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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

 

LIBRO 15

LIBRO 16

LIBRO 17

 

 

LIBRO 15

Elogio del César Juliano.—Juliano ataca a los alemanes, los derrota, los dispersa y les hace prisioneros.—Recobra Colonia de los francos y trata con sus jefes.—Sostiene un sitio en Sens contra los alemanes.—Virtudes del César Juliano.—Acusado Arbeción, es absuelto.—Euterio, cubiculario de Juliano, defiende a su señor contra Marcelo. Elogio de Euterio.— Circulan en el campamento de Constancio falsos relatos y calumnias.—Rapacidad de los cortesanos.— Negociaciones para la paz con los persas.—Aparato militar y casi triunfal de la entrada de Constancio en Roma.—El césar Juliano ataca a los alemanes en las islas del Rhin, donde se habían refugiado, y repara los muros de Tres Tavernas.—Coalición de los reyes alemanes contra la Galia. —Juliano les ataca y derrota cerca de Argentoratum.

(Año de J. C. 356.)

Cuando de esta manera se desenvolvía el orden de los hechos en el mundo romano, Constancio, que había entrado en su octavo consulado, escribió por primera vez el nombre de Juliano en los fastos consulares. En tal momento no pensaba aquel esforzado ánimo más que en combates y en el exterminio de los bárbaros, prometiéndose, con auxilio de la fortuna, restablecer la unidad que éstos habían roto en la provincia. Las grandes cosas que realizó en las Galias, favorecido por el hado y por su genio, pueden compararse a las más memorables de los tiempos antiguos. Procuraré referirlas, a pesar de que la tarea es muy superior a mi escaso talento; y la narración, aunque despojada de todo adorno ficticio y apoyada en testimonios auténticos y en las pruebas más irrecusables, parecerá algunas veces que se torna en panegírico. Diríase que constante progresión hacia el bien fue la ley de la existencia de este príncipe, desde su noble cuna hasta su muerte. Su fama, aumentando lo mismo en paz que en guerra, le elevó rápidamente al nivel de los soberanos más grandes. Por la prudencia se le ha comparado con Tito; por sus triunfales expediciones con Trajano, y por la clemencia con Antonino. Perseverante tendencia a la perfección ideal le haría semejante a Marco Aurelio, a quien Juliano había tomado como modelo para sus actos y costumbres. Cicerón ha dicho: «Gózase de las artes de la misma manera, sobre poco más o menos, que de la vista de un árbol hermoso: toda la atención se fija en el tronco y follaje, no quedando ninguna para las raíces.» Así también en los primeros desarrollos de aquel hermoso carácter, hay partes que quedaron inapreciadas por efecto de diversas circunstancias, y que deben admirarse, sin embargo, con más razón que las grandes cosas que realizó después. Porque aquel dominador de la Germania, aquel pacificador de las heladas orillas del Rhin, aquel héroe cuyo brazo derribó a los reyes de los bárbaros o los cargó de cadenas, no fue un guerrero experimentado a quien sacó de su tienda el grito de los combates, sino un discípulo de las Musas, casi adolescente, educado como Erecchteo en el seno de Minerva y bajo las tranquilas sombras de la Academia.

Invernaba en Viena Juliano, presa de constantes preocupaciones y en medio de rumores diferentes, cuando recibió cierta y positiva noticia de un ataque brusco de los bárbaros contra la antigua ciudad de Augustudunum, defendida por vasta extensión de murallas en las que el tiempo había abierto muchas brechas. El temor había paralizado a la guarnición, y la plaza estaba perdida, si por uno de esos movimientos repentinos que salvan en los momentos supremos, los veteranos no hubiesen acudido a socorrerla. En el acto se decidió Juliano, desechando insinuaciones aduladoras, que no faltaron, para que atendiese a su seguridad y comodidades; y, tomando únicamente el tiempo necesario para los preparativos indispensables, marchó a Augustudunurn el 8 de las calendas de Julio (24 de junio), dirigiendo la marcha con la habilidad y prudencia de consumado capitán; marcha durante la cual estuvo constantemente en disposición de hacer frente a las bandas que hubiesen intentado cortarle el paso. Allí celebró consejo, al que concurrieron los que pasaban por conocer mejor el país, discutiéndose la dirección más segura para el ejército. Dividiéronse las opiniones: unos querían marchar por Abor..., otros por Sedelaucum y Cora; pero incidentalmente se  recordó que en otro tiempo había pasado Silvano con ocho mil auxiliares por un camino más corto en verdad, pero que podía tenerse por sospechoso en atención a los muchos bosques que impedían al ejército reconocerlo. Desde aquel momento no pensó el César más que en no ser inferior en audacia a aquel valiente general, y no queriendo aplazamientos, tomó consigo solamente a los catafractos, completamente armados, y algunos arqueros, escolta muy mal calculada en aquella ocasión para su seguridad, y por aquel camino marchó rápidamente a Austosidoro; desde allí, después del descanso acostumbrado, se dirigió con su tropa, a Tricasas; pero no realizó este movimiento sin tener que resistir ataques de los bárbaros. Al principio el aspecto de aquellas masas irregulares inquietaba a Juliano acerca de su fuerza verdadera, y se limitaba a observarlas reforzando los flancos de sus columnas; pero algunas veces también, cuando tenía la ventaja de las alturas, tomaba repentinamente la ofensiva y derribaba a la carrera todo lo que encontraba delante. En estos combates cogió muy pocos prisioneros, y éstos porque el miedo se los entregó, escapando sin trabajo a la persecución de tropas tan pesadamente armadas todos los que tuvieron fuerzas para huir.

Tranquilizado con estos primeros triunfos acerca del resultado de tales encuentros, llegó a Tricasas arrostrando mil peligros. Tan inesperada era su presencia, y tal era el miedo que inspiraban las numerosas partidas que recorrían el país por todas partes, que no le abrieron las puertas sino después de larga vacilación. En aquella ciudad no se detuvo más que el tiempo necesario para que descansasen sus tropas; y, considerando en seguida que no debía perder momento, marchó rápidamente hacia Remos (Reims), señalado como punto de reunión general. Allí le alcanzó el resto del ejército bajo el mando de Marcelo, sucesor de Ursicino, y del mismo Ursicino, que tenía orden de permanecer en las Galias hasta el fin de la campaña. Largamente se deliberó acerca del plan que convenía seguir; y al fin decidieron atacar a los alemanes en la dirección de Decem pagos (los diez pueblos), y las reforzadas tropas se pusieron alegremente en marcha. Pero los bárbaros, cuyos movimientos favorecía densa niebla, aprovechando su conocimiento del terreno, practicaron un rodeo y se colocaron a la espalda del César, y hubiesen destrozado dos legiones que formaban la retaguardia, si sus angustiados gritos no atrajeran en socorro suyo al cuerpo de los auxiliares. Desde esta alarma, Juliano temió constantemente emboscadas en los accidentes del camino y en los pasos de los ríos, haciéndose más prudente y circunspecto; primera cualidad de todo el que tiene el mando supremo, y la seguridad mejor para los que combaten sus órdenes.

Enteróse entonces de que los bárbaros se habían apoderado de Argentoratum, Brocomangum, Tavernas, Salison, Nemetas, Vangionas y Mogontiacum, pero que solamente ocupaban las afueras, por el miedo que tienen a la permanencia en las ciudades, que consideran como tumbas para enterrarse en. vida. Había salido a su encuentro un cuerpo germánico y, para recibirlo, formó su ejército en media luna, encerrando por los dos lados al enemigo, que cedió al primer choque, pero perdiendo parte de sus fuerzas, que sucumbieron en el calor del primer ataque. Los demás se salvaron huyendo.

Ningún obstáculo cerraba ya la marcha para recobrar Agripina (Colonia), cuyo desastre había precedido a la llegada de Juliano a las Galias. En aquella comarca no existe otro punto fortificado que Ricomagum (Rheinmagen), construido en el paraje llamado Confluente, porque allí se reúnen el Rhin y el Mosela, y una torre cerca de Agripina. Ocupó, pues, esta ciudad, de la que ya no salió una vez que tomó posesión de ella, hasta que hizo firmar a los reyes francos, a quienes el miedo dulcificó, un convenio cuyos frutos recogió el Estado más adelante, y poner a la ciudad misma en respetable estado de defensa. Satisfecho por aquellos felices triunfos de sus armas, marchó en seguida a invernar en Senonas, en el país de los Treviros, residencia muy agradable en la época de que hablamos. Allí le cayó sobre los hombros, como decirse suele, todo el peso de una guerra general, y tuvo que desplegar extraordinaria actividad para atender a las exigencias de aquella situación; teniendo a la vez que guarnecer con puestos militares todos los puntos amenazados, romper la unión de tantas naciones coligadas contra el nombre romano, y en fin, asegurar en extensísimo campo de operaciones la subsistencia de todo el ejército.

En lo más apremiante de estos cuidados, asaltóle una masa de enemigos con la esperanza de apoderarse de la plaza por un golpe de mano. Habíales inspirado esta confianza la ausencia de los escutarios y gentiles, repartidos en las diferentes ciudades municipales, para dividir la carga de las subsistencias. Juliano mandó cerrar las puertas, reparar las fortificaciones, y día y noche se le vio entre los soldados, sobre las murallas, entre las almenas, estremeciéndose de enojo ante la impotencia en que se encontraba de intentar una salida con aquella guarnición tan escasa. A los treinta días, desalentados los bárbaros, levantaron el sitio, murmurando contra la loca esperanza que les llevó a emprenderlo. Debe hacerse constar aquí, como cosa propia del espíritu de aquella época, la conducta de Marcelo, jefe de la caballería, que, aunque acantonado muy cerca de allí, dejó al César en el peligro, sin prestarle ni el más ligero auxilio; cuando tenía el riguroso deber de intentar una operación que distrajera al enemigo, siquiera no fuese más que:para libertar a la plaza de los males de un sitio, aunque no hubiese estado encerrado en ella el príncipe. Libre de aquel apuro, Juliano, cuya única preocupación era el bienestar de los soldados, se apresuró a concederles el necesario descanso, aunque muy corto, para reparar las fuerzas, después de tantas fatigas. En aquella ocasión, su deseo tuvo que luchar contra la escasez de víveres en un país completamente devastado; pero dominó la dificultad con su activa inteligencia y con la confianza que sabía inspirar a todos, de mejorar en próximo porvenir.

El primer esfuerzo difícil que acometió fue imponerse y observar rigurosamente una regla de temperancia tan severa, como si hubiese vivido bajo el régimen abstemio de las leyes (rhetris) de Licurgo y de Solón; leyes importadas después, y por mucho tiempo en Roma y que, caídas en desuso, restableció el dictador Sila. Juliano pensaba como Demócrito que si la riqueza permite el lujo de la mesa, la razón lo prohíbe. Idea moral expresada con igual brillantez en esta frase de Catón tusculano, llamado el Censor, a causa de sus rígidas costumbres: «Decidida pasión por la comida acredita indiferencia completa por la virtud.» Juliano leía con frecuencia un compendio de instrucciones que Constancio había escrito de su puño para su ahijado, en el que había dispuesto el servicio ordinario del joven, a quien se había de servir con cierta profusión. Juliano borró los artículos, faisán, vulva y tetas de cerda, contentándose, como el simple soldado, con el primer alimento que encontraba.

Dividía la noche en tres partes, dedicando la primera al descanso, y las otras dos a los negocios de gobierno y a las Musas, en lo que imitaba a Alejandro el Grande; pero aventajando a su modelo, porque Alejandro no despertaba sino al caer una bola de plata, que mantenía suspendida sobre una vasija de cobre, cuando el sueño aflojaba sus músculos. Juliano despertaba espontáneamente, sin emplear ningún artificio. Levantábase siempre a media noche, abandonando, no blando lecho cubierto con cojines de seda de vivos colores, sino cama formada por una piel de largos pelos, de las llamadas sisurna en el lenguaje familiar del pueblo. En seguida, realizados algunos actos de su culto secreto tributado a Mercurio, dios considerado, según cierta doctrina religiosa, como motor supremo, como principio de toda inteligencia, dedicábase a sondear con fe segura y vigilante mano las llagas del Estado y a aplicarles remedio, y cuando había atendido a las pesadas exigencias de los negocios, entregábase por completo al perfeccionamiento de su espíritu, mostrando increíble ardor al trepar a las arduas cimas de la ciencia, y queriendo su pensamiento lanzarse más allá. No tiene nociones la filosofía que él no abordase y sometiese al severo examen de su razón. Aquel talento tan a propósito para los conceptos más elevados y abstractos, sabía, sin embargo, descender a especulaciones más secundarias. Amaba la poesía y la literatura, como demuestran la sostenida elegancia y la severa pureza de estilo de sus arengas y cartas. Su gusto le llevaba también a seguir en todas sus vicisitudes la historia de su país y la de las naciones extranjeras. Poseía bastante el latín para sostener en esta lengua conversación sobre cualquier asunto. En una palabra, si es posible, como algunos autores han afirmado del rey Cyro, del poeta Simónídes y del célebre sofista Hippias Eleo, aumentar la memoria por medio de cierta bebida, podría decirse que Juliano tuvo la cuba a su disposición y que la apuró antes de llegar a la virilidad. Este era el casto y útil empleo que daba a sus noches.

También diremos, aprovechando las oportunidades, cómo empleaba los días, cuán grande era el atractivo de su conversación, cuán delicados sus chistes; cuál fue el carácter que mostró en la guerra, antes y después de la pelea; y en fin, cuánta magnanimidad y libertad llevaron consigo los actos de su administración civil. Puesto de pronto en medio de los campamentos, tuvo que improvisar su educación militar. Así es que, cuando tenía que sujetarse al sonido de los instrumentos y marcar el paso cadencioso de la danza pírrica, con frecuencia solía exclamar: «¡Oh Platón!», diciendo con ironía y aplicándose el antiguo proverbio: «Han puesto la albarda al buey: no es buena carga para mi espalda.» Habiendo llamado un día a su cámara a los agentes del fisco para entregarles una cantidad de dinero, uno de ellos tendió las dos manos, en vez de presentar, como era costumbre, una punta de la clámide, y dijo: «Estas gentes saben cómo se toma, pero no saben cómo se recibe.» Presentáronle queja unos padres contra un hombre que había violado a su hija. Convicto el violador, solamente fue condenado a destierro: y habiendo reclamado los padres contra aquella justicia incompleta, pidiendo la muerte del culpable, les dijo: «La ley no perdona, pero la clemencia es la primera ley de los príncipes.» En el momento en que iba a partir para una expedición, presentáronse en grupo unos reclamantes exponiendo cada cual su queja: Juliano remitió todas las reclamaciones, recomendándolas a los gobernadores de las provincias; y en cuanto regresó, pidió cuenta detallada de las resoluciones que habían tomado, dulcificando, por su natural moderación, el rigor de las sentencias. Finalmente, no hablando de las derrotas conque castigó frecuentemente la incorregible audacia de los bárbaros, el sello más sensible del alivio que su presencia llevó a las extraordinarias miserias de la Galia es que, a su llegada, el tributo medio era de veinticinco monedas de oro por cabeza, y cuando abandonó el país no se pagaban más que siete por todo impuesto. Así era que el pueblo, en su alegre entusiasmo, le comparaba con un astro benéfico que se le había aparecido en medio de las nieblas más densas. Añádase que, hasta el final de su reinado, observó la prudente regla de no conceder ningún aplazamiento tributario, porque había comprendido que estas concesiones no aprovechan más que a los ricos, demostrando la experiencia que en la cobranza de toda carga social, a los pobres es a quienes se tiene menos consideraciones, siendo los primeros que pagan.

Pero mientras la administración del César preparaba un modelo para los mejores príncipes del porvenir, se desencadenó más y más la rabia de los bárbaros. Los animales carniceros, cuando negligente pastor les ha dejado acostumbrarse a diezmar su rebaño, no cesan de buscar pasto en él, a riesgo de encontrar vigilancia más activa, y, perdiendo con el exceso del hambre el temor al peligro, se lanzan indistintamente sobre los bueyes y los corderos; así también los bárbaros, estrechados nuevamente por la necesidad después de haber devorado todo el producto de sus anteriores rapiñas, venían otra vez a tantear las probabilidades de pillaje, y en ocasiones perecían sin haber encontrado presa alguna en su camino.

Estos eran ya para las Galias los resultados de un año que comenzó bajo auspicios tan dudosos. En aquel momento circulaban en la corte del Emperador furiosos rumores contra Arbeción, acusándole de haber encargado para su uso ornamentos imperiales, como si hubiese de ascender muy pronto al rango supremo. El conde Verissimo hablaba muy mal de él, diciendo que de simple soldado había subido al primer puesto de la milicia, y no contento, aspiraba al de príncipe. Pero enemigo suyo más encarnizado era Doro, ex médico de los excutarios, quien siendo centurión de los guardas nocturnos, bajo Magnencio, como antes dijimos, acusó a Adelfo, prefecto de Roma, de aspirar a posición más elevada. Iba a abrirse el proceso y parecía que la acusación alcanzaría éxito, cuando una coalición de los cubicularios, si hemos de asentir a una opinión acreditada, se puso de parte del acusado. En el acto, como por golpe teatral, los supuestos cómplices vense libres de sus cadenas. Doro desaparece, enmudece Verissimo y termina todo repentinamente.

Enterado al mismo tiempo Constancio por el rumor público del aislamiento en que se dejó al César dentro de las murallas de Senona, quitó el mando a Marcelo y lo envió a su casa. Éste consideró injusta la destitución y empezó a intrigar contra Juliano, aprovechando la natural tendencia del Emperador para acoger toda acusación. Juliano desconfiaba de sus calumnias; y en  cuanto dejó Marcelo el ejército, salió tras él Euterio, jefe de los cubicularios del César, para estar dispuesto a contrarrestar las calumnias. Marcelo, que no esperaba en manera alguna encontrarse frente a un contradictor, llegó a Milán, haciendo ruido y amenazando mucho. Era Marcelo declamador ferviente y extravagantemente enfático. Admitido ante el Consejo, acusó sin reparo la insolencia de Juliano, «que se construía alas, según dijo, para volar más alto», frase que acompañó con adecuada pantomima. Pero cuando de esta manera soltaba la rienda a su imaginación, Euterio pidió audiencia, se la concedieron, y obteniendo a su vez la palabra, puso de manifiesto la falta de verdad de Marcelo, exponiendo con el acento más sencillo y menos apasionado, como, a pesar de la inacción calculada, según decían, del jefe de la caballería, la vigorosa defensa del César había obligado a los bárbaros a levantar el sitio de Senona. «Mientras viva Juliano, decía, será el súbdito más fiel del Emperador y respondo de él con mi cabeza.»

Puedo dar acerca de este mismo Euterio detalles que tal vez algunos no creerán. El elogio de un eunuco sería sospechoso hasta en labios de Sócrates o de Numa Pompilio, aun después de jurar que no diría más que la verdad. Sin embargo, la rosa nace entre abrojos y entre las fieras hay algunas que se domestican. No renuncio, pues, a referir lo que sé de las relevantes cualidades de Euterio, que era oriundo de Armenia, habiendo nacido de familia libre. Conforme fue creciendo hízose notar por su buena conducta e inteligencia, por la extensión de sus conocimientos, muy superiores a su condición, por su rara penetración en los asuntos dudosos o embrollados y por su prodigiosa memoria. Tenía además pasión por lo bueno, siendo la justicia la esencia de sus consejos. Así fue en su juventud y así fue también en edad más avanzada al lado del emperador Constante, quien, si no hubiese seguido otros consejos que los de Euterio, su memoria habría escapado a las censuras que se le han dirigido, o al menos a las más graves. Jefe de los cubicularios de Juliano, no temió reprender a su señor algunos rasgos de ligereza, frutos de la primera educación recibida en Asia. Dejado en descanso y llamado después nuevamente a la corte, mantuvo en estas diferentes situaciones su carácter desinteresado y su inviolable discreción: no reveló ningún secreto sino para salvar una vida, y nunca se rindió al amor del dinero, que era la pasión de su tiempo.

Así fue que en su retiro de Roma, donde ha querido terminar sus días, puede levantar la frente, con la tranquilidad que da la buena conciencia y una vejez honrosa y querida de todos: siendo muy diferente de los hombres de esa clase que, por punto general, después de haberse enriquecido por medios indignos, buscan algún rincón obscuro, como el búho huye la luz, para ocultarse a las miradas de las numerosas víctimas de su rapacidad. Imposible es encontrar semejante a Euterio entre los eunucos cuyos nombres ha conservado la historia. Mis investigaciones no han podido descubrirlos. Sin duda los ha habido que conservasen el carácter de servidores pobres y fieles; sin embargo, algún vicio ha manchado las buenas cualidades que habían recibido de la educación y de la naturaleza. Avidez, dureza de corazón o malignidad instintiva en unos; tiránica insolencia en todos los otros. Sí, lo aseguro con plena confianza en el testimonio de mis contemporáneos: un carácter tan igual en todo no lo he leído ni oído citar de ningún otro eunuco que Euterio. Si algún minucioso escrutador de viejos anales me pone el ejemplo de Menofilo, eunuco de Mitrídates, rey del Ponto, responderé que su celebridad se debe al último acto de su vida. Cediendo Mitrídates a los romanos y a Pompeyo, había huído a Cólquida, dejando en la fortaleza de Sinhorio a su hija, llamada Drypetina, enferma, y encargada a Menofilo. Nada omitió éste para su curación, y, habiéndola conseguido, continuaba velando por su depósito con extraordinario cuidado. Cuando Manlio Prisco, legado del general romano, puso sitio a la fortaleza que le servía de asilo, Menofilo vio que la guarnición iba a rendirse, y para libertar a la hija de su señor de la mancha de los espantosos ultrajes reservados a la noble cautiva, la mató por su propia mano y en seguida se clavó la espada en el vientre. Pero volvamos al punto donde dejamos el relato de los acontecimientos.

Habiendo quedado confundido Marcelo, fue confinado en Sardica, su ciudad natal. Pero después de su marcha, el mismo género de acusación se propagó por el campamento de Constancio, y pretendidos actos de lesa majestad sirvieron de pretexto para odiosas persecuciones. Consultaba alguno a un adivino sobre el chillido de un ratón o el encuentro de una comadreja u otro presagio de  este género; o bien para calmar algún dolor físico, había hecho recitar a una vieja algunos encantos, como está admitido en medicina, pues se le acusaba, se le llevaba al tribunal y era sentenciado a muerte, sin saber de dónde venía el golpe. En aquel mismo tiempo un tal Dano, por un motivo cualquiera, le denunció su esposa, quien solamente quería intimidarle. Ignórase por qué era enemigo de aquel hombre Rufino, el cual, por su celo, destituido de todo escrúpulo, se había elevado al rango de jefe de los aparitores del prefecto del pretorio. Este es el mismo Rufino que se había apoderado, como antes dijimos, de la comunicación de Gaudencio, agente del fisco, para perder a Africano, consular de Pannonia, y con él a cuantos tomaron parte en su banquete. Rufino hablaba bien y la mujer era veleidosa; arrastróla primeramente a comercio adúltero, y en seguida a otro acto más criminal todavía: el de presentar contra su inocente marido una acusación de lesa majestad que solamente era un tejido de imposturas, diciendo que había robado en la tumba de Diocleciano y puesto en lugar secreto un velo de púrpura, ayudándole en el robo muchos cómplices. Con esto había para derribar bastantes cabezas. Rufino corrió en seguida al campamento del Emperador para explotar con su acostumbrada habilidad una calumnia que esperaba había de servirle de recomendación. En seguida se dio orden a Mavorcio, prefecto del pretorio, carácter extraordinariamente firme, para que actuase en aquella denuncia; y para los interrogatorios le unieron a Úrsulo, tesorero mayor, igualmente recto. Estos procedieron con todo el rigor arbitrario de formas propio de la época; pero después de muchas pruebas de tortura, que no dieron resultado alguno, comenzaban los jueces a dudar, cuando se reveló de pronto la verdad. Estrechada la esposa acusadora, denunció a Rufino como autor de aquella infame maquinación, sin ocultar siquiera sus torpes tratos con él, y en el acto dictaron contra los dos sentencia capital, aplicando justamente la ley como exigía la vindicta pública. Estremecióse Constancio ante esta sentencia, y, como si le quitasen la salvaguardia de su propia vida, envió apresuradamente mensajeros a Úrsulo, con orden terminante para que regresase en seguida. Aconsejábanle que no hiciese nada, pero él, sin dejarse intimidar, marchó derechamente a la corte, y ante el consejo expuso con calma y tranquilidad los hechos como habían acontecido. Su enérgica actitud impuso silencio a los aduladores y le libró, al mismo tiempo que a su colega, de gravísimos peligros.

Por el mismo tiempo ocurrió en Aquitania un caso que tuvo resonancia en otras partes. Un buscador de acusaciones asistió a una comida servida con la profusión y delicadeza acostumbradas en dicho país. Aquel hombre vio dos cobertores de lechos de mesa, que los esclavos habían colocado con bastante destreza para que las anchas bandas de púrpura de que cada uno estaba bordado pareciesen una sola. Formaban el mantel trozos de tela semejantes, de las que cogió uno con cada mano, uniéndolos de manera que figurasen la parte anterior de una clámide imperial. Esto fue bastante para que se sujetase al dueño a un proceso criminal que devoró su rico patrimonio. Un agente del fisco en España dio otro ejemplo de este furor de interpretación. Encontrábase también invitado a un festín, y cuando a la caída de la tarde los criados lanzaron la acostumbrada exclamación de «¡Triunfemos!» al traer las luces, aquel hombre recogió la exclamación, que es de ceremonia, para interpretarla en sentido criminal, dando esto ocasión a la ruina de una casa ilustre.

El mal aumentaba cada vez más por la excesiva pusilanimidad del príncipe, que en todas partes veía atentados contra su persona; pudiéndosele comparar a aquel Dionisio, tirano de Sicilia, que, atormentado por iguales terrores, quiso que sus mismas hijas aprendiesen el oficio de barbero, con objeto de no tener que entregarse a manos extrañas, e hizo rodear la casita en que pasaba la noche con ancho foso, sobre el que echaban un puente formado con piezas cuyos ejes y clavijas quitaba por la noche para armarlo de nuevo al amanecer. Los cortesanos de Constancio se esforzaban en mantener vivo aquel foco de desgracias públicas con la esperanza de apropiarse los despojos de los condenados, y para tener ocasión de medrar a costa ajena. Cierto es que Constantino fue el primero en despertar la codicia de los que le rodeaban, pero bien puede decirse hinchó los suyos con la substancia de las provincias. Bajo su reinado apoderóse ardiente sed de riquezas, con menosprecio de la justicia y la honradez, de los personajes principales de todos los órdenes: contándose en este número Rufino, prefecto del pretorio, en la magistratura civil; entre los militares,  Arbeción, general de la caballería; Eusebio, prepósito de los familiares, ... anus cuestor; y en la ciudad los Anicios, familia en la que se transmite con la sangre cierta emulación de rapacidad, que nunca pudo saciar el continuo aumento de riquezas.

Entretanto los persas agitaban el Oriente, aunque sin hacer grandes correrías como antes, limitándose a arrebatar algunos hombres o ganados. Estas depredaciones tenían no pocas veces éxito por sorpresa; algunas también, encontrándonos con fuerzas suficientes, escapaba la presa al enemigo, y frecuentemente quedaba burlada su esperanza de botín, por la precaución que se observaba de no dejar nada a su alcance. Ya hemos hablado de Musoniano, prefecto del pretorio, como de hombre superior con carácter venal, a quien la perspectiva de la ganancia apartaba fácilmente del deber. Musoniano mantenía entre los persas hábiles emisarios, y por medio de ellos procuraba enterarse de las intenciones del enemigo. Con este propósito se entendía con Casiano, duque de Mesopotamia, veterano experimentado en las fatigas y peripecias de muchas campañas. Sapor, por efecto de las comunicaciones uniformes de sus agentes, se encontraba ocupado entonces en la otra frontera de sus Estados, conteniendo con trabajo y graves pérdidas las belicosas naciones que tenía enfrente. Cuando estuvieron seguros acerca de este punto, entablaron secretas comunicaciones; por medio de soldados desconocidos, con Tampsapor, que mandaba las fuerzas de los persas por nuestro lado, y le excitaron para que aconsejase a su señor en sus cartas, que en la primera ocasión tratase de la paz con el Emperador romano: de esta manera aseguraría a la vez sus flancos y retaguardia, y podría llevar todas sus fuerzas al punto en que eran más vivas las hostilidades. Tampsapor se apresuró a aceptar las indicaciones y escribió a Sapor que Constancio, encontrándose a la sazón empeñado en peligrosa guerra, le pedía con instancias la paz. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que llegase su carta a manos del rey, que invernaba en el territorio de los Chionitas y de los Eusenos.

Mientras ocurrían estas cosas en Oriente y en las Galias, Constancio, como si hubiese cerrado el templo de Jano y derribado bajo sus golpes a todos los enemigos del imperio, se encontró invadido por el deseo de visitar a Roma y triunfar en ella con ocasión de aquella, victoria sobre Magnencio, adquirida a costa de la debilitación de la patria y efusión de la sangre romana. Ni personalmente, ni por el valor de sus generales, había vencido por completo a ninguna de las naciones que le habían hecho guerra, ni añadido ninguna conquista al imperio, ni tampoco se le vio jamás el primero, ni entre los primeros en el momento del peligro; pero cedía al deseo de ostentar con inusitada pompa el oro de sus estandartes y el brillante aspecto de sus soldados escogidos ante los no acostumbrados ojos del pueblo, que ni esperaba ni deseaba contemplar tales espectáculos. Tal vez ignoraba que los Emperadores de otro tiempo se habían contentado en épocas de paz con un cortejo de lictores; pero en las de guerra y en las circunstancias en que debían exponerse, uno había arrostrado en débil barca de pescador la furia de los desencadenados vientos; otro, imitando a Decio, había sacrificado su vida; aquél no había temido, acompañado de corto número de soldados, marchar a reconocer el campamento del enemigo; en una palabra, que no hay uno que, por alguna hazaña digna de memoria, no legase su nombre a la posteridad.

Empleáronse cantidades enormes en los preparativos... Bajo la segunda prefectura de Orfito, Constancio, con la vanidad de su gloria, atravesó Ocriculo con formidable comitiva, organizada como un ejército, asombrando tanto a los que lo vieron, que no podían apartar los ojos de aquel espectáculo. Cuando se acercó a la ciudad, salió el Senado a saludarle; y pasando satisfecha mirada por aquellos venerables retoños de la antigua raíz patricia, parecióle, no como a Cineas el legado del rey Pirro, tener delante una reunión de reyes, sino más bien el consejo del mundo entero. Contemplando en seguida el pueblo, no podía menos de asombrarse ante el espectáculo de aquella universal reunión del género humano: entretanto, precedido él por compactas masas de soldados con los estandartes desplegados, como si se tratase de mezclar el Rhin con el Eufrates, avanzaba sobre una carroza de oro, resplandeciente con las piedras más preciosas. En derredor flotaban los dragones sujetos en astas incrustadas de pedrería, y cuya púrpura, enchida por el aire que penetraba por sus abiertas bocas, producía ruido parecido a los silbidos de cólera del monstruo, mientras que  sus largas colas se desarrollaban a merced del viento. A los lados de la carroza marchaban dos filas de soldados con el escudo al brazo, el casco en la cabeza y la coraza en el pecho, armas brillantes cuyos reflejos deslumbraban la vista. Después venían fuerzas de catafractos y clibanarios, como les llaman los persas; jinetes completamente armados, que se hubiesen creído estatuas ecuestres de bronce recién salidas de las manos de Praxiteles. Las partes de la armadura de estos soldados correspondientes a las articulaciones del tronco o de los miembros estaban formadas por un tejido de mallas de acero tan delicadas y flexibles, que toda la envoltura de metal adhería perfectamente al cuerpo sin entorpecer ningún movimiento. Torrente de exclamaciones hizo entonces repetir el nombre de Augusto a los montes y riberas: conmovióse por un momento Constancio, pero sin abandonar la actitud inmóvil que constantemente había mostrado a las provincias. Inclinándose, a pesar de ser muy pequeño, al pasar bajo las puertas más altas, miraba siempre hacia adelante, no volviendo la cabeza ni los ojos, cual si tuviese metido el cuello en un estuche; hubiérasele creído una estatua. Nadie le vio hacer ni el más leve movimiento con el cuerpo en los vaivenes de la carroza, ni sonarse, ni escupir, ni mover un dedo. Sin duda aquello era afectación; pero demostraba, en lo tocante a la comodidad personal, abnegación poco común, o mejor dicho, que le era exclusivamente propia. Creo haber dicho oportunamente que desde su advenimiento se impuso como ley no permitir a nadie que montase con él en su carroza, ni consentir que ningún particular fuese colega suyo en el consulado, cosas que han consentido otros muchos príncipes, pero que su meticulosa vanidad tomaba por rebajamiento.

Al fin entró en Roma, santuario del valor y de la grandeza. Al llegar al Foro y contemplar desde lo alto de la tribuna aquel majestuoso foco de la antigua dominación romana, quedó por un momento asombrado: a cualquier parte que mira, deslúmbrale continuación de prodigios. Después de una arenga a la nobleza en la Curia, y otra al pueblo desde el Tribunal, marchó al palacio entre reiteradas exclamaciones, y saboreó al fin en su plenitud la felicidad, objeto de todos sus deseos. Al presidir los juegos ecuestres, gozó mucho con los chistes del pueblo, que supo reprimir las exageraciones sin renunciar a sus costumbres de libertad. El mismo príncipe observaba el justo medio entre la rigidez y el olvido de su dignidad; no imponiendo su voluntad, como en otras partes hacía, por límite a los placeres de la multitud, y dejando, según la costumbre ordinaria, que dependiese de las circunstancias la duración de los juegos.

Recorrió todos los barrios construidos en llano o en las vertientes de las siete colinas, sin prescindir de los arrabales, creyendo continuamente que ya nada le quedaba que ver después del último objeto que le impresionaba. Aquí el templo de Júpiter Tarpeyo le pareció sobrepujar a todo, tanto como exceden las cosas divinas a las humanas; allá las termas, comparadas por su extensión a provincias; más lejos la orgullosa masa de ese anfiteatro, cuyos materiales suministró la piedra de Tibur, y cuya altura no mide la vista sin fatiga; después la atrevida bóveda del Panteón y su vasta circunferencia; los gigantescos pilares, accesibles por escalones hasta su cúspide, coronados por las estatuas de los emperadores; y el templo de la diosa Roma, el foro de la Paz, el teatro de Pompeyo, el Odeón, el Estadio y tantas otras maravillas que forman el ornamento de la ciudad eterna. Pero cuando llegó al foro de Trajano, construcción única en el mundo, y en nuestra opinión digna hasta de la admiración de los dioses, paróse asombrado, tratando de medir con el pensamiento aquellas proporciones colosales que desafían toda descripción y que ningún esfuerzo humano podría reproducir. Convencido de su impotencia para crear nada igual, dijo que, al menos, quería elevar un caballo a imitación del de la estatua ecuestre de Trajano, colocado en el punto central del edificio, y que intentaría la empresa. Junto a él se encontraba en aquel momento el real emigrado Hormidas, cuya evasión de Persia se ha referido más arriba, y éste dijo al emperador, con la finura propia de su nación: «Empieza, ¡oh Emperador! por construir la caballeriza por este modelo para que tu caballo se encuentre tan cómodamente colocado como el que vemos aquí.» Al mismo Hormidas preguntaron qué le parecía Roma, y contestó: «Lo que me agrada es que aquí se muere como en todas partes.»

En medio del asombro que le producía aquella reunión de prodigios, el Emperador clamaba contra la insuficiencia o injusticia de las noticias de la fama, tan justamente sospechosa de exageración en todas ocasiones, y tan inferior a la realidad en cuanto había dicho de Roma. Después de larga deliberación acerca de lo que podría hacer para aumentar las magnificencias de la ciudad, se fijó en la erección de un obelisco en el circo Máximo; obelisco cuyo origen y forma explicaré oportunamente.

Entretanto empleábanse secretamente prácticas odiosas por la emperatriz Eusebia contra Helena, hermana de Constancio y esposa de Juliano, a la que, fingiendo cariño, había traído con ella a Roma. Siendo estéril Eusebia, consiguió que Helena bebiese por sorpresa un brebaje que la haría abortar siempre que se encontrase en cinta. Un niño que Helena había dado a luz en las Galias murió por la complicidad de una partera corrompida con dinero, que le cortó demasiado bajo el ombligo. ¡Tanta importancia se daba a que un hombre grande no dejase sucesión! El Emperador solamente pensaba en prolongar su estancia en la más augusta de todas las residencias, donde saboreaba con delicia los placeres del descanso, cuando perturbaron estos ocios comunicaciones demasiado verídicas, anunciándole sucesivamente que los suevos devastaban la Rhecia, los quados la Valeria y que los sármatas, los bandidos más famosos de la tierra, hacían incursiones en la Mesia superior y en la baja Pannonia. Alarmado con estas noticias, salió de Roma el 4 de las Kalendas de Junio, un mes después de su entrada, marchando apresuradamente a la Iliria y pasando por Tridento. (Trento). Desde allí envió a Severo, general muy experimentado, a que ocupase en las Galias el puesto de Marcelo, y llamó a su lado a Ursicino, que obedeció apresuradamente la orden, reuniéndosele en seguida en Sirucio con los asociados en su misión anterior. Deliberóse largamente acerca de la paz propuesta por Musoniano a los persas, y se envió a Ursicino con mando al Oriente, A los más antiguos se dieron mandos en el ejército, y los más jóvenes (encontrábame entre ellos) recibieron orden de acompañar a Ursicino y de obedecerle en todo en servicio de la República.

El César, cónsul por segunda vez con Constancio, que lo era por la novena, después de un invierno pasado en Senona, donde las amenazas de los alemanes le tuvieron constantemente alarmado, abrió la campaña bajo excelentes auspicios y se dirigió rápidamente a Remos. Ensanchábase su corazón ante la idea de no tener que temer ya oposición ni sospechas por parte de un lugarteniente tan experimentado como severo en la obediencia de los campamentos, y del que estaba seguro le seguiría en toda ocasión con la prontitud del soldado más disciplinado. Además, por orden del Emperador había recibido en Rauracos un refuerzo de veinticinco mil hombres, al mando de Barbación, jefe de la infantería desde la muerte de Silvano. Así se ejecutaba el plan, maduramente meditado de antemano, de estrechar insensiblemente el campo de depredaciones de los bárbaros por medio de dos ejércitos romanos, partiendo de dos puntos diferentes para coger a los bárbaros como entre unas tenazas, y concluir con ellos de una vez.

Mientras se ejecutaba esta maniobra con la celeridad y orden que podían desplegar, los Letos bárbaros, dispuestos siempre para aprovechar toda ocasión de saquear, ocultando su marcha a los dos campamentos, cayeron de improviso sobre Lugdunum, que habrían saqueado y quemado en aquel golpe de mano si no hubiesen sido cerradas a tiempo las puertas, pero devastaron todas las cercanías. Al tener noticia Juliano de este contratiempo, mandó ocupar apresuradamente con fuerzas de caballería tres caminos por donde necesariamente tenían que regresar aquellos bandidos; y tan bien tomó sus medidas, que cuantos regresaron por los referidos caminos dejaron en ellos la vida con el botín, que se recogió intacto; escapando solamente un grupo que pasó, en su fuga, junto al campamento de Barbación, y que este dejó tranquilamente desfilar bajo sus mismos parapetos. La salvación de aquel grupo se debió a una contraorden que dio Cela, tribuno de los escutarios, a los tribunos Bainobaudo y Valentiniano, que más adelante fue Emperador; contraorden por la cual tuvieron los dos que abandonar los puntos de observación donde estaban colocados. No fue esto todo. El cobarde Barbación, obstinado detractor de la gloria de Juliano, conociendo el daño que acababa de ocasionar al Estado (porque la contraorden dimanaba de él mismo, según confesó Cela cuando después le censuraban su traición) se apresuró a remitir a Constancio un parte falso, en el que pretendía que los dos tribunos habían venido, so pretexto de un servicio encargado, a procurar seducir a sus soldados; no necesitándose más para que los destituyesen y enviaran a sus casas.

En aquellos mismos días, asustados los bárbaros establecidos al otro lado del Rhin por la aproximación de los dos ejércitos, algunos trataron de interceptar los caminos en los puntos más tortuosos y difíciles, por medio de grandes cortas de árboles: los demás, refugiándose en las numerosas islas de que está sembrado, el río, lanzaban contra el César y nuestros soldados siniestras imprecaciones. Irritado Juliano, quiso apoderarse de algunos de ellos, y para conseguirlo pidió a Barbación siete barcas, de algunas que había adquirido para el caso de tener que echar un puente de barcas sobre el Rhin: pero Barbación, que no quería auxiliar con nada a Juliano, prefirió quemarlas todas. Al fin, algunos mensajeros enemigos que cayeron en poder de Juliano le indicaron un punto del río que la sequía había hecho vadeable: y, reuniendo en seguida los vélites auxiliares, después de arengarles, los envió bajo el mando de Bainobaudo, tribuno de los cornutos, a intentar una empresa memorable. Estos soldados, marchando los unos por el agua, sirviéndose otros de los escudos a guisa de esquifes cuando no hacían pie, abordaron la isla más próxima, matando a cuantos la ocupaban, sin distinción de sexo ni edad. Encontrando allí barcas abandonadas, las ocuparon aun a riesgo de hacerlas zozobrar, y recorrieron de esta manera casi todas aquellas guaridas. Cuando se cansaron de matar, regresaron sanos y salvos, cargados con abundante botín, del que tuvieron que arrojar parte al río. No encontrándose ya segura la población germana de las demás islas, pasó a la otra orilla, llevando consigo las mujeres, niños y hasta provisiones. Entonces se ocupó Juliano en reparar las fortificaciones de Tres Tabernas, que la obstinación de los bárbaros había concluido por destruir, y cuya reedificación iba a poner freno a sus continuas incursiones en las Galias. Empleó en la terminación de estos trabajos menos tiempo del que esperaba, y dejo a la guarnición víveres para un año. Para conseguir esto, fue necesario apoderarse del grano sembrado por el enemigo, aunque con el temor de tener que combatirlo durante la operación. Esta recolección proporcionó además a Juliano medios para aprovisionar a sus soldados por veinte días. El soldado ganaba así su alimento por las armas, siendo tanto mayor su regocijo cuanto que acababa de perder un convoy que le enviaban; porque Barbación, que lo había encontrado en el camino, tomó por autoridad propia cuanto le convenía y quemó el resto en montón. ¿Era este modo de obrar reto o locura, tal vez estos actos con harta frecuencia repetidos estaban autorizados por órdenes secretas del Emperador? Lo único que puede asegurarse es, según opinión muy acreditada, que a Juliano se le nombró César, no para que salvase las Galias, sino para que pereciese, y con esta esperanza se le puso en medio de los peligros de aquella guerra cruel, contando con la inexperiencia de un hombre a quien se consideraba incapaz hasta de resistir su fragor.

Mientras se fortificaba rápidamente Juliano en aquella posición, y parte del ejército completaba los puestos avanzados y se ocupaba otra en recoger el grano, permaneciendo vigilante contra las sorpresas, una nube de bárbaros, adelantándose a fuerza de ligereza a la noticia de su marcha, cayó sobre el ejército de Barbación, (que, como ya hemos visto, continuaba operando separadamente del ejército de las Galias, le llevó combatiéndolo hasta Rauraco y le rechazó tan lejos como pudo en aquella dirección, arrebatándole gran parte de los bagajes, bestias de carga y gentes de servidumbre. Hecho esto, los bárbaros se reunieron al grueso de los suyos; y Barbación, como si hubiera realizado la campaña más gloriosa, distribuyó tranquilamente sus tropas en los cantones y regresó a la corte para preparar, como de ordinario, algunas acusaciones contra Juliano.

Pronto se supo el descalabro que acababan de experimentar nuestras armas. Los reyes alemanes Chnodomario y Vestrulapo reunieron sus fuerzas, y a éstos se incorporaron sucesivamente Urio, Ursicino, Serapión, Soumario y Hortario, marchando todos a acampar cerca de Argentoratum, lisonjeándoles la idea de que Juliano se había replegado temiendo desastre completo, mientras que en realidad continuaba ocupándose de las fortificaciones de Tres Tabernas. Esta confianza la debían especialmente a la relación de un escutario, que por temor a un castigo había desertado poco después del descalabro de Barbación, y que les dijo que Juliano no tenía consigo más de trece mil hombres. En efecto; con este número hizo frente el César al principio al desbordamiento general de la ira de los bárbaros. El desertor repitió el aserto con seguridad que puso el colmo a su audacia; por  lo que enviaron legados a Juliano para que le intimasen con imperioso tono que abandonase un país que les pertenecía, según aseguraban, por el derecho de su valor y la fortuna de sus armas. Juliano, que no se intimidaba fácilmente, recibió el mensaje sin conmoverse; y al mismo tiempo que se burlaba de la arrogancia de los bárbaros, dijo a los legados que los retendría hasta la terminación de los trabajos, y conservó tranquilamente su posición.

El rey Chnodomario se movía de un modo increíble, yendo y viniendo el primero de todos cuando se trataba de alguna sorpresa, animado con la confianza que da siempre la costumbre del triunfo: porque, en efecto, había derrotado al César Decencio con fuerzas iguales, destruido o devastado muchas ciudades opulentas y llevado el estrago según su gusto por la indefensa Galia. Su presunción había aumentado porque acababa de arrojar a un general romano con numeroso ejército de tropas escogidas; pues los alemanes habían reconocido por las insignias y los escudos que los que habían retrocedido delante de ellos eran los mismos soldados que los habían derrotado y dispersado en tantos combates. Todo esto alarmaba al César, reducido, por la deserción de su asociado, a comprometer a un puñada de valientes contra naciones enteras.

Al amanecer sonaron las bocinas, y los peones se pusieron en marcha con mesurado paso, flanqueados en ambas alas por la caballería, reforzada a su vez por los temibles cuerpos de los catafractos y arqueros a caballo. Aun tenían que recorrer los romanos, desde el punto de que habían levantado las enseñas hasta el campamento de los bárbaros catorce leguas o veintiuna millas, cuando Juliano, en su prudente cuidado, retiró todos los exploradores, mandó hacer alto, y colocándose en medio del ejército, formado en cuña, con el tranquilo lenguaje que le era natural, le dirigió esta arenga:

«Compañeros: Conocedores sois de vuestra fuerza y poseéis la confianza que inspira: el César que os habla tampoco es sospechoso de carecer de valor: así es que se le puede creer, cuando en interés de la salvación de todos os dice, y pocas palabras os lo demostrarán, que en las pruebas de paciencia y valor que nos esperan, es necesario escuchar los consejos de la moderación y la prudencia, y no los de la precipitación e inconsiderado ardimiento. Los hombres valientes, altivos e intrépidos cuando el peligro está presente, deben mostrarse, si es necesario, reflexivos y dóciles. Este es el consejo que os doy, y que os ruego aceptéis. Es cerca de medio día: fatigados ya por la marcha, vamos a entrar en desfiladeros tortuosos y obscuros; la luna en menguante nos amenaza con tenebrosa noche; no podemos esperar ni una gota de agua en este suelo abrasado por la sequía. Triunfaremos, así lo quiero, de todos estos obstáculos; pero ¿qué haremos si nos encontramos encima al enemigo, descansado, alimentado y fresco? ¿Cómo resistiremos el choque rendidos por la fatiga, el hambre y la sed? El éxito en las circunstancias más críticas suele depender de una sola disposición. Una buena determinación, tomada oportunamente, es un camino que nos abre la divinidad para salir de las coyunturas más desesperadas. Creedme, acampemos aquí, bajo la protección de un foso y una empalizada; pasemos esta noche descansando y velando por turno; y mañana al amanecer, repuestos por el sueño y el alimento, desplegaremos de nuevo, con el auxilio de Dios, nuestras victoriosas águilas y banderas.»

No le dejaron acabar. Los soldados, mostrando su impaciencia con rechinamiento de dientes y con el golpeteo de las picas contra los escudos, querían que inmediatamente les llevasen al enemigo, que se encontraba ya a la vista; confiando todos en sí mismos y en la fortuna y experimentado valor de su general. Y en efecto, según demostraron los hechos, mientras estuvo a su frente, parecieron inspirados por el genio mismo de los combates. Aumentaba el arrebato la circunstancia de participar de él los mismos jefes, y Florencio, prefecto del pretorio, más atrevido que los demás, decía que era buena política venir a las manos a toda costa, mientras estaban reunidos los bárbaros. Si la confederación se disolvía, tendrían mucho que trabajar con la fiebre de sediciones, tan habitual al soldado, que ahora alegaría el especioso pretexto de que le habían arrebatado la victoria. Doble recuerdo aumentaba la confianza del ejército. El año anterior habían franqueado los romanos la barrera del Rhin y realizado correrías por la orilla derecha, sin que se presentase ni un solo enemigo para defender el suelo de su país; habiéndose limitado los bárbaros a  obstruir los caminos por medio de cortas de árboles, y penetrando en seguida en el interior, habían pasado miserablemente el invierno, sin abrigo contra las inclemencias de la estación. En otra ocasión, el Emperador en persona ocupó su territorio sin que se atreviesen a resistir ni a presentarse, sino para pedir como suplicantes la paz. Pero no querían ver que las circunstancias habían cambiado mucho. En el primer caso, los alemanes se encontraban estrechados por tres partes a la vez; por el Emperador, que amenazaba la Rhecia, por el César, que les cerraba por completo la entrada de las Galias; y en fin, por las naciones limítrofes, que se habían declarado contra ellos y les amenazaban por la espalda. Una vez ajustada la paz con el Emperador, éste había retirado su ejército; entonces arreglaron sus disensiones con sus vecinos, que se les unieron para obrar de acuerdo; y recientemente, la vergonzosa fuga de un general romano acababa de aumentar su natural altivez. Otro acontecimiento agravaba además la situación de los romanos. Los reyes Gundomado y Vadomario, sujetos por el tratado que habían obtenido de Constancio el año anterior, no se habían atrevido hasta entonces a tomar parte en el movimiento, ni a escuchar proposición alguna en este sentido; mas el primero, el mejor de los dos y más firme en sus compromisos, pereció víctima de una traición, reuniéndose en seguida a la liga todo su pueblo; y Vadomario no pudo impedir, al menos así se asegura, que el suyo siguiese el mismo movimiento.

Como todo el ejército, desde las primeras filas hasta las últimas, se mostraba unánime en la oportunidad de marchar en el acto contra el enemigo, y dispuesto de la misma manera a resistir la orden contraria, un signífero exclamó: «¡Adelante, César, el más afortunado de los hombres: la fortuna misma guía tus pasos. Solamente desde que tú nos mandas comprendemos cuánto puede el valor unido a la habilidad. Enséñanos el camino de la victoria como valiente que marcha delante de las enseñas, y nosotros te mostraremos a nuestra vez lo que vale el soldado ante la vista de un jefe valeroso que por sí mismo juzga el mérito de cada cual.»

Oídas estas palabras, sin admitir mayor descanso, el ejército se puso de nuevo en movimiento y llegó al pie de suave colina, cubierta de trigo en sazón ya, y situada a corta distancia de la orilla del Rhin. En la cumbre observaban tres jinetes enemigos, que corrieron a toda brida para anunciar la aproximación del ejército romano; pero otro explorador que se encontraba al pie de la colina, y no pudo seguir a los primeros, fue vencido en ligereza por los nuestros, y por él supimos que el ejército germano había empleado tres días y tres noches en pasar el Rhin. Nuestros jefes veían ya al enemigo formar sus columnas de ataque: mandóse hacer alto, y en seguida los antepilarios y hastatos se ordenan en fila y quedan parados, presentando un frente de batalla tan fuerte como un muro. El enemigo, queriendo imitar nuestra prudencia, guardó igual inmovilidad. Viendo toda nuestra caballería colocada en el ala derecha, le opusieron a la izquierda, en compactas masas, lo mejor de sus jinetes, entre cuyas filas, empleando una táctica muy bien entendida, cuyo conocimiento debían al desertor mencionado ya, pusieron aquí y allá algunos peones ágiles y armados a la ligera. Habían observado, en efecto, que las riendas y el escudo no dejaban a sus jinetes más que un brazo libre para lanzar el dardo, y el más diestro, en un combate cuerpo a cuerpo con un dibanario romano, no conseguía más que fatigarse en vano contra el soldado completamente defendido por su armadura de hierro; pero que un peón, en quien no se reparaba en medio del combate, cuando solamente se piensa en el que se tiene delante, podía deslizarse por los costados del caballo, herirle en el vientre y desmontar de esta manera al enemigo invulnerable, al que fácilmente se vencía entonces; y no contentos con esta disposición, nos preparaban a su derecha otra clase de sorpresa.

Mandaban aquel ejército feroz y belicoso Chnodomario y Serapión, los más poderosos de todos los reyes confederados. En el ala izquierda, donde según esperaban los bárbaros, el combate había de ser más furioso, se mostraba el funesto promotor de aquella guerra, Chnodomario, ceñida la frente con una banda roja y montando un caballo cubierto de espuma. Amante del peligro, confiando ciegamente en sus prodigiosas fuerzas, apoyábase altivo en su lanza de formidables dimensiones, llamando la atención desde lejos por el brillo de sus armas. Hacía mucho tiempo que tenía acreditada su superioridad como valiente soldado y hábil capitán. Serapion mandaba el ala  derecha; éste apenas había entrado en la edad de la pubertad, pero el talento se había adelantado en él a los años. Era hijo de aquel Mederico, hermano de Chnodomario, cuya vida entera había sido un tejido de perfidias. Mederico, que estando en rehenes, había permanecido mucho tiempo en las Galias, se inició en ella en algunos de los misterios religiosos de los griegos; debiéndose a esta circunstancia el cambio de nombre de su hijo Agenarico por el de Serapion. En segunda línea estaban los cinco reyes inferiores en poder, diez hijos o parientes de reyes, y detrás de éstos considerable número de hombres muy respetables para los bárbaros. El ejército se elevaba a treinta y cinco mil combatientes, pertenecientes a diferentes naciones; parte de ellos asalariados, y sirviendo los demás en virtud de convenios de mutuo auxilio.

Había resonado la terrible señal de las bocinas cuando Severo, que guiaba el ala izquierda de los romanos, vio a corta distancia delante de él parapetos cubiertos de gentes armadas que, levantándose de pronto, habían de introducir perturbación en las filas. Sin acobardarse, suspendió, sin embargo, la marcha, ignorando con qué número tenía que pelear, temiendo avanzar y no queriendo retroceder. El César vio la vacilación en aquel punto; acudió a él con una reserva de doscientos jinetes, que conservaba alrededor de su persona, dispuesto a acudir a donde fuese necesaria su presencia, y siempre más animoso cuando mayor era el peligro. En rápida carrera recorrió el frente de la infantería, animando a todos; y como la extensión de las líneas y su profundidad no permitían arenga general, y tampoco quería despertar las suspicacias del poder, arrogándose lo que él mismo consideraba como prerrogativa del Emperador, limitóse a correr de aquí para allá; resguardándose como podía de los dardos del enemigo, y dirigiendo a unos o a otros, conocidos o no, algunas frases enérgicas que les excitaban a cumplir su deber: «Compañeros,decía a unos, al fin tenemos una verdadera batalla; este es el momento que deseábamos todos, y que vuestra impaciencia adelantaba siempre.» Dirigiéndose en seguida a las últimas filas: «Compañeros, ha llegado el día tan deseado que nos llama a todos a lavar las manchas arrojadas sobre la majestad romana, y a devolverla su antiguo esplendor. Mirad, los bárbaros vienen aquí a buscar un desastre; su ciego furor les trae a ofrecerse ellos mismos a vuestros golpes.» A los soldados que por su larga práctica podían apreciar las maniobras, les decía, enmendando algunas disposiciones: «Ánimo, valientes, reparemos con nobles esfuerzos el baldón que ha caído sobre nuestros ejércitos. Con esta esperanza acepté, a pesar de mi repugnancia, el título de César.» A los que pedían aturdidamente la señal, y cuya petulancia amenazaba traspasar las órdenes y producir confusión: «Guardaos, les dijo, guardaos cuando el enemigo vuelva la espalda, de encarnizaros demasiado con los fugitivos, porque esto empañaría la gloria de vuestro triunfo. Que ninguno ceda tampoco el terreno sino en el último apuro, porque jamás ayudaré a los cobardes. Pero asistiré a la persecución con tal que no se haga con furor desmedido.»

Hablando a cada uno de la manera conveniente, mandó avanzar la mayor parte de sus fuerzas contra la primera línea de los bárbaros. Entonces la infantería alemana se estremeció de indignación contra los jefes que estaban a caballo, prorrumpiendo en espantosos gritos. Debían pelear a pie como los demás, decían; que nadie tuviese ventajas en caso de huida; que nadie tuviese medios de salvarse abandonando a su suerte a los demás. Esta manifestación hizo que Chnodonario abandonase el caballo, siguiendo todos su ejemplo; no dudando ninguno que alcanzarían la victoria.

Dieron la señal las bocinas, y por ambas partes se vino a las manos con igual brío, empezando por una nube de dardos. Desembarazados de las armas arrojadizas, los germanos se lanzaron sobre nuestras fuerzas con más ímpetu que simultaneidad, rugiendo como fieras. Mayor ira que de ordinario erizaba su espesa cabellera y sus ojos brillaban con furor. Intrépidos al abrigo de los escudos, los romanos paraban los golpes, y blandiendo la pica, presentaban la muerte a la vista del enemigo. Mientras la caballería sostiene el ataque con vigor, la infantería aprieta sus filas y forma una muralla con todos los escudos reunidos. Densa nube de polvo envuelve a los combatientes. Los romanos pelean con diferentes peripecias; aquí resisten bien, allá ceden; porque acostumbrados la mayor parte de los germanos a esta maniobra, se ayudaban con las rodillas para penetrar en nuestras filas. La lucha era cuerpo a cuerpo entre todos, mano contra mano, escudo contra escudo, y por  todas partes resonaban gritos de triunfo o de angustia. Al fin se pone otra vez en movimiento nuestra ala izquierda, y rechazando multitud de enemigos, venía enérgicamente a tomar parte en aquel combate, cuando en el momento en que menos podía esperarse, la caballería cedió en el ala derecha y se repliega con cierta confusión hasta las legiones, donde, encontrando apoyo, puede rehacerse. Había dado ocasión a esta alarma el hecho de que el jefe de los catafractos, al rectificar un defecto de formación, recibió una herida ligera; y uno de los suyos, cuyo caballo cayó, quedó aplastado bajo el peso del animal y de la armadura. Esto fue bastante para que el resto se dispersara, y habrían atropellado a la infantería, lo que hubiese producido el desorden general, si ésta no hubiese resistido el choque merced a su masa y energía.

Vio el César aquella caballería desordenada, buscando la salvación en la fuga, y, lanzándose a ella se colocó delante como una barrera. El tribuno de una de las turmas le había reconocido, viendo a lo lejos flotar en la punta de un hasta el dragón rojo que guiaba su escolta, enseña cuya vejez acreditaba sus largos servicios. Avergonzado y palideciendo, corre en seguida a rehacer sus fuerzas; y Juliano entonces, dirigiéndose a los fugitivos con el acento persuasivo que reanima el valor más quebrantado: «¿A dónde corremos, valientes?, les dijo. ¿No sabéis que no se gana nada huyendo y que el mismo miedo no puede aconsejar nada peor? Vamos, pues, a reunirnos con los nuestros que pelean por la patria, y no perdamos, abandonándolos sin saber por qué, la parte que nos pertenecerá en el triunfo común.» Con esta alocución tan hábil, les lleva de nuevo al ataque, renovando con pocas diferencias un rasgo que en otro tiempo honró a Sila. Abandonado por los suyos en un combate en que le estrechaba Arquelao, lugarteniente de Mitrídates, Sila cogió el estandarte, lo lanzó en medio de los enemigos, y dijo a los soldados: «Marchaos vosotros, a quienes había designado para compartir mis peligros; y si os preguntan dónde habéis perdido a vuestro general, responded, y no mentiréis, en Beocia, donde le dejamos solo combatir y derramar su sangre por nosotros.»

Aprovechando la ventaja y dispersión de la caballería, los alemanes caen sobre la primera línea de la infantería romana, esperando encontrar soldados quebrantados e incapaces de resistir enérgicamente; pero se sostuvo el choque y se peleó durante algún tiempo con igual fortuna. Los cornutos y los bracatos, soldados aguerridos, al espantoso gesto que les es propio, unieron en aquel momento el tremendo grito de guerra que lanzan en el calor del combate, y que, comenzando por un murmullo apenas perceptible, va subiendo por grados y concluyendo por estallar como un rugido parecido al de las olas al estrellarse en un escollo. Chocan las armas, los combatientes se empujan en medio de una nube de dardos y de una nube de polvo que todo lo oculta, pero las masas desordenadas de los bárbaros no dejan de avanzar con el furor de un incendio; y más de una vez, la fuerza de sus espadas consigue romper la especie de tortuga con que se protegen las filas romanas con la unión de los escudos. Los batavos ven el peligro y dan la señal de ataque; secundados por los reyes acuden a la carrera en socorro de las legiones y se rehace el combate. Estas formidables fuerzas debían, ayudando la fortuna, decidir el éxito hasta en las circunstancias más críticas. Pero los alemanes, a quienes parecía dominar rabia de destrucción, no dejaban de continuar en sus desesperados esfuerzos. Aquí sin interrupción vuelan los dardos, se vacían los carcajes; allá se acometen cuerpo a cuerpo; la espada choca con la espada, y el filo de las armas entreabre las corazas. El herido, mientras le queda una gota de sangre, se levanta del suelo y se obstina en pelear. Las probabilidades son casi iguales por ambas partes. Los germanos tenían ventaja por la estatura y energía muscular; los romanos por la táctica y la disciplina; en los unos, ferocidad y ardimiento; en los otros, serenidad y cálculo. Estos confiaban en la inteligencia; aquéllos en la fuerza del cuerpo. Cediendo algunas veces bajo los golpes del enemigo, el soldado romano se erguía en seguida. El bárbaro a quien flaqueaban los jarretes, peleaba rodilla en tierra, demostrando así su extremada obstinación. De pronto los germanos principales, con sus reyes al frente y siguiéndoles la multitud, atacan en masa compacta a los romanos, abriéndose paso hasta la legión escogida, colocada en el centro de batalla, formando lo que se llama reserva pretoriana. Allí las filas más apretadas y profundas les oponen muralla tan resistente como una torre, volviendo a comenzar el combate con  nuevo vigor. Atentos a parar los golpes y manejando los escudos a la manera de los mirmilones, nuestros soldados herían fácilmente los costados de sus adversarios, que en su ciego furor, olvidaban cubrirse. Pródigos de sus vidas y no pensando más que en vencer, los alemanes intentan los últimos esfuerzos para romper nuestras filas; pero los nuestros, cada vez más seguros de sus golpes, cubren el suelo de muertos y las filas de los que atacan sólo se renuevan para caer a su vez. Al fin flaquea su valor y los gritos de los heridos y moribundos acaban de espantarles. Agobiados por tantas pérdidas, ya no les quedaban fuerzas más que para huir, cosa que hicieron de pronto en todas direcciones, con la precipitación desesperada que lleva a los náufragos a abordar a la primera playa que ven.

Cuantos presenciaron aquella victoria convendrán en que fue más deseada que esperada. Sin duda algún dios propicio intervino aquel día en favor nuestro. Los romanos cayeron sobre los fugitivos, y, a falta de las espadas embotadas, que más de una vez les fueron inútiles, arrancaban la vida a los bárbaros con sus propias armas. No se cansaban los ojos de ver correr la sangre, ni los brazos de herir. A ninguno se perdonó. Multitud de guerreros gravemente heridos pedían la muerte para librarse de los sufrimientos; otros, en el momento de expirar, abrían los moribundos ojos para ver por última vez la luz. Cabezas cortadas por el ancho hierro de las lanzas, pendían aún del tronco de que habían sido separadas. Resbalaban, y caían en montones en aquel suelo empapado de sangre, pereciendo, aplastados por el peso de los suyos, algunos que habían salido del combate sin heridas. Embriagados los vencedores por el éxito, seguían hiriendo con sus embotadas espadas los magníficos cascos y escudos, que bajo los golpes rodaban por el polvo. En fin, estrechados los bárbaros hasta el Rhin, y encerrados como por una muralla de cadáveres amontonados, no vieron salvación más que en el río. Abrumados por nuestros soldados, a quienes su pesada armadura no bastaba a detenerse en la persecución, algunos se lanzaron al agua, confiando en su habilidad en la natación para salvar la vida; y el César, que comprendió el peligro que el excesivo ardimiento envolvía para los nuestros, mandó en alta voz, e hizo anunciar por los jefes y tribunos, que prohibía a todos los soldados penetrasen, persiguiendo al enemigo, en las turbulentas aguas. Limitáronse, pues, a seguir la orilla, lanzando sobre el enemigo multitud de dardos de toda clase. La mayor parte de los que escapaban a nuestros golpes, hundiéndose por su propio peso, encontraban la muerte en el fondo del río; y entonces el espectáculo ofreció, sin peligro, interés dramático. Aquí lucha el nadador con el desesperado abrazo del que no sabe nadar y le deja flotar como un tronco si consigue desprenderse; allá, arrastrados por la corriente, los más hábiles ruedan sobre sí mismos y se sumergen. Algunos, auxiliándose con los escudos, desviándose a cada momento, para evitar el choque de las olas, consiguen, después, de mil vicisitudes, alcanzar al fin la otra orilla. Enrojecido el río con la sangre bárbara, se asombra con el repentino crecimiento de sus aguas.

En medio del desastre, el rey Chnodomario, que había podido escapar deslizándose entre montones de cadáveres, procuraba regresar apresuradamente al campamento que ocupaba antes de la reunión a corta distancia de las fortificaciones romanas. De antemano había hecho reunir, para el caso de derrota, naves que quería aprovechar ahora para buscar algún refugio desconocido y esperar en él cambio de fortuna. Como no podía llegar sino pasando el Rhin, retrocedió, teniendo la precaución de cubrirse el rostro. Acercábase ya a la orilla del río, cuando al rodear una charca que encontró en su camino, antes de llegar al punto de embarque, su caballo cayó en terreno cenagoso, cogiéndole debajo. A pesar de su corpulencia, consiguió desprenderse y llegar a una colina cubierta de bosque cercana de allí. Pero denunciándole el mismo brillo de su antigua grandeza, le reconocieron. En el acto, una cohorte mandada por un tribuno rodeó la colina; pero sin penetrar en el bosque, por temor de caer en alguna celada; y entonces, viéndose perdido Chnodomario, se decidió a entregarse. Encontrábase solo entre los árboles, pero doscientos soldados de su escolta y tres amigos suyos de los más íntimos, acudieron espontáneamente a rendirse, considerando como un crimen sobrevivir a su rey, y no dar, en caso necesario, la vida por salvarle. Los bárbaros, insolentes en el triunfo, ordinariamente no tienen dignidad en la derrota: así fue que Chnodomario mostró con su palidez, cuando le llevaban, la actitud degradada del esclavo: el convencimiento del daño que  había causado le hacía enmudecer. ¡Cuánto se diferenciaba entonces del fiero devastador a quien en otro tiempo anunciaban el terror y el espanto, y que hollando bajo sus plantas las cenizas de la Galia, amenazaba llevar más lejos sus estragos!

Concluida la batalla con el favor de los dioses, la bocina llamó al terminar el día a los invencibles soldados, que, reunidos al fin cerca de la orilla del río, pudieron, bajo la protección de muchas líneas de escudos, tomar algún alimento y descanso. Los romanos perdieron en la jornada doscientos cuarenta y tres soldados y cuatro jefes principales; Bainobaudo, tribuno de los cornutos; Laipsio e Inocencio, capitanes de los catafractos, y un tribuno cuyo nombre no se ha conservado. De los alemanes quedaron sobre el campo seis mil muertos, además del considerable número de cadáveres que arrastró el Rhin. Juliano, cuyo ánimo era muy superior a su fortuna, y que no creía aumentar su mérito ensanchando su poder, reprendió severamente la indiscreción de los soldados, que por aclamación le saludaron augusto; asegurando bajo juramento que aquel título distaba tanto de su ambición como de sus esperanzas. Mas para aumentar en ellos la exaltación del triunfo, hizo comparecer ante él a Chnodomario. Avanzó éste inclinándose hasta el suelo, y al fin se prosternó a sus pies implorando perdón a la manera de los bárbaros. Juliano le tranquilizó, y pocos días después fue llevado Chnodomario a la corte del Emperador, enviándole a Roma éste último, que le asignó por morada el barrio de los extranjeros, en el monte Palatino, donde murió de languidez.

A pesar de tan grandes y brillantes resultados no faltaban personas en la corte que encontraban a Juliano defectos y ridiculeces, sabiendo que de esta manera agradaban al Emperador. Por burla le dieron el nombre de Victorino, porque en sus comunicaciones repetía muchas veces, aunque en términos modestísimos, que los germanos habían sido constantemente derrotados en todas partes donde había mandado personalmente. Por un exceso de adulación cuya extravagancia era palpable, pero a propósito para halagar una vanidad llevada hasta los últimos límites, persuadieron a Constancio de que en todo el universo no se hacía nada grande sino por su influencia y bajo los auspicios de su nombre. Aturdióle esta adulación, y desde entonces y en lo sucesivo, desmintió atrevidamente los hechos, diciendo en sus edictos y en primera persona, que había peleado, vencido, levantado los reyes prosternados a sus pies, cuando todo esto se había realizado sin él. Si, por ejemplo, un general suyo, mientras permanecía él sin moverse de Italia, conseguía una victoria sobre los persas, no dejaba de enviar a todas las provincias cartas laureadas, mensajeras de su ruina, conteniendo interminables relatos de la batalla, y ante todo, de las grandes hazañas del príncipe. Todavía existen en los archivos públicos edictos, monumentos de ciega jactancia, en los que se ensalza hasta las estrellas; también se encuentra en ellos una relación detallada del asunto de Argentoratum, de donde distaba más de cuarenta jornadas. En él se ve a Constancio disponiendo el orden de batalla, combatiendo junto a las enserias, persiguiendo a los bárbaros, recibiendo la sumisión de Chnodomario; y para colmo de indignidad, no se dice ni una palabra de Juliano, cuya gloria habría sepultado Constancio, si la fama, a despecho de la envidia, no hubiese cuidado de publicarla.

 

 

 

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