrío estupor y silencio de mal agüero; creyendo
él mismo en aquel momento, como había creído anteriormente, que no había
conseguido más que apresurar el término de su vida. Todos sus miembros se
estremecieron, trabósele la lengua y permaneció silencioso durante algunos
momentos. Al fin, con voz sorda y entrecortada, trató de exponer sus
pretensiones de parentesco imperial. Saludado entonces Emperador,
primeramente por los débiles gritos de bocas compradas, y después por las
tumultuosas aclamaciones del populacho, marchó bruscamente al Senado, cuyos
miembros principales estaban ausentes; y no encontrándose allí más que una
minoría sin resistencia, creyó apoderarse fácilmente del palacio.
Para asombrarse de que tentativa tan temeraria,
apoyada en medios tan débiles e irrisorios, pudiese crear a la república perturbación
tan deplorable, sería necesario no recordar algunos ejemplos. Adrisco
Adramiteno, salido de la ínfima clase del pueblo, consiguió, sin hacer otra
cosa que usurpar el nombre de Filipo, suscitar contra Roma la tercera
guerra macedónica. Cuando Macrino reinaba en Antioquía surgió de pronto
Heliogábalo, Emperador en Emesa. No hubo atentado más inesperado que el de
Maximino, a la muerte de Alejandro Severo y de su madre Mammea. Y
últimamente, en África se vio a Gordiano el Viejo, aclamado Emperador a viva
fuerza, por repentino terror, terminar su vida con una cuerda.
Los mercaderes menos importantes, los empleados
del palacio en funciones o sin ellas, los retirados del servicio militar, se
decidían, unos a su pesar, otros por afición al nuevo orden de cosas. Todos
los demás, considerando que en cualquiera otra parte había más seguridad,
abandonaron secretamente la ciudad y huyeron al ejército del Emperador.
Sofronio, a la sazón simple notario y
Mientras Valente caminaba a largas jornadas,
Procopio trabajaba día y noche en interés de su causa. Tenía afiliados que
decían venir, unos del Asia, otros de las Galias, insinuando hábilmente
y con la mayor serenidad que Valentiniano había muerto y que todo se
preparaba en favor de la nueva autoridad. Convencido Procopio de que es
necesario arriesgarse, y que en revolución la seguridad consiste en
marchar de prisa, quiso desde el primer momento descargar grandes golpes. Nebridio,
a quien el partido de Petronio acababa de hacer prefecto del pretorio en
reemplazo de Salustio, y Cesáreo, prefecto de Constantinopla, fueron
encarcelados. Dióse la administración de la ciudad a Fronemo y el cargo de
maestre de los oficios se confió a Eufrasio, los dos galos y hombres
de mérito y de talento. Gomoario y Agilón, llamados de nuevo al servicio,
recibieron la dirección de los asuntos militares; elección desacertada,
como se vio después. Inquietaba mucho a Procopio la proximidad del conde
Julio, que mandaba por Valente en Tracia, y que a la primera noticia de
la revuelta, podía salir de sus cuarteles y aplastarle. Una carta que
obligaron a escribir a Nebridio desde su prisión, fingiendo que lo hacía
por orden de Valente, atrajo a Julio, so pretexto de urgentes medidas que
había que tomar contra los bárbaros, hasta Constantinopla, donde se le
encarceló cuidadosamente. Por medio de esta estratagema se adquirió para
la revuelta, sin combatir, la belicosa Tracia con todos sus:recursos. Los
comienzos eran favorables a Procopio. A fuerza de intrigas y con el apoyo
de su yerno Agilón, consiguió Arasio ser prefecto del pretorio;
realizándose otros muchos cambios en los cargos del palacio y en la
adminis tración de las provincias. A veces se aceptaban a disgusto los
nombramientos, pero con mayor frecuencia los solicitaban ardientemente
y hasta los compraban. Como siempre, veíase surgir de la hez del pueblo,
de esas gentes que se lanzan ciegamente por los caminos que les parece
abrirles la revolución, y otras a quienes la fortuna había elevado a los
primeros puestos de la escala social, precipitarse, sin embargo, con regocijo,
ante el destierro o la muerte.
Estas primeras medidas daban cierta fuerza a la
rebelión: faltaba rodearla de vigor militar, sin el cual fracasan las
revoluciones y hasta las medidas más legales. Con facilidad extraordinaria
se consiguió este elemento de triunfo. Habíanse dirigido apresuradamente
hacia Constantinopla numerosos destacamentos de infantería y caballería
para tomar parte en las operaciones militares en Tracia; y a su llegada a
la ciudad, se les tentaba con toda clase de ofrecimientos y agasajos.
Su reunión formaba ya el núcleo de un ejército. Fascinados por las
seducciones de Procopio, todos se comprometieron, con duros juramentos, a
servirle hasta la muerte. Había imaginado un medio excelente para influir
en sus ánimos, el cual consistía en recorrer sus filas llevando en los brazos
la hija, muy pequeña a la sazón, del Emperador Constancio, cuyo nombre
resonaba todavía con cariño en el ejército. De esta manera quería asociar
la fuerza de los recuerdos a los derechos personales que pretendía tener
por su parentesco con Juliano. La Emperatriz Faustina había puesto a
su disposición, con mucha oportunidad, para esta maniobra, algunas prendas
del traje imperial. Procopio tenía además un proyecto que exigía decisión
y prudencia: el de apoderarse de Iliria. Pero los agentes que eligió, por
incapacidad o aturdimiento, creyeron conseguirlo todo
distribuyendo audazmente algunas monedas de oro con la efigie del nuevo
Emperador y otras combinaciones de igual alcance; logrando con estos
medios caer en seguida en manos de Equicio, comandante militar del país,
que los hizo perecer en diferentes suplicios. Para evitar nuevas tentativas
parecidas, Equicio mandó guardar severamente los tres desfiladeros que
establecen la comunicación entre el Imperio de Oriente y las provincias
del Norte; esto es, el paso por la Dacia ribereña del Danubio, el célebre
de Succos, y el que se conoce con el nombre de Acontisma, en Macedonia. Esta
precaución hizo perder al usurpador hasta la esperanza de apoderarse nunca
de la Iliria, privándole de los
Asustado Valente por la noticia de la rebelión,
había retrocedido bruscamente por la Galo-Grecia, pero avanzaba con precaución
y miedo, una vez informado detalladamente de lo que había ocurrido en
Constantinopla. Su juicio se encontraba perturbado, y el desaliento se apoderó
de su ánimo hasta el punto de pensar en desprenderse de la carga de la
púrpura, demasiado pesada para él; cobarde designio que habría llevado a
cabo, a no ser por las instancias de sus amigos. Sobreponiéndose al
desaliento, dispuso que las dos legiones de los Jovianos y Victorinos marchasen contra
los rebeldes. Al acercarse, Procopio, que acababa de entrar en Nicea,
retrocedió con los Divitenses y el grueso de los desertores de quienes
había podido rodearse. En el momento en que llegaban a las manos, avanzó
solo en medio de las saetas que lanzaban por ambas partes, y con
el aspecto de aquel que quiere retar a otro a singular combate. También le
inspiró ahora su fortuna. En las filas opuestas se encontraba un tal
Vitaliano, a quien no se sabe si conocía Procopio: lo cierto es que, saludándole
amistosamente con la mano, le dirigió en latín estas palabras, con
profundo asombro de todos: «¡He aquí, dijo, la antigua fidelidad del
soldado romano, la religión del juramento, inviolable en otro tiempo!
Tantos hombres valientes van a desenvainar ciegamente la espada en favor
de desconocidos, pareciéndoles bien que un miserable pannonio, opresor
imbécil, goce en paz de un poder a cuya posesión jamás pudo atreverse su
pensamiento; mientras que nosotros estamos reducidos a gemir por nuestros
males y los vuestros; como si no os mandase el deber apoyar más bien a la
familia de vuestros soberanos, que combate noblemente, no como aquellos,
para apoderarse de vuestros despojos, sino para recobrar sus legítimos
derechos.»
Estas cortas palabras le ganaron todos los ánimos,
y hasta los más decididos inclinaron las águilas y las enseñas, pasándose a las
filas del usurpador. Todos le aclamaron Emperador, con el formidable grito
que los bárbaros llaman barritus (el grito de los elefantes), y los dos
ejércitos reunidos le llevaron al campamento, tomando a Júpiter por
testigo, según costumbre militar, de que Procopio era invencible.
Otro éxito más importante habían de alcanzar los
rebeldes. Un tribuno, llamado Rutimalco, que había tomado partido por Procopio,
y recibido el gobierno del palacio, marchó por mar a Drepana, hoy
Helenópolis, llevando un plan, hábilmente concertado, y ocupó de pronto
Nicea, aprovechando sus inteligencias con la guarnición. Valente envió en
seguida para recobrar la ciudad a Vadomario, antes rey de los alemanes,
con tropas acostumbradas a las operaciones de sitio. Por su parte, marchó
por Nicomedia a Calcedonia, cuyo sitio quería impulsar vigorosamente
también. Desde lo alto de las murallas le abrumaban con injurias los
habitantes, llamándole por irrisión sabaiarius, es decir, fabricante de
ese licor que se extrae de la cebada o del trigo candeal, que es en Iliria
la bebida del pobre. Apremiado al fin por la falta de víveres y la obstinación
de los sitiados, Valente iba a retirarse. De pronto, brusca salida de la
guarnición, a las órdenes del audaz Ramitalco, destroza parte de los
sitiadores, y procura sorprender por la espalda al Emperador, que
se encontraba todavía en el suburbio. La empresa hubiese alcanzado
completo éxito si el Emperador, advertido del peligro a tiempo, no hubiese
atravesado apresuradamente el lago Sunón, poniendo las sinuosidades del
río Galo entre su persona y sus perseguidores. Este golpe de mano hizo a
Procopio dueño de toda la Bitinia.
Regresando precipitadamente a Ancira, allí supo Valente
la aproximación de Lupicino con fuerzas considerables. Entonces recobró la
esperanza, y se apresuró a enviar contra el enemigo a Arinteo, el mejor de
sus generales. Cerca de Dadastena, donde ya hemos dicho que murió
Joviano, encontró este general a Hiperequino, acompañado de numeroso
cuerpo de auxiliares; la amistad de Procopio había elevado a este
Hiperequino, de oficial subalterno al mando que ostentaba.
Arinteo despreció tan ruin adversario; y con el ascendiente que le daba su
elevada estatura y la fama de sus hazañas, mandó a sus enemigos que se
apoderasen y atasen a su capitán. Obedecieron, y aquel irrisorio jefe fue
aprisionado por sus mismos soldados.
Entretanto, un empleado de las larguezas de
Valente, llamado Venusto, enviado hacía algún tiempo a Oriente para pagar el
sueldo a las tropas, al tener noticia de aquellos peligrosos
Amarraron juntas tres naves, y sobre sus planas
cubiertas se colocaron soldados, unos de pie, otros inclinados y los últimos en
cuclillas, levantando todos los escudos sobre las cabezas, de manera que
formasen unidos la especie de tortuga llamada bóveda, género de defensa que se
emplea ventajosamente en los asaltos, porque las armas arrojadizas se
deslizan por encima como la lluvia en los tejados. Protegido de esta
manera contra las saetas, Aliso, que gozaba de extraordinario
vigor corporal, consiguió, haciendo levantar la cadena por medio de
fuertes palancas de madera, romperla a hachazos, abriendo de este modo
libre paso a la ciudad, que quedaba ya sin defensa. El heroísmo de esta
hazaña valió a su autor, hasta después de la muerte del jefe de la rebelión, y
en medio de los rigores de que eran objeto sus cómplices, la vida salva y
la conservación de su categoría. Vivió mucho tiempo después, encontrando
la muerte en un combate con una banda-de ladrones isaurios.
Procopio, a quien este triunfo aseguraba la
posesión de la ciudad, se apresuró a entrar en ella y perdonó a cuantos habían
tomado parte en la defensa, exceptuando solamente a Sereniano, a quien mandó
cargar de cadenas y custodiar estrechamente en Nicea. En seguida confirió al
joven Hormisdas, hijo del regio proscripto Hormisdas, la dignidad de
procónsul, con los antiguos atributos civiles y militares de este cargo.
Hormidas mostró en él la moderación que formaba la base de su carácter.
Perseguido más adelante en los desfiladeros de la Frigia por los soldados. que
Valente había enviado para cogerle, tan perfectamente tomó sus
disposiciones, que una nave que tenía preparada a todo evento pudo, en
medio de una lluvia de flechas, recibirle juntamente con su esposa, que le
seguía, y a la que casi tuvo que arrancar de las manos de sus comunes
perseguidores. Aquella mujer, de noble y opulenta familia, con su prudente
y enérgica conducta, salvó después a su marido de inminente peligro.
Con esta victoria creyóse Procopio elevado sobre
la humanidad, olvidando que al que es dichoso por la mañana, la fortuna, con
una vuelta de su rueda, lo hace por la tarde el más desgraciado de los
hombres. La casa de Arbación que, por antigua conformidad de
sentimientos, había respetado hasta entonces como la suya, por su orden la
despojaron un día de todas las preciosidades que encerraba; y esto porque
el propietario se había excusado, con las enfermedades de su vejez, de
presentarse a él después de recibir orden para ello. Todo retraso parecía
peligroso al usurpador, y, sin embargo, en vez de obrar él mismo con
rapidez en las provincias que, encorvadas bajo yugo demasiado pesado,
suspiraban por nuevo régimen, se entretuvo puerilmente en negociar en
tanto con una ciudad, en tanto con otra y asegurarse la cooperación de gentes
hábiles en desenterrar tesoros. Necesitaba, sin duda, dinero para la
terrible guerra que debía esperar; pero se entorpeció en estas contemporizaciones
como la espada que se enmohece. De esta misma manera Pacencio Níger,
llamado por los votos del pueblo romano como última esperanza, perdió un
tiempo precioso en Siria y dejó que se le adelantase Severo. Vencido en
Issus, como lo fue en otro tiempo Darío, no tuvo otro recurso que la fuga,
y pereció, por mano de obscuro soldado, en un arrabal de Antioquía.
(Año 366 de J. C.)
Estas cosas habían ocurrido en lo más recio del
invierno, bajo el consulado de Valentiniano y
En cambio de estas astucias, el Emperador supo
atraerse un partidario capaz de hacer inclinar la balanza en favor suyo. Desde
que terminó su consulado, Arbación vivía retirado de los negocios. Valente
le invitó a que viniese a su corte, seguro de que solamente la presencia de
este veterano de Constantino haría volver al deber a muchos rebeldes, como
así sucedió en efecto. Muchos retrocedieron cuando se oyó a aquel decano
del ejército, el primero de los generales en edad y dignidad y tan
venerable por sus canas, tratar de bandido a Procopio, y, dirigiéndose a los
soldados que habían faltado, llamarles hijos, compañeros de sus viejos
servicios, y suplicarles que se entregasen a él como a un padre, antes que
obedecer a un miserable justamente desacreditado, cuyo castigo no podía
tardar mucho tiempo. La impresión que produjo alcanzó hasta Gomoario,
quien, pudiendo eludir el ataque y retirarse sin pérdidas, prefirió
marchar voluntariamente al campamento de Valente y, gracias a la
proximidad, suponerse sorprendido por fuerza superior.
Reanimado con estos éxitos, Valente trasladó su
campamento a Frigia, donde los enemigos habían reunido sus fuerzas cerca de
Nicolia. Pero en el momento de llegar a las manos, Agilón, que los
mandaba, abandonó repentinamente las enseñas. Muchos de los suyos imitaron su
deserción cuando ya se excitaban al combate, pasando a las filas
contrarias con las enseñas bajas y los escudos al revés, como proclamando
ellos mismos la deserción.
Desesperando Procopio de su fortuna ante tan
inesperado caso, huyó a pie, buscando refugio en los bosques y montañas
inmediatas, siguiéndole únicamente los tribunos Florencio y Barchalba. Este
último había militado con distinción en todas las guerras desde el reinado de
Constancio, y había entrado en la rebelión antes por necesidad que de buen
grado. Los tres vagaron durante toda la noche, iluminados constantemente
por la luna, cuya claridad aumentaba su temor. Procopio, como de ordinario
sucede en las circunstancias desesperadas, no encontraba en sí mismo ningún
recurso; y viendo sus dos compañeros que no existía esperanza alguna de
salvación, arrojáronse de pronto sobre él, le maniataron, y, en cuanto
amaneció, le llevaron al campamento del Emperador, ante quien permaneció
mudo e inmóvil. Inmediatamente le cortaron la cabeza, sepultándose con
él aquella naciente guerra civil. Su suerte tiene analogía con la de
Perpenna, que ocupó por un momento el poder, después de haber degollado en
un festín a Sertorio; pero que, descubierto a poco en un huerto donde se
había refugiado, fue llevado a Pompeyo y ejecutado por orden suya.
Florencio y Barchalba, que le habían entregado,
fueron condenados también a muerte, víctimas del mismo movimiento de
indignación contra la revuelta: rigor irreflexivo, porque si hubiesen sido
traidores a un príncipe legítimo, sin duda alguna habrían merecido su suerte;
pero habían hecho traición a un rebelde, a un perturbador de la
tranquilidad pública, y tenían derecho, por el contrario, a señalada
recompensa.
Procopio tenía al morir cuarenta años y diez
meses. Su exterior era bastante agradable; su estatura más que mediana, aunque
algo encorvado, y miraba siempre al suelo al andar. Por su melancolía y
carácter reconcentrado tenía algún parecido con Crasso, de quien Lucilo y
Cicerón aseguran no rió más que una vez en su vida; lo que en él se
conciliaba, cosa rara por cierto, con un
Al tener noticia de la muerte de Procopio, su
pariente, el protector Marcelo, se introdujo de noche en el palacio donde
custodiaban a Sereniano, le sorprendió y le mató, muerte que salvó
a muchos. Carácter áspero y devorado por el deseo de hacer daño, si
Sereniano hubiese visto triunfar a su partido, hubiese ejercido mucha
influencia sobre un príncipe cuyo carácter se le parecía y que era casi
compatriota suyo; habría impulsado su inclinación a la crueldad, cuyo secreto
había sorprendido, y habrían corrido raudales de sangre.
En cuanto Marcelo se deshizo de Sereniano, marchó
para apoderarse de Calcedonia, y, sostenido por un puñado de partidarios a
quienes la práctica del vicio o la desesperación impulsaba al crimen, vino
a ser él también fantasma de Emperador. Doble desengaño le había llevado a
aquella resolución fatal. Los reyes godos, a quienes el pretendido
parentesco de Procopio con la familia de Constantino disponía en favor
suyo, le habían enviado un socorro de 3.000 hombres, que Marcelo esperaba
atraer a su propia causa mediante ligero sacrificio de dinero: además, contaba
con la tentativa sobre Iliria, cuyo resultado se ignoraba todavía.
Cuando los acontecimientos se encontraban en este
estado, instruido Equicio por informes seguros de que todos los esfuerzos de la
guerra iban a reconcentrarse en Asia, había atravesado el paso de Succos,
queriendo a toda costa recobrar a Filipópolis, la antigua Eumolpiada, ocupada a
la sazón por los rebeldes. Capital importancia tenía para él en todo caso
la posesión de esta plaza, y en el supuesto de que hubiese tenido que
cruzar la región del Hemus para socorrer a Valente (porque todavía ignoraba
lo ocurrido en Nacolia), hubiese sido expuesto dejarla a la espalda en poder
del enemigo. Pero informado casi inmediatamente de la algarada de Marcelo,
envió un destacamento de hombres inteligentes y valerosas para apoderarse
de él como de esclavo refractario y le hizo encerrar en una prisión, de la
que no salió sino para sufrir el tormento y la muerte con sus cómplices.
Sin embargo, hay que celebrar en Marcelo el haber libertado al mundo de
Sereniano, monstruo tan cruel como Falaris, y ministro complaciente de la barbarie
de dos amos que solamente pedían pretextos para entregarse a ella.
La muerte del jefe de la sublevación puso fin a
los estragos de la guerra; pero en los castigos impuestos a sangre fría, se
traspasó frecuentemente la medida de la equidad, siendo inflexibles especialmente
con la guarnición de Filipópolis, que no se rindió con la ciudad hasta la
exhibición de la cabeza de Procopio, que llevaban a las Galias y que les
mostraron al pasar. Sin embargo, el rigor no dejó de flaquear en ocasiones
ante peticiones influyentes; por ejemplo: Araxio, que por sus intrigas se
había hecho dar la prefectura en el momento mismo en que estallaba la
sublevación, consiguió, por mediación de su yerno, que se le relegase a
una isla de la que no tardó en evadirse. Eufrasio y Tronemo, enviados a
Valentiniano en Occidente, para que decidiese acerca de ellos, por el
mismo delito, el uno fue absuelto y el otro deportado a Querronesa; tratándose
de esta manera a Tronemo por la única razón de que agradaba a Juliano, cuya
memoria era odiosa a los dos hermanos, tan lejos de valer lo que él y de
parecérsele.
Pero muy pronto sobrevinieron calamidades mucho
más terribles que las de las batallas. Al abrigo de la paz, vióse abrir
sangrienta serie de informaciones judiciales y al verdugo llevando
la tortura y la muerte a todas las clases, sin distinción de edad ni
posición. Universal concierto de execraciones saludó aquella victoria, más
cruel mil veces que la misma muerte. Al menos, cuando la bocina resuena,
la igualdad de probabilidades hace considerar la muerte con menos horror, y
triunfa el valor o la muerte viene de repente y sin ignominia; al cesar de
vivir se concluye de padecer, y a esto queda reducido todo. Pero ante
jueces inicuos, cubiertos con máscara de respeto a la justicia, Catones
serviles, Cassios hipócritas, que se mueven a una señal del amo, absolviendo o
matando según su capricho, la muerte es un mal espantoso, cuya proximidad
muy bien puede hacer temblar. Los que en aquel tiempo ambicionaban el bien
ajeno encontraban fácil acogida en la corte. Presentándose con una
acusación, teníase la seguridad de ser recibido como familiar, como
íntimo, y, por manifiesta que fuese la injusticia, de enriquecerse con los
despojos del inocente. El Emperador, que era maligno por carácter, recibía
y alentaba estas denuncias, gozandoextraordinariamente con la multitud de suplicios.
Nunca había leído este hermoso pensamiento de Cicerón: «La desgracia mayor es
creer que todo nos está permitido.» Tantos ciegos rigores, en una causa
justa, deshonran la victoria. Millares de víctimas fueron clavadas en el
caballete o azotadas por el verdugo; y muchos inocentes, que hubiesen
preferido mil veces perecer en el campo de batalla, sufrieron el destrozo
de sus costados, el despojo de sus bienes, como reos de lesa majestad, o
expiraron con el cuerpo en pedazos, en tormentos más espantosos que la muerte.
En fin, cuando la sed de sangre quedó satisfecha,
llegó el turno a las confiscaciones, destierros y otras penas, que se pretende
calificar de suaves, pero que son verdaderas calamidades y que cayeron
sobre los más encumbrados. Más de un personaje de noble familia, tan rico en
virtudes como en patrimonio, fue privado de sus bienes y marchó al
destierro a mendigar el socorro de precaria caridad, y todo por aumentar
el caudal de éste o el otro favorito; no teniendo otro límite estos males
que la saciedad del príncipe y de los palaciegos, hartos de despojos después de
haberse hartado de sangre.
En las calendas de Agosto, bajo el consulado de
Valentiniano y de su hermano, y antes del fin de la rebelión, cuyos diferentes
aspectos y catástrofe acabo de referir, el mundo entero se conmovió con un
terremoto sin ejemplo en las fábulas ni en la historia. Poco después de salir
el sol, y precedido por tremendos truenos que se sucedían sin
interrupción, terrible sacudida quebrantó todo el continente hasta su
base. La masa entera de las aguas del mar se retiró, dejando en seco
sus profundas cavidades, y toda la población del abismo palpitante sobre
el lodo. Por primera vez desde que existe el mundo, el sol iluminó con sus
rayos las altas montañas e inmensos valles cuya existencia no se hacía más
que suponerla. Los tripulantes de las naves, encalladas o
soportadas apenas por lo que quedaba de agua, pudieron coger con la mano
los peces y las conchas. Pero de pronto cambió la escena: las olas
rechazadas volvieron más furiosas, invadiendo islas y tierra firme, y
nivelando con el suelo las casas de las ciudades y de los campos; pareciendo
que los elementos se habían conjurado para mostrar sucesivamente las
convulsiones más extrañas de la Naturaleza. Multitud de individuos
perecieron sumergidos por este imprevisto y prodigioso regreso de la
marea. El reflujo, después de la violenta irrupción de las olas, dejó ver
muchas naves perdidas en la playa y millares de cadáveres yaciendo en
todas posiciones. En Alejandría grandes embarcaciones fueron llevadas
hasta encima de los techos de las casas, y yo mismo he visto cerca de la ciudad
de Methona, en Laconia, el casco apolillado de una nave lanzada por las
olas a cerca de dos millas de la playa.
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