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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXV
Los Persas atacan al ejército romano en marcha y
son vigorosamente rechazados.—Faltan a los romanos pan y forrajes.—Asústase el
Emperador por los prodigios.—Estrechado por los Persas, Juliano no reviste
la coraza y se lanza imprudentemente en la pelea.—Hiérele una
lanza.— Llevado a su tienda, exhorta a los presentes y muere después de
haber bebido agua fría.— Cualidades y defectos de Juliano.—Su
retrato.—Elección tumultuosa de Joviano, primicerio de
los guardias.—Apresúranse los romanos a abandonar la Persia, y, en su
precipitada retirada, son inquietados por los Persas y Sarracenos, a los
que rechazan causándoles grandes pérdidas.— Tratado ignominioso, pero
necesario con Sapor.—Impulsado Joviano por la escasez y murmuraciones del
ejército, compra la paz con la entrega de cinco provincias y las ciudades
de Nisiba y Singara.—Los romanos repasan el Tigris, y después de resistir
largo tiempo y heroicamente los horrores del hambre, entran en Mesopotamia.—Joviano
arregla como puede los asuntos de la Birla y las Galias.—El noble persa
Fineses recibe de Joviano la inexpugnable plaza de Nisiba.—Expulsados los
habitantes, se retiran a Amida.—Entregan también a los Persas, en conformidad
con el tratado, cinco provincias, con la ciudad de Singara y diez y seis
fuertes.— Temiendo Joviano sublevaciones, recorre apresuradamente la
Siria, la Cilicia, la Capadocia y la Galacia.—Toma en Ancira el consulado
con su hijo Verroniano, que todavía era niño.—Repentina muerte le arrebata
poco después en Dadastena.
Ni una estrella brillaba en el cielo aquella
noche, que, como acontece en circunstancias graves, pasamos en pie. Al
amanecer, el reflejo de armas y armaduras nos anunció la presencia
del ejército real. Al verle, ardían nuestros soldados en deseos de venir a
las manos con él; pero el Emperador prohibió cruzar el arroyo que corría
entre nosotros y el enemigo. Sin embargo, al otro lado de esta barrera se
trabó empeñada pelea entre nuestros exploradores y los de los
Persas, pereciendo en ella Machameo, jefe de un cuerpo nuestro. Su hermano
Mauro, que después fue duque de Fenicia, se lanzó ante su cuerpo, mató al
que le había herido, y, derribando cuanto se encontraba a su paso, tuvo
bastante fuerza, aunque herido por una flecha en el hombro, para sacar de
en medio de los combatientes a aquel hermano querido, cubierto ya con la
palidez de la muerte.
Sucumbiendo al fin bajo el calor y la fatiga del
combate, las turmas enemigas quedaron derrotadas: y en un movimiento de
retirada que hicimos entonces, los Sarracenos, que se habían dispersado
ante nuestra infantería, intentaron, mezclándose con los Persas, arrebatar
nuestros bagajes; pero a la vista del Emperador, se replegaron sobre la
caballería que había de sostenerles. Después de este combate llegamos a un
pueblo llamado Hucumbra, donde encontramos víveres de toda especie en
mayor cantidad que deseábamos; y después de pasar dos días
reponiéndonos, quemarnos todo lo que no pudimos llevar.
A la mañana siguiente continuaba el ejército con
más tranquilidad su marcha, cuando los Persas cayeron de improviso sobre
nuestra retaguardia, y fácilmente la hubiesen derrotado, a no ser porque,
desembocando muy oportunamente de un valle fuerza de caballería nuestra,
rechazó la acometida, poniendo a muchos fuera de combate. En esta
escaramuza pereció un noble sátrapa, llamado Adaces, encargado
anteriormente de una misión cerca del emperador Constancio y recibido por
este príncipe con mucho agasajo. El que le mató presentó su despojo a Juliano,
que le recompensó honrosamente. En este mismo día las legiones presentaron
acusación contra el cuerpo de caballería unido a la tercera, por haberse
separado insensiblemente en el momento en que se lanzaban contra el
enemigo, lo que debilitó el efecto del ataque. Justamente indignado
el Emperador, quitó a aquel cuerpo las enseñas, mandó romper las lanzas de
los jinetes y les condenó a marchar con los bagajes y prisioneros. Su
jefe, único que se portó bien, recibió el mando de otra turma, en el puesto
de un tribuno convicto de haber vuelto vergonzosamente la espalda. A
cuatro tribunos de los auxiliares, culpables de igual cobardía, se les
degradó; perdonándoles Juliano pena
Cuando avanzó el ejército setenta estadios más, se
encontraba al final de sus recursos, y todos los pastos y mieses estaban
ardiendo. Apresuróse cada cual a disputar la presa a las llamas y
a llevarse lo que podía cargar. Al dejar estos parajes, llegarnos a una
comarca llamada Maranga, donde desde el amanecer tuvimos a la vista los
Persas, que venían hacia nosotros en número formidable, bajo el mando del
Marena o jefe supremo de la caballería, acompañado por dos hijos del rey y
muchos magnates. Todo aquel ejército era una mole de hierro. Desde la cabeza a
los pies estaban cubiertos los soldados por láminas de este metal,
ingeniosamente ajustadas para permitir la libertad de movimientos y el
juego de las articulaciones. Añadid a estas armaduras cascos que simulaban
por delante caras humanas y que no tenían aberturas más que para ver y
respirar; únicos puntos vulnerables en aquellos cuerpos completamente
cubiertos. Sus lanceros permanecían inmóviles y como unidos entre sí por
anillos de bronce. Cerca de ellos, los arqueros tendían con una mano el
arco nacional y aseguraban la dirección de la flecha, que en todo tiempo formó
la fuerza de sus ejércitos, y con la otra, atrayendo fuertemente la cuerda
al nivel de la tetilla derecha, disparaban ruidosamente aquellos dardos
silbantes que llevaban a lo lejos la muerte. Detrás de éstos venían
los elefantes con la trompa levantada, enseñando sus horribles bocas
abiertas. Su presencia solamente helaba los corazones y los caballos se
espantaban de sus gritos y del olor que exhalan. Desde la derrota de
Nisiba, donde los elefantes se volvieron contra sus propias falanges,
aplastándolas en su fuga, para evitar se reprodujese aquel desastre, todos
los conductores llevaban, atados a la muñeca derecha, largos cuchillos con
mango, dispuestos, si el animal se enfurecía hasta el punto de no poder
dominarlo, a clavarlo con toda su fuerza en la articulación de la última
vértebra, siguiendo el ejemplo de Asdrúbal, hermano de Aníbal, que
demostró no necesitarse más para dar muerte a estos monstruos.
Juliano contempló un momento aquel formidable
aparato; y en seguida, con intrépido corazón, corrió, rodeado de los magnates y
seguido por su escolta, a ordenar su ejército en batalla. Para compensar
la desproporción del número, adoptó la disposición en media luna, alargando
en parte las alas; y, temiendo que los arqueros persas introdujesen el
desorden en sus filas si les dejaba la iniciativa del ataque, avanzó con
rapidez que neutralizó el efecto de sus armas. Dada la señal, los peones
romanos cayeron en apretadas filas sobre las compactas masas de los Persas y
rompieron sus primeras líneas. Activóse la pelea, oyéndose sin
interrupción el choque de los escudos, mezclado con el siniestro silbido
de las flechas y los gritos de los combatientes. Cúbrese el suelo de sangre
y cadáveres, principalmente por el lado de los Persas, que de cerca pelean
débilmente, defendiéndose mal cuerpo a cuerpo; porque su táctica es
mantenerse a distancia, ceder terreno a la menor desventaja, y lanzar en
la fuga nubes de flechas que matan a los que los persiguen. Los
Persas fueron, pues, vigorosamente rechazados, y los nuestros regresaron a
sus tiendas al toque de retirada, fatigados por haber peleado todo el día
bajo un sol ardiente, pero animados por el éxito y preparados para los
mayores esfuerzos.
Hemos dicho que en este combate experimentaron los
Persas grandes pérdidas: las nuestras fueron muy cortas, aunque tuvimos que
deplorar en la primera línea al intrépido Vetranión, que mandaba la legión
Zianiana.
En seguida hubo tres días de descanso, que se
aprovecharon para curar las heridas; pero había cesado la distribución de
víveres y experimentábamos ya los apuros de la escasez. Hombres y bestias
estaban reducidos a la inanición por el incendio de los pastos y de las mieses.
La mayor parte de las provisiones destinadas al uso particular de los
tribunos y de los condes, que se hacían llevar en bestias de carga, fueron
distribuidas a los pobres soldados, que carecían de tales reservas. En
cuanto al Emperador, que no tenía comida real, y que bajo el débil abrigo de su
tienda cenaba un plato de polenta que habría rechazado un criado del
ejército, olvidaba sus propias necesidades y dejaba para los más pobres lo
que se conseguía recoger para su mesa.
Una noche en que, después de algunas horas de
sueño inquieto e interrumpido, a ejemplo de Julio César, había dado treguas al
descanso para escribir en la tienda, y se ocupaba en meditar sobre
No era sin embargo otra cosa que el meteoro
llamado en griego SiaíooovTa (que pasa pronto), que en realidad no cae ni toca
jamás a la tierra: porque es locura e impiedad creer posible la caída de
un cuerpo celeste. Diferentes causas producen este fenómeno; bastará exponer
algunas. En tanto es alguna chispa escapada al fuego del éter y que se
extingue cuando le falta fuerza para avanzar más; en tanto es el efecto de
la radiación de la luz sobre la densidad de la nube, o de su
adherencia casual a sus costados: esta luz toma la forma de una estrella,
cuya carrera dura tanto cuanto la alimenta la materia ígnea, y que,
perdida muy pronto en el espacio, se disuelve y absorbe en la misma
substancia cuyo frotamiento la hizo inflamarse.
Antes de amanecer llamó Juliano a los arúspices
etruscos y les consultó acerca de la significación de aquel fenómeno,
contestándole éstos que debía aplazarse todo proyecto. Apoyábanse en la
autoridad del libro de Tarquicio, en el capítulo De rebus divinis, que
recomienda, en caso de aparición de un meteoro en el cielo, abstenerse de
librar combate o de realizar cualquier acto de guerra. Y como Juliano,
escéptico en muchas ocasiones, no hacía caso alguno de sus opiniones, le
suplicaron que al menos suspendiese la marcha por algunas horas. Pero
tampoco accedió el Emperador a esto, haciéndose de pronto refractario al
arte de la adivinación; así fue que se levantó el campo al amanecer.
Desde este momento los Persas, a quienes sus
precedentes descalabros habían enseñado a temer a la infantería romana formada
en batalla, no hicieron más que observar nuestra marcha, acechando desde
las alturas el momento de sorprendernos. Esta maniobra inquietó a los
soldados, impidiéndoles atrincherarse en todo el día, y no haciéndose otra
cosa que reforzar los flancos, y marchar por cuadros; orden que, según los
accidentes del terreno, solía dejar huecos entre ellos. De pronto anuncian
a Juliano, que, sin haber tenido tiempo de armarse, practicaba un
reconocimiento por la vanguardia, que atacaban a la retaguardia. En el
apresuramiento coge el primer escudo a mano, olvidando ceñirse la coraza,
y acude al punto del combate. Pero en el camino sabe que la vanguardia, de
la que acababa de separarse, está igualmente comprometida: acude en
seguida, despreciando su propio peligro, para ordenar las cosas, cuando
una nube de catafractos Persas cae sobre el flanco del ejército, rebasa
nuestra ala derecha, que cede y se encarniza a lanzazos y flechazos sobre
los nuestros, quebrantados ya por los gritos y el olor de los elefantes.
Sin embargo, la presencia del príncipe, que se
esfuerza en hacer frente al peligro en todas partes, provoca el ardimiento en
nuestra infantería ligera, que, cogiendo a los Persas por la
espalda, destroza a los hombres y corta los jarretes a los elefantes. Los
gritos y ademanes de Juliano, que señala a los suyos aquella ventaja, les
animan a continuarla; él mismo da ejemplo con un ardor que le hace olvidar
que pelea desarmado. Acuden sus guardias, que también habían cedido al
principio, le gritan que desconfíe de aquella masa de fugitivos como de un
edificio que se derrumba, cuando una pica de jinete, lanzada por mano
desconocida, rozándole ligeramente un brazo, se le clava en el costado
penetrando en el hígado. Juliano no puede arrancarse el dardo, cuyo hierro de
doble filo le corta los dedos, y cae del caballo. Rodéanle, le levantan,
le trasladan al campamento y se le aplican en el acto los socorros del
arte.
En cuanto calmó algo el dolor, vuelto Juliano en
sí, pidió un caballo y sus armas: su ánimo valeroso lucha todavía con la
muerte. Quiere volver al combate y devolver a los suyos la confianza, o al
menos demostrar, con un acto de abnegación personal, su profundo interés por el
soldado. Con
Imposible describir el dolor y deseo de venganza
que se apoderó de los soldados a la vista de su príncipe que llevaban al
campamento. Corrían al enemigo, clavando las picas en sus escudos como
decididos a morir. Ciegos por el polvo, extenuados por el calor, sin jefe para
guiarles, todos se lanzaban como por instinto ante el hierro de los
Persas; quienes, por su parte, multiplicaban el disparo de flechas hasta
formar una nube entre ellos y los romanos. Delante de sus líneas
avanzaban lentamente los monstruosos elefantes con la cabeza empenachada,
aterrando con su solo aspecto a los caballos y hasta a los hombres.
Solamente se oía a lo lejos el confuso ruido de combatientes que chocaban
entre sí, de moribundos que gemían, de caballos que relinchaban; este espantoso
rumor no cesó hasta que estuvieron cansados de matar, y llegó la noche
tendiendo su velo entre los dos bandos. En este combate perecieron
cincuenta sátrapas o grandes dignatarios y multitud de soldados, quedando
entre los muertos los famosos generales el Merena y Nohodares. Que
la antigüedad celebre con grandilocuencia los veinte combates de Marcelo, añada
las numerosas coronas militares de Sicinio Dentato y prodigue, en fin, su
admiración a aquel Sergio que, según se dice, recibió en diferentes
combates veintitrés heridas; gloria manchada y hollada para siempre
por Catilina, último heredero de este nombre. Pero nuestra ventaja estaba
contrabalanceada por sensibles pérdidas. Después de la retirada del
Emperador, cayó muerto en el ala derecha, que retrocedía, Anatolio,
maestre de los oficios. Al lado del prefecto Salustio pereció su consejero Soforo,
y él mismo se libró de la muerte por el auxilio de su aparitor, que le sacó del
combate. Parte de los nuestros, reducidos al último extremo, consiguieron
refugiarse en un fuertecillo inmediato, y pudieron reunirse al ejército
tres días después.
Mientras ocurrían estas cosas, Juliano, acostado
en su tienda, hablaba de esta manera a los que, entristecidos, le rodeaban: «Ha
llegado el momento, amigos míos; la naturaleza exige el tributo, aunque
demasiado pronto tal vez; pero como deudor leal, me apresuro a pagar,
sin experimentar, como podría creerse, abatimiento ni tristeza. La
filosofía me ha enseñado a reconocer la superioridad del alma sobre el
cuerpo; y, cambiando mi condición por otra mejor, antes debo regocijarme
que entristecerme. Morir joven es favor que algunas veces conceden los dioses
en recompensa de elevadas virtudes. Tampoco olvido la misión que me fue
confiada, misión de lucha y de enérgica perseverancia, en la que jamás
flaqueará mi valor; porque sé por experiencia que el mal solamente abruma
al débil. El fuerte sabe triunfar. Mi conciencia recuerda con igual serenidad,
la humillación y el destierro, la grandeza y el poder. He recibido el
principado como herencia a que me llamaba el cielo, y creo no haber
abusado de él. Moderado en el interior, jamás mi gobierno declaró o aceptó
la guerra sin maduras reflexiones. Pero los resultados no corresponden siempre
a los planes mejor concebidos, perteneciendo su ordenación a las potencias
del cielo solamente. Convencido de que el bienestar de los que obedecen es
el único fin legítimo del poder, he procurado, como sabéis, dulcificar su
ejercicio, y he rechazado lejos de mí esa licencia corruptora de las
costumbres del príncipe y atentatorias a la fortuna pública. Siempre que ha
reclamado mi concurso la salud del Estado, dispuesto me ha encontrado su
imperioso llamamiento. He arrostrado los peligros más evidentes, y hollado
el temor, como aquel para quien el peligro es una costumbre. Confieso, sin
avergonzarme, que hace mucho tiempo se me había anunciado que terminaría mi
vida por el hierro; y doy gracias a la suprema divinidad de que no me coja
la muerte por traición, o por largos padecimientos de enfermedad, o por
mano del verdugo, sino bajo la forma de gloriosa liberación después de
noble carrera. Con razón se dice que se muestra igual debilidad de ánimo
Dicho esto, con igual serenidad dividió por
testamento su fortuna privada entre sus amigos más íntimos, y en seguida
preguntó por Anatolio, maestre de los oficios. Habiéndole contestado
el prefecto Salustio que era feliz, comprendió que no existía y deploró
con amargura aquella muerte, cuando contemplaba la suya con tanta
indiferencia. Todos los presentes lloraban; pero Juliano les dijo que no
debía llorarse al que marchaba al cielo a tomar puesto entre los astros; y esta
reprensión, hecha con acento de amo, les impuso silencio. Entonces tuvo grave
conversación con los filósofos Máximo y Prisco acerca de la sublimidad del
alma; pero abrióse de nuevo su herida, y haciéndosele difícil la
respiración por efecto de la hinchazón de las arterias, pidió agua fresca, que
bebió: hecho esto, expiró sin agonía, cerca de la media noche, a los
treinta y un años de edad. Había nacido en Constantinopla: huérfano desde
la infancia, había perdido a su padre en medio de aquella proscripción
general que atrajo la muerte de Constantino sobre todos aquellos que tenían
derecho a la sucesión: y mucho tiempo antes había perdido a su madre
Basilina, nacida de antigua e ilustre familia.
Merece Juliano que se le cuente entre los varones
más grandes por sus elevadas cualidades y hazañas que realizó. Los moralistas
admiten cuatro virtudes principales: la castidad, la prudencia,
la justicia y el valor; y cuatro accesorias, en cierta manera exteriores
al alma: el talento militar, la autoridad, la fortuna y la liberalidad.
Juliano dedicó su vida a adquirirlas todas.
En primer lugar era casto hasta el punto de que,
desde el momento en que perdió a su esposa, prescindió por completo de mujer.
Incesantemente recordaba las palabras que Platón pone en boca de Sófocles
el trágico. Preguntado en su ancianidad si existía todavía en él la pasión por
las mujeres, el poeta respondió que no, añadiendo que se felicitaba por
haber sacudido el yugo de la tiranía más violenta e inexorable. Para
confirmarse más en esta regla de conducta, complacíase Juliano en repetir
este pasaje del poeta lírico Bacchilides, al que leía con sumo agrado: «La
castidad en las personas elevadas es un barniz tan agradable como aquel
con que el pintor embellece los rasgos de sus figuras.» Hasta en el vigor
de la edad supo precaverse tan bien de toda tentación de este género, que
los criados más inmediatos a su persona, jamás sospecharon, como muchas
veces sucede, que sucumbiese alguna vez.
Favorecía mucho esta continencia la restricción
que se imponía en la alimentación y el sueño, y que observaba en su palacio lo
mismo que en el campamento. Asombraba ver a lo que se reducía la comida
del Emperador, tanto en calidad como en cantidad. Con fundamento podía temerse
que se le vería tomar de nuevo el manto de filósofo. No era cosa rara que
en campaña comiese de pie como los soldados, no siendo su comida menos
sencilla ni frugal. En cuanto corto sueño había reparado las fuerzas de su
cuerpo endurecido en la fatiga, levantábase e iba a vigilar personalmente
guardias y centinelas, regresando en seguida para entregarse a profundas y
sabias meditaciones. Y si las antorchas nocturnas, testigos de sus
vigilias, hubiesen podido hablar, sabríase hasta qué punto se diferenciaba
de otros príncipes el que ni siquiera obedecía a las exigencias de la
naturaleza.
Algunos rasgos bastarán para dar idea de la
extensión de su inteligencia, Poseía en alto grado el arte de gobernar y hacer
la guerra. Gustaba de mostrarse afable, no guardando más reserva que
la necesaria para ser respetado. Joven por la edad, era ya viejo por las
virtudes. Era apasionado por las ciencias y juez irrecusable en casi
todas. Censor rígido de las costumbres, aunque dulce por carácter,
despreciador de las riquezas y de todo lo perecedero, su máxima favorita era
que el sabio debe ocuparse del alma sin cuidarse del cuerpo.
Brilló por sus elevadas cualidades en la
administración de justicia, y, según las circunstancias y las personas, supo
hacerla aparecer terrible sin crueldad. Algunos ejemplos bastaron para
reprimir los desórdenes. Más bien enseñaba la espada que hería. Conocida
es la moderación con que castigó
Numerosas campañas y multitud de combates
atestiguan su valor en la guerra, así como su aptitud para soportar los rigores
del frío y del calor. El soldado vale por el cuerpo y el general por
la cabeza. Pero a Juliano se le vio pelear cuerpo a cuerpo, derribar con
sus golpes adversarios formidables, y formar a los suyos que retrocedían,
muralla con su pecho. En el dominado suelo de Germania, bajo el sol
abrasador de la Persia, su presencia entre los primeros daba brío a su
ejército. De sus conocimientos militares existen notorias y multiplicadas
pruebas: ciudades y fortalezas tomadas en las condiciones más difíciles y
peligrosas, disposición de batallas tan sabia como variada, atinada
elección de campamentos como seguridad y salubridad, inteligente disposición
de avanzadas y líneas de defensa. Tanta influencia tenía sobre los soldados,
que, si bien intimidados por su rigor en achaques de disciplina, le
querían como a un compañero. Le hemos visto, no siendo más que César,
hacerles afrontar, sin sueldo, la ferocidad de los bárbaros, y, con la sola
amenaza de su renuncia, reducir al orden una multitud descontenta y
armada. Y por decirlo todo de una vez, bastóle una sencilla exhortación a
los soldados de las Galias, acostumbrados a las nieblas y al cielo de las
orillas del Rhin, para llevarles por tantas comarcas lejanas hasta el suelo
abrasador de la Asiria y las fronteras de los Medos.
Por mucho tiempo fue dichoso, como lo demuestran
las inmensas dificultades que venció, guiándole la misma fortuna, por decirlo
así, favorable entonces a sus empresas: y como lo demuestra también,
después que abandonó el Occidente, aquella inmovilidad en que, como
por efecto de un sortilegio, permanecieron hasta su muerte las naciones
bárbaras.
Multitud de hechos acreditan su liberalidad. En
achaque de impuestos, ningún príncipe fue tan generoso. Moderó las ofrendas de
coronas de oro; perdonó los atrasos acumulados; fue imparcial en las
cuestiones entre el fisco y el contribuyente; restituyó a las ciudades la
percepción de las rentas municipales y también sus propiedades rústicas,
exceptuando las enajenaciones realizadas en los reinados anteriores. En
fin, jamás se le vio cuidadoso por acumular en su tesoro dinero que
creía mejor colocado en los bolsillos particulares, diciendo algunas
veces: «Alejandro el Grande contestaba cuando querían saber dónde estaba
su tesoro: En casa de mis amigos.»
Después de haber hablado de sus buenas cualidades,
pasemos a sus defectos, a pesar de que ya hemos dicho algo de ellos. No estaba
exento de ligereza, pero en cambio permitía que le reconviniesen cuando no
tenía razón. Hablaba demasiado y no conocía el valor del silencio. Abusaba
de la adivinación, yendo tan lejos como el emperador Adriano en esta materia.
En su culto había más superstición que religión verdadera. Era tan grande
el consumo de bueyes que ocasionaban sus sacrificios, que se decía
llegarían a faltar si regresaba de su expedición a Persia, pudiéndosele
aplicar el chiste que se hizo acerca de Marco Aurelio, siendo César: «A Marco
César los bueyes blancos: “Concluimos si vuelves vencedor”.» Era
excesivamente aficionado a la lisonja; por la menor ventaja se exaltaba su
vanidad, y no resistía entablar conversación con cualquiera por simple
deseo de popularidad.
A pesar de estos defectos, podría repetirse con él
que su reinado iba a traer de nuevo la justicia a la tierra, alejada, según la
ficción de Arato, por los vicios de los hombres; y el elogio
sería completamente verdadero, si algunas arbitrariedades no contradijesen
la estricta equidad, regla ordinaria de su conducta. Por punto general sus
leyes están exentas del estrecho despotismo que viola la libertad natural.
Pero en este elogio hay que hacer excepciones, siendo una de ellas
la tiránica prohibición de enseñar, impuesta a los retóricos y gramáticos
que profesaban el cristianismo, a menos que abjurasen su culto. También
constituye intolerable abuso de poder la obligación de pertenecer al orden
municipal, impuesta a muchas personas que gozaban del beneficio de
exención por su cualidad de extranjeros, por privilegio o por nacimiento.
En cuanto a su exterior, tenía mediana estatura,
el cabello liso como si acabase de peinarlo, la barba espesa, áspera y
puntiaguda. Sus ojos eran hermosos, y el fuego con que brillaban revelaba
un espíritu que se sentía encerrado en paraje estrecho. Tenía bien
dibujadas las cejas, la nariz recta, la
Sus detractores le acusan de haber atraído sobre
su país los apuros de la guerra; pero en realidad no se le debe atribuir el
origen de la guerra con los Persas, sino a Constancio, que, por avidez,
como antes demostramos, creyó demasiado en las mentiras de Metrodoro. Este
príncipe es, pues, el responsable de la destrucción de nuestros ejércitos,
de los que cuerpos enteros rindieron las armas, del saqueo de nuestras
ciudades, de la demolición de nuestras fortalezas, de la extenuación de
nuestras provincias, y, en fin, de la realización muy probable de aquella
amenaza del enemigo de llevar la guerra hasta Bitinia y las playas de la
Propóntida. La Galia la encontró Juliano con una guerra, antigua ya,
encarnizándose cada día más: nuestras provincias eran presa de los
germanos; los Alpes, muy pronto atravesados, iban a abrir la Italia a sus
estragos; por todas partes desolación y ruina, heridas sangrientas y en
perspectiva, males más terribles aún. En socorro del Occidente se envía a
un joven adornado con vano título. Llega, y todo queda reparado, y los reyes
enemigos le obedecen como esclavos. La idea de levantar de igual manera al
Oriente le llevó a hacer la guerra a los Persas, y sin duda hubiese
alcanzado un nombre y trofeos si el favor del cielo hubiese acompañado a
su valor y excelentes planes. Y cuando se ve a tantos náufragos volver a
arriesgarse en el mar, a tantos vencidos tentar de nuevo la fortuna en los
combates y exponerse de buena voluntad a pruebas que ya les han sido
fatales, no es posible censurar a un príncipe victorioso siempre por
acudir una vez más en busca de la victoria.
No había tiempo para llantos y lamentos. El
cadáver recibió solamente, por razón de las circunstancias, los cuidados que
reclamaba su traslación al punto donde había de ser enterrado, elegido por
el mismo príncipe difunto. Y al siguiente día, cinco de las calendas de Julio,
mientras los Persas rodeaban al ejército por todos lados, los jefes,
después de convocar a los tribunos de las legiones y de la caballería, se
reunieron para deliberar acerca de la elección de emperador. En el primer
momento verificóse violenta excisión. Arintheo, Víctor y otros capitanes del
antiguo ejército de Constancio, querían que se eligiese en sus filas;
mientras que Nevita, Degalaifo, con los demás capitanes galos, insistían
en que la elección recayese en uno de ellos. Prolongábase el
debate, porque ninguno de los dos bandos quería ceder, cuando se pusieron
de acuerdo para dar todos los votos a Salustio, quien se excusó con su
edad y achaques; y como persistía inquebrantable en su negativa, un
capitán distinguido dijo: «¿Qué habría hecho cada uno de vosotros si el
Emperador, como muchas veces ha ocurrido, le hubiese encargado en su
ausencia la dirección de la guerra? ¿No pensaría, prescindiendo de toda
consideración extraña, en sacar a nuestros soldados de la crítica posición
en que se encuentran? Esto es lo que hay que conseguir: y si logramos volver a
la Mesopotamia, entonces los votos reunidos de los dos ejércitos elegirán
al Emperador legítimo.»
Durante estos cortos momentos de natural
vacilación, ocurrió que algunos impacientes, mientras se deliberaba, eligieron
tumultuosamente a Joviano, jefe de los guardias, cuyos únicos títulos eran
los servicios de su padre, siendo muy mediana la recomendación. Joviano era
hijo del conde Versoniano, que hacía poca tiempo había dejado la carrera
militar para entregarse a tranquila vida. Revestido ya Joviano con los
ornamentos imperiales, había salido de su tienda y recorría las filas del
ejército, dispuesto a ponerse en marcha. Las líneas se extendían en el espacio
de cuatro millas; y por esta razón los soldados, colocados delante de las
enseñas, oyendo saludar a Joviano Augusto, repitieron el grito con todas
sus fuerzas, porque, engañados con la semejanza de los nombres, que
solamente se diferencian en una letra, creyeron que se les devolvía a Juliano y
que era él a quien se le recibía con el acostumbrado entusiasmo. Pero al
ver avanzar la larga figura inclinada de Joviano, comprendióse la triste
verdad y hubo una explosión de lágrimas y sollozos. Una elección hecha en
tales circunstancias, no podía juzgarse con mucha escrupulosidad; porque
esto valdría tanto como censurar a marineros que, habiendo perdido un
hábil piloto zumbando la tempestad, entregasen el timón a aquel de entre
ellos que aceptase la responsabilidad de la salvación común. Apenas había
hecho esta elección el capricho de la fortuna, cuando el signífero de los
Tal era el estado de las cosas por ambas partes.
Consultóse en interés de Joviano las entrañas de las víctimas, siendo la
respuesta que se perdería infaliblemente si, como había dicho, esperaba
al enemigo detrás de una empalizada, pero que conseguiría ventaja en campo
raso. Comenzaron, pues, a ponerse en marcha. En seguida atacaron los
Persas con los elefantes, que iban al frente. Al pronto los gritos y el
aspecto de estos animales espantan nuestros caballos y hasta los jinetes. Sin
embargo, los Jovianos y Herculianos mataron algunos y resistieron a los
catafractos. Al ver el peligro de sus compañeros, acudieron los Jovios y
Victorios, que mataron dos elefantes e hicieron terrible carnicería en los
Persas. Por nuestra parte perdimos en el ala izquierda tres varones de gran
valía, Juliano, Macrobio y Máximo, tribunos de las mejores legiones del
ejército. A éstos se les tributaron los últimos honores lo mejor que
permitieron las circunstancias. Como se acercaba la noche, apresuramos el
paso para llegar a un fuerte llamado Sumera; y en el camino reconocimos el
cadáver de Anatolio, enterrándole apresuradamente. Allí se nos reunieron
sesenta soldados y algunos guardias que, como dijimos antes, se habían
refugiado en el fuerte Vaccatum.
A la mañana siguiente acampamos en un valle en
forma de embudo, que no tenía más que una salida, formando en derredor las
montañas como una muralla natural, a la que añadimos un refuerzo de
estacas aguzadas como puntas de espadas. Viéndonos tan bien atrincherados, el
enemigo, que ocupaba los desfiladeros, se contentó con enviarnos desde
allí nubes de saetas de todas clases, al mismo tiempo que nos colmaba de
improperios, llamándonos traidores y asesinos del príncipe más digno de
estimación; porque algunos desertores les habían repetido el vago rumor que
había corrido de que el arma que hirió a Juliano la lanzó mano romana. Dos
turmas enemigas se atrevieron a forzar la puerta pretoriana y a penetrar
hasta la tienda de Joviano; pero las rechazaron vigorosamente, matando o
hiriendo a muchos.
Al salir de este campamento ocupamos a la noche
siguiente a Charcha, donde, gracias a la destrucción de las fortificaciones de
que en otro tiempo estaba guarnecida la orilla del río para cerrar la
Asiria a los sarracenos, no tuvimos que soportar ningún insulto. El día de las
calendas de Julio, después de recorrer treinta estadios, nos acercábamos a
una ciudad llamada Dura, cuando los conductores de nuestros bagajes, que
naturalmente se encontraban a retaguardia, y a quienes el cansancio de las
bestias obligaba a caminar a pie, se vieron repentinamente envueltos por una
nube de sarracenos, que habrían dado cuenta de ellos, si algunas turmas
ligeras de los nuestros no hubiesen acudido rápidamente a libertarlos. Los
sarracenos se habían vuelto contra nosotros desde la retirada de subsidios
y tributos a que antes estaban acostumbrados. Cuando se quejaron a
Juliano, no obtuvieron más que esta respuesta. «Un príncipe guerrero y
vigilante no tiene en la mano oro, sino hierro.»
Con interminables escaramuzas nos retuvieron los
Persas en aquella comarca cuatro días, obligándonos continuamente a regresos
ofensivos en cuanto nos veían en marcha, y replegándose en cuanto
presentábamos batalla. En las circunstancias desesperadas fácilmente se aceptan
las ilusiones. Había corrido el rumor de que estábamos cerca de nuestras
fronteras, y el ejército pedía a gritos repasar el Tigris. El Emperador lo
negó terminantemente, apoyado en la opinión de todos los jefes; y
mostrando a los soldados el río hinchado con la crecida de la canícula, les
exhortó para que no se arriesgasen en aquella peligrosa tentativa.
Considerable número, decía, no sabían nadar, y además, el enemigo ocupaba
con muchas fuerzas las dos orillas. Pero en vano multiplicaba las
En medio de tantos esfuerzos vanos, el rey Sapor,
que, de lejos o de cerca, constantemente se encontraba bien informado por sus
exploradores o los desertores, no ignoraba ninguna hazaña de nuestros
soldados, la espantosa matanza de sus tropas ni la destrucción de sus
elefantes, destrucción tal, que no recordaba haber experimentado otra
parecida. Comenzaba a convencerse de que el ejército romano no había hecho
más que aguerrirse con tantos combates y fatigas; que desde la muerte de
su glorioso jefe no pensaba en la salvación, sino en la venganza y en concluir
con las dificultades que le rodeaban con una victoria decisiva o con una
catástrofe sublime. También hacía una reflexión alarmante: numerosas fuerzas
estaban diseminadas en nuestras provincias, bastando una señal para
reunirlas. Por experiencia sabía el efecto que producían en Persia tamaños
desastres en el espíritu de las poblaciones. Teníamos además en
Mesopotamia una reserva casi tan importante como nuestro ejército
principal: pero le impresionaba especialmente aquel paso del
río, impunemente realizado a pesar de la crecida de las aguas, por
quinientos nadadores que, después de degollar las guardias encargadas de
impedirlo, invitaban desde la otra orilla a sus compañeros a que imitasen
su audaz empresa.
Por nuestra parte, perdimos lamentablemente dos
días luchando contra la violencia de las aguas para establecer el puente,
consumiendo los escasos víveres que nos quedaban. Exasperado por el hambre,
el soldado solamente pedía morir por el hierro, para escapar a este innoble
suplicio.
Pero el numen eterno del Dios celestial estaba por
nosotros. Los Persas, tomando contra toda esperanza la iniciativa de las
proposiciones pacíficas, nos enviaron por negociador al Surena y a otro
magnate del reino. Ellos también perdían valor al considerar la superioridad de
las armas romanas, que se señalaban diariamente con alguna ventaja
notable. Pero sus condiciones eran duras y sus palabras capciosas: «Su
clementísimo rey, decían, permitiría por humanidad al resto del ejército
retirarse, si el César, de acuerdo con sus capitanes, aceptaba sus
condiciones.» Por nuestra parte enviarnos al prefecto Salustio y a
Arintheo: y en estas interminables conferencias transcurrieron cuatro días
de inacción y de tormentos. No se hubiese necesitado más, si el
príncipe hubiese sabido aprovecharlos antes de enviar los negociadores,
para salir del territorio enemigo y llegar a los puntos fortificados de la
Corduena, país nuestro, lleno de recursos, y que solamente distaba cien
millas.
El rey reclamaba obstinadamente todo lo que
Maximiano le había tomado. El precio de nuestro rescate, según decía el
documento, debía ser la restitución de las cinco
provincias transtigritanas, a saber: Arzanena, Moxoena, Zebdicena,
Rehimena y Corduena, con quince plazas fuertes: además, Nisiba, Singara y
el fuerte de los Morales, uno de los baluartes más importantes de nuestra
frontera. Cien veces más valía combatir que aceptar una sola de estas
condiciones. Pero el tímido príncipe se encontraba rodeado de aduladores,
y, para asustar, se pronunciaba ante todo el nombre de Procopio. Decían
que era indispensable regresar rápidamente; de no hacerlo, este general,
que conservaba un ejército intacto, podía, a la noticia de la muerte de
Juliano, promover
En cuanto quedó convenido este innoble tratado,
entregáronse rehenes como garantía de su ejecución: siéndolo por nuestra parte
Remora, Víctor y Belovedio, tribunos de los primeros cuerpos del ejército;
y por los persas Bineses, uno de sus sátrapas mis distinguidos, y otros tres
varones notables. Ajustóse la paz por treinta años, y se sancionó con las
acostumbradas ceremonias religiosas. Emprendimos para regresar camino
diferente, con objeto de evitar los malos pasos y las asperezas que se
encuentran siguiendo las sinuosidades del río; pero los horrores de la sed
se unieron entonces a los del hambre.
Esta paz, de la que habían sido pretexto los
sentimientos humanitarios, fue funesta para muchos de los nuestros. Unos,
extenuados por el hambre y no pudiendo continuar la marcha, quedaban a la
espalda y no se les veía más. Otros se lanzaban al río y se ahogaban al
querer atravesarlo. Algunos, bastante afortunados para llegar a la otra
orilla, caían aisladamente en manos de los sarracenos y hasta de las
mismas partidas persas, desalojadas anteriormente por el brusco paso de
los germanos, y eran degollados como corderos o llevados lejos para venderlos.
Pero cuando la bocina dio oficialmente la señal del paso, tuvo lugar un
apresuramiento, una confusión imposible de describir, para asegurarse
medios de salvación, cada cual por cuenta propia: unos sobre zarzos
reunidos al azar, o cogiéndose a las bestias de carga que nadaban aquí y allá;
otros sosteniéndose en odres; algunos nadando al sesgo para vencer la
violencia de la corriente. El Emperador pasó primeramente con corto
acompañamiento en las barquillas que pudieron salvarse del incendio de la
flota, y en seguida, haciendo que repasaran, llevaron al resto. De esta
manera, gracias al favor divino, todos los que no habían sido víctimas de
la impaciencia, pudieron llegar bien o mal a la otra orilla.
Cuando todavía nos abrumaba el temor de otras
angustias, supimos por exploradores que los Persas echaban un puente en un
punto lejano, con la intención, sin duda, de interceptar a los enfermos y
aspeados, que se retrasarían confiando en el tratado, y también algunas bestias
de carga cansadas. Pero en cuanto vieron descubierto aquel traidor
propósito, lo abandonaron. Esta alarma nos hizo forzar la marcha y
llegamos cerca de Hatra, ciudad antigua, rodeada de inmensa
soledad, desierta desde mucho tiempo. Los belicosos emperadores Trajano y
Severo intentaron muchas veces su destrucción y estuvieron a punto, como
se dijo en la vida de uno y otro, de perecer con todo su ejército. Como
allí teníamos delante setenta millas de llanura árida, donde solamente se
encuentra agua amargosa y fétida, y por toda alimentación plantas de
abrótano, ajenjo, dracontea y otras hierbas igualmente despreciables,
llenamos de agua dulce cuantos utensilios nos quedaban, y nos procurarnos
víveres, muy poco sanos, a la verdad, matando nuestros camellos y demás bestias
de carga.
Después de seis días de marcha, faltó hasta la
hierba, último recurso en los casos extremos. Entonces nos alcanzó cerca de la
fortaleza de Ur, Cassiano, duque de Mesopotamia, y el tribuno Mauricio,
trayéndonos un convoy de víveres, sacados por Procopio y Sebastián de los
almacenes mejor conservados de los cuerpos de reserva que mandaban. El
otro Procopio, notario, y Memórides, tribuno militar, partieron en seguida
para notificar a la Iliria y las Galias la muerte de Juliano y el advenimiento de Joviano al poder
supremo; entregándoles el príncipe, para que se los ofreciesen a su suegro
Luciliano, retirado del servicio y entregado al descanso en Sirmium,
los nombramientos de jefe de la infantería y caballería. Debían ir a
buscarle a su retiro y excitarle para que marchase a Milán a fin de
asegurar el orden y para. organizar la represión si, lo que más
temía Joviano, estallaba alguna rebelión. En carta particular aconsejaba a
Luciliano que se rodease de hombres hábiles y seguros, cuyo concurso
pudiera aprovecharse según los casos.
Acertada elección le hizo fijarse en Malarico, que
se encontraba a la sazón en Italia ocupado exclusivamente en asuntos
particulares, para reemplazar a Jovino en el mando militar de las
Galias, y le envió las insignias. En esta preferencia llevaba doble
intención: por un lado apartaba un hombre de mucho mérito y, por tanto,
peligroso; y por otro, satisfacía con exceso los deseos que su ambición
hubiese podido formar, y le interesaba decididamente en el mantenimiento del
régimen, débil todavía, al que era deudor de su encumbramiento. Los dos
emisarios llevaban instrucciones para ponerse de acuerdo, con objeto de
presentar bajo el mejor aspecto los últimos actos, y especialmente el
convenio que ponía afortunadamente fin a la guerra con los Persas; de caminar
día y noche para mayor rapidez, y en cuanto hubiesen entregado las cartas
del príncipe a las autoridades militares y provinciales, y sondeado
prudentemente la opinión respecto al nuevo reinado, regresar prontamente a
dar cuenta, con objeto de que, según el estado en que se encontrasen las cosas
en los puntos lejanos, el Gobierno pudiese tomar sus medidas con mayor
seguridad y conocimiento de causa.
Pero la fama, tan veloz mensajera de las malas
nuevas, se adelantó por todas partes a los enviados, hiriendo con terrible
dolor a los habitantes de Nisiba la noticia de que su ciudad iba a
ser entregada a Sapor. Con terror pensaban en los rencores que debían
haber aglomerado en el ánimo de este rey las numerosas vejaciones que
había experimentado delante de sus murallas y los mares de sangre que le
habían costado. Indudable es, en efecto, que, sin la inexpugnable fortaleza de
las defensas de esta ciudad y su excelente emplazamiento, la dominación de
los Persas se habría extendido por todo el territorio del Imperio. En
medio de sus vivas alarmas, conservaban, sin embargo, los desgraciados un
destello de esperanza; creyendo que el Emperador espontáneamente o vencido
por los ruegos retrocedería ante el fatal abandono del baluarte más firme del
Oriente.
Mientras que por todas partes se propagaba el
relato de nuestras desgracias, diferentemente referidas, agotamos muy pronto el
pobre recurso del convoy de víveres que habíamos recibido; y, de faltarnos
la carne de las bestias de carga que habíamos matado, hubiésemos quedado
reducidos a devorarnos unos a otros. De esto resultó el abandono de la
mayor parte del bagaje y hasta de las armas: y al fin llegó a ser tan
extraordinaria la escasez, que el modio de cebada, cuando por casualidad
se veía en el campamento, costaba por lo menos diez monedas de oro.
Desde Ur llegamos a Thilsafata, donde, según
exigían las circunstancias, Sebastián y Procopio vinieron a nuestro encuentro
con los tribunos y los jefes principales de las fuerzas que se les
habían confiado para guardar la Mesopotamia, recibiéndoseles con agasajo.
Desde allí apresurarnos la marcha y al fin vimos la deseada Nisiba. Pero
Joviano se contentó con acampar alrededor de la ciudad y se negó
terminantemente a las reiteradas instancias del pueblo para que se aposentase
en el palacio, según acostumbraban los emperadores; porque se habría
avergonzado de consagrar con su presencia dentro de sus murallas la cesión
de una ciudad inexpugnable a un irreconciliable enemigo.
En la noche de este día, Joviano, el primer notario,
el mismo que se introdujo por una mina en Maiozamalca, fue arrebatado de la
mesa donde cenaba, llevado sigilosamente y arrojado en un pozo seco, que
llenaron de piedras. Después de la muerte de Juliano, le habían designado
algunos votos como digno del Imperio. Habiendo sido nombrado el otro
Joviano, éste se mostró poco prudente, habló de la elección y dio comidas
a los jefes militares.
Al siguiente día, Bineses, que, como ya hemos
dicho, era uno de los jefes principales del ejército persa, se presentó, como
obediente servidor del rey, a reclamar la inmediata ejecución del tratado.
Con autorización de Joviano entró en la ciudad y enarboló en la fortaleza el
estandarte de su nación, señal funesta de la expulsión de los ciudadanos.
Intimados aquellos desgraciados para que
La fuerza armada apoyó esta orden, amenazando con
la muerte a los que se retrasasen. Entonces resonaron lamentos en toda la
ciudad: aquí una matrona de elevado rango lanzada de sus penates, se
arrancaba los cabellos al abandonar la casa en que nació y se educó; allí una
madre, una viuda se despedía para siempre de las cenizas de su esposo y de
sus hijos. Veíase multitud de desgraciados besando o inundando de lágrimas
las puertas o los umbrales de sus casas: todos los caminos estaban llenos;
cada ciudadano cogía apresuradamente lo que creía poder llevar
y abandonaba el resto, precioso o no, por falta de medios de transporte.
A ti ¡oh fortuna del pueblo romano! hay que
acusar. Cuando una tempestad quebranta el Imperio, tú le arrebatas una
dirección hábil y firme, para confiar las riendas a manos débiles
e inexpertas en el ejercicio del poder. Ni alabanza ni censura merece el
príncipe sometido a tal prueba y al que nada de su vida anterior llamaba a
sostenerla. Pero lo que no perdonará jamás ningún hombre honrado a quien
no experimentaba más que una inquietud, la de ver surgir un rival;
una preocupación, la de que algún ambicioso removiese la Italia o las
Galias; un deseo, en fin, el de su regreso, es la hipocresía de respeto a
la fe jurada con que quiso cubrir la deshonrosa entrega de Nisiba, de
aquella ciudad que desde el tiempo de Mitrídates, servía al Oriente de barrera
contra la invasión de los Persas. Creo que, desde el origen de Roma, no se
encontrará en nuestros anales el ejemplo de una cesión cualquiera de
territorio, hecha al enemigo por un Emperador o un cónsul. Entonces,
recobrar una provincia no llevaba consigo los honores del triunfo;
necesitándose para merecerlo, haber ensanchado los límites. Esta gloria se
negó a Escipión, que había devuelto la España a la dominación romana; a
Fulvio, que recobró Capua después de tan prolongada guerra; a Opimio, vencedor
en aquella encarnizada lucha que trajo Fregelas a nuestro poder. En
nuestra historia hay ejemplos de que tratados deshonrosos, arrancados por
la necesidad y solemnemente jurados, han sido rotos e inmediatamente
continuadas las hostilidades; testigos de ello nuestras legiones pasando
en otro tiempo bajo el yugo samnita en las Horcas Caudinas; el indigno
convenio de Albino en Numidia y aquella paz rota por Mancino, que entregó
su autor a los numantinos.
Después de la entrega de Nísiba, consumada con la
expulsión de sus habitantes, quedó encargado el tribuno Constancio de entregar
a los Persas las otras plazas y pedazos del territorio. En seguida se
comisionó a Procopio para que acompañase los restos de Juliano al suburbio
Tarsense, y depositarlos allí, según la voluntad de aquel príncipe. Así lo
hizo Procopio, pero inmediatamente después de la inhumación, desapareció,
sabiendo ocultar su retiro a todas las investigaciones, hasta el momento
en que, mucho tiempo después, reapareció de pronto revestido con la púrpura
en Constantinopla.
Terminadas estas cosas, marchamos apresuradamente
a Antioquía, donde durante muchos días
Joviano, devorado por la inquietud, apenas llegado
a Antioquía, pensaba ya en salir. A pesar de todas las observaciones, partió en
lo más riguroso del invierno, y, no cuidando de hombres ni caballos, pasó
a Tarso, famosa metrópoli de la Cilicia, de cuyo origen hablé antes. Igual
prisa tenía por alejarse de allí; sin embargo, quiso ocuparse algo del
embellecimiento de la tumba de Juliano, que estaba fuera de las murallas,
en el camino que lleva a las gargantas del monte Tauro. En buena justicia,
no era el Cydno, por riente y limpio que sea, el río a que corresponde el honor
de correr cerca de aquellas cenizas: puesto más digno y propio para
perpetuar la memoria de tal nombre, se le debía en las orillas del Tiber,
que baña la ciudad eterna y los monumentos de los héroes y de los dioses.
Desde Tarso, marchando a largas jornadas, llegó a
Tyana, en Capadocia, donde encontró al notario Procopio y al tribuno Memórido,
que le dieron cuenta de su misión. Siguiendo el orden de los hechos,
Luciliano había marchado primeramente a Milán, con los tribunos Seniauco
y Valentiniano; y, enterado de que Malarico rehusaba el mando que se le
había ofrecido, había marchado apresuradamente a Remos (Reims). Allí el
celo le hizo olvidar la prudencia; y, obrando como en tiempos de completa
seguridad, entabló intempestiva discusión de cuentas con el intendente.
Éste, que tenía que ocultar infidelidades y fraudes, había huido a un puesto
militar, donde propagaba el rumor de que Juliano no había muerto y que un
hombre preparaba una sublevación contra él. Esta fábula produjo entre los
soldados violenta excitación, de la que fueron víctimas Luciliano y
Seniauco, Valentiniano, futuro Emperador, temiendo por su vida, no había sabido
al principio dónde refugiarse; pero gracias a su huésped Primitivo, pudo
desaparecer. En compensación de estas malas noticias, añadieron que una
comisión de jefes de escuelas, según se les llama en el orden militar, iba
a llegar de parte de Jovino, para anunciarle que el ejército de las Galias
reconocía su autoridad.
Valentiniano había regresado con los dos
comisarios, y Joviano le dio el mando de los escutarios de la segunda escuela.
También hizo ingresar en los guardias del palacio a Viteliano, que servía en
los hérulos, y más adelante le hizo conde, recibiendo una misión en que
desempeñó mal. En seguida se apresuró Joviano a enviar a Armitheo a las
Galias, con una carta para Jovino, confirmándole en su puesto y
exhortándole a permanecer fiel. Encargábale que castigase al autor de la
sedición, y que enviase presos a la corte a todos los que habían figurado en
primera fila. Después de estas disposiciones, consideradas necesarias,
marchó a Aspuna, municipio pequeño de la Galacia, para recibir a la
comisión del ejército de las Galias. Allí dio audiencia en Consejo a
los comisionados, recibió con agrado las nuevas que traían y les envió a
sus puestos cargados de regalos.
(Ao 3ñ64 de J. C.)
Cuando el Emperador pasó a Ancira, con la
ostentación que permitían las circunstancias, tomó el consulado con su hijo
Verroniano, que casi estaba en la cuna. Los gritos que lanzó este niño
para
Acercábase a grandes pasos Joviano al término de
su vida. La noche de su llegada a la ciudad de Dadastana, que señala el límite
entre la Galacia y la Bitinia, se le encontró muerto, dando esto origen a
multitud de conjeturas. Suponíase que había perecido por asfixia a consecuencia
de haber enlucido recientemente con cal las paredes de su habitación, o
bien por las emanaciones del carbón que habían encendido en cantidad
excesiva, o quizá por efecto de una indigestión, resultado
de intemperancia en la mesa. Tenía entonces treinta y tres años. Este fin
se parece al de Escipión Emiliano, no dando lugar uno ni otro a ninguna
investigación.
Joviano era digno en la apostura, tenía semblante
alegre y los ojos azules. Su estatura y corpulencia eran tales, que costó
trabajo encontrar adornos imperiales para él. A ejemplo de Constancio, que
prefería como modelo a Juliano, veíasele dejar para la tarde los asuntos
graves, y holgar en público con sus cortesanos. Adepto a la religión
cristiana, en ocasiones se mostró liberal con ella, pero esto más por
sentimiento que por convicción ilustrada. Por el corto número de
jueces que nombró, puede formarse idea de la atención que prestaba a su
elección. Era aficionado a las mujeres y a la mesa, debilidades que
hubiese podido corregir la circunspección imperial. Dícese que su padre
Verroniano recibió en sueños una advertencia acerca de la alta fortuna
reservada a su hijo, y que lo había comunicado a dos hijos suyos,
añadiendo que él mismo había de revestir la toga consular; pero si se realizó
una predicción, no sucedió lo mismo con la otra, porque el
anciano solamente se enteró del advenimiento de Joviano, impidiéndole la
muerte ver a su hijo en el trono. Sin embargo, su nombre recibió el honor
que se le prometió en sueños, en la persona de su nieto, que, como ya
hemos dicho, fue declarado cónsul con su padre Joviano.
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