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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 20

LIBRO 21

LIBRO 22

 

LIBRO 21

Juliano Augusto celebra en Viena las fiestas quinquenales.—Cómo augura que se acercaba el fin de Constancio.—Diferentes medios para conocer el porvenir.—Juliano Augusto se hace pasar por cristiano para hacerse agradable al pueblo de Viena, y asiste públicamente a orar en una iglesia.—Vadomario, rey de los alemanes, rompe el Tratado y envía merodeadores a saquear nuestras fronteras.—Mata algunos hombres con el conde Libinon que los mandaba.—Juliano intercepta una carta de Vadomario a Constancio y hace prender al rey en un festín.—Destroza o hace prisioneros a una parte de los alemanes y concede la paz a los restantes.—Juliano arenga a los soldados y los decide a hacer la guerra a Constancio.—Constancio se casa con Faustina.— Refuerza su ejército y se atrae con regalos a los reyes de Armenia y de Iberia.—Sin salir de Antioquía, contiene al África por medio del notario Gaudencio.—Pasa el Eufrates y marcha a Edesa con el ejército.—Juliano, después de ordenar los asuntos de las Galias, se dirige al Danubio y hace que se adelante parte de sus tropas por Italia y la Recia.—Los cónsules Tauro y Florencio, prefectos del pretorio los dos, huyen al acercarse Juliano, uno a Iliria y el otro a Italia.—Luciliano, general de la caballería, quiere resistir, pero le sorprenden y aprisionan.—La ciudad y guarnición de Sirmio, capital de la Iliria Oriental, se rinde a Juliano, que ocupa el paso de Sucos, y escribe al Senado contra Constancio.—Dos legiones que habían pasado en Sirmio al partido de Juliano y a las que enviaba a las Galias, ocupan Aquilea, de acuerdo con los habitantes, y le cierran las puertas.—Aquilea sostiene un sitio en interés de Constancio.—A la noticia de la muerte del Emperador, se rinde la plaza a Juliano.—Sapor se retira ante auspicios desfavorables.— Constancio, en el momento de partir contra Juliano, arenga las tropas en Hierápolis.—Presagios de la muerte de Constancio.—Muere en Mesopotamia, en Cilicia.—Cualidades y defectos de este príncipe.

 

Mientras que aquella obstinada resistencia mantenía a Constancio detenido al otro lado del Eufrates, Juliano empleaba en Viena los días y las noches en formar planes para el porvenir, procurando, en los estrechos límites de sus recursos, tomar la actitud conveniente a su nueva fortuna. Sus reflexiones no le ofrecían, sin embargo, más que incertidumbre, porque no sabía si debería agotar primeramente todos los medios de conciliación o tomar la iniciativa en las hostilidades e influir en su adversario por el terror. La alternativa le parecía muy peligrosa. La amistad de Constancio había sido cruenta muchas veces y siempre había quedado vencedor en las guerras civiles. Juliano recordaba incesantemente el ejemplo de su hermano Galo, que se había perdido por la inercia y excesiva confianza en traidoras promesas. Sin embargo, más de un acto de vigor indicaba en el nuevo Augusto la resolución de erguirse valerosamente ante un rival capaz, como demostraba el pasado con elocuencia, de ocultar la traición bajo falsa apariencia de cariño. Por esta razón, haciendo caso omiso de la carta que le entregó Leonas de parte de Constancio, no confirmó de los nombramientos que había hecho más que el de Nebridio, y además, realizando un acto de Emperador, presidió la celebración de las fiestas quinquenales. En esta ceremonia se presentó adornado con magnífica diadema de pedrería, cuando en los primeros días de su advenimiento se le había visto ceñir la frente con una corona tan modesta que hubiese convenido al más sencillo xystarco (gimnasiarco) que revistiese la púrpura. Entonces dispuso la traslación de los restos de su esposa Helena a Roma, con orden de colocarlos en la suburbana vía Nomentana, donde estaba sepultada Constantina, hermana de Helena y esposa de Galo.

Otro motivo le animaba también para adelantarse al ataque de Constancio: era perito en el arte de la adivinación, y de una serie de sueños y presagios deducía la seguridad de la próxima muerte del Emperador. Ahora bien, como la malevolencia no ha dejado de hacer odiosas insinuaciones acerca de las prácticas adivinatorias de Juliano, príncipe tan esclarecido y tan curioso, por todo lo que puede ensanchar el dominio de la inteligencia, bueno será exponer brevemente cómo se concilia  con una razón superior este género de estudios, mucho menos frívolo de lo que generalmente se cree.

No es imposible que, por un esfuerzo de estudio, el espíritu que preside a los elementos, principio de actividad de todo lo que existe, y que ve lo venidero porque es eterno, quede en relación con la inteligencia humana y le participe algo de la facultad de presciencia que le pertenece. Invocadas con ciertas formas rituales las esencias intermediarias entre nosotros y la Divinidad, pueden predecir por boca mortal lo mismo que por medio de una fuente. Dícese que Themis preside a estos oráculos, llamada así porque revela al presente los inmutables decretos de los destinos, a los que llaman los griegos TeQeipéva, y por esta razón los antiguos teólogos asignaban a esta diosa un lugar en el lecho y sobre el trono de Júpiter, principio creador.

El ánimo más inepto no podría admitir la idea de que los augurios y vaticinios dependan del capricho de las aves, que no conocen lo venidero. Pero Dios, que ha dado a las aves el vuelo y el canto, ha querido que a estos atributos de su ser, al movimiento pausado o rápido de sus alas, se uniese la significación de las cosas futuras. Complácese la Providencia en hacer estas advertencias, sea como recompensa, o bien sencillamente como efecto de su cuidado por los intereses humanos.

Las entrañas de las víctimas, en sus infinitas variedades de conformación y aspecto, son también para la vista experimentada anuncio de lo que ha de acontecer. Fue inventor de esta ciencia Tages, que, según la tradición, brotó de la tierra en un campo de Etruria.

La exaltación da también espíritu profético, teniendo lugar entonces una manifestación divina por medio del lenguaje humano. En física, siendo el sol el alma del mundo, del que las nuestras no son más que destellos, cuando el foco envía su calor en cierta medida a sus emanaciones, les comunica el conocimiento de lo porvenir. De aquí el ardor interno de las sibilas; los torrentes de fuego de que se sienten penetradas. También existen otros muchos accidentes que son otros tantos pronósticos: los sonidos, las visiones que hieren repentinamente los ojos y los oídos, los truenos, los relámpagos y el rastro de las estrellas.

Implícita fe se debería a los sueños, si no fuese muchas veces defectuosa su interpretación. Según Aristóteles, los sueños son verídicos e irrecusables, cuando se duerme profundamente, fija la pupila y sin desviación del rayo visual. Pero el vulgo ignorante exclamará: «Si se puede leer en lo porvenir, ¿cómo se ignora que se perecerá en una batalla, o que nos espera otra cualquier desgracia?» Una palabra basta para responder. Si un gramático comete una falta de lenguaje; si un músico desafina; si un médico se equivoca en el remedio, ¿acaso lo atribuiremos a la gramática, a la música o a la medicina? Puede citarse, además, esta frase de Cicerón, en la que, como en todo, brilla su elevado ingenio: «Recibirnos de los dioses señales de lo que ha de suceder. Si nos engañamos, falta es de la inteligencia humana y no de los dioses.» Pero las digresiones deben ser cortas para no degenerar en fastidiosas. Volvamos al asunto.

Encontrándose en París, no siendo Juliano más que César, dedicábase un día en el campo de Marte a un ejercicio militar. El escudo sobre que golpeaba se rompió, no quedándole en la mano más que la empuñadura, que sujetó con firmeza. Mostrábanse alarmados los presentes, considerando el caso como presagio funesto, y Juliano les dijo: «Tranquilizaos; no he soltado.» Más adelante, estando en Viena, acababa una noche de dormirse, después de frugal cena, cuando creyó ver en medio de las tinieblas brillante fantasma, que le dirigió y repitió muchas veces estos cuatro versos griegos:

Cuando Júpiter esté próximo a salir de Acuario, y Saturno, aparezca en el grado veinticinco de Virgo, Constancio, Emperador de Asia, terminará sus días con muerte triste y dolorosa.

Estas palabras le inspiraron confianza a prueba de todo lo que le reservase el porvenir. Sin embargo, decidió no aventurar nada, sino antes bien tomar con calma y reflexión las medidas que exigían las circunstancias, dedicándose especialmente a aumentar por grados sus fuerzas y a poner su estado militar a la altura de su nuevo rango. Hacía mucho tiempo que había renunciado al cristianismo, y, como todos los adoradores de los antiguos dioses, se entregaba a las prácticas de los augures y arúspices, cosa que solamente sabían corto número de confidentes íntimos, porque de este  secreto dependía su popularidad. Por esta razón fingía seguir profesando el culto cristiano, y para disimular mejor su cambio, llegó hasta presentarse en una iglesia en el día de la festividad llamada Epifanía, que los cristianos celebran en el mes de Enero, y tomó parte ostensible en las oraciones públicas.

En los primeros días de la primavera recibió una noticia muy triste; enterándole de que los alemanes de la comarca de Vadomario, de los que, después del tratado, no creía tener que temer ningún insulto, devastaban las fronteras de la Rhecia, y enviaban merodeadores a saquear por todos lados. Si cerraba los ojos ante estas depredaciones, despertaría de nuevo la guerra; y, para evitarlo, envió hacia aquella parte al conde Libinón con los petulantes y los celtas, que invernaban en derredor suyo, encargándole de restablecer el orden. Libinón se acercaba a la ciudad de Sanctión, cuando le vieron desde lejos los bárbaros, que deseando caer de improviso sobre él, se habían emboscado en un valle. Libinón arengó a sus soldados, que ardían en deseos de pelear no obstante la desigualdad de fuerzas, y atacó imprudentemente a los germanos, cayendo el primero al comenzar el combate. Aumentando su muerte la confianza de los bárbaros, encendió en los nuestros el deseo de vengarle; pero después de encarnizado combate, se vieron abrumados por el número y puestos en derrota, dejando algunos muertos y heridos.

Como antes se dijo, Constancio había tratado con Vadomario y su hermano Gondomado; éste había muerto ya. Ahora bien: Constancio, que contaba con la buena fe de Vadomario, y con la cooperación eficaz y discreta de su parte a sus secretos proyectos, le había invitado por medio de carta (si ha de creerse en rumores) a que realizase en la frontera algunas hostilidades en señal de ruptura. Este era un medio de inquietar a Juliano y obligarle a detenerse para defender las Galias. Es muy verosímil que Vadomario no se movía en aquel momento sino a consecuencia del impulso recibido. Este príncipe bárbaro había desplegado en su juventud astucia y falsedad increíbles; y el mismo carácter mostró después igualmente pronunciado, cuando le nombraron duque de Fenicia. Descubierto en esta ocasión, se contuvo; pero un secretario suyo que llevaba una carta para Constancio, cayó en manos de las avanzadas de Juliano. Registráronle y le encontraron la carta, que, entre otras cosas, decía: «Tu César se insubordina», aunque Valdomario no dejaba jamás, cuando escribía a Juliano, de calificarle de señor, Augusto y dios.

Esto era peligroso y obscuro: Juliano comprendió el apuro en que podría ponerle esta intriga, y, por su propia seguridad, lo mismo que por la de la provincia, no pensó más que en apoderarse de la persona de Vadomario, para lo que empleó el siguiente medió: envióle a su secretario Filagrio, que después fue conde de Oriente, y cuya habilidad conocía bien, con diferentes instrucciones y le entregó además una carta cerrada, que no debía abrir sino en el caso de que Vadomario viniese a la orilla izquierda del Rhin. Cuando Filagrio llegó al punto designado, y mientras se entregaba a los asuntos de su misión, Vadomario cruzó el Rhin como en plena paz, aparentando ignorar los atentados que acababa de cometer. Visitó en aquel punto al jefe romano, habló con él como de ordinario, y para alejar mejor toda sospecha, se invitó espontáneamente a una comida a que debía asistir Filagrio. Al entrar éste, reconoció a Vadomario; y so pretexto de asunto urgente, regresó a su alojamiento, abrió la carta de Juliano, que le prescribía lo que había de hacer, y volvió en seguida a ocupar su puesto en medio de los convidados. Terminada la comida, Filagrio cogió fuertemente a Vadomario, y, alegando la orden superior que había recibido, mandó, al jefe militar que llevase el prisionero al campamento, y lo guardase con cuidado. La comitiva del rey, a la que no se refería la orden, pudo retirarse. En seguida llevaron a Vadomario al campamento del príncipe, creyéndose perdido al ver descubierto el secreto de su correspondencia por la detención de su emisario. Sin embargo, Juliano ni siquiera le dirigió reconvenciones y se contentó con relegarle a España; porque no había tenido otra intención que la de impedir que, durante su ausencia, aquel hombre peligroso perturbase de nuevo la tranquilidad de las Galias.

Tranquilo en cuanto a sus proyectos ulteriores por aquella captura, cuyo éxito había excedido a sus esperanzas, Juliano se preparó para castigar sin más retraso a los bárbaros por el desastre que habían sufrido el conde Libinón y sus escasas fuerzas. Con objeto de ocultarles su marcha, cuyo  ruido solamente habría bastado para alejarles mucho, pasó el Rhin en el silencio de la noche, con las tropas auxiliares más ligeras y rodeó al enemigo, que no sospechaba nada: y cuándo despertando al ruido de las armas, buscaban sus flechas y espadas, el príncipe cayó sobre ellos, mató considerable número, perdonó a los que ofrecieron como suplicantes la devolución del botín y concedió la paz a los demás, con la seguridad de que no la turbarían ya en adelante.

Exaltado todavía su ánimo con el triunfo, previó sagazmente el alcance del paso que había dado, comprendiendo que en tales casos es necesario marchar directamente al objeto y que le era conveniente proclamar él mismo su independencia. Queriendo, sin embargo, asegurarse bien de las disposiciones del soldado, después de un sacrificio secreto a Belona, mandó reunir el ejército a son de bocina; subió en seguida a un estrado de piedra, y habló ahora más seguro de sí mismo y dando a su voz mayor sonoridad que de ordinario, en los términos siguientes:

«Nobles compañeros: ante tan graves acontecimientos, cada cual forma sin duda conjeturas y espera con impaciencia que hable yo de la situación y de las medidas que aconseja la prudencia. La misión del soldado antes es escuchar que discurrir. Pero también el carácter de vuestro jefe, que os es bien conocido, os garantiza que nada os propondrá que no os sea conveniente y digno de vuestra aprobación. Escuchad, pues, atentamente la sencilla exposición que voy a hacer de mis propósitos y planes. Colocado muy joven entre vosotros por la voluntad divina, he sabido rechazar las incesantes irrupciones de los alemanes y francos, y comprimir su deseo de pillaje. Con el auxilio de vuestros brazos he podido abrir el Rhin en todo su curso a las armas romanas. Ni sus espantosos gritos, ni el temido choque de los bárbaros me han hecho retroceder un paso, porque sentía a mi espalda el apoyo de vuestro valor. Esto es lo que la Galia, testigo de vuestra heroica energía, la Galia, renacida de sus cenizas después de larga serie de desastres, dirá en sus acciones de gracias, hasta la última posteridad. Elevado por vuestros votos y por la fuerza de las cosas a la dignidad de Augusto, me atrevo, con el auxilio de Dios y el vuestro, a dar un paso más hacia la fortuna. Diré en favor mío que este ejército tan brillante por su valor, y no menos notable por su espíritu de justicia, siempre me ha concedido, con el mérito de la moderación y desinterés en la administración civil, el de la prudencia y tranquilidad en nuestros frecuentes combates con las naciones bárbaras. Ahora bien: solamente con la estrecha unión de voluntades podremos hacer frente a las pruebas que nos esperan. Seguid, pues, mientras las circunstancias lo permiten, un consejo que creo muy saludable: el de aprovechar el actual desarme de la Iliria para ocupar su extensión por el lado de las Dacias. Una vez establecidos en esta comarca, proveeremos a extender nuestros triunfos. Prometedme, bajo la fe del juramento, como se hace cuando el jefe inspira confianza, vuestro concurso fiel y perseverante. Sabéis que, por mi parte, no tenéis que temer temeridad ni debilidad, y que tenéis un jefe dispuesto a creer en cada uno de vosotros intenciones y motivos que solamente tienen el bien público por móvil y objeto. Pero os ruego que refrenéis el arrebato de vuestro ardor guerrero; que no padezca nada el interés particular. Recordad que habéis conseguido menos gloria de la multitud de enemigos derrotados ante el esfuerzo de vuestras armas, que del hermoso ejemplo que habéis dado tratando generosamente a la provincia que habéis salvado con vuestro valor.»

El discurso del Emperador produjo en los soldados el efecto de un oráculo. Apasionada emoción se apoderó de todos los corazones, y el entusiasmo por el nuevo reinado se mostró por una explosión de aclamaciones mezcladas con el ruido de los escudos. Por todas partes se oía repetir las frases de gran general, jefe incomparable, y el título, merecido ante sus ojos, de afortunado dominador de las naciones. Aproximándose todos a la garganta la punta de la espada desnuda, juraron, según la fórmula consagrada, y con las execraciones más terribles, ofrecer si era necesario toda su sangre en sacrificio por el Emperador. Los jefes del ejército y las personas agregadas al servicio de la persona del príncipe hicieron lo mismo. Solamente se negó el prefecto Nebridio con lealtad más valerosa que prudente, a obligarse bajo juramento contra el Emperador Constancio, que, según decía, le había colmado de beneficios. Esta protesta exasperó a los soldados, que le habrían destrozado si Juliano, a cuyas rodillas se abrazó, no le hubiese cubierto con el palio de su toga. De regreso a palacio, Juliano encontró a Nebridio arrodillado, tendiéndole las manos, y suplicándole le  librase del terror: «¿Qué haría yo por mis amigos, le dijo Juliano, si permitiese que tu mano tocase la mía? Nada tienes que temer; marcha a donde quieras.» Nebridio se retiró entonces a su casa de Toscana, sano y salvo. Después de este preliminar indispensable y que se ajustaba a la magnitud de la empresa, conociendo Juliano el valor de la iniciativa en tiempos de revolución, dio la señal de marcha, y se dirigió hacia la Pannonia, decidido a tentar fortuna.

(Año 361 de J. C.)

Para la inteligencia de los acontecimientos conviene retroceder y exponer brevemente los hechos militares y civiles de Constancio en Antioquía durante los sucesos de las Galias. A su regreso de Mesopotamia, acudieron a visitarle los primeros de los tribunos y otros personajes distinguidos. Encontrábase entre ellos un tribuno llamado Amfiloquio, plafagonio de origen, que había servido mucho tiempo bajo el emperador Constante, y de quien se suponía, con mucha verosimilitud, que había sembrado la discordia entre los dos hermanos. Este hombre, de aspecto arrogante, esperaba su turno; pero le reconocieron y no fue admitido. Muchos cortesanos hicieron bastante ruido acerca de lo que llamaban indulgencia excesiva; porque, en su concepto, un rebelde tan obstinado no merecía que le dejasen ver la luz. Pero Constancio, con mansedumbre extraordinaria en él, les dijo: «Dejad vivir a ese hombre. No le creo inocente, pero no está convicto. Y si en efecto es culpable, encontrará su castigo en mi mirada y en la voz de su conciencia.» Todo se redujo a esto. Al día siguiente aquel mismo hombre asistía a los juegos del circo, y, según su costumbre, se colocó en frente del Emperador. En el momento en que comenzaba el espectáculo, la balaustrada en que se apoyaba, con algunos otros espectadores, se rompió, y todos cayeron. Algunos solamente recibieron ligeras heridas; pero Amfiloquio, que se había roto las vértebras, fue hallado muerto en el sitio, regocijándose Constancio por su profecía.

Esta fue la época de su matrimonio con Faustina. Hacía mucho tiempo que había perdido a Eusebia, hermana de los consulares Eusebio e Hypacio. Esta princesa, extraordinariamente hermosa y adornada con las cualidades morales más relevantes, se había mostrado accesible a los sentimientos humanitarios en la cumbre de las grandezas. Ya hemos dicho que a su constante protección debió Juliano la vida, y después su elevación al rango de César. Constancio pensó al mismo tiempo en indemnizar a Florencio, a quien había echado de las Galias el temor a las consecuencias de la revolución. Anatolio, prefecto del pretorio en Iliria, acababa de morir, y enviaron a Florencio para reemplazarle; revistiendo las insignias de su elevada dignidad al mismo tiempo que Tauro, nombrado para el mismo cargo en Italia.

Hacíanse a la vez los preparativos para la guerra extranjera y la civil. Reforzábase la caballería con nuevas turmas; y para reclutar las legiones, se decretaban levas en las provincias. Pusiéronse a tasa los órdenes del Estado y los oficios para suministrar, bien en dinero, bien en especie, ropas, armas, máquinas, así como también para aprovisionar de víveres de toda clase al ejército y proveerlo de bestias de carga. El rey de Persia se había retirado a despecho, ante la imposibilidad de continuar la campaña en invierno, y se esperaban de su parte enérgicos esfuerzos en cuanto mejorase la temperatura. Enviáronse, pues, legados con ricos regalos a los reyes y sátrapas de las comarcas transtigritanas para conseguir su ayuda, o al menos franca y sincera neutralidad. Esforzáronse en ganar a fuerza de regalos, especialmente con el envío de ricos trajes, a los reyes Arsaces y Meribanes, uno de Armenia y el otro de Iberia, cuya defección en aquellas circunstancias hubiese sido fatal para el Imperio. Por este tiempo murió Hermógenes, dándose su prefectura a Hipólito, plafagonio de nacimiento, bastante vulgar en sus modales y lenguaje, pero que tenía sencillez de costumbres a la antigua y carácter tan inofensivo y dulce, que habiéndole mandado un día Constancio en persona que sometiese un hombre a la tortura, rogó al príncipe le admitiese la renuncia y encargase a otro aquel oficio, que lo desempeñaría mejor.

Amenazado por dos lados, no sabía Constancio qué partido tomar: si salir al encuentro de Juliano, o esperar y hacer frente a los Persas, que se les creía a punto de pasar el Eufrates. Después de largas deliberaciones con sus principales capitanes, adoptó el partido de concluir primeramente,  o al menos tratar con el enemigo que le estrechaba más de cerca; en seguida, una vez asegurado a la espalda, atravesar la Iliria y la Italia, para acorralar a Juliano como a pieza de caza (así hablaba para dar valor a los suyos) y ahogar en su origen los gérmenes de su ambición. No queriendo tampoco cesar en su propia vigilancia acerca de otros asuntos, ni presentar el flanco por ningún lado, hacía propalar por todas partes que había abandonado el Oriente, y que avanzaba a muchas fuerzas. A fin de prevenir especialmente una tentativa sobre el África, cuya posesión es tan importante para nuestros príncipes, envió por mar al notario Gaudencio, el mismo que estuvo en las Galias con el encargo de espiar la conducta de Juliano. Por dos motivos creía segura la obediencia de este agente: el de queja que había dado a uno de los dos partidos, y el natural deseo de complacer a aquel que parecía tener tantas probabilidades de triunfar, porque todos estaban convencidos de que Constancio vencería. En cuanto llegó Gaudencio se puso a la obra; envió por cartas instrucciones tanto al conde Creción como a los demás, e hizo que le proporcionasen las dos Mauritanias excelente caballería ligera, con la que protegió eficazmente todo el litoral frente a la Aquitania e Italia. Constancio había elegido bien; porque mientras Gaudencio administró el país, ni un soldado enemigo se acercó, aunque toda la costa de Sicilia, desde Pachyno hasta Lilibea, estaba cubierta de tropas que no hubiesen dejado de pasar el mar, al ver probabilidades de desembarco.

En el momento en que terminaba Constancio sus disposiciones, que con razón consideraba prudentes, y disponía otras cosas menos importantes, se enteró por cartas de sus generales de que las fuerzas reunidas de los Persas, con su soberbio monarca a la cabeza, estaban en marcha hacia el Tigris, pero que no podía preverse el punto preciso donde verificarían el paso. Alarmado por esta noticia y queriendo estar dispuesto para adelantarse a su adversario, dejó apresuradamente los cuarteles de invierno, reunió en torno suyo sus tropas más escogidas en caballería e infantería, pasó el Eufrates por un puente de barcas, y marchó por Capesana a Edessa, ciudad muy fuerte y abundantemente abastecida. Allí se detuvo para asegurarse, por sus exploradores y por los desertores, de la verdadera dirección del enemigo.

Entretanto Juliano, que se disponía a dejar a Rauraso, después de tomar las disposiciones de que antes hablamos, envió a Salustio como prefecto a las Galias, y dio a Germaniano el puesto que había dejado vacante Nebridio. Nombró también a Nevita general de la caballería en reemplazo de Gumoario, que le era sospechoso por haber, según decían, trabajado sordamente para entregar a su señor cuando mandaba los escutarios bajo Vetranión. Jovio, de quien se habla en la historia de Magnencio, fue investido con la cuestura, y Mamertino con el cargo de tesorero. Confió el mando de los guardias a Degalaifo, e hizo otros muchos nombramientos de oficiales según su mérito personal, apreciado por él mismo.

El camino que se había trazado Juliano atravesaba la selva Marciana y seguía las dos orillas del Danubio. Muy lejos estaba de tener seguridad en el país, y podía temer que, al verle tan mal acompañado, intentasen cortarle el paso, peligro que evitó con diestra maniobra. Dividió todas sus fuerzas en dos cuerpos; el uno, al mando de Jovio y Jovino, se dirigió rápidamente por el conocido camino de Italia, y el otro se dirigió por el corazón de la Rhecia, teniendo por jefe a Nevito, general de la caballería. Esta distribución hizo creer en una masa de fuerzas considerable, y mantuvo en respeto a la vez a las dos comarcas. La misma táctica empleó Alejandro el Grande y otros generales después de él. Ya habían salido de los pasos peligrosos, y Juliano recomendaba todavía la celeridad de la marcha, como cuando se espera un ataque, y que todas las noches se conservasen guardias en pie para evitar sorpresas.

Así continuó la marcha con la confianza que inspira continua serie de triunfos, pero empleando todas las precauciones estratégicas que adoptaba en sus expediciones contra los bárbaros. Cuando llegó a un punto donde decían que el río era navegable, aprovechó el casual encuentro de muchas barcas pequeñas para bajar la corriente, ocultando así su marcha todo lo posible. Esto podía hacerlo tanto mejor, cuanto que con sus costumbres de frugalidad y abstinencia, le servían hasta los alimentos más groseros: cosa que le dispensaba de toda comunicación con las ciudades y fortalezas ribereñas. Juliano gustaba de aplicarse aquellas palabras de Cyro el antiguo a  su huésped cuando le preguntó qué quería comer: «Nada más que pan, le contestó, porque aquí cerca tengo un arroyo.»

Pero las mil lenguas que se atribuyen a la fama no tardaron en propalar por toda la Iliria, con la ordinaria exageración, que Juliano, vencedor de los pueblos y de los reyes, avanzaba orgulloso con tantos triunfos al frente de un ejército formidable. Al oírlo Tauro, prefecto del pretorio, huyó como ante una invasión extranjera, y, sirviéndose de las postas, atravesó rápidamente los Alpes Julianos, arrastrando con su ejemplo a su colega Florencio. El conde Luciliano mandaba en Sirmio las fuerzas de las dos provincias; y al primer aviso de la aproximación de Juliano, sacó cuantas tropas pudo de sus respectivas estaciones y se preparó para resistir. Pero la barca de J uliano, rápida como una saeta, o como la antorcha lanzada por máquina de guerra, llegó a Bononia, a diez millas de Sirmio, y, de un salto, se encontró el príncipe en tierra. La luna estaba en su declinación, y, por lo tanto, las noches eran obscuras. Juliano envió en seguida a Dagalaifo y algunos hombres armados a la ligera con orden de traerle a Luciliano de grado o por fuerza. El conde estaba en el lecho: despertado por el ruido de las armas y viéndose rodeado de desconocidos, comprendió lo que ocurría, y, temblando ante el nombre de Juliano, obedeció, aunque muy a pesar suyo. Obligado a humillarse ante la fuerza, el altivo general de la caballería fue colocado en el primer caballo que se encontró, y llevado ante Juliano como prisionero de baja ralea. Parecía que el terror le había privado de los sentidos; pero cuando vio que le daban la púrpura a besar, se rehízo, y con acento más tranquilo dijo: «El país no está por ti y te arriesgas muchísimo al venir con tan poca gente.» Juliano le contestó con amarga sonrisa: «Guarda tus advertencias para Constancio. No pensaba consultarte, sino librarte del miedo. No interpretes de otra manera mi clemencia.»

Suprimido este enemigo, no descansó Juliano por el éxito, sino que, redoblando en actividad y energía a medida que las circunstancias eran más graves, marchó directamente a la ciudad, que creía dispuesta a entregársele; y cuando se acercaba, vio salir de los grandes arrabales habitantes y soldados que acudían a recibirle con antorchas y flores, saludándole con los nombres de señor y Augusto, y le llevaron al palacio entre aclamaciones. Esta recepción le colmó de regocijo por el pronóstico que deducía. Ya veía las demás ciudades rivalizando en seguir el ejemplo que daba la metrópoli (porque Sirmio tenía este rango por la importancia de su población), y acogida por todas partes su presencia como la aparición de su astro benéfico. Al día siguiente dio al pueblo, que mostró profunda alegría, el espectáculo de una carrera de carros, y al siguiente llegó sin detención y por la vía pública a los pasos de Sucos, que ocupó fuertemente sin combate, confiando la defensa a Nevita, con cuya fidelidad podía contar. Conveniente será dar idea de estos parajes. Sucos es un desfiladero formado por la unión de dos montes, el Rhodofo y el Hemus, de los que uno se apoya en las orillas del Danubio y el otro en las del río Axius. Estas montañas elevan entre la Tracia y la Iliria fuerte barrera, dejando a un lado el país de los Dacios y a Sárdica (Sofía), y al otro las nobles ciudades de Tracia y Filipópolis. Parece que la Naturaleza ha dispuesto esta región según el interés futuro de la dominación romana. En otro tiempo no era más que una garganta obscura, entre dos colinas; pero modificándose el paso de la grandeza del Imperio, la garganta se hizo ancha vía practicable a los carruajes. Cerrando este paso, muchas veces se han contenido los esfuerzos de los capitanes más grandes y de los ejércitos más numerosos. Por la vertiente del lado de la Iliria, el monte baja por plano apenas inclinado, siendo casi insensible la pendiente. Por la que mira a la Tracia, está, por el contrario, casi cortado a pico, presentando solamente aquí y allá corto número de senderos escarpados, por los que apenas se puede subir, aunque no haya otros obstáculos que los que opone la Naturaleza. A uno y otro lado de la cadena se extienden al Norte y al Mediodía llanuras que se pierden de vista, que llegan por una parte a los Alpes Julianos, y por la otra se dilatan, sin presentar la más pequeña desigualdad, hasta el estrecho y la Propóntida.

Después de disponerlo todo Juliano en aquel punto según exigía la gravedad de las circunstancias, dejó allí al general de la caballería y regresó a Nysa, ciudad muy importante, con objeto de ocuparse tranquilamente de las medidas más adecuadas para alcanzar éxito en su empresa. Llamó al historiador Aurelio Tictor, a quien había visto en Sirmio, y le nombró consular de la  Pannonia segunda. Además, concedióse a aquel varón, extraordinariamente virtuoso, a quien más adelante se le vio llegar a prefecto de Roma, el honor de una estatua de bronce.

Poco después se manifestó ya más abiertamente Juliano. Renunciando a toda esperanza de acuerdo con Constancio, envió al Senado una Memoria muy acre contra este príncipe, llena de terribles acusaciones. Tertulo, prefecto a la sazón, la leyó a la asamblea, cuya afección por el otro Emperador estalló ahora con noble independencia, exclamando todos a una voz: «Respeta a aquel de quien has recibido tu autoridad.» No se trataba mejor a la administración de Constantino en aquel escrito; tachándose a este príncipe de innovador, violador de las antiguas leyes y costumbres, acusándosele especialmente por haber sido el primero en prostituir los ornamentos y los haces consulares confiriéndolos a los bárbaros. Juliano no fue hábil en este paso y se mostró inconsecuente en su conducta ulterior, incurriendo en la misma censura que él dirigió, porque Nevito, a quien hizo colega de Mamertino en el consulado, no podía sin duda alguna sostener la comparación, ni por el nacimiento, ni por el talento, ni por los servicios, con aquellos a quienes Constantino honró con la magistratura suprema; sino que era hombre rudo, agreste y cruel, que es mucho peor en el ejercicio del poder.

Cuando se encontraba en esta polémica, y en el momento en que eran más profundas sus preocupaciones, recibió la noticia tan alarmante como imprevista de una inesperada rebelión, muy a propósito para detenerle en sus atrevidos proyectos, si no la ahogaba en el acto. Su origen fue el siguiente: había enviado a las Galias, so pretexto de urgencia, pero en realidad porque desconfiaba de ellas, dos legiones de Constancio y una cohorte de arqueros, hallada en Sirmio. Estas fuerzas, descontentas de su destino y muy temerosas de encontrarse enfrente a los terribles germanos, cedieron a los consejos de rebelión de un tribuno mesopotámico, llamado Nigrino. El asunto lo trataron secretamente y lo llevaron con extraordinaria cautela; pero cuando llegaron a Aquilea, plaza muy fuerte por,su posición y defensas, el cuerpo expedicionario en plena rebelión penetró en ella, secundándole la población, afecta a Constancio. En seguida cerraron las puertas, armaron las torres y lo dispusieron todo para la defensa, proclamando con audaz golpe de mano, que todavía existía un partido de Constancio, e invitando a toda Italia a unirse a ellos.

Juliano recibió la noticia en Nysa; y, no teniendo ningún enemigo a la espalda, y sabiendo además que esta ciudad no había sido tomada nunca ni jamás sería entregada, empleó toda clase de insinuaciones y de agasajos para atraérsela, antes que se hiciese contagioso el ejemplo de Aquilea. Jovino, jefe de la caballería, que acababa de cruzar los Alpes y apenas había puesto el pie en Nórica, recibió orden de retroceder e impedir a toda, costa que se propagase el incendio. Autorizósele además para retener y agregarse como refuerzo todo destacamento aislado que pasase por la ciudad, dirigiéndose al grueso del ejército. En este momento se enteró Juliano de la muerte de Constancio: y cruzando entonces apresuradamente la Tracia, entró en Constantinopla. Allí recibía frecuentes noticias de lo que ocurría en Aquilea, y calculando por los partes de Jovino que la resistencia sería larga, pero sin graves consecuencias, llamó a este general, a quien quería emplear en asuntos más graves en otra parte, y encargó la continuación del sitio a Immón, ayudándole otros capitanes.

Rodeada Aquilea por dos lados, los jefes de los sitiadores convinieron en ensayar ante todo el efecto de las promesas y amenazas. Mucho se discutió por ambas partes; pero la obstinación de los sitiados rompió las conferencias, no dejando otro recurso que el de las armas. Preparáronse, pues, los dos partidos para el combate, comiendo algo y descansando. Al amanecer el día siguiente, la bocina dio la señal de pelea y se trabó la lucha en medio de fuertes gritos, con más furor que prudencia. Impulsando al fin los sitiadores los manteletes y zarzos de mimbre, comenzaron a avanzar con más precaución, llevando unos toda clase de herramientas de hierro para atacar la muralla por el pie, y arrastrando otros escalas tan altas como aquéllas. Pero en el momento en que la primera línea tocaba ya los muros, abrumada por las piedras y acribillada por las saetas, retrocedió sobre la segunda, arrastrándola en su movimiento y cediendo ante el temor de sufrir otro tanto. Enorgullecidos por este primer triunfo, no tuvo límites la confianza de los sitiados, que guarnecieron con máquinas de guerra todos los puntos donde podían producir efecto, y se  entregaron con infatigable energía a todos los cuidados de la defensa. Por su parte los sitiadores, quebrantados por el fracaso, pero ocultando por honra el temor, renunciaron al asalto, que tan mal les había resultado, y recurrieron a los procedimientos propios de los asedios. El suelo no permitía el empleo de los arietes, ni colocar máquinas de armas arrojadizas, ni tampoco abrir mina. Pero mediante un esfuerzo de invención, comparable a lo más extraordinario que ofrece la historia en este género, aprovecharon la corriente del río Natisón, que baña las murallas de la ciudad. Tres naves fuertemente unidas con amarras sirvieron de plataforma para levantar otras tantas torres más altas que los muros, a cuyo alcance tuvieron que llevarlas. Los soldados que coronaban estas torres se esforzaban en ahuyentar de las murallas a sus defensores, mientras que por aberturas practicadas más abajo en las paredes de las torres, salían vélites armados a la ligera, que en un momento lanzaron y cruzaron puentes volantes adecuados para este uso. Éstos, mientras cruzaban nubes de piedras y saetas por encima de sus cabezas, trabajaban en abrir brecha en las murallas para penetrar en el interior de la ciudad. Pero tan ingeniosa combinación tampoco tuvo buen resultado. Atacadas las torres al aproximarse con antorchas embarradas de pez encendida, sarmientos, ramaje y otras materias inflamables, se incendiaron en seguida y, perdiendo el equilibrio por el peso de sus defensores, que precipitadamente se arrojaron a un lado, cayeron al río con los que se habían librado de las armas del enemigo. Quedando descubiertos los vélites que habían pasado bajo las murallas, fueron aplastados con piedras grandes, exceptuando los pocos que consiguieron, a fuerza de agilidad, salvarse a través de los restos.

Al obscurecer, la señal de retirada puso fin al combate, quedando los dos bandos bajo impresiones muy diferentes. La tristeza de los sitiadores, que deploraban la muerte de sus compañeros, fortificaba en los habitantes la esperanza de vencer, que también habían experimentado grandes pérdidas. Pero no por esto dejaban de prepararse para comenzar de nuevo, y, después de una noche dedicada a reparar las fuerzas por medio del sueño y del alimento, al despuntar el día, las bocinas dieron otra vez la señal de combate. Entre los sitiadores, unos, para pelear más desahogadamente, levantaban los escudos sobre la cabeza, y otros llevaban, como en el primer ataque, escalas al hombro; y todos se lanzaron con igual brío, presentando el pecho a los golpes del enemigo. Esforzándose algunos en romper los herrajes de las puertas, sucumbieron bajo lluvia de fuego o aplastados por piedras enormes que hacían rodar desde lo alto de las murallas; otros, que valerosamente habían franqueado el foso, veíanse rechazados por las bruscas salidas que hacían los sitiados, aunque no se retiraban hasta encontrarse cubiertos de heridas. Protegían la retirada de los sitiados contra todo ataque unos parapetos de césped, elevados delante de las murallas, y puede decirse que se mostraron superiores a sus adversarios en perseverancia y por el partido que supieron sacar de las defensas de la plaza. Impacientes por la duración del sitio, no cesaban los soldados de rondar en derredor de la ciudad, buscando algun punto accesible al asalto o que pudiese ser atacado con las máquinas; pero al fin el convencimiento de encontrar siempre dificultades insuperables produjo calma en los esfuerzos, abandonando las guardias para merodear en los campos inmediatos, donde encontraban de todo en abundancia, y dando parte del botín a sus compañeros. El ejército se hartaba de vino y de comida, y la repetición de excesos concluyó por quitarle el vigor.

Invernaba a la sazón Juliano en Constantinopla, y adverdido de estos desórdenes por las comunicaciones de Immón y de sus compañeros, se apresuró a remediarlos, haciendo partir en el acto a Agilón, general de la infantería, para que llevase a Aquilea la noticia de la muerte de Constancio, creyendo que la comunicación, hecha por persona tan. autorizada, bastaría para que en el acto abriesen las puertas.

Entretanto no estaban suspendidas las operaciones del sitio, y habiendo fracasado todos los medios, trataron de reducir la ciudad por medio de la sed, cortando los acueductos. Mas no por esto fue menos tenaz la resistencia. El ejército, a fuerza de brazos, consiguió separar el curso del río; pero no adelantó nada, porque los habitantes se resignaron a beber el agua de las cisternas, y distribuida ésta en cortas porciones.

Entretanto llegó Agilón a Aquilea, y, cumpliendo las órdenes recibidas, se presentó resueltamente al pie de las murallas con débil escolta, Hizo allí verídica relación de todo lo ocurrido: Constancio ha muerto y Juliano está en pacífica posesión del poder soberano. Pero en vano lo aseguraba; al principio únicamente le contestaron con injurias e improperios, y sólo cuando consiguió un salvoconducto para confirmar sus aserciones en las murallas mismas, pudo obtener al fin que le creyesen; abriendo ahora alegremente sus puertas la plaza al jefe que le traía la paz, y tratando de justificarse achacando toda la culpa a Nigrino y a algunos otros, cuyo suplicio pidieron en castigo de la sublevación, y de los males que habían acarreado a la ciudad. Bajo la dirección de Mamertino, prefecto del pretorio, se abrió inmediatamente una información, por consecuencia de la cual Nigrino fue quemado vivo, como principal instigador de la rebelión. Después perecieron bajo el hacha los senadores Rómulo y Sabostio, convictos de haberla fomentado, y se perdonó a todos los demás, que el temor antes que la inclinación había hecho cómplices de aquella guerra civil; distinción que de antemano había hecho la clemencia del Emperador.

Antes de que se conociesen estos resultados, era muy grande la ansiedad de Juliano en Nysa. Veíase amenazado por dos partes. En primer lugar, la guarnición de Aquilea, cerrando con un destacamento los pasos de los Alpes Julianos, podía cortarle las comunicaciones con las provincias e interceptar los socorros que esperaba. También le inspiraba temores el Oriente, porque se decía que el conde Marciano, habiendo formado un cuerpo con los destacamentos diseminados en la Tracia, marchaba hacia el paso de Sucos. No dejaba Juliano de atender a todas las necesidades del momento. Reconcentraba en Iliria su ejército, formado de tropas experimentadas y dispuestas a seguir a su belicoso jefe en medio de los mayores peligros; no olvidando tampoco los intereses particulares en medio de aquella apurada situación, sino que continuaba fallando los procesos, con preferencia aquellos que se referían a los magistrados municipales, a quienes favorecía hasta el punto de imponer algunas veces estos cargos onerosos con desprecio de los derechos de exención más fundados.

Juliano vio en Nysa a Symmaco y Máximo, varones eminentes, enviados por el Senado en legación a Constancio, recibiendoles muy bien a pesar de esto, y hasta nombró a Máximo prefecto de Roma, en. reemplazo de Tertulo; obrando así por el deseo de complacer a Vulcasio Rufino, tío de Máximo. Sin embargo, debe notarse que bajo su administración reinó la abundancia en la ciudad, y que no se alzó ni una queja acerca de la carestía de los víveres. Últimamente, para dar garantía a los fieles y asegurar a los inciertos, nombró a Mamertino, que era prefecto de Iliria, cónsul con Nevita, a pesar de que censuró duramente a Constancio por haber conferido las dignidades a bárbaros.

Mientras continuaba Juliano entre la esperanza y el temor su atrevida empresa, las contradictorias noticias que recibía Constancio en Edessa de sus espías le hacían vacilar, resintiéndose de ello sus medidas; formando en tanto partidas para recorrer los campos, en tanto pensando en dar otro asalto a Bezabda; porque, en efecto, era muy prudente, antes de llevar sus armas al Norte, asegurar la defensa de la Mesopotamia. Pero al otro lado del Tigris estaba el rey de Persia, no esperando para atravesarlo más que respuesta favorable de los auspicios, y que, si no le cerraban el paso, pronto llegaría hasta el Eufrates. Por otra parte, conociendo por experiencia la solidez de las murallas y el vigor de la guarnición, vacilaba en comprometer a sus soldados en los trabajos de un sitio cuando iba a necesitarlos para hacer frente a la guerra civil.

Necesario era, sin embargo, ocupar a las tropas, y que no le acusasen de inercia; y por esta razón mandó avanzar a los dos generales, el de la caballería y el de la infantería con fuerzas considerables, pero llevando orden de evitar todo choque con los Persas; debiendo limitarse a guarnecer toda la orilla citerior del Tigris y a reconocer el punto por donde penetraría el impetuoso monarca. Además, les había recomendado especialmente, tanto de palabra como por escrito, que se replegasen en cuanto alguna fuerza enemiga intentase el paso. Por su parte, mientras sus generales guardaban la frontera y procuraban descubrir los engañosos movimientos del enemigo, estaba preparado, con el grueso del ejército, a tomar personalmente la ofensiva y a cubrir todas las plazas amenazadas. Los exploradores y los desertores, que de tiempo en tiempo llegaban, se contradecían  en sus informes, consistiendo esto en que, entre los Persas, el secreto de sus planes solamente lo conocen los personajes principales, confidentes impenetrables que guardan religiosamente silencio. Entre tanto, Arbeción y Argilón rogaban incesantemente al Emperador que acudiese a apoyarlos, asegurando de común acuerdo que se necesitaban todas las fuerzas para sostener el choque de tan terrible adversario.

En medio de estos cuidados llegaron, una tras otra, noticias de que Juliano, con rápida marcha, había atravesado Italia y la Iliria; que ocupaba el paso de Sucos; que de todas partes recibía refuerzos, y, finalmente, que iba a caer con muchas fuerzas sobre la Tracia. Estas noticias eran desoladoras; pero Constancio confiaba, sin embargo, atendiendo a su constante fortuna contra los enemigos del interior. Mas no por esto era menos difícil la decisión que había que tomar. Resolvió al fin marchar primeramente a donde era mayor el peligro, y enviar delante el ejército por convoyes sucesivos, en los carruajes del Estado. El consejo opinó unánimemente lo mismo, comenzando en seguida el transporte por aquel medio tan ligero. Pero al día siguiente supo Constancio que Sapor, viendo contrarios los auspicios, había retrocedido con el ejército. Libre de este temor, reunió todas sus fuerzas, exceptuando el cuerpo destinado a la custodia de la Mesopotamia, y regresó él mismo a Hierápolis. Imposible adivinar el giro que iban a tornar las cosas; y en esta incertidumbre, aprovechando la ocasión de tener el ejército reconcentrado en derredor suyo, quiso robustecer con una arenga el celo de aquella multitud para el mantenimiento de su autoridad. A son de trompetas fueron convocadas centurias, manípulos y cohortes, que llenaron hasta muy lejos el campo, y subiendo él a un tribunal, rodeado por guardia más numerosa que de ordinario, dio a su semblante aspecto de confianza y serenidad y habló de esta manera:

«Cuando tanto me he esforzado en mostrarme intachable en mis actos y palabras; cuando tanto he atendido a llevar el timón según el movimiento de las olas, me veo obligado, amigos míos, a confesar en este momento que me he engañado; o mejor dicho, que la extraordinaria bondad de mi corazón me ha engañado acerca del verdadero interés común. Para comprender el objeto de esta reunión, prestadme todos oído atento, porque es necesario.

»En la época en que Magnencio promovió revueltas que vuestro valor reprimió, elevé a Galo, sobrino de mi padre, a la dignidad de César, y le encargué la defensa del Oriente. La justicia fue virtud desconocida para él, y una serie de actos detestables atrajo sobre su cabeza el rigor de las leyes. ¡Y ojalá, para tranquilidad del Imperio, que se hubiese limitado a aquel intento el espíritu de rebelión! Su recuerdo es sin duda aflictivo, pero podría creérsele prenda de seguridad. Sin embargo, acaba de estallar una traición, y me atrevo a decir que mucho más deplorable; traición que el cielo os va a conceder que castiguéis. En el momento mismo en que rechazabais victoriosamente las hordas salvajes que vagaban en derredor de la Iliria, Juliano, en cuyas manos había puesto yo la custodia de las Galias, enorgullecido por algunos éxitos fáciles conseguidos sobre los germanos, casi desnudos, e impulsado por ciego furor, ha reunido un puñado de esos hombres a quienes la sed de sangre y esperanza de saqueo lleva a las empresas más desesperadas; y con desprecio de la justicia, aspira con ellos al derrumbamiento del Estado. Pero la justicia es madre y nodriza de este Imperio, y ella destruirá esos orgullosos proyectos con sus culpables autores. De esto tengo como prenda mi propia experiencia y los ejemplos del pasado.

»¿Que podemos hacer sino afrontar la tempestad, y extirpar radicalmente esa rabia homicida antes de que pueda desarrollarse? El desenlace no puede ser dudoso: el dios que castiga la ingratitud volverá contra esos impíos el hierro que empuñan, y que sin provocación alguna dirigen contra el que los colmó de beneficios. Sí; confío íntimamente en el poder protector de las buenas causas: en cuanto nos encontremos cara a cara, el terror les paralizará, y ni uno solo de ellos resistirá el brillo de vuestra mirada, ni la vibración de vuestro grito de combate.»

Estas palabras exaltaban las pasiones de los soldados, que blandieron las lanzas en señal de cólera, y, confirmando su afecto, pidieron que les llevasen en seguida contra el rebelde; actitud que trocó en alegría los temores del Emperador, que en el acto disolvió la reunión y mandó a Arbación que se pusiese en marcha con los lanceros, los maciarios y las tropas armadas a la ligera. 

Constancio suponía a este jefe afortunado por sus anteriores triunfos en las guerras civiles. Gurnoario debería hacer frente con los letos al cuerpo enemigo que ocupaba el paso de Sucos, eligiéndole Constancio porque este jefe odiaba a Juliano, que le había afrentado en la Galia.

Pero en este crítico momento, todo revelaba visiblemente que palidecía la fortuna de Constancio y que se acercaba su hora fatal. Espantosas visiones le turbaban el sueño: una vez se le apareció al dormirse la sombra de su padre llevando en brazos un hermoso niño. Constancio tomó al niño sobre las rodillas, pero éste, arrancándole su globo que tenía en la mano, lo arrojó a lo lejos. Evidentemente este sueño anunciaba una revolución, a pesar de que se había conseguido encontrarle explicación favorable. También ocurrió al Emperador quejarse, en una expansión íntima, de que le había faltado de pronto cierta manifestación indefinida de la presencia de un ser sobrenatural a que estaba acostumbrado; cosa que interpretaba como ausencia de su fortuna y anuncio de su próximo fin. Efectivamente, en metafísica está admitida la opinión de que a cada cual, desde el día en que nace, se le asocia una inteligencia superior, de esencia divina, que rige nuestras acciones, salvas las inmutables leyes del destino; pero cuya presencia solamente es sensible para aquellos cuyas virtudes hacen superiores a los demás hombres. Esta doctrina se apoya en oráculos y en importantes autoridades escritas, especialmente en estos dos versos del poeta Menandro:

Al lado de todo mortal se encuentra, desde el día en que nace, un genio familiar que le guía en la vida.

Esta es la alegoría que encierran los inmortales versos de Homero. Bajo el nombre de dioses del Olimpo, el poeta pone en relación con sus héroes estos genios familiares, como interlocutores, como auxiliares o como salvadores. A misteriosa intervención de este género se atribuye unánimemente la preeminencia de Pitágoras, de Sócrates, de Numa Pompilio, del primer Escipión, y, según una tradición no tan universalmente extendida, la de Mario, de Octaviano, que fue el primero en llevar el nombre de Augusto, de Hermes Termáximo, Apolonio Tyaneo y de Plotino. Este último filósofo no temió analizar tan abstrusa teoría y sondear sus profundidades, explicando el principio de esta conexión de una esencia divina con el alma humana, de la que se encarga y a la que protege en cierto modo en su carrera hasta el término prefijado; elevándola hasta las concepciones más altas, cuando lo merece por su pureza y por su unión con un cuerpo exento de toda mancha.

Impaciente, como en todo lo que deseaba, por llegar a las manos con los rebeldes, marchó Constancio a Antioquía, desde donde, una vez terminados los preparativos, se apresuró a marchar de nuevo. A muchos de su comitiva parecía excesiva aquella precipitación; pero se limitaban a murmurar en voz baja, no atreviéndose ninguno a presentar objeciones, ni a mostrar dudas. Ya estaba avanzado el otoño cuando partió. A tres millas de Antioquía, cerca de una ciudad llamada Hippocefalo, encontró en pleno día el cadáver de un hombre asesinado; el cuerpo estaba hacia la derecha, inclinado a Occidente, y a la izquierda la cabeza, separada del tronco. Este presagio aterró al príncipe, pero se obstinó más y más en correr al encuentro de su suerte.

En Tarso tuvo un ligero ataque de fiebre, y esperando disiparlo con el movimiento, siguió por un camino muy difícil hasta Mopsucrena, ciudad situada al pie del Tauro, y la última estación que se encuentra antes de salir de Cilicia. Al siguiente día le detuvo la agravación de la enfermedad, a pesar de todos sus esfuerzos para ponerse de nuevo en marcha; circulando por sus venas tal ardor, que quemaba su cuerpo al tocarle. Faltando los socorros del arte, vio con dolor que era inevitable su muerte. Dícese que, conservando aún el conocimiento, designó a Juliano por sucesor. En el acto ahogó su voz el estertor, y, después de larga agonía, expiró el tres de las nonas de Octubre, a los cuarenta años y pocos meses de reinado y de edad.

Después de tributar, entre llanto y gemidos, los últimos honores a su cadáver, deliberaron los principales de la corte acerca del partido que convenía tomar. Dícese que se realizaron algunos trabajos ocultos para elegir Emperador, bajo la inspiración de Eusebio, alarmado por la cuenta que tenía que dar. Pero, estando tan cerca Juliano, no podía prevalecer ninguna insinuación de este género. Enviáronle, pues, a los condes Theolaifo y Aligildo para anunciarle la muerte de su pariente  y para rogarle que marchase sin demora al Oriente, que le tendía los brazos. Corría además el rumor de que Constancio había dejado un testamento en el que, como ya hemos dicho, instituía por heredero a Juliano, y designaba a algunos de los que quería más como tutelares delegados o fideicomisos. Su esposa, a la que dejó encinta, dio más adelante a luz una princesa, a la que se dio el nombre de su padre, y que cuando llegó a la edad nubil, casó con Graciano.

Para dar exacta idea del carácter de Constancio, debe empezarse por sus buenas cualidades. Encerrado siempre en la etiqueta imperial, su ánimo, orgulloso y altivo, consideraba la popularidad como baladí. Solamente con mucha circunspección otorgó las altas dignidades, y, exceptuando muy pocos casos, no consintió aumento alguno de las ventajas unidas a los cargos públicos. Supo contener la arrogancia militar. Bajo su reinado no ascendió nadie al título de ilustrísimo, aunque sabemos que algunas veces concedió el de perfectísimo. El rector de provincia no estaba obligado entonces a salir al encuentro del maestre general de la caballería, y éste no tenía derecho a intervenir en nada de la administración civil: pero, militar o civil, toda autoridad se inclinaba con el respeto de los antiguos tiempos ante la superioridad del prefecto del pretorio. Cuidó del soldado hasta el último extremo. Rígido apreciador del mérito, no confirió cargo en palacio hasta después de haber pesado, por decirlo así, con la balanza en la mano, todos los títulos, y nadie subió de pronto, sino por grados. De antemano se sabía a quién correspondía, después de diez años de servicios, el título de tesorero, de maestre de oficios o de cualquier otro empleo. Rara vez ocurrió que se confiriese al militar el manejo de los negocios civiles; pero nadie, sin largo aprendizaje del oficio de soldado, consiguió el honor de mandarlos. Fue muy amante de las letras; pero su genio no se inclinaba a la elocuencia, ni fueron afortunados sus ensayos poéticos. Su régimen de vida fue frugal y sobrio; debiendo a su moderación en las comidas no estar enfermo sino rara vez, aunque nunca lo estuvo sin peligro de muerte. La experiencia, de acuerdo con la ciencia médica, demuestra que así sucede de ordinario con las personas que se abstienen de excesos. En caso necesario sabía prescindir del sueño, y se mostró constantemente casto, hasta el punto que ni siquiera fue sospechoso de relaciones contra la naturaleza; vicio que, como es sabido, la malignidad atribuye a todo evento a los grandes, por la sola razón de que lo pueden todo. Jinete excelente, manejaba el dardo, y sobre todo el arco, con maravillosa destreza, siendo igualmente hábil en los ejercicios a pie. Nada diré aquí de lo que tanto se ha repetido acerca de su costumbre de no escupir, ni de sonarse, ni de volver la cabeza en público, ni tampoco de su abstinencia de toda clase de frutas.

Acabo de enumerar todas las buenas cualidades que se le conocieron; pasemos ahora a las malas. Por poco seguro que estuviese acerca de una acusación de aspirar al trono, por frívolo y hasta absurdo que fuese el pretexto, no descansaba ya, y, siguiendo el hilo sin fin ni término, no retrocedía ante ningún medio, legítimo o no, para llegar al objeto; y este príncipe, al que bajo cualquier otro aspecto se le podría considerar entre los moderados, sobrepujaba entonces en crueldad a los Calígulas, Domicianos y Cómodos. La manera de deshacerse de sus parientes al principio de su reinado anunciaba un émulo de aquellos monstruos, Agravaba la situación de los acusados con la dureza de las formas y la envenenada persistencia de las acriminaciones. Por la sospecha más ligera se aplicaba la tortura con rigor desconocido antes de él, y con implacable vigilancia; y, en las ejecuciones, hasta la misma muerte se aplicaba con toda la lentitud que permite la naturaleza. Bajo este punto de vista fue menos accesible a, la compasión que el mismo Galieno; porque éste, que en realidad tuvo que defender constantemente su vida contra las conspiraciones verdaderamente reales de Aureolo, Postumio, Ingenuo, Valente, llamado el Tesalónico, y tantos otros, indultó, sin embargo, algunas veces de la pena capital a los culpados. Bajo Constancio, por el contrario, el exceso de los tormentos arrancó algunas veces falsa confesión. En estas ocasiones era enemigo de toda justicia, cuando tanto le gustaba aparecer justo y clemente. Como esas chispas que escapan de las selvas en tiempos de sequía y llevan inevitablemente a las chozas inmediatas el incendio y la muerte, el germen más ligero servía en sus manos para inmensa proscripción. ¡Qué contraste con Marco Aurelio, que en estos casos cerraba siempre los ojos! Cassio acababa de proclamar en Siria sus pretensiones al trono: interceptóse en Iliria, donde se encontraba el  Emperador, su correspondencia con sus cómplices; y Marco Aurelio la hizo arrojar al fuego con objeto de que, ignorando quiénes conspiraban, no se viese tentado a tratarles como a enemigos. Con razón se ha dicho que mejor hubiese sido para Constancio renunciar el poder que mantenerse en él a costa de tanta sangre. Cicerón dice en una carta a Cornelio Népote: «La felicidad es el éxito en el bien: o, en otros términos, la fortuna favoreciendo honestos propósitos. No se es feliz con malos propósitos. No llamo felicidad en César el triunfo de ideas impías y subversivas. Entre Manlio y Camilo, la felicidad está de parte del desterrado Camilo, aunque Manlio consiguiese lo que tanto deseaba, el trono.» Heráclito de Éfeso expone la misma idea: «Un capricho de la suerte, dice, da la ventaja por un momento al más débil, al más cobarde, sobre el corazón más heroico. Pero saber dominarse cuando se dispone del poder, contener el resentimiento, el odio y hasta los repentinos movimientos de la ira, esta es la verdadera gloria y el triunfo más noble.»

Tan humillado y abatido como se vio en las guerras extranjeras, así se aparece de orgulloso en el triunfo contra las revueltas intestinas, aplicando implacable mano a estas llagas del Estado. Por esta razón se atrevió, con flagrante ultraje a las costumbres y al buen sentido, consagrar con arcos de triunfo, en la Galia y en la Pannonia, la sangrienta reducción de las provincias romanas, y grabar en piedra estas hazañas..., y mientras duren estos monumentos, transmitir a la posteridad la conmemoración de un desastre nacional. Conocido es el ascendiente que adquirían sobre su ánimo la atiplada voz de las mujeres y de los eunucos, y cuánta debilidad mostraba por todo el que sabía adularle y limitarse a decir sí o no a su beneplácito.

Debe mencionarse entre los males de este reinado la insaciable rapacidad de los agentes del fisco, que acumulaban más odio sobre la cabeza del príncipe que dinero en las arcas del Estado. Constancio no prestó nunca oídos a las quejas de las provincias extenuadas, sin conseguir jamás sus lamentos el menor alivio en el peso y multiplicidad de las cargas, o alcanzando solamente vanas y transitorias concesiones.

En Constancio se encontraba desnaturalizada la sencilla unidad del Cristianismo con mezcla de supersticiones de vieja. Intervino en las discusiones del dogma, antes para sutilizar en las cuestiones que para procurar la concordia de los ánimos, multiplicando, por consiguiente, las disidencias. Personalmente tomó parte activa en la verbosa agudeza de las controversias. Por los caminos pasaban grupos de sacerdotes marchando a discutir en lo que llaman ellos sínodos, para hacer triunfar esta o aquella interpretación: y estas idas y venidas concluyeron por agotar el servicio de transportes públicos.

Diremos algo de su aspecto exterior: su tez era morena, tenía noble mirada, penetrante golpe de vista y finos cabellos. Afeitábase cuidadosamente todo el rostro, para que resaltase el color. Su busto era más largo que el resto del cuerpo. Tenía las piernas cortas y arqueadas, cosa muy ventajosa para el salto y la carrera.

Embalsamado y encerrado en un féretro el cadáver, Joviano, que entonces era protector, recibió orden de llevarlo con grande aparato a Constantinopla, donde estaba sepultada su familia. Sentado en el mismo carro que llevaba los restos de su señor, durante el camino ofrecieron a este oficial, según costumbre observada con los príncipes, las muestras de las subsistencias militares, y prestaron homenaje con combates de fieras, en medio del concurso de las poblaciones. Estas cosas eran como presagios de su futura grandeza; grandeza, ilusoria y efímera, como los honores tributados al conductor de un carro fúnebre.

 

 

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