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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
15
Elogio del César Juliano.—Juliano ataca a los
alemanes, los derrota, los dispersa y les hace prisioneros.—Recobra Colonia de
los francos y trata con sus jefes.—Sostiene un sitio en Sens contra los
alemanes.—Virtudes del César Juliano.—Acusado Arbeción, es
absuelto.—Euterio, cubiculario de Juliano, defiende a su señor contra
Marcelo. Elogio de Euterio.— Circulan en el campamento de Constancio
falsos relatos y calumnias.—Rapacidad de los cortesanos.— Negociaciones
para la paz con los persas.—Aparato militar y casi triunfal de la entrada
de Constancio en Roma.—El césar Juliano ataca a los alemanes en las islas
del Rhin, donde se habían refugiado, y repara los muros de Tres
Tavernas.—Coalición de los reyes alemanes contra la Galia. —Juliano les
ataca y derrota cerca de Argentoratum.
(Año de J. C. 356.)
Cuando de esta manera se desenvolvía el orden de los
hechos en el mundo romano, Constancio, que había entrado en su octavo
consulado, escribió por primera vez el nombre de Juliano en los fastos
consulares. En tal momento no pensaba aquel esforzado ánimo más que
en combates y en el exterminio de los bárbaros, prometiéndose, con auxilio
de la fortuna, restablecer la unidad que éstos habían roto en la
provincia. Las grandes cosas que realizó en las Galias, favorecido por el
hado y por su genio, pueden compararse a las más memorables de los tiempos
antiguos. Procuraré referirlas, a pesar de que la tarea es muy superior a
mi escaso talento; y la narración, aunque despojada de todo adorno
ficticio y apoyada en testimonios auténticos y en las pruebas
más irrecusables, parecerá algunas veces que se torna en panegírico.
Diríase que constante progresión hacia el bien fue la ley de la existencia
de este príncipe, desde su noble cuna hasta su muerte. Su fama, aumentando
lo mismo en paz que en guerra, le elevó rápidamente al nivel de los
soberanos más grandes. Por la prudencia se le ha comparado con Tito; por
sus triunfales expediciones con Trajano, y por la clemencia con Antonino.
Perseverante tendencia a la perfección ideal le haría semejante a Marco
Aurelio, a quien Juliano había tomado como modelo para sus actos y costumbres.
Cicerón ha dicho: «Gózase de las artes de la misma manera, sobre poco más o
menos, que de la vista de un árbol hermoso: toda la atención se fija en el
tronco y follaje, no quedando ninguna para las raíces.» Así también en los
primeros desarrollos de aquel hermoso carácter, hay partes que quedaron
inapreciadas por efecto de diversas circunstancias, y que deben admirarse,
sin embargo, con más razón que las grandes cosas que realizó después.
Porque aquel dominador de la Germania, aquel pacificador de las heladas
orillas del Rhin, aquel héroe cuyo brazo derribó a los reyes de los
bárbaros o los cargó de cadenas, no fue un guerrero experimentado a quien sacó
de su tienda el grito de los combates, sino un discípulo de las Musas,
casi adolescente, educado como Erecchteo en el seno de Minerva y bajo las
tranquilas sombras de la Academia.
Invernaba en Viena Juliano, presa de constantes
preocupaciones y en medio de rumores diferentes, cuando recibió cierta y
positiva noticia de un ataque brusco de los bárbaros contra la antigua
ciudad de Augustudunum, defendida por vasta extensión de murallas en las que el
tiempo había abierto muchas brechas. El temor había paralizado a la
guarnición, y la plaza estaba perdida, si por uno de esos movimientos repentinos
que salvan en los momentos supremos, los veteranos no hubiesen acudido a
socorrerla. En el acto se decidió Juliano, desechando insinuaciones
aduladoras, que no faltaron, para que atendiese a su seguridad y
comodidades; y, tomando únicamente el tiempo necesario para los
preparativos indispensables, marchó a Augustudunurn el 8 de las calendas
de Julio (24 de junio), dirigiendo la marcha con la habilidad y prudencia
de consumado capitán; marcha durante la cual estuvo constantemente en
disposición de hacer frente a las bandas que hubiesen intentado cortarle
el paso. Allí celebró consejo, al que concurrieron los que pasaban
por conocer mejor el país, discutiéndose la dirección más segura para el
ejército. Dividiéronse las opiniones: unos querían marchar por Abor...,
otros por Sedelaucum y Cora; pero incidentalmente se
Tranquilizado con estos primeros triunfos acerca
del resultado de tales encuentros, llegó a Tricasas arrostrando mil peligros.
Tan inesperada era su presencia, y tal era el miedo que inspiraban las
numerosas partidas que recorrían el país por todas partes, que no le abrieron
las puertas sino después de larga vacilación. En aquella ciudad no se
detuvo más que el tiempo necesario para que descansasen sus tropas; y,
considerando en seguida que no debía perder momento, marchó rápidamente hacia
Remos (Reims), señalado como punto de reunión general. Allí le alcanzó el
resto del ejército bajo el mando de Marcelo, sucesor de Ursicino, y del
mismo Ursicino, que tenía orden de permanecer en las Galias hasta el fin
de la campaña. Largamente se deliberó acerca del plan que convenía seguir;
y al fin decidieron atacar a los alemanes en la dirección de Decem pagos (los
diez pueblos), y las reforzadas tropas se pusieron alegremente en marcha.
Pero los bárbaros, cuyos movimientos favorecía densa niebla, aprovechando
su conocimiento del terreno, practicaron un rodeo y se colocaron a la
espalda del César, y hubiesen destrozado dos legiones que formaban
la retaguardia, si sus angustiados gritos no atrajeran en socorro suyo al
cuerpo de los auxiliares. Desde esta alarma, Juliano temió constantemente
emboscadas en los accidentes del camino y en los pasos de los ríos,
haciéndose más prudente y circunspecto; primera cualidad de todo el que tiene
el mando supremo, y la seguridad mejor para los que combaten sus órdenes.
Enteróse entonces de que los bárbaros se habían
apoderado de Argentoratum, Brocomangum, Tavernas, Salison, Nemetas, Vangionas y
Mogontiacum, pero que solamente ocupaban las afueras, por el miedo que
tienen a la permanencia en las ciudades, que consideran como tumbas
para enterrarse en. vida. Había salido a su encuentro un cuerpo germánico
y, para recibirlo, formó su ejército en media luna, encerrando por los dos
lados al enemigo, que cedió al primer choque, pero perdiendo parte de sus
fuerzas, que sucumbieron en el calor del primer ataque. Los demás
se salvaron huyendo.
Ningún obstáculo cerraba ya la marcha para
recobrar Agripina (Colonia), cuyo desastre había precedido a la llegada de
Juliano a las Galias. En aquella comarca no existe otro punto fortificado que
Ricomagum (Rheinmagen), construido en el paraje llamado Confluente, porque allí
se reúnen el Rhin y el Mosela, y una torre cerca de Agripina. Ocupó, pues,
esta ciudad, de la que ya no salió una vez que tomó posesión de ella, hasta
que hizo firmar a los reyes francos, a quienes el miedo dulcificó, un
convenio cuyos frutos recogió el Estado más adelante, y poner a la ciudad misma
en respetable estado de defensa. Satisfecho por aquellos felices triunfos
de sus armas, marchó en seguida a invernar en Senonas, en el país de los
Treviros, residencia muy agradable en la época de que hablamos. Allí le
cayó sobre los hombros, como decirse suele, todo el peso de una
guerra general, y tuvo que desplegar extraordinaria actividad para atender
a las exigencias de aquella situación; teniendo a la vez que guarnecer con
puestos militares todos los puntos amenazados, romper la unión de tantas
naciones coligadas contra el nombre romano, y en fin, asegurar
en extensísimo campo de operaciones la subsistencia de todo el ejército.
En lo más apremiante de estos cuidados, asaltóle
una masa de enemigos con la esperanza de apoderarse de la plaza por un golpe de
mano. Habíales inspirado esta confianza la ausencia de los escutarios y
gentiles, repartidos en las diferentes ciudades municipales, para dividir la
carga de las subsistencias. Juliano mandó cerrar las puertas, reparar las
fortificaciones, y día y noche se le vio entre los soldados, sobre las
murallas, entre las almenas, estremeciéndose de enojo ante la impotencia
en que se encontraba de intentar una salida con aquella guarnición tan escasa.
A los treinta días, desalentados los bárbaros, levantaron el sitio,
murmurando contra la loca esperanza que les llevó a emprenderlo. Debe
hacerse constar aquí, como cosa propia del espíritu de aquella época, la
conducta de Marcelo, jefe de la caballería, que, aunque acantonado muy cerca de
allí, dejó al César en el peligro, sin prestarle ni el más ligero auxilio;
cuando tenía el riguroso deber de intentar una operación que distrajera al
enemigo, siquiera no fuese más que:para libertar a la plaza de los males
de un sitio, aunque no hubiese estado encerrado en ella el príncipe. Libre de
aquel apuro, Juliano, cuya única preocupación era el bienestar de los
soldados, se apresuró a concederles el necesario descanso, aunque muy
corto, para reparar las fuerzas, después de tantas fatigas. En aquella
ocasión, su deseo tuvo que luchar contra la escasez de víveres en un país
completamente devastado; pero dominó la dificultad con su activa inteligencia
y con la confianza que sabía inspirar a todos, de mejorar en próximo
porvenir.
El primer esfuerzo difícil que acometió fue
imponerse y observar rigurosamente una regla de temperancia tan severa, como si
hubiese vivido bajo el régimen abstemio de las leyes (rhetris) de Licurgo
y de Solón; leyes importadas después, y por mucho tiempo en Roma y que, caídas
en desuso, restableció el dictador Sila. Juliano pensaba como Demócrito
que si la riqueza permite el lujo de la mesa, la razón lo prohíbe. Idea
moral expresada con igual brillantez en esta frase de Catón tusculano,
llamado el Censor, a causa de sus rígidas costumbres: «Decidida pasión por la
comida acredita indiferencia completa por la virtud.» Juliano leía con
frecuencia un compendio de instrucciones que Constancio había escrito de
su puño para su ahijado, en el que había dispuesto el servicio ordinario
del joven, a quien se había de servir con cierta profusión. Juliano borró
los artículos, faisán, vulva y tetas de cerda, contentándose, como el
simple soldado, con el primer alimento que encontraba.
Dividía la noche en tres partes, dedicando la
primera al descanso, y las otras dos a los negocios de gobierno y a las Musas,
en lo que imitaba a Alejandro el Grande; pero aventajando a su modelo,
porque Alejandro no despertaba sino al caer una bola de plata, que mantenía
suspendida sobre una vasija de cobre, cuando el sueño aflojaba sus
músculos. Juliano despertaba espontáneamente, sin emplear ningún
artificio. Levantábase siempre a media noche, abandonando, no blando lecho
cubierto con cojines de seda de vivos colores, sino cama formada por una piel
de largos pelos, de las llamadas sisurna en el lenguaje familiar del
pueblo. En seguida, realizados algunos actos de su culto secreto tributado
a Mercurio, dios considerado, según cierta doctrina religiosa, como motor
supremo, como principio de toda inteligencia, dedicábase a sondear con
fe segura y vigilante mano las llagas del Estado y a aplicarles remedio, y
cuando había atendido a las pesadas exigencias de los negocios,
entregábase por completo al perfeccionamiento de su espíritu, mostrando
increíble ardor al trepar a las arduas cimas de la ciencia, y queriendo su
pensamiento lanzarse más allá. No tiene nociones la filosofía que él no
abordase y sometiese al severo examen de su razón. Aquel talento tan a
propósito para los conceptos más elevados y abstractos, sabía,
sin embargo, descender a especulaciones más secundarias. Amaba la poesía y
la literatura, como demuestran la sostenida elegancia y la severa pureza
de estilo de sus arengas y cartas. Su gusto le llevaba también a seguir en
todas sus vicisitudes la historia de su país y la de las
naciones extranjeras. Poseía bastante el latín para sostener en esta
lengua conversación sobre cualquier asunto. En una palabra, si es posible,
como algunos autores han afirmado del rey Cyro, del poeta Simónídes y del
célebre sofista Hippias Eleo, aumentar la memoria por medio de cierta
bebida, podría decirse que Juliano tuvo la cuba a su disposición y que la
apuró antes de llegar a la virilidad. Este era el casto y útil empleo que
daba a sus noches.
También diremos, aprovechando las oportunidades,
cómo empleaba los días, cuán grande era el atractivo de su conversación, cuán
delicados sus chistes; cuál fue el carácter que mostró en la guerra, antes
y después de la pelea; y en fin, cuánta magnanimidad y libertad llevaron
consigo los actos de su administración civil. Puesto de pronto en medio de
los campamentos, tuvo que improvisar su educación militar. Así es que,
cuando tenía que sujetarse al sonido de los instrumentos y marcar el paso
cadencioso de la danza pírrica, con frecuencia solía exclamar:
«¡Oh Platón!», diciendo con ironía y aplicándose el antiguo proverbio:
«Han puesto la albarda al buey: no es buena carga para mi espalda.»
Habiendo llamado un día a su cámara a los agentes del fisco
para entregarles una cantidad de dinero, uno de ellos tendió las dos
manos, en vez de presentar, como era costumbre, una punta de la clámide, y
dijo: «Estas gentes saben cómo se toma, pero no saben cómo se recibe.»
Presentáronle queja unos padres contra un hombre que había violado a su hija.
Convicto el violador, solamente fue condenado a destierro: y habiendo
reclamado los padres contra aquella justicia incompleta, pidiendo la
muerte del culpable, les dijo: «La ley no perdona, pero la clemencia es la
primera ley de los príncipes.» En el momento en que iba a partir para una
expedición, presentáronse en grupo unos reclamantes exponiendo cada cual
su queja: Juliano remitió todas las reclamaciones, recomendándolas a los
gobernadores de las provincias; y en cuanto regresó, pidió cuenta
detallada de las resoluciones que habían tomado, dulcificando, por su natural
moderación, el rigor de las sentencias. Finalmente, no hablando de las
derrotas conque castigó frecuentemente la incorregible audacia de los
bárbaros, el sello más sensible del alivio que su presencia llevó a
las extraordinarias miserias de la Galia es que, a su llegada, el tributo
medio era de veinticinco monedas de oro por cabeza, y cuando abandonó el
país no se pagaban más que siete por todo impuesto. Así era que el pueblo,
en su alegre entusiasmo, le comparaba con un astro benéfico que se le
había aparecido en medio de las nieblas más densas. Añádase que, hasta el final
de su reinado, observó la prudente regla de no conceder ningún
aplazamiento tributario, porque había comprendido que estas concesiones no
aprovechan más que a los ricos, demostrando la experiencia que en la
cobranza de toda carga social, a los pobres es a quienes se tiene menos
consideraciones, siendo los primeros que pagan.
Pero mientras la administración del César
preparaba un modelo para los mejores príncipes del porvenir, se desencadenó más
y más la rabia de los bárbaros. Los animales carniceros, cuando negligente
pastor les ha dejado acostumbrarse a diezmar su rebaño, no cesan de buscar
pasto en él, a riesgo de encontrar vigilancia más activa, y, perdiendo con
el exceso del hambre el temor al peligro, se lanzan indistintamente sobre
los bueyes y los corderos; así también los bárbaros,
estrechados nuevamente por la necesidad después de haber devorado todo el
producto de sus anteriores rapiñas, venían otra vez a tantear las
probabilidades de pillaje, y en ocasiones perecían sin haber
encontrado presa alguna en su camino.
Estos eran ya para las Galias los resultados de un
año que comenzó bajo auspicios tan dudosos. En aquel momento circulaban en la
corte del Emperador furiosos rumores contra Arbeción, acusándole de haber
encargado para su uso ornamentos imperiales, como si hubiese de ascender
muy pronto al rango supremo. El conde Verissimo hablaba muy mal de él, diciendo
que de simple soldado había subido al primer puesto de la milicia, y no
contento, aspiraba al de príncipe. Pero enemigo suyo más encarnizado era
Doro, ex médico de los excutarios, quien siendo centurión de los guardas
nocturnos, bajo Magnencio, como antes dijimos, acusó a Adelfo, prefecto de
Roma, de aspirar a posición más elevada. Iba a abrirse el proceso y
parecía que la acusación alcanzaría éxito, cuando una coalición de los
cubicularios, si hemos de asentir a una opinión acreditada, se puso de
parte del acusado. En el acto, como por golpe teatral, los supuestos cómplices
vense libres de sus cadenas. Doro desaparece, enmudece Verissimo y termina
todo repentinamente.
Enterado al mismo tiempo Constancio por el rumor
público del aislamiento en que se dejó al César dentro de las murallas de
Senona, quitó el mando a Marcelo y lo envió a su casa. Éste consideró
injusta la destitución y empezó a intrigar contra Juliano, aprovechando la
natural tendencia del Emperador para acoger toda acusación. Juliano
desconfiaba de sus calumnias; y en
Puedo dar acerca de este mismo Euterio detalles
que tal vez algunos no creerán. El elogio de un eunuco sería sospechoso hasta
en labios de Sócrates o de Numa Pompilio, aun después de jurar que no
diría más que la verdad. Sin embargo, la rosa nace entre abrojos y entre las
fieras hay algunas que se domestican. No renuncio, pues, a referir lo que
sé de las relevantes cualidades de Euterio, que era oriundo de Armenia,
habiendo nacido de familia libre. Conforme fue creciendo hízose notar por
su buena conducta e inteligencia, por la extensión de sus conocimientos,
muy superiores a su condición, por su rara penetración en los asuntos
dudosos o embrollados y por su prodigiosa memoria. Tenía además pasión por
lo bueno, siendo la justicia la esencia de sus consejos. Así fue en su
juventud y así fue también en edad más avanzada al lado del
emperador Constante, quien, si no hubiese seguido otros consejos que los
de Euterio, su memoria habría escapado a las censuras que se le han
dirigido, o al menos a las más graves. Jefe de los cubicularios de
Juliano, no temió reprender a su señor algunos rasgos de ligereza, frutos de la
primera educación recibida en Asia. Dejado en descanso y llamado después
nuevamente a la corte, mantuvo en estas diferentes situaciones su carácter
desinteresado y su inviolable discreción: no reveló ningún secreto sino
para salvar una vida, y nunca se rindió al amor del dinero, que era la pasión
de su tiempo.
Así fue que en su retiro de Roma, donde ha querido
terminar sus días, puede levantar la frente, con la tranquilidad que da la
buena conciencia y una vejez honrosa y querida de todos: siendo muy
diferente de los hombres de esa clase que, por punto general, después de
haberse enriquecido por medios indignos, buscan algún rincón obscuro, como
el búho huye la luz, para ocultarse a las miradas de las numerosas
víctimas de su rapacidad. Imposible es encontrar semejante a Euterio entre
los eunucos cuyos nombres ha conservado la historia. Mis investigaciones no
han podido descubrirlos. Sin duda los ha habido que conservasen el
carácter de servidores pobres y fieles; sin embargo, algún vicio ha
manchado las buenas cualidades que habían recibido de la educación y de la
naturaleza. Avidez, dureza de corazón o malignidad instintiva en unos; tiránica insolencia
en todos los otros. Sí, lo aseguro con plena confianza en el testimonio de
mis contemporáneos: un carácter tan igual en todo no lo he leído ni oído
citar de ningún otro eunuco que Euterio. Si algún minucioso escrutador de
viejos anales me pone el ejemplo de Menofilo, eunuco de Mitrídates, rey
del Ponto, responderé que su celebridad se debe al último acto de su vida.
Cediendo Mitrídates a los romanos y a Pompeyo, había huído a Cólquida,
dejando en la fortaleza de Sinhorio a su hija, llamada Drypetina, enferma,
y encargada a Menofilo. Nada omitió éste para su curación, y, habiéndola
conseguido, continuaba velando por su depósito con extraordinario cuidado.
Cuando Manlio Prisco, legado del general romano, puso sitio a la fortaleza
que le servía de asilo, Menofilo vio que la guarnición iba a rendirse, y
para libertar a la hija de su señor de la mancha de los espantosos
ultrajes reservados a la noble cautiva, la mató por su propia mano y en seguida
se clavó la espada en el vientre. Pero volvamos al punto donde dejamos el
relato de los acontecimientos.
Habiendo quedado confundido Marcelo, fue confinado
en Sardica, su ciudad natal. Pero después de su marcha, el mismo género de
acusación se propagó por el campamento de Constancio, y pretendidos actos
de lesa majestad sirvieron de pretexto para odiosas persecuciones.
Consultaba alguno a un adivino sobre el chillido de un ratón o el
encuentro de una comadreja u otro presagio de
Por el mismo tiempo ocurrió en Aquitania un caso
que tuvo resonancia en otras partes. Un buscador de acusaciones asistió a una
comida servida con la profusión y delicadeza acostumbradas en dicho país.
Aquel hombre vio dos cobertores de lechos de mesa, que los esclavos
habían colocado con bastante destreza para que las anchas bandas de púrpura
de que cada uno estaba bordado pareciesen una sola. Formaban el mantel
trozos de tela semejantes, de las que cogió uno con cada mano, uniéndolos
de manera que figurasen la parte anterior de una clámide imperial.
Esto fue bastante para que se sujetase al dueño a un proceso criminal que
devoró su rico patrimonio. Un agente del fisco en España dio otro ejemplo
de este furor de interpretación. Encontrábase también invitado a un
festín, y cuando a la caída de la tarde los criados lanzaron la acostumbrada exclamación
de «¡Triunfemos!» al traer las luces, aquel hombre recogió la exclamación, que
es de ceremonia, para interpretarla en sentido criminal, dando esto
ocasión a la ruina de una casa ilustre.
El mal aumentaba cada vez más por la excesiva
pusilanimidad del príncipe, que en todas partes veía atentados contra su
persona; pudiéndosele comparar a aquel Dionisio, tirano de Sicilia, que,
atormentado por iguales terrores, quiso que sus mismas hijas aprendiesen el
oficio de barbero, con objeto de no tener que entregarse a manos extrañas,
e hizo rodear la casita en que pasaba la noche con ancho foso, sobre el
que echaban un puente formado con piezas cuyos ejes y clavijas quitaba por
la noche para armarlo de nuevo al amanecer. Los cortesanos de Constancio
se esforzaban en mantener vivo aquel foco de desgracias públicas con la
esperanza de apropiarse los despojos de los condenados, y para tener
ocasión de medrar a costa ajena. Cierto es que Constantino fue el primero
en despertar la codicia de los que le rodeaban, pero bien puede decirse hinchó
los suyos con la substancia de las provincias. Bajo su reinado apoderóse
ardiente sed de riquezas, con menosprecio de la justicia y la honradez, de
los personajes principales de todos los órdenes: contándose en este número
Rufino, prefecto del pretorio, en la magistratura civil; entre los
militares,
Entretanto los persas agitaban el Oriente, aunque
sin hacer grandes correrías como antes, limitándose a arrebatar algunos hombres
o ganados. Estas depredaciones tenían no pocas veces éxito por sorpresa;
algunas también, encontrándonos con fuerzas suficientes, escapaba la presa
al enemigo, y frecuentemente quedaba burlada su esperanza de botín, por la
precaución que se observaba de no dejar nada a su alcance. Ya hemos
hablado de Musoniano, prefecto del pretorio, como de hombre superior con
carácter venal, a quien la perspectiva de la ganancia apartaba fácilmente
del deber. Musoniano mantenía entre los persas hábiles emisarios, y por medio
de ellos procuraba enterarse de las intenciones del enemigo. Con este
propósito se entendía con Casiano, duque de Mesopotamia, veterano
experimentado en las fatigas y peripecias de muchas campañas. Sapor, por
efecto de las comunicaciones uniformes de sus agentes, se encontraba ocupado
entonces en la otra frontera de sus Estados, conteniendo con trabajo y
graves pérdidas las belicosas naciones que tenía enfrente. Cuando
estuvieron seguros acerca de este punto, entablaron
secretas comunicaciones; por medio de soldados desconocidos, con
Tampsapor, que mandaba las fuerzas de los persas por nuestro lado, y le
excitaron para que aconsejase a su señor en sus cartas, que en la primera
ocasión tratase de la paz con el Emperador romano: de esta manera aseguraría a
la vez sus flancos y retaguardia, y podría llevar todas sus fuerzas al
punto en que eran más vivas las hostilidades. Tampsapor se apresuró a
aceptar las indicaciones y escribió a Sapor que Constancio, encontrándose
a la sazón empeñado en peligrosa guerra, le pedía con instancias la paz.
Pero transcurrió mucho tiempo antes de que llegase su carta a manos del
rey, que invernaba en el territorio de los Chionitas y de los Eusenos.
Mientras ocurrían estas cosas en Oriente y en las
Galias, Constancio, como si hubiese cerrado el templo de Jano y derribado bajo
sus golpes a todos los enemigos del imperio, se encontró invadido por el
deseo de visitar a Roma y triunfar en ella con ocasión de aquella, victoria
sobre Magnencio, adquirida a costa de la debilitación de la patria y
efusión de la sangre romana. Ni personalmente, ni por el valor de sus
generales, había vencido por completo a ninguna de las naciones que le
habían hecho guerra, ni añadido ninguna conquista al imperio, ni tampoco se le
vio jamás el primero, ni entre los primeros en el momento del peligro;
pero cedía al deseo de ostentar con inusitada pompa el oro de sus
estandartes y el brillante aspecto de sus soldados escogidos ante los no
acostumbrados ojos del pueblo, que ni esperaba ni deseaba contemplar tales
espectáculos. Tal vez ignoraba que los Emperadores de otro tiempo se
habían contentado en épocas de paz con un cortejo de lictores; pero en las
de guerra y en las circunstancias en que debían exponerse, uno
había arrostrado en débil barca de pescador la furia de los desencadenados
vientos; otro, imitando a Decio, había sacrificado su vida; aquél no había
temido, acompañado de corto número de soldados, marchar a reconocer el
campamento del enemigo; en una palabra, que no hay uno que, por
alguna hazaña digna de memoria, no legase su nombre a la posteridad.
Empleáronse cantidades enormes en los
preparativos... Bajo la segunda prefectura de Orfito, Constancio, con la
vanidad de su gloria, atravesó Ocriculo con formidable comitiva,
organizada como un ejército, asombrando tanto a los que lo vieron, que no
podían apartar los ojos de aquel espectáculo. Cuando se acercó a la
ciudad, salió el Senado a saludarle; y pasando satisfecha mirada por
aquellos venerables retoños de la antigua raíz patricia, parecióle, no como a
Cineas el legado del rey Pirro, tener delante una reunión de reyes, sino
más bien el consejo del mundo entero. Contemplando en seguida el pueblo,
no podía menos de asombrarse ante el espectáculo de aquella universal
reunión del género humano: entretanto, precedido él por compactas masas de soldados con
los estandartes desplegados, como si se tratase de mezclar el Rhin con el
Eufrates, avanzaba sobre una carroza de oro, resplandeciente con las
piedras más preciosas. En derredor flotaban los dragones sujetos en astas
incrustadas de pedrería, y cuya púrpura, enchida por el aire que
penetraba por sus abiertas bocas, producía ruido parecido a los silbidos
de cólera del monstruo, mientras que
Al fin entró en Roma, santuario del valor y de la
grandeza. Al llegar al Foro y contemplar desde lo alto de la tribuna aquel
majestuoso foco de la antigua dominación romana, quedó por un momento
asombrado: a cualquier parte que mira, deslúmbrale continuación de prodigios.
Después de una arenga a la nobleza en la Curia, y otra al pueblo desde el
Tribunal, marchó al palacio entre reiteradas exclamaciones, y saboreó al
fin en su plenitud la felicidad, objeto de todos sus deseos. Al presidir
los juegos ecuestres, gozó mucho con los chistes del pueblo, que supo reprimir
las exageraciones sin renunciar a sus costumbres de libertad. El mismo príncipe
observaba el justo medio entre la rigidez y el olvido de su dignidad; no
imponiendo su voluntad, como en otras partes hacía, por límite a los
placeres de la multitud, y dejando, según la costumbre ordinaria,
que dependiese de las circunstancias la duración de los juegos.
Recorrió todos los barrios construidos en llano o
en las vertientes de las siete colinas, sin prescindir de los arrabales,
creyendo continuamente que ya nada le quedaba que ver después del último
objeto que le impresionaba. Aquí el templo de Júpiter Tarpeyo le pareció
sobrepujar a todo, tanto como exceden las cosas divinas a las humanas;
allá las termas, comparadas por su extensión a provincias; más lejos la
orgullosa masa de ese anfiteatro, cuyos materiales suministró la piedra
de Tibur, y cuya altura no mide la vista sin fatiga; después la atrevida
bóveda del Panteón y su vasta circunferencia; los gigantescos pilares,
accesibles por escalones hasta su cúspide, coronados por las estatuas de
los emperadores; y el templo de la diosa Roma, el foro de la Paz, el teatro de
Pompeyo, el Odeón, el Estadio y tantas otras maravillas que forman el
ornamento de la ciudad eterna. Pero cuando llegó al foro de Trajano,
construcción única en el mundo, y en nuestra opinión digna hasta de la
admiración de los dioses, paróse asombrado, tratando de medir con el
pensamiento aquellas proporciones colosales que desafían toda descripción
y que ningún esfuerzo humano podría reproducir. Convencido de su
impotencia para crear nada igual, dijo que, al menos, quería elevar
un caballo a imitación del de la estatua ecuestre de Trajano, colocado en
el punto central del edificio, y que intentaría la empresa. Junto a él se
encontraba en aquel momento el real emigrado Hormidas, cuya evasión de
Persia se ha referido más arriba, y éste dijo al emperador, con la finura
propia de su nación: «Empieza, ¡oh Emperador! por construir la caballeriza
por este modelo para que tu caballo se encuentre tan cómodamente colocado
como el que vemos aquí.» Al mismo Hormidas preguntaron qué le parecía
Roma, y contestó: «Lo que me agrada es que aquí se muere como en todas
partes.»
En medio del asombro que le producía aquella
reunión de prodigios, el Emperador clamaba
Entretanto empleábanse secretamente prácticas
odiosas por la emperatriz Eusebia contra Helena, hermana de Constancio y esposa
de Juliano, a la que, fingiendo cariño, había traído con ella a Roma.
Siendo estéril Eusebia, consiguió que Helena bebiese por sorpresa un brebaje
que la haría abortar siempre que se encontrase en cinta. Un niño que
Helena había dado a luz en las Galias murió por la complicidad de una
partera corrompida con dinero, que le cortó demasiado bajo el ombligo.
¡Tanta importancia se daba a que un hombre grande no dejase sucesión! El
Emperador solamente pensaba en prolongar su estancia en la más augusta de
todas las residencias, donde saboreaba con delicia los placeres del
descanso, cuando perturbaron estos ocios comunicaciones demasiado
verídicas, anunciándole sucesivamente que los suevos devastaban la Rhecia, los
quados la Valeria y que los sármatas, los bandidos más famosos de la
tierra, hacían incursiones en la Mesia superior y en la baja Pannonia.
Alarmado con estas noticias, salió de Roma el 4 de las Kalendas de Junio,
un mes después de su entrada, marchando apresuradamente a la Iliria y pasando
por Tridento. (Trento). Desde allí envió a Severo, general muy experimentado,
a que ocupase en las Galias el puesto de Marcelo, y llamó a su lado a
Ursicino, que obedeció apresuradamente la orden, reuniéndosele en seguida
en Sirucio con los asociados en su misión anterior. Deliberóse
largamente acerca de la paz propuesta por Musoniano a los persas, y se
envió a Ursicino con mando al Oriente, A los más antiguos se dieron mandos
en el ejército, y los más jóvenes (encontrábame entre ellos) recibieron
orden de acompañar a Ursicino y de obedecerle en todo en servicio de la
República.
El César, cónsul por segunda vez con Constancio,
que lo era por la novena, después de un invierno pasado en Senona, donde las
amenazas de los alemanes le tuvieron constantemente alarmado, abrió la
campaña bajo excelentes auspicios y se dirigió rápidamente a
Remos. Ensanchábase su corazón ante la idea de no tener que temer ya
oposición ni sospechas por parte de un lugarteniente tan experimentado
como severo en la obediencia de los campamentos, y del que estaba seguro
le seguiría en toda ocasión con la prontitud del soldado más disciplinado.
Además, por orden del Emperador había recibido en Rauracos un refuerzo de
veinticinco mil hombres, al mando de Barbación, jefe de la infantería
desde la muerte de Silvano. Así se ejecutaba el plan, maduramente meditado
de antemano, de estrechar insensiblemente el campo de depredaciones de los
bárbaros por medio de dos ejércitos romanos, partiendo de dos puntos diferentes
para coger a los bárbaros como entre unas tenazas, y concluir con ellos de
una vez.
Mientras se ejecutaba esta maniobra con la
celeridad y orden que podían desplegar, los Letos bárbaros, dispuestos siempre
para aprovechar toda ocasión de saquear, ocultando su marcha a los dos
campamentos, cayeron de improviso sobre Lugdunum, que habrían saqueado y quemado
en aquel golpe de mano si no hubiesen sido cerradas a tiempo las puertas,
pero devastaron todas las cercanías. Al tener noticia Juliano de este
contratiempo, mandó ocupar apresuradamente con fuerzas de caballería tres
caminos por donde necesariamente tenían que regresar aquellos bandidos; y
tan bien tomó sus medidas, que cuantos regresaron por los referidos
caminos dejaron en ellos la vida con el botín, que se recogió intacto;
escapando solamente un grupo que pasó, en su fuga, junto al campamento de
Barbación, y que este dejó tranquilamente desfilar bajo sus mismos parapetos.
La salvación de aquel grupo se debió a una contraorden que dio Cela,
tribuno de los escutarios, a los tribunos Bainobaudo y Valentiniano, que
más adelante fue Emperador; contraorden por la cual tuvieron los dos que
abandonar los puntos de observación donde estaban colocados. No fue
esto todo. El cobarde Barbación, obstinado detractor de la gloria de
Juliano, conociendo el daño que acababa de ocasionar al Estado (porque la
contraorden dimanaba de él mismo, según confesó Cela cuando después le
censuraban su traición) se apresuró a remitir a Constancio un parte falso, en
el que pretendía que los dos tribunos habían venido, so pretexto de un
servicio encargado, a procurar
En aquellos mismos días, asustados los bárbaros
establecidos al otro lado del Rhin por la aproximación de los dos ejércitos,
algunos trataron de interceptar los caminos en los puntos más tortuosos y
difíciles, por medio de grandes cortas de árboles: los demás, refugiándose en
las numerosas islas de que está sembrado, el río, lanzaban contra el César
y nuestros soldados siniestras imprecaciones. Irritado Juliano, quiso
apoderarse de algunos de ellos, y para conseguirlo pidió a Barbación siete
barcas, de algunas que había adquirido para el caso de tener que echar un
puente de barcas sobre el Rhin: pero Barbación, que no quería auxiliar con
nada a Juliano, prefirió quemarlas todas. Al fin, algunos mensajeros
enemigos que cayeron en poder de Juliano le indicaron un punto del río que
la sequía había hecho vadeable: y, reuniendo en seguida los vélites auxiliares,
después de arengarles, los envió bajo el mando de Bainobaudo, tribuno de
los cornutos, a intentar una empresa memorable. Estos soldados, marchando
los unos por el agua, sirviéndose otros de los escudos a guisa de esquifes
cuando no hacían pie, abordaron la isla más próxima, matando a cuantos
la ocupaban, sin distinción de sexo ni edad. Encontrando allí barcas
abandonadas, las ocuparon aun a riesgo de hacerlas zozobrar, y recorrieron
de esta manera casi todas aquellas guaridas. Cuando se cansaron de matar,
regresaron sanos y salvos, cargados con abundante botín, del que tuvieron que arrojar
parte al río. No encontrándose ya segura la población germana de las demás
islas, pasó a la otra orilla, llevando consigo las mujeres, niños y hasta
provisiones. Entonces se ocupó Juliano en reparar las fortificaciones de
Tres Tabernas, que la obstinación de los bárbaros había concluido
por destruir, y cuya reedificación iba a poner freno a sus continuas
incursiones en las Galias. Empleó en la terminación de estos trabajos
menos tiempo del que esperaba, y dejo a la guarnición víveres para un año.
Para conseguir esto, fue necesario apoderarse del grano sembrado por el
enemigo, aunque con el temor de tener que combatirlo durante la operación.
Esta recolección proporcionó además a Juliano medios para aprovisionar a
sus soldados por veinte días. El soldado ganaba así su alimento por las
armas, siendo tanto mayor su regocijo cuanto que acababa de perder un convoy
que le enviaban; porque Barbación, que lo había encontrado en el camino,
tomó por autoridad propia cuanto le convenía y quemó el resto en montón.
¿Era este modo de obrar reto o locura, tal vez estos actos con harta
frecuencia repetidos estaban autorizados por órdenes secretas del Emperador?
Lo único que puede asegurarse es, según opinión muy acreditada, que a
Juliano se le nombró César, no para que salvase las Galias, sino para que
pereciese, y con esta esperanza se le puso en medio de los peligros de
aquella guerra cruel, contando con la inexperiencia de un hombre a quien se
consideraba incapaz hasta de resistir su fragor.
Mientras se fortificaba rápidamente Juliano en
aquella posición, y parte del ejército completaba los puestos avanzados y se
ocupaba otra en recoger el grano, permaneciendo vigilante contra las
sorpresas, una nube de bárbaros, adelantándose a fuerza de ligereza a la noticia
de su marcha, cayó sobre el ejército de Barbación, (que, como ya hemos
visto, continuaba operando separadamente del ejército de las Galias, le
llevó combatiéndolo hasta Rauraco y le rechazó tan lejos como pudo en
aquella dirección, arrebatándole gran parte de los bagajes, bestias de carga
y gentes de servidumbre. Hecho esto, los bárbaros se reunieron al grueso
de los suyos; y Barbación, como si hubiera realizado la campaña más
gloriosa, distribuyó tranquilamente sus tropas en los cantones y regresó a
la corte para preparar, como de ordinario, algunas acusaciones contra Juliano.
Pronto se supo el descalabro que acababan de
experimentar nuestras armas. Los reyes alemanes Chnodomario y Vestrulapo
reunieron sus fuerzas, y a éstos se incorporaron sucesivamente Urio, Ursicino,
Serapión, Soumario y Hortario, marchando todos a acampar cerca de
Argentoratum, lisonjeándoles la idea de que Juliano se había replegado
temiendo desastre completo, mientras que en realidad continuaba ocupándose
de las fortificaciones de Tres Tabernas. Esta confianza la
debían especialmente a la relación de un escutario, que por temor a un
castigo había desertado poco después del descalabro de Barbación, y que
les dijo que Juliano no tenía consigo más de trece mil hombres. En efecto;
con este número hizo frente el César al principio al desbordamiento general
de la ira de los bárbaros. El desertor repitió el aserto con seguridad que
puso el colmo a su audacia; por
El rey Chnodomario se movía de un modo increíble,
yendo y viniendo el primero de todos cuando se trataba de alguna sorpresa,
animado con la confianza que da siempre la costumbre del triunfo: porque,
en efecto, había derrotado al César Decencio con fuerzas iguales, destruido
o devastado muchas ciudades opulentas y llevado el estrago según su gusto
por la indefensa Galia. Su presunción había aumentado porque acababa de
arrojar a un general romano con numeroso ejército de tropas escogidas;
pues los alemanes habían reconocido por las insignias y los escudos que los que
habían retrocedido delante de ellos eran los mismos soldados que los habían
derrotado y dispersado en tantos combates. Todo esto alarmaba al César,
reducido, por la deserción de su asociado, a comprometer a un puñada de
valientes contra naciones enteras.
Al amanecer sonaron las bocinas, y los peones se
pusieron en marcha con mesurado paso, flanqueados en ambas alas por la
caballería, reforzada a su vez por los temibles cuerpos de los catafractos
y arqueros a caballo. Aun tenían que recorrer los romanos, desde el punto de
que habían levantado las enseñas hasta el campamento de los bárbaros
catorce leguas o veintiuna millas, cuando Juliano, en su prudente cuidado,
retiró todos los exploradores, mandó hacer alto, y colocándose en medio
del ejército, formado en cuña, con el tranquilo lenguaje que le era natural,
le dirigió esta arenga:
«Compañeros: Conocedores sois de vuestra fuerza y
poseéis la confianza que inspira: el César que os habla tampoco es sospechoso
de carecer de valor: así es que se le puede creer, cuando en interés de la
salvación de todos os dice, y pocas palabras os lo demostrarán, que en las
pruebas de paciencia y valor que nos esperan, es necesario escuchar los
consejos de la moderación y la prudencia, y no los de la precipitación e inconsiderado
ardimiento. Los hombres valientes, altivos e intrépidos cuando el peligro
está presente, deben mostrarse, si es necesario, reflexivos y
dóciles. Este es el consejo que os doy, y que os ruego aceptéis. Es cerca
de medio día: fatigados ya por la marcha, vamos a entrar en desfiladeros
tortuosos y obscuros; la luna en menguante nos amenaza con tenebrosa
noche; no podemos esperar ni una gota de agua en este suelo abrasado por la
sequía. Triunfaremos, así lo quiero, de todos estos obstáculos; pero ¿qué
haremos si nos encontramos encima al enemigo, descansado, alimentado y
fresco? ¿Cómo resistiremos el choque rendidos por la fatiga, el hambre y
la sed? El éxito en las circunstancias más críticas suele depender de una
sola disposición. Una buena determinación, tomada oportunamente, es un
camino que nos abre la divinidad para salir de las coyunturas más
desesperadas. Creedme, acampemos aquí, bajo la protección de un foso y una
empalizada; pasemos esta noche descansando y velando por turno; y mañana
al amanecer, repuestos por el sueño y el alimento, desplegaremos de nuevo, con
el auxilio de Dios, nuestras victoriosas águilas y banderas.»
No le dejaron acabar. Los soldados, mostrando su
impaciencia con rechinamiento de dientes y con el golpeteo de las picas contra
los escudos, querían que inmediatamente les llevasen al enemigo, que se
encontraba ya a la vista; confiando todos en sí mismos y en la fortuna
y experimentado valor de su general. Y en efecto, según demostraron los
hechos, mientras estuvo a su frente, parecieron inspirados por el genio
mismo de los combates. Aumentaba el arrebato la circunstancia de
participar de él los mismos jefes, y Florencio, prefecto del pretorio, más
atrevido que los demás, decía que era buena política venir a las manos a
toda costa, mientras estaban reunidos los bárbaros. Si la confederación se
disolvía, tendrían mucho que trabajar con la fiebre de sediciones, tan
habitual al soldado, que ahora alegaría el especioso pretexto de que le
habían arrebatado la victoria. Doble recuerdo aumentaba la confianza del
ejército. El año anterior habían franqueado los romanos la barrera del
Rhin y realizado correrías por la orilla derecha, sin que se presentase ni
un solo enemigo para defender el suelo de su país; habiéndose limitado los
bárbaros a
Como todo el ejército, desde las primeras filas
hasta las últimas, se mostraba unánime en la oportunidad de marchar en el acto
contra el enemigo, y dispuesto de la misma manera a resistir la orden
contraria, un signífero exclamó: «¡Adelante, César, el más afortunado de los hombres:
la fortuna misma guía tus pasos. Solamente desde que tú nos mandas
comprendemos cuánto puede el valor unido a la habilidad. Enséñanos el
camino de la victoria como valiente que marcha delante de las enseñas, y
nosotros te mostraremos a nuestra vez lo que vale el soldado ante la vista de
un jefe valeroso que por sí mismo juzga el mérito de cada cual.»
Oídas estas palabras, sin admitir mayor descanso,
el ejército se puso de nuevo en movimiento y llegó al pie de suave colina,
cubierta de trigo en sazón ya, y situada a corta distancia de la
orilla del Rhin. En la cumbre observaban tres jinetes enemigos, que
corrieron a toda brida para anunciar la aproximación del ejército romano;
pero otro explorador que se encontraba al pie de la colina, y no pudo
seguir a los primeros, fue vencido en ligereza por los nuestros, y por él
supimos que el ejército germano había empleado tres días y tres noches en
pasar el Rhin. Nuestros jefes veían ya al enemigo formar sus columnas de
ataque: mandóse hacer alto, y en seguida los antepilarios y hastatos se
ordenan en fila y quedan parados, presentando un frente de batalla tan fuerte
como un muro. El enemigo, queriendo imitar nuestra prudencia, guardó igual
inmovilidad. Viendo toda nuestra caballería colocada en el ala derecha, le
opusieron a la izquierda, en compactas masas, lo mejor de sus jinetes,
entre cuyas filas, empleando una táctica muy bien entendida,
cuyo conocimiento debían al desertor mencionado ya, pusieron aquí y allá
algunos peones ágiles y armados a la ligera. Habían observado, en efecto,
que las riendas y el escudo no dejaban a sus jinetes más que un brazo
libre para lanzar el dardo, y el más diestro, en un combate cuerpo a
cuerpo con un dibanario romano, no conseguía más que fatigarse en vano
contra el soldado completamente defendido por su armadura de hierro; pero
que un peón, en quien no se reparaba en medio del combate, cuando
solamente se piensa en el que se tiene delante, podía deslizarse por los
costados del caballo, herirle en el vientre y desmontar de esta manera al
enemigo invulnerable, al que fácilmente se vencía entonces; y no contentos
con esta disposición, nos preparaban a su derecha otra clase de sorpresa.
Mandaban aquel ejército feroz y belicoso
Chnodomario y Serapión, los más poderosos de todos los reyes confederados. En
el ala izquierda, donde según esperaban los bárbaros, el combate había de
ser más furioso, se mostraba el funesto promotor de aquella guerra,
Chnodomario, ceñida la frente con una banda roja y montando un caballo
cubierto de espuma. Amante del peligro, confiando ciegamente en sus
prodigiosas fuerzas, apoyábase altivo en su lanza de
formidables dimensiones, llamando la atención desde lejos por el brillo de
sus armas. Hacía mucho tiempo que tenía acreditada su superioridad como
valiente soldado y hábil capitán. Serapion mandaba el ala
Había resonado la terrible señal de las bocinas
cuando Severo, que guiaba el ala izquierda de los romanos, vio a corta
distancia delante de él parapetos cubiertos de gentes armadas
que, levantándose de pronto, habían de introducir perturbación en las
filas. Sin acobardarse, suspendió, sin embargo, la marcha, ignorando con
qué número tenía que pelear, temiendo avanzar y no queriendo retroceder.
El César vio la vacilación en aquel punto; acudió a él con una reserva
de doscientos jinetes, que conservaba alrededor de su persona, dispuesto a
acudir a donde fuese necesaria su presencia, y siempre más animoso cuando
mayor era el peligro. En rápida carrera recorrió el frente de la
infantería, animando a todos; y como la extensión de las líneas y
su profundidad no permitían arenga general, y tampoco quería despertar las
suspicacias del poder, arrogándose lo que él mismo consideraba como prerrogativa
del Emperador, limitóse a correr de aquí para allá; resguardándose como
podía de los dardos del enemigo, y dirigiendo a unos o a otros, conocidos
o no, algunas frases enérgicas que les excitaban a cumplir su deber:
«Compañeros,decía a unos, al fin tenemos una verdadera batalla; este es el
momento que deseábamos todos, y que vuestra impaciencia adelantaba
siempre.» Dirigiéndose en seguida a las últimas filas: «Compañeros,
ha llegado el día tan deseado que nos llama a todos a lavar las manchas
arrojadas sobre la majestad romana, y a devolverla su antiguo esplendor.
Mirad, los bárbaros vienen aquí a buscar un desastre; su ciego furor les
trae a ofrecerse ellos mismos a vuestros golpes.» A los soldados que por su
larga práctica podían apreciar las maniobras, les decía, enmendando
algunas disposiciones: «Ánimo, valientes, reparemos con nobles esfuerzos
el baldón que ha caído sobre nuestros ejércitos. Con esta esperanza
acepté, a pesar de mi repugnancia, el título de César.» A los que pedían
aturdidamente la señal, y cuya petulancia amenazaba traspasar las órdenes
y producir confusión: «Guardaos, les dijo, guardaos cuando el enemigo
vuelva la espalda, de encarnizaros demasiado con los fugitivos,
porque esto empañaría la gloria de vuestro triunfo. Que ninguno ceda
tampoco el terreno sino en el último apuro, porque jamás ayudaré a los
cobardes. Pero asistiré a la persecución con tal que no se haga con furor
desmedido.»
Hablando a cada uno de la manera conveniente,
mandó avanzar la mayor parte de sus fuerzas contra la primera línea de los
bárbaros. Entonces la infantería alemana se estremeció de
indignación contra los jefes que estaban a caballo, prorrumpiendo en
espantosos gritos. Debían pelear a pie como los demás, decían; que nadie
tuviese ventajas en caso de huida; que nadie tuviese medios de salvarse
abandonando a su suerte a los demás. Esta manifestación hizo que
Chnodonario abandonase el caballo, siguiendo todos su ejemplo; no dudando
ninguno que alcanzarían la victoria.
Dieron la señal las bocinas, y por ambas partes se
vino a las manos con igual brío, empezando por una nube de dardos.
Desembarazados de las armas arrojadizas, los germanos se lanzaron
sobre nuestras fuerzas con más ímpetu que simultaneidad, rugiendo como
fieras. Mayor ira que de ordinario erizaba su espesa cabellera y sus ojos
brillaban con furor. Intrépidos al abrigo de los escudos, los romanos
paraban los golpes, y blandiendo la pica, presentaban la muerte a la vista
del enemigo. Mientras la caballería sostiene el ataque con vigor, la
infantería aprieta sus filas y forma una muralla con todos los escudos
reunidos. Densa nube de polvo envuelve a los combatientes. Los romanos
pelean con diferentes peripecias; aquí resisten bien, allá ceden; porque
acostumbrados la mayor parte de los germanos a esta maniobra, se ayudaban
con las rodillas para penetrar en nuestras filas. La lucha era cuerpo a
cuerpo entre todos, mano contra mano, escudo contra escudo, y por
Vio el César aquella caballería desordenada,
buscando la salvación en la fuga, y, lanzándose a ella se colocó delante como
una barrera. El tribuno de una de las turmas le había reconocido, viendo a
lo lejos flotar en la punta de un hasta el dragón rojo que guiaba su escolta,
enseña cuya vejez acreditaba sus largos servicios. Avergonzado y
palideciendo, corre en seguida a rehacer sus fuerzas; y Juliano entonces,
dirigiéndose a los fugitivos con el acento persuasivo que reanima el valor
más quebrantado: «¿A dónde corremos, valientes?, les dijo. ¿No sabéis que
no se gana nada huyendo y que el mismo miedo no puede aconsejar nada peor?
Vamos, pues, a reunirnos con los nuestros que pelean por la patria, y no
perdamos, abandonándolos sin saber por qué, la parte que nos
pertenecerá en el triunfo común.» Con esta alocución tan hábil, les lleva
de nuevo al ataque, renovando con pocas diferencias un rasgo que en otro
tiempo honró a Sila. Abandonado por los suyos en un combate en que le
estrechaba Arquelao, lugarteniente de Mitrídates, Sila cogió el estandarte,
lo lanzó en medio de los enemigos, y dijo a los soldados: «Marchaos
vosotros, a quienes había designado para compartir mis peligros; y si os
preguntan dónde habéis perdido a vuestro general, responded, y no
mentiréis, en Beocia, donde le dejamos solo combatir y derramar su sangre
por nosotros.»
Aprovechando la ventaja y dispersión de la
caballería, los alemanes caen sobre la primera línea de la infantería romana,
esperando encontrar soldados quebrantados e incapaces de
resistir enérgicamente; pero se sostuvo el choque y se peleó durante algún
tiempo con igual fortuna. Los cornutos y los bracatos, soldados
aguerridos, al espantoso gesto que les es propio, unieron en aquel momento
el tremendo grito de guerra que lanzan en el calor del combate, y que, comenzando
por un murmullo apenas perceptible, va subiendo por grados y concluyendo
por estallar como un rugido parecido al de las olas al estrellarse en un
escollo. Chocan las armas, los combatientes se empujan en medio de una
nube de dardos y de una nube de polvo que todo lo oculta, pero las
masas desordenadas de los bárbaros no dejan de avanzar con el furor de un
incendio; y más de una vez, la fuerza de sus espadas consigue romper la
especie de tortuga con que se protegen las filas romanas con la unión de los
escudos. Los batavos ven el peligro y dan la señal de ataque; secundados por
los reyes acuden a la carrera en socorro de las legiones y se rehace el
combate. Estas formidables fuerzas debían, ayudando la fortuna, decidir el
éxito hasta en las circunstancias más críticas. Pero los alemanes, a
quienes parecía dominar rabia de destrucción, no dejaban de continuar en
sus desesperados esfuerzos. Aquí sin interrupción vuelan los dardos, se
vacían los carcajes; allá se acometen cuerpo a cuerpo; la espada choca con
la espada, y el filo de las armas entreabre las corazas. El herido,
mientras le queda una gota de sangre, se levanta del suelo y se obstina en
pelear. Las probabilidades son casi iguales por ambas partes. Los germanos
tenían ventaja por la estatura y energía muscular; los romanos por la
táctica y la disciplina; en los unos, ferocidad y ardimiento; en los
otros, serenidad y cálculo. Estos confiaban en la inteligencia; aquéllos en la
fuerza del cuerpo. Cediendo algunas veces bajo los golpes del enemigo, el
soldado romano se erguía en seguida. El bárbaro a quien flaqueaban los
jarretes, peleaba rodilla en tierra, demostrando así su
extremada obstinación. De pronto los germanos principales, con sus reyes
al frente y siguiéndoles la multitud, atacan en masa compacta a los
romanos, abriéndose paso hasta la legión escogida, colocada en el centro
de batalla, formando lo que se llama reserva pretoriana. Allí las filas más
apretadas y profundas les oponen muralla tan resistente como una torre,
volviendo a comenzar el combate con
Cuantos presenciaron aquella victoria convendrán
en que fue más deseada que esperada. Sin duda algún dios propicio intervino
aquel día en favor nuestro. Los romanos cayeron sobre los fugitivos, y, a
falta de las espadas embotadas, que más de una vez les fueron inútiles,
arrancaban la vida a los bárbaros con sus propias armas. No se cansaban
los ojos de ver correr la sangre, ni los brazos de herir. A ninguno se
perdonó. Multitud de guerreros gravemente heridos pedían la muerte para
librarse de los sufrimientos; otros, en el momento de expirar, abrían los
moribundos ojos para ver por última vez la luz. Cabezas cortadas por el
ancho hierro de las lanzas, pendían aún del tronco de que habían sido separadas.
Resbalaban, y caían en montones en aquel suelo empapado de
sangre, pereciendo, aplastados por el peso de los suyos, algunos que
habían salido del combate sin heridas. Embriagados los vencedores por el
éxito, seguían hiriendo con sus embotadas espadas los magníficos cascos y
escudos, que bajo los golpes rodaban por el polvo. En fin, estrechados
los bárbaros hasta el Rhin, y encerrados como por una muralla de cadáveres
amontonados, no vieron salvación más que en el río. Abrumados por nuestros
soldados, a quienes su pesada armadura no bastaba a detenerse en la
persecución, algunos se lanzaron al agua, confiando en su habilidad en
la natación para salvar la vida; y el César, que comprendió el peligro que
el excesivo ardimiento envolvía para los nuestros, mandó en alta voz, e
hizo anunciar por los jefes y tribunos, que prohibía a todos los soldados
penetrasen, persiguiendo al enemigo, en las turbulentas aguas.
Limitáronse, pues, a seguir la orilla, lanzando sobre el enemigo multitud
de dardos de toda clase. La mayor parte de los que escapaban a nuestros
golpes, hundiéndose por su propio peso, encontraban la muerte en el fondo
del río; y entonces el espectáculo ofreció, sin peligro, interés dramático.
Aquí lucha el nadador con el desesperado abrazo del que no sabe nadar y le
deja flotar como un tronco si consigue desprenderse; allá, arrastrados por
la corriente, los más hábiles ruedan sobre sí mismos y se sumergen.
Algunos, auxiliándose con los escudos, desviándose a cada momento, para evitar
el choque de las olas, consiguen, después, de mil vicisitudes, alcanzar al
fin la otra orilla. Enrojecido el río con la sangre bárbara, se asombra
con el repentino crecimiento de sus aguas.
En medio del desastre, el rey Chnodomario, que
había podido escapar deslizándose entre montones de cadáveres, procuraba
regresar apresuradamente al campamento que ocupaba antes de la reunión a
corta distancia de las fortificaciones romanas. De antemano había hecho reunir,
para el caso de derrota, naves que quería aprovechar ahora para buscar
algún refugio desconocido y esperar en él cambio de fortuna. Como no podía
llegar sino pasando el Rhin, retrocedió, teniendo la precaución de
cubrirse el rostro. Acercábase ya a la orilla del río, cuando al rodear una
charca que encontró en su camino, antes de llegar al punto de embarque, su
caballo cayó en terreno cenagoso, cogiéndole debajo. A pesar de su
corpulencia, consiguió desprenderse y llegar a una colina cubierta de
bosque cercana de allí. Pero denunciándole el mismo brillo de su antigua
grandeza, le reconocieron. En el acto, una cohorte mandada por un tribuno
rodeó la colina; pero sin penetrar en el bosque, por temor de caer en
alguna celada; y entonces, viéndose perdido Chnodomario, se decidió a
entregarse. Encontrábase solo entre los árboles, pero doscientos soldados de su
escolta y tres amigos suyos de los más íntimos, acudieron espontáneamente
a rendirse, considerando como un crimen sobrevivir a su rey, y no dar, en
caso necesario, la vida por salvarle. Los bárbaros, insolentes en el triunfo,
ordinariamente no tienen dignidad en la derrota: así fue que Chnodomario mostró
con su palidez, cuando le llevaban, la actitud degradada del esclavo: el
convencimiento del daño que
Concluida la batalla con el favor de los dioses,
la bocina llamó al terminar el día a los invencibles soldados, que, reunidos al
fin cerca de la orilla del río, pudieron, bajo la protección de muchas
líneas de escudos, tomar algún alimento y descanso. Los romanos perdieron en la
jornada doscientos cuarenta y tres soldados y cuatro jefes principales;
Bainobaudo, tribuno de los cornutos; Laipsio e Inocencio, capitanes de los
catafractos, y un tribuno cuyo nombre no se ha conservado. De los alemanes
quedaron sobre el campo seis mil muertos, además del considerable número
de cadáveres que arrastró el Rhin. Juliano, cuyo ánimo era muy superior a
su fortuna, y que no creía aumentar su mérito ensanchando su poder,
reprendió severamente la indiscreción de los soldados, que por aclamación
le saludaron augusto; asegurando bajo juramento que aquel título distaba
tanto de su ambición como de sus esperanzas. Mas para aumentar en ellos la
exaltación del triunfo, hizo comparecer ante él a Chnodomario. Avanzó éste
inclinándose hasta el suelo, y al fin se prosternó a sus pies implorando
perdón a la manera de los bárbaros. Juliano le tranquilizó, y pocos días
después fue llevado Chnodomario a la corte del Emperador, enviándole a
Roma éste último, que le asignó por morada el barrio de los extranjeros,
en el monte Palatino, donde murió de languidez.
A pesar de tan grandes y brillantes resultados no
faltaban personas en la corte que encontraban a Juliano defectos y ridiculeces,
sabiendo que de esta manera agradaban al Emperador. Por burla le dieron el
nombre de Victorino, porque en sus comunicaciones repetía muchas veces, aunque
en términos modestísimos, que los germanos habían sido constantemente
derrotados en todas partes donde había mandado personalmente. Por un
exceso de adulación cuya extravagancia era palpable, pero a propósito para
halagar una vanidad llevada hasta los últimos límites, persuadieron
a Constancio de que en todo el universo no se hacía nada grande sino por
su influencia y bajo los auspicios de su nombre. Aturdióle esta adulación,
y desde entonces y en lo sucesivo, desmintió atrevidamente los hechos,
diciendo en sus edictos y en primera persona, que había peleado,
vencido, levantado los reyes prosternados a sus pies, cuando todo esto se
había realizado sin él. Si, por ejemplo, un general suyo, mientras
permanecía él sin moverse de Italia, conseguía una victoria sobre los
persas, no dejaba de enviar a todas las provincias cartas laureadas, mensajeras
de su ruina, conteniendo interminables relatos de la batalla, y ante todo,
de las grandes hazañas del príncipe. Todavía existen en los archivos públicos
edictos, monumentos de ciega jactancia, en los que se ensalza hasta las
estrellas; también se encuentra en ellos una relación detallada del asunto
de Argentoratum, de donde distaba más de cuarenta jornadas. En él se ve a
Constancio disponiendo el orden de batalla, combatiendo junto a las
enserias, persiguiendo a los bárbaros, recibiendo la sumisión de
Chnodomario; y para colmo de indignidad, no se dice ni una palabra de Juliano,
cuya gloria habría sepultado Constancio, si la fama, a despecho de la
envidia, no hubiese cuidado de publicarla.
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