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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XXII
Detenido en la Dacia Juliano por temor a
Constancio, consulta secretamente los augures y arúspices.—A la noticia de la
muerte del Emperador, atraviesa con rapidez la Tracia, entra pacíficamente
en Constantinopla y se ve dueño del Imperio romano sin
combatir.—Condenación más o menos justificada de los partidarios de
Constancio.—Juliano arroja del palacio a los eunucos, barberos y
cocineros.—Vicios de los eunucos del palacio y corrupción de la disciplina militar.—Juliano
rinde públicamente el culto a los dioses, que hasta entonces había tributado
en secreto, y trabaja para promover conflictos entre los obispos
cristianos.—Medio que emplea para librarse de las importunas reclamaciones
de algunos egipcios y para despedir a su país a
los peticionarios.—Administra personalmente justicia en Constantinopla, y
mientras se dedica a la administración de la Tracia, recibe diferentes
legaciones extranjeras.—Ojeada sobre esta comarca, el Ponto Euxino y las
poblaciones del litoral.—Juliano, después de haber agrandado y
embellecido a Constantinopla, visita Antioquía.—En el camino concede a los
habitantes de Nicomedia un subsidio para reedificar su arruinada
ciudad.—En Ancira cuida de la administración de justicia.— Pasa el invierno
en Antioquía y desempeña cargo de juez sin perseguir a nadie por motivos
de religión.—Los politeístas de esta ciudad arrastran en las calles y
despedazan a Jorge, obispo de Alejandría, y a otras dos personas, quedando
impune el atentado.—Meditando Juliano una expedición contra los Persas,
consulta los oráculos acerca del resultado de la guerra y ofrece
un sacrificio de innumerables victimas.—Su respeto a los arúspices y
augures.—Atribuye sin fundamento a los cristianos el incendio del templo
de Apolo en Dafnea, y manda cerrar la iglesia catedral de
Antioquía.—Sacrificio a Júpiter en el monte Casio.—Rencor de Juliano contra
los habitantes de Antioquía.—Este es el origen del Misopogon.—Estadística
del Egipto.—Del Nilo, de los cocodrilos, del ibis y de las pirámides.—De
las cinco provincias del Egipto y de su ciudad más notable.
(Año 361 de J. C.)
Durante esta rápida serie de acontecimientos en
diferentes puntos de la tierra, Juliano, en medio de las preocupaciones que le
asediaban en la Iliria, no dejaba de registrar las entrañas de
las víctimas y consultar el vuelo de las aves, para saber lo que le
deparaba la suerte. Pero de la adivinación no conseguía más que ambigüedad
e incertidumbre. Al fin el orador Aprúnculo, galo de nacimiento, y que más
adelante fue gobernador de la Galia Narbonense, le predijo cuál sería
el desenlace, por el examen, según dijo, de un hígado de doble tegumento.
Pero Juliano sospechaba alguna superchería para complacerle y continuaba
inquieto, cuando tuvo él mismo un presagio mucho más significativo y que
era clara manifestación de la muerte de Constancio. En el momento mismo en
que el Emperador fallecía en Cilicia, Juliano montaba a caballo, rodeado de
numerosa comitiva. El soldado que acababa de ayudarle a montar cayó, y Juliano
exclamó: «El autor de mi elevación ha caído.» Mas no por esto dejó de
insistir, por muchas razones, en no pasar la frontera de la Dacia,
considerando que no era prudente aventurarse por conjeturas que la realidad
podía desmentir.
Cuando mayor era su incertidumbre, llegaron
Theolaifo y Aligildo, encargados de anunciarle que Constancio no existía ya, y
que su última voluntad había sido que le sucediese Juliano. Esta noticia,
que ponía término a su ansiedad y le libertaba de los cuidados y agitaciones de
una guerra inminente, regocijó su corazón, inspirándole ilimitada
confianza en la ciencia adivinatoria. Recordando entonces cuánto le había
servicio la celeridad de sus empresas, en seguida dio orden de marchar,
franqueó rápidamente la vertiente del paso de Sucos que mira a la Tracia, y
llegó a Filipópolis, la antigua Eumolpiada. Cuantos soldados se
encontraban reunidos en derredor suyo corrían alegremente detrás de él,
comprendiendo perfectamente todos que, en vez de desesperada lucha por el
Imperio, solamente se trataba de una toma de posesión pacífica y no disputada.
La
El primer acto del nuevo reinado fue abrir una
serie de informaciones judiciales, cuya dirección se encargó a Salustio
Segundo, recientemente nombrado prefecto del pretorio, y que gozaba de la
completa confianza de Juliano. Diole el príncipe por asesores a Mamertino,
Arbeción, Agilón y Nevita, agregándoles Jovino, a quien acababa de crear
general de la caballería, a su paso por Tilda. Reunida la comisión en
Calcedonia, hizo asistir a sus actos a los príncipes y tribunos de las
legiones Joviana y Herculiana, juzgando con excesivo rigor, si se exceptúan
algunos grandes criminales castigados con justicia. En primer lugar
desterró a Bretaña a Paladio, que había sido maestre de los oficios,
sospechoso solamente de haber perjudicado con sus relatos, durante
su cargo, a Galo cerca de Constancio. Tauro, que fue prefecto del
pretorio, marchó relegado a Vercellum por un hecho que cualquier juez
imparcial habría mirado con indulgencia; porque no es crimen, en tiempos
de revolución, buscar refugio al lado de un soberano legítimo. Así es que
nadie puede leer sin indignación el preámbulo de la sentencia que le
condenaba: «Bajo el consulado de Tauro y de Florencio, Tauro por la voz
del pregonero, etc.» Igual suerte estaba reservada a Pentadio, acusado de
haber redactado, por expreso mandato de Constancio, el acta del último
interrogatorio de Galo. Pero hábil defensa le libró del castigo. Con igual
arbitrariedad enviaron a la isla de Boas, en Dalmacia, a Florencio, maestre
de los oficios e hijo de Nigrino. El otro Florencio, prefecto
del pretorio, consiguió ocultarse con su esposa y no volvió a presentarse
hasta después de la muerte de Juliano. A este Florencio le condenaron a
muerte por contumacia. Dictóse pena de destierro contra Evagro, tesorero
del dominio privado; contra Saturnino, que había sido intendente del palacio,
y contra el notario Girino. Me atrevo a decir que hasta la misma justicia
ha llorado la muerte de Úrsulo, tesorero de los ahorros, y ha tachado de
ingratitud al Emperador; porque en la época en que Juliano fue enviado
como César al Occidente, se encontraba tan escaso de recursos, que no
podía dar nada a los soldados, siendo esto intriga de la corte para que no
pudiese manejar bien al ejército, y este mismo Úrsulo escribió al tesorero
de las Galias que entregase al César cuanto dinero pidiese. Comprendió
Juliano que aquella muerte había de provocar contra él maldiciones y odios, y
procuró más adelante paliar un acto inexcusable, pretextando que se había realizado
sin su consentimiento y que había sido efecto de los rencores del ejército
por sus palabras ante las ruinas de Amida. También se consideró como
contrasentido y acto de debilidad la elección de Arbeción, que presidía de
hecho las investigaciones, apareciendo sus colegas de nombre solamente. Y en
efecto; era imposible que aquel ambicioso hipócrita no hiciese sospechoso
a Juliano, ni que pudiera considerarle de otra manera que como enemigo,
por el activo papel que había desempeñado en las guerras civiles.
Después de estos actos, que desaprobaron hasta los
amigos de Juliano, citaremos algunos ejemplos de justa severidad. Aquel
Apodemio, intendente en otro tiempo, a quien vimos encarnizarse con tanta
rabia en la pérdida de Galo y de Silvano; aquel notario Paulo,
denominado Catena, cuyo sólo nombre hacía temblar, encontraron en la
hoguera el suplicio que merecían sus
El nuevo Emperador fijó en seguida su atención en
los palatinos, expulsándoles sin distinción. No era esto lo que podía esperarse
de un filósofo amigo de la verdad. La depuración habría sido laudable, si
hubiese respetado a los pocos cuya conducta era notoriamente pura e integra.
Verdad es que el palacio se había convertido en un semillero de vicios,
cuyos gérmenes se habían propagado al exterior. El desorden no habría sido
tan grave sin el contagio del ejemplo. Algunos comensales de aquella
morada, enriquecidos con los despojos de los templos, se habían acostumbrado a
despojar, y acechaban, por decirlo así, toda ocasión de lucro. Pasando sin
transición de la extrema pobreza al supremo grado de la opulencia,
saqueaban y disipaban, prodigando sin freno y sin medida. El contagio se
apoderó poco a poco de las costumbres públicas: de aquí el desprecio tan común
de la fe jurada y de la estimación ajena; la avidez de ganancia, que ansía
satisfacerse aun a costa de cualquier mancha, y los caudales
prodigiosamente devorados, sepultados en el lujo y los festines. La mesa
tuvo sus triunfadores, como en otro tiempo la victoria. A esta época pertenece
el inmoderado uso de los tejidos de seda; los premios concedidos a la
perfección de una tela, a los refinamientos de la ciencia culinaria, y el
fausto en el mobiliario y las inmensas dimensiones de las moradas. Si el
campo de Cincinato hubiese igualado en extensión al suelo de una de aquellas
casas, no habría conseguido, después de la dictadura, el honor de su noble
pobreza.
Debemos añadir a este cuadro de disolución, el
quebrantamiento de la disciplina militar, los cantos lascivos repetidos en vez
de himnos de guerra; la piedra, que en otro tiempo servía de almohada al
soldado, cambiada por el plumón del cojín más blando; su copa de beber pesaba
más que su espada; ya no quería vasos de tierra, y necesitaba palacios de
mármol. ¡Y leemos en la historia que fue severamente reprendido un soldado
espartano por haber puesto el pie bajo techado en tiempo de guerra! Feroz
y rapaz con sus conciudadanos, el romano se había trocado en blando
y cobarde ante el enemigo. Corrompido por la ociosidad, pervertido por los
donativos, era en cambio perito en el conocimiento del oro y la pedrería.
Y, sin embargo, no distaba mucho el tiempo en que un simple soldado de
Maximiano César, habiendo encontrado en el saqueo del campamento de
los persas un saquito de piel lleno de perlas, fue bastante inocente para
arrojar el contenido, contentándose con la envoltura, por lo mucho que le
gustó la piel.
Quiso un día el Emperador que le cortasen el
cabello, y vio entrar un personaje suntuosamente vestido. Extrañándolo, dijo
Juliano: «He pedido un barbero, y no un rentista.» Preguntó, sin embargo,
a aquel hombre cuánto ganaba con su empleo: «Veinte raciones de mesa por día,
contestó; otras tantas de forraje, un buen sueldo anual y bastantes
accesorios muy lucrativos.» Enojóse el Emperador y despidió a toda aquella
chusma, así como también a los cocineros y a cuantos se encontraban en
iguales condiciones, y de los que no sabía qué hacer, diciéndoles que se
buscasen la vida en otra parte.
Tuvo Juliano en su infancia inclinación al culto
de los dioses, que fue aumentando con la edad. Mientras necesitó guardar
consideraciones, no se entregó a él sino rodeándose de profundo misterio:
pero una vez libre de trabas, y pudiendo al fin obrar según su voluntad, reveló
claramente el secreto de su conciencia. Por medio de edictos claros y
terminantes mandó abrir de nuevo los templos y ofrecer otra vez víctimas
en los abandonados altares. Para asegurar el efecto de
estas disposiciones, convocó en su palacio a todos los obispos divididos
entre sí por la doctrina y a los representantes de las diferentes sectas
que profesaba el pueblo, haciéndoles ver, aunque suavemente, que era
necesario terminasen las disputas y que cada cual profesase sin temor el
culto que eligiese. Si se mostraba tan tolerante en este punto, era porque
esperaba que la libertad multiplicaría los cismas, y que de esta manera no
tendría en contra suya la unanimidad, sabiendo por experiencia que,
divididos en el dogma los cristianos, son peores que fieras unos contra
otros.
Frecuentemente les decía: «Escuchadme; los
alemanes y los francos me han consultado muchas veces.» Esto era parodiar la
frase de Marco Aurelio, y Juliano no veía que las circunstancias
habían cambiado. Marco Aurelio atravesaba la Palestina dirigiéndose a
Egipto; y exasperado por la horrible suciedad de los judíos y su turbulento
carácter, exclamó con disgusto; «¡Oh marcomanos! ¡Oh quados! ¡Oh sármatas!
Al fin he encontrado otros más ineptos que vosotros!»
Por aquel mismo tiempo, una nube de egipcios,
seducidos por vagas esperanzas, vino a caer sobre Constantinopla. Raza
disputadora, pleitista, que no paga sino por fuerza, infatigable en
sus repeticiones, siempre exageradas, y que para conseguir descargo,
perdón o aplazamiento, tiene siempre dispuesta queja o concusión.
Asediaban en masa las audiencias del príncipe y prefectos del pretorio,
hablando todos a la vez como grajos y aturdiéndoles con peticiones, fundadas o
no, cuyo origen remontaba por lo menos a setenta años; siendo imposible
ocuparse de otros asuntos. Por medio de un edicto los citó Juliano a
Calcedonia, prometiéndoles que iría el mismo para decidir acerca de sus
pretensiones; y en cuanto marcharon, se prohibió terminantemente a los barcos
de regreso que admitiesen como pasajeros a los egipcios, prohibición que
se cumplió a la letra; disipándose inmediatamente todo aquel ardor de
peticiones en cuanto quedó demostrada su inutilidad, y cada cual regresó a
su casa. De esto se tomó ocasión para dictar un ley que parece dada por la
equidad misma, en la que se declara bien adquirido todo dinero dado con el
propósito de conseguir una ventaja, prohibiéndose la reclamación.
(Año 362 de J. C.)
En las calendas de Enero se abrieron los registros
consulares con los nombres de Mamertino y Nevita. El príncipe se digno
mezclarse a pie con las personas distinguidas que asistían a la ceremonia,
cosa que aprobaron unos y tacharon otros de degradante afectación. En seguida
dio Mamertino juegos en el circo, y habiendo sido introducidos los
esclavos que, según costumbre, habían de recibir la libertad, el mismo
Juliano pronunció la fórmula de manumisión. Pero habiéndole advertido que
aquel día pertenecía a otro el derecho de manumitir, se condenó a sí mismo
por aquella equivocación a una multa de diez libras de oro.
Frecuentemente acudía al Senado para dirimir las
cuestiones litigiosas. Un día en que escuchaba atentamente la discusión,
vinieron a decirle que acababa de llegar del Asia el filósofo Máximo.
Inmediatamente se levantó y, prescindiendo de su dignidad, corrió a recibirle
hasta más allá del vestíbulo, lo abrazó y lo introdujo con ciertas muestras
de respeto en la sala de sesiones; demostración intempestiva y que probaba
su afán por falsa gloria. Indudablemente había olvidado aquel pensamiento
de Cicerón sobre tales acciones, cuando dice: «Estos mismos filósofos no
dejan de poner su nombre en los tratados del desprecio de la gloria;
queriendo que se les alabe y glorifique por sus mismos esfuerzos, para
inspirar este desprecio.»
Pocos días después, dos intendentes comprendidos
en la expulsión de los empleados palatinos, acudieron secretamente a Juliano
para proponerle la revelación del retiro de Florencio, con tal de que
consintiera en reponerles en sus empleos. Con desprecio rechazó el
ofrecimiento, les trató de viles delatores, y añadió que sería indigno de
un Emperador emplear tales medios para apoderarse de un hombre que
solamente se ocultaba por temor a la muerte, y a quien la esperanza de
conseguir perdón alentaría quizás a no ocultarse por más tiempo.
Tenía entonces Juliano a su lado a Pretextato,
varón de excelente carácter y senador como los de la antigua Roma. La
casualidad se lo presentó en Constantinopla, a donde le llevaron sus
asuntos particulares, y el príncipe le nombró espontáneamente procónsul de
la Acaya.
No perdía de vista Juliano los intereses
militares, no obstante su atención a las reformas en la administración civil.
Solamente confiaba el mando a jefes experimentados por largos
servicios; reedificaba por toda la Tracia las fortificaciones arruinadas y
velaba con extraordinaria solicitud para que los destacamentos distribuidos
por la orilla derecha del Iter, de los que sabía velaban bien y
atentamente acerca de las empresas de los bárbaros, no careciesen de armas,
ropas, sueldo ni víveres. Cuando se multiplicaba para atender a tantos
cuidados, y comunicaba la actividad a todos
La fama, sin embargo, proclamaba en el extranjero
su valor, su templanza y sus conocimientos militares; su nombre, despertando la
idea de todas las virtudes, se extendía poco a poco por todo el mundo;
comunicándose cierto sentimiento de respetuoso temor desde los pueblos más
inmediatos a las naciones más apartadas. De todas partes y una tras otra,
llegaban legaciones. De la Armenia y las comarcas del otro lado del
Tigris, vino una para negociar paz con él. Desde los extremos de la India,
hasta de Dib y Serendib, partieron diputaciones cargadas de regalos.
Las regiones australes de la Mauritania solicitaron el favor de que se las
considerase como dependencias del Imperio. En fin, al Norte y al Oriente,
los pueblos ribereños del Bósforo y del mar que recibe las aguas del
Phaso, ofrecieron como suplicantes un tributo anual para obtener permiso de
continuar habitando en el suelo donde habían nacido.
El relato de dichos acontecimientos, a que va
unido el nombre de este gran príncipe, nos ha llevado a hacer mención de la
Tracia y del Ponto Euxino, por lo que no será inconveniente dar acerca de
estas regiones algunas noticias que me son propias, o que he recogido en mis
lecturas.
La elevada cima del monte Athos, en Macedonia,
abierta en otro tiempo para dejar paso a la flota de Jerjes, y el escarpado
promontorio de Cafarea, en la isla Eubea, adonde vino a chocar la armada
de los griegos, gracias al artificio de Nauplius, padre de Palamedes, a pesar
de la distancia que los separa, marcan los límites recíprocos del mar Egeo
y del de Tesalia. A partir de este último punto, el Egeo va ensanchándose,
sobre todo por la derecha, donde las Esporadas por una parte y por otra
las Cícladas, llamadas así porque forman casi un círculo en derredor de Delos,
cuna de dos divinidades, le dan aspectos de vasto archipiélago. Sus olas
bañan por la izquierda Imbros y Tenedos, Lemnos y Thasos, y, cuando las
levanta el viento, se agitan furiosas contra las rocas de Lesbos.
Rechazadas por este obstáculo, se lanzan sobre la costa de Troada, hacia el
templo de Apolo Smithiano y el heroico hijo de Troya. Más al Norte, el
Egeo forma el golfo de Melana, desde cuya entrada se descubre, por un lado
a Abdera, patria de Protágoras y de Demócrito, y por el otro la sangrienta
guarida del cruel Diomedes de Tracia, y el estrecho valle donde la corriente
del Hebro se replega sobre sí misma y sube hacia su origen; después
Maronea y Aenos, playa a que abordó Eneas bajo auspicios funestos, y de la
que se apresuró a huir, guiado por los dioses, hacia las orillas de
la antigua Ausonia.
En seguida se estrecha el Egeo, y, obedeciendo a
un impulso natural, corre a reunirse con el Ponto, del que se agrega una parte,
figurando la letra griega O. Abriéndose desde aquí el Helesponto, y
dejando a un lado el Rhodopo, baña sucesivamente Cynossemo, donde se
cree sepultada Hécuba, Coelos, Sestos y Callipolis, y en la orilla opuesta
las tumbas de Aquiles y Ajax, Dardania y Abydos, donde Jerjes echó un
puente para atravesarlo. Más adelante están Lampsaco, regalo del rey de
los persas a Temístocles, y Paros, fundada por Parios, hijo de
Jason. Ensanchándose ahora por ambos lados en semícirculo, aparta muy
lejos sus orillas, y, tomando el nombre de Propóntida, baña al Oriente
Cizico y Dindimo, santuario reservado a la madre de los dioses; después
Apamia, Cio y Astaco, cuyo nombre cambió un rey andando los tiempos por el
de Nicomedia. Por el lado de Poniente, toca a Querronesa, Egos-Potamos,
donde predijo Anaxágoras que lloverían piedras, Lysimaquia y la ciudad que
fundó Hércules en memoria de su compañero Perintho. En fin, como para
hacer completa la semejanza con la O, en medio de su circunferencia
se prolongan las islas Preconosa y Besbica.
En cuanto sus aguas doblan la punta de esta isla,
este mar se estrecha otra vez entre la Europa y la Bitinia, y baña a la derecha
Calcedonia, Crisópolis y otros parajes menos conocidos. Por la izquierda
forma los puertos de Athyras, Selymbria y Constantinopla, la antigua Bizancio,
colonia ateniense, y el promontorio de Ceras, coronado por alto faro; lo
que ha hecho dar el nombre de Ceratas al frío viento que ordinariamente
sopla de estas costas.
Aquí se detiene la corriente y queda completa la
comunicación de los dos mares. Retíranse ahora de nuevo las dos riberas,
abrazando un manto de agua sin límites a que alcance la vista, y cuyo
circuito forma navegación de veintitrés mil estadios, según Eratóstenes,
Hecateo, Ptolomeo y otros autores que pretenden ser exactos en la
determinación de las distancias. Según todos los geógrafos, la forma de
este mar es la de un arco escita con la cuerda. A Levante lo limita la
Palus Meotida, y a poniente el Imperio romano. Sus costas septentrionales
las habitan pueblos que tienen diferentes costumbres y lenguaje. Su ribera
del mediodía describe ligera curvatura entrante. Su inmenso litoral está
sembrado de ciudades griegas, casi todas fundadas por los milesianos,
colonia de Atenas, establecidos desde muy antiguo en el Asia Menor por
Nileo, hijo de Codro, que, según dicen, se sacrificó por su patria en la
guerra contra los Dorios. Figuran los dos extremos del arco los dos
Bósforos, el Thracio y el Cimmeriano. El nombre de Bósforo viene de que la hija
de Inaco, transformada en vaca, según los poetas, atravesó a nado los dos
mares interiores para pasar a la Jonia.
A la derecha de la curvatura, al salir del
Bósforo, se encuentra la costa de Bitynia, llamada por los antiguos Mygdonia.
Este reino comprende las provincias de Thynia, Mariandena, las
Bebryces, que en otro tiempo libertó Pólux de la tiranía de Amycus, y la
lejana comarca donde el divino Fineo temblaba al batir de alas de las
harpías. En esta sinuosa playa, frecuentemente interrumpida por profundos
senos, se encuentran las embocaduras del Sangaro, el Psylles, Bizes y Rhebas.
Por el opuesto lado vense surgir del seno de las aguas las Simplegadas,
doble roca escarpada por todos sus lados, de las que se dice que en otro
tiempo, las dos partes chocaban con horrible estrépito, retrocedían y
renovaban el combate sin cesar. Por rápido que fuese el vuelo de un pájaro, no
habría podido escapar de entre aquellas dos moles en el momento en que se
precipitaban una sobre otra. La primera nave de Argos, cuando bogaba para la
conquista del vellocino de oro, pudo, sin embargo, pasar entre ellas sin
que la alcanzase el choque, y desde este día cesó el antagonismo; las dos
partes se reunieron tan íntimamente, que hoy nadie creería en su antigua
separación si no existiesen, para acreditarla, todas las tradiciones de la
poesía antigua.
Después de la Bithynia vienen las provincias del
Ponto y de Plafagonia, en las que descuellan Heraclea y Sinope, Polemonion y
Amisos, ciudades importantes, creadas todas por el activo genio de los griegos;
y Cerasonta, cuyos dulces frutos trajo Lúculo a nuestras. Comarcas. En el seno
de altas islas se alzan las importantes ciudades de Trapezunta
(Trebisonda) y Pityunta. Más lejos se encuentra la caverna de Aquerusa,
que los habitantes del país llaman MuKonóvTioq (que absorbe el agua del
mar); el puerto de Acón y varios ríos, el Aquerón, el Arcadio, el Iris y el
Tibris, y más adelante el Parthenio, precipitándose todos con rápido curso
en el mar. Cerca de aquí se encuentra el Thermodón, que baja del monte
Armonio y corre entre los bosques de Therniscira, donde en otro tiempo
buscaron refugio las amazonas, por los motivos que voy a referir.
Estas guerreras de la antigüedad, después de haber
arruinado con sus continuas y sangrientas incursiones todos los Estados
vecinos, aspiraban todavía a descargar mayores golpes. Confiando en sus
fuerzas, y arrastradas por ardor de conquista, llegaron, pasando sobre los
restos de multitud de pueblos, a buscar en los atenienses los adversarios
más temibles. La lucha fue obstinada; pero al fin cedió su ejército, por
la derrota de la caballería que guarnecía las alas, y todas las
amazonas sucumbieron. A la noticia de esta derrota, las que, menos aptas
para pelear, habían quedado en sus hogares, viéndose reducidas al último
extremo y temiendo la venganza de vecinos irritados por los males que les
habían hecho sufrir, se retiraron a las orillas más tranquilas del Thermodón.
Allí se multiplicó su posteridad, volvió reforzada a su antigua patria y
fue de nuevo terror de todas las naciones extranjeras.
Cerca de allí se alza en suave pendiente hacia el
septentrión el monte Carambis, separado por dos mil quinientos estadios de mar
del promontorio de Criumetopón, en Taurida. A partir del río Halys, todo
el litoral se extiende en línea tan recta como la cuerda estirada entre los dos
extremos del arco. En sus confines se encuentran los Dahas, el pueblo más
belicoso de la tierra, y los Chalybos, que fueron los primeros en arrancar
el hierro de las minas. Ocupan las inmensas
Detrás de éstos se encuentran los Cimerianos,
habitantes del Bósforo. Allí existen muchas ciudades milesianas y su metrópoli
Panticapea, regada por el Hypanis, engrosado por numerosos afluentes. Al
otro lado, pero a largas distancias, tribus de amazonas habitan las dos orillas
del Tanais (Don) y se extienden hasta el mar Caspio. Este río nace en las
montañas del Cáucaso, y va a perderse en la Palus Meotida, formando en su
sinuoso curso el límite recíproco de Europa y Asia. Cerca de aquí corre el
río Rha, en cuyas orillas se encuentra una raíz que tiene el mismo nombre,
y que se emplea frecuentemente en medicina.
Al otro lado del Tanais se extienden
indefinidamente la comarca de los Sármatas, regada por numerosos ríos, tales
como el Maracco, el Rhombito, el Theofano y el Tatordano. Aunque
separada de esta región por enorme distancia, otra nación torna también el
nombre de Sármata: ésta habita las orillas del mar donde vierte sus aguas
el Corax.
En seguida aparece el vasto contorno de la Palus
Meotida, que saca de sus abundantes venas y vierte en el Ponto, por el estrecho
de Datara, considerable masa de agua. A la derecha del lago están las
islas de Fanagora y Hermonassa, civilizadas por los trabajos de los griegos.
Más lejos, y en sus orillas más apartadas, habitan multitud de tribus, con
diferentes costumbres y lenguaje: los Jaxamatos, los Meotas, los Jasygos,
los Roxolanos, los Gelones y los Agathyrsos, entre los que abundan los
diamantes. Todavía se encuentran pueblos más allá, pero penetrando mucho en
las tierras.
A la derecha de la Palus Meotida se encuentra el
Quersoneso, lleno de colonias griegas; así es que los habitantes son amables y
pacíficos; se dedican a la agricultura y viven de sus productos. Corta
distancia los separa de la Taurida, dividida entre las diferentes tribus de los
Arincos, los Sincos y los Napeos, todos igualmente temibles por la
inveterada barbarie de sus costumbres; barbarie que llega a tal punto, que
el mar que los baña ha recibido el nombre de inhospitalario. Pero los
griegos, por antífrasis, le han llamado Ponto Euxino; de la misma manera que
llaman eúpQev al loco, eú^póvnv la noche, y eúpevíSaq a las Furias. Estos
pueblos sacrifican víctimas humanas. Inmolan los extranjeros a Diana, a la
que llaman Oreiloche, y cuelgan los cráneos de sus víctimas en las paredes
de los templos, como gloriosos trofeos.
Leuca, isla habitada y consagrada a Aquiles, es
una dependencia de la Taurida. Los viajeros que lleva allí la casualidad
visitan sus templos y contemplan las ofrendas llevadas en honor de
los héroes; pero al obscurecer vuelven a sus naves, porque, según se dice,
se arriesga la vida pasando allí la noche. En el interior hay lagos
poblados de aves blancas del género de los alciones. Más adelante
hablaremos de su origen y de los combates que tienen en el Helesponto. También
posee ciudades la Taurida, entre las que sobresalen Eupatoria, Dandacia y
Theodosia, siendo las otras
Aquí termina la parte superior del arco.
Recorramos ordenadamente los parajes del resto de su curvatura, ligera por este
lado, y opuesta al signo de la Osa, hasta la orilla izquierda del Bósforo
de Tracia. Diremos que, a diferencia del arco que usan las otras naciones,
que tiene forma de vara larga, los dos lados del de los escitas y parthos,
reunidos en el centro por un puño recto y redondo, describe cada uno una
curva tan pronunciada como la de la luna menguante.
A partir de la unión, en el punto donde terminan
los montes Rifeos, habitan los Arimfos, pueblo conocido por su justicia y
amenidad. Los ríos Cronio y Bísula riegan esta comarca. Cerca de aquí
están los Messagetas, los Alanos, los Sergetas y otros pueblos obscuros, de los
que no conocemos bien los nombres ni las costumbres. A cierta distancia se
encuentra el golfo de Carcinita, un río del mismo nombre, y después un
bosque consagrado a Hecato. En seguida aparece la corriente del
Boristhenes, que, naciendo en el monte de los Nervianos, siendo poderoso en
su nacimiento y aumentado con la afluencia de otros ríos, se precipita en
el recipiente del Euxino. En sus frondosas orillas se alzan las ciudades
de Boristhenes y de Cefalonesa, y altares consagrados a Alejandro el
Grande y a César Augusto. Más lejos se encuentra la península habitada por la
innoble raza de los Sindos, aquellos infieles siervos que, mientras sus
amos llevaban la guerra al Asia, se apoderaron de sus mujeres y de sus
bienes. La estrecha playa que se encuentra en seguida ha recibido de los
indígenas el nombre de Carrera de Aquiles, el héroe de Tesalia, que hizo un
estadio para entregarse a este ejercicio. En las inmediaciones está Tyros,
colonia de Fenicios, bañada por el río Tyros.
El centro de la convexidad del arco, que un buen
andarín puede recorrer en quince días, está habitado por los Alanos de Europa y
los Costobocos, y detrás de éstos se encuentran las innumerables tribus
escíticas, extendidas en ilimitados espacios. Corto número de estos pueblos
se alimenta con trigo, vagando los demás indefinidamente por vastas y
áridas soledades, que nunca roturó el arado ni recibieron semillas. Allí
viven entre hielos y a la manera de las bestias. Carros cubiertos con
cortezas les sirven para transportar por todos lados, según su capricho,
habitación, muebles y familia. La playa, cuando se llega al último punto
de la curvatura, está llena de multitud de puertos. Allí se eleva la isla
Peuca, morada de los Trogloditas, de los Pencos y de algunas otras tribus
pequeñas. También se encuentra allí Histros, ciudad muy poderosa en otro
tiempo; Apolonia, Anquialos y Odissos, sin hablar de otras muchas
diseminadas por la costa de la Tracia. El Danubio, que nace en los montes
Rauracos, en los confines de la Rhecia, aumentado en su inmenso
curso conlas aguas de más de treinta ríos navegables, viene aquí a
derramar su caudal por siete bocas en el mar de la Scitia. Estas bocas tienen
nombres griegos; la primera el de Peuca, de la isla del mismo nombre;
llámase la segunda Naracustoma, la tercera Calonstoma, la cuarta Pseudostorna,
siguiendo Boreonstoma y Sthenostoma, mucho menos importantes que las otras
cuatro; la séptima ocupa vasta superficie, pero, a decir verdad, no es más
que una charca.
En toda la superficie del Ponto Euxino reina
atmósfera nebulosa; sus aguas son más dulces que las de los otros mares y
ocultan multitud de bajos. Depende el primer efecto de la evaporación de
tan extenso manto de agua; el segundo de la cantidad relativamente considerable
de agua fluvial que penetra en él, que modera la sal; y el tercero por la
cantidad de limo continuamente acarreado por los afluentes. Es cosa
averiguada que los peces acuden a bandadas para depositar allí su
freza, que se desarrolla mejor, y corre menos peligro en aquellas aguas
más dulces y en cavidades más profundas, donde no tienen que temer la
voracidad de los monstruos marinos; porque estas especies no aparecen
jamás en aquellos parajes, como no sean algunos delfines pequeños, que no hacen
daño alguno. La parte de este mar más expuesta al río se hiela hasta tal
profundidad, que, a lo que se cree, no pueden los ríos encontrar salida; y
entonces su superficie resbaladiza y peligrosa impide que hombre o bestia
de carga se atreva a poner en ella el pie. Este fenómeno es común a todo
mar interior en el que penetra agua dulce en tanta cantidad. Pero
terminemos esta digresión, que nos ha llevado más lejos de lo que
esperábamos.
Al fin llegó a poner colmo a las alegrías del
momento una noticia impacientemente esperada y
Después de tantas contrariedades, una serie de éxitos
felices colocaban a Juliano por encima de la condición humana. Parecía que la
fortuna solamente le reservaba favores. El mundo romano, completamente
sometido obedecía a él solo. Y lo que pone el sello a su gloria durante el
tiempo de su reinado, es que en el interior no hubo ni una sola agitación,
y en el exterior, ni un bárbaro se atrevió a pasar la frontera; y el
espíritu popular, que denigra siempre el poder caído, aumentaba más y más
su entusiasmo por el poder nuevo.
Después de tomar con madura deliberación todas las
medidas que reclamaban las circunstancias, arengando frecuentemente a los
soldados y, por medio de liberalidades, asegurado sus buenas disposiciones
para cualquier evento, partió Juliano para Antioquía, acompañado por el cariño
de todos, y dejando a Constantinopla colmada de beneficios. Había nacido en
esta ciudad y mostraba por ella esa predilección que ordinariamente se
tiene al lugar del nacimiento. Cruzó el estrecho, dejando a un lado
Calcedonia y Lybissa, donde se encuentra la tumba de Aníbal, y entró en
Nicomedia, ciudad magnífica en otro tiempo, de tal manera embellecida por el
esplendor de sus antecesores, que se podía, al aspecto de sus edificios
públicos y privados, si ofender a la ciudad eterna, creerse en un barrio
suyo. Juliano lloró ante aquellas murallas, que no eran más que montones
de ruinas, mientras que lentamente y en silencio se encaminaba al palacio.
Mucho peor fue cuando se le presentó el Senado y la población de la
ciudad. Tanta miseria después de tanto esplendor, colmó la aflicción.
Reconoció a muchas personas con quienes había mantenido relaciones cuando
tenía por maestro a su lejano pariente el obispo Eusebio; dio a la
ciudad considerable subsidio para ayudarles a reparar su desastre, y
marchó en seguida por Nicea a las fronteras de la Galo-Grecia. Desde allí,
describiendo un rodeo por el estrecho, fue a visitar en Pesinunta el
antiguo templo de Cibeles, de donde, durante la segunda guerra púnica,
Escipión Nasica, bajo la fe de los versos sibilinos, hizo trasladar la
estatua a Roma. En el reinado del emperador Cómmodo hemos relatado
detalladamente la llegada de esta estatua a Italia, y
algunas circunstancias relacionadas con ella. Los historiadores presentan
diferentes etimologías del nombre de la ciudad: pretenden algunos que se
deriva del verbo griego TÓneoeiv, caer, porque su estatua de la diosa
había caído del cielo: según otros, el nombre se lo dio Ilo, hijo de Tros, rey
de Dardania: por su parte afirma Theopompo, que no la fundó Ilo, sino
Midas, el poderoso monarca de Frigia.
Después de venerar Juliano a la diosa y de ofrecer
sacrificios en sus altares, retrocedió a Ancira. Iba a dejar esta ciudad y a
continuar su viaje, cuando se vio asediado por importuna multitud de
reclamantes. Éste había sido despojado de sus bienes, aquél clasificado sin
razón en tal curia, y algunos exageraban la pasión hasta el punto de
lanzar a todo evento contra el adversario la acusación de lesa majestad.
Más impasible que los Cassios y los Licurgos, Juliano, en medio de aquellos
clamores, pesaba imparcialmente cada circunstancia, y, sin equivocarse
jamás, administraba justicia a cada uno. Pero se mostraba
extraordinariamente severo con los calumniadores, a los que detestaba,
porque había aprendido a costa suya, cuando no era más que simple
particular, hasta dónde puede llegar su odio. Un ejemplo entre muchos
demostrará cuán poca impresión le causaban las acusaciones de este género.
Uno que odiaba mortalmente a otro, hablaba mucho
contra su adversario, de un atentado que, según decía, había cometido contra la
majestad del príncipe, y continuamente instaba al Emperador, que siempre
fingía no comprenderle. Juliano le preguntó al fin qué era el acusado,
contestando el otro que de la clase media y muy rico. El príncipe sonrió.
«¿Qué prueba, dijo, tienes contra él?» «Ha hecho teñir de púrpura un manto
de seda», exclamó el acusador. Juliano se contentó con decirle que cuando
un hombre que nada valía acusaba de aquel delito a otro de igual estofa, no
merecían que se ocupase de ellos; y que en adelante callase y viviera
tranquilo. Pero no teniéndose por vencido el querellante, insistió más y
más. Irritado ya Juliano, se volvió al tesorero de los donativos, que estaba presente, y le dijo: «Haz que den a
este peligroso hablador un calzado de púrpura para el hombre a quien odia, y
que, según dice, se ha mandado hacer un traje de ese color; así verá lo
que gana, si no es muy fuerte, con cargarse con tales adornos.»
Esto debían imitarlo siempre los que gobiernan.
Pero no puede ocultarse que, en otras ocasiones, mostró repugnante parcialidad.
En este reinado, difícilmente podía el reclamado por los magistrados
municipales para formar parte de su corporación, escapar a sus pretensiones
acerca de su persona, aunque gozase de todos, los derechos de exención
posibles por sus servicios militares y hasta por su calidad de extranjero:
llegando esto a tal punto, que se resignaban a comprar el descanso por
medio de transacciones clandestinas, a precio de dinero.
Al llegar a la estación de Pylas, que marca el límite
entre la Capadocia y la Cilicia, encontró Juliano al corrector de la provincia,
llamado Celso, a quien había conocido cuando estudiaba en Atenas. Abrazóle
y le hizo montar en su carroza, llevándole con él a Tarso. Desde allí marchó
sin detenerse a Antioquía, maravilla del Asia, que ardía en deseos de
visitar. Los habitantes le recibieron en las inmediaciones de la ciudad
con una especie de culto, asombrándose él mismo ante aquel inmenso
concierto de voces que le saludaban como astro nuevo que aparecía en Oriente.
Era precisamente la época en que se celebraba la antigua fiesta de Adonis,
aquel joven amante de Venus, muerto por un jabalí, imagen poética de la
cosecha segada en su madurez; y se consideró como funesto presagio que se
oyesen lamentaciones de duelo en la primera entrada del jefe del Estado
en una residencia imperial.
Aunque la ocasión fue muy trivial, Juliano dio
prueba de mansedumbre que le honró mucho. Un hombre llamado Thalasio, que había
pertenecido a los investigadores, le era odioso como cómplice de los lazos
tendidos para perder a su hermano Galo, y había mandado le advirtiesen no
se presentara entre los honoratos que acudieron a saludarle. Thalasio
tenía un pleito; los que litigaban contra él, aprovechando aquella mala
voluntad, idearon al día siguiente de la entrada amotinar el populacho y
acudir a gritar ante el Emperador: «Thalasio, ese enemigo de tu majestad,
quiere apoderarse de nuestros despojos.» Confiaban haber encontrado
ocasión de perderle; pero Juliano comprendió la intención: «En efecto,
dijo, el hombre de quien habláis ha merecido justamente mi indignación.
Suspended vuestra queja, porque conviene que obtenga yo satisfacción de
él antes que vosotros.» Dicho esto, envió orden al prefecto que ocupaba el
tribunal para que aplazase el asunto hasta que Thalasio vólviese a su
gracia, cosa que no tardó en suceder.
Conforme había proyectado, pasó el invierno en
Antioquía; pero en vez de dejarse arrastrar por las seducciones de todo género
que abundan en Siria, ocupábase, como por descanso, en entender en los
procesos, cosa que no exige menos trabajo de espíritu que la dirección de
una guerra. Aplicando su maravillosa inteligencia, entregábase
ardorosamente a reconocer a cada uno su derecho, a reprimir el fraude con
toda la severidad compatible con la prudencia, y a proteger la razón
contra la injusticia. Verdad es que algunas veces mostró indiscreta curiosidad
en cuanto a las respectivas creencias de las partes, pero no hubo ejemplo
de que esta preocupación influyese en las sentencias. Nunca se le censuró
haberse desviado lo más mínimo por este motivo ni por ningún otro, de la
equidad más estricta. En todo proceso, la conciencia del juez no debe atender
más que a lo justo o injusto, y no se está más atento en el mar para evitar
un escollo, que lo estaba él para no olvidar esta regla. Por tal razón,
conociendo muchas veces que perdía la serenidad, permitía a los prefectos
y a los asesores le advirtiesen sus arrebatos de vivacidad, mostrándose siempre
afligido por tales arranques y agradecido a las observaciones. Un día que
los abogados ensalzaban la rectitud de una sentencia suya, respondió con
bastante sequedad: «Más agradecería el elogio, y más dispuesto me
encontraría para gloriarme, si pudiera decirme: En el caso contrario me
habrían reprendido.» Un ejemplo bastante gracioso dará a conocer la poca
rudeza de sus formas jurídicas. Viendo un día una litigante que la parte
contraria, empleado de palacio perteneciente al número de los eliminados,
llegaba al tribunal ceñido con el cinturón, comenzó a quejarse de aquella
reposición de la que auguraba mal para su pleito: «No dejes de exponer tus
quejas, le dijo Juliano. Tu contrario no gana con eso más que recogerse
mejor la toga para librarse del barro, y nada tendrá que sufrir tu
El poeta Arato ha descrito la justicia huyendo al
cielo de la perversidad de los hombres. Además de los ejemplos citados (que no
son los únicos), hubiera podido decirse, como el mismo Juliano se jactaba
de ello, que su reinado había vuelto a traer esta diosa a la tierra. Y la frase
habría sido completamente exacta, si el príncipe no hubiese colocado
muchas veces su decisión propia en el lugar de la ley, y cometido por esto
errores que enturbian su gloria. Y no es que algunas veces no corrigiese
atinadamente el texto, esclarecido sus obscuridades y determinado con mayor
precisión el sentido positivo o negativo de tal o cual texto; pero existe
también de él algún rasgo de intolerancia arbitraria que quisiera sepultar
en eterno olvido. Prohibió la enseñanza a los retóricos y gramáticos que
profesaban el cristianismo.
Por esta misma época, aquel notario Gaudencio, a
quien el difunto Emperador encargó poner el África en pie de defensa, fue
llevado con su ex vicario Juliano, cargado de cadenas a Constantinopla y
condenado a muerte. Aplicóse también la pena capital a Artemio, que fue
duque de Egipto, al que dirigían abrumadoras acusaciones los alejandrinos;
pereciendo asimismo, por mano del verdugo, el hijo de Marcelo, ex general
de la caballería: y se envió al destierro a los tribunos de los escutarios
Romano y Vicencio, de las primera y segunda escuela, convictos los dos de
planes ambiciosos muy superiores a su condición.
No se tardó mucho en Alejandría en conocer la
muerte de Artemio; no temiendo nada tanto los habitantes como su regreso y
mantenimiento en el cargo, porque había amenazado mucho, y probablemente
habría ejercido terribles venganzas. En seguida descargó su odio contra
Jorge, obispo de la ciudad, que efectivamente había mostrado contra ellos
la malicia de la víbora. Nacido, si ha de creerse al rumor público, en el
taller de un batanero de Epifanía, en Cilicia, había adelantado mucho, con
desprecio de todos los derechos, y desgraciadamente para su diócesis y
para él mismo, había conseguido hacerse ordenar obispo de Alejandría.
Conocida es, por la voz misma de los oráculos, la proverbial turbulencia
del populacho de esta ciudad, y su propensión a insurreccionarse sin
causa; y la conducta de Jorge fue muy a propósito para atizar el fuego de sus ánimos.
Olvidando su misión de paz y de equidad para rebajarse al papel de delator,
estaba siempre dispuesto a designar los alejandrinos al suspicaz
Constancio, como hostiles a su gobierno. Acusábanle de haber sugerido
malignamente que la renta de los edificios públicos pertenecía al tesoro,
porque el emperador Alejandro los había construido a expensas públicas; pero
unas palabras inconsideradas fueren la causa inmediata de su pérdida.
Regresaba de la corte, y pasando, como de ordinario, su suntuosa carroza
ante el magnífico templo de Serapis, exclamó mirando al edificio: «¿Hasta
cuando dejarán en pie ese sepulcro?» Estas palabras produjeron el efecto del
rayo en los que las escucharon, creyendo destinado aquel templo, como
tantos otros, a la destrucción; y desde aquel momento no hubo tentativa
que no dirigiesen contra el obispo. En medio de esta disposición de los
ánimos, llegó de pronto la deseada noticia de la muerte de Artemio: arrebato
embriagador se apoderó entonces del populacho, que se apoderó de Jorge, lo
derribó, lo pisoteó y descuartizó.
Al mismo tiempo Draconcio, prepósito de la moneda,
y un tal Diodoro, que tenía el título de conde, arrastrándoles a los dos con
cuerdas atadas a los pies, sufrieron igual tratamiento; el primero por
haber derribado un altar nuevo, alzado en la casa de la moneda; el segundo,
porque presidiendo la construcción de una iglesia, por autoridad propia
había tonsurado a muchos niños, creyendo ver en su larga cabellera
homenaje votivo a los dioses. No contento con esta barbarie, el
populacho cargó en camellos los mutilados cadáveres, los trasladó a la
playa, y, después de quemarlos, arrojó las cenizas al mar; con objeto,
según decían, de que nadie los recogiese y les alzase templos. Insultante
alusión a aquellas víctimas de la constancia religiosa que, antes de abjurar su
culto, sufrieron heroicamente los últimos suplicios, y que hoy se designan
con el nombre de mártires.
Hubiesen podido los cristianos interponerse y
proteger a aquellos desgraciados contra tan horrible muerte; pero los dos
bandos aborrecían de igual manera a Jorge. Cuando llegó al Emperador la
noticia de aquel atentado, se indignó y quiso al pronto castigar duramente a
los autores. Pero calmaron su irritación y se limitó a protestar
severamente por medio de un edictocontra aquellos actos, y amenazar con el último
suplicio al que, en lo sucesivo, violase la justicia y las leyes.
Hacía mucho tiempo que meditaba Juliano una
expedición contra los Persas. Su resolución era firmísima, inspirada por el
legítimo deseo de vengar ruidosamente el pasado. Sesenta años hacía que
aquella orgullosa nación llevaba al Oriente la devastación y la matanza,
habiendo llegado sus triunfos hasta el completo exterminio de ejércitos
enteros. Dos causas excitaban el ardor de Juliano: en primer lugar su
aversión al descanso, soñando siempre con el clamor de las trompetas y
el estrépito de las batallas; y además, gloriosos recuerdos ponían
continuamente delante de su vista las luchas de su juventud contra
indómitas naciones; aquellos jefes, aquellos reyes humillándose ante
él hasta las súplicas más humildes, cuando podía creérseles alguna vez
abatidos, pero nunca suplicantes; y también deseaba ardientemente unir el
epíteto de Parthico a sus otros trofeos.
No le faltaban, sin embargo, detractores. La
malevolencia y la pusilanimidad se asustaban ante sus inmensos preparativos: al
oírles, aquella ostentación de fuerzas era intempestiva y peligrosa. ¿No
podía realizarse la transmisión del Imperio sin una perturbación universal? No teniendo
otro medio para oponerse, los descontentos no cesaban de repetir, para que sus
palabras llegasen al Emperador, que si no moderaba aquella peligrosa
ambición, se le vería como al trigo con demasiada savia, perecer por el
exceso de su propio vigor. Pero la oposición era de todo punto inútil.
Juliano no se mostraba más conmovido por las murmuraciones que Hércules por
los esfuerzos de los pigmeos, o del sacerdote rodiano Thiodamas: y
continuando con igual ardor en su empresa, medía con penetrante vista toda
su extensión, esforzándose en acumular apropiados medios de ejecución.
Por otra parte, los altares estaban literalmente
inundados con la sangre de las víctimas. Algunas veces sacrificaba hasta cien
bueyes a la vez, innumerables variedades de ganado menor, así como también
millares de aves blancas que hacía buscar por tierra y por mar. Así fue
que diariamente se veía, por efecto de una licencia que hubiese sido mejor
reprimir, dar los soldados en los templos repugnantes ejemplos de
voracidad y embriaguez; y en seguida, embrutecidos por los excesos,
recorrer las calles sobre los hombros de los transeúntes, obligándoles a que
les llevasen a sus cuarteles. En estas orgías distinguíanse especialmente
los petulantes y los celtas, que entonces se lo creían todo permitido. El
gasto de las ceremonias religiosas adquiría proporciones inusitadas y sin
límites. El último recién llegado, tuviese o no conocimientos en la materia,
podía hacer oficios de adivino, y sin carácter, sin misión, ingerirse a
pronunciar oráculos y a investigar en las entrañas de las víctimas el
porvenir que algunas veces se manifiesta en ellas. La adivinación examina
el vuelo, el canto de las aves, y emplea todos los medios para interrogar
la suerte. En medio de esta tendencia de los ánimos, favorecida por los
ocios de la paz, la curiosidad de Juliano quiso abrirse un camino más,
desembarazando el obstruido orificio de la profética fuente de Castalia. Dícese
que el emperador Adriano mandó cegar con gruesas piedras la salida de
aquella fuente, porque allí había recibido en otro tiempo el anuncio de su
exaltación futura y no quería que ningún otro pudiese recibir aviso
semejante. Juliano dispuso la exhumación de los muertos enterrados en el
circuito de la fuente y lo purificó, observando el ceremonial que en
iguales circunstancias emplearon los atenienses en la isla de Delfos.
En este mismo año, el once de las calendas de
Noviembre, fueron presa de las llamas el vasto templo de Apolo que construyó en
Dafnea el violento y cruel monarca Antíoco Epifanio, y la estatua del
dios, igual en magnitud a la de Júpiter Olímpico. Este desastre irritó
extraordinariamente al Emperador, que dispuso severa investigación y mandó
cerrar la iglesia catedral de Antioquía, sospechando que los cristianos
habían sido autores del atentado, impulsados por el despecho al ver rodear
al templo con magnífico peristilo. Atribuíase, sin embargo, aunque vagamente,
el siniestro a causa accidental. El filósofo Asclepiades, cuyo nombre se
cita en la historia de Magnencio, en un viaje que hizo para ver a Juliano,
habiendo visitado el templo, colocó, según se dice, al pie de la colosal
estatua una figurita de plata representando la madre de los dioses, rodeándola,
según costumbre, de cirios encendidos, y no se había, retirado hasta la media
noche, hora en que no había
Juliano, cuyo corazón estaba entristecido con
tantas calamidades, no aflojó en su actividad en completar sus armamentos para
la deseada época en que debía comenzar la campaña. Pero en medio de estas
graves y útiles preocupaciones, tenía una que la razón no puede aprobar, y que
hasta carecía de pretexto plausible; la de abaratar arbitrariamente, y por
vano deseo de popularidad, el precio de los comestibles. Esta operación es
muy delicada, y si no se toca con prudencia, de ordinario acarrea la
escasez y el hambre. En vano le demostraban hasta la evidencia los magistrados
municipales la inoportunidad de la medida; no atendió a la objeción, y
mostró en este punto igual obstinación que su hermano Galo, aunque sin sus
sangrientas violencias. El disgusto de Juliano por aquella oposición, que
calificó de malévola, dio origen al violento volumen que intituló el Antioqueno
o Misopogón; que es una serie de invectivas, en las que no todo es verdad,
y que le atrajo algunas sátiras mordaces. No lo ignoraba el Emperador, y a
pesar que creyó deber callar, su rencor aumentó con la reconcentración.
Divertíanse los burlones llamándole Cercops, y describiéndole de
esta manera: bajito, con barba de chivo; hombros estrechos y que anda a
zancadas como el Otus o el Ephialitis que celebra Homero. Llamábanle
también victimario, con preferencia a sacrificador; alusión maligna a sus
matanzas de víctimas. Tampoco se perdonaba su manía de mezclarse ostensiblemente
a las funciones sacerdotales y de mostrarse por todas partes llevando en las
manos los objetos sagrados, en medio de procesiones de devotos. Todos
estos sarcasmos le irritaban profundamente, conteniéndose para no revelar
nada y persistiendo en sus prácticas religiosas.
Un día quiso sacrificar a Júpiter sobre el Casio,
montaña muy alta, cubierta de bosque, redonda en su base y que recibe al canto
del gallo los primeros rayos del sol. Marchó allá en el día señalado y se
dedicaba a las ceremonias del sacrificio, cuando vio a un hombre arrodillado a
sus pies, implorando perdón con suplicante voz. Preguntó Juliano quién
era, y le contestaron que Theodoto, antiguo presidente del consejo de
Hierápolis, quien, acompañando a Constancio a su cámara al frente de los nobles
de la ciudad, había cometido la hipócrita bajeza de suplicarle,
con lágrimas en los ojos, como si lo viese ya vencedor, que le enviase la
cabeza del ingrato rebelde Juliano, con objeto de repetir el espectáculo
que se dio con la de Magnencio. Juliano se limitó a contestar al
suplicante: «En tiempo oportuno se me repitieron por todas partes tus palabras.
Pero regresa tranquilamente a tu casa y cuenta con la clemencia de tu
Emperador. Por prudencia quiere disminuir el número de sus enemigos, y por
inclinación prefiere hacerse amigos.» Y continuó celebrando el sacrificio,
a cuya terminación recibió del corrector de Egipto una carta en la que
le decía que, después de muchas investigaciones infructuosas, al fin se
había encontrado al dios Apis; lo que, según las creencias del país,
presagiaba abundante cosecha de todos los productos de la tierra.
Diremos algo acerca de esto. De todas las
consagraciones de animales practicadas en la antigüedad, eran las más solemnes
las de Mnevis y Apis: el primero dedicado al sol, y cuya tradición no dice
nada notable; el segundo a la luna. El buey Apis nace señalado con varios
signos, pero muy especialmente con el de una media luna en el costado
derecho. Cuando llega al término de su existencia, el dios desaparece por
inmersión en una fuente; porque no está permitido dejarle vivir más tiempo
del señalado por la autoridad mística de los libros sagrados, ni de ofrecerle
más de una vez por año la vaca, su compañera, que también está marcada con
signos especiales. Búscasele entonces sucesor, con todo el ceremonial del
duelo público, y en cuanto se encuentra uno dotado de las cualidades
requeridas, le llevan a la gran ciudad de Memfis, célebre por la divina
presencia de Esculapio. Allí cien sacerdotes introducen al animal en su
santuario, y desde este momento es sagrado, interpretándose cada
movimiento suyo como manifestación de lo venidero. La historia dice
Parece que debo añadir algunos detalles a las
noticias más extensas que di acerca del Egipto, en los reinados de Adriano y de
Severo, noticias que di bajo la fe de mi propia vista. Es el Egipto
la nación más antigua, si se exceptúa la de los Escitas, que le disputa la
antigüedad. Al Mediodía tiene por límite la Sirte Mayor, los promontorios
de Phycus y de Borión, y el país que habitan los Garamantos y otros
pueblos; al Oriente, las ciudades etiópicas de Elefantina y Meroen, las
cataratas, el mar Rojo y los árabes scenitas, a quienes llamamos
sarracenos. Por el Norte toca al inmenso continente del Asia por la
frontera de la provincia siria; y su límite a Poniente es el mar Issiaco,
que algunos autores llaman también mar Parthenio.
Fijémonos un poco en el Nilo, el río más
bienhechor de todos, al que Homero llama Egipto; después hablaremos de otras
maravillas de esta comarca. Creo que la posteridad no conocerá mejor que
se conoce hoy el origen del abundante caudal del Nilo. Los poetas se
contradicen en sus ficciones como los sabios en sus conjeturas acerca de
este misterioso fenómeno. De unos y de otros tomaré las explicaciones que
me parecen más probables. Pretenden algunos físicos que las masas de nieve
condensadas por los inviernos septentrionales, se ablandan después por la
influencia de temperatura más suave y se evaporan bajo la forma de nubes
que, arrojadas hacia el Mediodía por los vientos etesios, se resuelven en
agua en clima más cálido, siendo la causa de las primeras crecidas del Nilo.
Afirman otros que sus periódicas inundaciones no tienen otro origen que
las abundantes lluvias que caen en la Etiopía, durante los grandes calores
del verano. Ambas explicaciones deben ser erróneas; porque se asegura que
no llueve nunca en Etiopía, o que solamente llueve a largos intervalos.
Existe otra opinión más acreditada, la de que el aumento del río se debe a
los vientos prodromos y etesios, que rechazan sus olas durante cuarenta y cinco
días, en los que la corriente, violentamente contenida y luchando contra
el obstáculo, eleva sus aguas a esa altura prodigiosa y hace que se
extiendan como un mar bajo el que desaparecen los campos. Por su parte el
rey Juba sostiene, bajo la fe de los libros púnicos, que el Nilo nace en una
montaña de Mauritania inmediata al Océano, y la prueba está, según dice,
en que los similares de las plantas, peces y cuadrúpedos que viven en el
río o en sus orillas, se encuentran en las aguas o en el suelo de aquella
comarca.
Cuando el río ha recorrido la Etiopía recibiendo
diferentes nombres de las diversas regiones que atraviesa, llega, con caudal
muy considerable ya, a lo que llaman las cataratas. Éstas las forman una
línea de peñascos cortados a pico que cierra su curso, y desde cuya altura se
precipita con tal estrépito, que los Atos, pueblos que en otro tiempo
habitaban en sus inmediaciones, tuvieron que emigrar en busca de comarca
menos ruidosa, porque se les embotaba el oído. En seguida es más tranquila
su corriente, y, después de atravesar todo el Egipto, penetra en el mar sin
recibir ningún afluente, por siete bocas distintas, de las que cada una
tiene la anchura y presta la utilidad de un río. Ramificase además en
muchos brazos o canales de diferente importancia, de los que siete, que
son navegables, han sido designados respectivamente por los antiguos con
los nombres de Heracleótico, Sebenítico, Bolbítico, Phatnítico,
Mendesiano, Tanítico y Palusiaco. Estos brazos forman por encima de las
cataratas diferentes islas, siendo algunas tan extensas, que el río emplea tres
días en completar su circuito. Las más notables son Monroe y Delta,
llamada así por la figura triangular que le es común con la letra griega
de este nombre.
Desde la entrada del sol en el signo de Cáncer,
hasta que sale del de Libra, el nivel del Nilo se eleva durante cinco días. En
seguida decrece, y sus aguas, bajando poco a poco, dejan libres los campos
a la circulación de carros, cuando antes solamente podían recorrerse en barca.
La inundación puede ser perjudicial por abundancia o escasez. Cuando es
excesiva, la permanencia demasiado prolongada de las aguas empapa el suelo
y retrasa los trabajos de la agricultura; cuando es escasa, la cosecha
resulta estéril. El labrador no desea jamás que el desbordamiento exceda
de diez y seis codos de altura; y es cosa rara, si la inundación viene en
justa medida, que la semilla arrojada a la tierra no dé el setenta por
uno. Este es el único río cuya corriente no imprime al aire
Pululan en Egipto los animales terrestres y
acuáticos; y los hay que viven indiferentemente en tierra o agua, llamándoles
por esta razón anfibios. En los terrenos secos hay cabras y
búfalos, variedades de monos presentando reunión de extraños caracteres y
deformidades, y otros monstruos cuya nomenclatura no tendría nada de interesante.
Entre las especies acuáticas abunda el cocodrilo,
encontrándosele en todas las comarcas. Este es un cuadrúpedo peligroso que vive
en uno y otro elemento. Carece de lengua y solamente es movible su
mandíbula inferior. Sus dientes, alineados como los de un peine, muerden con
furor todo lo que pueden coger. Es ovíparo, y sus huevos parecidos a los
del ganso. Tiene pies armados con uñas, y si no careciesen de pulgar, su
presión bastaría para hacer zozobrar una nave. A veces tiene diez codos de
largo este animal. De noche duerme debajo del agua, y de día sale a tierra a
buscar el alimento. Tal es la dureza de su piel, que le forma coraza en el
dorso, pudiendo apenas atravesarla una saeta lanzada por balista. La
ferocidad del cocodrilo se dulcifica como por una manera de tregua, y
queda en suspenso durante los siete días de las ceremonias que consagran los
sacerdotes de Menfis a celebrar el nacimiento del buey Apis. Tiene muchos
enemigos, y frecuentemente muere con el vientre abierto por cierto pez crustáceo
que tiene la figura del delfín, y que le ataca por este lado débil.
También perecen cocodrilos de la siguiente manera: Un pajarillo, llamado
troquila, tiene el instinto, cuando encuentra alguno descansando, de
picotear revoloteando en derredor de sus mandíbulas, cosa que le produce
tal cosquilleo, que tiene que abrirlas, y entonces el pájaro se
le introduce hasta la garganta. En el momento en que abre la boca, el
ichneumón, especie de hidra, penetra por la abertura que le ha ofrecido el
pájaro hasta las entrañas del cocodrilo, las tortura y las destruye, y se
abre paso de esta manera horadándole el vientre. Atrevido con los que huyen,
el cocodrilo carece de valor cuando se le afronta. Ve mejor en tierra que
en el agua, y, según dicen, pasa los cuatro meses de invierno sin tomar
alimento.
También vive en este país el hipopótamo, el ser
más inteligente entre los que carecen de razón. Este anfibio tiene forma de
caballo, pero la pata hendida y la cola corta. Dos rasgos bastarán para
que se comprenda su sagacidad. Generalmente establece su guarida en un matorral
espeso, y allí permanece escondido, pero constantemente en acecho, hasta
que considera propicio el momento para ir a pastar en algún campo de
trigo. Cuando se encuentra repleto, cuida de señalar varios rastros andando
hacia atrás, para confundir las pistas y desorientar a los cazadores que le
persiguen. Otro ejemplo: El hipopótamo come con voracidad; y cuando
abultado su vientre por el exceso de comida le entorpece los movimientos,
se abre las venas de los muslos y de las piernas, frotándolas contra jaras
recientemente cortadas, con objeto de aligerarse con la sangría; en seguida se
cubre las heridas con barro hasta que quedan cicatrizadas. Este raro y
monstruoso cuadrúpedo apareció por primera vez en un anfiteatro romano,
bajo la edilidad de Scauro, padre de aquel que defendió Cicerón, y a
propósito del cual intimó a los habitantes de Sarda que mostrasen a aquella
noble familia el mismo respeto que todo el género humano. En los siglos
siguientes viéronse en Roma muchos hipopótamos; pero hoy no se encuentran
ya en Egipto, porque, según dicen los habitantes, viéndose perseguidos
estos animales, han emigrado al país de los Blemyas.
Entre las aves de Egipto, cuyas variedades son
innumerables, descuella el ibis, ave sagrada, de agradable forma, y cuyas
costumbres son muy provechosas, porque alimenta a sus polluelos con huevos
de serpientes, disminuyendo de esta manera la reproducción de estos reptiles de
venenosa mordedura. Los ibis vuelan también en bandadas al encuentro de
los ponzoñosos dragones alados que envían al Egipto las charcas de la
Arabia, los combaten en el aire y los devoran, sin permitir a sus
perniciosas falanges que crucen la frontera. Preténdese que el ibis da a luz
sus polluelos por el pico.
También produce el Egipto infinidad de serpientes
de las especies más dañosas, basiliscos, antisbenas, scytalas, aconcios,
dipsadas, víboras y otras. La más notable por su tamaño y belleza
de colores es el áspid, que nunca abandona el Nilo, a menos que no se vea
obligada a ello.
Bajo otros muchos aspectos merece el Egipto la
atención del observador: no podemos dejar de
También se encuentran en muchos puntos de aquella
comarca galerías subterráneas con muchas revueltas, laboriosamente construidas,
según se dice, por los depositarios de los ritos antiguos, que, temiendo
un diluvio, quisieron conservar la tradición de las ceremonias, y con
este objeto hicieron esculpir en las paredes de las bóvedas innumerables
figuras de pájaros y animales, a lo que llaman escritura jeroglífica.
Allí se encuentra la ciudad de Syena, en la que,
durante el solsticio de estío, caen a plomo los rayos del sol; lo que hace que
todo objeto colocado en línea vertical se encuentra iluminado a la vez por
todos lados y no proyecta sombra. De manera que si se mira un palo clavado
verticalmente en tierra, un árbol, un hombre de pie, no se ve sombra
alguna en el suelo, en el extremo inferior de la línea que el objeto
describe en el espacio. Dícese también que en Meroe, ciudad etiópica
inmediata al ecuador, durante noventa días se proyecta la sombra en
sentido inverso que entre nosotros, lo que ha hecho se dé a aquellos
habitantes el nombre de Antiscios. Pero de tal manera abundan
las maravillas en aquella comarca, que su enumeración sola excede a los
límites de este trabajo; por lo que dejaremos el cuidado de relatarlas a
otros más inteligentes, limitándonos a dar a conocer brevemente sus
provincias.
Dícese que antiguamente formaban el reino de
Egipto sólo tres provincias: Egipto, Tebaida y Libia: en las edades siguientes
aumentó este número con otras dos, Augustamnica y Pentápolis, que no son
más que desmembramientos, una del verdadero Egipto y la otra de la Libia árida.
Cuenta la Tebaida, entre sus ciudades más
célebres, Hermópolis, Coptos y Antinoi, construida por Adriano en honor de su
querido Antinoo: y todos han oído hablar de Tebas hecatónfila.
Citase entre las ciudades de la Augustamnica la
célebre Pelusa, que, según se dice, fundó Pelea, padre de Aquiles, que habiendo
dado muerte a su hermano Foco, y viéndose perseguido por las furias, fue a
purificarse por mandato de los dioses en el lago que baña las murallas de esta ciudad. También son notables
Cassio, donde se encuentra la tumba del gran Pompeyo, Ostracina y Rhinocolura.
En la Pentápolis de Libia se hallan Cyrene, ciudad
antigua, desierta hoy, construida por el espartano Batto. Vienen en seguida
Ptolemais, Arsinoe o Teuchira, Darnis y Berenice, llamada también
Hespérida. La Libia árida tiene pocas ciudades municipales; encontrándose en
este número Paretonión, Cherecla y Neápolis.
En cuanto al Egipto, propiamente dicho, que desde
su reunión al Imperio está gobernado por un prefecto, exceptuando algunas
poblaciones inferiores, no se ven más que nobles ciudades como Athribis,
Oxyrynca, Thumis y Memfis.
Pero entre todas estas ciudades, la preeminencia
pertenece a Alejandría; honor que debe a la munificencia de su fundador y a la
habilidad de su arquitecto Dinocrates. Dícese que, careciendo de cal en el
momento en que construía los cimientos, el arquitecto trazó el perímetro con
harina; presagio de la abundancia de que había de gozar un día la nueva
ciudad. Reina en ella temperatura que siempre es igual, respirándose aire
suave y saludable. También consta por continua serie de observaciones, que
no pasa un solo día sin que los habitantes vean el cielo sereno.
En otro tiempo esta costa era pérfida para los
navegantes por sus numerosos bajos y escollos. Cleopatra imaginó construir
cerca del puerto una torre muy alta, que ha tornado el nombre de Pharos,
del suelo de la isla sobre que se alza, y que por la noche sirve de fanal; de
manera que las naves que vienen del mar Prathenio, o del de Libia, no
corren peligro de perderse en las arenas de aquel vasto litoral, en el que
no hay colina alguna que pueda guiarlas en su dirección. También fue esta
reina quien, en un caso de necesidad urgente, cuyas circunstancias son muy
conocidas, manda
Adornan a Alejandría templos magníficos, entre los
que descuella el de Sérapis, del que no podría dar idea ninguna descripción.
Los pórticos, columnatas y obras maestras de arte acumuladas en este
templo forman un conjunto que, exceptuando el Capitolio, orgullo eterno de la
venerable Roma, nada hay en el mundo que se le pueda comparar.
Encontrábase allí en otro tiempo riquísima biblioteca, formada, según
documentos antiguos, por setecientos mil volúmenes, que la
liberal solicitud de los Ptolomeos había reunido. Pero en la guerra de
Alejandría, en el momento del saqueo de la ciudad por el dictador César,
quedó reducida a cenizas.
A doce millas de Alejandría se encuentra Cenopa,
cuyo nombre, según antigua tradición, es el del piloto de Menelao, enterrado en
aquel paraje. Abundan en esta ciudad buenas posadas; y el aire es tan puro
y templado, que el extranjero, no oyendo más que el dulce murmullo del céfiro,
se cree trasladado a otro mundo diferente del de los hombres.
Alejandría, a diferencia de otras ciudades, no ha
progresado, sino que de un solo golpe llegó al apogeo de su desarrollo. Pero
desde su origen la desgarraron disensiones intestinas, que, después de
muchos años, bajo el reinado de Aureliano, tomaron el carácter de guerra civil
y de exterminio. Este príncipe derribó sus murallas, y la ciudad perdió la
parte más importante de su territorio, llamado Bruchión, cuna de muchos
varones insignes, como el célebre gramático Aristarco; Herodiano, tan
ingenioso en sus investigaciones sobre las bellas artes; Ammonio Saccas, que
fue maestro de Plotino, y otros muchos que fueron ilustres en las letras,
entre los que debemos mencionar a Didimo Calcentero, autor de muchos
libros muy eruditos, pero a quien las personas delicadas censuran haber
desempeñado con Cicerón, en seis libros de crítica, muchas veces desatentada,
el papel de un gozquecillo ladrando desde lejos a un león. A estos nombres
podían añadirse otros muchos. Lejos de haberse extinguido en Alejandría el
gusto científico, florece todavía en considerable número de profesores distinguidos.
La Geometría continúa allí haciendo útiles descubrimientos; la música
tiene aficionados, e intérpretes la armonía. Todavía se
encuentran astrónomos, aunque son bastante más raros. Cultívase
generalmente la ciencia de los números, así como también el arte de adivinar
lo porvenir.
En cuanto a la medicina, cuyos socorros hace
frecuentemente indispensables nuestra intemperancia, ha realizado notoriamente
tales adelantos, que basta a un médico decir que ha estudiado en
Alejandría para que no se le pida otra prueba de su saber. Pero ya hemos
hablado demasiado de esto. Quien quiera profundizar en la ardua noción de
la esencia divina, investigar la causa de nuestras sensaciones, reconocerá
que los fundamentos de estas elevadas teorías fueron importados de Egipto.
Los egipcios fueron los primeros hombres que remontaron al manantial
de toda idea religiosa, cuyos misteriosos orígenes conservan en sus libros
sagrados. Entre ellos imaginó Pitágoras su doctrina y los elementos de
aquella institución fundada en la autoridad de una comunicación divina, lo
que confirmaba con la exhibición de su fémur de oro en Olimpia, y
después con sus conversaciones con el águila. De allí trajo Anaxágoras
aquella facultad de intuición que le hizo prever que lloverían piedras y predecir
un terremoto con sólo tocar el barro del fondo de un pozo. A la sabiduría
de los sacerdotes de Egipto deben hacerse remontar también las
admirables leyes de Solón, y, por consiguiente, mucha parte de los
rudimentos de la jurisprudencia romana. También había visitado el Egipto
Platón, y allí adquirió aquella inmensa sabiduría que le iguala al mismo
Júpiter.
Generalmente los egipcios tienen la tez obscura y
hasta curtida. Su semblante es sombrío y su cuerpo delgado y seco. Por
cualquier cosa se inflaman, y son litigantes y porfiados. El egipcio
que ha pagado el impuesto, se avergonzaría si no mostrase las señales del
látigo empleado contra él como medio de obligarle. La tortura ha sido
siempre impotente para arrancar su nombre a un ladrón de este país.
Sabido es, y nuestros anales lo acreditan, que en
otro tiempo el Egipto era un reino cuyos soberanos tenían alianza con nosotros;
y que Octaviano Augusto tomó posesión de él a nombre de provincia romana,
después de haber vencido a Antonio y Cleopatra en el combate naval de
Accio. La Libia árida la recibimos por testamento de su rey Apión; y
Cirena, así como las demás ciudades de la Pentápolis, son donativo del
último Ptolomeo. Pero ya es tiempo de terminar esta
digresión, excesivamente larga, y de volver a nuestro asunto.
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