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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXIII
Vana tentativa de Juliano para reedificar el
templo de Jerusalén.—Intima a Arsaces, rey de Armenia, a que se prepare para
hacer la guerra con él a los Persas, y pasa el Eufrates con un cuerpo de
escitas auxiliares.—Durante la marcha del ejército por la Mesopotamia, los
jefes de muchas tribus de sarracenos le ofrecen auxilio y le regalan una
corona de oro.—La flota romana, formada por mil y cien naves, cubre las
aguas del Eufrates.—Descripción de las máquinas de sitio y de muralla: la
balista, el onagro o escorpión, el ariete, el helépolo y el maleolo.—Juliano
pasa el Aboras por un puente de barcas, cerca de Circesio.—Su arenga al
ejército.—Enumeración de las diez y ocho provincias principales del reino
de Persia y de sus ciudades. Costumbres de los habitantes.
(Año 363 de J. C.)
Pasando en silencio cosas de poca monta, llegamos
al cuarto consulado de Juliano, que tomó por colega a Salustio, prefecto de las
Galias. Pareció extraño que eligiese un hombre de condición privada,
siendo, efectivamente, el único ejemplo que podía citarse desde el consulado
de Diocleciano y Aristóbulo. Continuaba Juliano apresurando sus
armamentos, adelantándose su impaciencia a los obstáculos; y aquel genio
que todo lo abarcaba, concebía al mismo tiempo la idea de una obra
monumental capaz de perpetuar el recuerdo de su reInado; puesto que quería
modificar sobre planos extraordinariamente suntuosos aquel magnífico
templo de Jerusalén, que después de una serie de mortíferos combates
librados por Vespasiano, tomó al fin Tito a viva fuerza. Encargó de este
trabajo a Alipio de Antioquía, que había administrado la Bretaña como
lugarteniente de los prefectos. Perfectamente secundado Alipio por el
corrector de la provincia, impulsaba vigorosamente los trabajos; cuando
repentinamente formidable erupción de globos de fuego, que brotaron uno
tras otro de los mismos cimientos del edificio, hizo el paraje inaccesible a
los trabajadores, después de haber perecido muchos de ellos; y renovándose
el prodigio siempre que volvían al trabajo, fue necesario renunciar a la
empresa.
Por este tiempo recibió Juliano una legación de la
ciudad eterna, para la que habían elegido varones de elevado nacimiento y
recomendable mérito, a todos los cuales confirió la investidura de alguna
dignidad importante: hizo a Aproniano prefecto de Roma, a Octaviano procónsul
del Asia, a Venusto encargó el vicariato de España, y a Aradio Rufino dio
la sucesión del cargo de su tío Juliano, conde de Oriente. A estos
nombramientos acompañaron dos circunstancias de funesto presagio,
confirmadas después por los acontecimientos. Félix, prefecto de los donativos,
murió repentinamente de una hemorragia, siguiéndole a poco el conde
Juliano, lo cual daba lugar a siniestras observaciones cuando se leía esta
inscripción en las efigies del príncipe: Felix, Julianus Augustusque. A
este pronóstico había precedido otro igualmente funesto. El día de las calendas
de Enero, en el momento en que el príncipe subía las gradas del templo, el
decano de los sacerdotes cayó sin haber recibido choque ostensible,
quedando muerto repentinamente. Los que presenciaron el acontecimiento,
por ignorancia o adulación, aplicaban el presagio al mayor en edad de los
dos cónsules, es decir, a Salustio. Pero el resultado demostró que no se
refería al más avanzado en años, sino al más elevado en dignidad, la fatal
advertencia. Este funesto presagio lo confirmaban otras circunstancias,
aunque menos características. En el mismo momento en que se declaró la
apertura de la campaña, llegó la noticia de un terremoto que se había
sentido en Constantinopla; y los peritos en adivinación deducían triste
augurio para el jefe del ejército que iba a entrar en país
enemigo. Tratóse de persuadir a Juliano de que había elegido mal el
momento, y que si se puede prescindir de los presagios, es solamente en el
caso en que, ante la amenaza de una invasión extranjera, es ley suprema la
salvación común, y no admite aplazamientos. Al mismo tiempo le anunciaban
cartas de Roma que los libros sibilinos, consultados por orden suya, prohibían
terminantemente cruzar la frontera aquel año.
Sin embargo, de todas partes recibía legaciones
ofreciéndole socorros; acogíalas agradablemente Juliano; pero confiando
completamente en sus propios recursos, a todos contestaba que Roma acudía
en auxilio de sus amigos y aliados cuando necesitaban su intervención; pero
que no cuadraba bien a su dignidad emplear su ayuda para vengar sus
injurias. A pesar de esto, había exhortado a Arsaces, rey de Armenia, para
que preparase un cuerpo de tropas considerable, con objeto de operar de la
manera y en la dirección que después se le diría. Dispuestas ya las cosas,
en los primeros días de la primavera envió la orden de marcha a todos los
cuerpos, y deseando adelantarse a la noticia de su partida, mandó que
cruzasen inmediatamente el Eufrates. El movimiento fue general en todos
los cuarteles, y una vez atravesado el río y ocupadas las
posiciones designadas, se esperó la llegada del jefe.
En el momento de salir de Antioquía, nombró
Juliano para el gobierno de Siria a un tal Alejandro de Heliápolis, varón
turbulento y malo. Decía el Emperador que aquel hombre no era digno de tal
puesto, pero que los habitantes de Antioquía lo tenían merecido por su
insolencia y avidez. En el momento de la marcha le rodeó la multitud,
deseándole buen viaje y glorioso regreso, y suplicándole que se ablandase
para ellos, mostrándose en lo venidero más benévolo con su ciudad. Pero
Juliano, resentido todavía por sus sarcasmos, les contestó agriamente que les
veía por última vez; habiendo tomado medidas, según decía, para tener en
Tarso su cuartel de invierno después de la campaña, regresando por el
camino más corto. Memorio, presidente de Cilicia, había recibido ya sus
órdenes para las disposiciones necesarias. Las palabras del emperador se
realizaron puntualmente, porque a Tarso llevaron su cadáver, sepultándole
sin pompa en un arrabal, en cumplimiento de su última voluntad.
Acercábase la primavera, y el Emperador partió el
día de las nonas de Marzo, no empleando más tiempo del necesario para llegar a
Hierápolis. En el momento en que pasaba bajo las puertas de esta gran
ciudad, derrumbóse a su izquierda un pórtico, aplastando con sus escombros
cincuenta soldados que estaban debajo, e hiriendo a mayor número. Allí
reunió su ejército y se dirigió a la Mesopotamia con tal celeridad (cosa
que entraba en sus planes), que antes de que circulase la noticia de su
marcha estaba ocupada ya la Asiria. Reforzado con un cuerpo de Escitas, pasó
el Eufrates por un puente de barcas y llegó a Batnea, ciudad municipal de
la Osdronea, donde funesto accidente aumentó los siniestros
presentimientos. Acostumbran en este país a hacer montones de paja
extraordinariamente altos. Los forrajeros del ejército se lanzaron en
considerable número y sin precaución alguna a socavar uno de aquellos
pajares por la base, y, cayendo toda la masa, ahogó con su peso a
cincuenta de ellos.
Dominado por pensamientos sombríos, dejó Juliano a
Batnea, marchando apresuradamente a Carras, ciudad antigua y famosa por el
desastre de los dos Crassos y su ejército. Encuéntranse allí dos caminos
para marchar a Persia: a la izquierda por Adiabena y el Tigris, a la derecha
por Asiria y el Eufrates. Juliano se detuvo algunos días en aquella ciudad
para tomar algunas disposiciones y para ofrecer, según el rito local, un
sacrificio a la luna, objeto de culto particular en el cantón. Dícese que
allí, delante de los altares y sin que hubiese testigos, entregó la clámide de
púrpura a su pariente Procopio, y le recomendó empuñar atrevidamente las
riendas del Imperio, en el caso de que cayese él bajo los golpes de los
Persas. Siniestros ensueños perturbaron las noches de Juliano en aquella
ciudad; y los intérpretes, a quienes dio cuenta de sus visiones, convinieron
con él en observar lo que ocurriese al día siguiente, que era el catorce
de las calendas de Abril. Ahora bien: como después se supo, aquella misma
noche, siendo prefecto Aproniano, quedó reducido a cenizas el templo de
Apolo Palatino en Roma; y sin los socorros que por todas partes acudieron,
también habrían sido presa de las llamas los libros sibilinos.
Mientras se ocupaba Juliano en Carras de los
movimientos de las tropas y de la dirección de los convoyes, llegaron
mensajeros, extenuados por la carrera, para notificarle que turmas
de caballería enemiga habían penetrado por un punto de la frontera y recogido
botín. Aquel audaz golpe de mano le irritó extraordinariamente, poniendo
en el acto en práctica un proyecto que tenía de antemano. Entregó a
Procopio treinta mil hombres escogidos y le unió el conde Sebastián,anteriormente duque de Egipto, mandándoles que
maniobrasen en la orilla izquierda del Tigris, y que estuviesen muy prevenidos
contra las sorpresas de que los historiadores de nuestras guerras con los
parthos refieren tantos ejemplos. Recomendóles además, que si les era posible
se reuniesen con Arsaces para talar, de acuerdo con él, el distrito de
Chilicomo, el más fértil de toda la Media, y en seguida regresar por la
Corduena y la Moxoena, para ayudarle en sus operaciones ulteriores en
la Asiria. Tomadas estas disposiciones, simuló un avance sobre el Tigris,
habiendo enviado con este propósito provisiones hacia aquel punto; en
seguida describió repentinamente un recodo hacia la derecha y mandó parar
por la noche, que pasaron vigilando. En cuanto amaneció el día
siguiente, pidió un caballo, llamándose Babilonio el que le trajeron; y
aquel animal, atacado repentinamente de cólico, cayó agitándose,
arrastrando en el polvo su gualdrapa bordada de pedrería. Juliano exclamó
entonces, regocijado con el presagio: «Babilonia ha caído despojada de todos
sus ornamentos»: aplaudiendo todos los que lo oyeron. Detúvose un poco
tiempo en aquel paraje para ofrecer un sacrificio, con objeto de asegurar
los efectos del presagio; y en seguida marchó a Davana, fortaleza situada
en el nacimiento del Belias, que desagua en el Eufrates. Descansó allí
el ejército, comió y se trasladó en seguida a Calinicio, plaza fuerte y
centro de considerable comercio. El cinco de las calendas celebró allí,
según el ceremonial acostumbrado, los misterios de la Madre de los dioses,
porque este día señalaba en Roma la celebración anual de esta antigua fiesta y
de la inmersión tradicional en las aguas del Almón del carro que llevó la
estatua de la diosa. Cumplido este deber, pudo descansar el príncipe una
noche entera, no viendo en sueños más que triunfos y regocijos. A la
mañana siguiente volvió a partir, siguiendo con su escolta las orillas del río,
cuya corriente en aquel punto comienza a aumentar con multitud de
tributarios.
Este día descansó bajo la tienda, y allí recibió
el homenaje de varios jefes de tribus sarracenas, excelentes auxiliares para
los golpes de mano, que le ofrecieron de rodillas una corona de oro, y
le adoraron como a soberano del mundo entero. Mientras estaba hablando con
ellos, llegó la flota mandada por el tribuno Constancio y el conde
Luciliano, flota que, rival de la de Jerjes, cubría el Eufrates con sus
numerosas naves. Formábanla mil barcos de carga, de formas
diferentes, abundantemente provistos de víveres, armas y máquinas de
guerra; cincuenta naves de combate y otras destinadas a servir de base a
los puentes.
Para instrucción de los lectores, me veo
naturalmente obligado a describir la forma y efectos de las máquinas de guerra
de que acabo de hablar. Comenzaré por la balista. Una armadura
fuerte, fija entre dos montantes, una plancha de cierta longitud, cuya
línea central, perfectamente lisa, se prolonga por una palanca cuadrada,
formando una especie de timón. En la base de esta palanca, surcada en toda
su longitud por estrecha ranura, se encuentra sujeto un cable formado
con numerosas cuerdas de nervios, y que se estira por dos fuertes
tornillos de madera, de los que cada cual tiene gruesa cabeza saliente,
cruzada con un molinete. Al lado de uno de estos tornillos se coloca el
que apunta, vigilando la maniobra, y coloca rápidamente en la ranura una flecha
de madera, armada con un hierro puntiagudo de grandes dimensiones.
Colocados a derecha e izquierda de la balista, hombres vigorosos hacen
girar en el acto y vivamente el doble molinete, cuyo juego pone en enorme
tensión el cable, que atrae la flecha hacia atrás, hasta que la parte superior
de la punta de hierro toca, retrocediendo, las ataduras del cable sujeto
al extremo de la palanca. En el momento preciso, la acción de los
molinetes suelta el disparador, y el cable, bruscamente libre, lanza por
la ranura la flecha, que algunas veces brilla por la rapidez del movimiento, y
casi siempre hiere de muerte antes de ser vista.
El escorpión, llamado hoy onagro, se construye del
siguiente modo. Alísanse dos tablas de roble o de haya verde, dándoles ligera
curvatura y uniéndolas en seguida de manera que se toquen por los
extremos, horadados de antemano por dos o tres agujeros por los que pasan
fuertes cuerdas destinadas a dar solidez a los maderos que atraviesan por
los dos extremos y oprimen poderosamente. Entre estas cuerdas inmóviles se
alza oblicuamente una palanca de madera, que, por medio de otras cuerdas,
sube o baja a voluntad, como lanza de carro, estando la base de la
palanca sujeta con fuerte perno: la parte superior de la palanca,
guarnecida con un gancho de hierro del que
Pasemos al ariete. Elígese un pino grande o un
olmo, y se le guarnece por un extremo con un hierro muy duro, labrado en forma
de cabeza de carnero, por lo que se da a esta máquina el nombre de este
animal. Suspéndese horizontalmente el ariete con cadenas a una polea muy fuerte
colocada por encima, sostenida a su vez por largas tornapuntas. Cúbrese
todo el aparato con tablas revestidas con láminas de hierro. Las cadenas
son bastante largas para dar mucho balance al ariete suspendido en
equilibrio. Número de hombres proporcional a la longitud del ariete le imprimen
el movimiento de vaivén. Esta multitud de brazos, con incesante maniobra,
después de haber impulsado la máquina hacia atrás, la empujan vivamente
hacia adelante. Cuando el movimiento adquiere bastante amplitud para que
el ariete alcance a la muralla, la hiere con repetidos golpes, cuya
violencia aumenta incesantemente, a imitación del carnero que se levanta
para dar mayor fuerza a la cabezada. Por medio de estos golpes redoblados,
semejantes a los del rayo, disloca las piedras y entreabre las murallas.
Ante su acción., cuando alcanza toda su energía, no hay muralla que
resista, defensa que no desaparezca ni fortaleza que no se derrumbe.
Habiéndose hecho demasiado común el uso del
ariete, se le ha reemplazado con otra máquina, que los autores mencionan con
frecuencia, y a la que damos el nombre griego de Helepolo. Al constante
empleo de esta máquina, tanto en el sitio de Rodas como en el de otras plazas,
debió su nombre de Poliorcetes, Demetrio, hijo de Antígono. Se construye
del modo siguiente: Sobre una tortuga muy grande, formada por vigas
gruesas y largas, unidas con fuertes garfios de hierro, se extienden
pieles de bueyes, cubiertas con tejidos de mimbres, recientemente cortados, y
de una capa de barro, para preservarlo de las saetas y del fuego. Erízase
el frente de la máquina con enormes espolones de hierro de triple punta,
imitando la forma que los escultores y pintores dan al rayo, disposición
que hace extraordinariamente destructor el choque. Colocada esta máquina
sobre ruedas, muévenla desde el interior cierto número de soldados, que la
lanzan, por medio de muchos cables y poleas, contra los puntos más débiles
de las murallas, en las que no tarda en abrir brecha, a menos que no
consiga la guarnición, desde lo alto de los muros, neutralizar su efecto.
La saeta llamada maleolo, consiste en lo
siguiente: Es una flecha de mimbre, guarnecida en derredor con láminas de
hierro, abultadas en el centro, y que dejan abiertos los
intersticios, teniendo, por consiguiente, la forma exterior de un huso.
Llénase la concavidad de materias inflamables, a las que se prende fuego,
y esta saeta, lanzada por un arco de cuerda floja, porque la vibración
vigorosa la apagaría, quema tenazmente todo cuerpo a que se adhiere. El agua
misma no hace más que aumentar la llama, no pudiéndose extinguir, sino
echando tierra encima. Estos aparatos son poco conocidos, y por eso los he
descrito. Volvamos a nuestro relato.
Recibidos los auxilios que ofrecieron
complacientemente los sarracenos, el Emperador aceleró la marcha y entró en
Circesio, plaza muy fuerte y admirablemente situada en la confluenciadel Aboras y el Eufrates, que la rodea casi por
completo. Anteriormente tenía poca importancia y ofrecía escasa seguridad; pero
Diocleciano la rodeó de altas murallas reforzadas con torres,
porque entraba en sus planes que la línea de nuestras fortalezas penetrase
en territorio enemigo, con objeto de contener mejor a los Persas, cuyas
incursiones habían asolado en otro tiempo toda la Siria. Un día, por
ejemplo, cuando la seguridad era completa, un actor que se encontraba en escena
con su esposa en el teatro de Antioquía, y cuya declamación encantaba, al
público, detúvose de pronto, y exclamó, como si estas palabras formasen
parte del papel: «Estoy soñando, o he ahí los Persas.» Vuélvense, y en el
momento mismo cae sobre el teatro una nube de flechas.
Huyen apresuradamente todos, y el enemigo, después de incendiar la ciudad,
de degollar a crecido número de habitantes, que se encontraban en las
calles, como acontece en plena paz, de llevar a las inmediaciones la
devastación y el incendio, se retiró impunemente cargado de botín. Pero antes
los Persas quemaron vivo a Mareado, que, sin saberlo, les había llevado a
la matanza de sus compatriotas. Este suceso ocurrió bajo el reinado de
Galieno.
Juliano se detuvo algunos días en Circesio para
construir sobre el Aboras un puente de barcas para el paso del ejercito y
equipaje. Allí recibió una triste carta de Salustio, prefecto de las
Galias, exhortándole a que suspendiese su expedición contra los parthos;
diciéndole que los dioses se mostraban desfavorables, e insistir antes de
calmar su enojo, era correr a su perdición. Tan prudente consejo no causó
impresión alguna en Juliano, que continuó su marcha con igual resolución:
tan cierto es que ni la virtud ni la prudencia pueden alterar un decreto
del destino. Realizado el paso, el Emperador mandó romper el puente para
quitar al ejército toda idea de retirada. Allí tuvo otro encuentro de mal
agüero, el cadáver expuesto de un aparitor, muerto por mano del verdugo.
Aquel infeliz había sido ejecutado por orden del prefecto Salustio, que se
encontraba en el ejército, por haber faltado, en virtud de circunstancias
imprevistas, la entrega de víveres que se había comprometido a presentar
en día fijo. Al día siguiente del suplicio, llegó el convoy que
había ofrecido.
Desde allí marchamos a Zaitha, palabra que
significa olivo. Desde muy lejos vimos la magnífica tumba del emperador Gordiano,
cuya vida, desde su infancia, brillantes hazañas militares y trágico fin,
hemos referido en otro lugar, Con su acostumbrada piedad tributó Juliano los
honores debidos a la memoria del ilustre difunto, y se encaminó hacia
Dura. Al acercarse a esta ciudad desierta, vio venir hacia él un grupo de
soldados, y se detuvo, ignorando de qué se trataba. Los soldados le
presentaron el cadáver de un león enorme que, lanzándose contra el ejército,
había caído acribillado de heridas. De este hecho dedujeron lisonjero
presagio y se continuó alegremente la marcha. Sin embargo, aquel caso
podía interpretarse de dos modos, y la suerte decidió en contra de las
conjeturas. Un soberano iba a sucumbir; ¿pero cual? Frecuentemente los oráculos
son equívocos, y solamente los explican los acontecimientos. Testigo de
esto es la respuesta del oráculo de Delfos a Creso: «Que al pasar el
Halys, causaría la ruina de un Imperio.» Testigo es también el mar
designado con tanta obscuridad a los atenienses como único camino de salvación
en la guerra contra los Persas; y en fin, este otro oráculo más reciente,
pero no menos ambiguo Aiote //cicla, romanos vincere posse. Los arúspices
etruscos que acompañaban al ejército, consumados peritos en la ciencia
adivinatoria, viendo que no se les había dado crédito en sus anuncios contra
esta guerra, exhibieron ahora los libros depositarios de su doctrina, como
prueba del sentido prohibitivo de este presagio, que, según decían, era
contrario al príncipe que atacaba, por justa que fuese su causa. Pero su
ciencia la consideraban con desprecio los filósofos, cuyas opiniones tenían
entonces la suprema autoridad, a pesar de estar sujetos a error y ser
inclinados a obstinarse en los puntos que entienden menos. En este caso
alegaban en favor de su opinión, que anteriormente, cuando realizó el
César Maximiano su expedición contra Narses, rey de los Persas, le
presentaron un león y un jabalí muertos en iguales circunstancias, y que
no por ello dejó de regresar victorioso. No creían que, según el presagio,
amenazase desgracia alguna al que atacaba, a pesar de que Narses había
tomado la iniciativa de las hostilidades contra la Armenia, que obedecía
entonces a los romanos.
Al día siguiente, que era el siete de los idus de
Abril, cerca ya de ponerse el sol, una nubecilla
Después de presenciar la terminación del puente y
visto pasar las tropas, lo que más apremiaba a Juliano era arengar a aquel
ejército, cuya intrépida actitud anunciaba su completa confianza en el
jefe. Al toque de la bocina reuniéronse centurias, cohortes y manípulos, y
subiendo él a un terraplén, rodeado por los jefes principales, con sereno
rostro que correspondía a la confianza de la multitud, les habló de esta
manera:
«Esforzados guerreros: al contemplar con orgullo
vuestros vigorosos cuerpos, vuestra apostura gallarda y resuelta, no puedo
menos de dirigiros algunas palabras de satisfacción. Han querido
persuadiros de que, hasta ahora, ningún ejercito romano había penetrado jamás
en Persia; pero hechos numerosos desmienten esas malévolas suposiciones.
Sin hablar de Lúculo, sin hablar de Pompeyo, cuyas armas victoriosas de la
Albania forzaron el país de los Massagetas, a los que llamamos alanos, y
visitado el mar Caspio, Ventidio, lugarteniente de Antonio, derramó
más adelante torrentes de sangre enemiga en todas estas comarcas. Pero
dejemos la antigüedad: voy a poner ante vuestra vista hechos comprobados.
Trajano, Vero y Severo consiguieron en estas regiones victorias y trofeos.
Regreso igualmente brillante estaba reservado al joven Gordiano,
cuyo mausoleo vemos desde aquí. Éste combatió y derrotó al rey de Persia
cerca de Resaina, pero la impía traición de Filipo, prefecto del pretorio,
secundado por algunos malvados, puso fin a su vida en el mismo paraje en
que hoy se alza su tumba. Pero no vagaron mucho tiempo sus manes
sin venganza. Como si la misma justicia interviniese para castigarles,
todos los conjurados expiaron su delito en medio de las torturas. Los
grandes varones que acabo de citar no tuvieron otro móvil para sus hazañas
que la gloria: nosotros vamos a vengar el saqueo de nuestras ciudades, el degüello
de nuestros ejércitos, la destrucción de nuestras fortalezas y el desastre
de nuestras provincias. La patria entristecida nos grita que cicatricemos
sus heridas, reparemos su honor y aseguremos la paz de nuestras
provincias, llevando la gloria de nuestro nombre hasta la posteridad más
remota. Si así place a la voluntad eterna, me veréis a vuestro frente o en
vuestras filas, a caballo o a pie, compartiendo vuestros peligros, y,
según espero, vuestra victoria. Si la caprichosa suerte de la guerra quiere
que sucumba, moriré contento por haberme sacrificado por la patria a ejemplo de
los Curcios, de Mucio y de la ilustre generación de los Decios. Borremos
del número de las naciones una raza enemiga, cuyas espadas humean todavía
con la sangre de nuestros conciudadanos. Nuestros antepasados emplearon
también muchos años en deshacerse de adversarios demasiado peligrosos.
¡Cuánto tiempo y cuántos esfuerzos para hundir a Cartago! Y todavía temió su
vencedor que renaciese de sus ruinas. Escipión no destruyó a Numancia sino
después de haber pasado por todas las vicisitudes de largo sitio. Roma
destruyó a Fidenas para no tener rival, y también aplastó a los veyos y
faliscos, hasta el punto de ser necesario acudir a nuestros anales para creer
que existieron tantas ciudades importantes con estos nombres. Estas son
las lecciones que nos ofrece el pasado. Solamente me queda que haceros una
advertencia. El ardor en el saqueo fue muchas veces causa de la pérdida
del soldado romano: mostraos superiores a una pasión tan indigna de vosotros: que
ninguno se separe de su cohorte, para que todos estén prontos a pelear en su
puesto si ocurre
Para la inteligencia del relato, necesario es
hacer aquí una descripción, siquiera brevísima, de la Persia, asunto que ha
ocupado especialmente a los geógrafos, pero en el que quizá muy pocos
de ellos han encontrado la verdad. Si soy algo prolijo, llévame el deseo
de que se forme cabal idea. Aquellos que al tratar materias desconocidas
afectan excesiva brevedad, antes cuidan de lo que deben omitir que de lo
que necesitan explicar.
Al principio tuvo el reino de Persia escaso
territorio; cambiando frecuentemente de nombre, por causas que ya hemos
referido. Cuando Alejandro el Grande murió en Babilonia, los
Persas recibieron el nombre de parthos de Arsaces, hombre obscuro que, de
jefe de bandidos, llegó a ser, por una serie de hazañas, glorioso fundador
de una dinastía. Su valor triunfó del sucesor de Alejandro, Seleuco
Nicator, llamado así por la multitud de sus victorias. Arsaces expulsó las
fuerzas macedónicas, y en seguida, en pacífica posesión, supo gobernar con
dulzura súbditos obedientes. En fin, después de haber subyugado los
pueblos vecinos, unos por la fuerza, aquéllos por el temor que inspiraban
sus armas y otros solamente con la influencia de su equidad, murió en edad
madura, dejando la Persia llena de ciudades, de fortalezas y de castillos,
y temida por todos los que antes la hacían temblar. Arsaces fue el primer
monarca que obtuvo los honores de la apoteosis, decretándola unánimemente
los grandes y el pueblo. Consagración conforme con los ritos del país le colocó
en el cielo, según la creencia nacional, en el rango de los astros: de
aquí el título de hermanos del Sol y de la Luna que ostentan los soberbios
soberanos de aquella comarca. Con prestigio parecido al que el nombre querido
y deseado de Augusto da a nuestros emperadores, el de Arsaces ha venido a
ser para los reyes parthos, tan obscuros y despreciados hasta entonces,
aureola de prosperidad y gloria; y no solamente los contemporáneos lo
divinizaron, sino que el culto de este nombre pasó a las edades
siguientes, hasta el punto que, en nuestros mismos días, si se trata de elegir
rey, un Arsácides obtiene el derecho de preferencia, y hasta en las mismas
contiendas civiles, muy frecuentes en este pueblo, consideraríase como
sacrilegio poner mano en hombre de esta raza, aunque fuese
simple particular.
Sabido es que las inmensas conquistas de este
pueblo han extendido su dominación hasta la Propóntida y la Tracia; y también
se conocen los fracasos que experimentaron algunas veces sus monarcas en
sus orgullosos proyectos de invasión. Pasando Cyro el Bósforo con un ejército
cuyo número de soldados parece fabuloso, fue exterminado por Thomyris,
reina de los escitas, que vengó cruelmente en él la muerte de sus hijos.
Darío, y después Jerjes, que sujetaron hasta a los elementos para lanzarse
sobre la Grecia, perdieron allí flotas y ejércitos, pudiendo apenas salvar la
propia vida; y omitiré las conquistas de Alejandro y aquel testamento en
el que disponía de la Persia entera en favor de un solo heredero. Muchos
siglos después, Roma, bajo el gobierno de los cónsules, y cuando obedecía
a los Césares, tuvo con este pueblo luchas ardientes y obstinadas, en las que
la fortuna quedó algunas veces indecisa; y después, pronunciándose unas
veces por nuestras armas, y otras por las contrarias.
Ahora describiré aquellos parajes con la brevedad
que permite el asunto. Esta comarca, tan vasta en todos sentidos, abraza por
completo el mar Pérsico, surcado por millares de naves y poblado de
numerosas islas. Dícese que este mar es muy estrecho en su entrada, supuesto
que desde el promontorio de Harmozonta, en Carmania, se ve fácilmente el
de Macés en la parte opuesta. Más allá del estrecho ensánchase
notablemente y se abre a la navegación hasta la ciudad de Teredón, donde
desemboca el Eufrates, sucesivamente aminorado por la división de sus aguas. El
circuito del golfo tiene veinte mil estadios; y en diferentes puntos de
este litoral, lleno de ciudades e innumerables caseríos, hay continuo
movimiento de naves. En la misma salida del estrecho se
Solamente citaremos las provincias principales de
este reino, las que están colocadas bajo la autoridad de los vitaxas, es decir,
jefes de la caballería, y de los sátrapas del rey; porque enumerar los
distritos secundarios sería tan fatigoso como inútil. Estas provincias son la
Asiria, la Susiana, la Media, la Persia propiamente dicha, la Parthia, la
Carmania mayor, la Hircania, la Margiana, la Bactriana, la Sogdiana, la
Sacea, la Scitia, a este lado del monte Emodén; la Sérica, la Aria,
la Paropanisada, la Drangiana, la Aracocia y la Gedrosia.
Limítrofe del Imperio es la Asiria, siendo también
la más importante de todas estas provincias por su extensión, población,
riqueza, abundancia y variedad de sus productos. Sus diferentes
partes, llamadas distintamente en otro tiempo, se confunden hoy bajo una
denominación única. El suelo de esta región, además de producir
abundantemente los granos y frutos de otras regiones, tiene además betún,
cerca de un lago llamado Soznigito, en el que desaparece el Tigris, para
reaparecer después de un trayecto subterráneo bastante extenso. También se
encuentra allí la nafta, especie de resina viscosa y parecida al betún. Si
un pajarillo, por pequeño que sea, se para sobre esta materia, húndese, y
perece sin poder levantar vuelo; y si se inflama esta substancia, no se la
puede apagar más que con tierra.
En esta región existe un pozo del que brotan
miasmas mortales para todo el que se acerca. Por fortuna la acción se
reconcentra en el radio de la boca que los exhalan, sin lo cual, las
comarcas inmediatas serían inhabitables. Dícese que antiguamente había
otro igual cerca de Hierápolis, en Frigia, muriendo cuantos se acercaban,
exceptuando los eunucos, fenómeno cuya explicación queda para los físicos.
Cerca del templo de Júpiter Asbameo, en Capadocia, y también de la ciudad
de Thyana, donde nació el célebre filósofo Apolonio, vese una fuente que
ofrece una particularidad igualmente notable, cual es la de absorber
constantemente el sobrante de un lago, sin que el agua rebase jamás el
nivel de sus bordes.
En otro tiempo estaba comprendida también la
Adiabena en la designación de la Asiria. El nombre actual, que ya es antiguo,
lo recibió porque, encerrado entre dos ríos navegables y profundos, el
Onas y el Tigris, no puede llegarse a este país por camino seco. Aia^aíveiv
significa en griego atravesar; esta es, al menos, la etimología que dan
los autores antiguos. Haré observar además que en aquella región existen
otros dos ríos, el Diabas y el Adiabas, que atravesamos por puentes de
barcas, y que es muy probable que la Adiabena deba su nombre, como el Egipto,
según Homero, la India y el Eufratensis, en otro tiempo Commagena, deben los
suyos a los grandes ríos que los riegan; de la misma manera que el Ebro y
el célebre Betis dieron nombre a la Iberia, hoy España, y a la Bética.
La Adiabena cuenta entre sus ciudades Ninus,
soberana en otro tiempo de toda la Persia, y cuyo nombre recuerda al poderoso
monarca esposo de Semíramis; Ecbatana, Arbela y Gaugamela, donde Darío,
después de diferentes alternativas, quedó al fin vencido por Alejandro.
Tomada en general la Asiria, cuenta numerosas
ciudades, entre las que se distinguen Apamia, denominada Mesena, Teredón,
Apolonia y Vologesia. Pero las tres más espléndidas y las
únicas históricamente célebres, son Babilonia, cuyos muros construyó con
betún Semíramis (el antiquísimo rey Belus construyó anteriormente la
fortaleza) Ctesifonte, cuyos cimientos echó en otro tiempo Vardanes y cuya
población aumentó; el rey Pacoro rodeóla de altas murallas, le dio
un nombre griego y concluyó por hacerla una ciudad modelo. Viene en
seguida Seleucia, orgullosafundación de Seleuco Nicator. Ya hemos referido
que, después de apoderarse de esta ciudad los lugartenientes del césar Vero,
arrancaron de su santuario la estatua de Apolo Corneo, la trasladaron a
Roma y la colocaron, por gestión de los pontífices, en el templo de Apolo
Palatino. Dícese también que después de aquel despojo, y en medio del
incendio de la ciudad, registrando los soldados un templo, encontraron una
abertura estrecha que ensancharon, creyendo haber puesto mano en el
tesoro, y que de aquel escondrijo, donde lo había sabido encerrar la ciencia de
los antiguos caldeos, salió el incurable germen de aquella horrible peste
que, bajo los reinados de Vero y de Marco Aurelio, pasó de la Persia a las
orillas del Rhin, y de aquí a toda la Galia, llevando el contagio y la
muerte.
Cerca de aquí se encuentra la Caldea, cuna de la
filosofía antigua, y, si ha de creerse a los habitantes, verdadero foco de la
ciencia de la adivinación. Además de los grandes ríos que
hemos mencionado, riegan este país el Marses, el río Real y el Eufrates,
que es el más caudaloso de todos. Este último se divide en tres brazos,
todos navegables, y que forman varias islas, que fertilizan sus aguas más
copiosamente que toda irrigación artificial, haciéndolas muy adecuadas para el
cultivo de los cereales y árboles frutales.
La Susiana linda con la Caldea: cuenta pocas
ciudades grandes, pero sobresalen Susa, que frecuentemente fue residencia real,
Arsiana, Sele y Aracha: las demás tienen poca fama e importancia. Muchos
ríos cruzan por esta provincia, siendo los principales el Oroates, el Harax y
el Meseo, que surcan el desierto de arena que separa el mar Rojo del mar
Caspio.
A la izquierda de esta provincia se extiende la
Media, vecina del mar Hircanio, dominadora del Asia, antes del reinado de Cyro
el antiguo, y antes del engrandecimiento de Persia. Esta nación abatió a
los Asirios; y, apropiándose por derecho de guerra la mayor parte de su
territorio, cambió su nombre por el de Aeropatena. El ánimo guerrero
subsiste en aquella población, la más temible del reino después de la de
los parthos, a la que solamente cede. Ocupa inmenso territorio de
figura cuadrangular y cortado por elevadas montañas, que llevan los
nombres de Zarra, Oronta y Yason. También se alza allí la Corona, cuya
vertiente occidental presenta un suelo regado por multitud de manantiales
y arroyos y maravillosamente fértil en granos y vinos. También son allí
excelentes los pastos y alimentan vigorosa raza de caballos, llamada
niseena, en los que los habitantes del país voltigean en los combates con
singular destreza; particularidad que mencionan todos los historiadores y
que yo mismo he podido comprobar. La Aeroptana iguala a la Media por el
número de sus ciudades y pueblos, tan suntuosamente construidos como
aquéllas, y por su considerable población. En una palabra, esta es por excelencia
la provincia destinada para morada del rey.
En esta comarca se encuentran también los fértiles
campos de los magos: y ya que hemos pronunciado este nombre, fijémonos por un
momento en esta corporación y el orden de estudios a que se entrega.
Magia, en lengua mística machagistía, significa, según la elevada autoridad
de Platón, culto de la divinidad en su forma más depurada. Esta ciencia
debe mucho a Zoroastro de Bactriana, que se inició profundamente en los
misterios de los caldeos; recibiendo nuevo perfeccionamiento del sabio rey
Hystapes, padre de Darío. Penetrando en las regiones más apartadas de la
India, aquel valeroso príncipe llegó hasta selvas solitarias, santuario
silencioso de la doctrina trascendental de los bracmanes; y cuando hubo
conseguido en sus comunicaciones con aquellos sabios todos los
conocimientos que pudo obtener acerca de las leyes primordiales de nuestro
mundo, sobre los movimientos celestes y la teología bramínica, la más pura de
todas, de regreso en Persia, se dedicó a inculcar estas ideas a los magos,
que las han transmitido a su posteridad con la teoría de la presciencia
que les es propia.
Tal es el origen de la tradición hereditaria en
una estirpe que, desde tiempo inmemorial se dedica de padres a hijos al culto
religioso. Si ha de creerse a los magos, conservan en un foco, que jamás
se apaga, una emanación del fuego celestial, y en otro tiempo los reyes
asiáticos nunca se ponían en marcha sin que les precediese parte de este
fuego sagrado, como garantía de éxito en sus empresas. Primeramente esta
familia era poco numerosa y ejercía por privilegio las funciones
del sacerdocio cerca del rey de los Persas. Hubiérase considerado
sacrilegio acercarse a los altares o
En este pueblo se confecciona el aceite médico. La
flecha impregnada con él quema todo objeto a que se adhiere, con tal de que la
disparen blandamente con arco de cuerda floja; porque el rápido vuelo
anula el efecto de la composición. Si se emplea agua para extinguir este
fuego, aumenta su intensidad, no pudiéndosele dominar sino ahogándolo con
tierra. Este aceite lo confeccionan del siguiente modo: Cógense hojas de
cierta hierba y las dejan macerar en aceite común, y cuando quedan
disueltas, espesan el residuo con una substancia que parece aceite
espeso; producto natural del suelo, como hemos dicho, y que en el país
llaman nafta.
Encuéntranse dispersas en la Media considerable
número de ciudades, entre las que debernos mencionar Zombis, Patigrán y Gazaca;
pero las más ricas y fuertes son Heraclea, Arsacia, Europos, Ciropolis y
Ecbatana; situadas todas al pie del monte Jasón, en la comarca de los
siromedas. Multitud de ríos cruzan también este territorio, siendo los más
considerables el Coaspo, el Gindo, el Amardo, el Carindo, el Cambises y el
Cyro. El amor de sus súbditos al rey Cyro hizo que, en el momento de
llevar la guerra al territorio de los escitas, diesen su nombre a este río,
grande como él, majestuoso y que vence con igual altivez los obstáculos
que encuentra para abrirse paso hasta el mar Caspio, al que lleva el
tributo de sus aguas.
Por el lado meridiano de este territorio hasta las
orillas del mar se extiende la Persia propiamente dicha, tierra fecunda,
cubierta de palmeras y abundantemente regada. El golfo, de que ya hemos
hablado, recibe considerable número de ríos, tales como el Vatrachito, el
Rogomanis. el Brisoano y el Bragadas. Sus ciudades más importantes se
encuentran en el interior, no existiendo ninguna notable en las costas,
sin que se sepa por qué razón. Entre las primeras se
distinguen Persépolis, Ardea, Obroatis y Tragónica. También hay tres islas
allí, Tabiana, Fara y Alejandría.
Al aquilón ocupan los parthos una comarca cubierta
casi siempre de nieves y hielos, cruzada por un río importante, el Coatres. Sus
ciudades más importantes son Genonia, Mesia, Carax, Apamia, Artacana y
Hecatompila. Desde esta última hasta las puertas Caspianas se extienden
mil cuarenta estadios de costa. La población de toda esta comarca es
belicosa, considerando como dicha suprema morir combatiendo, por tener
como innoble y cobarde la muerte natural.
A la parte oriental tienen los parthos la Arabia
feliz, llamada así porque abunda en granos y ganados, palmeras y perfumes de toda
clase. Bañada a la derecha y en su mayor extensión por el mar Rojo, a la
izquierda por el mar Pérsico, gozan sus habitantes del beneficio de doble
navegación. Posee multitud de puertos y ensenadas, que ofrecen seguridad a
las naves, abundantes mercados y muchas residencias reales imponentes y
magníficas. También abunda en aguas termales de reconocida virtud, y en
ríos y rías notables. Finalmente, tan saludable es allí el clima, que parece
no faltar nada a este pueblo para ser feliz: por todas partes campos
fértiles, hermosos valles, ciudades innumerables, tanto marítimas como
interiores, entre las que sobresalen Geapolis, Nascón, Baraba, Mefra,
Tafra y Dioscuriada. Posee además en los dos mares muchas islas cuya
enumeración omito, aunque debe citarse Turgana, donde, según dicen,
descuella un magnífico templo de Serapis.
Pasados los confines de estas gentes, comienza la
Carmania mayor, cuyas elevadas mesetas se extienden hasta el mar de las Indias:
tierra abundante en granos, frutas y ganados; pero no tan grande ni tan
famosa como la Arabia, aunque tan bien regada como ella y con
vegetación igualmente rica. Sus ríos más notables son el Sagareo, el
Saganis y el Hidriaco. Tiene pocas ciudades, pero hermosas y muy pobladas,
sobresaliendo Carmana, capital de la comarca, Portospana, Alejandría y
Hermópolis.
Caminando más al Norte, encuéntrase Hircania,
bañada por el mar de su nombre: su suelo es
Dícese que más al septentrión se encuentran los
Abios, nación religiosa que desprecia las cosas de la vida mortal, y a la que
Júpiter, según canta Homero en sus poéticas ficciones, se complace en
contemplar desde la cumbre del Yda.
Después de la Hircania viene inmediatamente la
Margiana, casi rodeada por completo de altas montañas, y, por tanto, sin
comunicación con el mar. La falta de agua la convierte casi en
un desierto, aunque se encuentran algunas ciudades, siendo las más
conocidas Jasonia, Antioquía y Nisea.
Próxima a estos confines está la Bactriana,
potente y belicosa en otro tiempo, y cuya permanente hostilidad contra los
Persas no se extinguió hasta que hubo conquistado todos los pueblos
vecinos suyos y les impuso su nombre. En los tiempos antiguos, los reyes
bactrianos se hicieron temer hasta del mismo Arsaces. No es esta comarca
más marítima que la Margiana; pero su suelo es fértil, y el ganado que
mantiene en sus llanuras y montañas es corpulento y robusto; como lo
acreditan los camellos que Mitrídates sacó, y que los romanos vieron por
primera vez en el sitio de Cizyco. Obedecen a los bactrianos muchos
pueblos, siendo el más importante el de los tocaros. Súrcanla, lo mismo
que a Italia, multitud de ríos, entre los que sobresalen el Artemis, que se
reúne con el Zariaspes; el Ocus, que se confunde con el Orcomanes, y
todos, reunidos con sus tributarios, van a aumentar la masa formidable de
las aguas del Oxus. También se encuentran varias ciudades, bañadas cada
una de ellas por un río menos importante; tales son Chatra, Chane, Alicodra,
Astacia, Menapila y Bactra, capital del país, y que le da su nombre.
Al pie de los montes Bactrianos comienza la
comarca que lleva el nombre de Sogeliana, cruzada por el Araxates, y el Dymas,
navegables los dos. Estos ríos, al salir de las regiones altas,
se precipitan primeramente por valles, después pasan lentamente por las
llanuras y concluyen por formar inmenso lago, que recibe el nombre de
Oxia. Las ciudades más importantes del país son Alejandría, Cyreschata y
Drepsa, que es la metrópoli.
Los Saceos, vecinos de los Sogdios, forman una
nación feroz diseminada en suelo inculto, donde solamente pueden vivir los
ganados, y por lo tanto desprovista de ciudades. Los montes Ascanimios y
Comedus constituyen sus puntos culminantes. Más adelante, cuando se ha pasado
de la falda de los montes y del caserío llamado Lithinos pyrgos (torre de
piedra), comienza un largo camino de comunicación abierto para el comercio
con los Seras.
En el punto donde termina la cadena del Imaüs y del
Tapurius, habitan las tribus escitas limítrofes de los sármatas del Asia y de
los alanos. Aunque comprendidos dentro de los límites del reino de Persia,
permanecen aisladas y como secuestradas, llevando vida errante en medio de
vastas soledades. Otros pueblos existen dispersos también en estas
regiones, pero me falta tiempo para describirlos; diremos, sin embargo,
que en medio de estas razas tan agrestes, que son casi intratables, se
encuentran pueblos amables y religiosos, como los Jaxartes y los Galactofagos,
a los que hizo Homero célebres, diciendo: «Los Galactofagos y los Abianos
son los más justos de los mortales.»
Entre los numerosos ríos que riegan estas
comarcas, ora sean tributarios de otros ríos o bien desagüen en el mar, los más
notables son el Remnus, el Jaxartes y el Talicus. Solamente se
conocen tres ciudades: Aspabota, Chauriana y Saga.
Al Oriente, y más allá de las dos Scitias, un
recinto circular de altas montañas encierra la Sérica, comarca inmensa,
admirablemente fértil, que toca a la Scitia por Occidente, por Oriente
y Norte a helados desiertos, extendiéndose al Mediodía por la India hasta
el Ganges. Llámanse estas montañas Anniva, Nazavicium, Asmira, Esnodón y
Opurocarra. Por la rápida pendiente de sus mesetas corren dos ríos, el ffichardas
y el Bautis, atravesando después con mayor calina inmensa extensión de
terrenos. El aspecto del suelo es muy variado; nivelado en unos puntos,
ligeramente deprimido en otros; así es que todo abunda allí, granos,
frutos y ganados. Pueblos diferentes ocupan esta fecunda tierra: los
Alitrófagos, Annibos, Sizygos y Chardos, dando frente al aquilón y a
los hielos del Norte. Los Rabannos, Asmiros y Essedones, que son los más
ilustres de estos pueblos, miran a Levante. Al Occidente se encuentran los
Athagores y los Aspacaros, y al centro los Betos, que habitan las altas
montañas.
Escasas en número son las ciudades, pero grandes,
ricas y populosas; siendo las más famosas y espléndidas Asmira, Essedón,
Asparata y Sera. De todas aquellas razas humanas, los Seros son los más
pacíficos, no conociendo la guerra ni el uso de las armas; prefiriendo a todos
el reposo, por lo cual son los vecinos mejores. La comarca es forestal,
pero sin grandes bosques. Recógese allí en los árboles, humedeciendo repetidas
veces las hojas una especie de borra, extraordinariamente suave y fina,
que hilan y convierten en seda, tejido reservado en otro tiempo a las clases
elevadas, y que hoy usan ya todos. Tan pocas necesidades tienen los Seros,
tanto estiman la tranquilidad, que evitan todo contacto con los otros
pueblos. Cuando pasan el río mercaderes extranjeros en demanda de hilo,
de seda u otro producto del país, no se cambia ni una palabra, estimándose
el precio solamente con los ojos. Tan sencillos son en sus gustos los
habitantes, que al entregar sus productos; no exigen en cambio nada de
fuera.
Al Norte de los Seros viven los Arianos, pueblo
expuesto inmediatamente al viento boreal. Cruza su país el Arias, río
navegable, que forma un lago con el mismo nombre. La Aria tiene muchas ciudades,
siendo las más célebres Bitaxa, Sarmatina, Sotera, Nisiba y Alejandría,
distando está última del mar Caspio mil quinientos estadios.
De esta comarca es vecina la Paraponisata, cuyo
territorio toca a la India por Oriente y por Occidente al Cáucaso. Ocupa una
vertiente de la cordillera, naciendo en Bactriana el Ortogordomaro, que es
su río más importante. Tiene algunas ciudades, siendo las más
conocidas Agazaca, Naulibus y Ortopana. Siguiendo desde aquí la costa por
mar hasta el punto de la frontera meda mas inmediato a las puertas
Caspianas, se recorre una distancia de dos mil doscientos estadios.
Contigua es a esta última comarca la Drangiana,
situada al pie de los montes. El río Arabium, llamado así del país donde nace,
riega su territorio. Los Drangianos celebran orgullosamente la opulencia y
fama de sus ciudades Pofthasia y Ariaspa.
Por el opuesto lado está la Aracosia, que toca a
la India por levante. Recórrela un río que nace allí, y que si bien muy
inferior al Indo, del que toma su nombre esta última, es, sin
embargo, bastante abundante para formar el lago Aracotosacreno. La
Aracosia encierra algunas ciudades dignas de mención, tales como
Alejandría, Arbaca y Choaspa.
En fin, al extremo meridional de la Persia se
encuentra la Gedrosia, limítrofe también de la India, a la que fecunda con sus
aguas el río Artabius, entre otros menos importantes. Allí terminan los
montes Barbitanos, en donde nacen muchos afluentes del Indo. También tiene
ciudades la Gedrosia, sin hablar de las islas que dependen de ella: el
primer lugar lo ocupan Sedratyra y Gynecón.
Para no extenderme más, me limitaré a decir, en
último lugar, que el litoral de la Persia presenta al Norte los montes
Caspianos, hasta las célebres puertas una extensión de nueve mil estadios,
y de catorce mil al mediodía, desde las bocas del Nilo hasta la frontera de
Carmania.
Esta multitud de distintas naciones ofrece tan
diferentes costumbres como divisiones de territorio, pero poseen rasgos de
carácter comunes que se describen en pocas palabras. Los Persas tienen
todos el cuerpo flaco, la tez curtida o aceitunada, mirada hosca y cejas juntas
y arqueadas. No
Por el descuido de su apostura, por la dejadez de
sus miembros, creeríaseles afeminados, cuando son temibles guerreros; aunque a
decir verdad, es más su astucia que su valentía y más temibles de lejos
que de cerca. Son muy fanfarrones; tienen la palabra enfática, ampulosa, dura
y amenazadora, tanto en buena, como en adversa fortuna. Astutos, altivos,
crueles, arrogándose el derecho de vida y muerte sobre sus esclavos y
sobre los plebeyos obscuros, no vacilarían en hacer desollar vivo a un
hombre, en parte, o de la cabeza a los pies. Los que les sirven en la mesa no
se atreven a desplegar los labios ni a respirar; todas las bocas están
amordazadas. Entre ellos la ley está rodeada de terror, siendo
especialmente atroz la que castiga la ingratitud y la deserción. Tienen
las abominables leyes que hacen a toda una familia responsable por uno de
sus miembros. Pero no elevan a las funciones judiciales más que hombres
probos e instruidos, que no necesitan inspiración y se burlan
implacablemente de nuestros tribunales, en los que el ignorante magistrado no
puede prescindir de tener a su espalda un asesor inteligente y legista. En
cuanto a cubrir con la piel del juez prevaricador el asiento del que le
sucede, si no es cosa inventada, cesó hace ya mucho tiempo. Las lecciones
que han recibido de nosotros en achaques de disciplina y de táctica, y la
adopción de nuestras maniobras y ejercicios militares, les ha hecho
temibles hasta en batallas campales. Confían especialmente en la
caballería, en la que sirven todos los nobles y varones distinguidos. En cuanto
a los peones, a los que arman a la manera de nuestros mirmilones, vienen a
ser los criados del ejército. Tales gentes, sujetas a perpetua esclavitud,
sirven sin sueldo ni retribución ninguna. Esta nación, por su valor y
progresos en el arte de la guerra, hubiese llevado más lejos todavía
sus victorias, a no ser por las disensiones civiles que la agitan
constantemente.
En el traje de los Persas abundan generalmente los
colores vivos; y este traje les cubre el cuerpo hasta los pies, aunque dejando
paso al aire en el pecho y los costados. Usan collares y brazaletes de oro
enriquecidos con pedrería, y especialmente perlas, costumbre adquirida después de
la derrota de Creso y de la conquista de la Lidia.
Sólo me resta decir algo acerca de esta piedra
(lapidis ujus), tan común en aquel país. La perla se encuentra en el interior
de una concha marina, blanca y fuerte, en las costas de la India y de la Persia;
debiéndose su formación al rocío que se introduce en la concha en determinadas
épocas del año. La concha se abre a ]a luz de la luna como para frezar y
recibe el rocío que la fecunda. Entonces engendra dos o tres perlitas.
Encuéntrase también a veces, en la apertura de las conchas, una perla
solitaria más gruesa, y que, por consecuencia, se la llama unión. Prueba que
las perlas son de substancia etérea, y no producto marino, el hecho de que
del rocío de la mañana nacen límpidas y perfectamente redondas; y que el
rocío de la tarde las produce de forma irregular, rojizas o manchadas. El
volumen depende también de la cantidad de rocío que recibe la concha.
La tempestad perturba la fecundación, deteriora el germen y le hace
abortar. La pesca es difícil y peligrosa, y lo que aumenta más y más su
valor es el instinto de este animal para huir del paraje donde se le
busca, para establecerse en derredor de rocas escarpadas o en cavernas que
solamente visitan los perros marinos. Sabido es que también se encuentran
perlas, aunque no tan hermosas, en
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