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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO 18Beneficios de la presencia de Juliano en las
Galias.—Cuida de que en todas partes se administre bien la justicia.—Repara las
murallas de los fuertes reconquistados al enemigo en las orillas del Rhin,
tala parte del territorio de los alemanes y obliga a cinco reyes suyos a pedir
la paz y devolver los prisioneros.—Barbación, jefe de la infantería, es
decapitado con su esposa por orden de Constancio.—Sapor, rey de Persia, se
dispone a atacar con todas sus fuerzas a los romanos.— Ursicino, llamado
al Oriente, recibe contraorden en Tracia y regresa a Mesopotamia.—Encarga
a Ammiano que observe la marcha de los Persas.—Reunido Sapor con el rey de
los Chionitas y de los Albaneses, penetra en Mesopotamia.—Los Romanos
incendian ellos mismos las mieses, llaman a las ciudades la población de
los campos y cubren de fortificaciones y castillos la orilla citerior del
Eufrates.—Los Persas sorprenden un cuerpo de Ilirios compuestos por setecientos
jinetes. En un encuentro con un cuerpo de Persas muy superior, Ursicino
escapa por un lado y Ammiano por otro.—Descripción de Amida. Fuerza de la
guarnición de esta ciudad en legiones y en caballería. —Ríndense a Sapor
dos fuertes romanos.
(Año 359 de J. C.)
En el espacio de un año habían ocurrido estas
cosas en diferentes puntos del orbe. Los esplendores del consulado acababan de
ennoblecer los nombres de Eusebio y de su hermano Hypacio. La Galia
comenzaba a tranquilizarse, y Juliano, libre por el momento de los cuidados de
la guerra, atendía especialmente a todo lo que podía contribuir al
bienestar de las provincias, siendo su constante ocupación vigilar por el
equitativo reparta del impuesto, evitar todo abuso de autoridad, separar
de los negocios a la clase de gente que especula con las desgracias públicas y
no consentir a los magistrados que se apartasen de la estricta justicia.
Lo que más ayudaba a la reforma en esta parte de la administración era que
el príncipe ocupaba personalmente su silla de juez, aunque el proceso
tuviese poca importancia por la gravedad del caso o el rango de las personas;
no teniendo jamás la justicia administrador más íntegro. Un ejemplo, entre
otros, bastará para determinar su carácter en este punto. Numerio, antiguo
gobernador de la Narbonense, tenía que responder ante él del cargo de
dilapidación y, contra la costumbre en las causas criminales, eran públicos los
debates, Numerio se encerró en la negativa y faltaban pruebas contra él.
Su adversario Delfidio, hombre apasionado, viendo desarmada la acusación,
no pudo menos de exclamar: «Pero, ilustre César, si basta negar, ¿dónde
habrá en adelante culpados?» A lo que contestó Juliano sin inmutarse: «Si
basta acusar, ¿dónde habrá inocentes?» Y como este ejemplo podrán citarse
muchos.
Meditaba Juliano una expedición contra numerosos
caseríos alemanes, cuyas disposiciones le hacían temer nueva y furiosa
agresión, que no podía evitar sino adelantándose a imponer el
castigo: siendo necesaria la premura y buscar el medio de ocultar la
marcha al enemigo, con objeto de sorprenderlo y caer sobre él a la primera
ocasión favorable. El medio que adoptó fue el siguiente, y el éxito
demostró lo acertado del plan. En primer lugar ocultó su resolución, y, so
pretexto de una legación a Hortario, uno de los reyes que estaban en paz
con nosotros y vecino del territorio donde se agitaban, le envió a
Heriobaudo, tribuno sin mando, de valor y fidelidad intachables. Este
jefe, que hablaba bien el alemán, podía desde allí acercarse fácilmente a
la frontera y vigilar los movimientos del enemigo. Heriobaudo aceptó
valerosamente la comisión. En cuanto llegó la estación propicia para la
campaña, Juliano reunió las tropas y se puso a su frente. Gran deseo
tenía, antes de que estuviesen muy empeñadas las hostilidades, de
apoderarse y poner en estado de defensa muchas ciudades fuertes cuya
destrucción databa de antiguo, y también en reedificar sus almacenes de
subsistencias, que habían sido incendiados, y en los que se proponía guardar
las ordinarias remesas de granos de la Bretaña. Los almacenes, rápidamente
construidos, quedaron en seguida repletos de víveres; ocupó siete
ciudades, a saber, el campo de Hércules, Quadriburgium, Tricesimo
Novesium, Borma, Autunnacum y Bingio, donde se le reunió oportunamente
Florencio,
Faltaba reedificar las murallas de las siete
ciudades, obra esencial y que urgía dejar terminada antes de que pudiesen
entorpecerla. En esta ocasión pudo apreciarse el ascendiente que
había conquistado el César, por temor, sobre los bárbaros y por amor,
sobre los soldados. Los reyes alemanes, fieles al pacto ajustado el año
anterior, enviaron en carros parte de los materiales necesarios para las
construcciones, y se vio a los soldados auxiliares, tan recalcitrantes para
este servicio, prestarse gozosos al deseo del general, hasta el punto de
llevar alegremente a hombros vigas de cincuenta y más pies, y ayudar con
todas sus fuerzas a los trabajos de la construcción.
Tocaba a su término la obra, cuando volvió
Hariobaudo a dar cuenta de su misión, siendo su llegada la señal de marcha,
poniéndose en movimiento todo el ejército hacia Moguntiacum, donde se
promovió agrio altercado, sosteniendo Florencio y Lupicino, que había sucedido
a Severo, que era necesario lanzar allí un puente para cruzar el río, y
negándose Juliano con inquebrantable persistencia, porque si se sentaba el
pie en territorio de los reyes con quienes estábamos en paz,
las costumbres devastadoras de los soldados acarrearían inevitablemente la
ruptura de los tratados.
Entretanto, aquella parte del pueblo alemán contra
la que se dirigía la expedición, viendo acercarse el peligro, intimó con
amenazas al rey Suomario, uno de los comprendidos en los
tratados anteriores, que nos impidiesen pasar el Rhin; porque en efecto,
sus posesiones tocaban a la otra orilla. Declarando éste que con sus
fuerzas solas no podría conseguir el objeto, marchó de pronto a aquel
punto imponente masa de bárbaros, decidida a emplear todos los esfuerzos para
evitar el paso del ejército; comprendiéndose entonces que el César había
tenido doblemente razón en su negativa, y que para lanzar el puente era
necesario buscar el punto más favorable, allí donde no hubiese exposición
de devastar tierras de su amigo, ni sacrificar multitud de vidas en desesperada
lucha con aquella multitud.
Los bárbaros de la otra orilla seguían atentamente
todos nuestros movimientos. En cuanto veían desplegar las tiendas, hacían alto
y pasaban la noche con las armas en la mano, esperando alarmados alguna
tentativa nuestra para pasar el río. Llegando al fin al punto elegido, el
ejército descansó después de haberse fortificado. El César llamó a
Lupicino a consejo, y dio a los tribunos de su mayor confianza la orden de
tener dispuestos trescientos hombres armados a la ligera y provistos de
estacas, sin explicar en qué quería emplearlos, ni qué servicio iban a prestar.
A media noche hizo montar el destacamento en cuatro barcas, no habiendo
podido procurarse más, mandándoles bajar el río con el mayor silencio, sin
emplear siquiera los remos, por temor de que su ruido llamase la atención
de los bárbaros y emplear todos los esfuerzos posibles para ganar la
otra orilla, mientras el enemigo tenía fija la atención en nuestras
hogueras.
Cuando se preparaba esta sorpresa, el rey Hortario
que, sin pensar en enemistarse con nosotros conservaba relaciones de buena
vecindad con sus compatriotas, había invitado a los reyes alemanes,
enemigos nuestros, con sus parientes y vasallos a un festín que, según la
costumbre de estos pueblos, se prolongó hasta la tercera vigilia de la
noche. La casualidad hizo que, al retirarse, se encontrasen con los
nuestros, no siendo muerto ni hecho prisionero ninguno de los
convidados, gracias a la velocidad de sus caballos, que lanzaron al azar;
pero de los esclavos y criados que les seguían a pie escaparon muy pocos,
y estos lo debieron a la obscuridad.
Habían pasado el río, y lo mismo que las
expediciones anteriores, los Romanos consideraban terminados sus trabajos,
puesto que habían alcanzado al enemigo; pero la sorpresa aterró a los
reyes alemanes y a toda su multitud, cuya única idea consistía en impedir
la construcción de un puente. Entonces tuvo lugar una dispersión general,
y a la indomable furia siguió en cada cual vivo apresuramiento por buscar
a lo lejos seguridad para sí propio, para su familia y bienes. Entonces
se construyó el puente sin obstáculos, y la población alemana, contra lo
que esperaba, vio a nuestras legiones cruzar sin causar daño alguno las
posesiones del rey Hortario; pero en cuanto hollaron tierra enemiga, todo
lo llevaron a sangre y fuego.
Después de degollar multitud de habitantes y de
incendiar sus débiles moradas, el ejército, que ya no encontraba más que
moribundos o gentes que pedían perdón, llegó al fin al punto llamado
Mientras, con el auxilio divino, se restablecían
nuestros negocios en las Galias, en la corte de Constancio iba a surgir otra
tempestad política, sirviendo un incidente baladí de preludio a escenas de
luto y lágrimas. En la casa de Barbación, general de la infantería, se había
presentado un enjambre de abejas. Inquieto por el presagio, consultó con
los adivinos, respondiéndole éstos que se encontraba en vísperas de algún
acontecimiento grave. Fundábase el pronóstico en la costumbre de espantar
las abejas del punto donde han depositado el producto de su trabajo, ya
ahumándolas o ya haciendo mucho ruido con címbalos. La esposa de
Barbación, llamada Assyria, era tan indiscreta como imprudente, y,
encontrándose ausente en una expedición su marido, muy preocupada por
el vaticinio, ocurriósele, en su inquietud mujeril, dirigirle una carta
lacrimosa en la que le pedía, como próximo sucesor de Constancio (cuya
muerte consideraba Assyria muy cercana) que no la pospusiese a la
emperatriz Eusebia, a pesar de su extraordinaria belleza. Habíase servido
Assyria de una esclava muy hábil en escritura y cifras, recibida con la
herencia de Silvano. Remitióse la carta con todo el secreto posible; pero,
al regreso de la expedición, la esclava que la había escrito al dictado de
su señora, se fugó una noche, recogiéndola apresuradamente Arbeción, a quién
entregó una copia. No perdió éste tan preciosa ocasión para desplegar su
destreza, y con la copia en la mano se presentó al Emperador. Como de
costumbre, se procedió rápidamente. Barbación no pudo negar que había
recibido la carta, y como su esposa quedó convicta de haberla escrito, ambos
fueron decapitados. Pero no puso fin su muerte a los procedimientos, sino
que sufrieron el tormento multitud de desgraciados, inocentes o culpables,
encontrándose entre los primeros Valentino, que acababa de pasar de
oficial de los protectores a tribuno: so pretexto de complicidad se le sujetó varias
veces al tormento, que soportó hasta el fin, sin contestar otra cosa que su
completa ignorancia de todo lo que había ocurrido. Más adelante, por vía
de indemnización, le otorgaron el título de duque de Iliria.
Barbación era duro, arrogante; generalmente se le
detestaba por la hipocresía con que había hecho traición a Galo cuando servía a
sus órdenes como jefe de los protectores. Habiendo obtenido por aquel
servicio grado militar más elevado, aumentó su orgullo, dirigiendo entonces
todas sus maniobras contra Juliano, no cesando de insinuar, con grave
escándalo de las personas honradas, los conceptos peores en los oídos
siempre abiertos de Constancio. Sin duda ignoraba el prudente consejo que
en otro tiempo dio Aristóteles a Calisthenes, pariente y discípulo suyo, al
enviarle al lado de Alejandro, de hablar lo menos posible, y de medir
mucho sus palabras ante aquel hombre
Mientras se ocupaban en Sirmium en informes
judiciales, la bocina daba la señal de los combates en Oriente. Reforzado el
rey de Persia por las terribles naciones cuyo auxilio había conseguido,
deseando extender sus dominios, reunía de todas partes hombres, armas y
víveres. Evocáronse los manes, interrogóse a los adivinos, y, cuando todo
estuvo dispuesto, el rey esperó la primavera para poner por obra sus
proyectos de invasión.
Profundo temor produjeron en los ánimos, vagos
rumores al principio, y después detalles más ciertos. Sin embargo, los
familiares del palacio, dirigidos por los eunucos, no cesaban día y noche de
golpear sobre el mismo yunque, como suele decirse; y, para el crédulo y
pusilánime Emperador, Ursicino había venido a ser en cierto modo la cabeza
de Medusa. Vencedor de Silvano y designado en seguida para defender el
Oriente, como si él solo fuese capaz de ello, soñaba una posición
más elevada todavía. Esto repetían continuamente delante del Emperador, y
bajo todas las formas; no teniendo otro objeto esta infame maniobra que el
de granjearse el favor de Eusebio, prepósito de palacio, de quien podía decirse
sin exageración que su señor era quien gozaba de su favor. Eusebio tenía
otro motivo de animosidad contra el jefe de la caballería. Este era el único
que jamás había recurrido a él, y además, Ursicino se obstinaba en no
salir de una casa que tenía en Antioquía, cuya posesión deseaba
ardientemente Eusebio. Como la serpiente henchida de veneno,
cuyos pequeñuelos apenas comienzan a arrastrarse y ya los enseña a morder,
Eusebio educaba a los jóvenes eunucos de la cámara a que aprovechasen,
para derribar poco a poco a un hombre honrado, las facilidades de su
servicio íntimo, y del encanto de su voz, que continuaba siendo dulce e
infantil a los oídos del príncipe, prestándose todos dócilmente a estas
lecciones.
Ante tales hechos, podría creerse digna de rehabilitación
la memoria de Domiciano, quien, en medio de la justa reprobación inherente a su
reinado, tan diferente del de su padre y de su hermano, conserva, sin
embargo, el honor de haber dictado la ley más útil de todas; la que prohíbe
bajo penas severísimas la castración de los niños en toda la extensión del
imperio romano. ¿Qué sería de nosotros si hubiese pululado esta especie de
monstruos, cuando siendo tan cortos en número, aun consiguen ser una
calamidad?
Quisieron, sin embargo obrar con circunspección
contra Ursicino, insinuando que le inspiraría temores otro llamamiento, y que
entonces podría muy bien prescindir de consideraciones; siendo mejor
esperar una oportunidad para abrumarle de improviso: y, mientras acechaban con
impaciencia este momento, Ursicino y yo llegamos a Samosata, en otro
tiempo célebre capital del reino de Comageno. Allí recibimos sucesivamente
noticias de los acontecimientos de que voy a hablar.
Un tal Antonino, que de rico comerciante había
llegado a ser intendente del duque de Mesopotamia, entró después en el cuerpo
de los protectores, llegando a adquirir en la provincia mucha fama de
talento y prudencia. Amenazado por injustas reclamaciones de la pérdida
de considerable caudal, quiso pleitear; pero tenía por contrarios hombres
poderosos, y los jueces, inclinándose al más fuerte, consiguieron que el
litigante sufriese repetidos descalabros. Lejos de luchar contra la
injusticia, tomó el partido de doblegarse y apelar a la destreza,
reconociéndose deudor, y fingió abandonar al fisco la cantidad exigida, al
mismo tiempo que germinaba en su cabeza siniestro proyecto de venganza.
Dedicóse secretamente a enterarse de todos los resortes del Estado y de la
administración. Siéndole familiares las dos lenguas, teniendo a su disposición
las cuentas, muy pronto combinó el número, fuerza y distribución de los
cuerpos de tropas, y el destino
Así estaban las cosas por el lado de Mesopotamia,
cuando la turba palaciega, hablando siempre en el mismo tono contra el honrado
Ursicino, encontró al fin ocasión de perjudicarle. Ahora también le
inspiró y secundó la banda de eunucos, gentes que con nada se blandean ni se
sacian, y que, privadas de todo humano afecto, se lanzan a la posesión de
las riquezas y se abrazan a ellas con el apasionamiento que tendría un
padre por su hijo. Concertaron entre ellos que el hombre que les convenía
en el mando del Oriente era Sabiniano, viejo decrépito, pero tan rico como
inepto y destituido de energía; que se llamaría a Ursicino y sucedería a Barbación
en el cargo de jefe de la infantería; y, una vez en su mano aquel
ambicioso innovador, tendría bastante con defenderse de las poderosas
enemistades que le suscitarían.
Mientras se repartían los papeles en la corte de
Constancio como para representar una comedia, o como para señalar los puestos
en un festín, y se hacía llevar a cada casa influyente su parte del precio
estipulado para el poder que se acaba de vender, Antonino, conducido al cuartel
de invierno del rey de Persia, era recibido con los brazos abiertos y se
le honraba con la tiara, distinción que confiere el derecho de sentarse a
la mesa real, y además el de emitir opinión en los consejos y alternar en
las deliberaciones; derecho de que usó ampliamente Antonino, navegando
a velas desplegadas, atacando desde luego a la república sin circunloquios
ni rodeos, y repitiendo al rey sin cesar, como en otro tiempo Maharbal
reconviniendo por su indecisión a Aníbal, «que sabía vencer, pero que no
sabía aprovechar la victoria». Como hombre práctico que gozaba de
instrucción tan vasta como profunda, encontraba oyentes atentos y
maravillados, que no aplaudían, pero que manifestaban a la manera de los
Pheacas de Homero, su admiración con su silencio. Su asunto habitual era
el período de los últimos cuarenta años, en que, después de una guerra
constantemente afortunada, y especialmente después de aquel combate
nocturno cerca de Hileia y de Singara, combate tan mortífero para los
nuestros, los Persas vencedores se detuvieron de pronto, como si se hubiese
interpuesto un facial, dejando intacta a Edessa y sin pisar el puente del
Eufrates. Sin embargo, la ocasión era excelente con fuerzas tan poderosas,
después de tan brillantes comienzos, para llevar más lejos sus ventajas,
en el momento en que el poder romano, presa de los estragos
de interminable guerra civil, se extenuaba en esfuerzos y sangre.
De esta manera, en medio de los banquetes en que
los Persas, a imitación de los Griegos de otras épocas, celebraban consejo
acerca de los asuntos políticos y de guerra, el desertor, que
sabía conservar el dominio sobre sí mismo, excitaba constantemente la
embriaguez del monarca, aumentaba su confianza en la fortuna, y lo
impulsaba a ponerse en campaña en cuanto llegase el verano, prometiendo
por su parte su celo y asistencia en caso necesario.
Por este mismo tiempo, Sabiniano, envanecido con
su repentina importancia, venía a buscar a Cilicia al hombre a quien debía
reemplazar, y le entregaba una carta del Emperador, que le invitaba
a presentarse inmediatamente en la corte, donde se
le ofrecía puesto más elevado. Ahora bien: las cosas habían llegado en Oriente
a un punto tan crítico, que en vez de separar a Ursicino de su gobierno,
debieron llamarle a él apresuradamente, aunque hubiesen tenido que ir a
buscarle hasta Thule; tan indispensable le hacían en aquel momento su
profunda inteligencia y su conocimiento de la táctica especial de los
Persas.
La nueva consternó a las provincias: reuniéronse
en todas partes los órdenes del Estado y agitóse el pueblo: deliberóse por un
lado; vociferóse por otro, y todos decidieron retener de buena o mala
manera al defensor común. Recordaban que, quedando solo para defender el país,
había sabido con un puñado de soldados, sin brío ni fuerza, y que jamás
habían visto la guerra, resistirse durante diez años, sin quedar vencido
en ninguna parte. Sabíase, además, para colmo de temores, que al perder a
Ursicino, le reemplazaba el hombre más inepto.
Créese generalmente, y yo creo también, que las
noticias corren por el aire. Sin duda los Persas se enteraron por este camino,
porque deliberaban ya acerca de lo que acababa de ocurrir entre nosotros;
y, después de muchos debates, adoptaron al fin en el último consejo el plan
que proponía Antonino, fundado tanto en la ausencia de Ursicino, como en
la nulidad de su sucesor; plan que consistía en forzar el paso del
Eufrates y marchar adelante en línea recta sin exponerse a perder gente
ante las plazas fuertes. Adelantándose de esta manera por la celeridad a la
noticia de la marcha, su ejército ocuparía sin combatir las provincias que
no habían visto enemigos desde el tiempo de Galieno y que se habían
enriquecido por larga paz. Ofrecía además Antonino servir de guía, y no
podía encontrarse otro mejor. Todos aprobaron el proyecto, y ya no se ocuparon
más que de reunir soldados, víveres, armas y todo el material necesario,
durando los preparativos el resto del invierno.
Por nuestra parte, una vez desembarazados de los
obstáculos de que acabo de hablar, y que nos detuvieron algún tiempo al otro
lado del Tauro, nos apresuramos a obedecer al Emperador, y caminamos
apresuradamente hacia Italia. Llegados a las orillas del Hebrum, río que tiene
su origen en los montes Odrysos, recibimos una carta del Emperador, que
nos mandaba emprender en el acto el camino de Mesopotamia; y esto sin
acompañamiento alguno, puesto que nuestra misión no era activa, teniendo
otro la autoridad. Esta maniobra la habían imaginado los directores del
gobierno, cuya intención era, en el caso de que los Persas fracasaran en
su empresa, atribuir al nuevo general todo el honor del éxito, y
conservar, en caso contrario, un motivo de acusación contra Ursicino como
traidor. Después de tantas idas y venidas sin objeto, regresamos,
encontrándonos frente a frente con Sabiniano, que nos recibió con desdén.
Sabiniano tenía mediana estatura, y estaba tan destituido de valor como de
talento; hombre que perdía la serenidad ante el alegre ruido de un festín,
siendo imposible resistiese el fragor de la batalla.
Concordando los relatos de nuestros espías con las
declaraciones de los desertores acerca de la actividad que desplegaban los
Persas en sus preparativos, dejamos a aquel hombrecillo bostezar a su
gusto y acudimos a poner a Nisiba en estado de defensa, temiendo que el
enemigo, fingiendo no hacer caso de esta plaza, la sorprendiese
desprevenida. Mientras apresurábamos los trabajos en el interior de las
murallas, aparecieron al otro lado del Tigris columnas de humo y
llamas extraordinarias en dirección de Sisara y del fuerte de las Moreras,
y, propagándose hasta muy cerca del recinto, revelaban el paso del río por
las fuerzas avanzadas del enemigo y el principio de las devastaciones.
Salimos apresuradamente, queriendo adelantarnos y cortarles el paso, y a dos
millas de las fortificaciones encontramos un hermoso niño llorando:
parecía como de ocho años y llevaba collar. Díjonos que pertenecía a buena
familia y que, al acercarse el enemigo, su madre lo había abandonado en la
precipitación de la fuga. Compadecido el general, me mandó que colocase a aquel niño
delante de mí en el caballo y que lo llevase a la ciudad. Pero los exploradores
saqueaban ya las cercanías. Temí quedar encerrado, y, dejando el niño en
el dintel de una puerta entreabierta, me reuní a toda brida y sin poder
respirar a nuestras turmas. Poco faltó para que me cogiesen. El criado de
un tribuno, llamado Abdigido, cayó en poder de un grupo, en el momento en que
pasaba yo como una flecha. Su amo escapó. Preguntaron al prisionero quién
era el jefe que acababa de salir de
Libres del peligro, llegamos a una comarca poblada
de viñedos y árboles frutales, llamada Mejacarire por la frescura de sus aguas.
Habían huído todos los habitantes, y solamente se encontró un soldado
oculto en un parapeto, y que fue llevado ante el general. El temor que mostraba
aquel hombre y sus contradictorias respuestas nos lo hicieron sospechoso.
Estrecháronle con amenazas, y al fin lo confesó todo, enterándonos de que
había nacido en las Galias, entre los Parisios, y que había servido en
nuestra caballería, pero que el temor de un castigo merecido le había
hecho desertar a los persas; que se había casado con una mujer honrada, de
la que tenía hijos; que, empleado como espía por los persas,
frecuentemente les había dado útiles noticias, y que en el momento mismo
de su captura, regresaba en busca de los generales Tampsapor y Nohodares,
que mandaban muchedumbre de merodeadores, para enterarles de lo que había
averiguado. Después de obtener de él algunas noticias acerca del enemigo,
se le dio muerte.
Apurando el tiempo y siendo mayor cada vez la
alarma, marchamos apresuradamente hacia Amida, ciudad tan célebre después por
su desastre. Allí, al regresar nuestros exploradores, se nos entregó un
pergamino misteriosamente oculto en una vaina y en el que habían trazado
caracteres de escritura. El mensaje procedía de Procopio, que, como antes
dije, había formado parte de la segunda legación a Persia con el conde
Luciliano. Aquel pergamino, redactado de intento en términos obscuros por
si caía en manos del enemigo, decía lo siguiente: «El rey viejo ha rechazado a
los legados Griegos, cuya vida pende de un hilo. Ya no le basta el
Helesponto: muy pronto se le verá unir por medio de puentes las dos
orillas del Gránico y del Ryndacio, y lanzar al Asia, para invadirla,
pueblos enteros. Por su propio carácter es demasiado irritable y violento, y el
sucesor del emperador Adriano de otra tiempo está allí para enardecerle e
irritarle cada vez más.» El sentido de estas palabras era que el rey de
Persia iba a atravesar el Anzabo y el Tigris, y que, impulsado
por Antonino, aspiraba al dominio de todo el Oriente. Cuando, a fuerza de
trabajo, se penetró el sentido, se tomó la siguiente acertada disposición.
Ocupaba a la sazón el gobierno de la Corduena,
país perteneciente a, los persas, un sátrapa llamado Joviniano, que mantenía
con nosotros secreta inteligencia. Designado en otro tiempo en rehenes,
había pasado la juventud en Siria, donde tomó afición a los estudios liberales,
y deseaba ardientemente volver a nuestro lado para entregarse a su pasión.
Fui enviado a él con un centurión, elegido como hombre seguro, con objeto
de obtener datos ciertos relativamente a la invasión; teniendo que
recorrer para llegar hasta él caminos apenas trazados entre ásperos montes
y precipicios. Reconocióme en seguida, y en cuanto le dije sin testigos el
objeto de mi viaje, me dio un guía discreto, muy conocedor del terreno. El
guía me llevó a alguna distancia de allí, sobre un peñasco bastante alto,
para que una vista penetrante pudiese reconocerlo todo hasta cincuenta
millas de distancia. Dos días enteros permanecimos de observación sin ver
nada. Pero al amanecer del tercero, todo el espacio circular que abrazaba
la vista, y que llamamos horizonte, pareciónos que se llenaba de
innumerables muchedumbres armadas. El rey aparecía al frente con su traje más brillante.
A su izquierda marchaba Grumbates, rey de los Chionitas, hombre de mediana
edad, lleno
Después que los reyes aliados atravesaron Nínive,
ciudad principal del Adiabeno, continuaron resueltamente la marcha, habiendo
celebrado un sacrificio en medio del puente del Anzabo, y consultado las
entrañas de las víctimas, que se mostraron favorables. Por nuestra parte,
calculando que el resto del ejército emplearía por lo menos tres días en
desfilar, volvimos rápidamente junto al sátrapa para descansar de nuestras
fatigas. En seguida, con la energía que da la necesidad, regresamos a los
nuestros, atravesando con más velocidad de la que creíamos el desierto que
nos separaba de ellos. Entonces pudimos darles la seguridad de que los
persas habían construido un puente de barcas y que caminaban en línea
recta, como conocedores del terreno. Inmediatamente se expidieron jinetes
llevando ordenes a Cassio, duque de Mesopotamia, y a Eufronio, gobernador
de la provincia, para que replegasen los habitantes con los ganados;
evacuar la ciudad de Carras, cuyas murallas se encontraban en mal estado,
y en fin, que incendiasen las mieses para que el enemigo no encontrase
subsistencias en ninguna parte; todo lo cual se ejecutó inmediatamente. Las
mieses que comenzaban a madurar y hasta las hierbas más tiernas fueron
pasto de las llamas, hasta el punto que desde el Tigris al Eufrates no se
veía rastro de verdura. En aquel incendio perecieron multitud de fieras, y
especialmente leones, que en aquel país son extraordinariamente feroces, pero a
los que una causa puramente local muchas veces hiere de muerte o deja
ciegos, como vamos a ver. Encuéntranse estos animales casi siempre en los
matorrales y espesuras, entre los dos ríos. Durante el invierno, que es
muy benigno, no hacen daño alguno; pero en cuanto el sol lanza sus rayos
de estío sobre aquellas abrasadas tierras, y ardiente vapor comienza a
caldear la atmósfera, nubes de mosquitos, inevitable azote de aquellas
comarcas, no dejan a los leones momento de descanso. Estos insectos se
ceban en los ojos, cuya brillantez y humedad les atrae, se clavan en las
membranas de los parpados y las acribillan con sus picaduras. Exasperados
los leones, o se arrojan al agua y se ahogan, al querer librarse de
aquella insoportable tortura, o se clavan las uñas en los ojos, se
los rompen y enloquecen de furor. A no ser por esto, todo el Oriente
estaría infestado de tales fieras.
Mientras, como ya hemos dicho, quemaban los
campos, destacamentos de protectores, mandados por tribunos, cubrían la orilla
citerior del Eufrates con parapetos y empalizadas, proveyéndola además de
máquinas de guerra en todos los puntos donde permitía colocarlas el terreno
al abrigo de las aguas. En medio de esta actividad, estimulada por el
conocimiento del peligro en la ciudad de una guerra de exterminio, el
jefe, tan acertadamente elegido para hacer frente, Sabiniano, pasaba
tranquilamente el tiempo en medio de las tumbas, figurándose sin duda que,
estando en paz con los muertos, nada tenía que temer de los vivos; y, por
extraño y siniestro capricho, divertíase en turbar el profundo silencio de
aquellos parajes haciendo tocar a su presencia los cantos guerreros de la
pírrica para desquitarse de la falta de espectáculos. La idea de
funesto presagio inherente a tales actos, se une también al relato que de
ellos se hace; pero al menos puede impedir que el ejemplo sea contagioso.
El ejército de los persas dejó a un lado Nisiba,
sin dignarse detenerse en ella. Pero extendiendo por todas partes sus estragos
el fuego, para no exponerse a carecer de subsistencias, tuvo que seguir
por el pie de las montañas, buscando valles donde quedase alguna
vegetación, llegando muy pronto a la quinta de Babasen. Desde aquí hasta
Constantina, en un espacio de cerca de cien millas, reina absoluta sequía,
sin encontrarse más agua que la poca que proporcionan los pozos. Los jefes
vacilaron por largo tiempo; pero confiando en la energía física de sus
soldados, iban a continuar hacia adelante cuando les informaron de que
repentina licuación de nieves había engrosado el Eufrates, haciéndole
invadeable. Este contratiempo destruía sus esperanzas. Necesario
Enterados en seguida de este movimiento por
nuestros exploradores, nos dispusimos para trasladarnos en seguida a Samosata,
pasar allí el río y, después de cortar los puentes de Zeugma y
de Carpesana, procurar, con el auxilio divino, rechazar al enemigo. Pero
un accidente tan funesto como ignominioso, que debería sepultarse en eterno
silencio, desconcertó nuestras medidas. Teníamos por este lado un puesto
avanzado de dos turmas, compuestas de setecientos caballos, que
habían enviado de Iliria como refuerzo; tropa enervada y sin valor que,
temiendo una sorpresa nocturna, había abandonado la custodia de la calzada
al obscurecer, es decir, a la hora precisamente en que era necesario
vigilar más, y ocupar hasta el sendero más insignificante. Observaron los
persas esta circunstancia, y aprovechando la doble embriaguez del vino y
del sueño en que estaban sumidos aquellos hombres, pasaron sin ser vistos
cerca de veinte mil, mandados por Tamsapor y Nohódaros, y se emboscaron
detrás de las alturas inmediatas a Amida.
Apenas había amanecido y estábamos en marcha hacia
Samosata, como ya he dicho, cuando desde una altura se descubrió considerable
reflejo de armas; y a los gritos de ahí está el enemigo, se dio la
ordinaria señal de combate. Hízose alto, se estrecharon las filas. Nuestra
retirada era muy insegura, porque estando tan cerca el enemigo, no habría
dejado de perseguirnos. Atacar era correr a segura muerte, teniendo
enfrente fuerzas tan superiores, sobre todo en caballería, y
nos preguntábamos aún qué íbamos a hacer, cuando ya era inevitable el
combate y habían caído algunos de los nuestros que se adelantaron
demasiado. En el momento en que se reunían los dos bandos, Ursicino
reconoció a Antonino, que estaba al frente de las fuerzas enemigas; dirigióle
abrumadoras reconvenciones y le trató de desertor e infame. Antonino,
quitándose la tiara, signo de su dignidad, echó pie a tierra, e
inclinándose hasta el suelo, con las dos manos unidas a la espalda (el saludo
más humilde entre los asirios), dio a Ursicino los nombres de amo y señor,
diciéndole: «Perdona, ilustre conde, una acción que reconozco culpable, y
a la que únicamente ha podido impulsarme la necesidad. Me ha perdido el
inicuo encarnizamiento de implacables acreedores. Tú mismo lo
sabes, puesto que tu alta intervención ha sido impotente contra su
avidez.» Dichas estas palabras, se retiró de espaldas, en señal de
respeto, hasta que perdió de vista a su interlocutor.
En el transcurso de media hora había ocurrido todo
esto, y de pronto nuestro última fila, que coronaba la colina, gritó que una
nube de catafractos acudía a toda brida a cogernos por la
espalda. Entonces, como de ordinario sucede en los casos desesperados,
oprimidos por todas partes por masas innumerables, no supimos qué hacer ni
qué evitar, y comenzó la dispersión en todos sentidos. Pero el enemigo nos
tenía encerrados en un círculo, y nuestros mismos esfuerzos por huir
nos arrojaba en medio de sus filas. Solamente se pensaba ya en defender la
vida; pero combatiendo vigorosamente, nos vimos arrojados hasta las
escarpadas riberas del Tigris, cayendo muchos al río, en el que algunos,
enlazando los brazos, consiguieron no separarse de los puntos vadeables;
otros perdieron pie y se sumergieron. Estos peleando esforzadamente hasta
el último momento y con diferente éxito, aquéllos perdiendo la esperanza
de resistir, procuraron llegar a las gargantas más inmediatas del monte
Tauro; y entre estos se encontraba nuestro general, a quien vi en un
momento rodeado con el tribuno Ajadatho y un solo criado, debiendo la vida
a la ligereza de su caballo.
Separado de mis compañeros, miraba en derredor qué
debía hacer, cuando vi a Verenniano, compañero mío en los protectores, que
tenía un muslo atravesado por una flecha. A ruego suyo procuré
extraérsela, cuando viéndome rodeado y rebasado ya por un grupo de persas,
emprendí vertiginosa carrera hacia la ciudad, que, muy escarpada por el
lado donde nos empujaba el enemigo,
Al principio no fue Amida más que un caserío; pero
Constancio, siendo César, concibió el proyecto, cuando estaba edificando otra
ciudad, la de Antoninópolis, de convertirla en refugio seguro para la población
de los alrededores. Rodeóla de muros y de torres, y estableció un
depósito de máquinas de muralla; haciéndola, en una palabra, temible plaza
fuerte, y queriendo darle su nombre. Por el lado austral la baña el
Tigris, que forma recodo en aquel punto, cercano de su nacimiento; al
Oriente, domina las llanuras de la Mesopotamia; al Norte, tiene cerca el río
Ninfeo, y por baluarte las cimas del Tauro, que forman las fronteras de la
Armenia y de las regiones transtigritanas; y por el lado del Oeste toca a
la Comagena, comarca muy fértil y bien cultivada, donde se encuentra la
ciudad de Abarno, famosa por sus aguas termales. En el centro de la
misma Amida, al pie de la fortaleza, brota abundante manantial de agua
potable, pero que, por efecto de los fuertes calores, toma olor mefítico.
Formaba la guarnición de esta ciudad la quinta legión párthica y un cuerpo
de caballería formado en el país, que no era despreciable. Pero la irrupción de
los persas había hecho acudir allí seis legiones, que se adelantaron al
enemigo bajo sus murallas, por medio de una marcha forzada, poniendo la
plaza en respetable pie de defensa. Dos legiones de éstas llevaban los
nombres de Magnencio y de Decencio, y el Emperador, que desconfiaba de ellas
después de la guerra civil, las había relegado al Oriente, donde no podían
temerse conflictos más que con los extraños. Las otras cuatro legiones
eran la décima, la trigésima y otras dos formadas con los soldados
superventores y preventores, bajo el mando de Eliano, que recientemente había
ascendido a conde. Recordaráse el aprendizaje de esta tropa en Singara,
siendo bisoña entonces, y la matanza que hizo en los persas dormidos, en
una salida que dirigió el mismo jefe, que entonces no era más que simple
protector. Allí se encontraba también la mayor parte de los sagitarios comites,
cuerpo reclutado entre los bárbaros de condición libre, elegidos por su
vigor y destreza en el manejo de las armas.
En el momento de este inesperado triunfo de su
vanguardia, aprovechaba Sapor el consejo de Antonino, y al salir de Babasa, se
dirigía a la derecha por Horren, Mejacarire y Charcha, como si no tuviese
propósito alguno sobre Amida. En su camino encontró los dos fuertes romanos,
Rema y Busa, enterándose por un desertor que la fortaleza de aquellas dos
plazas había decidido a muchos particulares a depositar en ellas sus
riquezas como en lugar seguro, diciendo que, además de los tesoros, se
encontraba allí una mujer singularmente hermosa con una hija pequeña. Era esta
mujer la esposa de Craugaso, individuo influyente y distinguido del cuerpo
municipal de Nisiba.
El cebo del botín excitó a Sapor, que
inmediatamente atacó a los dos fuertes, no dudando tomarlos, como así sucedió,
porque consternadas las guarniciones a la vista de tantos enemigos, sólo
pensaron en rendir las plazas con todos los refugiados. A la primera intimación
entregaron las llaves, abrieron las puertas, y cuanto encerraban fue
abandonado al vencedor. Viéronse entonces filas de temblorosas mujeres, de
niños en brazos de sus madres, haciendo en tan tierna edad el aprendizaje
de la desgracia. El rey preguntó por la esposa de Craugaso, le dijo que se
acercase sin temor, y viéndola cubierta con un velo negro que le caía
hasta los pies, le aseguró bondadosamente que se respetaría su pudor y que
volvería a ver a su marido, de quien sabía estaba apasionado de su
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