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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
15
Anuncian al Emperador la muerte del César
Galo.—Ursicino, jefe de la caballería en Oriente, Juliano, hermano de Galo, y
el prepósito Gorgonio, acusados del crimen de lesa majestad. —Rigores
ejercidos con los amigos y servidores de Galo.—Constancio derrota y ahuyenta a
los alemanes lencienses.—Proclaman Emperador en Colonia a Silvano, franco
de origen y jefe de la infantería en las Galias. Cae en un lazo y perece a
los veintiocho días de reinado.—Condénase a muerte a los amigos y
cómplices de Silvano.—Sediciones reprimidas en Roma por el
prefecto Leoncio.—Arrójase de su silla al obispo Liberio.—Constancio
confiere el título de César a Juliano, hermano de Galo, y le encarga la
administración de las Galias.—Origen de los galos.—Etimología de los
nombres de celtas y gálatas.—Alpes galos. Comunicaciones abiertas a través de
estas montañas. Divisiones del territorio y breve descripción de las
Galias y del curso del Ródano. Costumbres de los galos.—Musoniano,
prefecto del pretorio en Oriente.
(Año 354 de J. C.)
Sujetándome estrictamente a la verdad en cuanto ha
dependido de mí, he resumido por orden lo que por mí mismo he visto de los
hechos contemporáneos de mi juventud y lo que he recogido, después de
maduro examen, de boca de las personas que intervinieron en los
acontecimientos. En el período en que entramos ahora he podido, como
observador atento, profundizar más en la materia; y lo hago sin retroceder
ante lo que la crítica maliciosa podría llamar pesadez. La concisión que
debe alabarse es aquella que prescinde de lo superfluo sin perder nada de
lo substancial en el conocimiento de los hechos.
En cuanto arrancaron a Galo las insignias reales
en Nórica, Apodemio, el más ardiente promotor de discordias mientras vivió el
príncipe, se apoderó de su calzado, y con precipitación que le hizo
reventar muchos caballos, no obstante los frecuentes relevos preparados en el
camino, marchó derechamente a Milán, deseoso del honor de ser el primero
en dar la noticia. En cuanto llegó, corrió al palacio y arrojó aquel
despojo a los pies de Constancio, como si hubiese sido trofeo arrancado al
rey de los parthos. En seguida circuló la nueva, y en cuanto se enteraron los
cortesanos de la prontitud y lo perfectamente que se había realizado aquel
atrevido golpe de Estado, rivalizaron en frases aduladoras, ensalzando
hasta el cielo el valor y fortuna de un príncipe que por dos veces, y con
una sola señal, en épocas diferentes, había derribado dos poderes tan grandes
como los de Vetranión y Galo, con tanta facilidad como se despediría a dos
soldados bisoños. Embriagado por estas adulaciones llegó a creerse
Constancio superior a la condición humana, cegándose hasta el punto de atribuirse
él mismo la eternidad en las cartas que dictaba, y hasta titularse señor de la
tierra en las que escribía él mismo. Y, sin embargo, debió haberse
ofendido hasta de que otros le calificasen así cuando tanto afectó
amoldarse a aquellos antecesores suyos que conservaron en sus personas las
costumbres republicanas. Aunque su poder se hubiese extendido a
aquellos innumerables mundos que imaginaba Demócrito, cuya mortificante
idea, suscitada en Alejandro por los sarcasmos de Anaxarco, perseguía al
joven conquistador hasta en sueños, hubiese debido no leer nada y taparse
los oídos, o reconocer, como todos (porque así lo enseñan los matemáticos), que
esta tierra que nos parece sin límites no es más que un punto en el
espacio.
La desgraciada catástrofe de Galo fue la señal de
nuevas persecuciones judiciales. La envidia, ese azote de cuanto es bueno, se
encarnizó más y más contra Ursicino, llegando hasta suscitar contra él una
acusación de lesa majestad. El mayor peligro de su posición consistía en el carácter del
Emperador, obstinadamente prevenido contra toda explicación franca y leal, y
dispuesto siempre a escuchar las secretas insinuaciones de la calumnia.
Decíase que ni siquiera se pronunciaba ya en Oriente el nombre de
Constancio. Para gobernar, como para combatir, todos invocaban a
Ursicino, siendo éste el único capaz de contener a los persas. Impasible y
resignado aquel ánimo sereno, no pensaba más que en mantener incólume su
dignidad; pero no sin deplorar interiormente la débil
Los esfuerzos de la calumnia se dirigieron
entonces contra Juliano, que más adelante tan célebre hizo su nombre. Creyóse
que se habían encontrado dos puntos de acusación en contra suya: en primer
lugar había abandonado su forzosa residencia de Macelo, en Capadocia: impulsado
por sus aficiones científicas había hecho efectivamente un viaje por Asia:
y en segundo lugar, se había presentado en Constantinopla al pasar su
hermano. Pero su justificación fue terminante, demostrando que en ambos
casos había sido autorizada su conducta. No por esto hubiese dejado
de sucumbir bajo los esfuerzos reunidos de los cortesanos, si la reina
Eusebia, movida por inspiración sobrenatural, no hubiese intercedido por
él; limitándose entonces a relegarle a Como, cerca de Milán, donde
permaneció poco tiempo; encontrando en seguida ancho campo para el cultivo de
la inteligencia en el permiso que se le concedió para retirarse a Grecia.
También alcanzaron lo que podría llamarse
resultado feliz, otros procesos que se intentaron en esta fecha: o fracasaba la
persecución, o la justicia solamente se ejercía contra verdaderos
culpables. Sin embargo, más de una vez ocurrió que el rico alcanzó la
impunidad por efecto de obstinada obsesión y por la corrupción practicada
en vasta escala; mientras que los que poseían muy poco o no tenían para
pagar el rescate de su vida, eran inflexiblemente juzgados y condenados. Por
esta razón se vio más de una vez sucumbir la verdad ante la mentira y la
mentira erigida en verdad.
También se procesó a Gorgonio, encargado del
tálamo del César: mas a pesar de que quedó convicto, por sus propias
declaraciones, de haber sido cómplice y a veces instigador de los
excesos de su amo, la habilidad de los eunucos supo tergiversar tan bien
los hechos, que el culpable escapó al castigo.
Mientras ocurrían estas cosas en Milán, llegaron
prisioneros a Aquilea muchos militares y cortesanos de Oriente, arrastrándose
bajo el peso de las cadenas y maldiciendo una vida que les imponía tales
sufrimientos. Acusábaseles de haber sido ministros de los furores de Galo, de
haber tomado parte activa en las atrocidades ejercidas contra Domiciano y
Moncio y en todas las precipitadas ejecuciones de que fueron víctimas
tantos otros. Encargóse la audición de los acusados a Arboreo y Eusebio,
prepósito de palacio a la sazón, ambos arrogantes hasta lo sumo, injustos
y crueles, que ni siquiera se tomaron el trabajo de examinar, y, sin
distinguir entre inocentes y culpables, desterraron a los unos, después de
hacerles azotar con varas o pasar por las torturas, rebajaron a otros
hasta soldados, y los demás pagaron con la vida. Después de cargar las piras de víctimas,
los dos comisarios regresaron triunfantes para dar cuenta de su misión al
Emperador, que ahora, como siempre, mostró endurecimiento y obstinado
rencor. Desde entonces, y como impaciente por adelantar el término
asignado a cada cual por el destino, Constancio se entregó por completo a
los delatores, viéndose pulular en seguida esta especie de sabuesos de los
rumores públicos. Su furor descargó primeramente sobre los altos
dignatarios, y concluyó por encarnizarse contra los pequeños como contra
los grandes. No eran como aquellos hermanos Cibyratos verrinos
Entre esta repugnante serie de denuncias y
suplicios, algunas palabras imprudentes encendieron en Iliria nuevo foco de
persecuciones. En un festín que Africano, gobernador de la Pannonia
segunda celebró en Sirmio y en el que el vino había circulado más de lo
conveniente, la confianza de no asistir oyentes sospechosos aflojó el
freno a las quejas acerca de los excesos del gobierno. Aseguraron algunos
que los presagios anunciaban una revolución tan inminente como deseada;
otros, con inconcebible olvido de toda prudencia, se vanagloriaban por
predicciones de familia. Encontrábase entre los convidados Gaudencio,
agente del fisco, hombre obtuso e irreflexivo que vio un crimen de Estado
en aquellas conversaciones de mesa, y se apresuró a dar cuenta de ellas a
Rufino, jefe de los aparitores del prefecto del pretorio, peligroso y perverso
por naturaleza. La noticia le prestó alas, marchó en seguida a la corte,
vio al Emperador, y tanto influyó su discurso en aquel espíritu
pusilánime, dispuesto a recibir impresiones de este género, que sin previa
deliberación dióse orden terminante para que se apoderasen de cuantos habían
asistido al fatal banquete. El infame delator consiguió como premio de su
servicio dos años de prórroga en su empleo; gracia que solicitó con la
pasión que suele apoderarse del espíritu humano por las
cosas desordenadas.
El protector doméstico Teutomeres, acompañado por
un colega, recibió orden para apoderarse de las personas que se le nombraron y
traerlas cargadas de cadenas. Pero durante una parada que hicieron en
Aquilea, Marino, antiguo instructor militar y ahora tribuno, el mismo que
había comenzado las conversaciones, hombre de resoluciones extremas,
viendo a los guardias ocupados en algunos detalles de viaje, cogió un
cuchillo que encontró a mano, se abrió el vientre, se arrancó las entraños
y expiró en el acto. Llevados a Milán los otros prisioneros, confesaron en los
tormentos que, en la alegría del festín habían pronunciado algunas
palabras indiscretas. En seguida les encerraron en una prisión, dejándoles
entrever la dudosa esperanza de conseguir gracia, y a los dos protectores,
supuestos cómplices del suicidio de Marino, se les desterró; pero intercedió
por ellos Arbeción, y fueron perdonados.
Poco después de terminado este asunto declaróse la
guerra contra los alemanes lencienses, que no cesaban de traspasar las
fronteras, avanzando mucho en sus incursiones por el territorio
del Imperio. Constancio en persona tomó el mando de la expedición y marchó
a establecerse en los campos caninos, en Recia. Allí se meditó cuidadosamente
el plan de campaña, decidiéndose que era honroso y ventajoso tomar la
iniciativa. En consecuencia de esto, Arbeción, jefe de la caballería, tuvo
que marchar contra el enemigo con las mejores fuerzas del ejército, costeando
el lago Brigancio. Describiré brevemente la configuración de aquellos
parajes.
Entre las anfractuosidades de altas montañas,
brota con terrible impetuosidad la corriente del Rhin, y, sin afluentes
todavía, se precipita por escarpadas rocas como el Nilo en sus
cataratas. Navegable sería ya en aquel punto, si esta parte de su curso no
fuese torrente más bien que río. Cuando se encuentra libre ya en su
marcha, divide sus aguas en muchos brazos que bañan diferentes islas y
desemboca en un lago de forma redonda y muy extenso, al que los pueblos
ribereños de la Recia dan el nombre de Brigancio, teniendo próximamente
cuatrocientos estadios de largo y ancho. En derredor de este lago se
extiende obscura y salvaje selva que en otro tiempo hacía inaccesibles las
orillas; pero la perseverante energía de la antigua Roma abrió en aquellas
regiones ancho camino, luchando contra el suelo, contra los esfuerzos de
los bárbaros y contra la inclemencia del cielo. Arrastrado el Rhin por
áspera pendiente, penetra espumoso en aquellas dormidas aguas, separándolas
en dos partes, entre las que pasa el río sin aumentar ni disminuir su caudal,
corriendo a perderse a lo lejos, conservando hasta allí su nombre y la
integridad de sus aguas en los abismos del Océano. Y ¡cosa admirable! ni
la inmovilidad del lago se turba por el impetuoso río que lo atraviesa, ni
queda retrasada la corriente del río por la masa inerte y cenagosa que su
invasión repele. No hay confusión, no hay mezcla, y apenas se puede creer
el testimonio de los ojos. Así el Alfeo, río de la Arcadia, según cuenta
la fábula, penetra en las ondas del mar Jónico, para unir sus aguas con
las de su amada Aretusa.
Arbeción, a quien anunciaran la aproximación de
los bárbaros, aunque no carecía de experiencia y sabía cuánta prudencia se
necesita en los comienzos de una campaña, no hizo caso de los avisos de
sus exploradores, siguió adelante y cayó en una emboscada. Desconcertado hasta
el punto de detener el movimiento, no supo qué maniobra emplear; y los
bárbaros, viéndose descubiertos, presentan de pronto sus fuerzas y hacen
llover por todos lados multitud de dardos de toda clase. No pudiendo
resistir los nuestros aquel ataque, buscan la salvación en rápida
fuga. Cuidando cada cual de sí mismo, rompen las filas, y masas confusas y
dispersas, al volver la espalda, presentan blanco más seguro a los golpes
del enemigo. Sin, embargo, favorecidos por la obscuridad de la noche,
escaparon algunos, tomando caminos de travesía, y recobrando valor con
el día, reunieron individualmente sus enseñas. Aquella desgraciada
escaramuza nos costó diez tribunos y considerable número de soldados.
Alentados los alemanes con el éxito se mostraron más emprendedores, y,
aprovechando la bruma de la mañana, diariamente venían hasta las
empalizadas romanas, aullando furibundas amenazas. Una salida que
intentaron los escutarios tuvo que detenerse ante las masas de caballería
que le opusieron los bárbaros: resistieron bien los romanos y a
gritos llamaron a todos los del campamento para que les ayudaran; pero
desalentado por el descalabro sufrido anteriormente, Arbeción no veía
grandes seguridades para comprometer el resto de sus fuerzas. De pronto
tres tribunos, por espontáneo movimiento, acuden a reunirse con los valientes
de fuera: eran estos Arinteo, director de la armadura; Seniaco, jefe de la
caballería de los guardias, y Bappo, jefe de los veteranos seguidos por
las fuerzas que el Emperador les había confiado. El peligro de sus
compañeros inflamó a aquel puñado de valientes como si ellos mismos lo
corriesen; yérguense contra fuerzas superiores con la energía de nuestros
antepasados, y caen sobre el enemigo con la impetuosidad de un torrente,
sin observar orden de batalla, peleando individualmente y al fin ponen a
los bárbaros en vergonzosa fuga. Rompen éstos las filas, y con tanto
apresuramiento huyen, que no cuidan de cubrirse, entregando sus desarmados
cuerpos a los golpes de nuestras lanzas y espadas, pereciendo muchos con
sus caballos, en cuyos lomos permanecían aun en el suelo. Entonces
aquellos cuya vacilación había retenido en el campamento, desechando el temor,
salen al fin y se lanzan sobre las confusas masas de los bárbaros. Todos
los que no pudieron salvarse en la fuga quedaron muertos, caminando los
romanos sobre cadáveres y bañándose en sangre. Habiendo terminado la
campaña aquella carnicería, el Emperador marchó en triunfo a invernar en Milán.
(Año de J. C. 355.)
En medio de las desgracias del Estado surgió
depronto una tempestad igualmente peligrosa que amenazaba ahora sumergirlo todo
en común desastre, si la fortuna, soberana en todas las cosas,
Un tal Dinamio, encargado de la dirección de los
equipajes del Emperador, pidió a Silvano algunas cartas de recomendación, que
pudiese utilizar con los amigos del general en calidad de íntimo suyo. Una
vez poseedor de estas cartas, que Silvano en su rectitud no creyó deber
negarle, aquel pérfido las conservó reservadas con el propósito de utilizarlas
más adelante en algún negro proyecto. Así fue que mientras Silvano,
entregado por completo a sus deberes, recorría las Galias arrojando
delante de él a los bárbaros, que habiendo perdido la confianza, en ninguna
parte resistían contra sus armas, este Dinamio, dando rienda suelta a su
espíritu intrigante, elaboraba con arte de malvado consumado la
falsificación más indigna. Rumores, que no están justificados a la
verdad, señalaron como fautores y cómplices de aquella imaginación a
Lampadio, prefecto del pretorio, a Eusebio, denominado Mcatioiocopas, que
había sido intendente del dominio privado, y a Edesio, ex secretario de
los mandamientos del príncipe; estos dos íntimos amigos del prefecto, y, a este
título invitados por él a la ceremonia de la investidura del consulado.
Empleando un pincel que Dinamio pasó sucesivamente sobre las líneas de la
carta de Silvano, las borró, no dejando más que la firma, y escribió cosas
diferentes, resultando una circular que Silvano dirigía a sus amigos políticos
y particulares, especialmente a Tusco Albino, invitándoles en términos
ambiguos a secundarle en su intento de usurpar el trono. Dinamio entregó
al prefecto, para que éste lo presentase al príncipe, aquel tejido de
mentiras, hábilmente urdido para perder a un inocente. Convertido Lampadio
en clave de aquella tenebrosa intriga, acechó la ocasión de encontrarse
solo con Constancio, y se presentó en su cámara, seguro de tener envuelto
en sus redes a uno de los defensores más vigilantes del trono. En el consejo
se dio lectura a las falsas cartas y se tomaron disposiciones para
apoderarse de las personas mencionadas. Prendióse en el acto a los
tribunos y se enviaron ordenes a provincias para trasladar a Milán a los
particulares. El evidente absurdo de la acusación sublevó a Malarico, jefe
de los gentiles, quien, en una reunión de sus compañeros, provocada por él,
dijo con franqueza que le indignaba dejar envolver en intrigas de
miserables a los hombres más adictos al gobierno del Emperador. Declaró
terminantemente a Silvano incapaz de la traición que le imputaban y que
era obra de detestable intriga. Ofrecióse a marchar él mismo y traerle a
Milán; proponiendo como rehenes a su propia familia, y además la caución
de Melobaudo, tribuno de la armadura, como garantía de su regreso; o bien
ofrecía como alternativa que Melobaudo haría el viaje y se encargaría de
realizar la misión. Silvano se irritaba pronto, hasta sin motivo, y enviarle
otro que un compatriota era arriesgarse a convertir en rebelde a quien
hasta entonces había sido sinceramente fiel.
Bueno era el consejo y debía seguirse; pero
Malarico hablaba en vano. Prevaleció la opinión de Arbeción, y se encargó a
Apodemo, obstinado enemigo de todo hombre honrado, de llevar a Silvano una
carta llamándole. En otra cosa pensaba Apodemo, al encargarse de aquella
misión; y en cuanto llegó a la Galia prescindió de sus instrucciones, y,
sin ver a Silvano, sin transmitirle invitación alguna para que regresase
ni comunicarle la carta, le envió el agente del fisco, y procediendo desde
luego contra el general como contra un proscrito cuya cabeza perteneciese
al verdugo, toma contra sus clientes y servidores vejatorias medidas con
la insolencia de un vencedor en país conquistado.
Mientras que Apodemio prende fuego a todo y hace
desear impacientemente la presencia de Silvano, Dinamio, para asegurar el
efecto de su intriga, dirige a un tribuno de la fábrica de Cremona, bajo
los nombres de Silvano y Malarico, cartas análogas a las que había hecho
entregar por el prefecto al Emperador: invitándole sencillamente, como si
estuviese enterado de antemano de lo que se trataba, a que lo dispusiese
todo prontamente para la ejecución. El tribuno leyó y releyó sin
comprender nada, no recordando ninguna relación íntima con las personas que le
escribían, por
Entretanto Silvano, que se encontraba en Agripina,
recibía allí aviso sobre aviso de las tramas de Apodemio para perderle; y
conociendo demasiado el pusilánime corazón del príncipe y lo poco que
podía confiarse en sus buenas intenciones, velase en vísperas de ser tratado
como criminal, sin haber sido oído ni condenado. Por un momento pensó
escapar de aquella crítica situación pidiendo auxilio a los bárbaros; pero
le disuadió Laniogasio, que era entonces tribuno, el mismo que, no siendo
todavía más que candidato, había quedado solo, como ya dijimos, al lado del
emperador Constante en el momento de su muerte. Silvano decía que, por
parte de sus compatriotas los francos, solamente podía esperar ser
asesinado o vendido a sus enemigos. Era, pues, inevitable una resolución
extrema. Silvano conferenció con los jefes principales, les excitó con
promesas, y, reuniendo trozos de púrpura arrancados de los estandartes y
dragones, se proclamó él mismo Emperador.
Mientras ocurrían estas cosas en las Galias, al
obscurecer llegó a Milán la extraña noticia de la seducción del ejército y la
usurpación del rango imperial por el ambicioso jefe de la
infantería. Aquel golpe fue un rayo para Constancio. Inmediatamente
convocó el Consejo, acudiendo a palacio en la segunda vigilia todos los
grandes dignatarios; pero cuando hubo que emitir opinión, ninguno supo qué
decir. Solamente circularon algunas palabras en voz baja acerca de los talentos
de Ursicino, sus recursos como militar y de las graves ofensas que
gratuitamente se le habían inferido. Llamóse, pues, a Ursicino al Consejo,
e introducido (distinción muy honorífica) por el maestro de ceremonias, le
dieron a besar la púrpura, con aspecto el más afable que jamás le habían
mostrado. Diocleciano fue el primero que introdujo esta forma de adoración
bárbara; porque leemos que antes de él se saludaba a los príncipes de la
misma manera que se saluda hoy a los magistrados. En aquel mismo hombre a
quien acusaba en otro tiempo la encarnizada malevolencia de absorber el
Oriente en provecho propio, de desear para sus hijos el poder supremo, no
se veía ahora más que el general experto, el compañero de armas de
Constantino, el único brazo que podía conjurar el incendio; elogio tan
exacto como poco sincero, porque al mismo tiempo que se pensaba seriamente en
abatir un rebelde tan peligroso como Silvano, se entreveía, en caso de no
conseguirlo, la probabilidad de deshacerse de Ursicino, cuyos rencores,
supuestos implacables, continuaban causando honda preocupación. Así fue
que cuando el general, mientras apresuraban los preparativos de
marcha, quiso pronunciar algunas palabras de justificación, el Emperador
le cerró dulcemente los labios, diciéndole que no se necesitaban
explicaciones, cuando existía mutuo y muy grande interés en entenderse.
Mucho deliberaron todavía, buscando sobre todo la manera de persuadir a Silvano
de que el Emperador lo ignoraba todo; encontrándose al fin un medio que se
creyó eficaz para
Convenido así, mandóse a Ursicino partir
inmediatamente con diez tribunos u oficiales de los guardias que, a petición
suya, se le unieron para ayudarle en su misión. En este número
nos encontramos mi compañero Valeriano y yo, siendo los demás parientes o
amigos de Ursicino. Como el viaje fue largo, cada cual pudo meditar en los
peligros que corría, considerándonos como en lucha con fieras. Pero el mal
presente tiene de bueno que, al menos, se considera el bien en perspectiva,
y nos consolábamos con aquel pensamiento de Cicerón que expresa exactamente
la verdad: «Sin duda es muy de desear una serie no interrumpida de
felicidad y fortuna; pero no se encuentra en ella, por efecto de la misma
continuidad, esa viveza de sensación que experimenta el alma al pasar de
un estado desesperado a condición mejor.»
Avanzábamos a grandes jornadas, queriendo en su
celo nuestro jefe llegar a la frontera sospechosa antes de que la noticia de la
sublevación se propagase por Italia. Mas por rápida que fue nuestra
marcha, se nos adelantó la fama, y, a nuestra llegada a Agripina, la
sublevación había tomado tal desarrollo, que desafiaba los medios de
represión de que podíamos disponer. Por todas partes apoyaban las
poblaciones el nuevo orden de cosas; por todas partes se reunían
considerables tropas. En tal situación, Ursicino no podía tomar más que
una resolución y fue una necesidad de que hay que compadecerle: la de
violentar. sus sentimientos y deseos fingiendo adhesión a aquel poder de
un día y conducirse de manera que halagase la vanidad del rebelde y adormeciese
su vigilancia con seguridad completa. Lo más difícil era el desenlace,
porque necesitábamos extraordinaria atención para no apresurar ni perder
el momento de obrar; porque la manifestación más pequeña, siendo
inoportuna, nos llevaría a todos a la muerte.
Ursicino fue muy bien recibido. Obligado, para
fingir bien, a inclinarse ante aquellas insignias imperiales, el usurpador le
trató con miramientos y respetos; teniendo libre acceso a su persona,
el puesto de honor en su mesa, y muy pronto intimidad en sus confidencias.
Silvano se quejaba amargamente de las indignas elecciones que habían hecho
constantemente para el consulado y los altos cargos, con preferencia a él
y a Ursicino, y esto, añadía, despreciando los largos e
importantes servicios que, con el sudor de su frente, los dos habían
prestado al Imperio. En cuanto a él, se había llegado hasta someter a la
tortura a sus amigos y a dirigir en contra suya innobles procedimientos, y todo
so pretexto de frívola acusación de lesa majestad. Ursicino, por su parte,
había sido violentamente arrancado del Oriente y entregado como presa a la
maldad de sus enemigos. Silvano soltaba la rienda a su disgusto, lo mismo
en público que confidencialmente; y además de estas frases, tan poco a
propósito para tranquilizarnos, sentíamos estremecerse en derredor nuestro
la impaciencia de la soldadesca, que se quejaba de tener hambre y ardía en
deseos de cruzar los Alpes Cottianos.
En este estado las cosas, todos nos martirizábamos
el cerebro para llegar a un resultado: y, despues de mil partidos adoptados y
abandonados en seguida, convinimos en que agentes elegidos cuidadosamente
y que nos asegurasen su discreción con juramento, tentarían la dudosa fidelidad
de los braccatos y cornutos. Nuestros agentes, bien pagados y elegidos
entre los más obscuros, como los más a propósito para una trama de este
género, arreglaron en seguida el asunto. Al amanecer, buen golpe de gente
armada se presentó repentinamente delante del palacio, y exaltando a los
más atrevidos los peligros propios de la empresa, degollaron a los
guardias, penetraron en el interior y asesinaron a Silvano, después de
sacarle medio muerto de una capilla dedicada al culto cristiano, donde se había
refugiado.
Así pereció un hombre cuyo mérito era innegable,
víctima de un extravío a que le arrastró infame calumnia. Encontrándose
ausente, no pudo romper la red fatal en que envolvían su inocencia, y,
desesperado, se lanzó a la sublevación para salvar la vida. Además, Silvano
había desconfiado siempre del carácter versátil del príncipe, a pesar de
los derechos que había adquirido a su gratitud al pasar tan oportunamente
a su bando antes de la batalla de Mursa, con las fuerzas que mandaba. No
se encontraba muy seguro, aunque nunca dejaba de aprovechar este título,
recordando
Cosa singular fue que, antes de existir síntoma
alguno de conmoción en las Galias, un día, reunido el pueblo en el circo
máximo, por ilusión o presentimiento, exclamó: «Silvano está vencido.»
Imposible es expresar la alegría de Constantino
cuando llegó de Agripina la noticia de la muerte de Silvano. Con este éxito se
exaltó su orgullo y lo creyó señal de predestinación. Enemigo del valor
por instinto, obrando siempre como Domiciano, le atacaba por los medios
contrarios. La empresa, tan bien guiada por Ursicino, ni siquiera le
mereció un elogio; todo lo contrario, quejábase en sus cartas de los
gastos efectuados con perjuicio del tesoro de las Galias, al que
nadie, ciertamente, había tocado; llegando en este punto hasta ordenar una
investigación, y sometió a un interrogatorio a Remigio, tesorero de la
caja militar, el mismo que más adelante, bajo el imperio de Valentiniano,
terminó su vida con un lazo de cuerda en la causa de los legados tripolitanos.
Desde aquel día no reconoció límites la adulación.
Constancio se alzaba hasta el cielo, disponía de los acontecimientos. Él mismo
daba en estas extravagancias, reprendiendo y maltratando de palabra al que
no sabía hablar elocuentemente. De la misma manera Creso, según refiere la
historia, expulsó de sus estados a Solón, que no entendía el lenguaje de la lisonja;
así también Dionisio quiso entregar a la muerte a Filoxeno, por haber
guardado silencio él solo en medio del aplauso general, cuando el tirano
recitaba en su corte los malos versos que había hecho. Este mal engendra
todos los demás. ¿Qué satisfacción puede encontrar el poder en la
lisonja, cuando no puede hablar la crítica?
Restablecida la tranquilidad, comenzaba el período
de las persecuciones, aprisionando por millares y cargándoles de cadenas. Paulo
estaba ebrio de alegría; aquel delator infernal había encontrado campo
para su funesta destreza. Todos los miembros del consejo, civiles o
militares, tuvieron que tomar parte en las informaciones. Por orden suya
se aplicó el tormento a Próculo, aparitor de Silvano, hombre endeble y
valetudinario, ocasionando este hecho grandes alarmas, porque se temía que
la crueldad de los verdugos, triunfando de una constitución tan débil, llegase
a conseguir de él revelaciones comprometedoras; pero sucedió todo lo
contrario. El paciente, como refirió después, había tenido un sueño que le
prohibía entregar a ningún inocente; por esta razón se dejó atormentar
hasta casi morir sin que sus labios pronunciaran un nombre, ni una palabra
que pudieran aprovechar contra otro. Además, aseguró constantemente y
demostró hasta la evidencia que la aventurada tentativa de Silvano no era
un plan premeditado, sino puramente efecto de la fuerza de las
circunstancias; citando como prueba de su aserto un hecho comprobado por
numerosos testigos. Este hecho consistía en que, cinco días antes de
vestir las insignias del poder imperial, hacía pagar el sueldo a las
tropas, y, en nombre de Constancio había exhortado a los soldados
a mostrarse valerosos y fieles. Indudable es que si en aquel momento
hubiese pensado en la usurpación, habría distribuído en su propio nombre
aquella considerable cantidad. Perdonado Próculo, fue llevado al suplicio
Pemenio. Ya hemos referido cómo le eligió por jefe el pueblo de Tréveris,
cuando cerró las puertas al césar Decencio. A éstas siguieron una tras otra las
ejecuciones de los cónsules Asclepiodoto, Luto, Maudio y los de otros
muchos; hechos todos muy característicos de aquella época de inflexible
crueldad.
En la época de estos asesinatos jurídicos, era
prefecto de la ciudad eterna Leoncio, que tenía como magistrado muchas
cualidades apreciables, fácil para escuchar, rigurosamente imparcial y
de benévolo carácter. Censurábanle, sin embargo, cierta rudeza en el
ejercicio de su autoridad y excesiva inclinación al amor. Por la causa más
frívola promovióse contra él una sedición: había mandado prender al auriga
Filocomo, y el pueblo se amotinó en el acto por su favorito, llegando
a furiosas demostraciones contra el prefecto. Creían sin duda intimidarle,
pero se mantuvo firme e imponente, hizo que sus aparitores echaran mano a
los más alborotadores, que fueron azotados y deportados y ninguno se
atrevió a pronunciar palabra ni a intentar resistencia. Sin embargo,
pocos días después, el pueblo, que continuaba agitado, so pretexto de
carestía de vino, habiéndose reunido
Durante la administración de este mismo Leoncio,
fue llevado ante Constancio, Liberio, pontífice cristiano, como refractario a
la voluntad imperial y a las decisiones de sus compañeros en episcopado.
Diré algo acerca del punto de disidencia. Un sínodo, según llaman los cristianos
a la reunión de los altos dignatarios del clero, había depuesto a Atanasio1,
obispo de Alejandría, por haber prevaricado y por haberse entregado a
persecuciones impropias de su carácter de sacerdote: al menos, de esto le
ha acusado siempre el rumor público. Decíase que realmente era muy perito en
el arte de la adivinación y en la ciencia de los augures, habiendo
vaticinado algunas veces lo porvenir; sin olvidar ciertas imputaciones
igualmente contrarias al espíritu de la religión que enseñaba. Mandóse a
Liberio de parte del príncipe, que firmase el decreto que expulsaba a Atanasio
de su silla. Pero Liberio, aunque conforme en los puntos de doctrina con
el sínodo, se negó obstinadamente a coadyuvar, protestando enérgicamente
de la indignidad de un juicio en el que el acusado no había sido oído ni
siquiera llamado. Esto era contrariar abiertamente la voluntad
del Emperador. Éste, que siempre había detestado a Atanasio, considerando
la condenación como válida, tenía singular empeño en que la confirmase la
autoridad preponderante del obispo de la ciudad eterna. No logrando su
propósito, mandó prender a Liberio, y fue preciso hacerlo de noche,
a causa del amor que profesaba el pueblo a su obispo.
Tales cosas ocurrieron en Roma en esta época.
Tenía entonces Constancio motivos de graves inquietudes. Sucedíanse sin
interrupción mensajeros anunciando la ruina de las Galias, porque
no encontrando los bárbaros resistencia en parte alguna, todo lo llevaban
a sangre y fuego. Por largo tiempo meditó para encontrar un medio que no
le obligase a abandonar su residencia de Italia, porque veía gravísimo
peligro en alejarse tanto del centro: siendo muy prudente el partido
que adoptó, que consistía en asociar a su poder a Juliano, hijo de su tío
paterno, a quien poco antes había llamado de Grecia y que todavía llevaba
el traje de los filósofos de este país.
Cuando Constancio manifestó a sus confidentes más
íntimos la resolución a que la impulsaba la gravedad de las circunstancias,
confesando, cosa que nunca había hecho, su impotencia para soportar solo
la carga, cada día más pesada, del gobierno del Estado, todos aquellos maestros
en el arte de adular se esforzaron para aturdirle acerca de su posición; repitiendo
hasta la saciedad que no había exigencias, por grandes que fuesen, de que
no pudiesen triunfar como siempre, su fuerza de ánimo y su fortuna
sobrehumana. Algunos que tenían motivos para temer al nuevo
poder, pretendían que solamente el nombre de César estaba preñado de
peligros y podía reproducir la
«Valientes defensores de la república, vengo a
vindicar ante vosotros una causa que nos es común a todos: trátase del bien de
la patria. A jueces tan rectos como vosotros, tendré muy pocas palabras
que decir. Más de una vez ha dirigido contra nosotros sus furores la rebelión:
los autores de tan insensatas tentativas ya no existen; pero como ofrenda
impía a sus manes, los bárbaros hacen correr torrentes de sangre romana.
Rompiendo todos los tratados, traspasando todos los límites y hollando las
Galias devastadas, confían en los imperiosos deberes que nos retienen y en la
enorme distancia que los separa de nosotros. Grave es el mal, pero pronta
resolución puede remediarlo. Que vuestra voluntad se una a la mía, y ésas
soberbias naciones serán humilladas, no atreviéndose nadie en adelante a
violar nuestras fronteras. He tomado una resolución en que descansan
bellas esperanzas; a vosotros toca secundar su efecto. Aquí tenéis a,
Juliano, mi primo paterno, cuyos títulos a mi afecto por su intachable
conducta conocéis. En su juventud ha dado ya brillantes esperanzas: deseo
elevarle al rango de César; y si creéis acertada la elección, os pido que la
afirméis con vuestro consentimiento.»
Favorable murmullo interrumpió la oración,
considerando cada cual, como por especie de adivinación, que aquello, más que
pensamiento humano era arbitrio del destino. El Emperador esperó con
paciencia que se restableciese el silencio, y con acento más firme, continuó
diciendo: «Considero como aprobación el estremecimiento de alegría que
acabo de escuchar. Elévese, pues, a honor tan insigne el joven en quien la
fuerza tan bien se une a la prudencia, y a quien alabaría mejor imitando
la reserva que forma su carácter. Además, eligiéndole, rindo debido homenaje a
las cualidades que tiene de la educación y de la naturaleza. En vista de
esto, con beneplácito de Dios, le revisto las insignias de príncipe.»
Dicho esto, cubre a Juliano con la púrpura de sus
abuelos y le proclama César, entre los aplausos de la asamblea. Volviéndose en
seguida hacia el nuevo príncipe, cuyo semblante parecía más grave que de
costumbre, le dijo: «Hermano querido, muy joven aún participas de los esplendores
de tu familia. Considero que mi gloria ha aumentado; y no me creería tan grande
por la posesión del poder absoluto, como por este acto de justicia que
eleva hasta mí a quien tan de cerca me toca. Marcha, pues, asociado en
adelante a mis trabajos y peligros, a tomar a tu cargo el gobierno de las
Galias. Aplica a sus dolores el bálsamo de tu intervención tutelar. Si es
necesario combatir, tienes señalado tu puesto al lado de las enseñas. Sé
atrevido con oportunidad, pero no muestres valor irreflexivo. Anima al soldado
con tu ejemplo, pero guárdate tu mismo de todo arrebato. Estarás siempre
presente para prestar socorro si ceden. Reprende sin dureza cuando parezca
que va a faltar el valor, y entérate siempre por ti mismo de quién ha cumplido
bien y quién ha faltado. Las circunstancias nos estrechan, y como varón
animoso, marcha a mandar hombres valientes, contando con la cooperación
más activa y sincera de mi parte. Combatamos de acuerdo. Combatiremos
unidos para que, si place a Dios escuchar un día mis ruegos y devolver la paz
al mundo, podamos, de acuerdo, gobernarlo con amor y moderación. En todas
partes he de recordarte, y suceda lo que quiera, nunca te faltaré. Marcha,
pues, marcha; te siguen todos mis votos, y muéstrate vigilante defensor
del puesto a que te ha elevado la confianza pública.»
Nadie calló al escuchar estas últimas palabras.
Los soldados, con muy pocas excepciones, para mostrar su entusiasmo por la
elección que acababa de hacer el Emperador, golpearon fuertemente los
escudos con las rodillas, que es su manera de demostrar profundo regocijo,
como cuando lo golpean con la lanza es señal de que se irritan o van a
disgustarse. Justa admiración
estalló a la presencia del César revestido con la
púrpura imperial, contemplando todos con afán aquellos ojos tan terribles como
agradables y aquel semblante tan gracioso como animado; y el soldado hacía
el horóscopo del príncipe como si conociese el antiguo sistema que hace
depender las facultades morales de ciertas señales exteriores. Y, lo que daba
mayor peso a sus alabanzas, sabía conservar en ellas la justa medida, no
yendo más allá de las conveniencias ni de la verdad; siendo la expresión
de estas alabanzas, no como podía esperarse de soldados, sino de censores.
Juliano subió en seguida al carro del Emperador y regresó a palacio
recitando en voz baja este verso de Homero:
Ocurría esto el 8 de los idus de Noviembre (6 de
noviembre), bajo el consulado de Arbeción y de Loliano. Pocos días después casó
Juliano con Helena, hermana de Constancio; y, después de prepararlo
aceleradamente todo para el viaje, partió el día de las calendas de Diciembre
(1 de diciembre) con séquito muy modesto, acompañándole el Emperador hasta
las dos columnas alzadas a mitad del camino de Lumela a Ticino, desde
donde tomó el César en línea recta la dirección de Turín. Esperábale una
triste noticia que la corte sabía ya, pero que por precaución política
habían mantenido secreta. Los bárbaros, después de obstinado asedio,
habían tomado por asalto y saqueado la célebre colonia Agripina, en la
Germania inferior. Aquella desgracia impresionó el ánimo de Juliano,
considerándola presagio de lo que había de acontecerle; y muchas veces se le
oía repetir con amargura que con su advenimiento solamente había
conseguido morir menos tranquilo.
A su entrada en Viena acudió a recibir al deseado
príncipe la población entera de todo rango y edad, y no solamente los que la
habitaban, sino que también los de las cercanías; resonando por todas
partes y con el mayor entusiasmo, en cuanto le vieron, las palabras Emperador
clemente, Emperador afortunado. Gozábase con avidez al ver al fin los
atributos reales en un príncipe legítimo: su presencia iba a remediarlo
todo, siendo como un genio tutelar que se presentaba en el momento en que
todo parecía perdido. Una pobre mujer ciega había preguntado qué entrada
se celebraba, y cuando le contestaron que la de Juliano, exclamó que él
restablecería los templos de los dioses.
Puedo decir ahora, como antes el insigne vate
mantuano, que mi asunto se engrandece, que ante mí se desarrolla una serie de
acontecimientos más majestuosos. Creo que es conveniente una descripción
de las Galias, teatro donde se realizaron, porque estos conocimientos,
puestos incidentalmente en medio del relato, cuando el interés del lector
queda despierto esperando una batalla o las peripecias del combate, hacen
que el autor se parezca al marinero que, en las horas de holganza,
descuida la recomposición de las velas y jarcias y se ve obligado a hacerla
cuando se encuentra luchando ya con la tempestad y azotado por las olas.
Faltos de datos precisos, los autores antiguos nos
han transmitido acerca del origen de los galos nociones más o menos
incompletas. Pero más recientemente Timagenes, griego por la actividad de
su espíritu como por su lengua, consiguió reunir considerable número de hechos
por mucho tiempo perdidos entre libros obscuros, de donde los había
sacado. Voy, pues, a aprovechar sus investigaciones, procediendo
metódicamente para que cada cosa resulte en su lugar con claridad.
Por relatos de los contemporáneos, los aborígenes
de aquella comarca, fueron llamados Celtas, del nombre de un rey muy querido, o
Gálatas, del nombre de la madre de aquél rey. De este último nombre los
griegos han hecho el de galos. Según otros, una colonia de dorios, siguiendo
al más antiguo de los Hércules, vino a habitar el litoral. Teniendo en
cuenta las antigüedades druídicas, solamente una parte de la población de
la Galia es indígena, formándose en épocas diferentes por el ingreso de
insulares extranjeros, venidos del otro lado de los mares, y por pueblos
transrhenanos arrojados de sus hogares, bien por las vicisitudes de la
guerra, permanente en aquellas comarcas, bien por las invasiones de los
elementos fogosos que caen sobre las costas. Dicen otros que un puñado de
troyanos, escapados del saqueo de su ciudad, encontrando por todas partes
griegos en su
Pero abreviaré esta reseña, que mucha prolijidad
haría enojosa. La civilización se introdujo insensiblemente en estos pueblos y
se aficionaron al cultivo de la inteligencia, bajo la inspiración de sus
bardos, euhages y druidas. Los bardos celebraban las grandes hazañas en cantos
heroicos con dulces modulaciones de lira: los euhages investigaban y
comentaban los sublimes secretos de la naturaleza. Las especulaciones de
los druidas eran muy superiores a éstas: formando comunidad bajo estatutos
de Pitágoras, dedicado constantemente el espíritu a las cuestiones más
abstractas y arduas de la metafísica, como su maestro, despreciaban las
cosas humanas y defendían la inmortalidad del alma.
Esta región de las Galias, que, exceptuando sus
comarcas marítimas, está separada del resto del género humano por gigantescas
montañas coronadas por nieves eternas, ha recibido de la naturaleza
conjunto de defensas tan completo como si el arte hubiese intervenido en ello.
Bañada al Mediodía por el mar Tirreno y Gálico, al Norte, opone como
barrera a los bárbaros la corriente del Rhin; al poniente la rodean el
Océano y las alturas de los Pirineos, y por el lado que sale el sol la imponente
masa de los Alpes Cottianos, donde el rey Cottis se resistió solo contra
nosotros por tanto tiempo, protegido por sus impracticables desfiladeros
inaccesibles peñascos. Aquel príncipe, sin embargo, depuso más adelante su
orgullo, y él fue quien, amigo del emperador Octaviano, movido por
memorable cariño, y después de inauditos esfuerzos, abrió más lejos, a, través
de los viejos Alpes, esos cómodos caminos que abrevian los viajes. Más
adelante daré acerca de estos trabajos los datos que he podido reunir. En
los mismos Alpes Cottianos, que comienzan en la ciudad de Susa, hay una
cresta que es casi completamente infranqueable. El viajero que viene de la
Galia sube con facilidad por un plano ligeramente inclinado; mas para
descender por la parte opuesta se encuentra una pendiente y precipicios
cuyo sólo aspecto estremece. En primavera especialmente, cuando la
suavidad de la temperatura produce el deshielo y derrite las nieves, peatones,
bestias de carga y carros vacilan y tropiezan en una calzada estrecha, encajada
entre dos precipicios y cortada por hoyos ocultos bajo acumulación de
nieblas. Solamente se ha encontrado hasta ahora un medio para disminuir
las probabilidades de destrucción; y es sujetar los vehículos con recias
cuerdas que retienen a la espalda, a fuerza de brazos o con yuntas de
bueyes, y una vez contenidos de esta suerte, convoyarlos con alguna más
seguridad hasta el pie de la cuesta. Así se obraba en los
tiempos antiguos. En invierno, endurecido el suelo y como pulimentado por
el hielo, por todas partes presenta superficie resbaladiza en que apenas
se puede sentar el pie; y profundos abismos a los que una capa de hielo
presta pérfida apariencia de llanuras, devoraron más de una vez a los
imprudentes que se atrevieron a penetrar en ellos. Así es que, para seguridad
de los viajeros, los habitantes del país, que conocen los pasos, cuidan de
señalar el camino más seguro por medio de largos palos clavados en el
suelo. Pero si derribados por los desprendimientos, desaparecen estos palos
bajo la nieve, la travesía viene a ser muy peligrosa hasta tomando por
guías a los habitantes de las inmediaciones. Franqueado este paso, se
marcha por llano durante siete millas hasta la estación de Marte, donde se
alza un pico más elevado y mucho más difícil de atravesar, y cuyo vértice tomó
el nombre de la Matrona, desde la desgracia ocurrida a una mujer noble.
Desde allí se desciende por suave pendiente hasta el castillo Virgancio.
El sepulcro del reyezuelo constructor de los caminos de que hemos hablado
se ve aún junto a las murallas de Susa, existiendo doble motivo para venerar
su memoria porque gobernó su pueblo con equidad, y con su alianza con
nosotros le aseguró perpetua
El camino de que acabamos de hablar es realmente
el más corto, más directo y más frecuentado; pero anteriormente se habían
abierto otros en diferentes épocas, siendo obra el más antiguo del
Hércules Tebano; trabajo que apenas fue momento de detención para el héroe,
cuando corría a dar muerte a Gerión y a Taurisco. Este camino costea los
Alpes marítimos, a que llamó Hércules Alpes Griegos. La fortaleza y el
puerto de Mónaco son monumentos eternos de su paso por aquellas comarcas.
Muchos siglos después tomó esta cadena el nombre de Alpes Peninos, por
el siguiente motivo: Publio Cornelio Escipión, padre del primer Africano,
encargado de llevar socorros a Sagunto, tan célebre por su constancia y
sus desgracias, y cuyo asedio estrechaban fuertemente a la sazón las
fuerzas púnicas, navegaba hacia España con una flota montada por
considerable número de tropas. Pero ya habían triunfado las armas de
Cartago; estaba consumado el desastre, y Escipión no podía lisonjearse de
alcanzar por tierra a Anníbal, que había cruzado el Ródano, y hacía ya
tres días que estaba en marcha para Italia. El mar le ofrecía camino más corto,
y navegando rápidamente, colocóse en observación delante de Génova, ciudad
de la Liguria, encontrándose dispuesto para caer con opor tunidad sobre el
enemigo en cuanto desembocase en la llanura, fatigado por las dificultades
del camino. No se limitó a esto la previsión de Escipión, sino que envió a
su hermano para que contuviese en España al ejército, de Asdrúbal, que
amenazaba a Roma con doble invasión. Pero algunos desertores enteraron a
Anníbal de la presencia de Escipión, y como era tan enérgico como astuto,
tomó guías en Turín que le llevaron en otra dirección por el Tricastino
y los extremes confines de los Voconcios, hasta los desfiladeros de los
Tricorios. Allí abrió paso donde nadie lo había abierto antes, horadando
una roca enorme, blandeándola por medio de fuego y vinagre que hizo
derramar; y cruzando después el cauce variable y peligroso del Druencio,
invadió repentinamente las campiñas de la Etruria. Pero basta de, los
Alpes; hablemos del resto de la Galia.
Remontando a época muy antigua, en que todavía era
desconocida la Galia bárbara, parece que se encuentra dividido el país entres
razas perfectamente distintas, los celtas o galos, los aquitanios y los
belgas; diferentes las tres en lenguaje, costumbres y gobierno. El límite natural entre
los aquitanios y los celtas o galos es el Garona, río que nace en los Pirineos
y baña numerosas ciudades antes de penetrar en el Océano. A los galos
separan de los belgas el Matrona (Marne) y el Sequana (Sena), ríos que
tienen igual importancia y que atraviesan la Galia Lugdunense,
encerrando con su unión la fortaleza de los Parisios, llamada Lutecia;
después, reunidos en el mismo lecho, penetran en el mar, cerca de la
ciudad a que dio su nombre Constancio Cloro.
Para nuestros antepasados, de estas tres naciones,
la de los belgas pasaba por la más valiente; cosa que dependía de su posición
que, por una parte, la alejaba del contacto de la civilización
y refinamientos que trae consigo, y por otra la tenía en continua guerra
con los pueblos germanos del otro lado del Rhin. Los aquitanios, por el
contrario, merced a la proximidad de las distancias y fácil acceso de sus
costas, llamaban en cierto modo las importaciones del comercio. Por esta razón
se pulieron muy pronto, oponiendo débil resistencia a la dominación
romana.
Cuando cansada de guerra se sometió la Galia al
dictador Julio César, quedó dividida en cuatro gobiernos: el de la Galia
Narbonense, comprendiendo el Lugdunense y el Viennense; el de Aquitania,
que abarcaba todos los pueblos del nombre de aquitanios, y otros dos que
regían respectivamente las Germanias, tanto superior como inferior, y el
país de los belgas. Todo el país de las Galias está dividido hoy en las
siguientes provincias: la segunda Germania, que posee las grandes y populosas
ciudades de Tungris y Agripina; la primera Germania, en la que se
encuentran, entre otras ciudades municipales, Moguntiacus (Maguncia),
Vagion (Worms), Nemeta (Spira) y Argentoratus, célebre después por la
derrota de los bárbaros. Viene en seguida la primera Bélgica, que se
enorgullece con Mediomatrico (Metz) y Treviros (Tréveris), residencias ilustres
de soberanos: la segunda Bélgica, limítrofe de la primera, en la que se
encuentran Ambiano (Amiens), ciudad eminente entre las demás y Catelauni
(Chalons del Mar) y Remi (Reims). En el país de los Seguanos cuéntase
Bisontios (Besangon) y Rauracos (Basilea), inferiores a muy pocas
ciudades. Son ornamento del Lugdunense primero, Lugdunum (Lyon),
Cabillonum (Chálons del Saona),
El Ródano, al salir de los Alpes Peninos,
precipita impetuosamente hacia las tierras bajas considerable masa de agua, y
sin perder nada de ella, marcha por su cauce, llenándolo hasta los bordes.
En seguida penetra en un lago llamado Lemano, que atraviesa sin mezclarse con
sus aguas, y surcando en la parte superior aquella masa relativamente
inerte, a viva fuerza se abre paso en ella. Desde allí, sin haber perdido
nada de su caudal, pasa entre la Saboya y el país de los
sequanos, continúa su curso, dejando a la derecha la Vienense y a la
izquierda la Lugdunense, formando bruscamente un recodo después de
reunirse con el Arar, originario de la Germania primera y al que en el
país llaman Saucona (Saone), perdiendo su nombre en la reunión. Aquí comienzan
las Galias, y desde este punto no se mide ya la distancia por millas, sino
por leguas. Engrosado por este afluente, el Ródano es asequible ya a las
naves más grandes, aquellas que ordinariamente no navegan sino a la vela.
Llegado al fin al término que la naturaleza ha señalado a su carrera, lleva
sus espumosas ondas al mar de las Galias por vasta desembocadura, cerca
del punto llamado Las Gradas, a unas diez y ocho millas de Arelata. Pero
basta de descripción de lugares; pasemos a la figura y costumbres de sus
habitantes.
Generalmente los galos tienen elevada estatura,
blanca tez, rubia cabellera y mirada fiera y temible. Su carácter es
excesivamente pendenciero y arrogante. En riña, cualquiera de ellos
hace frente a muchos extranjeros a la vez, sin más auxiliar que su esposa,
campeón mucho más temible sin duda: cosa es de verla con las venas hinchadas
por la ira, recoger sus brazos, blancos como la nieve, y lanzar con manos
y pies golpes que parecen partir de una catapulta. Tranquilos o
irritados, los galos tienen casi siempre en la voz tonos amenazadores y
terribles. Generalmente son limpios y cuidadosos de sus personas; y en
este país, especialmente en Aquitania, no se ve a nadie, hombre o mujer,
que lleve vestidos sucios o rasgados, como es muy común en todas partes. En
cualquier edad son soldados los galos, corriendo al combate con igual
ardor jóvenes o viejos, no habiendo trabajo insoportable para aquellos
cuerpos endurecidos por los rigores del clima y por ejercicio
constante. Entre ellos es cosa desconocida la costumbre italiana de
amputarse el dedo pulgar para librarse del servicio de las armas, y el
epíteto de mureus (cobarde) que de esto dimana. Gustan apasionadamente del
vino, y para suplirlo, fabrican diferentes bebidas fermentadas. La embriaguez,
ese frenesí voluntario, según la sentencia catoniana, es allí el estado
habitual de muchos hombres de baja condición, que vagan de aquí para allá
en completo embrutecimiento, lo que hace verdadera la frase de Cicerón al
defender a Fonteyo: «Los galos pondrán agua en el vino», que para ellos sería
lo mismo que poner veneno.
La parte de esta región, vecina a Italia, pasó sin
grandes esfuerzos al poder romano. Su independencia, amenazada primeramente por
Fulvio, muy quebrantada después en una serie de escaramuzas contra Sextio,
quedó completamente abatida por Fabio Máximo; triunfo que no
Después de la trágica muerte de Domiciano,
gobernaba el Oriente Musoniano, que le había sucedido en las funciones de
prefecto del pretorio. La reputación que adquirió por su
agradable facilidad para expresarse en los dos idiomas, le valió
inesperado ascenso. Deseando Constantino instruirse a fondo en las
sutilezas del dogma de los maniqueos y otros sectarios, no sabía a
quien dirigirse para que se las explicase. Recomendáronle a Musoniano y lo
aceptó ante las seguridades que le dieron de su aptitud. Desempeñó éste el
encargo a satisfacción del príncipe, que se la manifestó, en primer lugar,
haciéndole cambiar su nombre de Strategio por el de Musoniano, y
en seguida elevándole gradualmente hasta la prefectura. Carácter prudente,
afable y conciliador, hubiese hecho muy suave su administración a las
provincias, a no ser por la codicia que mostró en toda ocasión, y
especialmente en donde es más odioso este vicio, en la administración de
justicia. Esta sórdida pasión descolló principalmente en las actuaciones a
que dio origen la muerte de Teófilo, consular de Siria, señalado por una
frase de Galo al furor del populacho, que lo despedazó. Todos los acusados
pobres fueron condenados, aunque hubiesen probado hasta la evidencia que
no se encontraron allí; todo acusado rico fue perdonado aun después de
demostrada su culpabilidad; pero solamente a precio de su completo
despojo. Musoniano tenía un rival en rapacidad en la persona de Próspero,
que entonces desempeñaba el mando militar en la Galia, hombre abyecto
de los que, como dice el Cómico, «desprecian las precauciones y roban
públicamente».
Mientras estos dos hombres, por medio de culpable
connivencia, se prestaban en sus depredaciones recíproco apoyo, los
lugartenientes del rey de Persia, cuyas fuerzas estaban acantonadas a lo
largo de los ríos fronteros, mientras se encontraba retenido su señor en el
otro extremo de su Imperio, no dejaban de enviar grupos para que
inquietasen nuestro territorio; eligiendo su audacia aumentada con la
impunidad, por teatro de sus incursiones en tanto la Armenia, en tanto la
Mesopotamia; y esto a la vista de los gobernadores romanos, que, por su
parte, no pensaban más que en apropiarse los bienes de sus súbditos.
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