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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 17

LIBRO 18

LIBRO 19

 

LIBRO 18

Beneficios de la presencia de Juliano en las Galias.—Cuida de que en todas partes se administre bien la justicia.—Repara las murallas de los fuertes reconquistados al enemigo en las orillas del Rhin, tala parte del territorio de los alemanes y obliga a cinco reyes suyos a pedir la paz y devolver los prisioneros.—Barbación, jefe de la infantería, es decapitado con su esposa por orden de Constancio.—Sapor, rey de Persia, se dispone a atacar con todas sus fuerzas a los romanos.— Ursicino, llamado al Oriente, recibe contraorden en Tracia y regresa a Mesopotamia.—Encarga a Ammiano que observe la marcha de los Persas.—Reunido Sapor con el rey de los Chionitas y de los Albaneses, penetra en Mesopotamia.—Los Romanos incendian ellos mismos las mieses, llaman a las ciudades la población de los campos y cubren de fortificaciones y castillos la orilla citerior del Eufrates.—Los Persas sorprenden un cuerpo de Ilirios compuestos por setecientos jinetes. En un encuentro con un cuerpo de Persas muy superior, Ursicino escapa por un lado y Ammiano por otro.—Descripción de Amida. Fuerza de la guarnición de esta ciudad en legiones y en caballería. —Ríndense a Sapor dos fuertes romanos.

(Año 359 de J. C.)

En el espacio de un año habían ocurrido estas cosas en diferentes puntos del orbe. Los esplendores del consulado acababan de ennoblecer los nombres de Eusebio y de su hermano Hypacio. La Galia comenzaba a tranquilizarse, y Juliano, libre por el momento de los cuidados de la guerra, atendía especialmente a todo lo que podía contribuir al bienestar de las provincias, siendo su constante ocupación vigilar por el equitativo reparta del impuesto, evitar todo abuso de autoridad, separar de los negocios a la clase de gente que especula con las desgracias públicas y no consentir a los magistrados que se apartasen de la estricta justicia. Lo que más ayudaba a la reforma en esta parte de la administración era que el príncipe ocupaba personalmente su silla de juez, aunque el proceso tuviese poca importancia por la gravedad del caso o el rango de las personas; no teniendo jamás la justicia administrador más íntegro. Un ejemplo, entre otros, bastará para determinar su carácter en este punto. Numerio, antiguo gobernador de la Narbonense, tenía que responder ante él del cargo de dilapidación y, contra la costumbre en las causas criminales, eran públicos los debates, Numerio se encerró en la negativa y faltaban pruebas contra él. Su adversario Delfidio, hombre apasionado, viendo desarmada la acusación, no pudo menos de exclamar: «Pero, ilustre César, si basta negar, ¿dónde habrá en adelante culpados?» A lo que contestó Juliano sin inmutarse: «Si basta acusar, ¿dónde habrá inocentes?» Y como este ejemplo podrán citarse muchos.

Meditaba Juliano una expedición contra numerosos caseríos alemanes, cuyas disposiciones le hacían temer nueva y furiosa agresión, que no podía evitar sino adelantándose a imponer el castigo: siendo necesaria la premura y buscar el medio de ocultar la marcha al enemigo, con objeto de sorprenderlo y caer sobre él a la primera ocasión favorable. El medio que adoptó fue el siguiente, y el éxito demostró lo acertado del plan. En primer lugar ocultó su resolución, y, so pretexto de una legación a Hortario, uno de los reyes que estaban en paz con nosotros y vecino del territorio donde se agitaban, le envió a Heriobaudo, tribuno sin mando, de valor y fidelidad intachables. Este jefe, que hablaba bien el alemán, podía desde allí acercarse fácilmente a la frontera y vigilar los movimientos del enemigo. Heriobaudo aceptó valerosamente la comisión. En cuanto llegó la estación propicia para la campaña, Juliano reunió las tropas y se puso a su frente. Gran deseo tenía, antes de que estuviesen muy empeñadas las hostilidades, de apoderarse y poner en estado de defensa muchas ciudades fuertes cuya destrucción databa de antiguo, y también en reedificar sus almacenes de subsistencias, que habían sido incendiados, y en los que se proponía guardar las ordinarias remesas de granos de la Bretaña. Los almacenes, rápidamente construidos, quedaron en seguida repletos de víveres; ocupó siete ciudades, a saber, el campo de Hércules, Quadriburgium, Tricesimo Novesium, Borma, Autunnacum y Bingio, donde se le reunió oportunamente Florencio, prefecto del pretorio, que le traía refuerzos y víveres para larga campaña.

Faltaba reedificar las murallas de las siete ciudades, obra esencial y que urgía dejar terminada antes de que pudiesen entorpecerla. En esta ocasión pudo apreciarse el ascendiente que había conquistado el César, por temor, sobre los bárbaros y por amor, sobre los soldados. Los reyes alemanes, fieles al pacto ajustado el año anterior, enviaron en carros parte de los materiales necesarios para las construcciones, y se vio a los soldados auxiliares, tan recalcitrantes para este servicio, prestarse gozosos al deseo del general, hasta el punto de llevar alegremente a hombros vigas de cincuenta y más pies, y ayudar con todas sus fuerzas a los trabajos de la construcción.

Tocaba a su término la obra, cuando volvió Hariobaudo a dar cuenta de su misión, siendo su llegada la señal de marcha, poniéndose en movimiento todo el ejército hacia Moguntiacum, donde se promovió agrio altercado, sosteniendo Florencio y Lupicino, que había sucedido a Severo, que era necesario lanzar allí un puente para cruzar el río, y negándose Juliano con inquebrantable persistencia, porque si se sentaba el pie en territorio de los reyes con quienes estábamos en paz, las costumbres devastadoras de los soldados acarrearían inevitablemente la ruptura de los tratados.

Entretanto, aquella parte del pueblo alemán contra la que se dirigía la expedición, viendo acercarse el peligro, intimó con amenazas al rey Suomario, uno de los comprendidos en los tratados anteriores, que nos impidiesen pasar el Rhin; porque en efecto, sus posesiones tocaban a la otra orilla. Declarando éste que con sus fuerzas solas no podría conseguir el objeto, marchó de pronto a aquel punto imponente masa de bárbaros, decidida a emplear todos los esfuerzos para evitar el paso del ejército; comprendiéndose entonces que el César había tenido doblemente razón en su negativa, y que para lanzar el puente era necesario buscar el punto más favorable, allí donde no hubiese exposición de devastar tierras de su amigo, ni sacrificar multitud de vidas en desesperada lucha con aquella multitud.

Los bárbaros de la otra orilla seguían atentamente todos nuestros movimientos. En cuanto veían desplegar las tiendas, hacían alto y pasaban la noche con las armas en la mano, esperando alarmados alguna tentativa nuestra para pasar el río. Llegando al fin al punto elegido, el ejército descansó después de haberse fortificado. El César llamó a Lupicino a consejo, y dio a los tribunos de su mayor confianza la orden de tener dispuestos trescientos hombres armados a la ligera y provistos de estacas, sin explicar en qué quería emplearlos, ni qué servicio iban a prestar. A media noche hizo montar el destacamento en cuatro barcas, no habiendo podido procurarse más, mandándoles bajar el río con el mayor silencio, sin emplear siquiera los remos, por temor de que su ruido llamase la atención de los bárbaros y emplear todos los esfuerzos posibles para ganar la otra orilla, mientras el enemigo tenía fija la atención en nuestras hogueras.

Cuando se preparaba esta sorpresa, el rey Hortario que, sin pensar en enemistarse con nosotros conservaba relaciones de buena vecindad con sus compatriotas, había invitado a los reyes alemanes, enemigos nuestros, con sus parientes y vasallos a un festín que, según la costumbre de estos pueblos, se prolongó hasta la tercera vigilia de la noche. La casualidad hizo que, al retirarse, se encontrasen con los nuestros, no siendo muerto ni hecho prisionero ninguno de los convidados, gracias a la velocidad de sus caballos, que lanzaron al azar; pero de los esclavos y criados que les seguían a pie escaparon muy pocos, y estos lo debieron a la obscuridad.

Habían pasado el río, y lo mismo que las expediciones anteriores, los Romanos consideraban terminados sus trabajos, puesto que habían alcanzado al enemigo; pero la sorpresa aterró a los reyes alemanes y a toda su multitud, cuya única idea consistía en impedir la construcción de un puente. Entonces tuvo lugar una dispersión general, y a la indomable furia siguió en cada cual vivo apresuramiento por buscar a lo lejos seguridad para sí propio, para su familia y bienes. Entonces se construyó el puente sin obstáculos, y la población alemana, contra lo que esperaba, vio a nuestras legiones cruzar sin causar daño alguno las posesiones del rey Hortario; pero en cuanto hollaron tierra enemiga, todo lo llevaron a sangre y fuego.

Después de degollar multitud de habitantes y de incendiar sus débiles moradas, el ejército, que ya no encontraba más que moribundos o gentes que pedían perdón, llegó al fin al punto llamado  Capellatium o Palas, donde se encontraban los mojones que señalaban los límites de los territorios alemanes y de los burgondios. Allí acamparon los Romanos para recibir en actitud menos hostil la sumisión de dos hermanos, los reyes Macriano y Hariobaudo, que habían oído venir el huracán y se apresuraban a conjurarlo: ejemplo que siguió inmediatamente el rey Vadomario, cuyas posesiones lindaban con Rauracos, y que hizo valer en favor suyo una carta muy afectuosa de Constancio; por lo que se le recibió con las consideraciones debidas a un príncipe adoptado desde muy antiguo por el Emperador como cliente del pueblo romano. Macriano, lo mismo que su hermano, se veían por primera vez en medio de nuestras águilas y estandartes; y asombrado por el aspecto de nuestros soldados y la brillante variedad de las armas, se apresuró a pedir gracia para los suyos. Vadomario, que era vecino nuestro y desde muy antiguo estaba en relaciones con nosotros, no se cansaba de admirar nuestro aparato militar, pero como quien no lo contemplaba por primera vez. Después de larga deliberación, al fin se acordó conceder la paz a Macriano. En cuanto a Vadomario, como tenía el encargo, además del cuidado de sus propios intereses, de solicitar a nombre de los reyes Urio, Ursicino y Velstrapo, había dificultades para la contestación. Los bárbaros no se ligan por convenio, y un tratado concluido por intermediario no habría tenido fuerza para ellos desde el momento en que no los contuviese la presencia del ejército. Pero en cuanto quemaron sus mieses y sus casas, y mataron o cogieron parte de sus gentes, se apresuraron a negociar por legados directos y suplicaron con el mismo tono que si hubiesen causado los estragos, que habían sufrido: humildad que les valió paz en iguales condiciones que a los otros, imponiéndoles la inmediata entrega de todos los prisioneros que habían hecho en sus excursiones.

Mientras, con el auxilio divino, se restablecían nuestros negocios en las Galias, en la corte de Constancio iba a surgir otra tempestad política, sirviendo un incidente baladí de preludio a escenas de luto y lágrimas. En la casa de Barbación, general de la infantería, se había presentado un enjambre de abejas. Inquieto por el presagio, consultó con los adivinos, respondiéndole éstos que se encontraba en vísperas de algún acontecimiento grave. Fundábase el pronóstico en la costumbre de espantar las abejas del punto donde han depositado el producto de su trabajo, ya ahumándolas o ya haciendo mucho ruido con címbalos. La esposa de Barbación, llamada Assyria, era tan indiscreta como imprudente, y, encontrándose ausente en una expedición su marido, muy preocupada por el vaticinio, ocurriósele, en su inquietud mujeril, dirigirle una carta lacrimosa en la que le pedía, como próximo sucesor de Constancio (cuya muerte consideraba Assyria muy cercana) que no la pospusiese a la emperatriz Eusebia, a pesar de su extraordinaria belleza. Habíase servido Assyria de una esclava muy hábil en escritura y cifras, recibida con la herencia de Silvano. Remitióse la carta con todo el secreto posible; pero, al regreso de la expedición, la esclava que la había escrito al dictado de su señora, se fugó una noche, recogiéndola apresuradamente Arbeción, a quién entregó una copia. No perdió éste tan preciosa ocasión para desplegar su destreza, y con la copia en la mano se presentó al Emperador. Como de costumbre, se procedió rápidamente. Barbación no pudo negar que había recibido la carta, y como su esposa quedó convicta de haberla escrito, ambos fueron decapitados. Pero no puso fin su muerte a los procedimientos, sino que sufrieron el tormento multitud de desgraciados, inocentes o culpables, encontrándose entre los primeros Valentino, que acababa de pasar de oficial de los protectores a tribuno: so pretexto de complicidad se le sujetó varias veces al tormento, que soportó hasta el fin, sin contestar otra cosa que su completa ignorancia de todo lo que había ocurrido. Más adelante, por vía de indemnización, le otorgaron el título de duque de Iliria.

Barbación era duro, arrogante; generalmente se le detestaba por la hipocresía con que había hecho traición a Galo cuando servía a sus órdenes como jefe de los protectores. Habiendo obtenido por aquel servicio grado militar más elevado, aumentó su orgullo, dirigiendo entonces todas sus maniobras contra Juliano, no cesando de insinuar, con grave escándalo de las personas honradas, los conceptos peores en los oídos siempre abiertos de Constancio. Sin duda ignoraba el prudente consejo que en otro tiempo dio Aristóteles a Calisthenes, pariente y discípulo suyo, al enviarle al lado de Alejandro, de hablar lo menos posible, y de medir mucho sus palabras ante aquel hombre  que podía dar con una señal la vida o la muerte. Y no debe admirar que la inteligencia humana, facultad de esencia divina, distinga las cosas provechosas de las perjudiciales, cuando los animales, desprovistos de razón, saben, por interés de su propia seguridad, obligarse espontáneamente al silencio, como lo demuestra este hecho de historia natural tan conocido. El calor obliga algunas veces a los patos silvestres a emigrar de Oriente a Occidente: cuando sus bandadas están cerca de atravesar la cordillera del Tauro, donde abundan las águilas, para que no escape ningún grito que revele su llegada a las guaridas de tan temibles enemigos, cogen piedras en el pico, que dejan caer en cuanto, con rápido vuelo, han cruzado aquellas alturas, continuando en seguida su viaje con seguridad completa.

Mientras se ocupaban en Sirmium en informes judiciales, la bocina daba la señal de los combates en Oriente. Reforzado el rey de Persia por las terribles naciones cuyo auxilio había conseguido, deseando extender sus dominios, reunía de todas partes hombres, armas y víveres. Evocáronse los manes, interrogóse a los adivinos, y, cuando todo estuvo dispuesto, el rey esperó la primavera para poner por obra sus proyectos de invasión.

Profundo temor produjeron en los ánimos, vagos rumores al principio, y después detalles más ciertos. Sin embargo, los familiares del palacio, dirigidos por los eunucos, no cesaban día y noche de golpear sobre el mismo yunque, como suele decirse; y, para el crédulo y pusilánime Emperador, Ursicino había venido a ser en cierto modo la cabeza de Medusa. Vencedor de Silvano y designado en seguida para defender el Oriente, como si él solo fuese capaz de ello, soñaba una posición más elevada todavía. Esto repetían continuamente delante del Emperador, y bajo todas las formas; no teniendo otro objeto esta infame maniobra que el de granjearse el favor de Eusebio, prepósito de palacio, de quien podía decirse sin exageración que su señor era quien gozaba de su favor. Eusebio tenía otro motivo de animosidad contra el jefe de la caballería. Este era el único que jamás había recurrido a él, y además, Ursicino se obstinaba en no salir de una casa que tenía en Antioquía, cuya posesión deseaba ardientemente Eusebio. Como la serpiente henchida de veneno, cuyos pequeñuelos apenas comienzan a arrastrarse y ya los enseña a morder, Eusebio educaba a los jóvenes eunucos de la cámara a que aprovechasen, para derribar poco a poco a un hombre honrado, las facilidades de su servicio íntimo, y del encanto de su voz, que continuaba siendo dulce e infantil a los oídos del príncipe, prestándose todos dócilmente a estas lecciones.

Ante tales hechos, podría creerse digna de rehabilitación la memoria de Domiciano, quien, en medio de la justa reprobación inherente a su reinado, tan diferente del de su padre y de su hermano, conserva, sin embargo, el honor de haber dictado la ley más útil de todas; la que prohíbe bajo penas severísimas la castración de los niños en toda la extensión del imperio romano. ¿Qué sería de nosotros si hubiese pululado esta especie de monstruos, cuando siendo tan cortos en número, aun consiguen ser una calamidad?

Quisieron, sin embargo obrar con circunspección contra Ursicino, insinuando que le inspiraría temores otro llamamiento, y que entonces podría muy bien prescindir de consideraciones; siendo mejor esperar una oportunidad para abrumarle de improviso: y, mientras acechaban con impaciencia este momento, Ursicino y yo llegamos a Samosata, en otro tiempo célebre capital del reino de Comageno. Allí recibimos sucesivamente noticias de los acontecimientos de que voy a hablar.

Un tal Antonino, que de rico comerciante había llegado a ser intendente del duque de Mesopotamia, entró después en el cuerpo de los protectores, llegando a adquirir en la provincia mucha fama de talento y prudencia. Amenazado por injustas reclamaciones de la pérdida de considerable caudal, quiso pleitear; pero tenía por contrarios hombres poderosos, y los jueces, inclinándose al más fuerte, consiguieron que el litigante sufriese repetidos descalabros. Lejos de luchar contra la injusticia, tomó el partido de doblegarse y apelar a la destreza, reconociéndose deudor, y fingió abandonar al fisco la cantidad exigida, al mismo tiempo que germinaba en su cabeza siniestro proyecto de venganza. Dedicóse secretamente a enterarse de todos los resortes del Estado y de la administración. Siéndole familiares las dos lenguas, teniendo a su disposición las cuentas, muy pronto combinó el número, fuerza y distribución de los cuerpos de tropas, y el destino  ulterior de cada uno en caso de guerra. Su infatigable investigación llegó hasta escudriñar la situación y recursos del armamento, subsistencias y todo lo que compone el material de campaña. Al fin quedó enterado de la parte fuerte y de la débil de nuestro estado militar en Oriente, y reconoció también que la prolongada presencia del Emperador en Iliria, reconcentraba en aquel punto la mayor parte de las tropas y los fondos necesarios para pagarlas. Viendo entonces que se acercaba el término de la obligación que la fuerza y el miedo le habían hecho firmar, y conociendo que era inminente su ruina, porque no podía esperar gracia del gran tesorero, que quería estar bien con la parte contraria, tomó sus disposiciones para huir a Persia con su esposa, sus hijos y lo más precioso que poseía. Con objeto de engañar más fácilmente a los guardias de las fronteras, compró en Haspis, por poco precio, un terreno ribereño del Tigris. De este modo aseguraba con sus frecuentes viajes a la frontera un pretexto que evitaba preguntas, porque los demás propietarios hacían lo mismo. De esta manera, y por medio de criados seguros, que sabían nadar, pudo comunicar frecuentemente con Tamsapor, que le conocía, y mandaba en toda la orilla opuesta. A favor de una escolta de jinetes que éste le envió, Antonino pudo embarcarse con su familia, pasando a la otra ribera, reproduciendo en sentido contrario el hecho de Zopyro, que en otro tiempo entregó Babilonia a Cyro.

Así estaban las cosas por el lado de Mesopotamia, cuando la turba palaciega, hablando siempre en el mismo tono contra el honrado Ursicino, encontró al fin ocasión de perjudicarle. Ahora también le inspiró y secundó la banda de eunucos, gentes que con nada se blandean ni se sacian, y que, privadas de todo humano afecto, se lanzan a la posesión de las riquezas y se abrazan a ellas con el apasionamiento que tendría un padre por su hijo. Concertaron entre ellos que el hombre que les convenía en el mando del Oriente era Sabiniano, viejo decrépito, pero tan rico como inepto y destituido de energía; que se llamaría a Ursicino y sucedería a Barbación en el cargo de jefe de la infantería; y, una vez en su mano aquel ambicioso innovador, tendría bastante con defenderse de las poderosas enemistades que le suscitarían.

Mientras se repartían los papeles en la corte de Constancio como para representar una comedia, o como para señalar los puestos en un festín, y se hacía llevar a cada casa influyente su parte del precio estipulado para el poder que se acaba de vender, Antonino, conducido al cuartel de invierno del rey de Persia, era recibido con los brazos abiertos y se le honraba con la tiara, distinción que confiere el derecho de sentarse a la mesa real, y además el de emitir opinión en los consejos y alternar en las deliberaciones; derecho de que usó ampliamente Antonino, navegando a velas desplegadas, atacando desde luego a la república sin circunloquios ni rodeos, y repitiendo al rey sin cesar, como en otro tiempo Maharbal reconviniendo por su indecisión a Aníbal, «que sabía vencer, pero que no sabía aprovechar la victoria». Como hombre práctico que gozaba de instrucción tan vasta como profunda, encontraba oyentes atentos y maravillados, que no aplaudían, pero que manifestaban a la manera de los Pheacas de Homero, su admiración con su silencio. Su asunto habitual era el período de los últimos cuarenta años, en que, después de una guerra constantemente afortunada, y especialmente después de aquel combate nocturno cerca de Hileia y de Singara, combate tan mortífero para los nuestros, los Persas vencedores se detuvieron de pronto, como si se hubiese interpuesto un facial, dejando intacta a Edessa y sin pisar el puente del Eufrates. Sin embargo, la ocasión era excelente con fuerzas tan poderosas, después de tan brillantes comienzos, para llevar más lejos sus ventajas, en el momento en que el poder romano, presa de los estragos de interminable guerra civil, se extenuaba en esfuerzos y sangre.

De esta manera, en medio de los banquetes en que los Persas, a imitación de los Griegos de otras épocas, celebraban consejo acerca de los asuntos políticos y de guerra, el desertor, que sabía conservar el dominio sobre sí mismo, excitaba constantemente la embriaguez del monarca, aumentaba su confianza en la fortuna, y lo impulsaba a ponerse en campaña en cuanto llegase el verano, prometiendo por su parte su celo y asistencia en caso necesario.

Por este mismo tiempo, Sabiniano, envanecido con su repentina importancia, venía a buscar a Cilicia al hombre a quien debía reemplazar, y le entregaba una carta del Emperador, que le invitaba  a presentarse inmediatamente en la corte, donde se le ofrecía puesto más elevado. Ahora bien: las cosas habían llegado en Oriente a un punto tan crítico, que en vez de separar a Ursicino de su gobierno, debieron llamarle a él apresuradamente, aunque hubiesen tenido que ir a buscarle hasta Thule; tan indispensable le hacían en aquel momento su profunda inteligencia y su conocimiento de la táctica especial de los Persas.

La nueva consternó a las provincias: reuniéronse en todas partes los órdenes del Estado y agitóse el pueblo: deliberóse por un lado; vociferóse por otro, y todos decidieron retener de buena o mala manera al defensor común. Recordaban que, quedando solo para defender el país, había sabido con un puñado de soldados, sin brío ni fuerza, y que jamás habían visto la guerra, resistirse durante diez años, sin quedar vencido en ninguna parte. Sabíase, además, para colmo de temores, que al perder a Ursicino, le reemplazaba el hombre más inepto.

Créese generalmente, y yo creo también, que las noticias corren por el aire. Sin duda los Persas se enteraron por este camino, porque deliberaban ya acerca de lo que acababa de ocurrir entre nosotros; y, después de muchos debates, adoptaron al fin en el último consejo el plan que proponía Antonino, fundado tanto en la ausencia de Ursicino, como en la nulidad de su sucesor; plan que consistía en forzar el paso del Eufrates y marchar adelante en línea recta sin exponerse a perder gente ante las plazas fuertes. Adelantándose de esta manera por la celeridad a la noticia de la marcha, su ejército ocuparía sin combatir las provincias que no habían visto enemigos desde el tiempo de Galieno y que se habían enriquecido por larga paz. Ofrecía además Antonino servir de guía, y no podía encontrarse otro mejor. Todos aprobaron el proyecto, y ya no se ocuparon más que de reunir soldados, víveres, armas y todo el material necesario, durando los preparativos el resto del invierno.

Por nuestra parte, una vez desembarazados de los obstáculos de que acabo de hablar, y que nos detuvieron algún tiempo al otro lado del Tauro, nos apresuramos a obedecer al Emperador, y caminamos apresuradamente hacia Italia. Llegados a las orillas del Hebrum, río que tiene su origen en los montes Odrysos, recibimos una carta del Emperador, que nos mandaba emprender en el acto el camino de Mesopotamia; y esto sin acompañamiento alguno, puesto que nuestra misión no era activa, teniendo otro la autoridad. Esta maniobra la habían imaginado los directores del gobierno, cuya intención era, en el caso de que los Persas fracasaran en su empresa, atribuir al nuevo general todo el honor del éxito, y conservar, en caso contrario, un motivo de acusación contra Ursicino como traidor. Después de tantas idas y venidas sin objeto, regresamos, encontrándonos frente a frente con Sabiniano, que nos recibió con desdén. Sabiniano tenía mediana estatura, y estaba tan destituido de valor como de talento; hombre que perdía la serenidad ante el alegre ruido de un festín, siendo imposible resistiese el fragor de la batalla.

Concordando los relatos de nuestros espías con las declaraciones de los desertores acerca de la actividad que desplegaban los Persas en sus preparativos, dejamos a aquel hombrecillo bostezar a su gusto y acudimos a poner a Nisiba en estado de defensa, temiendo que el enemigo, fingiendo no hacer caso de esta plaza, la sorprendiese desprevenida. Mientras apresurábamos los trabajos en el interior de las murallas, aparecieron al otro lado del Tigris columnas de humo y llamas extraordinarias en dirección de Sisara y del fuerte de las Moreras, y, propagándose hasta muy cerca del recinto, revelaban el paso del río por las fuerzas avanzadas del enemigo y el principio de las devastaciones. Salimos apresuradamente, queriendo adelantarnos y cortarles el paso, y a dos millas de las fortificaciones encontramos un hermoso niño llorando: parecía como de ocho años y llevaba collar. Díjonos que pertenecía a buena familia y que, al acercarse el enemigo, su madre lo había abandonado en la precipitación de la fuga. Compadecido el general, me mandó que colocase a aquel niño delante de mí en el caballo y que lo llevase a la ciudad. Pero los exploradores saqueaban ya las cercanías. Temí quedar encerrado, y, dejando el niño en el dintel de una puerta entreabierta, me reuní a toda brida y sin poder respirar a nuestras turmas. Poco faltó para que me cogiesen. El criado de un tribuno, llamado Abdigido, cayó en poder de un grupo, en el momento en que pasaba yo como una flecha. Su amo escapó. Preguntaron al prisionero quién era el jefe que acababa de salir de  la ciudad; respondiendo que Ursicino, y que se había dirigido al monte Izalo. En cuanto se enteraron de esto, lo mataron, dedicándose a perseguirnos sin descanso. Gracias a la rapidez de mi caballo conservé ventaja sobre ellos, y cerca de Amudis, fuertecillo deteriorado, vi a los nuestros que descansaban completamente tranquilos, dejando pastar los caballos en los alrededores. Desde lejos levanté los brazos cuanto pude, agitando un paño arrollado de mi túnica, en señal de que el enemigo estaba encima. En seguida se retiraron, y yo también, a pesar del cansancio de mi caballo. Para daño nuestro, la luna estaba en lleno y atravesábamos una llanura igual y despejada, en la que solamente se veía hierba muy corta, sin árboles ni matorrales donde refugiarnos en el caso de que nos estrechasen muy de cerca. En este apuro, se imaginó atar una antorcha encendida en el lomo de un caballo y abandonarlo, después de lanzarlo a la izquierda, mientras que nosotros nos dirigíamos por la derecha a las montañas; siendo nuestro propósito llamar la atención de los Persas hacia aquella luz que verían avanzar lentamente, y que debían creer destinada iluminar los pasos del general. A no ser por esta estratagema, infaliblemente nos rodean y cogen.

Libres del peligro, llegamos a una comarca poblada de viñedos y árboles frutales, llamada Mejacarire por la frescura de sus aguas. Habían huído todos los habitantes, y solamente se encontró un soldado oculto en un parapeto, y que fue llevado ante el general. El temor que mostraba aquel hombre y sus contradictorias respuestas nos lo hicieron sospechoso. Estrecháronle con amenazas, y al fin lo confesó todo, enterándonos de que había nacido en las Galias, entre los Parisios, y que había servido en nuestra caballería, pero que el temor de un castigo merecido le había hecho desertar a los persas; que se había casado con una mujer honrada, de la que tenía hijos; que, empleado como espía por los persas, frecuentemente les había dado útiles noticias, y que en el momento mismo de su captura, regresaba en busca de los generales Tampsapor y Nohodares, que mandaban muchedumbre de merodeadores, para enterarles de lo que había averiguado. Después de obtener de él algunas noticias acerca del enemigo, se le dio muerte.

Apurando el tiempo y siendo mayor cada vez la alarma, marchamos apresuradamente hacia Amida, ciudad tan célebre después por su desastre. Allí, al regresar nuestros exploradores, se nos entregó un pergamino misteriosamente oculto en una vaina y en el que habían trazado caracteres de escritura. El mensaje procedía de Procopio, que, como antes dije, había formado parte de la segunda legación a Persia con el conde Luciliano. Aquel pergamino, redactado de intento en términos obscuros por si caía en manos del enemigo, decía lo siguiente: «El rey viejo ha rechazado a los legados Griegos, cuya vida pende de un hilo. Ya no le basta el Helesponto: muy pronto se le verá unir por medio de puentes las dos orillas del Gránico y del Ryndacio, y lanzar al Asia, para invadirla, pueblos enteros. Por su propio carácter es demasiado irritable y violento, y el sucesor del emperador Adriano de otra tiempo está allí para enardecerle e irritarle cada vez más.» El sentido de estas palabras era que el rey de Persia iba a atravesar el Anzabo y el Tigris, y que, impulsado por Antonino, aspiraba al dominio de todo el Oriente. Cuando, a fuerza de trabajo, se penetró el sentido, se tomó la siguiente acertada disposición.

Ocupaba a la sazón el gobierno de la Corduena, país perteneciente a, los persas, un sátrapa llamado Joviniano, que mantenía con nosotros secreta inteligencia. Designado en otro tiempo en rehenes, había pasado la juventud en Siria, donde tomó afición a los estudios liberales, y deseaba ardientemente volver a nuestro lado para entregarse a su pasión. Fui enviado a él con un centurión, elegido como hombre seguro, con objeto de obtener datos ciertos relativamente a la invasión; teniendo que recorrer para llegar hasta él caminos apenas trazados entre ásperos montes y precipicios. Reconocióme en seguida, y en cuanto le dije sin testigos el objeto de mi viaje, me dio un guía discreto, muy conocedor del terreno. El guía me llevó a alguna distancia de allí, sobre un peñasco bastante alto, para que una vista penetrante pudiese reconocerlo todo hasta cincuenta millas de distancia. Dos días enteros permanecimos de observación sin ver nada. Pero al amanecer del tercero, todo el espacio circular que abrazaba la vista, y que llamamos horizonte, pareciónos que se llenaba de innumerables muchedumbres armadas. El rey aparecía al frente con su traje más brillante. A su izquierda marchaba Grumbates, rey de los Chionitas, hombre de mediana edad, lleno  ya de arrugas, pero de corazón esforzado y que había ilustrado su nombre con más de una victoria. A su derecha estaba el rey de los Albaneses, igual al anterior en rango y consideración. Después venían muchos jefes distinguidos y poderosos, y en seguida una multitud guerrera, lo más escogido de las naciones vecinas y endurecida desde antiguo en las fatigas y peligros. Refiera la Grecia como le plazca la gran revista pasada en Dorisco de Tracia y la fabulosa reunión celebrada en estrecho recinto; nosotros, más circunspectos o más tímidos, solamente consignamos lo que puede demostrarse por testimonios seguros e incontestables.

Después que los reyes aliados atravesaron Nínive, ciudad principal del Adiabeno, continuaron resueltamente la marcha, habiendo celebrado un sacrificio en medio del puente del Anzabo, y consultado las entrañas de las víctimas, que se mostraron favorables. Por nuestra parte, calculando que el resto del ejército emplearía por lo menos tres días en desfilar, volvimos rápidamente junto al sátrapa para descansar de nuestras fatigas. En seguida, con la energía que da la necesidad, regresamos a los nuestros, atravesando con más velocidad de la que creíamos el desierto que nos separaba de ellos. Entonces pudimos darles la seguridad de que los persas habían construido un puente de barcas y que caminaban en línea recta, como conocedores del terreno. Inmediatamente se expidieron jinetes llevando ordenes a Cassio, duque de Mesopotamia, y a Eufronio, gobernador de la provincia, para que replegasen los habitantes con los ganados; evacuar la ciudad de Carras, cuyas murallas se encontraban en mal estado, y en fin, que incendiasen las mieses para que el enemigo no encontrase subsistencias en ninguna parte; todo lo cual se ejecutó inmediatamente. Las mieses que comenzaban a madurar y hasta las hierbas más tiernas fueron pasto de las llamas, hasta el punto que desde el Tigris al Eufrates no se veía rastro de verdura. En aquel incendio perecieron multitud de fieras, y especialmente leones, que en aquel país son extraordinariamente feroces, pero a los que una causa puramente local muchas veces hiere de muerte o deja ciegos, como vamos a ver. Encuéntranse estos animales casi siempre en los matorrales y espesuras, entre los dos ríos. Durante el invierno, que es muy benigno, no hacen daño alguno; pero en cuanto el sol lanza sus rayos de estío sobre aquellas abrasadas tierras, y ardiente vapor comienza a caldear la atmósfera, nubes de mosquitos, inevitable azote de aquellas comarcas, no dejan a los leones momento de descanso. Estos insectos se ceban en los ojos, cuya brillantez y humedad les atrae, se clavan en las membranas de los parpados y las acribillan con sus picaduras. Exasperados los leones, o se arrojan al agua y se ahogan, al querer librarse de aquella insoportable tortura, o se clavan las uñas en los ojos, se los rompen y enloquecen de furor. A no ser por esto, todo el Oriente estaría infestado de tales fieras.

Mientras, como ya hemos dicho, quemaban los campos, destacamentos de protectores, mandados por tribunos, cubrían la orilla citerior del Eufrates con parapetos y empalizadas, proveyéndola además de máquinas de guerra en todos los puntos donde permitía colocarlas el terreno al abrigo de las aguas. En medio de esta actividad, estimulada por el conocimiento del peligro en la ciudad de una guerra de exterminio, el jefe, tan acertadamente elegido para hacer frente, Sabiniano, pasaba tranquilamente el tiempo en medio de las tumbas, figurándose sin duda que, estando en paz con los muertos, nada tenía que temer de los vivos; y, por extraño y siniestro capricho, divertíase en turbar el profundo silencio de aquellos parajes haciendo tocar a su presencia los cantos guerreros de la pírrica para desquitarse de la falta de espectáculos. La idea de funesto presagio inherente a tales actos, se une también al relato que de ellos se hace; pero al menos puede impedir que el ejemplo sea contagioso.

El ejército de los persas dejó a un lado Nisiba, sin dignarse detenerse en ella. Pero extendiendo por todas partes sus estragos el fuego, para no exponerse a carecer de subsistencias, tuvo que seguir por el pie de las montañas, buscando valles donde quedase alguna vegetación, llegando muy pronto a la quinta de Babasen. Desde aquí hasta Constantina, en un espacio de cerca de cien millas, reina absoluta sequía, sin encontrarse más agua que la poca que proporcionan los pozos. Los jefes vacilaron por largo tiempo; pero confiando en la energía física de sus soldados, iban a continuar hacia adelante cuando les informaron de que repentina licuación de nieves había engrosado el Eufrates, haciéndole invadeable. Este contratiempo destruía sus esperanzas. Necesario  era esperar ocasión y que la casualidad la presentase. En tan crítica circunstancia celebróse urgente consejo, invitando a Antonino para que manifestase su opinión; aconsejó éste que se inclinasen a la derecha, y, por medio de largo rodeo, ganaran las fortalezas de Barzala y Laudias, ofreciéndose a servir él mismo de guía: así atravesarían una comarca fértil en toda clase de productos, que había quedado intacta por la marcha del ejército en línea recta; y el río allí, cercano a su nacimiento, y sin haber recibido afluentes, ofrecería cauce fácilmente vadeable. Recibióse con aplauso la proposición; le invitaron a mostrar el camino, que debía conocer bien, y todo el ejército, cambiando de dirección, siguió sus pasos.

Enterados en seguida de este movimiento por nuestros exploradores, nos dispusimos para trasladarnos en seguida a Samosata, pasar allí el río y, después de cortar los puentes de Zeugma y de Carpesana, procurar, con el auxilio divino, rechazar al enemigo. Pero un accidente tan funesto como ignominioso, que debería sepultarse en eterno silencio, desconcertó nuestras medidas. Teníamos por este lado un puesto avanzado de dos turmas, compuestas de setecientos caballos, que habían enviado de Iliria como refuerzo; tropa enervada y sin valor que, temiendo una sorpresa nocturna, había abandonado la custodia de la calzada al obscurecer, es decir, a la hora precisamente en que era necesario vigilar más, y ocupar hasta el sendero más insignificante. Observaron los persas esta circunstancia, y aprovechando la doble embriaguez del vino y del sueño en que estaban sumidos aquellos hombres, pasaron sin ser vistos cerca de veinte mil, mandados por Tamsapor y Nohódaros, y se emboscaron detrás de las alturas inmediatas a Amida.

Apenas había amanecido y estábamos en marcha hacia Samosata, como ya he dicho, cuando desde una altura se descubrió considerable reflejo de armas; y a los gritos de ahí está el enemigo, se dio la ordinaria señal de combate. Hízose alto, se estrecharon las filas. Nuestra retirada era muy insegura, porque estando tan cerca el enemigo, no habría dejado de perseguirnos. Atacar era correr a segura muerte, teniendo enfrente fuerzas tan superiores, sobre todo en caballería, y nos preguntábamos aún qué íbamos a hacer, cuando ya era inevitable el combate y habían caído algunos de los nuestros que se adelantaron demasiado. En el momento en que se reunían los dos bandos, Ursicino reconoció a Antonino, que estaba al frente de las fuerzas enemigas; dirigióle abrumadoras reconvenciones y le trató de desertor e infame. Antonino, quitándose la tiara, signo de su dignidad, echó pie a tierra, e inclinándose hasta el suelo, con las dos manos unidas a la espalda (el saludo más humilde entre los asirios), dio a Ursicino los nombres de amo y señor, diciéndole: «Perdona, ilustre conde, una acción que reconozco culpable, y a la que únicamente ha podido impulsarme la necesidad. Me ha perdido el inicuo encarnizamiento de implacables acreedores. Tú mismo lo sabes, puesto que tu alta intervención ha sido impotente contra su avidez.» Dichas estas palabras, se retiró de espaldas, en señal de respeto, hasta que perdió de vista a su interlocutor.

En el transcurso de media hora había ocurrido todo esto, y de pronto nuestro última fila, que coronaba la colina, gritó que una nube de catafractos acudía a toda brida a cogernos por la espalda. Entonces, como de ordinario sucede en los casos desesperados, oprimidos por todas partes por masas innumerables, no supimos qué hacer ni qué evitar, y comenzó la dispersión en todos sentidos. Pero el enemigo nos tenía encerrados en un círculo, y nuestros mismos esfuerzos por huir nos arrojaba en medio de sus filas. Solamente se pensaba ya en defender la vida; pero combatiendo vigorosamente, nos vimos arrojados hasta las escarpadas riberas del Tigris, cayendo muchos al río, en el que algunos, enlazando los brazos, consiguieron no separarse de los puntos vadeables; otros perdieron pie y se sumergieron. Estos peleando esforzadamente hasta el último momento y con diferente éxito, aquéllos perdiendo la esperanza de resistir, procuraron llegar a las gargantas más inmediatas del monte Tauro; y entre estos se encontraba nuestro general, a quien vi en un momento rodeado con el tribuno Ajadatho y un solo criado, debiendo la vida a la ligereza de su caballo.

Separado de mis compañeros, miraba en derredor qué debía hacer, cuando vi a Verenniano, compañero mío en los protectores, que tenía un muslo atravesado por una flecha. A ruego suyo procuré extraérsela, cuando viéndome rodeado y rebasado ya por un grupo de persas, emprendí vertiginosa carrera hacia la ciudad, que, muy escarpada por el lado donde nos empujaba el enemigo,  solamente es accesible por un sendero abierto en la roca y estrechado más y más por moles artificiales. Allí permanecimos hasta la mañana siguiente, confundidos con los persas, que habían penetrado mezclados con nosotros, y en tal confusión, que no encontraban los cadáveres espacio para caer, y que un soldado, que tenía la cabeza partida por espantosa cuchillada, permanecía de pie como una estaca delante de mí, sostenido por todos lados. La proximidad de las paredes nos preservaba de una nube de dardos que lanzaban las máquinas desde lo alto de las murallas. Al fin nos abrieron una puerta y encontré invadida la ciudad por una multitud de hombres y mujeres. En efecto, aquel día se celebraba una gran feria que tenía lugar periódicamente en los arrabales, a la que afluía la población de las campiñas inmediatas. En el interior se alzaba confuso vocerío, lanzando lastimosos gritos los que se encontraban mortalmente heridos; quejándose otros por las pérdidas que habían experimentado, o llamando a voces a los que les eran queridos, y que, en la confusión, no podían ver.

Al principio no fue Amida más que un caserío; pero Constancio, siendo César, concibió el proyecto, cuando estaba edificando otra ciudad, la de Antoninópolis, de convertirla en refugio seguro para la población de los alrededores. Rodeóla de muros y de torres, y estableció un depósito de máquinas de muralla; haciéndola, en una palabra, temible plaza fuerte, y queriendo darle su nombre. Por el lado austral la baña el Tigris, que forma recodo en aquel punto, cercano de su nacimiento; al Oriente, domina las llanuras de la Mesopotamia; al Norte, tiene cerca el río Ninfeo, y por baluarte las cimas del Tauro, que forman las fronteras de la Armenia y de las regiones transtigritanas; y por el lado del Oeste toca a la Comagena, comarca muy fértil y bien cultivada, donde se encuentra la ciudad de Abarno, famosa por sus aguas termales. En el centro de la misma Amida, al pie de la fortaleza, brota abundante manantial de agua potable, pero que, por efecto de los fuertes calores, toma olor mefítico. Formaba la guarnición de esta ciudad la quinta legión párthica y un cuerpo de caballería formado en el país, que no era despreciable. Pero la irrupción de los persas había hecho acudir allí seis legiones, que se adelantaron al enemigo bajo sus murallas, por medio de una marcha forzada, poniendo la plaza en respetable pie de defensa. Dos legiones de éstas llevaban los nombres de Magnencio y de Decencio, y el Emperador, que desconfiaba de ellas después de la guerra civil, las había relegado al Oriente, donde no podían temerse conflictos más que con los extraños. Las otras cuatro legiones eran la décima, la trigésima y otras dos formadas con los soldados superventores y preventores, bajo el mando de Eliano, que recientemente había ascendido a conde. Recordaráse el aprendizaje de esta tropa en Singara, siendo bisoña entonces, y la matanza que hizo en los persas dormidos, en una salida que dirigió el mismo jefe, que entonces no era más que simple protector. Allí se encontraba también la mayor parte de los sagitarios comites, cuerpo reclutado entre los bárbaros de condición libre, elegidos por su vigor y destreza en el manejo de las armas.

En el momento de este inesperado triunfo de su vanguardia, aprovechaba Sapor el consejo de Antonino, y al salir de Babasa, se dirigía a la derecha por Horren, Mejacarire y Charcha, como si no tuviese propósito alguno sobre Amida. En su camino encontró los dos fuertes romanos, Rema y Busa, enterándose por un desertor que la fortaleza de aquellas dos plazas había decidido a muchos particulares a depositar en ellas sus riquezas como en lugar seguro, diciendo que, además de los tesoros, se encontraba allí una mujer singularmente hermosa con una hija pequeña. Era esta mujer la esposa de Craugaso, individuo influyente y distinguido del cuerpo municipal de Nisiba.

El cebo del botín excitó a Sapor, que inmediatamente atacó a los dos fuertes, no dudando tomarlos, como así sucedió, porque consternadas las guarniciones a la vista de tantos enemigos, sólo pensaron en rendir las plazas con todos los refugiados. A la primera intimación entregaron las llaves, abrieron las puertas, y cuanto encerraban fue abandonado al vencedor. Viéronse entonces filas de temblorosas mujeres, de niños en brazos de sus madres, haciendo en tan tierna edad el aprendizaje de la desgracia. El rey preguntó por la esposa de Craugaso, le dijo que se acercase sin temor, y viéndola cubierta con un velo negro que le caía hasta los pies, le aseguró bondadosamente que se respetaría su pudor y que volvería a ver a su marido, de quien sabía estaba apasionado de su esposa, esperando conseguir por este medio la rendición de Nisiba. Sin embargo, extendió igual protección a las vírgenes consagradas según el rito de los cristianos al servicio de los altares, permitiéndoles continuar sin temor sus prácticas religiosas. Con esta ostentación de clemencia procuraba atraerse aquellos a quienes asustaba su reputación de barbarie; esperando convencerles con estos ejemplos de que sus costumbres se habían dulcificado y de que su extraordinaria fortuna no le hacía olvidar los sentimientos humanitarios.

 

 

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