cristoraul.org |
HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
21
Juliano Augusto celebra en Viena las fiestas
quinquenales.—Cómo augura que se acercaba el fin de Constancio.—Diferentes
medios para conocer el porvenir.—Juliano Augusto se hace pasar por
cristiano para hacerse agradable al pueblo de Viena, y asiste públicamente a
orar en una iglesia.—Vadomario, rey de los alemanes, rompe el Tratado y
envía merodeadores a saquear nuestras fronteras.—Mata algunos hombres con
el conde Libinon que los mandaba.—Juliano intercepta una carta de
Vadomario a Constancio y hace prender al rey en un festín.—Destroza o hace
prisioneros a una parte de los alemanes y concede la paz a los
restantes.—Juliano arenga a los soldados y los decide a hacer la guerra a
Constancio.—Constancio se casa con Faustina.— Refuerza su ejército y se
atrae con regalos a los reyes de Armenia y de Iberia.—Sin salir de Antioquía,
contiene al África por medio del notario Gaudencio.—Pasa el Eufrates y marcha
a Edesa con el ejército.—Juliano, después de ordenar los asuntos de las
Galias, se dirige al Danubio y hace que se adelante parte de sus tropas
por Italia y la Recia.—Los cónsules Tauro y Florencio, prefectos del
pretorio los dos, huyen al acercarse Juliano, uno a Iliria y el otro a
Italia.—Luciliano, general de la caballería, quiere resistir, pero le
sorprenden y aprisionan.—La ciudad y guarnición de Sirmio, capital de la
Iliria Oriental, se rinde a Juliano, que ocupa el paso de Sucos, y escribe
al Senado contra Constancio.—Dos legiones que habían pasado en Sirmio al
partido de Juliano y a las que enviaba a las Galias, ocupan Aquilea, de
acuerdo con los habitantes, y le cierran las puertas.—Aquilea sostiene un
sitio en interés de Constancio.—A la noticia de la muerte del Emperador,
se rinde la plaza a Juliano.—Sapor se retira ante auspicios
desfavorables.— Constancio, en el momento de partir contra Juliano, arenga
las tropas en Hierápolis.—Presagios de la muerte de Constancio.—Muere en
Mesopotamia, en Cilicia.—Cualidades y defectos de este príncipe.
Mientras que aquella obstinada resistencia
mantenía a Constancio detenido al otro lado del Eufrates, Juliano empleaba en
Viena los días y las noches en formar planes para el porvenir, procurando,
en los estrechos límites de sus recursos, tomar la actitud conveniente a su
nueva fortuna. Sus reflexiones no le ofrecían, sin embargo, más que
incertidumbre, porque no sabía si debería agotar primeramente todos los
medios de conciliación o tomar la iniciativa en las hostilidades e influir
en su adversario por el terror. La alternativa le parecía muy peligrosa.
La amistad de Constancio había sido cruenta muchas veces y siempre había
quedado vencedor en las guerras civiles. Juliano recordaba incesantemente
el ejemplo de su hermano Galo, que se había perdido por la inercia y
excesiva confianza en traidoras promesas. Sin embargo, más de un acto
de vigor indicaba en el nuevo Augusto la resolución de erguirse
valerosamente ante un rival capaz, como demostraba el pasado con
elocuencia, de ocultar la traición bajo falsa apariencia de cariño. Por
esta razón, haciendo caso omiso de la carta que le entregó Leonas de parte de
Constancio, no confirmó de los nombramientos que había hecho más que el de
Nebridio, y además, realizando un acto de Emperador, presidió la
celebración de las fiestas quinquenales. En esta ceremonia se presentó
adornado con magnífica diadema de pedrería, cuando en los primeros días de
su advenimiento se le había visto ceñir la frente con una corona tan
modesta que hubiese convenido al más sencillo xystarco (gimnasiarco) que
revistiese la púrpura. Entonces dispuso la traslación de los restos de su
esposa Helena a Roma, con orden de colocarlos en la suburbana vía Nomentana,
donde estaba sepultada Constantina, hermana de Helena y esposa de Galo.
Otro motivo le animaba también para adelantarse al
ataque de Constancio: era perito en el arte de la adivinación, y de una serie
de sueños y presagios deducía la seguridad de la próxima muerte del
Emperador. Ahora bien, como la malevolencia no ha dejado de hacer odiosas
insinuaciones acerca de las prácticas adivinatorias de Juliano, príncipe
tan esclarecido y tan curioso, por todo lo que puede ensanchar el dominio
de la inteligencia, bueno será exponer brevemente cómo se concilia
No es imposible que, por un esfuerzo de estudio,
el espíritu que preside a los elementos, principio de actividad de todo lo que
existe, y que ve lo venidero porque es eterno, quede en relación con la
inteligencia humana y le participe algo de la facultad de presciencia que
le pertenece. Invocadas con ciertas formas rituales las esencias
intermediarias entre nosotros y la Divinidad, pueden predecir por boca
mortal lo mismo que por medio de una fuente. Dícese que Themis preside a
estos oráculos, llamada así porque revela al presente los inmutables decretos
de los destinos, a los que llaman los griegos TeQeipéva, y por esta razón
los antiguos teólogos asignaban a esta diosa un lugar en el lecho y sobre
el trono de Júpiter, principio creador.
El ánimo más inepto no podría admitir la idea de
que los augurios y vaticinios dependan del capricho de las aves, que no conocen
lo venidero. Pero Dios, que ha dado a las aves el vuelo y el canto, ha
querido que a estos atributos de su ser, al movimiento pausado o rápido de sus
alas, se uniese la significación de las cosas futuras. Complácese la
Providencia en hacer estas advertencias, sea como recompensa, o bien
sencillamente como efecto de su cuidado por los intereses humanos.
Las entrañas de las víctimas, en sus infinitas variedades
de conformación y aspecto, son también para la vista experimentada anuncio de
lo que ha de acontecer. Fue inventor de esta ciencia Tages, que, según la
tradición, brotó de la tierra en un campo de Etruria.
La exaltación da también espíritu profético,
teniendo lugar entonces una manifestación divina por medio del lenguaje humano.
En física, siendo el sol el alma del mundo, del que las nuestras no son
más que destellos, cuando el foco envía su calor en cierta medida a sus
emanaciones, les comunica el conocimiento de lo porvenir. De aquí el ardor
interno de las sibilas; los torrentes de fuego de que se sienten
penetradas. También existen otros muchos accidentes que son otros
tantos pronósticos: los sonidos, las visiones que hieren repentinamente
los ojos y los oídos, los truenos, los relámpagos y el rastro de las
estrellas.
Implícita fe se debería a los sueños, si no fuese
muchas veces defectuosa su interpretación. Según Aristóteles, los sueños son
verídicos e irrecusables, cuando se duerme profundamente, fija la pupila y
sin desviación del rayo visual. Pero el vulgo ignorante exclamará: «Si se puede
leer en lo porvenir, ¿cómo se ignora que se perecerá en una batalla, o que
nos espera otra cualquier desgracia?» Una palabra basta para responder. Si
un gramático comete una falta de lenguaje; si un músico desafina; si un
médico se equivoca en el remedio, ¿acaso lo atribuiremos a la gramática, a
la música o a la medicina? Puede citarse, además, esta frase de Cicerón,
en la que, como en todo, brilla su elevado ingenio: «Recibirnos de los
dioses señales de lo que ha de suceder. Si nos engañamos, falta es de la
inteligencia humana y no de los dioses.» Pero las digresiones deben
ser cortas para no degenerar en fastidiosas. Volvamos al asunto.
Encontrándose en París, no siendo Juliano más que
César, dedicábase un día en el campo de Marte a un ejercicio militar. El escudo
sobre que golpeaba se rompió, no quedándole en la mano más que la
empuñadura, que sujetó con firmeza. Mostrábanse alarmados los presentes, considerando
el caso como presagio funesto, y Juliano les dijo: «Tranquilizaos; no he
soltado.» Más adelante, estando en Viena, acababa una noche de dormirse,
después de frugal cena, cuando creyó ver en medio de las tinieblas
brillante fantasma, que le dirigió y repitió muchas veces estos
cuatro versos griegos:
Cuando Júpiter esté próximo a salir de Acuario, y
Saturno, aparezca en el grado veinticinco de Virgo, Constancio, Emperador de
Asia, terminará sus días con muerte triste y dolorosa.
Estas palabras le inspiraron confianza a prueba de
todo lo que le reservase el porvenir. Sin embargo, decidió no aventurar nada,
sino antes bien tomar con calma y reflexión las medidas que exigían las
circunstancias, dedicándose especialmente a aumentar por grados sus fuerzas y a
poner su estado militar a la altura de su nuevo rango. Hacía mucho tiempo
que había renunciado al cristianismo, y, como todos los adoradores de los
antiguos dioses, se entregaba a las prácticas de los augures y arúspices,
cosa que solamente sabían corto número de confidentes íntimos, porque de
este
En los primeros días de la primavera recibió una
noticia muy triste; enterándole de que los alemanes de la comarca de Vadomario,
de los que, después del tratado, no creía tener que temer ningún insulto,
devastaban las fronteras de la Rhecia, y enviaban merodeadores a saquear por
todos lados. Si cerraba los ojos ante estas depredaciones, despertaría de
nuevo la guerra; y, para evitarlo, envió hacia aquella parte al conde
Libinón con los petulantes y los celtas, que invernaban en derredor suyo,
encargándole de restablecer el orden. Libinón se acercaba a la ciudad de
Sanctión, cuando le vieron desde lejos los bárbaros, que deseando caer de
improviso sobre él, se habían emboscado en un valle. Libinón arengó a sus
soldados, que ardían en deseos de pelear no obstante la desigualdad de
fuerzas, y atacó imprudentemente a los germanos, cayendo el primero
al comenzar el combate. Aumentando su muerte la confianza de los bárbaros,
encendió en los nuestros el deseo de vengarle; pero después de encarnizado
combate, se vieron abrumados por el número y puestos en derrota, dejando
algunos muertos y heridos.
Como antes se dijo, Constancio había tratado con
Vadomario y su hermano Gondomado; éste había muerto ya. Ahora bien: Constancio,
que contaba con la buena fe de Vadomario, y con la cooperación eficaz y
discreta de su parte a sus secretos proyectos, le había invitado por medio
de carta (si ha de creerse en rumores) a que realizase en la frontera
algunas hostilidades en señal de ruptura. Este era un medio de inquietar a
Juliano y obligarle a detenerse para defender las Galias. Es muy verosímil
que Vadomario no se movía en aquel momento sino a consecuencia del impulso recibido.
Este príncipe bárbaro había desplegado en su juventud astucia y falsedad
increíbles; y el mismo carácter mostró después igualmente pronunciado,
cuando le nombraron duque de Fenicia. Descubierto en esta ocasión, se
contuvo; pero un secretario suyo que llevaba una carta para Constancio,
cayó en manos de las avanzadas de Juliano. Registráronle y le encontraron la
carta, que, entre otras cosas, decía: «Tu César se insubordina», aunque
Valdomario no dejaba jamás, cuando escribía a Juliano, de calificarle de
señor, Augusto y dios.
Esto era peligroso y obscuro: Juliano comprendió
el apuro en que podría ponerle esta intriga, y, por su propia seguridad, lo
mismo que por la de la provincia, no pensó más que en apoderarse de la
persona de Vadomario, para lo que empleó el siguiente medió: envióle a su
secretario Filagrio, que después fue conde de Oriente, y cuya habilidad
conocía bien, con diferentes instrucciones y le entregó además una carta
cerrada, que no debía abrir sino en el caso de que Vadomario viniese a
la orilla izquierda del Rhin. Cuando Filagrio llegó al punto designado, y
mientras se entregaba a los asuntos de su misión, Vadomario cruzó el Rhin
como en plena paz, aparentando ignorar los atentados que acababa de
cometer. Visitó en aquel punto al jefe romano, habló con él como
de ordinario, y para alejar mejor toda sospecha, se invitó espontáneamente
a una comida a que debía asistir Filagrio. Al entrar éste, reconoció a
Vadomario; y so pretexto de asunto urgente, regresó a su alojamiento, abrió
la carta de Juliano, que le prescribía lo que había de hacer, y volvió en
seguida a ocupar su puesto en medio de los convidados. Terminada la
comida, Filagrio cogió fuertemente a Vadomario, y, alegando la orden
superior que había recibido, mandó, al jefe militar que llevase
el prisionero al campamento, y lo guardase con cuidado. La comitiva del
rey, a la que no se refería la orden, pudo retirarse. En seguida llevaron
a Vadomario al campamento del príncipe, creyéndose perdido al ver
descubierto el secreto de su correspondencia por la detención de su emisario.
Sin embargo, Juliano ni siquiera le dirigió reconvenciones y se contentó
con relegarle a España; porque no había tenido otra intención que la de
impedir que, durante su ausencia, aquel hombre peligroso perturbase de nuevo
la tranquilidad de las Galias.
Tranquilo en cuanto a sus proyectos ulteriores por
aquella captura, cuyo éxito había excedido a sus esperanzas, Juliano se preparó
para castigar sin más retraso a los bárbaros por el desastre que habían
sufrido el conde Libinón y sus escasas fuerzas. Con objeto de ocultarles su
marcha, cuyo
Exaltado todavía su ánimo con el triunfo, previó
sagazmente el alcance del paso que había dado, comprendiendo que en tales casos
es necesario marchar directamente al objeto y que le era conveniente
proclamar él mismo su independencia. Queriendo, sin embargo, asegurarse bien de
las disposiciones del soldado, después de un sacrificio secreto a Belona,
mandó reunir el ejército a son de bocina; subió en seguida a un estrado de
piedra, y habló ahora más seguro de sí mismo y dando a su voz mayor
sonoridad que de ordinario, en los términos siguientes:
«Nobles compañeros: ante tan graves
acontecimientos, cada cual forma sin duda conjeturas y espera con impaciencia
que hable yo de la situación y de las medidas que aconseja la prudencia. La misión
del soldado antes es escuchar que discurrir. Pero también el carácter de
vuestro jefe, que os es bien conocido, os garantiza que nada os propondrá
que no os sea conveniente y digno de vuestra aprobación. Escuchad, pues,
atentamente la sencilla exposición que voy a hacer de mis propósitos
y planes. Colocado muy joven entre vosotros por la voluntad divina, he
sabido rechazar las incesantes irrupciones de los alemanes y francos, y
comprimir su deseo de pillaje. Con el auxilio de vuestros brazos he podido
abrir el Rhin en todo su curso a las armas romanas. Ni sus espantosos gritos,
ni el temido choque de los bárbaros me han hecho retroceder un paso,
porque sentía a mi espalda el apoyo de vuestro valor. Esto es lo que la
Galia, testigo de vuestra heroica energía, la Galia, renacida de sus
cenizas después de larga serie de desastres, dirá en sus acciones de gracias,
hasta la última posteridad. Elevado por vuestros votos y por la fuerza de
las cosas a la dignidad de Augusto, me atrevo, con el auxilio de Dios y el
vuestro, a dar un paso más hacia la fortuna. Diré en favor mío que este
ejército tan brillante por su valor, y no menos notable por su espíritu de
justicia, siempre me ha concedido, con el mérito de la moderación y
desinterés en la administración civil, el de la prudencia y tranquilidad
en nuestros frecuentes combates con las naciones bárbaras. Ahora bien:
solamente con la estrecha unión de voluntades podremos hacer frente a las
pruebas que nos esperan. Seguid, pues, mientras las circunstancias lo permiten,
un consejo que creo muy saludable: el de aprovechar el actual desarme de
la Iliria para ocupar su extensión por el lado de las Dacias. Una
vez establecidos en esta comarca, proveeremos a extender nuestros
triunfos. Prometedme, bajo la fe del juramento, como se hace cuando el
jefe inspira confianza, vuestro concurso fiel y perseverante. Sabéis que,
por mi parte, no tenéis que temer temeridad ni debilidad, y que tenéis un jefe
dispuesto a creer en cada uno de vosotros intenciones y motivos que solamente
tienen el bien público por móvil y objeto. Pero os ruego que refrenéis el
arrebato de vuestro ardor guerrero; que no padezca nada el interés
particular. Recordad que habéis conseguido menos gloria de la multitud de
enemigos derrotados ante el esfuerzo de vuestras armas, que del hermoso
ejemplo que habéis dado tratando generosamente a la provincia que habéis
salvado con vuestro valor.»
El discurso del Emperador produjo en los soldados
el efecto de un oráculo. Apasionada emoción se apoderó de todos los corazones,
y el entusiasmo por el nuevo reinado se mostró por una explosión de
aclamaciones mezcladas con el ruido de los escudos. Por todas partes se oía
repetir las frases de gran general, jefe incomparable, y el título,
merecido ante sus ojos, de afortunado dominador de las naciones.
Aproximándose todos a la garganta la punta de la espada desnuda, juraron,
según la fórmula consagrada, y con las execraciones más terribles, ofrecer si
era necesario toda su sangre en sacrificio por el Emperador. Los jefes del
ejército y las personas agregadas al servicio de la persona del príncipe
hicieron lo mismo. Solamente se negó el prefecto Nebridio con lealtad más
valerosa que prudente, a obligarse bajo juramento contra el Emperador
Constancio, que, según decía, le había colmado de beneficios. Esta
protesta exasperó a los soldados, que le habrían destrozado si Juliano, a
cuyas rodillas se abrazó, no le hubiese cubierto con el palio de su toga.
De regreso a palacio, Juliano encontró a Nebridio arrodillado, tendiéndole
las manos, y suplicándole le
(Año 361 de J. C.)
Para la inteligencia de los acontecimientos
conviene retroceder y exponer brevemente los hechos militares y civiles de
Constancio en Antioquía durante los sucesos de las Galias. A su regreso de
Mesopotamia, acudieron a visitarle los primeros de los tribunos y otros
personajes distinguidos. Encontrábase entre ellos un tribuno llamado
Amfiloquio, plafagonio de origen, que había servido mucho tiempo bajo el
emperador Constante, y de quien se suponía, con mucha verosimilitud, que
había sembrado la discordia entre los dos hermanos. Este hombre, de
aspecto arrogante, esperaba su turno; pero le reconocieron y no fue
admitido. Muchos cortesanos hicieron bastante ruido acerca de lo que
llamaban indulgencia excesiva; porque, en su concepto, un rebelde tan
obstinado no merecía que le dejasen ver la luz. Pero Constancio, con
mansedumbre extraordinaria en él, les dijo: «Dejad vivir a ese hombre. No
le creo inocente, pero no está convicto. Y si en efecto es culpable,
encontrará su castigo en mi mirada y en la voz de su conciencia.» Todo se
redujo a esto. Al día siguiente aquel mismo hombre asistía a los juegos del
circo, y, según su costumbre, se colocó en frente del Emperador. En el
momento en que comenzaba el espectáculo, la balaustrada en que se apoyaba,
con algunos otros espectadores, se rompió, y todos cayeron.
Algunos solamente recibieron ligeras heridas; pero Amfiloquio, que se
había roto las vértebras, fue hallado muerto en el sitio, regocijándose
Constancio por su profecía.
Esta fue la época de su matrimonio con Faustina.
Hacía mucho tiempo que había perdido a Eusebia, hermana de los consulares
Eusebio e Hypacio. Esta princesa, extraordinariamente hermosa y adornada
con las cualidades morales más relevantes, se había mostrado accesible a
los sentimientos humanitarios en la cumbre de las grandezas. Ya hemos
dicho que a su constante protección debió Juliano la vida, y después su
elevación al rango de César. Constancio pensó al mismo tiempo en
indemnizar a Florencio, a quien había echado de las Galias el temor a
las consecuencias de la revolución. Anatolio, prefecto del pretorio en
Iliria, acababa de morir, y enviaron a Florencio para reemplazarle;
revistiendo las insignias de su elevada dignidad al mismo tiempo que
Tauro, nombrado para el mismo cargo en Italia.
Hacíanse a la vez los preparativos para la guerra
extranjera y la civil. Reforzábase la caballería con nuevas turmas; y para
reclutar las legiones, se decretaban levas en las provincias. Pusiéronse a
tasa los órdenes del Estado y los oficios para suministrar, bien en dinero,
bien en especie, ropas, armas, máquinas, así como también para
aprovisionar de víveres de toda clase al ejército y proveerlo de bestias
de carga. El rey de Persia se había retirado a despecho, ante
la imposibilidad de continuar la campaña en invierno, y se esperaban de su
parte enérgicos esfuerzos en cuanto mejorase la temperatura. Enviáronse,
pues, legados con ricos regalos a los reyes y sátrapas de las comarcas
transtigritanas para conseguir su ayuda, o al menos franca y sincera neutralidad.
Esforzáronse en ganar a fuerza de regalos, especialmente con el envío de ricos
trajes, a los reyes Arsaces y Meribanes, uno de Armenia y el otro de
Iberia, cuya defección en aquellas circunstancias hubiese sido fatal para
el Imperio. Por este tiempo murió Hermógenes, dándose su prefectura a
Hipólito, plafagonio de nacimiento, bastante vulgar en sus modales y lenguaje,
pero que tenía sencillez de costumbres a la antigua y carácter tan
inofensivo y dulce, que habiéndole mandado un día Constancio en persona
que sometiese un hombre a la tortura, rogó al príncipe le admitiese la
renuncia y encargase a otro aquel oficio, que lo desempeñaría mejor.
Amenazado por dos lados, no sabía Constancio qué
partido tomar: si salir al encuentro de Juliano, o esperar y hacer frente a los
Persas, que se les creía a punto de pasar el Eufrates. Después de largas
deliberaciones con sus principales capitanes, adoptó el partido de concluir
primeramente,
En el momento en que terminaba Constancio sus
disposiciones, que con razón consideraba prudentes, y disponía otras cosas
menos importantes, se enteró por cartas de sus generales de que las
fuerzas reunidas de los Persas, con su soberbio monarca a la cabeza, estaban en
marcha hacia el Tigris, pero que no podía preverse el punto preciso donde
verificarían el paso. Alarmado por esta noticia y queriendo estar
dispuesto para adelantarse a su adversario, dejó apresuradamente
los cuarteles de invierno, reunió en torno suyo sus tropas más escogidas
en caballería e infantería, pasó el Eufrates por un puente de barcas, y
marchó por Capesana a Edessa, ciudad muy fuerte y abundantemente
abastecida. Allí se detuvo para asegurarse, por sus exploradores y por
los desertores, de la verdadera dirección del enemigo.
Entretanto Juliano, que se disponía a dejar a
Rauraso, después de tomar las disposiciones de que antes hablamos, envió a
Salustio como prefecto a las Galias, y dio a Germaniano el puesto
que había dejado vacante Nebridio. Nombró también a Nevita general de la
caballería en reemplazo de Gumoario, que le era sospechoso por haber,
según decían, trabajado sordamente para entregar a su señor cuando mandaba
los escutarios bajo Vetranión. Jovio, de quien se habla en la historia
de Magnencio, fue investido con la cuestura, y Mamertino con el cargo de
tesorero. Confió el mando de los guardias a Degalaifo, e hizo otros muchos
nombramientos de oficiales según su mérito personal, apreciado por él
mismo.
El camino que se había trazado Juliano atravesaba
la selva Marciana y seguía las dos orillas del Danubio. Muy lejos estaba de
tener seguridad en el país, y podía temer que, al verle tan
mal acompañado, intentasen cortarle el paso, peligro que evitó con diestra
maniobra. Dividió todas sus fuerzas en dos cuerpos; el uno, al mando de
Jovio y Jovino, se dirigió rápidamente por el conocido camino de Italia, y
el otro se dirigió por el corazón de la Rhecia, teniendo por jefe a Nevito,
general de la caballería. Esta distribución hizo creer en una masa de
fuerzas considerable, y mantuvo en respeto a la vez a las dos comarcas. La
misma táctica empleó Alejandro el Grande y otros generales después de él.
Ya habían salido de los pasos peligrosos, y Juliano recomendaba todavía la
celeridad de la marcha, como cuando se espera un ataque, y que todas las
noches se conservasen guardias en pie para evitar sorpresas.
Así continuó la marcha con la confianza que
inspira continua serie de triunfos, pero empleando todas las precauciones
estratégicas que adoptaba en sus expediciones contra los bárbaros. Cuando
llegó a un punto donde decían que el río era navegable, aprovechó el
casual encuentro de muchas barcas pequeñas para bajar la corriente,
ocultando así su marcha todo lo posible. Esto podía hacerlo tanto mejor,
cuanto que con sus costumbres de frugalidad y abstinencia, le servían
hasta los alimentos más groseros: cosa que le dispensaba de toda comunicación
con las ciudades y fortalezas ribereñas. Juliano gustaba de aplicarse
aquellas palabras de Cyro el antiguo a
Pero las mil lenguas que se atribuyen a la fama no
tardaron en propalar por toda la Iliria, con la ordinaria exageración, que
Juliano, vencedor de los pueblos y de los reyes, avanzaba orgulloso con
tantos triunfos al frente de un ejército formidable. Al oírlo Tauro, prefecto
del pretorio, huyó como ante una invasión extranjera, y, sirviéndose de
las postas, atravesó rápidamente los Alpes Julianos, arrastrando con su
ejemplo a su colega Florencio. El conde Luciliano mandaba en Sirmio las
fuerzas de las dos provincias; y al primer aviso de la aproximación de Juliano,
sacó cuantas tropas pudo de sus respectivas estaciones y se preparó para
resistir. Pero la barca de J uliano, rápida como una saeta, o como la
antorcha lanzada por máquina de guerra, llegó a Bononia, a diez millas de
Sirmio, y, de un salto, se encontró el príncipe en tierra. La luna estaba en su
declinación, y, por lo tanto, las noches eran obscuras. Juliano envió en
seguida a Dagalaifo y algunos hombres armados a la ligera con orden de
traerle a Luciliano de grado o por fuerza. El conde estaba en el
lecho: despertado por el ruido de las armas y viéndose rodeado de
desconocidos, comprendió lo que ocurría, y, temblando ante el nombre de
Juliano, obedeció, aunque muy a pesar suyo. Obligado a humillarse ante la
fuerza, el altivo general de la caballería fue colocado en el primer caballo
que se encontró, y llevado ante Juliano como prisionero de baja ralea.
Parecía que el terror le había privado de los sentidos; pero cuando vio
que le daban la púrpura a besar, se rehízo, y con acento más tranquilo
dijo: «El país no está por ti y te arriesgas muchísimo al venir con tan poca
gente.» Juliano le contestó con amarga sonrisa: «Guarda tus advertencias
para Constancio. No pensaba consultarte, sino librarte del miedo. No
interpretes de otra manera mi clemencia.»
Suprimido este enemigo, no descansó Juliano por el
éxito, sino que, redoblando en actividad y energía a medida que las
circunstancias eran más graves, marchó directamente a la ciudad, que
creía dispuesta a entregársele; y cuando se acercaba, vio salir de los
grandes arrabales habitantes y soldados que acudían a recibirle con
antorchas y flores, saludándole con los nombres de señor y Augusto, y le
llevaron al palacio entre aclamaciones. Esta recepción le colmó de regocijo por
el pronóstico que deducía. Ya veía las demás ciudades rivalizando en
seguir el ejemplo que daba la metrópoli (porque Sirmio tenía este rango
por la importancia de su población), y acogida por todas partes su
presencia como la aparición de su astro benéfico. Al día siguiente dio al
pueblo, que mostró profunda alegría, el espectáculo de una carrera de
carros, y al siguiente llegó sin detención y por la vía pública a los
pasos de Sucos, que ocupó fuertemente sin combate, confiando la defensa
a Nevita, con cuya fidelidad podía contar. Conveniente será dar idea de
estos parajes. Sucos es un desfiladero formado por la unión de dos montes,
el Rhodofo y el Hemus, de los que uno se apoya en las orillas del Danubio
y el otro en las del río Axius. Estas montañas elevan entre la Tracia y la
Iliria fuerte barrera, dejando a un lado el país de los Dacios y a Sárdica
(Sofía), y al otro las nobles ciudades de Tracia y Filipópolis. Parece que
la Naturaleza ha dispuesto esta región según el interés futuro de la
dominación romana. En otro tiempo no era más que una garganta obscura, entre
dos colinas; pero modificándose el paso de la grandeza del Imperio, la
garganta se hizo ancha vía practicable a los carruajes. Cerrando este
paso, muchas veces se han contenido los esfuerzos de los capitanes más
grandes y de los ejércitos más numerosos. Por la vertiente del lado de la
Iliria, el monte baja por plano apenas inclinado, siendo casi insensible
la pendiente. Por la que mira a la Tracia, está, por el contrario, casi
cortado a pico, presentando solamente aquí y allá corto número de senderos
escarpados, por los que apenas se puede subir, aunque no haya otros obstáculos
que los que opone la Naturaleza. A uno y otro lado de la cadena se
extienden al Norte y al Mediodía llanuras que se pierden de vista, que
llegan por una parte a los Alpes Julianos, y por la otra se dilatan, sin
presentar la más pequeña desigualdad, hasta el estrecho y la Propóntida.
Después de disponerlo todo Juliano en aquel punto
según exigía la gravedad de las circunstancias, dejó allí al general de la
caballería y regresó a Nysa, ciudad muy importante, con objeto de ocuparse
tranquilamente de las medidas más adecuadas para alcanzar éxito en su
empresa. Llamó al historiador Aurelio Tictor, a quien había visto en
Sirmio, y le nombró consular de la
Poco después se manifestó ya más abiertamente
Juliano. Renunciando a toda esperanza de acuerdo con Constancio, envió al
Senado una Memoria muy acre contra este príncipe, llena de terribles
acusaciones. Tertulo, prefecto a la sazón, la leyó a la asamblea, cuya afección
por el otro Emperador estalló ahora con noble independencia, exclamando
todos a una voz: «Respeta a aquel de quien has recibido tu autoridad.» No
se trataba mejor a la administración de Constantino en aquel escrito;
tachándose a este príncipe de innovador, violador de las antiguas leyes y
costumbres, acusándosele especialmente por haber sido el primero en
prostituir los ornamentos y los haces consulares confiriéndolos a los
bárbaros. Juliano no fue hábil en este paso y se mostró inconsecuente en
su conducta ulterior, incurriendo en la misma censura que él dirigió,
porque Nevito, a quien hizo colega de Mamertino en el consulado, no podía
sin duda alguna sostener la comparación, ni por el nacimiento, ni por el
talento, ni por los servicios, con aquellos a quienes Constantino honró
con la magistratura suprema; sino que era hombre rudo, agreste y cruel, que
es mucho peor en el ejercicio del poder.
Cuando se encontraba en esta polémica, y en el momento
en que eran más profundas sus preocupaciones, recibió la noticia tan alarmante
como imprevista de una inesperada rebelión, muy a propósito para detenerle
en sus atrevidos proyectos, si no la ahogaba en el acto. Su origen fue
el siguiente: había enviado a las Galias, so pretexto de urgencia, pero en
realidad porque desconfiaba de ellas, dos legiones de Constancio y una
cohorte de arqueros, hallada en Sirmio. Estas fuerzas, descontentas de su
destino y muy temerosas de encontrarse enfrente a los terribles
germanos, cedieron a los consejos de rebelión de un tribuno mesopotámico,
llamado Nigrino. El asunto lo trataron secretamente y lo llevaron con
extraordinaria cautela; pero cuando llegaron a Aquilea, plaza muy fuerte
por,su posición y defensas, el cuerpo expedicionario en plena rebelión penetró
en ella, secundándole la población, afecta a Constancio. En seguida
cerraron las puertas, armaron las torres y lo dispusieron todo para la
defensa, proclamando con audaz golpe de mano, que todavía existía un partido
de Constancio, e invitando a toda Italia a unirse a ellos.
Juliano recibió la noticia en Nysa; y, no teniendo
ningún enemigo a la espalda, y sabiendo además que esta ciudad no había sido
tomada nunca ni jamás sería entregada, empleó toda clase de insinuaciones
y de agasajos para atraérsela, antes que se hiciese contagioso el ejemplo de
Aquilea. Jovino, jefe de la caballería, que acababa de cruzar los Alpes y
apenas había puesto el pie en Nórica, recibió orden de retroceder e
impedir a toda, costa que se propagase el incendio. Autorizósele además
para retener y agregarse como refuerzo todo destacamento aislado que pasase por
la ciudad, dirigiéndose al grueso del ejército. En este momento se enteró
Juliano de la muerte de Constancio: y cruzando entonces apresuradamente la
Tracia, entró en Constantinopla. Allí recibía frecuentes noticias de lo
que ocurría en Aquilea, y calculando por los partes de Jovino que la
resistencia sería larga, pero sin graves consecuencias, llamó a este
general, a quien quería emplear en asuntos más graves en otra parte, y
encargó la continuación del sitio a Immón, ayudándole otros capitanes.
Rodeada Aquilea por dos lados, los jefes de los
sitiadores convinieron en ensayar ante todo el efecto de las promesas y
amenazas. Mucho se discutió por ambas partes; pero la obstinación de
los sitiados rompió las conferencias, no dejando otro recurso que el de
las armas. Preparáronse, pues, los dos partidos para el combate, comiendo
algo y descansando. Al amanecer el día siguiente, la bocina dio la señal
de pelea y se trabó la lucha en medio de fuertes gritos, con más furor
que prudencia. Impulsando al fin los sitiadores los manteletes y zarzos de
mimbre, comenzaron a avanzar con más precaución, llevando unos toda clase
de herramientas de hierro para atacar la muralla por el pie, y arrastrando
otros escalas tan altas como aquéllas. Pero en el momento en que
la primera línea tocaba ya los muros, abrumada por las piedras y
acribillada por las saetas, retrocedió sobre la segunda, arrastrándola en
su movimiento y cediendo ante el temor de sufrir otro
tanto. Enorgullecidos por este primer triunfo, no tuvo límites la
confianza de los sitiados, que guarnecieron con máquinas de guerra todos
los puntos donde podían producir efecto, y se
Al obscurecer, la señal de retirada puso fin al
combate, quedando los dos bandos bajo impresiones muy diferentes. La tristeza
de los sitiadores, que deploraban la muerte de sus compañeros, fortificaba
en los habitantes la esperanza de vencer, que también habían experimentado
grandes pérdidas. Pero no por esto dejaban de prepararse para comenzar de
nuevo, y, después de una noche dedicada a reparar las fuerzas por medio
del sueño y del alimento, al despuntar el día, las bocinas dieron otra vez
la señal de combate. Entre los sitiadores, unos, para pelear más
desahogadamente, levantaban los escudos sobre la cabeza, y otros llevaban, como
en el primer ataque, escalas al hombro; y todos se lanzaron con igual
brío, presentando el pecho a los golpes del enemigo. Esforzándose algunos
en romper los herrajes de las puertas, sucumbieron bajo lluvia de fuego o
aplastados por piedras enormes que hacían rodar desde lo alto de las
murallas; otros, que valerosamente habían franqueado el foso, veíanse
rechazados por las bruscas salidas que hacían los sitiados, aunque no se
retiraban hasta encontrarse cubiertos de heridas. Protegían la retirada de
los sitiados contra todo ataque unos parapetos de césped, elevados delante de
las murallas, y puede decirse que se mostraron superiores a sus
adversarios en perseverancia y por el partido que supieron sacar de las
defensas de la plaza. Impacientes por la duración del sitio, no cesaban
los soldados de rondar en derredor de la ciudad, buscando algun punto accesible
al asalto o que pudiese ser atacado con las máquinas; pero al fin el
convencimiento de encontrar siempre dificultades insuperables produjo
calma en los esfuerzos, abandonando las guardias para merodear en los
campos inmediatos, donde encontraban de todo en abundancia, y dando parte del botín
a sus compañeros. El ejército se hartaba de vino y de comida, y la
repetición de excesos concluyó por quitarle el vigor.
Invernaba a la sazón Juliano en Constantinopla, y
adverdido de estos desórdenes por las comunicaciones de Immón y de sus compañeros,
se apresuró a remediarlos, haciendo partir en el acto a Agilón, general de
la infantería, para que llevase a Aquilea la noticia de la muerte
de Constancio, creyendo que la comunicación, hecha por persona tan.
autorizada, bastaría para que en el acto abriesen las puertas.
Entretanto no estaban suspendidas las operaciones
del sitio, y habiendo fracasado todos los medios, trataron de reducir la ciudad
por medio de la sed, cortando los acueductos. Mas no por esto fue menos
tenaz la resistencia. El ejército, a fuerza de brazos, consiguió separar el
curso del río; pero no adelantó nada, porque los habitantes se resignaron
a beber el agua de las cisternas, y distribuida ésta en cortas porciones.
Entretanto llegó Agilón a Aquilea, y, cumpliendo
las órdenes recibidas, se presentó resueltamente al pie de las murallas con
débil escolta, Hizo allí verídica relación de todo lo ocurrido: Constancio
ha muerto y Juliano está en pacífica posesión del poder soberano. Pero
en vano lo aseguraba; al principio únicamente le contestaron con injurias
e improperios, y sólo cuando consiguió un salvoconducto para confirmar sus
aserciones en las murallas mismas, pudo obtener al fin que le creyesen;
abriendo ahora alegremente sus puertas la plaza al jefe que le traía la paz,
y tratando de justificarse achacando toda la culpa a Nigrino y a algunos
otros, cuyo suplicio pidieron en castigo de la sublevación, y de los males
que habían acarreado a la ciudad. Bajo la dirección de Mamertino, prefecto
del pretorio, se abrió inmediatamente una información, por consecuencia de
la cual Nigrino fue quemado vivo, como principal instigador de la
rebelión. Después perecieron bajo el hacha los senadores Rómulo y
Sabostio, convictos de haberla fomentado, y se perdonó a todos los demás,
que el temor antes que la inclinación había hecho cómplices de aquella guerra
civil; distinción que de antemano había hecho la clemencia del Emperador.
Antes de que se conociesen estos resultados, era
muy grande la ansiedad de Juliano en Nysa. Veíase amenazado por dos partes. En
primer lugar, la guarnición de Aquilea, cerrando con un destacamento los
pasos de los Alpes Julianos, podía cortarle las comunicaciones con las
provincias e interceptar los socorros que esperaba. También le inspiraba
temores el Oriente, porque se decía que el conde Marciano, habiendo
formado un cuerpo con los destacamentos diseminados en la Tracia, marchaba
hacia el paso de Sucos. No dejaba Juliano de atender a todas las necesidades
del momento. Reconcentraba en Iliria su ejército, formado de tropas
experimentadas y dispuestas a seguir a su belicoso jefe en medio de los
mayores peligros; no olvidando tampoco los intereses particulares en medio
de aquella apurada situación, sino que continuaba fallando los procesos,
con preferencia aquellos que se referían a los magistrados municipales, a
quienes favorecía hasta el punto de imponer algunas veces estos cargos
onerosos con desprecio de los derechos de exención más fundados.
Juliano vio en Nysa a Symmaco y Máximo, varones
eminentes, enviados por el Senado en legación a Constancio, recibiendoles muy
bien a pesar de esto, y hasta nombró a Máximo prefecto de Roma, en.
reemplazo de Tertulo; obrando así por el deseo de complacer a Vulcasio Rufino,
tío de Máximo. Sin embargo, debe notarse que bajo su administración reinó
la abundancia en la ciudad, y que no se alzó ni una queja acerca de la
carestía de los víveres. Últimamente, para dar garantía a los fieles y
asegurar a los inciertos, nombró a Mamertino, que era prefecto de Iliria,
cónsul con Nevita, a pesar de que censuró duramente a Constancio por haber
conferido las dignidades a bárbaros.
Mientras continuaba Juliano entre la esperanza y
el temor su atrevida empresa, las contradictorias noticias que recibía
Constancio en Edessa de sus espías le hacían vacilar, resintiéndose de
ello sus medidas; formando en tanto partidas para recorrer los campos, en
tanto pensando en dar otro asalto a Bezabda; porque, en efecto, era muy
prudente, antes de llevar sus armas al Norte, asegurar la defensa de la Mesopotamia.
Pero al otro lado del Tigris estaba el rey de Persia, no esperando para
atravesarlo más que respuesta favorable de los auspicios, y que, si no
le cerraban el paso, pronto llegaría hasta el Eufrates. Por otra parte,
conociendo por experiencia la solidez de las murallas y el vigor de la
guarnición, vacilaba en comprometer a sus soldados en los trabajos de un
sitio cuando iba a necesitarlos para hacer frente a la guerra civil.
Necesario era, sin embargo, ocupar a las tropas, y
que no le acusasen de inercia; y por esta razón mandó avanzar a los dos
generales, el de la caballería y el de la infantería con
fuerzas considerables, pero llevando orden de evitar todo choque con los
Persas; debiendo limitarse a guarnecer toda la orilla citerior del Tigris
y a reconocer el punto por donde penetraría el impetuoso monarca. Además,
les había recomendado especialmente, tanto de palabra como por escrito, que
se replegasen en cuanto alguna fuerza enemiga intentase el paso. Por su
parte, mientras sus generales guardaban la frontera y procuraban descubrir
los engañosos movimientos del enemigo, estaba preparado, con el grueso del
ejército, a tomar personalmente la ofensiva y a cubrir todas las
plazas amenazadas. Los exploradores y los desertores, que de tiempo en
tiempo llegaban, se contradecían
En medio de estos cuidados llegaron, una tras
otra, noticias de que Juliano, con rápida marcha, había atravesado Italia y la
Iliria; que ocupaba el paso de Sucos; que de todas partes
recibía refuerzos, y, finalmente, que iba a caer con muchas fuerzas sobre
la Tracia. Estas noticias eran desoladoras; pero Constancio confiaba, sin embargo,
atendiendo a su constante fortuna contra los enemigos del interior. Mas no
por esto era menos difícil la decisión que había que tomar. Resolvió al
fin marchar primeramente a donde era mayor el peligro, y enviar delante el
ejército por convoyes sucesivos, en los carruajes del Estado. El consejo
opinó unánimemente lo mismo, comenzando en seguida el transporte por aquel
medio tan ligero. Pero al día siguiente supo Constancio que Sapor, viendo
contrarios los auspicios, había retrocedido con el ejército. Libre de este
temor, reunió todas sus fuerzas, exceptuando el cuerpo destinado a la
custodia de la Mesopotamia, y regresó él mismo a Hierápolis. Imposible
adivinar el giro que iban a tornar las cosas; y en esta
incertidumbre, aprovechando la ocasión de tener el ejército reconcentrado
en derredor suyo, quiso robustecer con una arenga el celo de aquella
multitud para el mantenimiento de su autoridad. A son de trompetas fueron
convocadas centurias, manípulos y cohortes, que llenaron hasta muy lejos el
campo, y subiendo él a un tribunal, rodeado por guardia más numerosa que
de ordinario, dio a su semblante aspecto de confianza y serenidad y habló
de esta manera:
«Cuando tanto me he esforzado en mostrarme
intachable en mis actos y palabras; cuando tanto he atendido a llevar el timón
según el movimiento de las olas, me veo obligado, amigos míos, a confesar
en este momento que me he engañado; o mejor dicho, que la extraordinaria bondad
de mi corazón me ha engañado acerca del verdadero interés común. Para
comprender el objeto de esta reunión, prestadme todos oído atento, porque
es necesario.
»En la época en que Magnencio promovió revueltas
que vuestro valor reprimió, elevé a Galo, sobrino de mi padre, a la dignidad de
César, y le encargué la defensa del Oriente. La justicia fue virtud
desconocida para él, y una serie de actos detestables atrajo sobre su cabeza el
rigor de las leyes. ¡Y ojalá, para tranquilidad del Imperio, que se
hubiese limitado a aquel intento el espíritu de rebelión! Su recuerdo es
sin duda aflictivo, pero podría creérsele prenda de seguridad. Sin
embargo, acaba de estallar una traición, y me atrevo a decir que mucho más
deplorable; traición que el cielo os va a conceder que castiguéis. En el
momento mismo en que rechazabais victoriosamente las hordas salvajes que
vagaban en derredor de la Iliria, Juliano, en cuyas manos había puesto yo
la custodia de las Galias, enorgullecido por algunos éxitos fáciles
conseguidos sobre los germanos, casi desnudos, e impulsado por ciego
furor, ha reunido un puñado de esos hombres a quienes la sed de sangre y
esperanza de saqueo lleva a las empresas más desesperadas; y con desprecio de
la justicia, aspira con ellos al derrumbamiento del Estado. Pero la
justicia es madre y nodriza de este Imperio, y ella destruirá esos
orgullosos proyectos con sus culpables autores. De esto tengo como prenda
mi propia experiencia y los ejemplos del pasado.
»¿Que podemos hacer sino afrontar la tempestad, y
extirpar radicalmente esa rabia homicida antes de que pueda desarrollarse? El
desenlace no puede ser dudoso: el dios que castiga la ingratitud volverá
contra esos impíos el hierro que empuñan, y que sin provocación alguna dirigen
contra el que los colmó de beneficios. Sí; confío íntimamente en el poder
protector de las buenas causas: en cuanto nos encontremos cara a cara, el
terror les paralizará, y ni uno solo de ellos resistirá el brillo de
vuestra mirada, ni la vibración de vuestro grito de combate.»
Estas palabras exaltaban las pasiones de los
soldados, que blandieron las lanzas en señal de cólera, y, confirmando su
afecto, pidieron que les llevasen en seguida contra el rebelde; actitud
que trocó en alegría los temores del Emperador, que en el acto disolvió la
reunión y mandó a Arbación que se pusiese en marcha con los lanceros, los
maciarios y las tropas armadas a la ligera.
Constancio suponía a este jefe afortunado por sus
anteriores triunfos en las guerras civiles. Gurnoario debería hacer frente con
los letos al cuerpo enemigo que ocupaba el paso de Sucos, eligiéndole
Constancio porque este jefe odiaba a Juliano, que le había afrentado en la
Galia.
Pero en este crítico momento, todo revelaba
visiblemente que palidecía la fortuna de Constancio y que se acercaba su hora
fatal. Espantosas visiones le turbaban el sueño: una vez se le apareció al
dormirse la sombra de su padre llevando en brazos un hermoso niño. Constancio
tomó al niño sobre las rodillas, pero éste, arrancándole su globo que
tenía en la mano, lo arrojó a lo lejos. Evidentemente este sueño anunciaba
una revolución, a pesar de que se había conseguido encontrarle explicación
favorable. También ocurrió al Emperador quejarse, en una expansión íntima, de
que le había faltado de pronto cierta manifestación indefinida de la
presencia de un ser sobrenatural a que estaba acostumbrado; cosa que
interpretaba como ausencia de su fortuna y anuncio de su próximo fin.
Efectivamente, en metafísica está admitida la opinión de que a cada cual, desde
el día en que nace, se le asocia una inteligencia superior, de esencia
divina, que rige nuestras acciones, salvas las inmutables leyes del
destino; pero cuya presencia solamente es sensible para aquellos
cuyas virtudes hacen superiores a los demás hombres. Esta doctrina se
apoya en oráculos y en importantes autoridades escritas, especialmente en
estos dos versos del poeta Menandro:
Al lado de todo mortal se encuentra, desde el día
en que nace, un genio familiar que le guía en la vida.
Esta es la alegoría que encierran los inmortales
versos de Homero. Bajo el nombre de dioses del Olimpo, el poeta pone en
relación con sus héroes estos genios familiares, como interlocutores, como
auxiliares o como salvadores. A misteriosa intervención de este género se
atribuye unánimemente la preeminencia de Pitágoras, de Sócrates, de Numa
Pompilio, del primer Escipión, y, según una tradición no tan
universalmente extendida, la de Mario, de Octaviano, que fue el primero en
llevar el nombre de Augusto, de Hermes Termáximo, Apolonio Tyaneo y de
Plotino. Este último filósofo no temió analizar tan abstrusa teoría y
sondear sus profundidades, explicando el principio de esta conexión de una
esencia divina con el alma humana, de la que se encarga y a la que protege
en cierto modo en su carrera hasta el término prefijado; elevándola hasta
las concepciones más altas, cuando lo merece por su pureza y por su unión
con un cuerpo exento de toda mancha.
Impaciente, como en todo lo que deseaba, por
llegar a las manos con los rebeldes, marchó Constancio a Antioquía, desde
donde, una vez terminados los preparativos, se apresuró a marchar de
nuevo. A muchos de su comitiva parecía excesiva aquella precipitación; pero se
limitaban a murmurar en voz baja, no atreviéndose ninguno a presentar
objeciones, ni a mostrar dudas. Ya estaba avanzado el otoño cuando partió.
A tres millas de Antioquía, cerca de una ciudad llamada Hippocefalo,
encontró en pleno día el cadáver de un hombre asesinado; el cuerpo estaba hacia
la derecha, inclinado a Occidente, y a la izquierda la cabeza, separada
del tronco. Este presagio aterró al príncipe, pero se obstinó más y más en
correr al encuentro de su suerte.
En Tarso tuvo un ligero ataque de fiebre, y
esperando disiparlo con el movimiento, siguió por un camino muy difícil hasta
Mopsucrena, ciudad situada al pie del Tauro, y la última estación que
se encuentra antes de salir de Cilicia. Al siguiente día le detuvo la
agravación de la enfermedad, a pesar de todos sus esfuerzos para ponerse
de nuevo en marcha; circulando por sus venas tal ardor, que quemaba su
cuerpo al tocarle. Faltando los socorros del arte, vio con dolor que era
inevitable su muerte. Dícese que, conservando aún el conocimiento, designó
a Juliano por sucesor. En el acto ahogó su voz el estertor, y, después de
larga agonía, expiró el tres de las nonas de Octubre, a los cuarenta años
y pocos meses de reinado y de edad.
Después de tributar, entre llanto y gemidos, los
últimos honores a su cadáver, deliberaron los principales de la corte acerca
del partido que convenía tomar. Dícese que se realizaron algunos trabajos
ocultos para elegir Emperador, bajo la inspiración de Eusebio, alarmado por la
cuenta que tenía que dar. Pero, estando tan cerca Juliano, no podía
prevalecer ninguna insinuación de este género. Enviáronle, pues, a los
condes Theolaifo y Aligildo para anunciarle la muerte de su pariente
Para dar exacta idea del carácter de Constancio,
debe empezarse por sus buenas cualidades. Encerrado siempre en la etiqueta
imperial, su ánimo, orgulloso y altivo, consideraba la popularidad como
baladí. Solamente con mucha circunspección otorgó las altas dignidades, y,
exceptuando muy pocos casos, no consintió aumento alguno de las ventajas
unidas a los cargos públicos. Supo contener la arrogancia militar. Bajo su
reinado no ascendió nadie al título de ilustrísimo, aunque sabemos que
algunas veces concedió el de perfectísimo. El rector de provincia no estaba
obligado entonces a salir al encuentro del maestre general de la
caballería, y éste no tenía derecho a intervenir en nada de la
administración civil: pero, militar o civil, toda autoridad se inclinaba con el
respeto de los antiguos tiempos ante la superioridad del prefecto del
pretorio. Cuidó del soldado hasta el último extremo. Rígido apreciador del
mérito, no confirió cargo en palacio hasta después de haber pesado, por
decirlo así, con la balanza en la mano, todos los títulos, y nadie subió de
pronto, sino por grados. De antemano se sabía a quién correspondía,
después de diez años de servicios, el título de tesorero, de maestre de
oficios o de cualquier otro empleo. Rara vez ocurrió que se confiriese
al militar el manejo de los negocios civiles; pero nadie, sin largo
aprendizaje del oficio de soldado, consiguió el honor de mandarlos. Fue
muy amante de las letras; pero su genio no se inclinaba a la elocuencia,
ni fueron afortunados sus ensayos poéticos. Su régimen de vida fue frugal y
sobrio; debiendo a su moderación en las comidas no estar enfermo sino rara
vez, aunque nunca lo estuvo sin peligro de muerte. La experiencia, de
acuerdo con la ciencia médica, demuestra que así sucede de ordinario con
las personas que se abstienen de excesos. En caso necesario sabía prescindir
del sueño, y se mostró constantemente casto, hasta el punto que ni
siquiera fue sospechoso de relaciones contra la naturaleza; vicio que,
como es sabido, la malignidad atribuye a todo evento a los grandes, por la
sola razón de que lo pueden todo. Jinete excelente, manejaba el dardo, y
sobre todo el arco, con maravillosa destreza, siendo igualmente hábil en
los ejercicios a pie. Nada diré aquí de lo que tanto se ha repetido acerca
de su costumbre de no escupir, ni de sonarse, ni de volver la cabeza en
público, ni tampoco de su abstinencia de toda clase de frutas.
Acabo de enumerar todas las buenas cualidades que
se le conocieron; pasemos ahora a las malas. Por poco seguro que estuviese
acerca de una acusación de aspirar al trono, por frívolo y hasta absurdo
que fuese el pretexto, no descansaba ya, y, siguiendo el hilo sin fin ni
término, no retrocedía ante ningún medio, legítimo o no, para llegar al
objeto; y este príncipe, al que bajo cualquier otro aspecto se le podría
considerar entre los moderados, sobrepujaba entonces en crueldad a los
Calígulas, Domicianos y Cómodos. La manera de deshacerse de sus parientes
al principio de su reinado anunciaba un émulo de aquellos monstruos,
Agravaba la situación de los acusados con la dureza de las formas y la
envenenada persistencia de las acriminaciones. Por la sospecha más ligera
se aplicaba la tortura con rigor desconocido antes de él, y con
implacable vigilancia; y, en las ejecuciones, hasta la misma muerte se
aplicaba con toda la lentitud que permite la naturaleza. Bajo este punto
de vista fue menos accesible a, la compasión que el mismo Galieno; porque
éste, que en realidad tuvo que defender constantemente su vida contra las
conspiraciones verdaderamente reales de Aureolo, Postumio, Ingenuo,
Valente, llamado el Tesalónico, y tantos otros, indultó, sin embargo,
algunas veces de la pena capital a los culpados. Bajo Constancio, por
el contrario, el exceso de los tormentos arrancó algunas veces falsa
confesión. En estas ocasiones era enemigo de toda justicia, cuando tanto
le gustaba aparecer justo y clemente. Como esas chispas que escapan de las
selvas en tiempos de sequía y llevan inevitablemente a las chozas inmediatas
el incendio y la muerte, el germen más ligero servía en sus manos para
inmensa proscripción. ¡Qué contraste con Marco Aurelio, que en estos casos
cerraba siempre los ojos! Cassio acababa de proclamar en Siria sus
pretensiones al trono: interceptóse en Iliria, donde se encontraba el
Tan humillado y abatido como se vio en las guerras
extranjeras, así se aparece de orgulloso en el triunfo contra las revueltas
intestinas, aplicando implacable mano a estas llagas del Estado. Por esta
razón se atrevió, con flagrante ultraje a las costumbres y al buen sentido,
consagrar con arcos de triunfo, en la Galia y en la Pannonia, la sangrienta
reducción de las provincias romanas, y grabar en piedra estas hazañas...,
y mientras duren estos monumentos, transmitir a la posteridad
la conmemoración de un desastre nacional. Conocido es el ascendiente que
adquirían sobre su ánimo la atiplada voz de las mujeres y de los eunucos,
y cuánta debilidad mostraba por todo el que sabía adularle y limitarse a
decir sí o no a su beneplácito.
Debe mencionarse entre los males de este reinado
la insaciable rapacidad de los agentes del fisco, que acumulaban más odio sobre
la cabeza del príncipe que dinero en las arcas del Estado. Constancio no
prestó nunca oídos a las quejas de las provincias extenuadas, sin conseguir
jamás sus lamentos el menor alivio en el peso y multiplicidad de las
cargas, o alcanzando solamente vanas y transitorias concesiones.
En Constancio se encontraba desnaturalizada la
sencilla unidad del Cristianismo con mezcla de supersticiones de vieja.
Intervino en las discusiones del dogma, antes para sutilizar en
las cuestiones que para procurar la concordia de los ánimos,
multiplicando, por consiguiente, las disidencias. Personalmente tomó parte
activa en la verbosa agudeza de las controversias. Por los caminos pasaban
grupos de sacerdotes marchando a discutir en lo que llaman ellos sínodos, para hacer
triunfar esta o aquella interpretación: y estas idas y venidas concluyeron por
agotar el servicio de transportes públicos.
Diremos algo de su aspecto exterior: su tez era
morena, tenía noble mirada, penetrante golpe de vista y finos cabellos.
Afeitábase cuidadosamente todo el rostro, para que resaltase el color.
Su busto era más largo que el resto del cuerpo. Tenía las piernas cortas y
arqueadas, cosa muy ventajosa para el salto y la carrera.
Embalsamado y encerrado en un féretro el cadáver,
Joviano, que entonces era protector, recibió orden de llevarlo con grande
aparato a Constantinopla, donde estaba sepultada su familia. Sentado en el
mismo carro que llevaba los restos de su señor, durante el camino ofrecieron a
este oficial, según costumbre observada con los príncipes, las muestras de
las subsistencias militares, y prestaron homenaje con combates de fieras,
en medio del concurso de las poblaciones. Estas cosas eran como presagios
de su futura grandeza; grandeza, ilusoria y efímera, como los honores tributados
al conductor de un carro fúnebre.
|