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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
19
Intima Sapor la rendición a los habitantes de
Amida, recibiéndole éstos con flechas y dardos de balista.—Renueva la
intimación el rey Grumbates y cae muerto a su lado su hijo.—Sitio
de Amida; doble asalto de los Persas.—Propone Ursicino un ataque nocturno
a los sitiadores y se opone Sabiniano.—Declárase la peste en Amida,
desapareciendo a los diez días merced a ligera lluvia.—Causas y variedades
de este azote.—Nuevo asalto a la ciudad combinado con una sorpresa en el
interior, por medio de un paso secreto entregado por un desertor.—Una salida de
las fuerzas galas hace mucho daño a los Persas.—Construyen torres y otras
obras de sitio que incendian los Romanos.—Los Persas se apoderan de la
ciudad por medio de terrazas que consiguen apoyar en las murallas.—Ammiano
escapa a favor de la noche y consigue llegar a Antioquía.—Los
jefes romanos que mandaban en Amida son condenados a muerte o
aprisionados.—Craugaso, ninivita, pasa a los Persas, arrastrado por el
deseo de ver a su esposa.—El temor de escasez ocasiona sediciones en
Roma.—Los Sármatas limigantos, so pretexto de pedir la paz, atacan al
Emperador, siendo rechazados con grandes pérdidas.—Numerosas acusaciones y
condenaciones por el delito de lesa majestad.—Latrocinios de los isauros
reprimidos por el conde Lauricio.
Enorgullecido el rey Sapor por la captura y
esperando nuevos triunfos, marchó reposadamente hacia Amida, a donde llegó el
tercer día. Al amanecer el siguiente, cuanto abarcaba la vista
brillaba con el resplandor de sus armas, llenando valles y colinas
innumerable caballería cubierta de hierro. Delante de los caballos veíase
al rey, que se destacaba por su elevada estatura y por el gorro de
oro sembrado de pedrería con que se cubría en vez de diadema y que
figuraba una cabeza de carnero; y además por la comitiva de príncipes de
diferentes naciones, señal de su poder soberano. Persuadida estaba la
guarnición de que, siguiendo el consejo de Antonino, no haría más que pasar por
delante de la ciudad, limitándose a hacer una intimación. Pero el Numen
celestial, queriendo sin duda circunscribir en un punto el azote que
amenazaba al Imperio, inspiraba al monarca ilimitada confianza, creyendo que,
solamente con su presencia, aterrados los sitiados, acudirían a pedirle
de rodillas la vida. Por esta razón se le vio con su regia comitiva
caracolear delante de las puertas de la ciudad y hasta acercarse lo
bastante para que se pudiesen distinguir fácilmente sus facciones.
Su brillante ropaje le hizo blanco en seguida de una nube de dardos y
flechas, estando a punto de caer bajo un dardo de muralla; pero escapó con
un rasgón en las ropas, gracias a una nube de polvo que no permitía
apuntar, conservando la vida para destrucción de otras muchas.
No le hubiese parecido más sacrílega la violación
de un templo: aquello era un atentado al soberano de tantos pueblos y reyes; y
en el acto mismo habría intentado supremos esfuerzos contra la ciudad
culpable, a no haber intervenido los jefes para reconvenirle dulcemente por
aquel arrebato que comprometía el éxito de una grande empresa.
Consiguieron calmarlo, pero decidió hacer una intimación a la ciudad a la
mañana siguiente.
Encargóse de esta misión Grumbates, rey de los
chionitas; y, en cuanto amaneció, avanzó resueltamente hacia las murallas este
príncipe, acompañado por excelente escolta. Pero en cuanto estuvo a tiro,
un dardo lanzado por experta mano hirió en un costado a su hijo, joven que
sobresalía entre todos los de su edad en estatura y elegancia,
atravesándole la coraza y el pecho de parte a parte. Al verle caer, todos
se dispersaron; pero en seguida, obedeciendo al deber, volvieron junto
al cadáver, para impedir que lo arrebatasen. Sus gritos de venganza llamaron
entonces a las armas a aquella multitud de naciones, cambiándose furiosa
nube de dardos, cayendo multitud de soldados de una y otra parte, y la
matanza se prolongó hasta entrada la noche, cuya obscuridad apenas ocultó
la retirada del cadáver, entre montones de muertos y arroyos de sangre.
Tal fue en otro tiempo bajo las murallas de Troya aquella sangrienta lucha
en que se disputaron dos ejércitos el exánime compañero del héroe de
Tesalia. Toda la corte persa y todos los jefes confederados lloraron con el
padre a aquel noble joven tan universalmente querido como digno de serlo;
ordenándose una suspensión de
Cuando las llamas consumieron el cadáver,
recogieron las cenizas en una urna de plata, que, por decisión del padre, se
depositaría al regreso en el suelo natal. Celebróse en seguida consejo y
se acordó ofrecer el incendio de la ciudad y su total destrucción en
expiación a los manes del joven; negándose Grumbates a escuchar toda
proposición de ponerse en marcha antes de haber vengado a su hijo único.
Dedicáronse al descanso dos días; sin embargo, grupos numerosos salieron a
talar los campos inmediatos, cuyo rico cultivo ofrecía por todas partes la
floreciente imagen de la paz. Al amanecer el día tercero formóse alrededor
de la ciudad un cinturón de cinco filas de escudos. Innumerable caballería
llenó el espacio en cuanto alcanzaba la vista, acudiendo cada
cuerpo, marchando despacio, a ocupar el puesto que le había designado la
suerte. El ejército persa formó círculo completo alrededor de la ciudad,
habiendo tocado a los chionistas la parte de Levante, punto en que, por
casualidad que nos fue fatal, había muerto su joven príncipe. Los vertes se
formaron por el lado del Mediodía y los albaneses al Norte: a Poniente se
presentaban en batalla los segestanos, que eran los más temibles de
aquellos guerreros; y en medio de ellos avanzaban lentamente
los elefantes, que, como ya hemos dicho, son a propósito para inspirar
terror, pareciendo movibles fortalezas aquellos monstruos de rugosa piel,
cargados de hombres armados.
Al ver aquel levantamiento en masa de pueblos
conjurados para la destrucción del mundo romano, y que detenía un momento su
marcha para aplastarnos al paso, se extinguió en nosotros toda esperanza
de salvación, no pensando cada cual sino en conseguir gloriosa muerte y
en adelantar el momento todo lo posible. Desde el amanecer hasta la
postura del sol permanecieron inmóviles las líneas enemigas, como clavadas
en el suelo y guardando profundo silencio, sin que se oyera siquiera el
relincho de un caballo. El regreso se verificó en el mismo orden que observaron
al ocupar las posiciones, para tomar alimento y dormir un poco. Pero en
cuanto amaneció, al sonido de trompas que parecían anunciar la última hora
de la ciudad, comenzó de nuevo el terrible cerco. A la conocida señal de
un dardo ensangrentado, lanzado al aire por Grumbates, que representaba en
esta ocasión el papel de facial, según costumbre de su país y del nuestro,
terrible ruido de armas estalló de pronto, y el ejército persa, todo
entero, se lanzó como un torbellino contra las murallas, desencadenándose
entonces con horrible violencia la tormenta guerrera, rivalizando en
velocidad aquella espantosa masa de caballería, disputándose todos el
primer puesto en la lucha; y los sitiados, por otra parte, oponiendo a
todos sus esfuerzos obstinación tan ardiente como inflexible.
Muchas cabezas enemigas quedaron destrozadas a los
golpes de las piedras que lanzaban nuestros escorpiones; muchos cadáveres
quedaron en el suelo, atravesados por nuestras flechas y nuestros dardos.
Multitud de heridos se replegaron rápidamente sobre aquellos que avanzaban
para contenerles; pero las pérdidas por el lado de la ciudad también eran
grandes y dolorosas, estando el cielo verdaderamente obscurecido por las
flechas de los Persas. El juego de las máquinas de guerra que habían
cogido en el saqueo de Singara, fue fatal a muchos de los nuestros. Solamente
se dejaba por un momento la muralla por turno y para volver en cuanto se
recobraban fuerzas. Aquí el herido que volvía al combate caía para no
levantarse más, y, al caer, arrastraba consigo al compañero. Otro, vivo
todavía, pero cubierto de flechas, buscaba por todas partes mano que se las
arrancase de las heridas; siendo tan grande la sed de sangre por una y
otra parte, que la matanza duraba a la caída de la tarde, calmando apenas
al obscurecer. Unos y otros pasamos la noche con las armas en la mano. Los
ecos de las colinas repetían los gritos de los dos ejércitos; ensalzaban los
nuestros las virtudes de Constancio, saludándole como señor del mundo y
dominador supremo; y los Persas dando a
Antes de amanecer sonaron las trompas y, animados
por igual furor, las innumerables huestes avanzaron como aves de paso. Por
todos lados a la vez no se veía a lo lejos otra cosa que el brillo de las
armaduras de los bárbaros. De pronto lanzaron fuertes gritos y corrieron
confusamente hacia la ciudad; pero les recibió una nube de dardos lanzados
desde las murallas, y, probablemente ninguno se perdió en medio de
aquellas masas profundas y compactas. Por nuestra parte,
rodeados, estrechados por aquella multitud de enemigos, lo repito, menos
pensábamos en conservar la vida que en morir como valientes. Así se peleó
hasta el obscurecer, sin que se inclinase a ningún lado la victoria y con
más encarnizamiento que orden y prudencia; porque los gritos confundidos de los
que mataban y morían comunicaban a todos esa febril exaltación que hace no
se piense en preservarse. Al fin llegó la noche a poner tregua en la
matanza, tregua que prolongó el cansancio de los dos bandos. Pero este
intervalo, que debió dedicarse al descanso, se empleó en trabajo continuo,
cuyo exceso, unido al insomnio, consumió las fuerzas que nos quedaban.
También se debilitaba el valor al ver las sangrientas heridas y pálido
rostro de los moribundos, a quienes, por falta de terreno, había de
negárseles hasta la sepultura. En efecto; además de la presencia de siete legiones,
llamadas con algunas otras fuerzas a la defensa de la ciudad, había
afluido a ella del exterior confusa multitud de toda edad y sexo,
encontrándose lo menos veinte mil hombres en su estrecho recinto. Cada
cual, por lo tanto, cuidaba como podía sus propias heridas y con los
recursos que encontraba. Más de un agonizante exhalaba el último suspiro
al perder toda su sangre en el punto mismo donde le derribó el golpe.
Otro, viviendo todavía, aunque traspasado de parte a parte, veía a los peritos
negarle su asistencia, para ahorrarle inútiles sufrimientos; y aquél,
soportando la extracción de las flechas que le habían herido, sufría mil
muertes por una curación dudosa.
Mientras sostenía Amida aquella terrible lucha,
desesperaba a Ursicino su posición subalterna; y Sabiniano, cuya autoridad era
entonces superior a la suya, no se movía de entre las tumbas. No cesaba
Ursicino de exhortarle a que reuniese todos los vélites e interviniese con
marcha rápida siguiendo la falda de las montañas; pudiéndose esperar con
tropas tan ligeras, apoderarse de las guardias avanzadas del enemigo, y
romper por algún punto, en un ataque nocturno las líneas que formaban
alrededor de las murallas, y si no, multiplicar las sorpresas para separar de
los trabajos de sitio los esfuerzos de los sitiadores. Sabiniano calificó
este proyecto de desobediencia y presentó una carta del Emperador en la
que mandaba terminantemente que no se hiciese más que lo posible sin mover
las tropas. Pero se guardó mucho de enterar a Ursicino de la recomendación expresa
que había recibido de la corte de evitar, aunque padeciese el Estado, toda
ocasión en que su enérgico predecesor pudiese adquirir gloria: y se iba a
llegar hasta a sacrificar una provincia para quitar a aquel gran general
el honor, aun compartido, de una acción brillante. Paralizado por
estas maquinaciones, Ursicino, a quien preocupaba mucho nuestra situación,
estaba reducido a comunicar con nosotros por medio de mensajeros, cosa que
frecuentemente era muy difícil, atendido el rigor del bloqueo en que el
enemigo tenía a la plaza, y a formar plan sobre plan, sin poder
ejecutar ninguno; semejante a un león terrible que, privado de uñas y
dientes, ve a sus cachorros en las redes y no se atreve a lanzarse a
socorrerles.
Pero en la ciudad, cuyas calles estaban sembradas
de cadáveres, cuando faltaron brazos para enterrarlos sobrevino la peste,
aumentando las calamidades que ya existían, efecto inevitable de tantas
emanaciones pútridas combinadas con el calor de la estación y el estado
enfermizo de la población aglomerada. Diré algo acerca de las causas de
este azote y de sus variedades. En opinión de los filósofos y de los
médicos más hábiles, debe atribuirse la peste al exceso de frío o de calor,
de sequía o de humedad. En los países húmedos y pantanosos, el mal se
manifiesta por accesos de tos y padecimientos de los ojos; en los climas
cálidos, por fiebre lenta y síntomas de inflamación. Pero tanto como el
fuego supera en actividad a los demás elementos, así la sequía sobrepuja a
todo principio deletéreo, como lo demuestra aquella mortandad espantosa
que experimentó el ejército griego por efecto de los rayos de Apolo, es
decir, por la acción de un sol ardiente durante aquella
Desígnase la primera especie de peste con el
nombre de pandemia, y casi constantemente se encuentra en los países donde
domina la sequía, manifestándose por un ardor interno que no deja descanso
a los enfermos. La segunda, conocida con el de epidemia, tiene apariciones
periódicas; turba la vista y altera los humores. La tercera, llamada
lemodes, reina accidentalmente, pero hiere y mata como el rayo. La peste
de Amida pertenecía a esta temible especie; sin embargo,
solamente arrebató corto número de personas, a quienes el excesivo calor y
dificultades de la aglomeración predisponían al ataque. Al fin, en la noche
siguiente al décimo día sobrevino ligera lluvia, que purificó el aire de
toda influencia morbosa y nos devolvió la salud.
Entretanto nuestro vigilante enemigo construía
manteletes, rodeaba las murallas de terrazas, elevaba torres cubiertas de
hierro por delante y armada cada una con una balista destinada a
barrer los parapetos; y todo esto mientras sus honderos y arqueros nos
abrumaban sin interrupción con una nube de piedras y flechas. Como ya he
dicho, en la guarnición había dos legiones recientemente sacadas de la
Galia, y que habían peleado por Magnencio. Formábanlas hombres atrevidos
y dispuestos, excelentes para campo abierto, pero que nada entendían de la
defensa de una plaza, y hasta más a propósito para estorbar las
operaciones que para secundarlas. Incapaces de manejar una maquina, de
contribuir a la ejecución de ningún trabajo, no sabían otra cosa que
exponerse temerariamente en. salidas intempestivas, de las que regresaban
siempre numéricamente debilitados después de pelear valerosamente, pero
sin contribuir más a la defensa que aquel que, para extinguir un incendio,
llevase, como dice el proverbio, el agua en el hueco de las manos. Sordos a los
ruegos de los tribunos, al fin se les negó la apertura de las puertas, y
rugían como fieras por su forzosa inacción. Sin embargo, no pasaron muchos
días sin que mostrasen brillantemente, como más adelante se verá, de lo
que aquellos soldados eran capaces.
En un punto de la parte meridional de las
fortificaciones que domina el Tigris, se alzaba sobre una roca cortada a pico
una torre colosal, desde cuya parte superior no se podía mirar
sin experimentar vértigos al abismo que se abría al pie. En el piso
inferior de esta torre desembocaba un paso secreto abierto en la misma
base del peñasco, por el que se subía merced a escalones hábilmente
labrados, hasta el nivel de la ciudad. Este camino subterráneo lo habían
abierto para poder sacar ocultamente agua del río. Según creo, existen
pasos como éste en todas las fortalezas próximas a alguna corriente. Como
lo escarpado de esta parte de la ciudad hacía menos activa la vigilancia,
setenta arqueros de la guardia del rey de Persia, elegidos entre los más
resueltos y seguros de su destreza, penetraron a media noche en aquella
obscura galería, guiados por un vecino de la ciudad que había pasado al
enemigo. Favorecido este grupo por la lejanía de las guardias, que no
podían oírles, se deslizaron uno a uno en la torre, subiendo hasta la
plataforma del tercer piso, y allí permanecieron ocultos hasta el amanecer,
a cuya hora enarbolaron una túnica roja, que era la señal del asalto. En
seguida, al ver su ejército que se desplegaba en derredor de la ciudad, vacían
a los pies sus carcajes, lanzan fuertes gritos para animar a sus
compañeros y comienzan a lanzar las saetas aquí y allá con admirable
precisión. Acto continuo se pone en movimiento el ejército de los persas,
y sus compactas masas se lanzan sobre la ciudad con mayor furia que antes. Se
vacila, no se sabe al punto donde acudir, si al enemigo que lanza la muerte
sobre nuestras cabezas, o a aquella
Parecía que la fortuna nos favorecía. La jornada
había sido fatal para el enemigo, y casi sin pérdidas para nosotros. Empleamos
la noche en descansar de nuestras fatigas, y al amanecer vimos desde las
murallas confusa multitud que se dirigía al campamento enemigo: era la
población entera de Ziata, cautivada después de la sorpresa de aquella
plaza. La fuerza y la magnitud de su recinto, que tenía diez estadios de
circuito, habían hecho que generalmente la eligieran por punto de
refugio. Otras muchas ciudades habían sido sorprendidas también y
entregadas a las llamas, haciendo los persas millares de esclavos. Entre
la multitud de cautivos encontrábanse ancianos enfermos y mujeres de
avanzadísima edad, y cuando faltaban las fuerzas a algunos de estos desgraciados, extenuados
por la duración de la marcha, cortábanles los tendones o los jarretes y los
dejaban en el sitio.
Conmovidos los soldados galos por aquel doloroso
espectáculo, quisieron hacer una salida, amenazando a sus tribunos y a sus
primipilarios con la muerte si persistían en retenerlos. El enardecimiento
era general, pero el momento estaba mal elegido. Como fieras encerradas en
jaulas, enfurecidas por el olor que exhala la carne sangrienta y cuya
rabia se estrella impotente contra las rejas, golpeaban con las espadas
las puertas, cuya clausura se había dispuesto, como antes dije. Tormento
grande era para su orgullo pensar que, al sucumbir la ciudad, perecerían bajo
sus ruinas, sin dejar el recuerdo de algún brillante hecho de armas; o
bien que podría el enemigo levantar el sitio antes que ellos hubiesen
hecho nada para sostener la fama del valor galo. Sin embargo, en
sus frecuentes salidas, habían contribuido mucho a la destrucción de las
obras del enemigo, habían dado muerte a considerable número de trabajadores,
y, prodigando su sangre, dado al menos pruebas de su valor.
Siendo impotentes nuestros consejos, y siendo
imposible contenerles por más tiempo, necesario fue consentir, con la condición
de un aplazamiento, que aceptaron murmurando, para que cayesen sobre los
puestos avanzados de los Persas, que solamente distaban de la plaza un tiro
de flecha; y hasta se les autorizó para pasar más adelante si conseguían
vencer aquel primer obstáculo; porque en este caso cabía creer que podrían
hacer extraordinaria matanza. Entretanto la guarnición se defendía
vigorosamente desde las murallas, trabajando o peleando de día, vigilando de
noche y colocando en los parapetos máquinas para lanzar saetas o piedras.
Al mismo tiempo los Persas hicieron que sus peones levantasen dos terrazas
muy altas, procediendo con mucha lentitud a esta operación, que les
aseguraba la captura de la ciudad. Por nuestra parte, con grandísimos
esfuerzos de brazos, levantábamos andamios sobre las murallas, elevándolos
al nivel de las terrazas, procurando darles la firmeza necesaria para
resistir la enorme carga que habían de soportar.
Imposible contener por más tiempo la impaciencia
de los galos, y aprovechando una noche obscura y sin luna, salieron armados con
hachas y espadas, después de invocar el socorro del cielo para su empresa.
Al principio caminaron con cautela y conteniendo la respiración; pero al
acercarse al enemigo, se estrechó el grupo y aceleraron la marcha.
Sorprendieron algunos centinelas y una guardia avanzada que exterminaron estando
dormidos los soldados, que no podían esperar aquel atrevido ataque. Iba a
penetrar la columna hasta el cuartel real, si la suerte
continuaba favoreciéndola, pero al rumor de los pasos, por ligero que
fuese, a los lamentos de los heridos,
En el acto resonaron también por el lado de la
ciudad y se abrieron las puertas para recoger a los nuestros si tenían la
fortuna de llegar hasta ellas. Al mismo tiempo se hacían jugar sin carga
las máquinas para ahuyentar con el ruido a los soldados del cerco, que
ignoraban todavía la suerte de sus compañeros; desembarazar las puertas y
dejar a nuestros valientes el paso libre hasta las murallas. La
estratagema tuvo buen éxito; los galos pudieron entrar al amanecer,
heridos gravemente unos, y otros sin haber recibido más que ligeros
golpes. Pero aquella noche les había costado cuatrocientos de los suyos,
porque no habían tenido que habérselas con un Rheso, durmiendo con algunos
tracios bajo los muros de Troya, sino con el mismo rey de Persia, a
quien hubieran degollado dentro de su tienda en medio de sus cien mil hombres,
a no haberse declarado contra ellos el destino. Después de la pérdida de
Amida, el Emperador, en memoria de aquel brillante hecho de armas, hizo
alzar en la plaza principal de Edessa las estatuas armadas de los
jefes que mandaron el destacamento; estatuas que todavía existen
perfectamente conservadas.
La luz del día reveló a los Persas la extensión de
su desgracia, viendo entre los cadáveres, los de varones distinguidos y hasta
sátrapas; oyéndose entonces muchos lamentos, que variaban según la
importancia de las pérdidas. Los reyes estaban indignados y su enojo recaía
sobre la pretendida negligencia de los puestos avanzados, que habían
dejado pasar a los romanos. Concertóse por ambas partes una tregua de tres
días, que nos proporcionó algún tiempo de descanso.
Al asombro que produjo aquel golpe a los Persas,
sucedió violentísima exasperación; pero habiendo fracasado toda tentativa a
viva fuerza, solamente pensaban en apresurar con actividad los trabajos;
habiendo llegado al colmo el ardor, y estando decididos a morir gloriosamente
bajo los muros de la ciudad, o a ofrecer en expiación su ruina a los manes
de los que habían perecido.
Con extraordinaria rapidez terminó todo lo
material, y una mañana vimos al amanecer que avanzaban hacia nuestras murallas
torres revestidas con planchas de hierro. Sus plataformas
estaban guarnecidas de balistas, cuyos dardos, cayendo sobre los
parapetos, ahuyentaban a los sitiados. La luz nos descubrió numerosas
huestes, formando un cinturón de hierro en derredor de la ciudad, y que
marchaban, no desordenadamente, como en los ataques anteriores, sino en filas
apretadas y sin que un solo hombre saliese de ellas, bajo la protección de
sus máquinas y cubiertos con zarzos de mimbre. Pero cuando se encontraron
al alcance de nuestras balistas, en vano presentaban los escudos los
peones persas; ni una saeta se perdía. Entonces aflojaron las filas; hasta los
catafractos vacilaron y tuvieron que replegarse, cosa que aumentó por modo
extraordinario el valor de los nuestros. En cambio, en todos los puntos
expuestos a los dardos de sus torres, los sitiadores conservaban ventaja
merced a su posición dominante, y nos ocasionaban mucho daño. La
noche puso término al combate, empleando nosotros la mayor parte de ella
en buscar medio para neutralizar, si era posible, los terribles efectos de
aquellos aparatos de destrucción.
Después de deliberar maduramente, decidirnos
adoptar un medio cuyo éxito dependía de nuestra rapidez: el de colocar cuatro
escorpiones en oposición a las balistas. Es sumamente difícil la traslación
de estos aparatos, y sobre todo su colocación; y mientras se procuraba hacerlo
con las precauciones necesarias, apareció el día más amenazador que nunca,
desarrollándose ante nuestros ojos las temibles falanges de los Persas,
formadas ya en batalla y reforzadas con los grupos de
La noche puso término al combate y pudimos dedicar
algunos momentos al sueño. Pero en cuanto Sapor vio despuntar el día y con él
la esperanza de apoderarse de su presa, excitado por la ira y el dolor, y
desatendiendo al peligro propio, lanzó de nuevo los suyos al combate. Ya he
dicho que habíamos incendiado sus obras: y ahora intentaron el ataque por
medio de terrazas que había hecho levantar contra nuestras murallas,
sosteniéndolo por nuestra parte con igual vigor desde los andamios, que
habíamos procurado elevar a su nivel.
La pelea fue larga y mortífera, arrostrándose por
ambas partes la muerte antes que ceder un paso. En una palabra: a tal punto
habían llegado las cosas, que solamente una circunstancia fortuita podía
decidir la suerte de uno u otro bando, cuando nuestro andamio, muy quebrantado
ya, se derrumbó de pronto como por un terremoto, llenando con sus restos
el espacio que mediaba entre las murallas y la terraza, tan perfectamente
como si las hubiese unido un puente o una calzada. Esta desgracia abrió
libre paso al enemigo e inutilizó a considerable número de los nuestros,
aplastados o mutilados por la caída de los maderos. Sin embargo, acudióse
por todas partes para reparar aquel imprevisto accidente, y con tal
precipitación, que se estorbaban unos a otros, cosa que aumentó la audacia
de los sitiadores. Acto continuo, por orden del rey, toda el ejército persa se
lanzó sobre aquel punto, trabándose furiosa pelea, batiéndose cuerpo a
cuerpo, corriendo la sangre por ambos lados, cayendo los hombres, llenándose
el foso de cadáveres y ensanchándose el paso. Una oleada de enemigos
desborda ya en la ciudad, perdiéndose la esperanza de huir o defenderse.
Combatientes o no, todos son degollados sin reparar en sexo ni edad y como
si fuesen viles rebaños.
Al cerrar la noche, muchos de los nuestros
resistían aún, haciendo desesperados esfuerzos. Por mi parte, aprovecho la
obscuridad para ocultarme con dos compañeros en punto apartado de
la ciudad, y desde allí ganar una puerta que nadie pensaba en guardar. Rodeábanos
la obscuridad; pero afortunadamente conocía yo los caminos y mis
compañeros estaban ejercitados en la carrera. En poco tiempo nos alejamos
diez millas; y después de tomar aliento, volvimos a marchar
sin detenernos. Pero yo me encontraba mal preparado, por efecto de mis
costumbres aristocráticas, para fatigas tan grandes, y ya me sentía
desfallecer, cuando sobrevino un accidente bastante trágico en sí mismo,
pero que en el estado en que me encontraba fue para mí verdadero favor del
cielo. Un criado del ejército enemigo montaba en pelo un caballo muy vivo,
sin freno y solamente con una correa que llevaba, según costumbre,
fuertemente atada a la muñeca izquierda para que no se le escapase.
Lanzado al suelo y no pudiendo deshacer el nudo, pronto quedó destrozado por el
caballo, que al fin se paró, detenido por el peso del cadáver, después de
haberlo arrastrado por mucho tiempo de aquí para allá. Apresuréme a
aprovechar aquella montura que la casualidad me deparaba tan
oportunamente, y con bastante trabajo y continuando con la misma compañía,
llegué a un punto donde brotaban manantiales calientes y sulfurosos. El
calor era extraordinario; nos devoraba
El otoño tocaba ya a su fin, y como el temible
signo de Aries impedía a Sapor y a los persas penetrar más dentro en nuestras
tierras, pensaban ya en regresar a las suyas con el botín y los cautivos
cogidos en Amida. Para coronar dignamente las escenas de matanza y de pillaje
de que aquella desgraciada ciudad había sido teatro, hicieron perecer
ahorcados al conde Eliano y a los tribunos que tan valerosamente habían
defendido las murallas y causado tan considerables pérdidas a los
enemigos; Jacobo y Cesio, tesoreros del general de la caballería, y otros
muchos protectores fueron arrastrados con las manos atadas a la espalda; y
después de muchas pesquisas para descubrirlos, todos los individuos nacidos
al otro lado del Tigris fueron confundidos en matanza general.
A la esposa de Craugasio la respetaron y trataron
como a persona de elevada condición; pero, no obstante, aquellas muestras de
consideración y de otras mayores que la hacían entrever, no dejaba de
deplorar la necesidad de ir a vivir separada de su esposo como en otro mundo.
Al reflexionar en su situación, lo temía todo para lo porvenir,
compartiendo su corazón el dolor de la ausencia y el miedo a pasar a los
brazos de otro. Por esto encargó secretamente a un criado fiel, en quien
tenía completa confianza, que marchase a Nisiba para enterar a su esposo de la
situación en que se encontraba, y que le instase en su nombre para que
acudiese a reunirse con ella, donde a los dos les esperaba tranquila vida.
Aquel hombre conocía todos los caminos de la Mesopotamia; debía atravesar
el monte Izalo y pasar entre las dos fortalezas de Marida y Lorna. Partió el
mensajero con las instrucciones, y a poco llegó a Nisiba, siguiendo
senderos extraviados y caminos de travesía. Allí se fingió ignorante de la
suerte de su ama, cuya muerte, decía, era muy probable.
Habíasele presentado ocasión de evadirse, y la había aprovechado.
Considerándolo sin importancia, comunicó sin dificultad con Craugasio, y
recibió de éste la seguridad de que nada deseaba tanto como reunirse con
su esposa, en cuanto pudiera hacerlo sin peligro. El esclavo regresó entonces
furtivamente para llevar a su señora la deseada respuesta; y en cuanto la
conoció ésta, suplicó al rey tomase, antes de abandonar el territorio
romano, las disposiciones necesarias para asegurar, si era posible, la
evasión de su esposo.
Aquel hombre que había aparecido inopinadamente y
desaparecido de repente sin causa conocida, excitó en alto grado las sospechas
del duque Cassiano y de los principales magistrados de la ciudad, quienes
prorrumpieron en amenazas contra Craugasio, asegurando públicamente que
no podía ser extraño a aquel regreso y a aquella desaparición. Temiendo
éste que se le acusase de traición, y especialmente que algún desertor
viniese a revelar que su esposa, no solamente vivía, sino que era objeto
de grandes atenciones, fingió desear en matrimonio una joven de
elevada familia. So pretexto de algunos preparativos para el banquete
nupcial, marchó a su casa de campo, situada a ocho millas de Nisiba, y
desde allí corrió a rienda suelta al encuentro de un grupo de merodeadores
persas que sabía se habían dirigido hacia aquel lado. Recibido alegremente por
éstos
Sapor, aunque afectaba tranquilidad y orgullo de
vencedor, experimentaba dentro de su pecho profunda agitación al considerar con
qué dolorosos sacrificios había comprado aquel éxito: porque en las
diferentes peripecias del sitio había perdido mucha más gente de la que nos
había cogido o muerto. Como en otro tiempo delante de Nisiba y Singara, en
los setenta y tres días que había durado el sitio, su innumerable ejército
había disminuido en treinta mil combatientes. El recuento lo hizo después
Disceno, tribuno de los notarios, que fácilmente pudo comprobar el cálculo; porque
en los cadáveres romanos es tan rápida la transformación y descomposición
de las carnes, que ni uno solo puede reconocerse a los cuatro días;
mientras que los de los Persas parece que, adquieren la dureza de la
madera, sin experimentar sensible descomposición. Esto procede de sus
costumbres más sobrias y de la constitución seca que deben a la abrasadora
atmósfera de su país.
Mientras se desencadenaban estas tempestades en el
extremo Oriente, amenazaban a la ciudad eterna los horrores del hambre; y el
populacho, para quien este mal es el peor de todos, acusaba insolentemente
a Tértulo, a la sazón prefecto de Roma. Nada más falto de razón, porque
no dependía de él que las naves de transporte entrasen oportunamente en el
puerto de Augusto, cuando el estado del mar y la persistencia de los
vientos contrarios, que les había obligado a recalar en los puertos
inmediatos, hacían muy peligrosa la tentativa. Ya habían estallado muchos
motines, cuando la sedición tomó un día, por la inminencia del mal, mayor
carácter de ferocidad. Creyóse perdido el prefecto en medio de aquella
furibunda agitación; pero conociendo la influencia de lo imprevisto sobre
la multitud, tuvo serenidad bastante para presentarle sus dos tiernos hijos:
«Aquí tenéis, dijo con lágrimas en los ojos, a vuestros conciudadanos
sujetos a las mismas calamidades que vosotros; la fortuna no nos favorece.
¿Creéis que su muerte puede conjurar el mal? Os los entrego;
tomadlos.» Esta conmovedora escena produjo efecto en el pueblo que, por
naturaleza, fácilmente se enternece. Volvió, pues, al orden, y se mostró
tranquilo y resignado. Pocos días después, el Numen celestial favoreció a
esta Roma, cuya cuna protegió, prometiendo su duración eterna. Mientras
Tertulo sacrificaba en Ostia, en el templo de Cástor y Polux, tranquilizóse
el mar, y con suave viento de Mediodía entró en el puerto la flota a velas
desplegadas, devolviendo la abundancia a los graneros de la ciudad.
A pesar de tantos motivos de inquietud, Constancio
invernaba tranquilamente en Sirmium, cuando una noticia sumamente alarmante
turbó su reposo. Los sármatas limigantos, usurpadores, como ya dijimos, de
los dominios hereditarios de sus amos, y que un año antes la política
romana los había relegado muy lejos para ponerles en condiciones de no
perjudicar, acababan de dar nuevas pruebas de su inquieto carácter. Poco a
poco se habían alejado de las regiones que les señalaron por morada, y ya
aparecían en nuestras fronteras, entregándose a sus costumbres de rapiña con
audacia, que era urgente reprimir.
Comprendió el Emperador que todo retraso
aumentaría su insolencia, y reunió apresuradamente las mejores tropas que
tenía, poniéndose en campaña en los primeros días de la primavera. Dos
motivos poderosos tenía para confiar: de un lado la avidez de los soldados, exaltada por
los ricos despojos conseguidos en la guerra anterior, le garantizaba sus
esfuerzos en la que iba a comenzar; y de otro, el ejército, gracias a los
cuidados de Anatolio, prefecto de Iliria, se encontraba provisto de
antemano de todo lo necesario sin que hubiera que recurrir a ningún
procedimiento vejatorio. Cosa demostrada es que ninguna administración,
antes de la suya, había derramado tantos beneficios en nuestras provincias
del Norte. Corrigiendo los abusos con tanta firmeza como prudencia, había
emprendido con valor que le honra la iniciativa de una reducción de
impuestos. Aligeró la enorme carga de los transportes públicos, que dejó
tantas casas desiertas, así como los impuestos sobre las personas y los
bienes, con lo que hacía desaparecer muchos gérmenes de
Urgiendo poner coto a los males de la invasión,
partió el Emperador al frente de fuerte ejército, dirigiéndose a aquella parte
de la Pannonia recientemente erigida en provincia distinta
bajo Diocleciano, y que, en honor de su hija, recibió el nombre de Valeria.
Allí plantó su tienda, en las orillas del Ister, y se dedicó a observar
los movimientos de los bárbaros. Lisonjeábanse éstos con adelantar su
marcha en Pannonia, y penetrando en el país en el rigor del invierno, so
pretexto de la alianza, talarlo con un golpe de mano, mientras que el
hielo del río, resistiendo a las primeras influencias de la primavera,
permitiría con mucha dificultad a nuestras tropas mantener la campaña.
Constancio comenzó por enviar a los limigantos dos
tribunos, acompañado cada cual por un intérprete para preguntarles
bondadosamente la razón de aquellas correrías y aquella violación
del territorio con menosprecio de los tratados y de la paz pedida y
jurada. El mensaje les impuso, alegando al principio varios pretextos y
concluyendo por pedir perdón, implorando, con el olvido del nuevo
atentado, permiso para pasar el río y llegar hasta el Emperador para exponerle
sus desdichas. Dispuestos estaban, si lo encontraban misericordioso, a
marchar a establecerse en algún distrito lejano de la circunscripción del
Imperio, dedicados en adelante al culto de la paz como al de una divinidad
benéfica, y aceptando el título y condición de súbditos.
Referidas estas proposiciones a Constancio por los
tribunos a su regreso, le regocijaron profundamente, porque, sin combatir, se
veía libre de una de sus preocupaciones más graves. El sentimiento de la
avaricia, fomentado por su cohorte de aduladores, quedaba también satisfecho
con este arreglo. Concluíase con la guerra exterior, decían; por todas
partes iba a quedar asegurada la paz; ganábase considerable aumento de
población y fecundo semillero de reclutamiento, y, en fin, se obtenía
alivio para las provincias, dispuestas siempre, por una transacción
frecuentemente perjudicial a la república, a rescatar con oro el impuesto
de sangre. Constancio acampó cerca de Acimincum, y allí hizo levantar una
terraza en forma de tribunal. Cierto número de barcas, montadas por
hombres armados a la ligera, permanecieron en observación todo lo cerca posible
de la orilla, con objeto de coger por la espalda a los bárbaros a la menor
demostración hostil. Esto lo había aconsejado el agrimensor Inocencio, que
recibió el mando de aquella fuerza. Los limigantos no dejaron de observar
aquellas disposiciones, pero no por esto abandonaron la actitud
de suplicantes con que ocultaban otros propósitos.
Meditaba el Emperador una alocución muy suave y se
preparaba a tratarles como a hombres morigerados, cuando de pronto, uno de
ellos lanzó furiosamente su calzado contra el tribunal, exclamando:
«¡Marha, Marha!», que es su grito de guerra. A esta señal toda la multitud alzó
las enseñas y se precipitó contra el príncipe, rugiendo como fieras.
Constancio, que dominaba desde su posición, vio extenderse por la llanura
aquel formidable torbellino, y volverse contra él todas aquellas espadas,
todos aquellos dardos; consideró que no podía perder un momento,
y, aprovechando la premura para ocultar su rango, lanzóse sobre un caballo
y huyó a la carrera. El débil grupo que lo defendía quedó destrozado,
derribado y pisoteado por las masas, a que quiso resistir; quedando en el
acto hechos pedazos el asiento imperial y el áureo cojín que lo cubría.
Corrió en seguida la noticia de que el Emperador
había estado a punto de perecer y que todavía estaba amenazada su vida; y el
ardor del soldado, sabiendo que no estaba aún fuera de peligro, se exalta
con la idea de salvar a su príncipe. Dando furiosos gritos, cayó sobre el
enemigo, que peleó desesperadamente. Impacientes por vengar en aquellos
traidores la ofensa inferida a su Emperador, los romanos no perdonaron a
ninguno, quedando aplastados bajo los pies, muertos o moribundos, los que
no habían recibido heridas; porque fueron necesarios montones de
cadáveres para aplacar su enojo. Todos los limigantos quedaron muertos
sobre el campo o dispersados a lo
Con aquella terrible represión se vengaba
Constancio de un enemigo pérfido, y aseguraba la integridad de las fronteras.
En seguida regresó a Sirmium, desde donde marchó a Constantinopla, después
de dictar apresuradamente las disposiciones que exigía el crítico estado de los
negocios. Colocado allí, casi en el dintel del Oriente, encontrábase en
disposición de remediar el desastre de Amida y rehacer su ejército para oponer
al fin, fuerzas iguales a las del rey de Persia; porque si el influjo
celestial no intervenía en favor nuestro por alguna ocupación grave,
indudablemente el rey iba a llevar la guerra a Mesopotamia y más allá.
En medio de estas alarmas, un azote que desde muy
antiguo residía entre nosotros, es decir, la fatal tendencia a suponer el
crimen de lesa majestad por la menor apariencia, reemplazó con
sus agitaciones las de la guerra extranjera. El autor principal, o por
mejor decir, la clave de todas las acusaciones, fue el famosísimo notario
Paulo, cuya atroz industria explotaba en provecho propio los brazos del
verdugo y los instrumentos de suplicio, como el empresario de un circo especula
con la muerte de sus gladiadores, a tanto por cabeza. Buscando a toda costa
víctimas, nunca vacilaba en emplear el fraude y envolver a un inocente en
las redes de la acusación capital, por poco que estuviese en juego su
avidez.
Una circunstancia de las más ínfimas y triviales
dio ocasión para extraordinario número de acusaciones. Encuéntrase en el
interior de la Tebaida la ciudad de Abydos, donde se pronuncian
los oráculos del dios Besa, objeto de antiquísimo culto local. Al oráculo
se le consulta directamente o por medio de mandatario. Escríbense las
preguntas en cédulas de papel o pergamino, según las fórmulas consagradas,
y algunas veces quedan en el templo después de obtenidas las
respuestas. Recogidas con pésima intención algunas cédulas de aquéllas,
las presentaron al Emperador, cuyo débil espíritu, incapaz de la menor
aplicación a las cosas graves, mostraba singular lucidez en los asuntos de
este género, apreciando en el acto todos los detalles. La comunicación aquella
le irritó profundamente, siendo en el acto enviado Paulo al Oriente,
provisto de plenos poderes para tomar informes y dirigir el proceso a su
antojo. Su habilidad estaba probada, y se le unió a Modesto, conde de
Oriente, a quien cuadraba perfectamente el encargo. Era entonces prefecto del
pretorio Ermógenes Pontico, cuya benignidad infundiría sospecha, y prescindieron
de él.
Inmediatamente marchó a. su destino Paulo, que no
respiraba más que odio y destrucción, y desde aquel momento se soltó la brida a
la calumnia. Nobles y plebeyos, traídos en masa de casi todos los puntos
del Imperio, sucumbían en el camino bajo el peso de las cadenas, o perecían en
las prisiones. Eligieron para teatro de estas ejecuciones la ciudad de
Scytliópolis, en Palestina, en primer lugar a causa de su aislamiento, y,
además, porque ocupaba punto intermedio en condiciones de recibir los
acusados de Antioquía y Alejandría.
Simplicio compareció uno de los primeros: era hijo
de Filipo, que fue prefecto y cónsul, y, según decían, consistía su crimen en
haber consultado al oráculo para saber si llegaría al imperio. Una orden
expresa del príncipe mandaba aplicarle el tormento, porque en estos casos ni
el aturdimiento siquiera encontraba perdón a sus ojos. Pero gracias a
especial protección de la suerte, Simplicio salvó sus miembros, y
solamente fue deportado. En seguida compareció Parnasio, hombre de costumbres
modestas, que había sido prefecto de Egipto. Puesto en el borde de
una sentencia capital, quedó al fin castigado con el destierro.
Acusábasele de haber referido a muchas personas que la víspera de dejar,
para buscar empleo, la casa que habitaba en Patras en la Acaya, su ciudad
natal, se había visto en sueños escoltado por muchas personas con vestiduras
trágicas. Después de éstos se juzgó a aquel Andrónico, que más adelante
adquirió tanta fama como sabio y poeta. Pero su justificación, presentada
con la serenidad de conciencia tranquila, no dejó subsistir
Suerte propicia salvó a otros pocos, amparando la
manifestación de su inocencia. Pero las prevenciones se multiplicaron hasta lo
infinito, y pronto envolvieron en sus inextricables redes innumerables
víctimas que perecieron desgarrados sus miembros en los tormentos o sufrieron
la sentencia capital con pérdida de cuanto poseían, siendo Paulo el eje de
todas aquellas iniquidades. Su espíritu, fecundo en medios de dañar, era
arsenal de toda clase de calumnias, pudiéndose decir que de una señal suya
dependía la suerte de los acusados. Había llevado uno al cuello un
amuleto como preservativo de la fiebre cuartana o de otra enfermedad
cualquiera, o bien se le había visto pasar de noche junto a una tumba;
esto era bastante para que fuese denunciado y condenado a muerte, como
confeccionador de venenos o como violador de sepulcros, que turbaba el reposo
de los manes para componer maleficios, siguiendo la ejecución
inmediatamente a la sentencia. Teníase por averiguado que considerable
número de personas habían interrogado al oráculo de Claro, los árboles de
Dodona y la trípode de Delfos, para saber cuándo moriría el Emperador; y en el
acto, la turba aduladora del palacio tomaba pie de esto para las
exageraciones más monstruosas, repitiendo por todas partes en alta voz que
el Emperador estaba por encima de la ley común, que su destino
era inmutable y que toda oposición se estrellaría ante su grandeza.
Que en esto hubiese motivo para serias
investigaciones, nadie que piense rectamente podrá dudarlo. No negaremos que a
la existencia del príncipe legítimo vaya unida la idea de protección
y seguridad de las personas honradas y hasta la garantía de todos, ni
tampoco que todas las voluntades no deban concurrir para formar en torno
de su persona barrera infranqueable. Para reforzar más y más esta barrera,
las leyes Cornelias no reconocían excepción alguna en la aplicación del
tormento en los delitos de lesa majestad. Pero aprovecharse de esta dura
necesidad y exagerar sus rigores, solamente es propio de la tiranía, y no
del poder moderado. Mejor es seguir el ejemplo de Cicerón, quien pudiendo,
como él mismo dice, castigar o perdonar, según su voluntad, prefería perdonar
a castigar. De esta manera procede la justicia serena e imparcial.
Por este tiempo nació en Dafnea, ameno y
espléndido arrabal de Alejandría, un monstruo tan repugnante de ver como de
describir. Era éste un niño con barbas, que tenía dos bocas, dos
dientes, cuatro ojos y dos orejas apenas perceptibles; ser informe que
pronosticaba la desorganización de la república. Es asaz frecuente la aparición
de estos fenómenos, presagios de convulsiones políticas; pero de ordinario
pasa sin que se tome en cuenta, porque ya no la siguen, como en los
antiguos tiempos, ceremonias de expiación.
Hemos hablado en un libro anterior de una
expedición de los Isaurios y de su fracasada tentativa contra Seleucia. Por
esta época comenzaba a removerse este pueblo, después de larga inacción,
como serpiente a quien la primavera hace salir de su agujero. Desde la cima de
sus escarpadas montañas, sus numerosos grupos caían sobre las comarcas
vecinas, asolándolas con sus devastaciones y rapiñas: en seguida,
aprovechando su conocimiento de las montañas, burlaban a nuestras
guardias, refugiándose rápidamente en sus inaccesibles guaridas. Envióse a
Lauricio, revestido con la dignidad de conde, con el encargo de reducir a
aquel país por la persuasión o la fuerza; y este hombre civil, hábil para
gobernar, supo imponerse sin necesidad de crueldades, restableciendo tan
perfectamente el orden en la provincia, que no volvió a ocurrir, bajo su
mando, ningún acontecimiento digno de mención.
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