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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXIV
Juliano entra con su ejército en Asiria y prende
fuego al fuerte de Anatho, cerca del Eufrates, que se le rindió.—Deja a un lado
algunas otras plazas y quema las abandonadas: Pirisabora, que se rinde, es
incendiada.—Promete cien denarios de recompensa a cada soldado, recibiendo
todos con desdén tan pobre donativo.—Con noble y enérgico lenguaje les
trae a la razón.—Los romanos sitian la ciudad de Moagamalca y la
destruyen.—Toman e incendian otra plaza bien defendida por su posición y
fortificaciones.—Después de un combate en que destrozó Juliano dos mil
quinientos Persas sin perder más que sesenta de los suyos, arenga a sus
soldados y les distribuye numerosas coronas.—Renuncia a sitiar a
Ctesifonte: manda imprudentemente incendiar su flota y cesa de seguir la
orilla del río.—Viendo que no puede construir puente ni contar con la reunión
del resto de sus fuerzas, se decide a retirarse por la Corduena.
Tranquilo acerca de las buenas disposiciones del
ejército, penetrado de singular ardor, y que, según costumbre, juraba por Dios
que su querido príncipe era invencible, creyó Juliano llegado el momento
de acometer las grandes empresas. Después de una noche dedicada al descanso,
hizo dar la señal de marcha al amanecer, y entró con el día en Asiria,
habiéndolo dispuesto todo de antemano para vencer las dificultades de la
marcha. Veíasele, encendida la mirada, correr a caballo de fila en fila,
dando a todos ejemplo de ardimiento y valor. Carecía del conocimiento del
terreno, y, como el enemigo podía aprovecharse de ello para tenderle
asechanzas, desde el principio, como general aleccionado por la
experiencia, hizo que se adoptase el orden de marcha por cuadros. Ante todo había
enviado por el frente y flancos mil quinientos exploradores, para reconocer el
terreno y evitar toda sorpresa; y permaneciendo él mismo en el centro con
la infantería, que formaba la fuerza principal del ejército, mandó a
Nevita que costease el Eufrates a su derecha con algunas legiones. Por la
izquierda, la caballería, a las órdenes de Arintheo y Hormisdas, marchaba en
masas compactas por terreno llano. Degalaifo y Víctor mandaban la
retaguardia, cerrando la marcha Secundino, duque de Osdruena. En fin, para
aumentar el ejército a los ojos del enemigo y herir su imaginación con la
idea de fuerzas superiores, cuidó de separar las huestes y las filas de modo
que la columna ocupaba cerca de diez millas de terreno entre el frente de
marcha y las últimas filas; maniobra muy frecuente y hábilmente empleada
por Pirro, rey de Epiro, el más hábil de los generales en el arte de sacar
partido del terreno, en extender o estrechar su orden de batalla,
y multiplicar a la vista o disminuir sus fuerzas según la necesidad.
Llenaron los espacios entre los cuerpos los bagajes, los criados y todo
cuanto un ejército arrastra consigo, y que, dejado atrás, puede ser
arrebatado por un golpe de mano. La flota, a pesar de los recodos del río, tuvo
que marchar a la par y mantenerse constantemente a nivel nuestro.
Después de dos días de marcha llegamos a la ciudad
de Duras, en las orillas del río, hallándola, desierta. En las inmediaciones
encontramos numerosos rebaños de ciervos, de los que derribamos a
flechazos y también a golpes de remo los bastantes para alimentar al ejército.
El resto, gracias a su velocidad de natación, cruzó el río y se refugió en
sus soledades, sin que pudiésemos impedirlo.
En seguida hicimos cuatro jornadas cortas; y en la
tarde de la tercera el conde Luciliano recibió orden de tomar mil hombres
armados a la ligera y llevarlos en las barcas para apoderarse del fuerte
de Anatlio, situado, como casi todos los del país, en una isla del Eufrates.
Las barcas se pusieron alrededor del fuerte, ocultas por la obscuridad de
la noche; pero a las primeras luces del día, un habitante que salía a
tomar agua comenzó a gritar al ver a los nuestros, y dio la alarma a
la guarnición. Juliano, que estaba observando desde una altura, pasó
entonces el brazo del río con dos naves de refuerzo, siguiéndole otras
muchas que llevaban máquinas de sitio. Pero cuando llegó bajo las
murallas, considerando que un ataque a viva fuerza ofrecía muchos peligros,
quiso ensayar primeramente con los sitiados el efecto de las promesas y
amenazas. Pidieron éstos entenderse con
Un accidente muy desagradable ocurrió al siguiente
día. Impetuoso viento que se alzaba en torbellinos derribó todas nuestras
tiendas, rasgando muchas de ellas. Con tanta violencia soplaba, que los
soldados no podían tenerse en pie, cayendo muchos al suelo. Aquel mismo día nos
ocurrió casi un desastre. Desbordando repentinamente el río, sumergió
muchas barcas nuestras cargadas de grano. Diques de piedras construidos
para contener las aguas y distribuirlas después por canales de riego
habían sido arrastrados, sin que nunca se haya podido saber si aquello
aconteció por mano de los hombres o solamente por la fuerza de la
corriente.
Habíamos tomado e incendiado la única fortaleza
enemiga que habíamos visto delante de nosotros, y trasladado a otro paraje a
sus defensores cautivos. La confianza del ejército había aumentado,
proclamando en alta voz su entusiasmo por un príncipe que consideraba elegido
por la bondad divina. Pero no había disminuido la prudencia de éste;
sentíase en país desconocido y sabía que trataba con el enemigo más
insaciable y fecundo en estratagemas. En tanto se le veía en el frente, en
tanto a retaguardia, o, seguido por una escolta de caballería ligera, registrando
los bosquecillos, reconociendo los valles por temor a las emboscadas, y
ora reconviniendo con severidad, ora reprendiendo con la natural dulzura
de su carácter la imprudencia del soldado que se separaba demasiado del
grueso del ejército. Permitió, sin embargo, incendiar con las casas las
ricas mieses que cubrían los campos, pero solamente cuando cada uno hubo
hecho suficiente provisión de todas cosas. El enemigo, que no esperaba
tales rigores, sufrió cruelmente. El soldado consumía con regocijo
aquellos víveres, considerando que de igual manera aseguraría su subsistencia
en lo venidero, y que, viviendo en la abundancia, conservaría las
provisiones de que estaba cargada la flota. Uno hubo que, en su
embriaguez, llevó la imprudencia hasta pasar a la otra orilla.
Cogiéronle y le condenaron a muerte a nuestra vista.
Después de estas cosas, llegamos a la fortaleza de
Thilutha, que se alza en medio del río sobre una roca extraordinariamente alta,
a la que el arte no habría podido proteger tanto como la naturaleza. Cuando
con buenas palabras, según se acostumbra, propusieron a la guarnición
de aquella inexpugnable fortaleza la rendición, contestó que no había
llegado el momento; pero que si conseguíamos enseñorearnos del reino,
seguiría la suerte común, y reconocería entonces la dominación romana.
Dicho esto, dejaron pasar al pie mismo de las murallas nuestra flota,
sin dirigirle ni el más pequeño insulto. Igual negativa nos esperaba en la
fortaleza de Achaicala, defendida de la misma manera por su posición
insular e inaccesible, dejándola nosotros a un lado. Al siguiente día, y a
doscientos estadios de allí, encontramos un fuerte abandonado a causa de
la debilidad de sus murallas, y lo entregamos a las llamas. En los dos
días inmediatos avanzamos doscientos estadios antes de llegar a
Paraxmalcha, donde cruzamos un río para ocupar, siete millas más allá, la
ciudad de Diacira, abandonada por sus habitantes, que dejaron en nuestro
poder abundantes depósitos de trigo y sal blanca. En el punto más alto de
la ciudad descollaba un templo. Fueron degolladas algunas mujeres que
quedaron en las casas e incendiada la población. En seguida pasamos un
manantial del que brotaba betún, y entramos en Ozogardana, evacuada a causa
del terror que infundía nuestra proximidad. Todavía mostraban
allí el tribunal del Emperador Trajano. También fue incendiada esta ciudad,
después de lo cual descansamos dos días: pero al terminar la segunda
noche, estuvo Hormisdas a punto de caer en manos del Surena (que entre los
Persas es la dignidad más elevada después del rey), que le había preparado
una emboscada de acuerdo con Maleco Posodaces, filarca de los sarracenos
asanitas, bandido famoso por sus sangrientas depredaciones en las
fronteras. Ignórase cómo había sido advertido de un reconocimiento que
debía hacer nuestro aliado. Pero el golpe fracasó porque Hormisdas no pudo
encontrar vado para cruzar el río, cuyo lecho es en aquel punto muy
angosto y muy profundo.
Al amanecer nos encontrarnos delante los Persas,
viéndose a lo lejos brillar los cascos y avanzar rápidamente aquellos temibles
jinetes forrados de hierro. Los romanos, con intrépido arrebato y
cubiertos con los escudos, volaron a su encuentro. La ira redoblaba su valor;
nada les detiene, ni la amenaza de aquellos arcos tendidos, ni el brillo
que producían los reflejos de las armaduras; y tan de cerca se ve
estrechado el enemigo, que no puede disparar ni una flecha. Animados con
el primer éxito, los nuestros llegan hasta el pueblo de Macepracta, donde
todavía subsisten los restos de una muralla que, a lo que se cree, servía
en otro tiempo de defensa a la Asiria contra las empresas de sus vecinos.
Allí se divide el río en dos brazos, uno de los cuales forma los anchos
canales que fertilizan extensísimos campos, llevando aguas a las ciudades de la
Babilonia. El otro brazo, llamado Naliamalcha, es decir, río real, baña
las murallas de Otosífonte. En el punto de unión se eleva una alta torre
en forma de faro. En el segundo brazo se colocaron sólidos puentes para el
paso de la infantería; y nuestros jinetes, completamente armados, cortaron de
soslayo la corriente, eligiendo los puntos menos peligrosos.
Repentinamente recibió a nuestras fuerzas en la otra orilla una lluvia de
saetas; pero nuestros auxiliares, avezados a la carrera, se lanzaron
como otras tantas aves de rapiña sobre los que las habían lanzado, y no
dejaron ni uno.
Después de este combate llegamos ante Pirisabora,
ciudad grande, populosa y rodeada de agua como una isla. El Emperador dio
vuelta alrededor de ella a caballo, tomando ostensiblemente todas las
medidas preliminares para un sitio, creyendo que bastaría esta demostración
para que los habitantes abandonasen la idea de resistir; pero habiéndose,
celebrado algunas conferencias, sin que produjesen efecto ruegos ni amenazas,
decidió pasar a las obras. Formarónse, pues, en derredor de la ciudad tres
líneas de ataque, y durante un día entero se cambiaron saetas. Fuerte y
resuelta la guarnición, se apresuró, para guarecerse de nuestras saetas, a
cubrir toda la extensión de las murallas con espesa cortina de pelo de
cabra. Los Persas resistían bien detrás de sus escudos formados de mimbres
tejidos cubiertos con cuero crudo; pareciendo aquellos soldados estatuas
de hierro, porque les envolvía de pies a cabeza una armadura de láminas de
este metal ingeniosamente superpuestas, y que obedecían a todos los
movimientos del cuerpo, constituyendo impenetrable defensa.
Muchas veces mostraron deseo de hablar a su
compatriota Hormisdas, nacido de sangre real; pero en cuanto se acercaba le
abrumaban con injurias y reconvenciones, recibiéndole con los nombres de
tránsfuga y traidor. Esta guerra de palabras ocupó considerable parte del día;
pero en cuanto cerró la noche, mandó acercar algunas máquinas y se
procedió a cegar el foso. La primera claridad del día reveló a los
habitantes, asustados, los progresos que habían hecho nuestros trabajos; y
además, habiendo quebrantado vigoroso golpe de ariete el baluarte de un ángulo
de la muralla, abandonaron el doble recinto exterior de la ciudad y se retiraron
a la fortaleza, construida sobre la meseta de un montecillo escarpado y
redondeado en forma de escudo argólico, exceptuando la parte del
septentrión, por donde faltaba la redondez, cubriendo aquel punto rocas que se
alzaban desde el lecho del Eufrates. La defensa la formaban altas murallas
construidas con ladrillo cocido cimentado con betún, construcción que
aventaja a todas en solidez.
Irritado el soldado al encontrar vacía la ciudad,
volvió su furor contra la fortaleza, desde la que lanzaban los habitantes nube
de saetas. A los golpes de nuestras catapultas y balistas, oponían
el efecto igualmente destructor de sus arcos, extremadamente encorvados,
que tienden con suma lentitud, pero cuya cuerda, al escapar de los dedos
que la retienen, lanza con violencia un dardo
Este atrevido golpe fue concebido y ejecutado
repentinamente; y como estrechaba el tiempo a Juliano, viendo que adelantaba
con lentitud la confección de manteletes y terraplenes, mandó construir
inmediatamente la máquina llamada Helépolis, a la que, como ya dijimos, debió
Demetrio su nombre de Poliocrates. Viendo entonces los progresos del
monstruoso edificio, que muy pronto amenazaría a sus torres más altas, y
considerando además la decisión de que se mostraban animados los
sitiadores, recurrieron al fin los habitantes a las súplicas. Vióseles
desparramarse por las torres y murallas, y desde allí, tendiendo a los
romanos las suplicantes manos, implorar su compasión. Y en seguida,
observando que se detenía el trabajo, que los obreros quedaban parados, señal de suspensión
de hostilidades, pidieron hablar con Hormisdas, como les fue concedido.
Marmesides, jefe de la fortaleza, se hizo entonces bajar por medio de una
cuerda, siendo conducido ante el Emperador; y después de haber pedido y
conseguido la vida para él y los suyos, regresó con estos, aceptando las
condiciones convenidas todos los que se encontraban encerrados en la
fortaleza, siendo concluido el tratado con las acostumbradas
consagraciones religiosas. Entonces abrieron las puertas y todos salieron
proclamando en alta voz la grandeza de ánimo y la clemencia del
César. Solamente había dos mil quinientas personas de uno y otro sexo: el
resto de la población, previendo el sitio, había abandonado de antemano en
barquillas la ciudad. En la fortaleza encontraron considerables
provisiones de armas y alimentos, de las que tornaron lo que creyeron
necesario, entregando el resto a las llamas, así como la ciudad.
Al siguiente día, estando comiendo el Emperador en
un momento de descanso, recibió una noticia desagradable. El surena que mandaba
la vanguardia de los Persas había sorprendido tres turmas nuestras, y
aunque les mató muy poca gente, entre los que había un tribuno, se
había apoderado de un estandarte. Juliano se encolerizó extremadamente, y
supliendo al número con la rapidez, se trasladó al punto del combate
solamente con su escolta; cayó sobre el bando enemigo, que, aterrado, se
dispersó vergonzosamente. En seguida depuso a los dos tribunos
supervivientes, como cobardes e indignos y diezmó sus turmas, degradando,
antes de hacerles morir, a los designados por la suerte; todo esto con
sujeción a las antiguas leyes.
Después del incendio de Pirisabora, Juliano dio
desde su tribunal gracias al ejército por su valor, exhortándole a que
continuase dando iguales pruebas y prometiendo gratificación de
cien monedas de plata por cabeza. Oyendo en seguida el murmullo que
excitaba la pobreza de la oferta, alzó la voz, y con indignado acento,
dijo:
«Delante tenéis a los Persas y su opulencia;
¿queréis enriqueceros? Tened valor paraarrebatarles sus despojos. Pero creedme: la
república, que antes disponía de tantos tesoros, hoy se encuentra muy pobre, y
tienen la culpa aquellos cuya bajeza aconseja a los príncipes que
compren bárbaros a peso de oro, y además la paz y la libertad. El tesoro
está agotado; las ciudades puestas a rescate y arruinadas las provincias.
Soy de noble estirpe, pero no tengo caudal, y solamente he heredado un
corazón sin miedo a nada. Haciendo consistir todos los bienes en las cualidades
del alma, yo, que soy vuestro Emperador, no me avergüenzo de mi pobreza.
También fue Fabricio tan pobre de caudal como rico de gloria: ¿dejó por
esto de dirigir bien la guerra más importante? ¿Queréis ser ricos? Pues
bien, sed valientes. Confiad con corazón más sumiso en Dios, y, si
me atrevo a decirlo, en mí también; a no ser que prefiráis caer en la
innoble anarquía de las pasadas sediciones, en cuyo caso, podéis
continuar. Yo sabré morir como Emperador, al cabo de una
carrera noblemente recorrida ya, y hacer sin pena el sacrificio de una
vida que un acceso de fiebre puede terminar, o bien renunciaré el poder. A
la manera que he vivido, puedo encontrarme desahogado en condición
privada. Os dejo detrás de mí, lo digo con satisfacción y orgullo, jefes
experimentados y hábiles en todos los achaques del arte de la guerra.»
Esta modesta oración del Emperador, tan bien
proporcionada entre lo áspero y suave, calmó repentinamente la irritación,
renaciendo la esperanza, y con ella la confianza: todos prometieron a una
voz mostrarse dóciles y disciplinados, reconociendo con admiración el
ascendiente que sabía ejercer el príncipe; y, según acostumbra el soldado
en casos tales, suave rozamiento de armas confirmó la sinceridad de la
declaración. En seguida entraron en las tiendas para tomar alegremente el
alimento que permitían las circunstancias y para entregarse al descanso de la
noche. Hasta en los términos del juramento sabía Juliano interesar sus
simpatías: y en vez de jurar por los que les eran queridos, decía, por
ejemplo: «¡Ojalá pueda vencer a los Persas!» o bien: «¡Ojalá pueda regenerar
el Imperio romano!» También tuvo Trajano esta costumbre de jurar, quien,
para asegurar algo, decía frecuentemente: «¡Así vea yo a la Dacia reducida
a provincia romana!» o bien: «¡Ojalá pueda pasar el Histro y el Eufrates!»
o algo parecido.
Avanzando catorce millas llegamos en seguida al
punto del río donde se encuentran las esclusas que llevan la fecundidad a toda
la campiña inmediata. Los Persas las habían levantado, sabiendo que
tomaríamos aquel camino, ocasionando por este medio inmensa inundación.
Obligado a detenerse un día ante aquel obstáculo y a dar descanso a las
tropas, el Emperador marchó adelante, y con el auxilio de muchos odres
henchidos, de barcas de cuero y de estacas de tronco de palmeras,
consiguió, a fuerza de trabajo, construir multitud de puentecillos por los que
pasó el ejército.
En esta comarca abundad los viñedos, como también
árboles frutales de muchas clases, y muy especialmente los árboles de palmas,
que forman verdaderos bosques hasta Mesenem y el mar Mayor. No se da un
paso sin encontrar una palmera fecunda o estéril; obteniendo de la savia de
las primeras miel y vino en abundancia. Dícese que las palmeras se unen, y
que entre ellas es muy sensible la diferencia de sexo. Llégase hasta
pretender que las hembras pueden ser fecundadas artificialmente; que estos
árboles son susceptibles de amor reciproco, hasta el punto que no
hay fuerza de viento que alcance a impedir en una pareja la inclinación de
una a otra; que, falta de la fecundación del macho, la hembra aborta, no
dando más que frutos imperfectos que no maduran: que para conocer de qué
macho está enamorada una hembra, basta ungir su tronco con el licor
que aquél destila. La emanación, por secreta ley de la naturaleza, se
comunica al otro árbol, que manifiesta en seguida el deseo de unirse a él.
El ejército se sació de los frutos que encontraba
a mano, y hasta hubo que precaverse de los excesos de la gula allí donde se
temía la escasez. En seguida dejamos a la espalda muchas islas; y después
de recibir una nube de flechas de parte de los arqueros persas, que se habían
emboscado para sorprendernos, y a los que ahuyentamos, llegamos a un punto
donde se divide en multitud de canales el brazo principal del Eufrates.
Había en esta comarca una ciudad habitada por
judíos, que la habían abandonado a causa de la endeblez de sus murallas, y que
los soldados, irritados, entregaron a las llamas. Desde allí continuó
Al siguiente día se construyó un puente, y el
ejército pasó un brazo del río para buscar campamento más, favorable, haciendo
Juliano que lo rodeasen con doble empalizada, porque sabía cuánto tenía
que temer en medio de llanuras descubiertas. Decidido estaba a apoderarse de
la ciudad, porque se hubiese expuesto mucho penetrando más adelante
dejando tan considerable número de enemigos a la espalda. Mientras se
ocupaban seriamente de los trabajos preparatorios, el surena trató de
apoderarse de los caballos que pastaban en un bosque de palmeras, pero la
cohorte de guardia le rechazó con pérdidas.
La población de las dos ciudades, no obstante su
posición insular, se había alarmado, y trataba de refugiarse en Ctesifonte. El
espesor de los bosques protegió la retirada de los unos; pero los otros no
encontraron salvación más que embarcándose en troncos huecos y penetrando en el
interior del país. Los soldados, que recorrían el río en barcas y esquifes
recogiendo prisioneros, mataron parte de los fugitivos, que se
defendieron. Por disposición muy bien entendida de nuestras
fuerzas, mientras la infantería se entregaba a los trabajos de sitio, la
caballería reconocía en grupos hasta muy lejos el campo para recoger
víveres. De esta manera el ejército, respetando la parte de terreno que
ocupaba, vivía, sin embargo, a expensas del enemigo.
Formadas nuestras fuerzas en tres líneas, atacaban
ya vigorosamente el doble recinto de la ciudad, confiando el Emperador en
conseguir su propósito. Pero si era indispensable apoderarse de la plaza,
no era cosa fácil alcanzarlo. La fortaleza estaba construida sobre una roca a
pico, recortada en aristas de acceso muy difícil y peligroso: además, el
arte había construido hasta el nivel de aquella altura natural torres
formidables que estaban llenas de combatientes, y obras muy fuertes en las
inmediaciones de la parte baja de la ciudad, edificada en un declive que
terminaba en el río. Añádase a estos obstáculos naturales una guarnición
numerosa y escogida, inaccesible a la seducción, y cuyo patriotismo la
llevaba a vencer o a sepultarse bajo las ruinas. Por otra parte, nuestras
tropas mostraban ardimiento bastante indócil, que apenas podía contenerse; y en
su impaciencia por atacar al enemigo cuerpo a cuerpo, se indignaban contra
el toque de retirada que las hacía abandonar el asalto.
La habilidad del general triunfó de aquel ardor de
los ánimos por medio de sabia repartición de fuerzas, designando a cada cual su
tarea, que se apresuró a cumplir. Trabajábase aquí en construir altos
terraplenes; allí se cegaban fosos, y más lejos se abrían largas galerías subterráneas;
los artífices colocaban las máquinas, cuyo silbido se oiría muy pronto.
Nevita y Dagalaifo tenían la vigilancia especial de los trabajos de mina y
terraplenes; reservándose el Emperador la dirección de los asaltos y la
protección de los trabajos contra las salidas y fuegos que lanzasen desde
las murallas.
Estaban ya al final de tantos esfuerzos y
terminados los aprestos de destrucción; los soldados pedían a gritos el asalto,
cuando el duque Víctor, que había hecho un reconocimiento
hasta Ctesifonte, regresó trayendo la noticia de que no había encontrado
al enemigo en ninguna parte. La
La marcial bocina resonó por ambas partes. Los
romanos se esforzaron al principio en distraer la atención del enemigo por
medio de gritos amenazadores y multiplicados ataques fingidos; sus escudos
unidos formaban sobre sus cabezas una bóveda de figura indecisa, en tanto
unida, en tanto fraccionada, según la necesidad de la maniobra. Defendidos
los Persas por las láminas de hierro que les cubren y que están colocadas
como las plumas en el cuerpo de las aves, confiando en sus probadas
armaduras, en las que rebotan las saetas, resisten perfectamente en sus
parapetos, dispuestos siempre a burlar o a rechazar a viva fuerza las
tentativas de los sitiadores. Pero cuando ven a los nuestros, protegidos
por manteletes de mimbres, atacar seriamente las murallas,
flechas, hondas, pedazos de roca, todo lo emplean para rechazarlos. No
cesan de jugar las balistas, lanzando con silbidos continuas nubes de
saetas; y los escorpiones, por todas partes por donde puedan apuntarlos,
nos abruman con lluvia de piedras. El asalto se repite muchas veces; pero a
medio día el calor es demasiado intenso para pelear y mover las máquinas:
teniendo que ceder los dos bandos al cansancio y el sudor.
Al siguiente día comienza de nuevo la pelea en
igual forma, y termina como la víspera, sin ventaja decidida. El príncipe,
presente en todas partes, apresuraba la toma de la ciudad
que, deteniéndole al pie de sus murallas, le impedía descargar más lejos
los golpes más formidables. Pero en estos momentos supremos el incidente
más pequeño suele tener inesperadas consecuencias. Al terminar un asalto,
en el momento en que, como de ordinario, peleaban con menos ardor,
un golpe dado negligentemente por un ariete que acababan de colocar,
derribó la torre de ladrillos más alta, arrastrando en su ruina
considerable lienzo de la muralla inmediata. Entonces recrudece la lucha
con las alternativas de brioso arrebato en el ataque y de extraordinaria
energía en la defensa. Ningún esfuerzo detenía al soldado romano,
inflamado de ardor y de cólera; ningún apuro asustaba a los sitiados, que
peleaban por su salvación. Solamente la noche puso tregua e hizo pensar en
el descanso.
Todo esto había ocurrido en plena luz: Al terminar
la noche, vinieron a decir al Emperador, a quien tantos cuidados tenían
despierto, que los legionarios encargados de abrir la mina habían llevado
la galería hasta el pie de las murallas, y que solamente esperaban órdenes para
penetrar en el interior. Ya iba a amanecer; sonó la bocina y empuñaron las
armas. Intencionalmente se dirigió el ataque sobre dos puntos opuestos,
con objeto de que, en el tumulto de una defensa, dividida, la atención de
los sitiados, distraída del ruido más inmediato del trabajo de los mineros, no
acudiese a oponer fuerzas a su salida. Ejecutóse la orden, ocupóse la
guarnición y se practicó la abertura. Exuperio, soldado de la legión
Victorina, salió el primero; después el tribuno Magno; en seguida
el notario Joviano, siguiéndoles atrevida tropa. Degollaron primeramente a
los habitantes de la casa en que había desembocado la mina; y en seguida,
avanzando con precaución, cayeron sobre los centinelas, que cantaban a
gritos, según costumbre de su nación, las alabanzas de su justo
y afortunado soberano. Los que tienen por cierta la tradición del dios
Marte ayudando personalmente a Luscino en el ataque contra los lucanos, y
admiten sin escrúpulo la posibilidad de tal derogación de la majestad
divina, obtuvieron aquel día confirmación de su creencia. Un guerrero de
colosal estatura, que llamó la atención en lo más recio del asalto,
llevando él solo una escala, no se encontró a la mañana siguiente, a pesar
de las investigaciones que se hicieron en una revista general
del ejército. Ahora bien, un soldado, con el convencimiento de haberse
distinguido tanto, no habría dejado de presentarse. Pero por uno que quedó
ignorado, pusiéronse de manifiesto los nombres de cuantos merecían premio;
concediéndoseles la corona obsidional, y, según antigua costumbre,
se pronunció su elogio ante el ejército.
Invadida por dos partes, pronto quedó ocupada la
desgraciada ciudad; inmolando la furia del vencedor en los primeros momentos,
sin distinción de sexo ni edad, a cuantos encontró. Estrechados algunos
entre el hierro y el fuego, para escapar del inminente peligro se precipitaban
desde lo alto de las murallas, y; mutilados por la caída, sufrían mil
veces la muerte, esperando el golpe que les
Durante el sitio, un arquitecto nuestro, cuyo
nombre no recuerdo, encontrándose al lado de la armadura de un escorpión, quedó
con el pecho roto por la piedra que el apuntador colocó mal en la honda,
siendo lanzada en sentido inverso a su dirección. Encontráronle tendido en el
suelo y de tal manera destrozado, que no conservaba su cuerpo la forma
humana.
Enteróse al Emperador de que parte de los enemigos
permanecían escondidos cerca de las murallas de la ciudad destruida, en un
subterráneo de los que abundan en la comarca, disponiéndose a caer sobre
nuestra retaguardia. En seguida envió fuerzas escogidas de infantería
para desemboscarlos. No quisieron los soldados penetrar en aquella
caverna, y no pudiendo hacer salir a los que la ocupaban, cerraron la
entrada con un montón de paja y sarmientos y le prendieron fuego. El humo,
tanto más denso cuanto más estrecha era la abertura que encontraba para
penetrar en el interior, ahogó a muchos Persas; y las llamas que les
alcanzaban, obligó a los demás a entregarse por sí mismos a la muerte; y
después de exterminarlos por el hierro o el fuego, los nuestros regresaron
al campamento. De esta manera el valor de los romanos triunfó de aquella fuerte
y populosa ciudad, no dejando más que cenizas y escombros.
Después de esta gloriosa expedición tuvo el
ejército que atravesar sucesivamente muchos ríos sobre puentes, encontrándose
delante de dos fortificaciones cuidadosamente construidas. Víctor, que nos
precedía, quedó detenido allí algún tiempo sin poder cruzar el río; teniendo
delante al hijo del rey, que había salido de Ctesifonte con fuerzas
considerables. Pero viendo este príncipe acercarse el resto de nuestras
tropas, se retiró en seguida.
Continuando el ejército la marcha, atravesaba una
serie de matorrales y terrenos labrados, que presentaban variado cultivo.
Encontrábase allí un palacio de construcción romana, que debió
su conservación al placer que su vista nos produjo. También encontramos un
parque de inmenso circuito, cerrado con fuerte empalizada, encerrando los
animales destinados a las cacerías reales. Había allí leones de largas
melenas, jabalíes armados con temibles colmillos, osos como solamente se
encuentran en Persia, cuya ferocidad no puede imaginarse, y otros ejemplares de
los monstruos de las selvas, elegidos en las diferentes especies. Nuestros
soldados derribaron las puertas del recinto y mataron a todos aquellos
animales con las picas y las flechas.
El Emperador acampó y se fortificó apresuradamente
en aquellos parajes tan hermosos y bien cultivados, y, hallando a mano agua y
forraje, mandó descansar al ejército dos días. A corta distancia se
encuentra la ciudad de Cocha, que nosotros llamamos Seleucia, destruida por el emperador
Vero. Adelantándose Juliano con los exploradores, visitó su desierto recinto.
Un manantial que nunca se seca forma en aquel punto un lago que desagua en
el Tigris. Allí vio muchos cadáveres suspendidos en horcas: eran de los
parientes del Emperador que, como ya dijimos, se habían rendido en
Pirisabora. En aquel paraje mismo tuvo lugar el suplicio de Nabdates,
prisionero con ochenta de los suyos, en la toma de Maogamalca, pereciendo
en la hoguera. Había alcanzado perdón a pesar de haber defendido
tenazmente la ciudad, después de prometer reservadamente que nos la
entregaría, pero el inesperado perdón le había hecho insolente hasta el punto
de prescindir de toda circunspección en su lenguaje contra Hermisdas.
Poco después de nuestra partida experimentamos un
contratiempo. Una vanguardia, formada, por tres cohortes, encontró una fuerza
enemiga, que había salido de Ctesifonte, y, mientras sostenían el combate,
otro grupo cruzó el río, arrebató las bestias de carga que la seguían, y mató
algunos
Este insulto le irritó por modo extraordinario,
decidiéndole a sitiar la fortaleza; pero la guarnición preparaba vigorosa
defensa, confiando en su posición casi inaccesible y en la próxima llegada
del rey, de quien se decía estaba en marcha con fuerzas imponentes. A poco
quedaron terminados los manteletes y demás preparativos del sitio: pero
los sitiados, que a la luz de la luna veían nuestros trabajos desde las
murallas, hicieron de pronto, a la segunda vigilia, una salida en masa y
destrozaron una cohorte que sorprendieron. El tribuno que la mandaba cayó
peleando. En el mismo momento renovaron la maniobra que ya había dado
resultado a los Persas: parte de ellos pasó el río, cayeron sobre los
nuestros, mataron algunos y cogieron prisioneros. El convencimiento de que
se tenía encima una fuerza superior hizo que, por nuestra parte, fuese débil la
resistencia. Dominóse el pánico, pero los Persas a su vez se alarmaron al
escuchar la bocina que llamaba en socorro al resto del ejército, y se
retiraron sin experimentar pérdidas.
Indignado el Emperador, desmontó a los jinetes que
tan débilmente habían sostenido el empuje de los sitiados, imponiéndoles
servicio más rudo; volviendo en seguida el enojo contra la fortaleza, que
había puesto en peligro su vida, y empleando toda su habilidad y atención
en apoderarse de ella. Siempre en primera fila y testigo de todas las
hazañas, alababa el valor y daba ejemplo. En fin, después de diversas
alternativas, abrumada por las saetas de los sitiadores, fue tomada la
fortaleza, merced a un esfuerzo mejor combinado, y reducida a cenizas en el
acto. Conseguido este resultado, concedió al ejército algunos días de
descanso, necesarios por los trabajos que había realizado y los que le
quedaban que realizar, y dispuso abundante distribución de víveres. Pero
ante todo, consideró prudente rodearse de profundo foso y fuerte empalizada;
porque además de las salidas que podían temerse por la proximidad de
Ctesifonte, podían surgir repentinamente otros muchos peligros
imprevistos.
Después de esto llegamos al Naharmalcha o río de
los reyes, que es un brazo artificial del río y que encontramos seco. Trajano,
y después Severo, habían abierto este canal, siguiendo vasto plan y reuniendo
por este medio el Eufrates y el Tigris, habían establecido comunicación directa
entre los dos ríos para las naves más grandes. Comprendiendo los Persas el
partido que un enemigo podía sacar de aquella obra, hacía mucho tiempo que
la habían cegado. Por interés nuestro creímos conveniente abrir de nuevo
aquella vía, que recibió, en cuanto estuvo despejada, un volumen de agua
bastante considerable para sostener la flota en un trayecto de treinta
estadios, hasta su salida al Tigris. Al mismo tiempo pasó el ejército por
puentes y se dirigió a Cocha. En la opuesta orilla, rica y verde campiña
cubierta de viñedos y vergeles, nos ofrecía el descanso que necesitábamos. Allí
se alzaba, en medio de un bosque de cipreses, bellísima casa de recreo,
cuyas paredes interiores, cubiertas con representaciones de las cacerías
reales, presentaban por todas partes al monarca derribando bajo sus golpes
algunos monstruos de las selvas. De esta clase son generalmente
las pinturas del país, porque el arte solamente se dedica a reproducir
escenas de sangre y carnicería.
Hasta entonces todo le había resultado bien a
Juliano. Su valor se embravecía contra los obstáculos, y esta continuación de
triunfos le inspiraban confianza próxima a la temeridad. Por orden suya,
las naves más fuertes de las que llevaban las máquinas de guerra y los víveres
quedaron descargadas, recibiendo cada una ochenta soldados. En seguida
dividió en tres partes la flota; conservó dos bajo su mando, y confió a
Víctor el de la tercera, compuesta de cinco naves, con encargo de cruzar
rápidamente el río a las primeras sombras de la noche y ocupar la opuesta
orilla.
Esta disposición puso en extraordinaria alarma a
sus capitanes, quienes de común acuerdo le suplicaron la abandonase; pero fue
inquebrantable. Las naves obedecieron; desplegaron sus
Los Persas opusieron las apretadas filas de sus
catafractos, cuya armadura de hierro flexible deslumbra a sus adversarios, y
que montan caballos enjaezados con grueso cuero. Sus turmas se apoyaban en
muchas filas de peones armados con largos escudos convexos, cuyo tejido de
mimbre estaba cubierto con cuero crudo. Detrás estaban los elefantes,
montañas movibles amenazándonos desde lejos con un conflicto del que ya
teníamos terrible experiencia.
El Emperador por su parte adoptó el orden homérico
de intercalar lo que tenía menos seguro de la infantería entre el primer cuerpo
de batalla y la reserva. En efecto, si hubiese colocado al frente aquella
fuerza, bastaba, retrocediendo, para acarrear la derrota del resto; dispuesta
detrás, nada hubiese tenido a la espalda para contenerla. Él por su parte
no cesaba de correr del frente a la retaguardia con un cuerpo de
auxiliares armados a la ligera.
En cuanto los dos ejércitos se encontraron frente
a frente, los romanos agitaron sus penachos, resonaron los escudos y avanzaron
pausadamente, marcando el paso como en cadencia de anapesto. Comenzó la
batalla por algunos dardos lanzados fuera de las filas, y ya del hollado suelo
se alzaban torbellinos de polvo. Al sonido de la bocina se une la
excitación de los gritos lanzados, según costumbre, por ambas partes.
Trábanse a golpes de picas y de espadas: los nuestros estrechan de cerca
al enemigo, y por lo mismo sufren menos de sus flechas. Juliano se
multiplicaba, llevando socorros a donde flaqueaban y reanimando el valor
que veía debilitarse. En fin, la primera línea de los Persas comenzó a
retroceder poco a poco, y en seguida precipitó su retirada hacia Ctesifonte, no pudiendo
resistir más el calor de sus armaduras. Los nuestros, aunque igualmente
fatigados, habiendo peleado desde la mañana a la tarde bajo sol abrasador,
llevaron, sin embargo, a los Persas hasta el pie de las murallas de la
ciudad, donde penetraron con sus jefes, el surena, Pigrano y Narses. Los
nuestros hubiesen entrado también revueltos con los fugitivos, si el duque
Víctor, que había recibido una flecha en un hombro, no les hubiese gritado
y mandado detener, temiendo que si traspasaban las murallas cerrasen las
puertas a su espalda, quedando allí abrumados por el número.
Que la antigua poesía ensalce las hazañas de
Héctor y los trofeos de Aquiles; que la historia consigne siempre el heroísmo
de que dieron pruebas aquellos rayos de la guerra Sofanes y
Aminia, Calimaco y Cinegiro, en el famoso conflicto de Grecia y Asia; también
habrá que confesar que entre nuestros soldados tuvieron émulos en esta
batalla.
Había terminado el combate, y los soldados,
hollando los muertos y cubiertos de gloriosa sangre, se reunieron en torno de
la tienda imperial para pagar a su jefe el tributo de admiración
y gracias. Ignorábase qué celebrar más en él, si al general o al soldado.
Dos mil quinientos Persas, poco más o menos, habían perecido, y nosotros
no teníamos que deplorar más que a setenta de los nuestros. Juliano llamó
por sus nombres a los que con más intrepidez habían peleado a su vista
y distribuyó coronas según los méritos.
En aquel comienzo veía el anuncio de una serie de
triunfos, y quiso hacer amplio sacrificio a Marte vengador. Pero de diez toros
que llevaron, nueve (y este fue el primer pronóstico desagradable) cayeron
muertos antes de llegar al altar: y el décimo, que rompió las
cuerdas, costando mucho trabajo sujetarle, cuando le inmolaron, no
presentó más que señales de funesto
Celebrado consejo con los principales capitanes
acerca del sitio de Ctesifonte, los que conocían la plaza opinaron que sería
una imprudencia y una falta, en vista de su posición inexpugnable, y la
seguridad en que estaban de que muy pronto tendrían que habérselas con Sapor
y un ejército formidable. Esta opinión era razonable, aprobándola el buen
juicio del príncipe, que se limitó a enviar a Arintheo, con fuerza de
infantería ligera, a arrebatar las mieses y ganados de las ricas campiñas
inmediatas y perseguir al mismo tiempo a los enemigos dispersos por los bosques
u ocultos en parajes que ellos solos conocían. Esta expedición dio por resultado
considerable botín.
El ardor de Juliano le impulsaba hacia adelante, a
pesar de las opiniones contrarias. Reconvenía a sus capitanes que, por
pusilanimidad, según decía, o por amor al descanso, se atrevían a
aconsejarle dejar inacabada la conquista de Persia: De pronto tomó la
resolución de avanzar al interior, y dejó el río a la izquierda, bajo la
fe de guías muy poco seguros, dando la fatal orden de incendiar la flota.
Solamente conservó diez de las naves más pequeñas, destinadas a lanzar
puentes, disponiendo que le siguiesen en carretas. Creyó haber obrado
acertadamente arrancando esta presa al enemigo, y pudiendo disponer por
este medio de veinte mil hombres próximamente, ocupados desde el comienzo
de la campaña en la maniobra o remolque de las naves.
Enterado más adelante por los murmullos, reconoció
al fin lo que de suyo era evidente, esto es, que en el caso de un descalabro,
la retirada hacia el río se hacía imposible por aquellas áridas llanuras y
aquellas montañas que se perdían de vista. Sujetando los desertores a la
tortura, confesaron entre los tormentos que habían dado informes falsos; y
entonces se mandó que se corriese a apagar las llamas. Pero la
conflagración había sido tan rápida, que solamente quedaban intactas doce
naves, que habían podido conservarse separadas de las otras. Nos encontramos,
pues, privados imprudentemente de la flota; pero a los ojos de Juliano
quedaba compensado este inconveniente con la facultad de reconcentrar el
ejército y obrar en adelante sin dividir las fuerzas. Avanzábase, pues,
por masas compactas hacia el interior, y por todas partes se encontraba
todavía abundantes provisiones.
Para privarnos de este recurso y perdernos por
hambre, el enemigo puso fuego a los pastos y a las mieses, sazonadas ya. Este
incendio nos detuvo, y, para esperar que terminase, tuvimos que recurrir a
un campamento provisional. Entretanto los Persas nos molestaban sin cesar, en
tanto con escaramuzas, dispersándose en cuanto se les hacía frente, en
tanto oponiéndose en masas, con objeto de hacernos creer que el rey se les
había reunido y que este refuerzo les daba valor y
audacia desacostumbrados. Entonces capitanes y soldados deploraron la
pérdida de las naves, que les privaba del recurso de arrojar puentes y de
adelantarse a los movimientos del enemigo, cuya proximidad solamente se
conocía por el lejano brillo de las armaduras. A este inconveniente se
unía otro igualmente grave: no se oía hablar de los socorros ofrecidos por
Arsaces, ni de la próxima llegada de los dos cuerpos avanzados.
Para dar valor a los soldados, Juliano mandó
presentarles algunos prisioneros endebles y descarnados, como son casi todos
los Persas y, dirigiéndose a los nuestros, dijo: «Aquí tenéis a los que
los hijos de Marte consideran hombres: extenuados y deformes, cobardes a
quienes tantas veces hemos visto arrojar las armas y volver la espalda sin
pelear.» En seguida mandó retirar los prisioneros y reunió consejo, en el
que se trabaron largos debates, mientras los soldados gritaban, sin
miramiento alguno, que era necesario retroceder por donde se había venido. El
príncipe rechazó enérgicamente esta opinión, uniéndose a la suya muchos
votos para demostrar la imposibilidad de atravesar de nuevo aquellas
inmensas llanuras donde todo estaba destruido, mieses y pastos, y donde
solamente quedaban diseminadas algunas aldeas hambrientas respetadas por el
incendio general. Además, todos los caminos estaban impracticables por
consecuencia de la licuación de las nieves, y por todas partes la crecida
de los torrentes les había hecho salir de madre. Complicaba más la
situación la circunstancia de encontrarnos en la época en que el calor engendra
en aquel país millones de moscas y mosquitos, cuyo vuelo llena el espacio
día y noche y obscurece la luz del sol
No ofreciendo la prudencia humana solución alguna, eleváronse altares, inmoláronse víctimas y se consultó a los dioses para saber si se debía regresar directamente por la Asiria, o dar vuelta a las montañas a cortas jornadas, para caer bruscamente sobre el Chiliocomo, que linda con la Corduena, y talarlo. El examen de las entrañas dejó indecisa la cuestión, y al fin se, adoptó la idea de ocupar la Corduena a falta de cosa mejor. El diez y seis de las calendas de Julio, el ejército estaba en marcha desde la aurora, cuando se vio aparecer en el horizonte como una humareda o torbellino de polvo. Creyóse que eran piaras de asnos salvajes, cuya raza abunda en aquella comarca, y que acostumbran reunirse para defenderse de los ataques de los leones: otros opinaron que eran hordas de sarracenos, que atraía a nuestras enseñas el rumor que se había propagado del próximo asedio de Ctesifonte; pero también se propalaba la opinión de que era el ejército persa que venía a nuestro encuentro. En esta incertidumbre, y temiendo una sorpresa, se reunieron las fuerzas, y el ejército, formando el círculo, acampó tranquilamente a orillas de un arroyo, en un valle cubierto de hierba, bajo la protección de muchas líneas de escudos. Aquella cortina nebulosa estuvo a la vista hasta la tarde, sin que fuese posible averiguar lo que ocultaba.
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