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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
XVII
Después de la derrota de los alemanes, Juliano
pasa el Rhin y destruye por el hierro y el fuego los establecimientos de este
pueblo.—Repara la fortificación de Trajano y concede a los bárbaros diez
meses de tregua.—Reduce por hambre una banda de francos que hacía correrías
en la Germania.—Sus esfuerzos por aliviar a la Galia del peso de los
impuestos.—Constancio hace elevar un obelisco en Roma en el circo
máximo.—Correspondencia y negociaciones inútiles para la paz, entre
Constancio y Sapor, rey de Persia.—Los Juthungos, pueblo alemán, devastan la
Rhecia. —Los romanos los derrotan y ahuyentan.—Un terremoto destruye a
Nicomedia.—Juliano recibe la sumisión de los Salios, pueblo
franco.—Derrota o hace prisioneros a parte de los Chamavos, y concede la
paz a los demás.—Juliano repara tres fortificaciones en el Mosa y es objeto
de reconvenciones y amenazas por parte de los soldados, irritados por la
escasez.—Los reyes alemanes Soumario y Hortario consiguen la paz
devolviendo los prisioneros.—Burlas de los envidiosos contra las victorias
de Juliano.—En la corte le acusan de indolencia y
pusilanimidad.— Constancio obliga a los Sármatas y a los Quados, que
devastaban la Mesia y las dos Pannonias, a devolver los prisioneros y
entregar rehenes.—Restituye a los Sármatas expulsados la posesión de sus
tierras y les da un rey.—Constancio hace terrible matanza de Limigantos y les
obliga a expatriarse.—Los legados romanos abandonan la Persia sin ha ber
ajustado la paz.—Sapor invade de nuevo la Mesopotamia y la Armenia.
(Año de J. C. 357.)
Terminadas las cosas de la manera satisfactoria
que acabo de referir, y viendo libre el curso del Rhin por la victoria de
Argentoratum, Juliano mostró su piedad con los muertos
mandando enterrarlos a todos indistintamente, porque le repugnaba que
sirviesen de pasto a las aves de rapiña. En seguida despidió sencillamente
a los que le trajeron el insolente mensaje la víspera de la batalla, y
regresó a Tres Tabernas, desde donde partió para Moguntiacum, encargando hasta
su regreso a la custodia de los Mediomatricos el botín y los prisioneros.
Proponíase establecer un puente en el Rhin y buscar en su territorio a los
bárbaros, de los que ya no quedaba ninguno en las Galias. El ejército se
mostró mal dispuesto al principio; pero le atrajo en seguida por medio de la
seducción y encanto de su palabra. Robustecida con nuevos títulos la
adhesión del soldado, le encadenaba en cierto modo a los pasos del
glorioso jefe que compartía todas sus fatigas, no usando de su
prerrogativa sino para tomar mayor parte en el peligro y el trabajo.
Llegaron a Moguntiacum; establecieron el puente, y el ejército pasó al
territorio enemigo. Al pronto, el atrevimiento de los romanos
dejó estupefactos a los bárbaros, completamente seguros entonces, y que
nada esperaban menos que verse atacados en su propio territorio.
Justamente alarmados por lo que les amenazaba, pensando en el reciente
desastre de sus compatriotas, fingieron vehemente deseo de paz, con el único
objeto de que se disipase el primer furor de la invasión y enviaron una
legación para que hablase de amistad. Mas por repentino cambio, del que no
puede explicarse la razón, a estos legados siguieron inmediatamente otros,
mandándonos con terribles amenazas que abandonásemos en el acto
el territorio.
El César, que comprendía bien lo que se proponían,
se procuró algunas barcas pequeñas, pero de rápida marcha, hizo embarcar al
obscurecer ochocientos hombres y les mandó remontar el Rhin hasta cierta
distancia, y llevarlo todo a sangre y fuego en cuanto saltasen a tierra. La maniobra
se ejecutó; y viendo al amanecer a los bárbaros situados en una altura,
los romanos se lanzaron a la carrera y no encontraron a nadie, porque el
enemigo les vio llegar y tuvo tiempo para huir. Pero densas nubes de humo
les anunciaron desde lejos el desembarco de los nuestros y la devastación
de sus tierras. Este espectáculo aterró a los germanos, que se habían
emboscado para atacarnos en un desfiladero estrecho y cubierto de bosque,
y tuvieron que abandonarlo para repasar el río llamado Mcunum, y acudir al
socorro de sus familias; pero estrechándoles por dos lados los soldados de
las
Viendo los germanos alzarse aquel edificio
amenazador, y aterrados ya por el triunfo de las armas romanas, se apresuraron
a pedir la paz en humildísimo mensaje; y el César, después de deliberar
largo tiempo y calcular maduramente las consecuencias, les concedió diez meses
de tregua; porque la prudencia le decía que no estribaba todo en haber
ocupado aquel fuerte con inesperada rapidez, sino que, para conservarlo,
era necesario proveerlo de máquinas, de muralla y de material completo de
defensa. Confiados en las promesas de Juliano, tres de los reyes
más violentos que habían suministrado fuerzas a la liga vencida en
Argentoratum, acudieron temblando ahora a asegurar ante él, con las formas
habituales de su patria, su tranquilidad futura y el estricto cumplimiento
del tratado hasta el término establecido; prometiendo respetar aquel fuerte al
que dábamos tanta importancia, y llevar, aunque fuese a hombro, los
víveres necesarios a la guarnición en cuanto hiciese señal de que le
faltaban. En esta ocasión el miedo venció a la falsedad, porque cumplieron
fielmente las condiciones. Juliano pudo gloriarse con justa razón por el feliz
resultado de aquella campaña, cuyo éxito podía compararse al de las
guerras púnicas y de los teutones, aunque conseguido a menor costa.
Sostienen, sin embargo, sus detractores que el valor de que acababa de dar
tantas pruebas, no era en él más que cálculo, y que buscaba gloriosa muerte en
el campo de batalla, por el temor que tenía de perecer como su hermano
Galo, por mano del verdugo. Esto era efectivamente lo que le reservaban
culpables esperanzas; y podría creerse que la malignidad había acertado,
si tantas acciones brillantes, después de la muerte de Constancio,
no desmintiesen terminantemente tales suposiciones.
Habiendo obtenido de su expedición todo el partido
posible, volvió Juliano a tomar cuarteles de invierno, pero otros trabajos le
esperaban a su regreso. Severo, general de caballería, marchando a Remos
por Agripina y Juliacum, encontró una banda ágil y determinada de francos, en
número de unos seiscientos, según se supo después, que aprovechaba la
ausencia de los romanos para devastar el país. Sabiendo que el César se
ocupaba en perseguir a los alemanes hasta en el fondo de sus guaridas, se
habían lisonjeado, en su audacia, de recoger rico botín sin pelear. Al
aproximarse el ejército, se refugiaron en dos fuertes que habían quedado
sin guarnición y se defendieron cuanto les fue posible.
Asombrado al pronto el César por aquel atrevido
golpe de mano, comprendió en seguida las consecuencias. Detuvo, pues, el
ejército ante aquellos dos fuertes, bañados por las aguas del Mosa, y los
puso sitio en toda forma. La increíble obstinación de los bárbaros le retuvo
cincuenta y cuatro días, es decir, casi la totalidad de los meses de
Diciembre y Enero. Las noches eran obscuras, el río
Amenazaba ahora una coalición más formidable que
la anterior, siendo esto grave motivo de preocupaciones para quien sabía cuán
variable es la suerte de las armas. Sin embargo, como la tregua le dejaba
algún descanso, aunque escaso, reclamado por multitud de negocios, ocupóse
en aliviar la propiedad de los galos distribuyendo más equitativamente las
cargas que la gravaban. Florencio, prefecto del pretorio, que, según
decía, se había dado cuenta exacta de las cosas, aseguraba que la
capitación daría lugar a disminución de rentas, que no podría resarcirse
sino acudiendo a impuestos extraordinarios. Pero convencido el César del
mal resultado de este sistema, afirmaba que prefería la muerte a permitir
su aplicación; porque conocía qué clase de heridas se infieren a las
provincias por esta especie de subsidios, o mejor dicho, despojos, y cuántas
miserias arrastran necesariamente en pos. Más adelante veremos que la
ruina de la Iliria no tuvo otra causa.
Mucho clamó el prefecto del pretorio porque se
negaban de pronto a obedecer al hombre a quien el Emperador había concedido la
alta dirección de aquella parte de los negocios administrativos. Juliano
procuró ante todo calmarle, y después le demostró con cálculos exactos
que la capitación, no solamente bastaba para las necesidades de la
provincia y del ejército, sino que produciría sobrantes. No por esto
dejaron de presentarle después un proyecto de edicto para un impuesto
suplementario; pero el César se negó terminantemente a firmarlo, y arrojó al
suelo el documento sin permitir siquiera su lectura. Enterado el Emperador
por las quejas del prefecto, escribió a Juliano aconsejándole más suavidad
y confianza en sus relaciones con aquel funcionario; a lo que contestó
sencillamente el César, que era necesario agradecer a una provincia
devastada, como lo estaba aquélla, que pagase puntualmente el impuesto
ordinario; pero que no habría rigor que bastase para obtener de una
población reducida a tanta miseria, un aumento cualquiera. Solamente a
esta firmeza debió la Galia verse libre de una vez para siempre de
exacciones vejatorias.
El César dio entonces un ejemplo inusitado. La
Bélgica segunda estaba abrumada por toda clase de cargas, y Juliano pidió y
obtuvo del prefecto que difiriese a él en aquella parte de
su administración; pero con la condición expresa de que no intervendría
ningún aparitor ni agente del fisco, ni se ejercería presión alguna para
el pago de lo debido. Esta suave conducta tuvo por efecto que todos se
apresurasen a pagar anticipadamente sin esperar la citación.
Mientras comenzaba a renacer la Galia, mediante
estos procedimientos, alzaban en Roma un obelisco en el circo máximo, bajo la
segunda prefectura de Orfito. Siendo ahora momento oportuno, diremos algo
acerca de este monumento. Existe una inmensa y soberbia ciudad de antiguo
origen, célebre desde hace muchos siglos por las cien puertas que le dan
entrada, por cuya razón se la llamó Tebas hecatomphylos; nombre del que se
deriva Tebaida, que hasta nuestros días ha conservado la provincia. En la
primera época del engrandecimiento de Cartago, uno de sus generales emprendió rápida
expedición que hizo caer a Tebas en su poder. Libre de esta primera opresión,
tuvo que soportar la de Cambises, rey de Persia, déspota el más ávido y
tirano que invadió el Egipto, atraído por el cebo de sus riquezas, y que
ni siquiera respetó los santuarios. En dicha ocasión fue cuando este
príncipe, que tanto se movía entre los bandidos de su comitiva, se enredó un
pie en los pliegues del manto, y cayendo, se hirió casi mortalmente con el
puñal que llevaba sujeto al muslo derecho, y que, a la caída, saltó de la vaina.
Mucho tiempo después Cornelio Galo, procurador del Egipto bajo el
emperador Octaviano, arruinó a Tebas con sus exacciones. Acusado a su regreso
del saqueo de aquella provincia, y perseguido por la indignación de los
caballeros, a cuyo orden había encargado
Entre las importantes obras de esta ciudad, como
grandes cisternas y simulacros gigantescos de los dioses de Egipto, he visto yo
mismo numerosos obeliscos, tanto en pie como caídos y mutilados;
monumentos de los pasados siglos consagrados por los antiguos reyes del país a
los dioses inmortales, en agradecimiento por victorias militares o por el
beneficio de extraordinaria prosperidad interior; obeliscos de piedra,
traída muchas veces de lejanos parajes y que vino tallada ya desde la
cantera al punto de la erección. Estos monumentos, en figura de meta más o
menos alta, están formados de una sola piedra de grano muy duro, pulida
con el mayor cuidado, y que por imitación a los rayos del sol, tiene forma
cuadrangular, tendiendo insensiblemente las cuatro aristas a reunirse en
la parte superior. Vense grabadas en ellos innumerables figuras o símbolos,
que llamamos jeroglíficos, y que son los misteriosos archivos de la
sabiduría de otros tiempos; figuras de aves, de cuadrúpedos, productos de
la naturaleza o de la fantasía, destinados a transmitir a las edades
siguientes la tradición de los hechos contemporáneos, o los votos que los
soberanos de aquellas épocas formulaban y cumplían. El idioma de los
antiguos egipcios no tenía, como las lenguas modernas, determinado número
de caracteres que respondiesen a todas las necesidades del pensamiento;
sino que cada letra tenía el valor de un nombre o de un verbo, y muchas
veces encerraba un sentido completo. Dos ejemplos bastarán para dar idea
de ello. El buitre designa en esta lengua la palabra naturaleza, porque
esta especie no tiene machos, según la enseñanza de la física. La abeja,
ocupada en elaborar la miel, expresa la palabra rey, para dar a conocer que si
la dulzura es la esencia del gobierno, debe, sin embargo, hacerse sentir
la presencia del aguijón, y así en todo lo demás.
La llegada de un obelisco a Roma bajo el reinado
de Constancio puso en movimiento a los aduladores, diciendo que si Octaviano
Augusto trajo dos de Heliópolis, colocando uno en el circo máximo y el
otro en el campo de Marte, la enorme mole del traído ahora asustó a aquel
príncipe, que ni siquiera trató de moverla. Pero bueno es advertir, para
aquellos que lo ignoren, que Augusto se abstuvo de tocar a éste cuando
mandó trasladar los otros dos, solamente por respeto al sentimiento religioso
del país; porque este monumento era una consagración especial a la
divinidad del Sol. Este destino lo respetó como irrevocable, y protegido
por la inviolabilidad del magnífico templo en cuyo centro se alzaba como
un gigante. Pero el emperador Constantino, que no experimentaba tales
escrúpulos, o pensaba, con razón, que no atacaba a las ideas religiosas
tomando aquella maravilla de un templo particular para consagrarla en
Roma, templo de todo el universo, comenzó por remover el monumento, que
dejó tendido esperando a que terminasen los preparativos de transporte.
Conducido en seguida por el Nilo, dejáronle en la orilla en Alejandría,
donde construían expresamente una nave de dimensiones extraordinarias, que
debían poner en movimiento trescientos remeros. Pero el príncipe murió
entretanto, y las operaciones aflojaron. Hasta mucho tiempo después no
embarcaron aquella mole, que cruzó el mar y remontó el Tíber, que
parecía temer no fuesen sus aguas bastantes para elevar a la ciudad que
riega aquel regalo del casi desconocido Nilo. Cuando llegó al pueblo de
Alexandri, a tres millas de Roma, colocaron el obelisco en un carromato
(chamulcis impositus), y arrastrándolo lentamente lo introdujeron por
la puerta Ostiense y la antigua piscina pública, hasta la explanada del
circo máximo. Tratábase ahora de erigirlo, cosa que se consideraba muy
difícil, si no imposible. Con este objeto alzaron, no sin peligro, un
bosque de mástiles muy altos, en cuya parte superior quedaban sujetos multitud
de largos y fuertes cables, tan espesos como los hilos de la trama de un
tejedor, formando red tan densa que quitaba la vista del cielo. Con el
auxilio de este aparato y de los esfuerzos de muchos millares de brazos
que imprimían simultáneamente a la máquina movimiento análogo al de la muela
superior de un molino, aquella especie de montaña, depositaria de los
primeros rudimentos de la escritura, se levanta insensiblemente, y
suspendida por algún tiempo en el espacio, ocupa al fin su asiento
en medio del suelo. Al principio se adornó la cúspide del obelisco con un
globo de bronce, revestido
CARA DE MEDIODÍA Primera columna de escritura.
El Sol al rey Ramestes. Te he concedido reinar con
regocijo en la tierra, favorito del Sol y de Apolo; poderoso amigo de la
verdad, hijo de Herón, nacido de un dios creador del globo terrestre; tú,
preferido del Sol, Ramestes, hijo de Marte, en cuya obediencia se siente feliz
y orgullosa la tierra; rey Ramestes, hijo del Sol, cuya vida es eterna.
Segunda columna.
Poderoso Apolo, verdadero dispensador de la
diadema, glorioso dominador del Egipto, que has formado el esplendor de
Heliópolis, y creado el resto del globo; fundador del culto de Hiólopolis,
querida del Sol.
Tercera columna.
Poderoso Apolo, hijo del Sol, esplendor universal;
tú, a quien el Sol quiere con preferencia a todos y a quien el intrépido Marte
ha colmado con sus dones; tú, cuyos beneficios serán eternos; tú, a quien
quiere Ammón; que has llenado de ofrendas el templo del Fénix, a quienes los
dioses han ofrecido vida inmortal. Poderoso Apolo, hijo de Herón;
Ramestes, rey de la tierra, que has salvado el Egipto triunfando del
extranjero; a quien el Sol ama, a quien los dioses han concedido
largos días; Ramestes, señor del universo, que vivirás eternamente.
Otra segunda columna.
Yo el Sol, supremo dominador de los cielos, te doy
una vida que no conocerá la saciedad, árbitro de la diadema; a quien nadie es
comparable; a quien el soberano del Egipto ha elevado estatuas en este
reino, por quien Heliópolis es honrada al igual del Sol, soberano de los
cielos. El hijo del Sol, que vivirá eternamente, ha terminado una hermosa
obra.
Tercera columna.
Yo el Sol, soberano señor de los cielos, he dado
el imperio, con autoridad sobre todo, al rey Ramestes, a quien Apolo, amigo de
la verdad, y Hephestus, padre de los dioses, aman tanto como Marte. Rey
afortunado, hijo del Sol y amado del Sol.
CARA DE LEVANTE Primera columna.
Gran dios de Heliópolis, poderoso y celeste Apolo,
hijo del Sol; a quien los dioses han honrado, a quien el Sol, que manda en
todos, cuyo poder que iguala al de Marte, ha amado tiernamente; a quien el
brillante Ammón ama también y a quien ha hecho rey por la
eternidad. (Falta la continuación.)
(Año 358 de J. C.)
Siendo cónsules Daciano y Cerealis, en el momento
en que renacía el orden en las Galias, donde la experiencia había calmado el
ardor de invasión de los bárbaros; el rey de Persia, en guerra por mucho
tiempo en su frontera con los pueblos limítrofes, acababa de ajustar alianza
con las dos tribus más temibles, la de los Chionitas y Gelanos, y se
disponía a retroceder, cuando recibió la
Meditada por mucho tiempo esta carta, después de
madura reflexión, contestó Constancio tranquilamente lo siguiente: «Constancio,
vencedor en tierra y mar, siempre Augusto, a mi hermano el rey Sapor,
salud. Te felicito por tu afortunado regreso como hombre que será amigo tuyo si
así lo quieres; pero nunca reclamaré demasiado contra esa insaciable e
ilimitada ambición. Dices que necesitas la Armenia y la Mesopotamia, y me
aconsejas que mutile un cuerpo sano para que tenga más salud. Consejo es
éste más fácil de rechazar que de seguir. He aquí la verdad
desnuda, manifiesta, que no puede quedar disfrazada por vanas
baladronadas. Un prefecto de mi pretorio ha creído obrar bien entablando,
sin conocimiento mío, negociaciones de paz con un general tuyo. Ni censuro
ni apruebo este paso, suponiendo que no se ha dicho nada que no sea digno y
conveniente, nada que ataque a la majestad imperial. Pero es absurdo,
sería deshonroso, cuando a todos los oídos llegan los triunfos de mi
reinado, cuando la derrota de los tiranos pone a todo el mundo romano bajo
mis leyes, sufrir el desmembramiento de lo que he sabido conservar intacto
hasta en el tiempo en que los mismos límites del Oriente marcaban los de
mi poder. Renuncia, pues, a esa vana ostentación de amenazas
convencionales. Sabido es que por moderación, y no por
cobardía, preferimos esperar a ir en busca de la guerra; pero todo ataque
a nuestro territorio nos encontrará dispuestos siempre a rechazarlo con
energía. Además, la historia demuestra, así como nuestra
propia experiencia, que si la fortuna de Roma (y de esto hay pocos
ejemplos), ha podido vacilar en algún combate, al fin ha conseguido
siempre la victoria.»
Despidióse sencillamente a la legación persa,
porque no merecían otra cosa las soberbias pretensiones de su soberano. Pero
casi inmediatamente hizo partir Constancio, con su carta y regalos, a
Próspero, acompañado por Spectato, tribuno y notario; y por consejo de
Musopiano, les unió el filósofo Eustathio, que tenía fama de poseer
palabra persuasiva, llevando los legados el encargo de intentarlo todo
para detener los preparativos de Sapor, mientras se realizaban los
últimos esfuerzos. a fin de poner en buen estado de defensa la frontera
del Norte.
En tanto se verificaba este cambio de cartas
ambiguas, los Juthungos, pueblo alemán, vecino de Italia, despreciando los
tratados y el pacto implorado con tantas instancias en otro
tiempo, emprendieron una irrupción grave en la Rhecia, llevando las
hostilidades, contra la costumbre de
En esta época ocurrió un terremoto en la
Macedonia, el Asia Menor y el Ponto, conmoviendo los montes y los valles:
debiéndose citar, entre los desastres de toda, clase que produjo
esta calamidad, la completa destrucción de Nicomedia, en la Bitinia.
Diremos algo perfectamente averiguado acerca de esta catástrofe.
El nueve de las calendas de Septiembre (24 de agosto)
al amanecer, turbó de pronto el sereno aspecto del cielo aglomeración de negras
nubes, desapareciendo la claridad. Imposible era ver los objetos, por
cercanos que estuviesen, tan cegados estaban los ojos por el denso vapor que
acababa de invadir la atmósfera. En seguida, como si el supremo numen
hubiese lanzado por sí mismo sus fatales rayos y desencadenado los vientos
de los cuatro puntos cardinales, espantoso hucarán hizo rugir a las
montañas y retemblar las playas con el espantoso fragor de las olas que rompían
sobre ellas. Estremecióse el suelo, y con sacudidas espantosas,
acompañadas de trombas y tifones (typhones, prestares) derrumbó por
completo la ciudad y sus arrabales. La mayor parte de la ciudad estaba
construida en la ladera de la montaña, y los edificios cayeron unos sobre otros
con espantoso ruido. El eco de las montañas repetía los desesperados
gritos de los que llamaban a su esposa, a su hijo, a alguna persona
querida; hasta que al fin, cerca de la hora segunda y mucho antes de
la tercera, serenándose el cielo, dejó ver todo el horror de la
catástrofe. Unos habían muerto aplastados por las ruinas; otros sepultados
hasta los hombros, y a los que un poco auxilio podía salvar, perecían por
falta de socorro. Veíase a algunos suspendidos en el aire en el extremo de
maderos en que habían quedado clavados. Aquí y allá yacían grupos antes
llenos de vida, y que, por suerte común en la destrucción, habían quedado
convertidos en montones de cadáveres. Aprisionados otros, sanos y salvos,
bajo los escombros de sus casas, veíanse condenados a morir de angustia y de
hambre. En este caso se encontraba Aristeneto, que acababa de obtener el
título, que ambicionó durante mucho tiempo, de vicario de aquella
provincia, a la que Constancio había dado el nombre de Piedad, en honor de
su esposa Eusebia. Aquel desgraciado murió después de larga y cruel agonía.
Muchos quedan sepultados todavía bajo las ruinas, en el punto donde les
sorprendió el derrumbamiento. En una palabra, por todas partes oíanse desgarradores
gritos de los heridos que, con la cabeza abierta, mutilados de un brazo o
de una pierna, en vano imploraban socorro de aquellos a quienes la
suerte había maltratado del mismo modo.
A pesar de todo, cierto número de templos y de
casas particulares y hasta una parte de la población habrían podido librarse
del desastre, a no sobrevenir un incendio que, paseando sus estragos
durante cincuenta días y cincuenta noches, devoró todo lo que podía
alimentarle.
Creo llegado el caso de decir algo de las
conjeturas de los antiguos acerca de los terremotos. Digo conjeturas, porque en
este particular, las infatigables lucubraciones de los sabios y
sus discusiones, que todavía duran, no están más cerca de la demostración
que la ignorancia del vulgo. Así es que, para evitar una equivocación que
sería un sacrilegio, los rituales y los libros de los pontífices mandan
prudentemente, y así lo observan con rigor los sacerdotes, que se abstengan
de invocar en estas ocasiones a un dios con preferencia a otro, puesto que
todavía se ignora qué divinidad preside en efecto a estos grandes
trastornos de la tierra.
Abundan las conjeturas acerca de la causa de los
terremotos y se contradicen hasta el punto de poner en duda a Aristóteles. En
tanto se atribuyen a la acción violenta de las corrientes de
aguas subterráneas, contra las paredes de los anchos canales que las
contienen, y que llamamos en griego syringas. En tanto, como asegura
Anaxágoras, es el aire que circula en profundas cavernas y que encontrando
obstáculo en algún cuerpo sólido, conmueve, para encontrar salida, el terreno
bajo el cual se encuentra comprimido. Comprobada está, en efecto, la
tranquilidad de la atmósfera mientras
Los terremotos son de cuatro clases: los
brasmacios, fermentación violenta de las entrañas de la tierra, que la hacen
levantar con esfuerzo considerables masas en su superficie: así surgieron
en Asia Delos, Hiera, Anapla y Rodas, conocida esta última sucesivamente
por los antiguos con los nombres de Ophiusa y Pelagia, de la que se dice
fue regada por una lluvia de oro; de esta manera nacieron Eleusis en
Beocia, Vulcania en el mar Tirreno y otras muchas islas. Los climacios,
que arrojan de costado a las ciudades, monumentos y montañas, dejando
arrasado el suelo; los casmacios, en los que la fuerza de la conmoción
abre abismos que absorben comarcas enteras. De esta manera quedaron
sepultadas en la profunda noche del Erebo una isla en el mar Atlántico,
la más grande de todas las de Europa; Helice y Bura, en el golfo de
Crissa; y cerca del monte Cimino, en Italia, la fuerte ciudad de Saccumum.
En fin, los micemacios, variedad de los otros tres, que se anuncian con terrible
ruido subterráneo. En estas intestinas convulsiones del globo parece que va
a quedar disuelto, pero sus elementos no tardan en recobrar su asiento.
Caracteriza especialmente a este fenómeno el sordo rugido que le precede,
parecido al de los toros; pero volvamos a nuestro relato.
Al invernar el César entre los Parisios hacía sus
preparativos para adelantarse a los alemanes, que todavía no habían formado la
nueva liga, pero cuya audacia y ferocidad no dejaba de fermentar hasta el
delirio, a pesar del desastre de Argentoratum. Costumbre es de los galos no
entrar en campaña hasta el mes de Julio, y hasta entonces había de
refrenar su impaciencia. Además, no podían comenzar las operaciones hasta
que la licuación de las nieves y los hielos permitiese la llegada de los
convoyes que venían de Aquitania. Pero ante la actividad del genio resisten
pocos obstáculos. Juliano estudió su plan bajo todos aspectos y se fijó en
la idea de adelantarse a la estación y caer sobre los bárbaros de
improviso. Mandó abrir los almacenes y repartir a los soldados, que no
deseaban otra cosa, provisiones para veinte días de ese pan cocido para
las guardias, que vulgarmente llaman galleta. Cuando estuvo cocido partió,
bajo auspicios igualmente felices que en su primera campaña, esperando
poner fin en cinco o seis meses a otras dos de urgente necesidad:
dirigiéndose primeramente contra los francos llamados salios, que se habían
establecido por autoridad propia en territorio romano, en Toxiandria. En
Tungros encontró una legación de este pueblo que, suponiéndole todavía
invernando, le hacía ofrecer la paz. Según aseguraban, permanecían aún en
sus hogares, y prometían continuar tranquilos, con tal que no fuesen
a perturbarlos. Juliano distrajo por algún tiempo a los legados con
palabras ambiguas, y al fin les despidió con regalos, dejándoles creer que
esperaría su regreso. Pero en cuanto volvieron la espalda se puso en
marcha, y, haciendo seguir a Severo la orilla del río para dar extensión a su
línea de ataque, cayó como el rayo sobre el grueso de la nación,
encontrándola más dispuesta a humillarse que a defenderse. Como el éxito
le predisponía a la clemencia, les recibió en su gracia cuando
se presentaron a entregarse con sus bienes y sus hijos. Desde allí,
cayendo sobre los Chamavos, a los que tenía que castigar por una agresión
semejante, los deshizo con igual prontitud. Parte de la nación le opuso
viva resistencia y quedó prisionera; el resto ganó rápidamente sus
guaridas, absteniéndose el César de perseguirles en ellas, para no malgastar
las fuerzas de sus soldados. Sin embargo, para asegurar los vencidos sus
esperanzas de salvación, no tardaron en enviarle una legación que imploró
de rodillas la paz, siéndoles concedida con la única condición de
que regresasen a su antiguo país.
Afortunado hasta entonces en sus empresas y
meditando constantemente algún proyecto útil para las provincias, decidió
reparar, si tenía tiempo para ello, tres fuertes construidos en la misma
A fuerza de arte y lisonjas, el César consiguió al
fin dominar la sedición. Cruzaron el Rhin por un puente de barcas, y pusieron
pie en territorio alemán. Entonces Severo, general de la caballería, que
hasta entonces había demostrado talento y valor, flaqueó de pronto; y cuando
antes se le había visto dar a todos, juntos y en particular, lecciones de
bizarría, no sabía ahora qué cobarde consejo dar para evitar el combate,
como si presintiese su próxima muerte; así como, según los libros
de Tegetes, los destinados a ser heridos por el rayo adquieren tal
susceptibilidad, que no pueden oír el trueno ni ninguna clase de
estrépito. Lejos de impulsar hacia adelante con su acostumbrado
vigor, este general llegó hasta las amenazas más terribles contra los
guías, que marchaban alegremente a la cabeza del ejército, para hacerles
declarar unánimemente que no conocían el camino; y aquellos hombres, intimidados,
no se atrevieron a dar un paso más.
Durante la forzosa inacción que siguió a esto,
llegó de pronto Suomario, rey de los alemanes, con su comitiva. Enemigo feroz y
encarnizado hasta entonces del nombre romano, había llegado a considerar
en aquel momento como concesión inesperada la conservación de su propio
territorio. El paso que daba y su actitud eran de suplicante, recibiéndole
con amabilidad Juliano y tranquilizándole. Suomario se entregó entonces a
merced suya, y pidió de rodillas la paz; obteniéndola a condición de
devolver todos los prisioneros, y de proporcionar, en caso
necesario, víveres a los soldados; obligándose, como proveedor ordinario,
a recibir cada vez relación de lo que había entregado y a presentarla a
cada requisa, so pena de doble entrega.
Terminado este convenio, se ejecutó en seguida.
Tratábase ahora de llegar a la residencia de otro rey, llamado Hortario, y para
esto se necesitaba un guía; dándose orden a Nestica, tribuno de los
escutarios, y a Charietonio, varón de esclarecido valor, para que a toda costa
cogiesen un prisionero. Éstos no tardaron en apoderarse de un joven alemán
a quien Juliano ofreció la vida a condición de que mostraría el camino.
Siguiendo a este guía, el ejército encontró primeramente una gran corta de
árboles que le cerraba el camino; pero después de largo circuito, llegó al fin
a su destino. El soldado mostró su ira con el incendio de las mieses, el
pillaje de los ganados y por el implacable exterminio de cuanto oponía
resistencia. El rey quedó aterrado ante aquel desastre, creyendo que había terminado su poder, cuando vio
el número de legiones y los estragos del fuego. Acudió, pues, como el otro, a
implorar su perdón, sometiéndose a todas las condiciones, y juró por su
cabeza entregar todos los prisioneros, punto sobre que insistían más; a pesar
de lo cual devolvió muy pocos al principio, conservando los restantes.
Esta falta de fidelidad indignó a Juliano, cuando se presentó el rey a
recibir los acostumbrados regalos, quedaron como rehenes cuatro de
sus mejores y más queridos capitanes, no dándoles libertad hasta la
completa entrega de los cautivos. Llamado entonces a la presencia del
César, Hortario se prosternó, expresando terror sus ojos y dominado por la
presencia de su vencedor, oyó que le imponía la condición más dura para él,
pero que sin embargo no era más que el ejercicio de un derecho adquirido
por tantas victorias; el de suministrar a su costa los carros y materiales
necesarios para la reconstrucción de las ciudades que habían destruido los
bárbaros. Accedió a ello, y cuando empeñó toda su sangre como garantía de
su palabra, se le permitió retirarse. No le exigieron provisiones, como a
Suomario, porque la completa devastación de su país hubiese hecho ilusorio
este tributo.
De esta manera el extraordinario orgullo de aquellos
reyes, acostumbrados a enriquecerse con el pillaje de nuestras provincias, se
doblegaba bajo la dominación romana y aceptaban la obediencia como si
hubiesen sido tributarios nacidos y acostumbrados por educación a la
servidumbre. Terminadas todas estas disposiciones, el César distribuyó las
tropas en sus diferentes cantones y regresó a invernar.
Cuando llegó a la corte de Constancio la noticia
de estos acontecimientos (estando obligado el César, como un simple aparitor, a
darle cuenta de todos sus actos), cuantos gozaban de algún ascendiente en
el palacio, en calidad de aduladores, se esforzaron en ridiculizar aquellas
empresas tan hábilmente meditadas y con tanta felicidad llevadas a cabo.
Frecuentemente repetían: «Ya estamos hartos de la cabra y sus victorias»,
alusión a la larga barba de Juliano. Llamábanle también «topo hablador,
mono purpurado, griego frustrado», chistes que resonaban bien en los oídos
del príncipe y que tenía mucho gusto en provocar. Por esta razón
trabajaban a porfía para desnaturalizar las virtudes de Juliano y
calificarle de indolente, pusilánime, afeminado y hablador hábil para dar
a los acontecimientos importancia que no tenían en realidad. Cuanto más
alto está el mérito, mejor blanco es para la envidia, y en la historia leemos
los efectos de la malevolencia contra los varones más eminentes,
atribuyéndoles faltas e imperfecciones, en la imposibilidad de encontrárselas.
Así es que se acusó de intemperancia a Cimón, hijo de Milcíades, cuyo
brazo destruyó cerca de Eurymedon, en Pamfilia, innumerable ejército de
persas y que obligó a aquella arrogante nación a humillarse para obtener
la paz: así la envidia trató de manchar con el epíteto de soñoliento a
aquel Escipión Emiliano, cuya enérgica actividad valió a Roma la destrucción
de sus dos enemigos más encarnizados. Y se ha visto, en fin, a los
detractores de Pompeyo esforzándose para descubrir su lado débil, fijarse
en las dos particularidades más fútiles e insignificantes: en su costumbre
de rascarse la cabeza con el dedo y en la venda blanca con que envolvía la
lesión que tenía en una pierna. En lo uno creían ver indicio de costumbres
disolutas, y en lo otro inclinación a cambiar la forma de gobierno. Esa,
es, decían, la insignia de la realeza; no importa el punto en que la coloca: despreciable
juicio que servía de pretexto a tantos clamores que se dirigían al hombre que,
según los testimonios más respetables, mostró más templanza en su vida
privada y más moderación en la pública.
Mientras ocurrían estas cosas, Artemio, que ya era
vicario de Roma, reemplazó a Basso, titular recientemente investido del cargo,
que acababa de morir. La administración de Artemio, aunque frecuentemente
turbada por sediciones, no ofrece nada extraordinario digno de mención.
Augusto pasaba entonces el invierno en Sirmium,
interrumpiendo su tranquilidad mensajeros que le trajeron la desagradable
noticia de la unión de los Quados y Sármatas. Estos dos pueblos, entre
quienes mantiene cierta inteligencia la proximidad de territorio y la semejanza
de sus costumbres y manera de pelear, saqueaban de común acuerdo y por
pequeños grupos las dos Pannonias y la Mesia Superior. Los dos pueblos son
más aptos para los saqueos que para batallas campales: llevan largas
lanzas y corazas de tela guarnecidas de escamas de cuerno pulido
colocadas
En cuanto pasó el equinoccio de primavera, se puso
en campaña Constancio al frente de considerable ejército y bajo los auspicios
más favorables. Llegado a las orillas del Inster (Danubio), crecido
entonces por la licuación de las nieves, eligió el punto más a propósito para
establecer un puente de barcas, cruzó el río y propagó el estrago por el
territorio enemigo. Sorprendidos por aquel ataque, y viéndose encima un
ejército completo cuya reunión les había parecido imposible en aquella
época del año, los bárbaros no pudieron resistir, huyendo sin tomar aliento
para escapar de aquel peligro imprevisto, pereciendo muchos de aquellos a
quienes el terror encadenaba los pasos. Los que debieron la salvación a la
rapidez de la carrera y pudieron refugiarse en las gargantas de
sus montañas, desde aquellas guaridas contemplaron el desastre de su
patria; desastre que sin duda habrían evitado si hubiesen desplegado tanto
vigor para defenderse como para huir.
Estas cosas ocurrían en la parte del país de los
Sármatas que da frente a la Pannonia inferior. Otro ejército, recorriendo como
huracán la Valeria, devastaba allí con igual furor las propiedades de los
bárbaros, saqueando o incendiando cuanto encontraba a su paso. Esta inmensa
desolación conmovió al fin a los Sármatas, que renunciaron a esconderse y
simularon proposiciones de paz, siendo su plan aprovechar la seguridad que
a todos daría aquel paso y, dividiendo sus fuerzas realizar contra
nosotros triple ataque bastante brusco para que no pudiésemos parar sus golpes,
ni usar nuestros dardos, ni tampoco apelar al supremo recurso de la fuga.
Los Quados, que habían sufrido igualmente en nuestras excursiones, se les
unieron; pero era necesario pelear de frente, y su tentativa fracasó a pesar
de la audacia y rapidez de sus medidas. Inmensa carnicería se hizo en
ellos, y los que pudieron escapar solamente lo consiguieron refugiándose
en parajes de sus montañas que ellos solos conocían.
Este triunfo alentó a los romanos, que marcharon
entonces en masas compactas contra los Quados; quienes, juzgando por lo que
acababa de acontecer la suerte que les esperaba, se presentaron como
suplicantes al Emperador, atreviéndose a dar este paso por la mansedumbre
de que frecuentemente habían dado pruebas en iguales ocasiones.
En el día fijado para convenir las condiciones, un
joven sármata de gigantesca estatura, llamado Zizais, nacido de sangre real,
llegó con los suyos, a quienes hizo formar para presentar su súplica en
igual forma que si se tratase de dar una batalla. Al presentarse el Emperador,
arrojó las armas y se tendió boca abajo. Dijéronle que presentase su
petición, y, cuando quiso hablar, el miedo ahogó su voz; pero sus visibles
esfuerzos para sofocar los sollozos conmovían los corazones con más elocuencia
que las palabras. Tranquilizáronle, le invitaron a que se levantase, pero
continuó de rodillas, y pudiendo hablar al fin, suplicó con instancias
perdón y olvido de todas las ofensas que nos habían hecho. Entonces la
comitiva que, con mudo terror, esperaba qué se decidiría de su jefe, fue
admitida para que expusiese también sus súplicas; y el mismo jefe, al
levantarse, dio la señal, tardía para su impaciencia. Con simultáneo
movimiento, todos arrojaron los escudos, las lanzas, y alzando las manos cruzadas,
se esforzaron en sobrepujar a su príncipe en demostraciones de humildad.
Entre los Sármatas que había traido Zizais se encontraban tres reyezuelos sin
vasallos, Rumón, Zinafro y Fragiledo, habiéndoles seguido otros muchos
jefes, esperando conseguir igual favor. Sintiéndose todos reanimados por
el buen resultado de las primeras instancias, pedían solamente rescatar
por medio de las condiciones más duras el daño que habían causado
sus hostilidades, y se sometían gustosos, con sus esposas y territorio, a
merced del gobierno romano. Pero la clemencia y equidad hablaron más alto;
mandándoseles que regresaran sin temor a sus hogares, y que nos
devolviesen los cautivos. Entregaron también todos los rehenes que se
les pidieron y se obligaron a cumplir la primera condición en breve plazo.
Esta clemencia produjo efecto, viéndose acudir con
todos los suyos a Arehario y Usafro, ambos de sangre real, guerreros
distinguidos y los primeros entre los notables de su país. Uno de ellos
era jefe de una parte de los Transyugitanos y de los Quados; el otro de parte
de los Sármatas, estrechamente unidos con los primeros por lazos de
vecindad y salvaje conformidad de costumbres. Al verles tan numerosos,
temió el Emperador que, so pretexto de tratar, intentasen apelar a las armas;
por lo que consideró prudente separarles, y mantener a cierta distancia los que
tenían que hablar por los Sármatas, hasta que terminase la negociación con
Arahario y los Quados.
Éstos se presentaron inclinados profundamente,
según la costumbre de su país, no pudiendo alegar excusa alguna por las
atrocidades que habían cometido. Sometiéronse, pues, para evitar terribles
represalias, a entregar los rehenes que les pidieron, cuando hasta entonces no
se había podido conseguir de ellos ni la garantía más pequeña para un
tratado. Terminado este arreglo, admitióse a su vez a Usafro para que
solicitase separadamente su perdón. Pero Arahario reclamó, sosteniendo
obstinadamente que el pacto ajustado con él alcanzaba implícitamente a aquel
príncipe, aliado suyo, aunque inferior en categoría, y vasallo. Examinóse
la cuestión y quedó decidido que los Sármatas, en todo tiempo clientes de
los romanos, no estaban sujetos a ninguna otra dependencia, y que todos
habían de entregar separadamente rehenes como garantía de su conducta
venidera, aceptando ellos con agradecimiento.
Entonces acudió extraordinario número de pueblos y
de reyes, quienes enterados de que Arahario había conseguido perdón, venían
también a suplicar apartásemos la espada suspendida sobre sus cabezas.
Concedióseles igual favor y ofrecieron en rehenes los hijos de las
familias principales, que trajeron desde el fondo de su país. También
devolvieron todos sus prisioneros, y mostraban tanto pesar al separarse de
ellos como de sus compatriotas.
Hecho esto, se tomó en consideración el caso
especial del pueblo sármata, que pareció más digno de compasión que de rencor.
Increíble beneficio fue para ellos nuestra intervención en sus asuntos, y
esta circunstancia parece comprobar la opinión de que la autoridad del príncipe
encadena los acontecimientos y dispone de la suerte. Una raza indígena,
fuerte y poderosa, había dominado en otro tiempo en aquel país; pero
estalló contra ella una conspiración de sus esclavos, y como entre los
bárbaros la fuerza es el derecho, los amos tuvieron que sucumbir ante sus
adversarios, igualmente enérgicos y más numerosos. El miedo perturbó su
consejo y huyeron al lejano país de los Victohalos, prefiriendo, al elegir
entre dos males, el yugo de sus defensores al de sus propios esclavos.
Cuando dispensaron los romanos su gracia a éstos, los Sármatas se quejaron de
la sujeción que la desgracia les había hecho aceptar, y reclamaron nuestra
protección directa. Conmovido el Emperador por sus quejas, les dirigió
delante de todo el ejército benévolas palabras, excitándoles a obedecerle
a él solo y a los generales romanos; y para sancionar su rehabilitación como
pueblo por un acto solemne, les dio por rey a Zizais; quien en lo sucesivo
se mostró digno de su elevación y de la insigne confianza depositada en
él. Así terminó aquella serie de gloriosas transacciones; pero ninguno de
los pretendientes recibió permiso para retirarse antes del regreso convenido de
todos nuestros compatriotas prisioneros.
En seguida marcharon a Bregetium, en cuyo territorio
sostenían los Quados un resto de hostilidad, que se quería ahogar en sangre o
en lágrimas. Al ver nuestro ejército, que ya había llegado al centro del
país y cuyo pie hollaba su suelo natal, Vitrodoro, hijo del rey Viduario
y Agilimundo, vasallo suyo, acompañados por los jefes o jueces de muchas
tribus, acudieron a prosternarse delante de nuestros soldados, y juraron
sobre su espada desnuda, única divinidad que reconoce aquel pueblo, sernos
fieles.
No bastaban los brillantes resultados obtenidos:
la utilidad y la moral exigían que se marchase inmediatamente contra los
Limigantos, los esclavos sublevados de los Sármatas, y que se
hiciese justicia a las quejas que se tenían de ellos. En efecto; dejando
dormir su antigua cuestión, en el momento en que sus anteriores amos
invadían nuestro territorio, se habían apresurado a hacer lo mismo por su
parte: no existiendo entre ellos otro punto en que estuviesen conformes más que
el de la violación de nuestras fronteras. Sin embargo, el castigo que se
proponían aplicarles sólo era
Llamados por Constancio los Limigantos, pasaron
con arrogancia a nuestra orilla; no siendo aquéllo, como veremos más adelante,
acto de deferencia, sino que deseaban mostrar que no les imponía el
aspecto de nuestro ejército; retándonos con su actitud, como si desearan
decirnos que habían querido negarse más de cerca. Presintiendo Constancio
lo que podía acontecer, dividió el ejército en muchos cuerpos, y mientras
avanzaban los bárbaros con audaz aspecto, les hizo envolver antes de que
lo notasen. Colocado él mismo con escasa comitiva sobre un cerro, rodeado por
su guardia, trató de persuadirles con palabras suaves a que se mostrasen
menos obstinados; los bárbaros deliberaban y parecía que fluctuaban entre
dos opiniones; pero de pronto, ocultando la violencia con la astucia, y
creyendo que fingida humildad sería medio ventajoso para venir a
las manos, arrojaron hacia adelante los escudos, avanzando insensiblemente
en seguida para recogerlos, esperando por este medio ganar terreno sobre
nosotros sin que se conociese. Entretanto pasaba el tiempo, y el día,
declinando ya, aconsejaba poner término a aquella indecisión. Levantáronse,
pues, las enseñas, y nuestros soldados cayeron sobre los bárbaros con el
furor de un incendio. Por su parte los Limigantos estrechan sus filas, y
se precipitan en compacta masa sobre el cerro en que, como ya se ha dicho,
se encontraba el Emperador, amenazándole con el gesto y la voz. La indignación
del ejército estalló ante aquella excesiva audacia; y en un momento se
formó en el orden de batalla triangular, llamado, en el lenguaje de los
soldados, cabeza de puerco, cae sobre el enemigo y lo derriba. Nuestros
peones hacen a la derecha terrible carnicería en sus gentes de a pie, mientras
que a. la izquierda nuestras turmas deshacen su caballería. La cohorte
pretoriana destinada a la guardia del príncipe había sostenido al
principio valientemente el ataque; no teniendo en seguida otra cosa que
hacer sino herir por la espalda a los fugitivos. Los bárbaros demostraban hasta
al morir terrible encarnizamiento, diciendo claramente sus gritos de rabia
que no era para ellos lo más penoso morir, sino ver la alegría de sus
vencedores. Además de los muertos, el campo de batalla estaba sembrado de
desgraciados que, teniendo los jarretes cortados, no podían huir, o que habían
perdido algún miembro, o que, libres del hierro, estaban sofocados bajo
montones de cadáveres. Todos sufrían en silencio; ni uno solo de los
afligidos con aquellas torturas pedía perdón, ni rendía las armas,
ni siquiera imploraba el beneficio de muerte más rápida. Apretando todavía
el hierro en. la moribunda mano, creían menos deshonroso morir que
declararse vencidos. La suerte, murmuraban, y no el valor, había decidido
de todo. La matanza de tantos enemigos apenas ocupó media hora, y solamente
por la victoria se comprendió que había habido combate.
Inmediatamente después de este terrible castigo de
la gente armada, sacaron de las cabañas, sin distinción de sexo ni edad, las
familias de los que habían sucumbido. Ya no mostraban la anterior soberbia,
sino que descendían a las sumisiones más humillantes. En un
momento, solamente se vieron montones de cadáveres y bandas de cautivos.
Entonces despertaron en los
Pero no se limitaron a esto, sino que, para quitar
a los bárbaros hasta la esperanza de salvar la vida después del incendio de sus
moradas y de arrebatarles sus familias, reunieron cuantas barcas poseían
para ir en busca de los que estaban separados de nosotros por el río. Guiado
cautelosamente un grupo de vélites, se colocó en ellas, penetrando por este
medio en el refugio de los Sármatas. Creyeron éstos al pronto, al ver sus
barcas movidas por remeros de su país, que se trataba de compatriotas;
pero el hierro de las lanzas, que brillaba a lo lejos, les reveló la proximidad
de lo que más temían, huyendo entonces a los pantanos, a donde les
siguieron los romanos, que mataron considerable número, y que en. aquella
ocasión supieron pelear y vencer en un suelo donde parecía que no se podía
fijar el pie. Completamente destruidos o dispersos los Amicenses (así se llamaba aquella
tribu), marcharon en seguida contra los Picenses, nombrados así por la comarca
de que eran vecinos. No ignoraban éstos el desastre de sus compatriotas,
pero la noticia había contribuido a aumentar su seguridad. Esta gente
estaba dispersa por vasta comarca donde era difícil marchar a buscarla,
ignorando nosotros los caminos; y para dominarla, se acudió al auxilio de los
Taifales y de los Sármatas libres; ordenándose la operación según las
respectivas posiciones, atacando al enemigo los romanos por la Mesia y
ocupando los aliados las comarcas que tenían enfrente.
Aunque consternados los Limigantos por la terrible
derrota de sus compatriotas, vacilaban todavía entre acudir a las armas o a las
súplicas; si bien, después de lo que había pasado, debían saber ya a qué
atenerse. En fin, en un consejo de ancianos prevaleció la resolución de
rendirse, y a la gloria de las anteriores victorias se añadió la sumisión
de enemigos que debían la libertad a su valor. Los pocos que quedaban, no
queriendo entregarse a sus antiguos amos, que consideraban inferiores a
ellos, acudieron como suplicantes a doblar la cerviz antes hombres que
reconocían como superiores. Casi todos, confiando en nuestra fe, dejaron
el inexpugnable asilo de sus montañas, y marcharon al campamento romano,
desde donde se les dispersó en vasta comarca lejana, llevando consigo sus
ancianos, sus esposas, hijos y lo poco que poseían, y que tan
repentina marcha les permitía llevar. Aquellos mismos hombres que parecía
no habían de abandonar su país sino con vida, en el tiempo que llamaban
libertad a lo que solamente era desenfrenada demencia, se resignaban de
esta manera a obedecer y aceptaban un establecimiento pacífico, seguros en
adelante contra los males de la guerra y de la emigración. En esta condición
vivieron algún tiempo en paz, aparentando estar satisfechos; pero
sobreponiéndose muy pronto su ferocidad natural, les llevó, con nuevos
crímenes, a merecer completa destrucción.
El Emperador coronó esta serie de triunfos dando a
la Iliria doble prenda de seguridad. La idea era suya y tuvo la fortuna de
realizarla: consistiendo en la vuelta a la posesión de su país de
un pueblo de desterrados, cuyo carácter versátil podía sin duda inspirar
algunos temores, pero del que podía esperar más circunspección en lo
venidero. Y para dar mayor realce a este beneficio, le dio un rey, no
desconocido, sino el que eligió el mismo pueblo, un príncipe de estirpe real,
tan notable por sus prendas exteriores como por las cualidades de su
espíritu. Esta conducta, tan sabia como afortunada, reveló el carácter de
Constancio a los ojos del ejército, que unánimemente le otorgó otra vez el
título de Sarmático, por el nombre de los pueblos que acababa de subyugar. El
príncipe, en el momento de partir, mandó reunir las cohortes, las
centurias y manípulos; y subiendo en seguida al
«Varones esforzados, firmísimos sostenedores del
poder de Roma; bien sé que los recuerdos gloriosos son el mayor goce para los
corazones valientes, y por eso quiero, ya que el favor de lo alto nos ha
concedido la victoria, enumerar con vosotros, sin lesión de la modestia, lo que
cada cual ha hecho antes de la batalla y durante la pelea. En efecto; ¿qué
puede haber más legítimo y menos sospechoso ante los ojos de la posteridad
que este leal testimonio que se dan a sí mismos, después del triunfo, el
soldado de su valor y el jefe de su acertada dirección? El enemigo
desenfrenado desolaba la Iliria, y en su soberbia jactancia, insultándonos
en nuestra ausencia, impuesta por las necesidades de Italia y de la Galia,
extendió muy pronto los estragos hasta más allá de nuestras fronteras.
Empleando troncos ahuecados cruzaba los ríos o los atravesaba por vados. Mal
armado, sin fuerza verdadera e incapaz de luchar con un ejército regular,
en todo tiempo se había hecho temer por la audacia, de sus inesperados
latrocinios y su extraordinaria destreza para escapar. Demasiado alejados
del teatro del daño, hemos tenido que confiar por mucho tiempo a
nuestros generales el encargo de reprimir estos excesos; pero, con la
impunidad, aumentaron hasta convertirse en una especie de devastación
organizada de nuestras provincias. En esta situación ya, después de
fortificar los caminos de la Rhecia, atendido de un modo eficaz a la seguridad
de la Galia, tranquilos en cuanto a nuestra retaguardia, hemos venido, con
el auxilio del Sempiterno Numen, a restablecer el orden en las Pannonias.
Como sabéis, todo estaba dispuesto desde antes de terminar la primavera
para atacar de frente las dificultades de esta campaña. En primer lugar
hemos tenido que proteger contra una nube de dardos la construcción de los
puentes que necesitábamos. Vencido en seguida este obstáculo, hollamos el
suelo enemigo. Una parte de los Sármatas se obstina en pelear, costándonos
poco trabajo su derrota. Los Quados, que pretenden socorrerlos, caen
con igual furor sobre nuestras valientes legiones, y quedan igualmente
destrozados. En fin, pérdidas enormes experimentadas, ora huyendo de
nuestros golpes, ora empeñándose en resistirnos, les dieron la medida del
valor romano, comprendiendo que no tenían más camino de salvación que
la súplica. Han depuesto las armas, presentado a las ligaduras de la
esclavitud las manos que habían empuñado el hierro, y han venido a
arrojarse a los pies de vuestro Emperador, implorando la clemencia de
aquel cuya fortuna habían experimentado en las batallas. Libres de estos
enemigos, con igual gloria hemos derrotado a los Limigantos, cayendo bajo
nuestros golpes considerable número de sus guerreros y buscando los demás
refugio contra la muerte en sus pantanos. Completo nuestro triunfo, había
llegado la vez a la clemencia. Los Limigantos se han visto obligados
a emigrar bastante lejos para no poder emprender en adelante nada contra
nosotros, y con esta condición. Hemos perdonado al mayor número. Zizais,
nuestro fiel y agradecido aliado, va a reinar sobre los Sármatas libres,
que tendrán un rey dado por nosotros, siendo esto mejor que quitarles uno,
y aumentando el brillo de su advenimiento la circunstancia de ser el elegido
por los pueblos, el jefe que ellos mismos querían. Esta campaña ha
producido cuatro resultados afortunados para vosotros, para mí y para la
república: se ha hecho justicia a los bandidos más peligrosos de
todos: esto para el Estado: tenéis que repartiros multitud de cautivos; y
para valientes, ya es bastante la recompensa conseguida con sus sudores y
hazañas. Pero aun me quedan en mi tesoro abundantes medios para
recompensaros. En cuanto a mí, he conseguido con mis desvelos y esfuerzos
asegurar a todos mis súbditos la integridad de mi patrimonio, que es lo
que ambiciona, lo que constantemente desea un buen príncipe. En fin, he
recibido personalmente mi parte de despojos en esta gloriosa reiteración
del título de Sarmático, que por unanimidad, me atrevo a decirlo, me habéis
otorgado con justicia.»
Extraordinarias aclamaciones recibió el final de
la arenga; y los soldados, cuyo entusiasmo se inflamaba con la promesa de
ulteriores recompensas, volvieron a sus tiendas tomando, según la fórmula
consagrada, al cielo por testigo, de que Constancio era invencible. De regreso
al cuartel imperial, el príncipe descansó dos días y volvió a Sirmium con
todo el aparato de la pompa triunfal. El ejército regresó en seguida a sus
cantones.
Por este mismo tiempo llegaron a Ctesifonte, donde encontraron de regreso al monarca los tres legados enviados al rey de Persia, Próspero, Spectato y Eustato, quienes le entregaron la carta y los regalos que llevaban, y, fieles a su mandato, propusieron tomar lo existente como base del tratado, no aflojando ni un punto en lo que exigían los intereses y dignidad del Imperio, e insistiendo principalmente en que no se hiciese cambio alguno en el estado de las cosas relativamente a la Armenia y Mesopotamia. Después de largos esfuerzos para vencer la obstinación del rey, y viendo que se obstinaba más y más sobre la previa cesión de estas provincia, regresaron sin haber decidido nada. A esta misión siguió, en iguales condiciones, la del conde Luciliano y de Procopio, que entonces no era más que notario y que más adelante se vio arrastrado, por la fuerza de las circunstancias, a la sublevación.
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