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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 23

LIBRO 24

LIBRO 25

 

LIBRO XXIV

Juliano entra con su ejército en Asiria y prende fuego al fuerte de Anatho, cerca del Eufrates, que se le rindió.—Deja a un lado algunas otras plazas y quema las abandonadas: Pirisabora, que se rinde, es incendiada.—Promete cien denarios de recompensa a cada soldado, recibiendo todos con desdén tan pobre donativo.—Con noble y enérgico lenguaje les trae a la razón.—Los romanos sitian la ciudad de Moagamalca y la destruyen.—Toman e incendian otra plaza bien defendida por su posición y fortificaciones.—Después de un combate en que destrozó Juliano dos mil quinientos Persas sin perder más que sesenta de los suyos, arenga a sus soldados y les distribuye numerosas coronas.—Renuncia a sitiar a Ctesifonte: manda imprudentemente incendiar su flota y cesa de seguir la orilla del río.—Viendo que no puede construir puente ni contar con la reunión del resto de sus fuerzas, se decide a retirarse por la Corduena.

 

Tranquilo acerca de las buenas disposiciones del ejército, penetrado de singular ardor, y que, según costumbre, juraba por Dios que su querido príncipe era invencible, creyó Juliano llegado el momento de acometer las grandes empresas. Después de una noche dedicada al descanso, hizo dar la señal de marcha al amanecer, y entró con el día en Asiria, habiéndolo dispuesto todo de antemano para vencer las dificultades de la marcha. Veíasele, encendida la mirada, correr a caballo de fila en fila, dando a todos ejemplo de ardimiento y valor. Carecía del conocimiento del terreno, y, como el enemigo podía aprovecharse de ello para tenderle asechanzas, desde el principio, como general aleccionado por la experiencia, hizo que se adoptase el orden de marcha por cuadros. Ante todo había enviado por el frente y flancos mil quinientos exploradores, para reconocer el terreno y evitar toda sorpresa; y permaneciendo él mismo en el centro con la infantería, que formaba la fuerza principal del ejército, mandó a Nevita que costease el Eufrates a su derecha con algunas legiones. Por la izquierda, la caballería, a las órdenes de Arintheo y Hormisdas, marchaba en masas compactas por terreno llano. Degalaifo y Víctor mandaban la retaguardia, cerrando la marcha Secundino, duque de Osdruena. En fin, para aumentar el ejército a los ojos del enemigo y herir su imaginación con la idea de fuerzas superiores, cuidó de separar las huestes y las filas de modo que la columna ocupaba cerca de diez millas de terreno entre el frente de marcha y las últimas filas; maniobra muy frecuente y hábilmente empleada por Pirro, rey de Epiro, el más hábil de los generales en el arte de sacar partido del terreno, en extender o estrechar su orden de batalla, y multiplicar a la vista o disminuir sus fuerzas según la necesidad. Llenaron los espacios entre los cuerpos los bagajes, los criados y todo cuanto un ejército arrastra consigo, y que, dejado atrás, puede ser arrebatado por un golpe de mano. La flota, a pesar de los recodos del río, tuvo que marchar a la par y mantenerse constantemente a nivel nuestro.

Después de dos días de marcha llegamos a la ciudad de Duras, en las orillas del río, hallándola, desierta. En las inmediaciones encontramos numerosos rebaños de ciervos, de los que derribamos a flechazos y también a golpes de remo los bastantes para alimentar al ejército. El resto, gracias a su velocidad de natación, cruzó el río y se refugió en sus soledades, sin que pudiésemos impedirlo.

En seguida hicimos cuatro jornadas cortas; y en la tarde de la tercera el conde Luciliano recibió orden de tomar mil hombres armados a la ligera y llevarlos en las barcas para apoderarse del fuerte de Anatlio, situado, como casi todos los del país, en una isla del Eufrates. Las barcas se pusieron alrededor del fuerte, ocultas por la obscuridad de la noche; pero a las primeras luces del día, un habitante que salía a tomar agua comenzó a gritar al ver a los nuestros, y dio la alarma a la guarnición. Juliano, que estaba observando desde una altura, pasó entonces el brazo del río con dos naves de refuerzo, siguiéndole otras muchas que llevaban máquinas de sitio. Pero cuando llegó bajo las murallas, considerando que un ataque a viva fuerza ofrecía muchos peligros, quiso ensayar primeramente con los sitiados el efecto de las promesas y amenazas. Pidieron éstos entenderse con  Hormisdas, que consiguió impresionarles, garantizando la blandura con que se les trataría; viniendo todos a someterse, precedidos por un buey coronado, que en este pueblo es emblema de intenciones pacíficas. Evacuado el fuerte, en el acto quedó reducido a cenizas; y su comandante Puseo obtuvo por recompensa el tribunado, y más adelante el ducado de Egipto. Al resto de los habitantes les trataron humanitariamente, trasladándoles con sus bienes a Calcis, en Siria. En el número se encontraba un soldado romano que formó parte de la expedición de Galerio, y que había quedado enfermo. Siguiendo la costumbre del país, había tomado muchas mujeres, convirtiéndose en tronco de numerosa familia. Cuando le abandonaron, decía, apenas tenía edad para que le apuntase la barba y le encontrarnos con el aspecto de viejo decrépito. La rendición de la plaza, a la que se creía había contribuído, le colmaba de alegría, tomando por testigos a diferentes personas de haber predicho siempre que moriría teniendo cerca de cien años y que se le sepultaría en tierra romana. Poco tiempo después llegaron exploradores sarracenos a presentar prisioneros al Emperador, que mostró profundo regocijo, y, para alentarles a continuar, les hizo muchos regalos.

Un accidente muy desagradable ocurrió al siguiente día. Impetuoso viento que se alzaba en torbellinos derribó todas nuestras tiendas, rasgando muchas de ellas. Con tanta violencia soplaba, que los soldados no podían tenerse en pie, cayendo muchos al suelo. Aquel mismo día nos ocurrió casi un desastre. Desbordando repentinamente el río, sumergió muchas barcas nuestras cargadas de grano. Diques de piedras construidos para contener las aguas y distribuirlas después por canales de riego habían sido arrastrados, sin que nunca se haya podido saber si aquello aconteció por mano de los hombres o solamente por la fuerza de la corriente.

Habíamos tomado e incendiado la única fortaleza enemiga que habíamos visto delante de nosotros, y trasladado a otro paraje a sus defensores cautivos. La confianza del ejército había aumentado, proclamando en alta voz su entusiasmo por un príncipe que consideraba elegido por la bondad divina. Pero no había disminuido la prudencia de éste; sentíase en país desconocido y sabía que trataba con el enemigo más insaciable y fecundo en estratagemas. En tanto se le veía en el frente, en tanto a retaguardia, o, seguido por una escolta de caballería ligera, registrando los bosquecillos, reconociendo los valles por temor a las emboscadas, y ora reconviniendo con severidad, ora reprendiendo con la natural dulzura de su carácter la imprudencia del soldado que se separaba demasiado del grueso del ejército. Permitió, sin embargo, incendiar con las casas las ricas mieses que cubrían los campos, pero solamente cuando cada uno hubo hecho suficiente provisión de todas cosas. El enemigo, que no esperaba tales rigores, sufrió cruelmente. El soldado consumía con regocijo aquellos víveres, considerando que de igual manera aseguraría su subsistencia en lo venidero, y que, viviendo en la abundancia, conservaría las provisiones de que estaba cargada la flota. Uno hubo que, en su embriaguez, llevó la imprudencia hasta pasar a la otra orilla. Cogiéronle y le condenaron a muerte a nuestra vista.

Después de estas cosas, llegamos a la fortaleza de Thilutha, que se alza en medio del río sobre una roca extraordinariamente alta, a la que el arte no habría podido proteger tanto como la naturaleza. Cuando con buenas palabras, según se acostumbra, propusieron a la guarnición de aquella inexpugnable fortaleza la rendición, contestó que no había llegado el momento; pero que si conseguíamos enseñorearnos del reino, seguiría la suerte común, y reconocería entonces la dominación romana. Dicho esto, dejaron pasar al pie mismo de las murallas nuestra flota, sin dirigirle ni el más pequeño insulto. Igual negativa nos esperaba en la fortaleza de Achaicala, defendida de la misma manera por su posición insular e inaccesible, dejándola nosotros a un lado. Al siguiente día, y a doscientos estadios de allí, encontramos un fuerte abandonado a causa de la debilidad de sus murallas, y lo entregamos a las llamas. En los dos días inmediatos avanzamos doscientos estadios antes de llegar a Paraxmalcha, donde cruzamos un río para ocupar, siete millas más allá, la ciudad de Diacira, abandonada por sus habitantes, que dejaron en nuestro poder abundantes depósitos de trigo y sal blanca. En el punto más alto de la ciudad descollaba un templo. Fueron degolladas algunas mujeres que quedaron en las casas e incendiada la población. En seguida pasamos un manantial del que brotaba betún, y entramos en Ozogardana, evacuada a causa del terror que infundía nuestra proximidad. Todavía mostraban allí el tribunal del Emperador Trajano. También fue incendiada esta ciudad, después de lo cual descansamos dos días: pero al terminar la segunda noche, estuvo Hormisdas a punto de caer en manos del Surena (que entre los Persas es la dignidad más elevada después del rey), que le había preparado una emboscada de acuerdo con Maleco Posodaces, filarca de los sarracenos asanitas, bandido famoso por sus sangrientas depredaciones en las fronteras. Ignórase cómo había sido advertido de un reconocimiento que debía hacer nuestro aliado. Pero el golpe fracasó porque Hormisdas no pudo encontrar vado para cruzar el río, cuyo lecho es en aquel punto muy angosto y muy profundo.

Al amanecer nos encontrarnos delante los Persas, viéndose a lo lejos brillar los cascos y avanzar rápidamente aquellos temibles jinetes forrados de hierro. Los romanos, con intrépido arrebato y cubiertos con los escudos, volaron a su encuentro. La ira redoblaba su valor; nada les detiene, ni la amenaza de aquellos arcos tendidos, ni el brillo que producían los reflejos de las armaduras; y tan de cerca se ve estrechado el enemigo, que no puede disparar ni una flecha. Animados con el primer éxito, los nuestros llegan hasta el pueblo de Macepracta, donde todavía subsisten los restos de una muralla que, a lo que se cree, servía en otro tiempo de defensa a la Asiria contra las empresas de sus vecinos. Allí se divide el río en dos brazos, uno de los cuales forma los anchos canales que fertilizan extensísimos campos, llevando aguas a las ciudades de la Babilonia. El otro brazo, llamado Naliamalcha, es decir, río real, baña las murallas de Otosífonte. En el punto de unión se eleva una alta torre en forma de faro. En el segundo brazo se colocaron sólidos puentes para el paso de la infantería; y nuestros jinetes, completamente armados, cortaron de soslayo la corriente, eligiendo los puntos menos peligrosos. Repentinamente recibió a nuestras fuerzas en la otra orilla una lluvia de saetas; pero nuestros auxiliares, avezados a la carrera, se lanzaron como otras tantas aves de rapiña sobre los que las habían lanzado, y no dejaron ni uno.

Después de este combate llegamos ante Pirisabora, ciudad grande, populosa y rodeada de agua como una isla. El Emperador dio vuelta alrededor de ella a caballo, tomando ostensiblemente todas las medidas preliminares para un sitio, creyendo que bastaría esta demostración para que los habitantes abandonasen la idea de resistir; pero habiéndose, celebrado algunas conferencias, sin que produjesen efecto ruegos ni amenazas, decidió pasar a las obras. Formarónse, pues, en derredor de la ciudad tres líneas de ataque, y durante un día entero se cambiaron saetas. Fuerte y resuelta la guarnición, se apresuró, para guarecerse de nuestras saetas, a cubrir toda la extensión de las murallas con espesa cortina de pelo de cabra. Los Persas resistían bien detrás de sus escudos formados de mimbres tejidos cubiertos con cuero crudo; pareciendo aquellos soldados estatuas de hierro, porque les envolvía de pies a cabeza una armadura de láminas de este metal ingeniosamente superpuestas, y que obedecían a todos los movimientos del cuerpo, constituyendo impenetrable defensa.

Muchas veces mostraron deseo de hablar a su compatriota Hormisdas, nacido de sangre real; pero en cuanto se acercaba le abrumaban con injurias y reconvenciones, recibiéndole con los nombres de tránsfuga y traidor. Esta guerra de palabras ocupó considerable parte del día; pero en cuanto cerró la noche, mandó acercar algunas máquinas y se procedió a cegar el foso. La primera claridad del día reveló a los habitantes, asustados, los progresos que habían hecho nuestros trabajos; y además, habiendo quebrantado vigoroso golpe de ariete el baluarte de un ángulo de la muralla, abandonaron el doble recinto exterior de la ciudad y se retiraron a la fortaleza, construida sobre la meseta de un montecillo escarpado y redondeado en forma de escudo argólico, exceptuando la parte del septentrión, por donde faltaba la redondez, cubriendo aquel punto rocas que se alzaban desde el lecho del Eufrates. La defensa la formaban altas murallas construidas con ladrillo cocido cimentado con betún, construcción que aventaja a todas en solidez.

Irritado el soldado al encontrar vacía la ciudad, volvió su furor contra la fortaleza, desde la que lanzaban los habitantes nube de saetas. A los golpes de nuestras catapultas y balistas, oponían el efecto igualmente destructor de sus arcos, extremadamente encorvados, que tienden con suma lentitud, pero cuya cuerda, al escapar de los dedos que la retienen, lanza con violencia un dardo  herrado, cuyo choque en pleno cuerpo es siempre mortal. Las piedras, lanzadas a mano por una y otra parte, volaban también sin interrupción, y así se peleó desde el amanecer hasta muy entrada la noche, sin que resultase ventaja por uno ni otro bando. Al siguiente día comenzó de nuevo el combate, sosteniéndose con graves pérdidas recíprocas y sin mayor resultado, cuando la impaciencia del Emperador quiso apresurar la terminación. Poniéndose al frente de un grupo, mandó unir escudo con escudo, para defenderse mejor de las flechas, y avanzó de pronto contra una puerta de la fortaleza, defendida por fuerte cubierta de hierro. Aunque le lanzaron nubes de piedras, de pelotas de honda y otras armas arrojadizas, él mismo, con inminente peligro de su vida, insta reiteradamente a los suyos para que se abran paso derribando el obstáculo, y no se retiró sino en el momento en que iba a ser inevitablemente aplastado. Regresó sin perder ni un soldado, trayendo algunos ligeramente heridos, habiendo resultado él ileso, pero avergonzado, porque había leído que Escipión Emiliano con el historiador Polibio de Megalopolis en Arcadia y treinta soldados solamente, forzó de la misma manera una puerta de Cartago. Sin menospreciar una hazaña que consta en nuestros anales, creemos que la de Juliano puede comparársele. En aquel caso Escipión estaba protegido por la bóveda de piedra de un pórtico que formaba saliente sobre su cabeza, y penetró en la ciudad mientras los que guardaban la puertas reconcentraban sus esfuerzos en la destrucción de aquella defensa. Juliano, por el contrario, peleó al descubierto, y solamente se retiró a pesar suyo, cuando el cielo estaba obscurecido por los pedazos de piedra e innumerables saetas que caían por todos lados en derredor suyo.

Este atrevido golpe fue concebido y ejecutado repentinamente; y como estrechaba el tiempo a Juliano, viendo que adelantaba con lentitud la confección de manteletes y terraplenes, mandó construir inmediatamente la máquina llamada Helépolis, a la que, como ya dijimos, debió Demetrio su nombre de Poliocrates. Viendo entonces los progresos del monstruoso edificio, que muy pronto amenazaría a sus torres más altas, y considerando además la decisión de que se mostraban animados los sitiadores, recurrieron al fin los habitantes a las súplicas. Vióseles desparramarse por las torres y murallas, y desde allí, tendiendo a los romanos las suplicantes manos, implorar su compasión. Y en seguida, observando que se detenía el trabajo, que los obreros quedaban parados, señal de suspensión de hostilidades, pidieron hablar con Hormisdas, como les fue concedido. Marmesides, jefe de la fortaleza, se hizo entonces bajar por medio de una cuerda, siendo conducido ante el Emperador; y después de haber pedido y conseguido la vida para él y los suyos, regresó con estos, aceptando las condiciones convenidas todos los que se encontraban encerrados en la fortaleza, siendo concluido el tratado con las acostumbradas consagraciones religiosas. Entonces abrieron las puertas y todos salieron proclamando en alta voz la grandeza de ánimo y la clemencia del César. Solamente había dos mil quinientas personas de uno y otro sexo: el resto de la población, previendo el sitio, había abandonado de antemano en barquillas la ciudad. En la fortaleza encontraron considerables provisiones de armas y alimentos, de las que tornaron lo que creyeron necesario, entregando el resto a las llamas, así como la ciudad.

Al siguiente día, estando comiendo el Emperador en un momento de descanso, recibió una noticia desagradable. El surena que mandaba la vanguardia de los Persas había sorprendido tres turmas nuestras, y aunque les mató muy poca gente, entre los que había un tribuno, se había apoderado de un estandarte. Juliano se encolerizó extremadamente, y supliendo al número con la rapidez, se trasladó al punto del combate solamente con su escolta; cayó sobre el bando enemigo, que, aterrado, se dispersó vergonzosamente. En seguida depuso a los dos tribunos supervivientes, como cobardes e indignos y diezmó sus turmas, degradando, antes de hacerles morir, a los designados por la suerte; todo esto con sujeción a las antiguas leyes.

Después del incendio de Pirisabora, Juliano dio desde su tribunal gracias al ejército por su valor, exhortándole a que continuase dando iguales pruebas y prometiendo gratificación de cien monedas de plata por cabeza. Oyendo en seguida el murmullo que excitaba la pobreza de la oferta, alzó la voz, y con indignado acento, dijo:

«Delante tenéis a los Persas y su opulencia; ¿queréis enriqueceros? Tened valor paraarrebatarles sus despojos. Pero creedme: la república, que antes disponía de tantos tesoros, hoy se encuentra muy pobre, y tienen la culpa aquellos cuya bajeza aconseja a los príncipes que compren bárbaros a peso de oro, y además la paz y la libertad. El tesoro está agotado; las ciudades puestas a rescate y arruinadas las provincias. Soy de noble estirpe, pero no tengo caudal, y solamente he heredado un corazón sin miedo a nada. Haciendo consistir todos los bienes en las cualidades del alma, yo, que soy vuestro Emperador, no me avergüenzo de mi pobreza. También fue Fabricio tan pobre de caudal como rico de gloria: ¿dejó por esto de dirigir bien la guerra más importante? ¿Queréis ser ricos? Pues bien, sed valientes. Confiad con corazón más sumiso en Dios, y, si me atrevo a decirlo, en mí también; a no ser que prefiráis caer en la innoble anarquía de las pasadas sediciones, en cuyo caso, podéis continuar. Yo sabré morir como Emperador, al cabo de una carrera noblemente recorrida ya, y hacer sin pena el sacrificio de una vida que un acceso de fiebre puede terminar, o bien renunciaré el poder. A la manera que he vivido, puedo encontrarme desahogado en condición privada. Os dejo detrás de mí, lo digo con satisfacción y orgullo, jefes experimentados y hábiles en todos los achaques del arte de la guerra.»

Esta modesta oración del Emperador, tan bien proporcionada entre lo áspero y suave, calmó repentinamente la irritación, renaciendo la esperanza, y con ella la confianza: todos prometieron a una voz mostrarse dóciles y disciplinados, reconociendo con admiración el ascendiente que sabía ejercer el príncipe; y, según acostumbra el soldado en casos tales, suave rozamiento de armas confirmó la sinceridad de la declaración. En seguida entraron en las tiendas para tomar alegremente el alimento que permitían las circunstancias y para entregarse al descanso de la noche. Hasta en los términos del juramento sabía Juliano interesar sus simpatías: y en vez de jurar por los que les eran queridos, decía, por ejemplo: «¡Ojalá pueda vencer a los Persas!» o bien: «¡Ojalá pueda regenerar el Imperio romano!» También tuvo Trajano esta costumbre de jurar, quien, para asegurar algo, decía frecuentemente: «¡Así vea yo a la Dacia reducida a provincia romana!» o bien: «¡Ojalá pueda pasar el Histro y el Eufrates!» o algo parecido.

Avanzando catorce millas llegamos en seguida al punto del río donde se encuentran las esclusas que llevan la fecundidad a toda la campiña inmediata. Los Persas las habían levantado, sabiendo que tomaríamos aquel camino, ocasionando por este medio inmensa inundación. Obligado a detenerse un día ante aquel obstáculo y a dar descanso a las tropas, el Emperador marchó adelante, y con el auxilio de muchos odres henchidos, de barcas de cuero y de estacas de tronco de palmeras, consiguió, a fuerza de trabajo, construir multitud de puentecillos por los que pasó el ejército.

En esta comarca abundad los viñedos, como también árboles frutales de muchas clases, y muy especialmente los árboles de palmas, que forman verdaderos bosques hasta Mesenem y el mar Mayor. No se da un paso sin encontrar una palmera fecunda o estéril; obteniendo de la savia de las primeras miel y vino en abundancia. Dícese que las palmeras se unen, y que entre ellas es muy sensible la diferencia de sexo. Llégase hasta pretender que las hembras pueden ser fecundadas artificialmente; que estos árboles son susceptibles de amor reciproco, hasta el punto que no hay fuerza de viento que alcance a impedir en una pareja la inclinación de una a otra; que, falta de la fecundación del macho, la hembra aborta, no dando más que frutos imperfectos que no maduran: que para conocer de qué macho está enamorada una hembra, basta ungir su tronco con el licor que aquél destila. La emanación, por secreta ley de la naturaleza, se comunica al otro árbol, que manifiesta en seguida el deseo de unirse a él.

El ejército se sació de los frutos que encontraba a mano, y hasta hubo que precaverse de los excesos de la gula allí donde se temía la escasez. En seguida dejamos a la espalda muchas islas; y después de recibir una nube de flechas de parte de los arqueros persas, que se habían emboscado para sorprendernos, y a los que ahuyentamos, llegamos a un punto donde se divide en multitud de canales el brazo principal del Eufrates.

Había en esta comarca una ciudad habitada por judíos, que la habían abandonado a causa de la endeblez de sus murallas, y que los soldados, irritados, entregaron a las llamas. Desde allí continuó  Juliano la marcha con la confianza de quien cree tener a los dioses en su favor, y llegó a Maogamalca, ciudad importante y rodeada de fuertes muros. Levantó sus tiendas con todas las precauciones posibles para ponerlas al abrigo de los ataques de la caballería persa, tan temible en la llanura; y, tomando en seguida consigo algunos vélites, hizo a pie un reconocimiento completo de la plaza; pero cayendo en una emboscada, donde corrió inminente peligro su vida. Saliendo por una puerta oculta diez soldados persas, se deslizaron de rodillas por un talud, cayendo de improviso sobre los nuestros. Dos de ellos, que reconocieron a Juliano por las insignias de su dignidad, corrieron hacia él con la espada empuñada; pero él recibió valerosamente sus golpes en el escudo, atravesó a uno y el otro cayó acribillado por los que rodeaban al príncipe. Los ocho restantes, algunos de ellos heridos, emprendieron la fuga. Juliano trajo los despojos de los dos muertos como trofeos al campamento, donde le recibieron con entusiasmo. Torcuato arrebató un collar de oro a su enemigo vencido; Valerio, con un auxiliar alado, triunfó de un galo que se jactaba de su prodigiosa fuerza, adquiriendo por aquello el nombre de Corvino. No les disputamos nosotros estos títulos de gloria: pero que la hermosa hazaña de Juliano quede consignada para recuerdo de la posteridad.

Al siguiente día se construyó un puente, y el ejército pasó un brazo del río para buscar campamento más, favorable, haciendo Juliano que lo rodeasen con doble empalizada, porque sabía cuánto tenía que temer en medio de llanuras descubiertas. Decidido estaba a apoderarse de la ciudad, porque se hubiese expuesto mucho penetrando más adelante dejando tan considerable número de enemigos a la espalda. Mientras se ocupaban seriamente de los trabajos preparatorios, el surena trató de apoderarse de los caballos que pastaban en un bosque de palmeras, pero la cohorte de guardia le rechazó con pérdidas.

La población de las dos ciudades, no obstante su posición insular, se había alarmado, y trataba de refugiarse en Ctesifonte. El espesor de los bosques protegió la retirada de los unos; pero los otros no encontraron salvación más que embarcándose en troncos huecos y penetrando en el interior del país. Los soldados, que recorrían el río en barcas y esquifes recogiendo prisioneros, mataron parte de los fugitivos, que se defendieron. Por disposición muy bien entendida de nuestras fuerzas, mientras la infantería se entregaba a los trabajos de sitio, la caballería reconocía en grupos hasta muy lejos el campo para recoger víveres. De esta manera el ejército, respetando la parte de terreno que ocupaba, vivía, sin embargo, a expensas del enemigo.

Formadas nuestras fuerzas en tres líneas, atacaban ya vigorosamente el doble recinto de la ciudad, confiando el Emperador en conseguir su propósito. Pero si era indispensable apoderarse de la plaza, no era cosa fácil alcanzarlo. La fortaleza estaba construida sobre una roca a pico, recortada en aristas de acceso muy difícil y peligroso: además, el arte había construido hasta el nivel de aquella altura natural torres formidables que estaban llenas de combatientes, y obras muy fuertes en las inmediaciones de la parte baja de la ciudad, edificada en un declive que terminaba en el río. Añádase a estos obstáculos naturales una guarnición numerosa y escogida, inaccesible a la seducción, y cuyo patriotismo la llevaba a vencer o a sepultarse bajo las ruinas. Por otra parte, nuestras tropas mostraban ardimiento bastante indócil, que apenas podía contenerse; y en su impaciencia por atacar al enemigo cuerpo a cuerpo, se indignaban contra el toque de retirada que las hacía abandonar el asalto.

La habilidad del general triunfó de aquel ardor de los ánimos por medio de sabia repartición de fuerzas, designando a cada cual su tarea, que se apresuró a cumplir. Trabajábase aquí en construir altos terraplenes; allí se cegaban fosos, y más lejos se abrían largas galerías subterráneas; los artífices colocaban las máquinas, cuyo silbido se oiría muy pronto. Nevita y Dagalaifo tenían la vigilancia especial de los trabajos de mina y terraplenes; reservándose el Emperador la dirección de los asaltos y la protección de los trabajos contra las salidas y fuegos que lanzasen desde las murallas.

Estaban ya al final de tantos esfuerzos y terminados los aprestos de destrucción; los soldados pedían a gritos el asalto, cuando el duque Víctor, que había hecho un reconocimiento hasta Ctesifonte, regresó trayendo la noticia de que no había encontrado al enemigo en ninguna parte. La  embriaguez de regocijo que produjo en nuestras tropas aumentó su confianza y ardor guerrero, y esperaron con impaciencia la señal.

La marcial bocina resonó por ambas partes. Los romanos se esforzaron al principio en distraer la atención del enemigo por medio de gritos amenazadores y multiplicados ataques fingidos; sus escudos unidos formaban sobre sus cabezas una bóveda de figura indecisa, en tanto unida, en tanto fraccionada, según la necesidad de la maniobra. Defendidos los Persas por las láminas de hierro que les cubren y que están colocadas como las plumas en el cuerpo de las aves, confiando en sus probadas armaduras, en las que rebotan las saetas, resisten perfectamente en sus parapetos, dispuestos siempre a burlar o a rechazar a viva fuerza las tentativas de los sitiadores. Pero cuando ven a los nuestros, protegidos por manteletes de mimbres, atacar seriamente las murallas, flechas, hondas, pedazos de roca, todo lo emplean para rechazarlos. No cesan de jugar las balistas, lanzando con silbidos continuas nubes de saetas; y los escorpiones, por todas partes por donde puedan apuntarlos, nos abruman con lluvia de piedras. El asalto se repite muchas veces; pero a medio día el calor es demasiado intenso para pelear y mover las máquinas: teniendo que ceder los dos bandos al cansancio y el sudor.

Al siguiente día comienza de nuevo la pelea en igual forma, y termina como la víspera, sin ventaja decidida. El príncipe, presente en todas partes, apresuraba la toma de la ciudad que, deteniéndole al pie de sus murallas, le impedía descargar más lejos los golpes más formidables. Pero en estos momentos supremos el incidente más pequeño suele tener inesperadas consecuencias. Al terminar un asalto, en el momento en que, como de ordinario, peleaban con menos ardor, un golpe dado negligentemente por un ariete que acababan de colocar, derribó la torre de ladrillos más alta, arrastrando en su ruina considerable lienzo de la muralla inmediata. Entonces recrudece la lucha con las alternativas de brioso arrebato en el ataque y de extraordinaria energía en la defensa. Ningún esfuerzo detenía al soldado romano, inflamado de ardor y de cólera; ningún apuro asustaba a los sitiados, que peleaban por su salvación. Solamente la noche puso tregua e hizo pensar en el descanso.

Todo esto había ocurrido en plena luz: Al terminar la noche, vinieron a decir al Emperador, a quien tantos cuidados tenían despierto, que los legionarios encargados de abrir la mina habían llevado la galería hasta el pie de las murallas, y que solamente esperaban órdenes para penetrar en el interior. Ya iba a amanecer; sonó la bocina y empuñaron las armas. Intencionalmente se dirigió el ataque sobre dos puntos opuestos, con objeto de que, en el tumulto de una defensa, dividida, la atención de los sitiados, distraída del ruido más inmediato del trabajo de los mineros, no acudiese a oponer fuerzas a su salida. Ejecutóse la orden, ocupóse la guarnición y se practicó la abertura. Exuperio, soldado de la legión Victorina, salió el primero; después el tribuno Magno; en seguida el notario Joviano, siguiéndoles atrevida tropa. Degollaron primeramente a los habitantes de la casa en que había desembocado la mina; y en seguida, avanzando con precaución, cayeron sobre los centinelas, que cantaban a gritos, según costumbre de su nación, las alabanzas de su justo y afortunado soberano. Los que tienen por cierta la tradición del dios Marte ayudando personalmente a Luscino en el ataque contra los lucanos, y admiten sin escrúpulo la posibilidad de tal derogación de la majestad divina, obtuvieron aquel día confirmación de su creencia. Un guerrero de colosal estatura, que llamó la atención en lo más recio del asalto, llevando él solo una escala, no se encontró a la mañana siguiente, a pesar de las investigaciones que se hicieron en una revista general del ejército. Ahora bien, un soldado, con el convencimiento de haberse distinguido tanto, no habría dejado de presentarse. Pero por uno que quedó ignorado, pusiéronse de manifiesto los nombres de cuantos merecían premio; concediéndoseles la corona obsidional, y, según antigua costumbre, se pronunció su elogio ante el ejército.

Invadida por dos partes, pronto quedó ocupada la desgraciada ciudad; inmolando la furia del vencedor en los primeros momentos, sin distinción de sexo ni edad, a cuantos encontró. Estrechados algunos entre el hierro y el fuego, para escapar del inminente peligro se precipitaban desde lo alto de las murallas, y; mutilados por la caída, sufrían mil veces la muerte, esperando el golpe que les  arrancaba la vida. No se cogió vivo más que a Nabdates, jefe de los guardias del rey, con ochenta de éstos. Presentáronle al Emperador, quien, movido por la clemencia, dispuso se le perdonase. En seguida se distribuyó equitativamente el botín según el mérito, y, en cuanto al Emperador, que se contentaba con poco, solamente se reservó tres monedas de oro y un niño mudo, dotado de ademanes graciosísimos y elocuentes, declarando que estaba suficientemente recompensado por su victoria. Entre sus cautivas las había, naturalmente, muy hermosas, porque Persia tiene fama por la belleza de sus mujeres: pero Juliano no quiso ni verlas siquiera; teniendo este rasgo común con Alejandro y Escipión el Africano, que, esforzados en los trabajos y peligros, temían sucumbir a la voluptuosidad.

Durante el sitio, un arquitecto nuestro, cuyo nombre no recuerdo, encontrándose al lado de la armadura de un escorpión, quedó con el pecho roto por la piedra que el apuntador colocó mal en la honda, siendo lanzada en sentido inverso a su dirección. Encontráronle tendido en el suelo y de tal manera destrozado, que no conservaba su cuerpo la forma humana.

Enteróse al Emperador de que parte de los enemigos permanecían escondidos cerca de las murallas de la ciudad destruida, en un subterráneo de los que abundan en la comarca, disponiéndose a caer sobre nuestra retaguardia. En seguida envió fuerzas escogidas de infantería para desemboscarlos. No quisieron los soldados penetrar en aquella caverna, y no pudiendo hacer salir a los que la ocupaban, cerraron la entrada con un montón de paja y sarmientos y le prendieron fuego. El humo, tanto más denso cuanto más estrecha era la abertura que encontraba para penetrar en el interior, ahogó a muchos Persas; y las llamas que les alcanzaban, obligó a los demás a entregarse por sí mismos a la muerte; y después de exterminarlos por el hierro o el fuego, los nuestros regresaron al campamento. De esta manera el valor de los romanos triunfó de aquella fuerte y populosa ciudad, no dejando más que cenizas y escombros.

Después de esta gloriosa expedición tuvo el ejército que atravesar sucesivamente muchos ríos sobre puentes, encontrándose delante de dos fortificaciones cuidadosamente construidas. Víctor, que nos precedía, quedó detenido allí algún tiempo sin poder cruzar el río; teniendo delante al hijo del rey, que había salido de Ctesifonte con fuerzas considerables. Pero viendo este príncipe acercarse el resto de nuestras tropas, se retiró en seguida.

Continuando el ejército la marcha, atravesaba una serie de matorrales y terrenos labrados, que presentaban variado cultivo. Encontrábase allí un palacio de construcción romana, que debió su conservación al placer que su vista nos produjo. También encontramos un parque de inmenso circuito, cerrado con fuerte empalizada, encerrando los animales destinados a las cacerías reales. Había allí leones de largas melenas, jabalíes armados con temibles colmillos, osos como solamente se encuentran en Persia, cuya ferocidad no puede imaginarse, y otros ejemplares de los monstruos de las selvas, elegidos en las diferentes especies. Nuestros soldados derribaron las puertas del recinto y mataron a todos aquellos animales con las picas y las flechas.

El Emperador acampó y se fortificó apresuradamente en aquellos parajes tan hermosos y bien cultivados, y, hallando a mano agua y forraje, mandó descansar al ejército dos días. A corta distancia se encuentra la ciudad de Cocha, que nosotros llamamos Seleucia, destruida por el emperador Vero. Adelantándose Juliano con los exploradores, visitó su desierto recinto. Un manantial que nunca se seca forma en aquel punto un lago que desagua en el Tigris. Allí vio muchos cadáveres suspendidos en horcas: eran de los parientes del Emperador que, como ya dijimos, se habían rendido en Pirisabora. En aquel paraje mismo tuvo lugar el suplicio de Nabdates, prisionero con ochenta de los suyos, en la toma de Maogamalca, pereciendo en la hoguera. Había alcanzado perdón a pesar de haber defendido tenazmente la ciudad, después de prometer reservadamente que nos la entregaría, pero el inesperado perdón le había hecho insolente hasta el punto de prescindir de toda circunspección en su lenguaje contra Hermisdas.

Poco después de nuestra partida experimentamos un contratiempo. Una vanguardia, formada, por tres cohortes, encontró una fuerza enemiga, que había salido de Ctesifonte, y, mientras sostenían el combate, otro grupo cruzó el río, arrebató las bestias de carga que la seguían, y mató algunos  forrajeros que cogieron aislados. Enfurecido Juliano, se dirigió a Ctesifonte, deteniendo su marcha un castillo, construido sobre una altura y provisto de buenas defensas. A caballo y débilmente acompañado, reconoció aquella fortaleza; pero, habiendo avanzado imprudentemente hasta colocarse al alcance de las saetas, le conocieron. Inmediatamente cayó en derredor suyo una lluvia de flechas, hiriendo a su escudero, que estaba a su lado; y a él mismo le habría alcanzado una saeta de muralla, de no haberse apresurado todos a cubrirle con los escudos, preservándole de aquel inminente peligro.

Este insulto le irritó por modo extraordinario, decidiéndole a sitiar la fortaleza; pero la guarnición preparaba vigorosa defensa, confiando en su posición casi inaccesible y en la próxima llegada del rey, de quien se decía estaba en marcha con fuerzas imponentes. A poco quedaron terminados los manteletes y demás preparativos del sitio: pero los sitiados, que a la luz de la luna veían nuestros trabajos desde las murallas, hicieron de pronto, a la segunda vigilia, una salida en masa y destrozaron una cohorte que sorprendieron. El tribuno que la mandaba cayó peleando. En el mismo momento renovaron la maniobra que ya había dado resultado a los Persas: parte de ellos pasó el río, cayeron sobre los nuestros, mataron algunos y cogieron prisioneros. El convencimiento de que se tenía encima una fuerza superior hizo que, por nuestra parte, fuese débil la resistencia. Dominóse el pánico, pero los Persas a su vez se alarmaron al escuchar la bocina que llamaba en socorro al resto del ejército, y se retiraron sin experimentar pérdidas.

Indignado el Emperador, desmontó a los jinetes que tan débilmente habían sostenido el empuje de los sitiados, imponiéndoles servicio más rudo; volviendo en seguida el enojo contra la fortaleza, que había puesto en peligro su vida, y empleando toda su habilidad y atención en apoderarse de ella. Siempre en primera fila y testigo de todas las hazañas, alababa el valor y daba ejemplo. En fin, después de diversas alternativas, abrumada por las saetas de los sitiadores, fue tomada la fortaleza, merced a un esfuerzo mejor combinado, y reducida a cenizas en el acto. Conseguido este resultado, concedió al ejército algunos días de descanso, necesarios por los trabajos que había realizado y los que le quedaban que realizar, y dispuso abundante distribución de víveres. Pero ante todo, consideró prudente rodearse de profundo foso y fuerte empalizada; porque además de las salidas que podían temerse por la proximidad de Ctesifonte, podían surgir repentinamente otros muchos peligros imprevistos.

Después de esto llegamos al Naharmalcha o río de los reyes, que es un brazo artificial del río y que encontramos seco. Trajano, y después Severo, habían abierto este canal, siguiendo vasto plan y reuniendo por este medio el Eufrates y el Tigris, habían establecido comunicación directa entre los dos ríos para las naves más grandes. Comprendiendo los Persas el partido que un enemigo podía sacar de aquella obra, hacía mucho tiempo que la habían cegado. Por interés nuestro creímos conveniente abrir de nuevo aquella vía, que recibió, en cuanto estuvo despejada, un volumen de agua bastante considerable para sostener la flota en un trayecto de treinta estadios, hasta su salida al Tigris. Al mismo tiempo pasó el ejército por puentes y se dirigió a Cocha. En la opuesta orilla, rica y verde campiña cubierta de viñedos y vergeles, nos ofrecía el descanso que necesitábamos. Allí se alzaba, en medio de un bosque de cipreses, bellísima casa de recreo, cuyas paredes interiores, cubiertas con representaciones de las cacerías reales, presentaban por todas partes al monarca derribando bajo sus golpes algunos monstruos de las selvas. De esta clase son generalmente las pinturas del país, porque el arte solamente se dedica a reproducir escenas de sangre y carnicería.

Hasta entonces todo le había resultado bien a Juliano. Su valor se embravecía contra los obstáculos, y esta continuación de triunfos le inspiraban confianza próxima a la temeridad. Por orden suya, las naves más fuertes de las que llevaban las máquinas de guerra y los víveres quedaron descargadas, recibiendo cada una ochenta soldados. En seguida dividió en tres partes la flota; conservó dos bajo su mando, y confió a Víctor el de la tercera, compuesta de cinco naves, con encargo de cruzar rápidamente el río a las primeras sombras de la noche y ocupar la opuesta orilla.

Esta disposición puso en extraordinaria alarma a sus capitanes, quienes de común acuerdo le suplicaron la abandonase; pero fue inquebrantable. Las naves obedecieron; desplegaron sus enseñas, y muy pronto desaparecieron de la vista. En el momento de abordar, las recibió una lluvia de fuego y materias combustibles, y hubiesen quedado reducidas a ceniza con los hombres que las tripulaban, a no ser por la enérgica decisión de Juliano, que, diciendo que aquellos fuegos eran la señal convenida del desembarco, excitó al resto de la flota a forzar los remos. Ejecutado este movimiento con rapidez, salvó a las cinco naves, que se acercaron a tierra sin graves daños; y el resto de las tropas, después de empeñada pelea, a pesar de las piedras y saetas de toda clase que les arrojaban desde lo alto, pudo al fin subir las laderas del río y mantenerse en ellas. Mucho se ha celebrado a Sertorio por haber atravesado a nado el Ródano, yendo completamente armado y revestido con la coraza: mucho puede decirse también de los nuestros que, por honor en esta ocasión y por seguir sus enseñas, se lanzaron sin otro apoyo que sus anchos y cóncavos escudos sobre el agua profunda y turbulenta del río, y, aunque novicios en esta maniobra, rivalizaron en cierto modo en rapidez con las naves.

Los Persas opusieron las apretadas filas de sus catafractos, cuya armadura de hierro flexible deslumbra a sus adversarios, y que montan caballos enjaezados con grueso cuero. Sus turmas se apoyaban en muchas filas de peones armados con largos escudos convexos, cuyo tejido de mimbre estaba cubierto con cuero crudo. Detrás estaban los elefantes, montañas movibles amenazándonos desde lejos con un conflicto del que ya teníamos terrible experiencia.

El Emperador por su parte adoptó el orden homérico de intercalar lo que tenía menos seguro de la infantería entre el primer cuerpo de batalla y la reserva. En efecto, si hubiese colocado al frente aquella fuerza, bastaba, retrocediendo, para acarrear la derrota del resto; dispuesta detrás, nada hubiese tenido a la espalda para contenerla. Él por su parte no cesaba de correr del frente a la retaguardia con un cuerpo de auxiliares armados a la ligera.

En cuanto los dos ejércitos se encontraron frente a frente, los romanos agitaron sus penachos, resonaron los escudos y avanzaron pausadamente, marcando el paso como en cadencia de anapesto. Comenzó la batalla por algunos dardos lanzados fuera de las filas, y ya del hollado suelo se alzaban torbellinos de polvo. Al sonido de la bocina se une la excitación de los gritos lanzados, según costumbre, por ambas partes. Trábanse a golpes de picas y de espadas: los nuestros estrechan de cerca al enemigo, y por lo mismo sufren menos de sus flechas. Juliano se multiplicaba, llevando socorros a donde flaqueaban y reanimando el valor que veía debilitarse. En fin, la primera línea de los Persas comenzó a retroceder poco a poco, y en seguida precipitó su retirada hacia Ctesifonte, no pudiendo resistir más el calor de sus armaduras. Los nuestros, aunque igualmente fatigados, habiendo peleado desde la mañana a la tarde bajo sol abrasador, llevaron, sin embargo, a los Persas hasta el pie de las murallas de la ciudad, donde penetraron con sus jefes, el surena, Pigrano y Narses. Los nuestros hubiesen entrado también revueltos con los fugitivos, si el duque Víctor, que había recibido una flecha en un hombro, no les hubiese gritado y mandado detener, temiendo que si traspasaban las murallas cerrasen las puertas a su espalda, quedando allí abrumados por el número.

Que la antigua poesía ensalce las hazañas de Héctor y los trofeos de Aquiles; que la historia consigne siempre el heroísmo de que dieron pruebas aquellos rayos de la guerra Sofanes y Aminia, Calimaco y Cinegiro, en el famoso conflicto de Grecia y Asia; también habrá que confesar que entre nuestros soldados tuvieron émulos en esta batalla.

Había terminado el combate, y los soldados, hollando los muertos y cubiertos de gloriosa sangre, se reunieron en torno de la tienda imperial para pagar a su jefe el tributo de admiración y gracias. Ignorábase qué celebrar más en él, si al general o al soldado. Dos mil quinientos Persas, poco más o menos, habían perecido, y nosotros no teníamos que deplorar más que a setenta de los nuestros. Juliano llamó por sus nombres a los que con más intrepidez habían peleado a su vista y distribuyó coronas según los méritos.

En aquel comienzo veía el anuncio de una serie de triunfos, y quiso hacer amplio sacrificio a Marte vengador. Pero de diez toros que llevaron, nueve (y este fue el primer pronóstico desagradable) cayeron muertos antes de llegar al altar: y el décimo, que rompió las cuerdas, costando mucho trabajo sujetarle, cuando le inmolaron, no presentó más que señales de funesto augurio. Al ver esto encolerizóse Juliano y juró por Júpiter que no sacrificaría más a Marte. Este juramento no fue retractado, porque no tardó la muerte del Emperador.

Celebrado consejo con los principales capitanes acerca del sitio de Ctesifonte, los que conocían la plaza opinaron que sería una imprudencia y una falta, en vista de su posición inexpugnable, y la seguridad en que estaban de que muy pronto tendrían que habérselas con Sapor y un ejército formidable. Esta opinión era razonable, aprobándola el buen juicio del príncipe, que se limitó a enviar a Arintheo, con fuerza de infantería ligera, a arrebatar las mieses y ganados de las ricas campiñas inmediatas y perseguir al mismo tiempo a los enemigos dispersos por los bosques u ocultos en parajes que ellos solos conocían. Esta expedición dio por resultado considerable botín.

El ardor de Juliano le impulsaba hacia adelante, a pesar de las opiniones contrarias. Reconvenía a sus capitanes que, por pusilanimidad, según decía, o por amor al descanso, se atrevían a aconsejarle dejar inacabada la conquista de Persia: De pronto tomó la resolución de avanzar al interior, y dejó el río a la izquierda, bajo la fe de guías muy poco seguros, dando la fatal orden de incendiar la flota. Solamente conservó diez de las naves más pequeñas, destinadas a lanzar puentes, disponiendo que le siguiesen en carretas. Creyó haber obrado acertadamente arrancando esta presa al enemigo, y pudiendo disponer por este medio de veinte mil hombres próximamente, ocupados desde el comienzo de la campaña en la maniobra o remolque de las naves.

Enterado más adelante por los murmullos, reconoció al fin lo que de suyo era evidente, esto es, que en el caso de un descalabro, la retirada hacia el río se hacía imposible por aquellas áridas llanuras y aquellas montañas que se perdían de vista. Sujetando los desertores a la tortura, confesaron entre los tormentos que habían dado informes falsos; y entonces se mandó que se corriese a apagar las llamas. Pero la conflagración había sido tan rápida, que solamente quedaban intactas doce naves, que habían podido conservarse separadas de las otras. Nos encontramos, pues, privados imprudentemente de la flota; pero a los ojos de Juliano quedaba compensado este inconveniente con la facultad de reconcentrar el ejército y obrar en adelante sin dividir las fuerzas. Avanzábase, pues, por masas compactas hacia el interior, y por todas partes se encontraba todavía abundantes provisiones.

Para privarnos de este recurso y perdernos por hambre, el enemigo puso fuego a los pastos y a las mieses, sazonadas ya. Este incendio nos detuvo, y, para esperar que terminase, tuvimos que recurrir a un campamento provisional. Entretanto los Persas nos molestaban sin cesar, en tanto con escaramuzas, dispersándose en cuanto se les hacía frente, en tanto oponiéndose en masas, con objeto de hacernos creer que el rey se les había reunido y que este refuerzo les daba valor y audacia desacostumbrados. Entonces capitanes y soldados deploraron la pérdida de las naves, que les privaba del recurso de arrojar puentes y de adelantarse a los movimientos del enemigo, cuya proximidad solamente se conocía por el lejano brillo de las armaduras. A este inconveniente se unía otro igualmente grave: no se oía hablar de los socorros ofrecidos por Arsaces, ni de la próxima llegada de los dos cuerpos avanzados.

Para dar valor a los soldados, Juliano mandó presentarles algunos prisioneros endebles y descarnados, como son casi todos los Persas y, dirigiéndose a los nuestros, dijo: «Aquí tenéis a los que los hijos de Marte consideran hombres: extenuados y deformes, cobardes a quienes tantas veces hemos visto arrojar las armas y volver la espalda sin pelear.» En seguida mandó retirar los prisioneros y reunió consejo, en el que se trabaron largos debates, mientras los soldados gritaban, sin miramiento alguno, que era necesario retroceder por donde se había venido. El príncipe rechazó enérgicamente esta opinión, uniéndose a la suya muchos votos para demostrar la imposibilidad de atravesar de nuevo aquellas inmensas llanuras donde todo estaba destruido, mieses y pastos, y donde solamente quedaban diseminadas algunas aldeas hambrientas respetadas por el incendio general. Además, todos los caminos estaban impracticables por consecuencia de la licuación de las nieves, y por todas partes la crecida de los torrentes les había hecho salir de madre. Complicaba más la situación la circunstancia de encontrarnos en la época en que el calor engendra en aquel país millones de moscas y mosquitos, cuyo vuelo llena el espacio día y noche y obscurece la luz del sol y de las estrellas.

No ofreciendo la prudencia humana solución alguna, eleváronse altares, inmoláronse víctimas y se consultó a los dioses para saber si se debía regresar directamente por la Asiria, o dar vuelta a las montañas a cortas jornadas, para caer bruscamente sobre el Chiliocomo, que linda con la Corduena, y talarlo. El examen de las entrañas dejó indecisa la cuestión, y al fin se, adoptó la idea de ocupar la Corduena a falta de cosa mejor. El diez y seis de las calendas de Julio, el ejército estaba en marcha desde la aurora, cuando se vio aparecer en el horizonte como una humareda o torbellino de polvo. Creyóse que eran piaras de asnos salvajes, cuya raza abunda en aquella comarca, y que acostumbran reunirse para defenderse de los ataques de los leones: otros opinaron que eran hordas de sarracenos, que atraía a nuestras enseñas el rumor que se había propagado del próximo asedio de Ctesifonte; pero también se propalaba la opinión de que era el ejército persa que venía a nuestro encuentro. En esta incertidumbre, y temiendo una sorpresa, se reunieron las fuerzas, y el ejército, formando el círculo, acampó tranquilamente a orillas de un arroyo, en un valle cubierto de hierba, bajo la protección de muchas líneas de escudos. Aquella cortina nebulosa estuvo a la vista hasta la tarde, sin que fuese posible averiguar lo que ocultaba.

 

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