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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
20
Enviase a Bretaña a Lupicino con su ejército para
reprimir las incursiones de los escoceses y de los pictos.—Ursicino, que llega
a general de la infantería, es calumniado y depuesto.—Eclipse de
sol.—Fenómeno de los parelios.—Eclipses de sol y luna y diferentes fases de
este astro.— Invernando Juliano en Lutecia, le proclaman Emperador, en
contra de su voluntad, las legiones galas, que Constancio quería quitarle
para emplearlas contra los persas.—Su arenga al ejército.— Sapor pone
sitio y se apodera de Singara. Traslada a Persia todos los habitantes con
un destacamento de caballería auxiliar y dos legiones que formaban la
guarnición de la ciudad, que queda arrasada.—Sapor se apodera de la ciudad
de Bezabda, defendida por tres legiones. En seguida la repara y abastece
de víveres. Fracasa ante la fortaleza de Virta.—Juliano entera
a Constancio por medio de una carta de lo ocurrido en Lutecia.—Constancio
manda a Juliano que se contente con el título de César.—Unánime oposición
de las legiones galas.—Juliano pasa el Rhin y cae de improviso sobre los
francos, llamados acuarios, mata o se apodera de considerable número y
concede la paz a los demás.—Constancio sitia con todas sus fuerzas a Betzabda y
se retira sin éxito.—Del arco iris.
(Año 360 de J. C.)
Mientras ocurrían estas cosas en Oriente y en
Iliria, bajo el décimo consulado de Constancio y tercero de Juliano, los
negocios tomaban mal sesgo en Bretaña. Los escoceses y los pictos
habían roto su convenio con nosotros, y estos pueblos feroces, extendiendo
sus incursiones y estragos por toda la frontera, infundían terror en
nuestras provincias, dominadas aún por la impresión de sus recientes
desastres. El César, que invernaba todavía entre los parisios, se encontraba
agitado por diferentes inquietudes, temiendo dejar sin jefe la Galia, a
merced de los alemanes, que todavía pensaban en guerra y venganza, si iba
personalmente, siguiendo el ejemplo del emperador Constante, a socorrer nuestras
posesiones del otro lado del mar. Adoptó, pues, el partido de enviar
a Lupicino, revestido entonces de la categoría de general, para que
pacificase el país por la fuerza o por medio de negociaciones. Lupicino
era buen soldado y entendido capitán, pero de los que levantan las cejas
como cuernos, hablan alto y con acento perentorio; no pudiéndose decir
si dominaba en él la dureza de corazón o el deseo de lucro. Partió en lo
más recio del invierno con el cuerpo de los vélites, compuesto de hérulos
y batavos, dos legiones de la Mesia, y pasó a Bononia. Allí se procuró
suficiente número de naves para embarcar a toda su gente, y aprovechando
viento favorable, después de tomar tierra en Rutopia (Hastings o Sanwich),
punto de desembarque enfrente del primero, llegó a Lundinio (Londres),
donde tomó rápidas disposiciones para la expedición.
Después de la caída de Amida, Ursicino había
vuelto al lado del príncipe en calidad de jefe de la infantería, en cuyo cargo
sucedió a Barbación, según hemos dicho. Pero no le dejaron tranquilo sus
enemigos, que comenzaron por ataques ocultos, y en seguida propalaron calumnias
sobre calumnias. Crédulo de ordinario y demasiado indolente para examinar,
el Emperador escuchaba gravemente aquellos rumores. Había encargado a
Arbeción y a Florencio, maestre de los Oficios, hacer una investigación
acerca de los acontecimientos de Amida; pero éstos, temerosos
de desagradar a Eusebio, que entonces era jefe del palacio, poniendo de
manifiesto que la cobarde inercia de Sabiniano era la única causa del desastre,
ocultaron los hechos más acusadores, fijándose solamente en las
circunstancias más insignificantes y hasta en las menos relacionadas con el
objeto de su misión.
Esta iniquidad exasperó a Ursicino: «El Emperador,
dijo, no quiere creerme, pero yo sostengo que la gravedad del asunto es tan
grande, que solamente él puede conocer el negocio, único medio de llegar
al descubrimiento de la verdad. Le predigo además que, si se limita a llorar
sobre el fiel relato de la catástrofe, no fiando más que en las inspiraciones
de sus eunucos, su presencia, aun en primavera, al frente de todas sus
fuerzas, no impedirá el desmembramiento de la Mesopotamia.»
Estas palabras, que la malevolencia recogió y
envenenó singularmente, irritaron de tal manera a Constancio, que, sin llevar
más lejos la investigación, y dándola por terminada, despojó de su
cargo al calumniado Ursicino, y, por inaudita promoción, nombró sucesor
suyo a Agilón, que no era más que tribuno de los escutarios.
Por este mismo tiempo mostrábase el cielo, en la
parte oriental, obscurecido y cubierto por nieblas; y desde el momento en que
aparece la luz hasta el medio día, no se cesaba de ver a través de aquella
niebla como aparición de estrellas intermitentes. Para colmo de terror, las
exaltadas imaginaciones atribuían la falta de luz diurna a un eclipse
solar de inusitada duración. Al fin aparecía el astro solar, pero con las
fases de la luna, presentando al principio, como ésta, las dos puntas de
una media luna, llegando gradualmente a formar el semicírculo de un cuarto, y
al fin se destacaba de la obscuridad. Ahora bien: estos fenómenos
evidentemente no tienen lugar sino cuando la luna, después de las
desigualdades de su carrera mensual, vuelve al punto inicial de un
período más largo, que la lleva debajo del sol, ocultándolo a nuestra
vista. La línea recta que entonces forman los dos con la tierra, durante
uno de esos instantes indivisibles que admite la Geometría, responde a un
solo e idéntico punto del zodíaco. Aunque al término de cada mes lunar
los movimientos y revoluciones de los dos astros les ponen necesariamente
en conjunción, no resulta, sin embargo, como habían observado los que se
dedican al estudio de las causas físicas accesibles a nuestra
inteligencia, que el sol se encuentre obscurecido en tales días. Necesario es,
en efecto, que la luna que oscila a un lado y otro de la eclíptica, se
acerque bastante para que se encuentre sobre poco más o menos frente a
frente del sol, de modo que se interponga entre nuestra vista y el globo de
fuego. El disco del sol no pierde, pues, ante nuestros ojos extensión y brillo,
sino cuando la marcha del globo lunar, el más bajo de los cuerpos
celestes, lo trae a la proximidad del círculo mayor; entonces depende la
magnitud del eclipse, según la hermosa y sabia demostración de Ptolomeo,
en primer lugar, de la conjunción más o menos precisa de los dos centros, y
además, del intervalo que los separa, porque es preciso que los dos discos
penetren más o menos en la línea diametral que pasa por los nodos. Estos
nodos, que los griegos llaman áva^ipáZovTaq y Kaia[k[kxZovia^ éKÁeiniKouq
auvSeapouq, son el ascendente y el descendente, colocados uno y otro sobre
la eclíptica, y determinando allí los eclipses. El eclipse será tanto más débil
cuanto más lejano esté del nodo el centro de la luna. Pero si coinciden el
nodo y el centro, el cielo se cubre de densa obscuridad, el aire se
condensa, y en vano procura la vista distinguir los objetos, aun los que
están muy inmediatos.
Parece que hay dos soles cuando la nube, a
consecuencia de extraordinaria altura, se encuentra herida más de cerca por sus
rayos, reflejándose entonces la imagen del astro eterno como en el espejo
más puro.
Pasemos ahora a los eclipses de luna. Averiguada
está que solamente se verifican cuando el disco del astro, exactamente redondo
y completamente iluminado, se encuentra en oposición con el del sol, del
que está constantemente separada 180 grados, que equivalen a diez signos del
zodíaco. Si bastasen estas condiciones, el plenilunio se eclipsaría
siempre en medio de cada mes sinódico. Pero este astro, muy próximo al
globo terrestre, donde todo es variable y susceptible de alteración, no
pertenece propiamente a ese hermoso cielo donde todo es puro. Así es que le
vemos en tanto desarrollarse parcialmente a la luz que le hiere, habiendo
penetrado muy poco en el cono de sombra que proyecta la tierra, y, en
tanto, envolverse por completo en torbellinos tenebrosos cuando los rayos
solares, interceptados por la opacidad de la masa terrestre, se deslizan en el
espacio alrededor de la circunferencia del globo colocado sobre nosotros,
sin poder iluminar la superficie; porque las opiniones, divergentes en otros
puntos, concuerdan en reconocer que la luna no tiene luz propia, por cuya
razón, cuando se encuentra en conjunción con el sol, es decir, cuando responde
al mismo punto que él en uno de los signos del zodíaco, pierde su brillo,
como antes se ha dicho, o mejor aún, no conserva el reflejo.
Créese que nace la luna cuando su eje deja de ser
perpendicular al centro del sol; en realidad no se hace visible al ojo humano,
y solamente por el borde extremo de su disco, hasta quecompletamente desprendida de la circunferencia del
astro, entra en el segundo signo. Continúa su marcha, e iluminada ya
parcialmente, aparece en forma de media luna; llámasela entonces
pnvoiSqq (luna cornuda). Alejándose más aún y llegando el cuarto signo, se
presenta de perfil al sol, que ilumina la mitad de su superficie: los
griegos llaman a esta fase Sixópnvoq (media luna). Cuando llega al quinto
signo, que marca su mayor distancia, haciéndose convexa su figura en todos
lados, toma el nombre de ap^iKÚpToq. Pero solamente cuando ocupa el
séptimo signo, en el que se encuentra en oposición directa con el sol,
brilla en toda su plenitud. Avanza más, sin salir de este signo y comienza
a decrecer, y este es el principio del anÓKpouou; (declinación). Entonces
recorre las mismas fases en sentido inverso. Todos los sistemas de
astronomía concuerdan en cuanto a que nunca hay eclipse de luna sino en
medio del mes lunar.
Para comprender lo que hemos dicho, que el sol
pasa en tanto por encima, en tanto por debajo de nosotros, necesario es saber
que los cuerpos celestes, considerados relativamente al universo, no salen
ni se ocultan, sino que aparentan ocultarse a nuestros ojos en esta tierra que
permanece suspendida por una fuerza interna y que solamente es un punto en
la inmensidad. Esto es también lo que causa la ilusión del cambio de sitio
de las estrellas, cuyo orden es en realidad fijo e inmutable. Pero
volvamos a nuestro asunto.
Todos nuestros puestos avanzados estaban
advertidos por los desertores de lo inminente que era la invasión de los
persas, y Constancio acudía en socorro del Oriente. Pero la envidia
devoraba su corazón ante el brillante testimonio que proclamaba la fama
acerca de los trabajos y heroicas virtudes de Juliano: los alemanes
vencidos, las ciudades de la Galia arrancadas de manos de los bárbaros, y
estos mismos sometidos y hechos tributarios, eran otras tantas heridas que
lastimaban su celosa vanidad. Temía que el invierno le reservase otras más
crueles todavía, y, según se dice, por consejo del prefecto Florencio,
envió a la Galia a Decencio, tribuno de los notarios, con encargo de tomar
del ejército de Juliano todas las tropas auxiliares, compuestas de hérulos,
batavos, petulantes y celtas; reunir trescientos hombres escogidos de las
otras fuerzas y enviarlos todos al Oriente con bastante premura, para que
en la primavera pudiesen pelear con los persas.
Lupicino estaba nominalmente designado para mandar
estas tropas, porque todavía se ignoraba en la corte la expedición de Bretaña.
Además, Sintula, que entonces era tribuno de las caballerizas del César,
recibió orden de tomar lo más escogido de los escutarios y de los gentiles
y ponerse al frente de este otro desmembramiento del ejército de las
Galias.
Juliano se sometió sin murmurar, decidido a
obedecer en todo a la autoridad superior. Pero no pudo menos de protestar
contra toda violencia que se infiriese a los soldados nacidos al otro
lado del Rhin, que al venir a ofrecerle sus brazos, habían estipulado que
nunca se les haría servir al otro lado de los Alpes. Los bárbaros, según
decía, ponían siempre esta cláusula en todos sus compromisos voluntarios;
y atacarla era comprometer para lo venidero este medio de
reclutamiento. Pero en vano habló; el tribuno, sin atender a estas
observaciones, ejecutó estrictamente sus órdenes. Tomó de los auxiliares y
de las legiones los hombres más vigorosos y ágiles y partió con
aquella gente escogida regocijado por haber adquirido por este medio
nuevos títulos al favor de la corte.
Faltaba enviar el resto de las tropas pedidas, y
el César experimentaba grandísimas ansiedades, porque tenía que habérselas con
los soldados más rudos y las órdenes del Emperador eran terminantes. En su
apuro, aumentado por la ausencia del general de la caballería, llamó
al prefecto, que había marchado a Viena so pretexto de ocuparse de las
provisiones, pero en realidad para apartarse de las dificultades.
Efectivamente, Florencio pasaba por haber insistido mucho ante Constancio
en informes anteriores acerca del espíritu militar de los cuerpos empleados en
la defensa de las Galias, sobre el espanto que inspiraban a los bárbaros y
haber influido con esto en el llamamiento de aquellas tropas. A la
invitación de Juliano para que acudiese a ilustrarle con sus consejos,
opuso obstinada negativa. La carta del César decía terminantemente (cosa que
estaba muy lejos de tranquilizar a Juliano) que el puesto del prefecto
estaba al lado del general en los momentos difíciles: añadiendo Juliano
que si persistía en dejarle solo, iba a renunciar el título de
César, prefiriendo la muerte a la terrible responsabilidad que pesaría
sobre él. Pero todas las razones se
Entregado a sus incertidumbres por la ausencia de
uno de sus consejeros y la pusilanimidad del otro, después de alguna
vacilación, consideró que no tenía otro partido que tomar sino
apresurar oficialmente la partida, y mandó ponerse en marcha a las tropas,
que habían salido ya de sus cuarteles; pero en el momento en que se
publicaba la orden, arrojaron un pasquín al pie de las enseñas de los
petulantes, conteniendo, entre otras excitaciones, la siguiente: «Nos relegan a
las extremidades del mundo como a proscriptos o malhechores; y nuestras
familias que, al precio de tanta sangre, hemos arrancado a la servidumbre,
caerán de nuevo bajo el yugo de los alemanes.» Llevóse este pasquín al
cuartel general y lo leyó Juliano, quien, reconociendo justicia en la
queja, permitió a las esposas e hijos de los soldados que los siguiesen a
Oriente, y puso a su disposición los transportes públicos; y, dudándose
acerca del camino que deberían seguir, el notario Ducencio propuso que
atravesasen la comarca de los parisios, donde se encontraba todavía el
César, prevaleciendo esta opinión. Al entrar las tropas en los arrabales,
el príncipe salió a recibirlas, según su costumbre, dirigiendo la palabra
a los conocidos, celebrando individualmente sus buenos servicios y
exhortándoles a felicitarle por ingresar bajo el mando del Emperador: «Allí,
les decía, la generosidad es ilimitada, lo mismo que el poder; allí les
esperaban al fin recompensas dignas de ellos.» Para honrar más a los
soldados, reunió a los jefes en un festín de despedida y les invitó a
que le expusieran con libertad completa sus peticiones. Pero la misma
benevolencia del recibimiento aumentaba la amargura de su disgusto; y
regresaron a sus cuarteles sin saber qué deplorar más, si la separación de
tal jefe o la expatriación. Hacia la media noche se caldearon los ánimos, la
actitud del disgusto se trocó en desesperación, y en seguida en revuelta.
Corren a las armas, acuden tumultuosamente al palacio y bloquean todas las
salidas. En seguida brota espantoso vocerío proclamando Augusto a Juliano,
e insistiendo obstinadamente para que se presente. Como era de noche,
tuvieron forzosamente que esperar; pero al amanecer, obligado al fin el
príncipe a presentarse, unánimes aclamaciones le saludaron de nuevo,
llamándole Augusto.
Juliano, sin embargo, permaneció inflexible;
exhortando a todos y a cada uno, en tanto con acento de indignación, en tanto
extendiendo hacia ellos manos suplicantes, para que no empañasen con un
acto reprobable tantas victorias: con aquella temeraria manifestación iban a
desgarrar la república; y aprovechando en seguida un momento de calma,
añadió con acento más conciliador: «Os ruego que no os dejéis arrebatar
por el disgusto: lo que todos deseáis, puede conseguirse sin revolución,
sin guerra civil. Puesto que el suelo de la patria tiene tanto atractivo para
vosotros; puesto que tanto teméis al viaje, regresad a vuestros cantones:
ninguno de vosotros atravesará si no quiere los Alpes. Yo me encargo de
justificaros, y la alta sabiduría y prudencia de Augusto comprenderán mis
razones.» Ante estas palabras, brotan de nuevo y con mayor vehemencia
las exclamaciones y comienzan a mezclarse con ellas las quejas y las
injurias, teniendo al fin el César que acceder a sus exigencias. Levantado
sobre un escudo pedestre, fue proclamado unánimemente Augusto. En seguida
quisieron que se ciñese la corona, y como manifestó que nunca había
poseído joya de esta forma, pidieron el collar a su esposa y su adorno de
cabeza; pero Juliano se opuso a ello, diciendo que las galas mujeriles
inaugurarían mal un reinado. En seguida pensaron en un penacho de caballo,
para que, a falta de corona, una insignia cualquiera anunciase en él la
autoridad suprema; pero Juliano lo rechazó también, objetando lo impropio
del adorno. Entonces un tal Mauro, elevado después a la dignidad de conde,
que más adelante se portó muy mal en las gargantas de Sucos, y que, a la
sazón no era más que simple hastato en los petulantes, se quitó el collar
que lo distinguía como draconario y lo puso audazmente en la cabeza de Juliano,
quien, estrechado ya hasta el extremo, comprendió que comprometía la vida
insistiendo en la negativa, y prometió a cada soldado cinco monedas de oro
y una libra de plata.
Pero esta transacción no podía tranquilizar a
Juliano, que veía claramente las consecuencias. Quitóse la diadema y se encerró
en su cámara, absteniéndose de despachar hasta los asuntos más urgentes: y
mientras. en su turbación busca los rincones más obscuros de su morada, un
decurión de palacio, puesto que daba cierta importancia, empezó a recorrer
precipitadamente los alojamientos de
Al tener noticia de estos acontecimientos, las
tropas que habían salido al mando de Síntula se detuvieron en la marcha y
regresaron tranquilamente a París. Juliano convocó entonces a todas
las fuerzas en el campo de Marte para la mañana siguiente; y desplegando
ahora más solemnidad que de ordinario, subió a su tribunal, adornado con
águilas y estandartes y rodeado por todas partes de cohortes armadas. Allí
guardó silencio durante breve rato; pero no viendo en torno suyo más
que semblantes alegres, con voz que resonaba como el clarín, para que
pudiesen oírle desde lejos, pronunció estas palabras, sencillas y
enérgicas:
«Guerreros esforzados, que tan fiel y noblemente
habéis combatido por mí y por la patria; que tantas veces habéis derramado
conmigo vuestra sangre para conservar nuestras provincias;
las circunstancias son demasiado apremiantes para soportar largos
discursos. Vuestra decidida voluntad me ha elevado del rango de César a la
cumbre del poder. Habéis realizado una revolución completa, y solamente
queda que consolidarla con prudentes medidas. Honrado apenas adolescente con
la púrpura, y, como sabéis muy bien, solamente por forma, desde que el
celeste numen me colocó bajo vuestra tutela, jamás me he separado de la
regla del deber. Me habéis visto tomar parte en todos vuestros trabajos,
cuando después del saqueo de tantas ciudades, del asesinato de tantos millares
de conciudadanos nuestros, la obra de destrucción propagada por la audacia
de los bárbaros iba a extenderse a lo poco que había perdonado su furor.
No os recordaré, pues, cuántas veces, en medio del invierno, con cielo
glacial, cuando ordinariamente se pone tregua a los combates por tierra y
por mar, hemos atacado y rechazado victoriosamente a los alemanes, no
domados hasta entonces. Pero no es posible olvidar ni pasar en silencio
aquella hermosa batalla de Argentoratum, aurora de la libertad de las
Galias. Allí, corriendo yo mismo bajo una nube de dardos, os vi unas veces
resistir como peñascos, con valor probado en tantos combates, y otras
precipitaros como torrentes, desbordar, rebasar las masas enemigas que
caían a vuestros pies o cedían ante el empuje: brillante victoria
conquistada con poca sangre de los nuestros, cuya muerte hubo de ser más
gloriosa que llorada. Habiendo merecido vosotros tanto de la patria, no
necesito deciros lo que os resta que hacer para que la fama llegue hasta
la más remota posteridad: defender con igual energía contra toda agresión
al que vosotros mismos habéis elevado a la autoridad suprema. Por mi parte,
para conservar el orden, mantener intacta la regla de la equidad en los
ascensos y cerrar la puerta a las secretas invasiones de la intriga,
decreto, bajo la sanción de esta gloriosa asamblea, que para
toda promoción en el orden civil o militar, no se tendrá en cuenta otro
título que el mérito personal, y que las recomendaciones se considerarán
como deshonrosas para el que las emplee.»
Los simples soldados, que desde mucho tiempo se
veían excluidos de los grados y de las recompensas, recibieron esta declaración
con el ruido aprobador de las picas chocando con los escudos. Pero los
petulantes y los celtas, con objeto de que la derogación siguiese a la ley todo
lo más cerca posible, se apresuraron a pedir a Juliano, por medio de los
actuarios, comisiones a su elección, peticiones que fueron rechazadas sin
que mostrasen ellos queja ni disgusto.
Los familiares de Juliano le oyeron decir que la
noche que precedió a su proclamación, se le apareció en sueños una figura en la
forma que se representa al genio del Imperio, y le dijo con
Mientras ocurrían estas cosas en las Galias, el
terrible rey de los persas se mostraba más impaciente que nunca para conquistar
la Mesopotamia; porque Antonino había redoblado las excitaciones desde la
llegada de Crangasio. Aprovechando el alejamiento en que se
encontraba entonces Constancio con su ejército, pasó pomposamente el
Tigris al frente de fuerzas imponentes y se presentó delante de Singara para
sitiarla. Esta plaza estaba bien guarnecida, y, en opinión de
los gobernantes, abundantemente provista de todos los medios materiales de
defensa. En cuanto la guarnición vio a lo lejos al enemigo, cerró las
puertas, ocupó resueltamente las murallas y las torres, las guarneció de
máquinas de guerra y de saetas, y, terminados todos los preparativos,
permaneció con las armas en la mano, preparada para rechazar aquella
multitud de asaltantes en cuanto intentase acercarse a las murallas.
Por mediación de los principales jefes, el rey
trató primeramente de pactar con los sitiados, y no pudiendo conseguir nada,
dedicó un día completo al descanso. Pero al salir el sol, desplegaron
el estandarte rojo y atacaron a la ciudad, provistos unos de escalas,
preparando otros las máquinas, y la mayor parte llevando delante
manteletes formados con zarzos de mimbres, procurando abrirse camino hasta
las murallas con objeto de atacarlas por el pie; y por su parte los sitiados,
firmes en sus parapetos, abruman con piedras y dardos de toda clase a
aquellos asaltantes que se muestran más encarnizados.
Durante muchos días seguidos repiten de igual
manera el asalto con dudoso éxito, y muchos muertos de una y otra parte: y al
fin, el último día por la tarde, cuando más empeñada estaba la pelea, los
persas acercaron un ariete de formidable fuerza, cubierto con cueros húmedos
para que resistiera a los dardos y al fuego y combatieron con repetidos
golpes una torre redonda. Este era el mismo medio que emplearon para abrir
brecha en el sitio anterior. Entonces se reconcentraron todos los
esfuerzos en este punto, peleando allí con extraordinario furor. Por todas
partes llueven antorchas y saetas incendiarias, además de una nube de
flechas y piedras que caen sobre el aparato destructor, que no por esto
cesa en su obra, a despecho del valor de los sitiados. Su acerada
punta penetra en el muro de la torre y cuando más se la disputan el hierro
y el fuego, se derrumba ésta de pronto, abriendo paso a la ciudad. En el
acto lanzan los persas un grito de triunfo, y penetran por aquella brecha
que el miedo desguarnece de defensores, invadiendo sin obstáculo las calles.
Al principio fueron degollados al azar algunos habitantes, y los demás,
por orden de Sapor, cogidos vivos y enviados al interior de Persia.
La guarnición, formada por dos legiones, la
primera Flaviana y la primera Parthica, de un cuerpo numeroso de indígenas y un
grupo de caballería, que tuvo que refugiarse en la plaza a la aparición de
los persas, fue llevada con las manos atadas a la espalda, sin que por nuestra
parte se tratase de libertarla; porque la mayor parte de nuestras fuerzas
se encontraban entonces reunidas en un campamento que cubría a Nisiba, y
la distancia no permitía intentar nada. Observárase además que Singara fue
tomada muchas veces en los tiempos antiguos sin que se pudiese socorrerla,
siendo causa de esto la escasez de agua en las comarcas inmediatas. Y a
pesar de las ventajas de esta fortaleza como punto de observación, puede
decirse que su posesión ha sido más bien desventajosa para nosotros, por
la pérdida de gente que su caída ha ocasionado muchas veces.
Tomada la ciudad, el rey prescindió prudentemente
de Nisiba, recordando los frecuentes fracasos que había experimentado ante sus
murallas, y tomó a la derecha un camino extraviado; queriendo, por fuerza
o seducción, asegurarse de la posesión de Bezabda, ciudad a la que
sus antiguos fundadores dieron también el nombre de Fenica. Esta plaza es
también muy fuerte, estando asentada sobre una colina no muy alta en la
orilla del Tigris, y cuya parte inferior, que es la más débil, está
defendida por doble recinto de murallas. Tres legiones formaban la guarnición:
la segunda Flaviana, la segunda Armeniana y la segunda Parthica, con un
cuerpo numeroso de
La primera demostración la hizo el rey al frente
de un brillante cuerpo de catafractos, acercándose con bastante temeridad al
foso. Recibido de cerca por una nube de flechas y de otros dardos, no fue
herido, sin embargo, gracias a la fuerte armadura que le defendía como el
caparazón a la tortuga. Dominando su cólera, envió a los sitiados una
legación llevando el caduceo, según costumbre, para aconsejarles pronta
rendición si querían salvar vida y bienes, y para invitarles a que,
abriendo todas las puertas, vinieran a prosternarse, ante el señor de las
naciones. Aunque los legados avanzaron hasta la proximidad de las
murallas, los sitiados no quisieron rechazarles, porque cada uno llevaba
al lado uno de los prisioneros de Singara más conocidos de los habitantes de
la ciudad; y el temor de herir a estos desgraciados hizo que no se lanzase
ni una flecha. Pero los pacíficos ofrecimientos quedaron sin respuesta.
Otro día completo pasó en la inacción; pero antes
de la aurora del siguiente, todo el ejército persa atravesó a la vez el foso, y
avanzó, lanzando furiosas amenazas, hasta el pie de las murallas. El
combate se trabó con furor, defendiéndose enérgicamente los sitiados.
Considerable número de parthos quedaron heridos al traer escalas, o detrás
de los manteletes, que les obligaban a marchar a ciegas. Pero los nuestros
sufrieron mucho también, porque sus apretados grupos presentaban
seguro blanco a las saetas de los sitiadores. La noche sola puso fin a la
matanza, que fue igual por ambas partes; y al siguiente día, al sonido de
las bocinas, trabóse de nuevo la lucha más furiosa, con
igual encarnizamiento por ambas partes y la misma efusión de sangre.
En el tercer día, de común acuerdo, se convino una
tregua, porque el terror era recíproco, en las murallas y en el campamento de
los persas. En este momento el obispo de la ley cristiana hace seña desde
la muralla de que quiere salir, y, conseguido un salvoconducto, se hace llevar
a la tienda del Rey. Invitado a hablar libremente, pide, en términos muy
conciliadores, que se retiren los Persas. Demasiadas vidas se han
sacrificado por una y otra parte; nuevas desgracias pueden temerse y quizá
inminentes; pero nada consigue con su insistencia. Ciego de furor el monarca,
no tiene en cuenta ningún consejo suyo, y jura no retirarse antes de la
completa destrucción de la ciudad. Un rumor, que por mi parte creo sin
fundamento, a pesar de que algunos lo han repetido, acusa al obispo de
haber revelado a Sapor los lados de la plaza que ofrecían por el interior menos
defensa y más probabilidades de éxito al ataque. Dio fuerza a este rumor
el hecho de que, desde aquel momento, y con aire de triunfo, los enemigos
dirigieron todo el esfuerzo de sus máquinas contra los puntos débiles, con
la inteligencia y discernimiento de quien sabe perfectamente lo que hace.
Sin contar los obstáculos que presentaba, en vista
de las dificultades del camino, el acceso a las murallas y el infinito trabajo
que evitaba a los Persas emplear el ariete bajo una nube de flechas y de
piedras lanzadas a mano, las balistas y los escorpiones no cesaban de
abrumarlos con saetas enormes y pedazos de roca. También les lanzaban
cestas llenas de pez ardiendo y de betún, cuyo inflamado líquido,
corriendo a lo largo de sus máquinas de guerra, las unían al suelo cual
si hubieran echado raíces, mientras millares de antorchas y mechas
lanzadas desde las murallas, acababan de consumirlas.
Pero a pesar, de tantos esfuerzos y de las graves
pérdidas que experimentaban, persuadidos los sitiadores de que la rabia de su
rey no se calmaría a otro precio, se obstinaron en la resolución
de apoderarse antes del invierno de una plaza tan bien defendida por el
arte y la naturaleza. Nada les contenía: ni la vista de la sangre, ni lo
atroz de las heridas; peleaban como desesperados, y de buena voluntad
arrostraban la muerte. Pero paralizados por la caída de pedazos de roca y por
lluvia de materias inflamables, los arietes no podían moverse ya, cuando
una de aquellas formidables máquinas, construida con más firmeza que las
otras y a la que un revestimiento de cuero fresco ponía al abrigo de los
dardos y las llamas, después de increíbles esfuerzos consiguió adelantar
y colocarse al pie de la muralla. Su poderoso empuje logró muy pronto
entreabrir las paredes de una torre, que acabó por derrumbarse con
terrible estrépito, precipitando, arrastrando y sepultando entre sus
ruinas a todos sus defensores. Su caída abría fácil brecha para el asalto, y el
enemigo acudió a ella en tropel. En el acto brotaron en la ciudad
invadida terribles alaridos, trabándose en las calles furioso combate, peleando
cuerpo a cuerpo y degollándose sin compasión. Estrechados por todas partes
los nuestros, resisten algún tiempo con la energía de la desesperación,
teniendo al fin que ceder ante el número; pero no por esto deja de herir
la espada del vencedor sin descanso ni distinción. El niño arrancado del
pecho, muere con su madre, víctimas los dos de ira que nada respeta. En
medio de esta escena de horror, el enemigo no descuida el saqueo; cárgase con
inmensos despojos y regresa a sus tiendas en triunfo, llevando delante
millares de cautivos.
Insolente regocijo mostró Sapor al apoderarse de
Phenica, plaza que deseaba desde muy antiguo, porque su posición ofrece
inapreciables ventajas. Así fue que no quiso dejarla hasta reparar sólidamente
aquellas partes de muralla que habían padecido durante el sitio.
Aprovisionó completamente la ciudad, y eligió los más distinguidos de su
ejército por su nacimiento y virtudes militares para encargarles la
defensa; porque temía (y los sucesos demostraron que no sin razón), que
los romanos, no pudiendo resignarse a la pérdida de una fortificación tan
importante, emplearían todos sus esfuerzos para recobrarla.
Desde allí continuó la marcha, con la confiada
presunción de someterlo todo a su paso; y sin detenerse, se apoderó de algunos
caseríos, llegando a poner sitio a Virta, fortaleza muy antigua, puesto
que, según la tradición, la fundó Alejandro de Macedonia. Situada esta plaza en
la extrema frontera de la Mesopotamia, y defendida por fortificaciones en
ángulos salientes y entrantes, estaba además provista de todo lo necesario
para hacerla inexpugnable. Sapor empleó con la guarnición seductoras
promesas y terribles amenazas, tratando de tomarla por medio de terraplenes y
de máquinas; pero al fin se vio obligado a retirarse hasta sin haber hecho
tanto daño como recibió.
Estas cosas habían tenido lugar entre el Tigris y
el Eufrates, en el período de un año. Constancio, que permanecía en
Constantinopla, se había enterado de todo por frecuentes mensajeros,
preveía inminente invasión de los persas y se dedicaba a oponerles todos los
medios de defensa con que contaba. Reunía armas, alistaba soldados,
reclutaba legiones de jóvenes, útiles y experimentados ya en las guerras
de Oriente, procurando también asegurarse el concurso voluntario o
interesada de los escitas, con objeto de quedar seguro de la Tracia cuando, a
la primavera, la dejase para marchar al teatro de la guerra.
Entretanto Juliano, que continuaba invernando
entre los parisios, meditaba con ansiedad acerca del paso que acababa de dar.
Conocía el poco afecto que le profesaba Constancio, y nunca creyó que este
príncipe aceptase el nuevo orden de cosas. Al fin adoptó la idea de enviarle
una legación encargada de enterarle de los detalles del acontecimiento,
añadiendo una apología escrita, en la que él mismo exponía sus intenciones
y lo que aconsejaba para lo venidero. No dudaba Juliano de que Constancio
estuviese enterado ya de todo, tanto por los relatos de los cubicularios, que acababan
de dejar las Galias después de haberle hecho las entregas ordinarias sobre los
tributos, como por el de Decencio, que les había precedido. Su carta era
la del hombre que acepta francamente su nueva posición, pero sin emplear
el tono arrogante de un inferior que bruscamente abandona la obediencia.
Su sentido era como sigue:
«Siempre me he mostrado, en cuanto he podido, y
pruebas existen de ello, tanto en la intención como en las obras, escrupuloso
observador de la fe jurada. Creado César, y puesto en seguida en medio del
fragor de las armas, jamás he mirado más allá del poder delegado. Me
has visto, como servidor fiel, darte asidua cuenta de esta serie de
victorias con que la fortuna ha coronado mis votos; y todo sin atribuir a
mis esfuerzos la menor parte. Y, sin embargo, multitud de testigos podrían
dar fe de que en todas estas campañas en que hemos derrotado y ahuyentado a
los germanos, siendo el primero en los peligros y trabajos, he sido
siempre el último en buscar el descanso.
»Añadiré ahora que lo que tal vez llamarás
traición, no es otra cosa que una resolución del soldado, resolución tomada
desde hace mucho tiempo. Indignábase de obedecer a un subalterno,
de consumir inútilmente su vida en los rudos trabajos de una guerra, que
renace incesantemente, sin poder esperar de una generosidad secundaria la
justa recompensa de tantas fatigas y tan brillantes
»Esto es exactamente lo ocurrido, que te ruego
consideres con ánimo tranquilo. No creerás que te engaño en ningún punto, si
cierras los oídos a las insinuaciones de malevolencia interesada en el
desacuerdo de los príncipes. Rechaza la adulación, madre de todos los vicios, y
no escuches más que la justicia, que es la virtud más hermosa, aceptando sin
desconfianza las equitativas condiciones que acabo de proponerte: un
momento de reflexión te convencerá de que tu sanción a lo que acaba de
suceder aprovechará por igual al Estado y a nosotros, que estamos unidos ya por
la sangre y asociados al poder por la fortuna. Perdónese, pues, todo. Lo
principal para mí en este arreglo que reclama la razón, es que la tuya
quede satisfecha, y mi apresuramiento será mayor para ejecutar tus
mandatos.
»En pocas palabras diré cómo entiendo nuestras
recíprocas obligaciones. Te proveeré de caballos de tiro españoles y de los
reclutamientos que se hagan, tanto de los jóvenes letos de este lado del
Rhin, como de voluntarios de la otra orilla, a propósito unos y otros para
formar los cuerpos de escutarios y gentiles. A esto me comprometo por toda
la vida, y con placer y regocijo cumpliré mi compromiso. Tú, por el cariño
que me profesas, me designarás para prefectos del pretorio hombres
íntegros y hábiles. En cuanto a los demás magistrados civiles y militares,
conviene que me dejes la elección, como también la de mis guardias; porque
sería verdaderamente absurdo que un príncipe, pudiendo obrar de otra
manera, confiase su persona a alguno cuyas disposiciones y moralidad
desconociera.
»Creo poder afirmar que ni la persuasión ni la
fuerza conseguirán de los galos que envíen sus hijos a parajes lejanos. Esta
región ha padecido cruelmente durante mucho tiempo; y arrebatarla
sus jóvenes útiles, equivaldría a darla el último golpe, por el recuerdo
de lo que ha sufrido y por la anticipación de lo que le estaría reservado
aún. ¿Sería prudente, por otra parte, desguarnecer aquí completamente
nuestra línea de defensa con el único objeto de reforzarnos contra los parthos?
Esta provincia está muy lejos de encontrarse al abrigo de ulteriores invasiones;
y hablando claramente, ésta es la que, asolada desde tanto tiempo,
necesita de grandes y enérgicos socorros.
»Escribo así por nuestro común interés: considera
estas breves palabras como consejo y súplica. Sin elevarme hasta el tono que mi
presente dignidad autorizaría, solamente te recordaré que en muchas
circunstancias la buena inteligencia entre los príncipes y recíprocas
concesiones han restablecido los negocios más desesperados. Así lo
acredita la historia; aquellos antepasados nuestros que pusieron en práctica
este principio, consiguieron por tal medio hacer dichoso su reinado y
honrada y querida su memoria.»
A esta carta oficial unió otra secreta en la que
dirigía a Constancio amargas reconvenciones; pero se desconoce el texto de este
escrito, y quien lo conociera sería culpable de indiscreción
al publicarlo.
Juliano confió el encargo a dos hombres graves,
Pentadio, maestro de oficios, y Eutherio, prefecto del palacio; quienes,
después de entregar la carta, debían darle detallada cuenta de
cuanto viesen y aconsejarse de las circunstancias.
Las palabras del prefecto Florencio, después de su
deserción, agriaron más y más las primeras
Los emisarios que llevaban las cartas de Juliano
hicieron el viaje con toda la celeridad posible; pero los altos funcionarios
del Estado, siempre que estuvieron en relación con ellos, les suscitaban
indirectamente obstáculos, siéndoles sumamente difícil atravesar la Italia y la
Iliria. Sin embargo, consiguieron cruzar el Bósforo y alcanzaron al fin a
Constancio en Cesarea, en Capadocia. Esta es una hermosa ciudad de paso,
construida al pie del monte Argeo, y que en otro tiempo se llamaba Mazaca.
Allí los recibió el Emperador, permitiéndoles entregar las cartas; pero al leerlas,
experimentó violentísimo arrebato, miró a los emisarios de una manera que les
hizo temer por su vida, y les mandó salir sin añadir ni una palabra y sin
querer oír más.
El golpe estaba dado. Dominaba a Constancio
profunda vacilación, no sabiendo si marchar contra los Persas o emplear contra
Juliano las fuerzas en que podía confiar más. Mucho tiempo dudó,
decidiéndose al fin por el partido más acertado, dirigiendo sus pasos al
Oriente. Sin embargo, despidió inmediatamente a los emisarios, y envió a
la Galia a su cuestor Leonas, con una carta en que mostraba a Juliano su
terminante desagrado por la innovación política de que había osado
tomar la iniciativa, y le aconsejaba en interés suyo y en el de sus
partidarios, que prescindiese de aquel exceso de ambición y se contentara
con el rango de César. Para comprobar el efecto de estas amenazas y
exhibirse como autoridad que se encuentra fuerte, nombró a Nebridio, cuestor
entonces de Juliano, su prefecto del pretorio, en reemplazo de Florencio;
dio al notario Félix el cargo de maestro de oficios e hizo otras
promociones en el Gobierno de las Galias. En cuanto a Gumohario, que
sucedía en el generalato de caballería a Lupicino, su nombramiento había sido
anterior a la noticia de la revolución.
Juliano recibió en París a Leonas como a hombre
cuyo talento honraba y cuyo carácter le era agradable. Pero hasta el día
siguiente, en presencia de las tropas y del pueblo reunido, no quiso
que le entregase la carta de que era portador; recibiéndola sobre elevado
tribunal, para que se le viese desde lejos, la abrió y leyó en alta voz.
Cuando llegó al párrafo en que Constancio desaprobaba todo lo que había
ocurrido y declaraba que el rango de César debía bastar a Juliano, con horrible
estallido se oyeron estas palabras: «Juliano es Augusto por el voto de la
provincia y del ejército, por la investidura de la autoridad pública, que
se alza en este momento, pero que quiere para lo venidero garantía contra
las invasiones de los bárbaros.»
Testigo Leonas de esta manifestación, regresó en seguida
con una carta de Juliano que contenía su fiel narración. De todos los
nombramientos que había hecho Constancio, el nuevo Emperador no confirmó
más que el de Nebridio, en calidad de prefecto del pretorio; porque en
una carta anterior había designado la elección de este último como
agradable para él. Del cargo de maestro de los oficios había dispuesto en
favor de Anatolio, maestro de peticiones. También reformó los demás
nombramientos, según las conveniencias de su poder y seguridad.
En medio de estas disposiciones, Lupicino le
inspiraba temores, a pesar del alejamiento en que le tenía su misión en
Bretaña. Sabía que era emprendedor, vanidoso, y si llegaban las
noticias hasta él, siendo capaz de promover nuevas turbulencias,
trabajaría por su propia cuenta. Para mayor seguridad, envióse un notario
a Bononia, con objeto de no dejar a nadie pasar el estrecho. Esta
El ánimo de Juliano se había elevado más y más con
el sentimiento de su mayor grandeza y de la confianza que le mostraba el
ejército. Temiendo dejar enfriar aquel ardor e incurrir él mismo en la
nota de indolencia y apatía, envió una legación a Constancio, y con fuerzas
proporcionadas a la empresa que meditaba, marchó a las fronteras de la
segunda Germania, y desde allí a la ciudad de Tricensima. Pasando en seguida
el Rhin, cayó sobre el país de los francos actuarios, raza turbulenta que
en aquel momento insultaba con sus incursiones las fronteras de la Galia.
Emprendió el ataque en medio de la engañosa seguridad que inspiraba
aquellas gentes el detestable estado de sus caminos, en los que desde
tiempo inmemorial no se habían aventurado las armas romanas, y fácilmente
dio cuenta de ellos. Cogióles o les mató mucha gente y los que quedaron se
humillaron y recibieron del vencedor, que por este medio quiso asegurar la
tranquilidad de las cercanías, la paz, con las condiciones que quiso
imponer. En seguida, con igual rapidez atravesó Juliano el Rhin, revistó
todas las plazas fuertes de la frontera, reparándolas, y adelantó hasta
Rauraco; y, después de tomar otra vez posesión de ella y atendido a la
seguridad ulterior de todo aquel país, donde los bárbaros se habían creído
definitivamente instalados, se dirigió por Besanzón a Viena, donde
se proponía invernar.
Así marchaban las cosas en las Galias, en donde
todo demostraba hábil y firme dirección. Por este mismo tiempo, Constancio
llamaba a su presencia a Arsaces, rey de Armenia; y después de dispensarle
honrosa recepción, empleaba toda clase de raciocinios y persuasiones para
decidirle a permanecer inviolablemente unido a los romanos; porque sabía
cuántas supercherías, intrigas y amenazas había empleado el rey de Persia
para alejar de nosotros a este príncipe y traerlo a su partido. Arsaces
juró y repitió muchas veces el juramento de morir antes que cambiar respecto
a nosotros, retirándose colmado de regalos, lo mismo que su comitiva;
guardando perfectamente su fe, uniéndole muchos lazos de gratitud con
Constancio, siendo el principal el matrimonio que éste le había hecho
contraer con Olimpia, hija de Ablabio, antiguo prefecto del pretorio,
desposada anteriormente con su hermano, el emperador Constante.
Después de partir Arsaces, emprendió Constancio la
marcha por Melitina, ciudad de la Armenia Menor, Lacotena y Samosata, llegando
a Edessa y pasando el Eufrates. Allí se detuvo bastante tiempo esperando
los refuerzos de tropas y convoyes de víveres que llegaban por
todos lados, y no salió hasta después del equinoccio de Otoño, para
marchar a Amida. Cuando vio de cerca sus parapetos y edificios
incendiados, se le estrechó el corazón y se le llenaron de lágrimas
los ojos al considerar los males que había experimentado aquella
desgraciada ciudad. Úrsulo, guarda del tesoro, que se encontraba allí en
aquel momento, exclamó, en la amargura, de su dolor: «He ahí cómo
defienden las ciudades aquellos por quienes el Estado se extenúa para que no
carezcan de nada.» El recuerdo de estas palabras bastó para promover más
adelante en Calcedonia una sublevación militar contra su vida.
Desde Amida marchó el ejército, formado en cuña,
sobre Bezabda, y allí acampó parapetándose con un foso y empalizada. El
Emperador montó a caballo para dar vuelta a la ciudad fuera del alcance de
las flechas, y durante el reconocimiento supo por boca de muchos que
habían sido reparados y reforzados los puntos de las fortificaciones
quebrantados por el tiempo y la incuria de las autoridades anteriores. No
queriendo comenzar las hostilidades hasta después de agotar todos los
medios de conciliación, envió a los sitiados hábiles negociadores para ofrecerles
la alternativa de regresar a su país, conservando pacífica posesión de
todo el botín que habían conquistado, o aceptar la dominación romana, con
la segura esperanza de que se les colmaría de dignidades y regalos. La
respuesta de los jefes estuvo conforme con el carácter indomable de su nación;
todos pertenecían a nobles familias, y ni los peligros ni los trabajos les
inspiraban temor. No quedaba, pues, otro camino que prepararlo todo para
el sitio.
Entonces estrechó sus filas el ejército, y
poniéndose en movimiento al sonido de las trompetas, embistió vigorosamente a
la plaza por todas partes a la vez. Divídense las legiones en muchos
cuerpos, que forman la tortuga reuniendo todos los escudos, intentando con
aquel abrigo
Hacía diez días que duraba el sitio, y la
confianza que continuaban demostrando los nuestros empezaba a alarmar a los
sitiados, cuando se ocurrió echar mano de un ariete monstruoso que en otro
tiempo proporcionó a los Persas la toma de Antioquía, y que después dejaron
cerca de Carras. La vista de aquella máquina, la maravilla de su
construcción, helaron al pronto el valor de los sitiados, que por un
momento creyeron que no les quedaba otro camino que el de la rendición;
pero se rehicieron e ingeniaron para neutralizar el efecto de aquel
terrible aparato de guerra. Mientras se esforzaban los sitiadores por
todos los medios para ajustar las piezas de aquel antiguo ariete, que habían
desmontado por comodidad del transporte y encaminaban todos sus esfuerzos a
proteger la aproximación, las balistas y hondas de la ciudad no cesaban de
lanzar piedras, que, por derecha o izquierda alcanzaban a los obreros,
costando considerable número de vidas. Sin embargo, nuestros terraplenes
avanzaban rápidamente y de día en día se impulsaban las operaciones con más
vigor; pero resultaban para nosotros más mortíferas por el mismo ardor que
demostraban los soldados para merecer la recompensa. Peleando ante los
ojos de su Emperador, algunos llegaban hasta a despojarse del casco para
que se les pudiese reconocer con más seguridad, convirtiéndose por
este medio en blancos para las flechas de los Persas. No se dormía de
noche ni de día, manteniendo en constante alarma a todos los centinelas de
ambas partes.
Los Persas veían elevarse más y más nuestros
terraplenes y adelantar el ariete grande, siguiéndole otros más pequeños.
Extraordinariamente asustados, procuraron prender fuego, arrojando
antorchas y saetas incendiarias, pero sin producir efecto alguno, porque las
máquinas estaban cubiertas en parte con cueros frescos o telas mojadas y
barnizado el resto con alumbre, que las hacía incombustibles. Inauditas
dificultades experimentaban los romanos para moverlas y protegerlas, pero
la esperanza de apoderarse de la plaza les hacía arrostrar los peligros más
grandes. Por su parte los sitiados, en el momento en que el ariete grande
iba al fin a jugar contra una torre, tuvieron la singular destreza de
coger y atar con largas cuerdas la cabeza de hierro del batiente, que en
realidad figura la de un carnero, de manera que impidieron el movimiento de
retroceso, y por lo tanto paralizaron el efecto: al mismo tiempo lo
inundaron con una lluvia de pez hirviendo. Las demás máquinas preparadas
permanecieron también por bastante tiempo inmóviles, recibiendo las armas
arrojadizas de toda clase que les lanzaban desde las murallas.
Pero los terraplenes alcanzaban ya a lo alto de
los parapetos, y los sitiados veían segura su pérdida si no daban algún golpe
decisivo; por lo que adoptaron la resolución desesperada de hacer una
salida, y, en medio del combate, incendiar con antorchas y calderos de fuego
los arietes. Pero después de violenta pelea se vieron rechazados en
desorden a la plaza, sin haber podido realizar su propósito.
Inmediatamente los romanos, desde lo alto de los terraplenes lanzaron nubes de
flechas y piedras al mismo tiempo que de saetas incendiarias contra las
torres, cuyo efecto impidió la vigilancia de los guardianes.
Mucho había disminuido por ambas partes el número
de combatientes; pero los Persas habrían llegado a su última hora, de no haber
conseguido reponerse por medio de una salida mejor combinada. Imponente
fuerza se presentó de pronto fuera de las murallas; y ahora los
incendiarios, que iban colocados en el centro de los combatientes,
consiguieron lanzar sobre nuestras máquinas multitud de haces encendidos
formados con sarmientos y otros combustibles. Instantáneamente quedó
envuelto todo en torbellinos de humo; y al verlo suena la bocina y las legiones
que estaban
La noche puso fin al combate, pero sin dar mucho
descanso a los soldados. Despertados por los jefes, después de algunos momentos
de comida y sueño, recibieron orden de retirar lejos de las murallas todas
las máquinas, y se tomaron disposiciones para un ataque desde lo alto de
los terraplenes que dominaban ya las fortificaciones. Colocaron balistas
para barrer con más comodidad las murallas de sus defensores, creyendo que
su sólo aspecto bastaría para que ni uno de ellos se atreviese a
presentarse. Tomadas estas disposiciones, al acercarse el crepúsculo, triple
línea de combatientes, llevando escalas muchos de ellos, avanzó,
sacudiendo la cimera de los cascos en señal de desafío, para intentar el
asalto de las murallas. El ruido de las trompetas se mezcla al estrépito
de las armas, y se traba el combate con igual audacia por ambas partes. Los
romanos, cuyo frente de ataque era más extenso, viendo ocultarse a los
Persas, intimidados por el aspecto de las balistas, comenzaron a combatir
la torre con el ariete, y, a pesar de una nube de saetas,
continuaban avanzando, provistos de palancas, martillos y escalas.
Comparativamente, los Persas sufrían mucho más, abrumados como estaban por
las continuas y regulares descargas de las balistas, cuyos golpes caían
sobre ellos desde lo alto de los terraplenes. Creyendo llegado el último
momento, se dispusieron para un esfuerzo supremo. Una parte de sus fuerzas
quedó para la defensa de las murallas, mientras que un cuerpo escogido,
abriendo silenciosamente una puerta, salió rápidamente espada en mano,
siguiéndole otro que llevaba antorchas ocultas; y mientras los soldados
armados ocupaban a los romanos, que en tanto retrocedían, en tanto volvían
al ataque, los otros se deslizaban encorvados y arrastrándose por el suelo
hasta el pie de un terraplén, en cuya construcción habían empleado ramaje,
haces de juncos y malezas, e introdujeron tizones encendidos en los huecos.
En un momento prendieron fuego a todas aquellas materias inflamables, no
teniendo tiempo los nuestros más que para retirar, en medio de grandes
peligros, las máquinas intactas. La proximidad de la noche puso término a
la pelea, y por una y otra parte se retiraron para descansar.
Muy apurado se encontraba el Emperador. Por graves
razones consideraba indispensable la toma de Fenica, de la que podía hacerse
inexpugnable baluarte contra las empresas del enemigo; pero la estación
estaba demasiado avanzada para pensar en apoderarse de ella a viva fuerza.
En vista de esto, decidió no tomar enérgicamente la ofensiva, limitándose
al bloqueo, para apoderarse de los Persas por hambre. Pero el resultado
engañó sus esperanzas. Continuaban combatiendo, pero con menos vigor,
cuando la atmósfera, cargada de humedad, se cubrió con velo de
tinieblas. Continuas lluvias empaparon el suelo, naturalmente blando en
aquella comarca, haciéndole completamente impracticable, aumentando el
terror de los ánimos repetidos truenos y deslumbradores relámpagos.
Tampoco cesaba de aparecer el arco iris, acerca
del cual diré breves palabras. Calentada la tierra, deja brotar de su seno
húmedas exhalaciones; y estos vapores, condensados primeramente en nubes,
se resuelven en seguida en fino rocío que coloran los rayos del sol, cuando se
encuentran en oposición a su brillante globo. Esto es lo que produce el
arco iris; resultando la curvatura que vemos de la forma misma de la bóveda
del mundo sobre que se despliega, y que, según la física, es la de una
semiesfera. La vista distingue en el arco iris cinco bandas: la primera
amarillo-clara, la segunda más intensa, la tercera roja, la cuarta
purpúrea y la quinta azul tirando a verde. Esta hermosa serie de colores
la explican de la siguiente manera. El matiz graduado de las dos primeras
bandas depende de que su amarillo se confunde más o menos con el tinte del
aire inmediato, por lo que resulta más pálido en la primera y más vivo en
la segunda. La tercera brilla con tan hermoso rojo porque, sometida a la
acción del sol, absorbe muy de cerca sus rayos. El color púrpura de la
cuarta procede de los rayos que se debilitan al atravesar el velo de
rocío, y solamente dan un reflejo obscuro, con efecto parecido sobre poco
más o menos al color del fuego. Este último color pierde al extenderse y
se trasforma en azul o verde.
Creen otros que se debe la aparición del arco iris
a la interposición de alguna nube más densa y elevada de lo que ordinariamente
se encuentran, y no pudiendo atravesarla los rayos del sol, los devuelve
con intensidad aumentada por la refracción. Según este sistema, el arco iris
recibe del mismo sol los reflejos de color análogo al blanco, y de la nube
los que tienen aspecto verdoso; cosa análoga a la que sucede con las olas,
cuyo color es azul en alta mar y que blanquean a la vista cuando se rompen
en la playa.
El arco iris es precursor de las variaciones en el
aspecto del cielo, que, de tranquilo y puro, pasa a ser obscuro y tempestuoso
como en el ejemplo presente, o, de nebuloso, vuelve al estado
de serenidad. De aquí la alegoría tan frecuente en los poetas, que hacen
bajar del cielo a Iris, siempre que va a ocurrir algún cambio en el estado
de las cosas. También existen otras muchas teorías acerca de este asunto.
Pero vuelvo a mi relato.
El amenazador estado de la atmósfera inspiraba
vivas inquietudes a Constancio. El mal tiempo aumentaba de día en día y era
temible una sorpresa por el estado de los caminos, que hacía muy difíciles
los movimientos. Además, exasperados los soldados, podían sublevarse de
un momento a otro; y el Emperador experimentaba el despecho de aquel que
viera abierta delante de sí opulenta morada y se le prohibiese poner el
pie en ella. Abandonó, pues su empresa, y regresó a la desgraciada Siria
para invernar en Antioquía; llevando el corazón contristado porque aquel
año había experimentado deplorables reveses, cuyas consecuencias se
sentirían por mucho tiempo. En efecto; parecía que pesaba sobre Constancio
una fatalidad siempre que combatía personalmente con los Persas, por cuya
razón prefería oponerles sus generales, quienes frecuentemente fueron
más afortunados que él.
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