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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

AMIANO MARCELINO

LIBRO 14

LIBRO 15

LIBRO 16

 

LIBRO 15

Anuncian al Emperador la muerte del César Galo.—Ursicino, jefe de la caballería en Oriente, Juliano, hermano de Galo, y el prepósito Gorgonio, acusados del crimen de lesa majestad. —Rigores ejercidos con los amigos y servidores de Galo.—Constancio derrota y ahuyenta a los alemanes lencienses.—Proclaman Emperador en Colonia a Silvano, franco de origen y jefe de la infantería en las Galias. Cae en un lazo y perece a los veintiocho días de reinado.—Condénase a muerte a los amigos y cómplices de Silvano.—Sediciones reprimidas en Roma por el prefecto Leoncio.—Arrójase de su silla al obispo Liberio.—Constancio confiere el título de César a Juliano, hermano de Galo, y le encarga la administración de las Galias.—Origen de los galos.—Etimología de los nombres de celtas y gálatas.—Alpes galos. Comunicaciones abiertas a través de estas montañas. Divisiones del territorio y breve descripción de las Galias y del curso del Ródano. Costumbres de los galos.—Musoniano, prefecto del pretorio en Oriente.

(Año 354 de J. C.)

Sujetándome estrictamente a la verdad en cuanto ha dependido de mí, he resumido por orden lo que por mí mismo he visto de los hechos contemporáneos de mi juventud y lo que he recogido, después de maduro examen, de boca de las personas que intervinieron en los acontecimientos. En el período en que entramos ahora he podido, como observador atento, profundizar más en la materia; y lo hago sin retroceder ante lo que la crítica maliciosa podría llamar pesadez. La concisión que debe alabarse es aquella que prescinde de lo superfluo sin perder nada de lo substancial en el conocimiento de los hechos.

En cuanto arrancaron a Galo las insignias reales en Nórica, Apodemio, el más ardiente promotor de discordias mientras vivió el príncipe, se apoderó de su calzado, y con precipitación que le hizo reventar muchos caballos, no obstante los frecuentes relevos preparados en el camino, marchó derechamente a Milán, deseoso del honor de ser el primero en dar la noticia. En cuanto llegó, corrió al palacio y arrojó aquel despojo a los pies de Constancio, como si hubiese sido trofeo arrancado al rey de los parthos. En seguida circuló la nueva, y en cuanto se enteraron los cortesanos de la prontitud y lo perfectamente que se había realizado aquel atrevido golpe de Estado, rivalizaron en frases aduladoras, ensalzando hasta el cielo el valor y fortuna de un príncipe que por dos veces, y con una sola señal, en épocas diferentes, había derribado dos poderes tan grandes como los de Vetranión y Galo, con tanta facilidad como se despediría a dos soldados bisoños. Embriagado por estas adulaciones llegó a creerse Constancio superior a la condición humana, cegándose hasta el punto de atribuirse él mismo la eternidad en las cartas que dictaba, y hasta titularse señor de la tierra en las que escribía él mismo. Y, sin embargo, debió haberse ofendido hasta de que otros le calificasen así cuando tanto afectó amoldarse a aquellos antecesores suyos que conservaron en sus personas las costumbres republicanas. Aunque su poder se hubiese extendido a aquellos innumerables mundos que imaginaba Demócrito, cuya mortificante idea, suscitada en Alejandro por los sarcasmos de Anaxarco, perseguía al joven conquistador hasta en sueños, hubiese debido no leer nada y taparse los oídos, o reconocer, como todos (porque así lo enseñan los matemáticos), que esta tierra que nos parece sin límites no es más que un punto en el espacio.

La desgraciada catástrofe de Galo fue la señal de nuevas persecuciones judiciales. La envidia, ese azote de cuanto es bueno, se encarnizó más y más contra Ursicino, llegando hasta suscitar contra él una acusación de lesa majestad. El mayor peligro de su posición consistía en el carácter del Emperador, obstinadamente prevenido contra toda explicación franca y leal, y dispuesto siempre a escuchar las secretas insinuaciones de la calumnia. Decíase que ni siquiera se pronunciaba ya en Oriente el nombre de Constancio. Para gobernar, como para combatir, todos invocaban a Ursicino, siendo éste el único capaz de contener a los persas. Impasible y resignado aquel ánimo sereno, no pensaba más que en mantener incólume su dignidad; pero no sin deplorar interiormente la débil  protección que el hombre honrado encuentra en su inocencia, siendo su mayor aflicción ver a sus amigos, tan solícitos antes en derredor suyo, pasar al lado del favor, como pasan los lictores, siguiendo el ceremonial, del funcionario que sale, a su sucesor. Su colega Arbeción le dirigía rudos ataques, demostrándole al mismo tiempo profunda simpatía en las públicas alabanzas que hacía de su carácter. Tenía Arbeción singular habilidad para urdir intrigas contra los hombres de bien, y era muy grande su influencia, siendo su maniobra como la de la serpiente que acecha desde su escondrijo al transeúnte para lanzarse de improviso sobre él. Aquel soldado, que había llegado a las primeras dignidades militares, que no tenía provocaciones que rechazar, ni injurias que vengar, encontrábase poseído por insaciable deseo de hacer daño; y tan bien se condujo, que en un consejo secreto que presidió el Emperador, y al que solamente se admitieron los confidentes más íntimos, decidióse que se arrebataría de noche a Ursicino, y, sin procesarle, se le ejecutaría lejos de la vista del ejército. Dícese que de esta misma manera desapareció otro defensor del imperio, igualmente hábil y honrado, Domicio Corbulón, en el sangriento período del reinado de Nerón. Solamente se esperaba momento favorable para realizar el. plan; pero entretanto se abrieron paso ideas de moderación, y se creyó que debía deliberarse otra vez acerca del asunto antes de realizarlo.

Los esfuerzos de la calumnia se dirigieron entonces contra Juliano, que más adelante tan célebre hizo su nombre. Creyóse que se habían encontrado dos puntos de acusación en contra suya: en primer lugar había abandonado su forzosa residencia de Macelo, en Capadocia: impulsado por sus aficiones científicas había hecho efectivamente un viaje por Asia: y en segundo lugar, se había presentado en Constantinopla al pasar su hermano. Pero su justificación fue terminante, demostrando que en ambos casos había sido autorizada su conducta. No por esto hubiese dejado de sucumbir bajo los esfuerzos reunidos de los cortesanos, si la reina Eusebia, movida por inspiración sobrenatural, no hubiese intercedido por él; limitándose entonces a relegarle a Como, cerca de Milán, donde permaneció poco tiempo; encontrando en seguida ancho campo para el cultivo de la inteligencia en el permiso que se le concedió para retirarse a Grecia.

También alcanzaron lo que podría llamarse resultado feliz, otros procesos que se intentaron en esta fecha: o fracasaba la persecución, o la justicia solamente se ejercía contra verdaderos culpables. Sin embargo, más de una vez ocurrió que el rico alcanzó la impunidad por efecto de obstinada obsesión y por la corrupción practicada en vasta escala; mientras que los que poseían muy poco o no tenían para pagar el rescate de su vida, eran inflexiblemente juzgados y condenados. Por esta razón se vio más de una vez sucumbir la verdad ante la mentira y la mentira erigida en verdad.

También se procesó a Gorgonio, encargado del tálamo del César: mas a pesar de que quedó convicto, por sus propias declaraciones, de haber sido cómplice y a veces instigador de los excesos de su amo, la habilidad de los eunucos supo tergiversar tan bien los hechos, que el culpable escapó al castigo.

Mientras ocurrían estas cosas en Milán, llegaron prisioneros a Aquilea muchos militares y cortesanos de Oriente, arrastrándose bajo el peso de las cadenas y maldiciendo una vida que les imponía tales sufrimientos. Acusábaseles de haber sido ministros de los furores de Galo, de haber tomado parte activa en las atrocidades ejercidas contra Domiciano y Moncio y en todas las precipitadas ejecuciones de que fueron víctimas tantos otros. Encargóse la audición de los acusados a Arboreo y Eusebio, prepósito de palacio a la sazón, ambos arrogantes hasta lo sumo, injustos y crueles, que ni siquiera se tomaron el trabajo de examinar, y, sin distinguir entre inocentes y culpables, desterraron a los unos, después de hacerles azotar con varas o pasar por las torturas, rebajaron a otros hasta soldados, y los demás pagaron con la vida. Después de cargar las piras de víctimas, los dos comisarios regresaron triunfantes para dar cuenta de su misión al Emperador, que ahora, como siempre, mostró endurecimiento y obstinado rencor. Desde entonces, y como impaciente por adelantar el término asignado a cada cual por el destino, Constancio se entregó por completo a los delatores, viéndose pulular en seguida esta especie de sabuesos de los rumores públicos. Su furor descargó primeramente sobre los altos dignatarios, y concluyó por encarnizarse contra los pequeños como contra los grandes. No eran como aquellos hermanos Cibyratos verrinos  que lamían el tribunal de un pretor único: el furor de éstos se dirigía a todos los puntos del Estado para ocasionar incesantemente nuevas heridas. Descollaban en esta industria Paulo y Mercurio, éste persa de origen y el otro dacio. El primero era notario y el segundo, de ministro del triclinio había llegado a jefe de cuentas (racionalis). Ya hemos dicho que Paulo se había granjeado el apodo de Catena (cadena), y, en efecto, una acusación en sus manos se hacía completamente inextricable; tanta destreza y recursos de ingenio desplegaba para tejer la infame red de la calumnia, pareciéndose a esos luchadores que tienen todavía al enemigo bajo el pie cuando se creía ya fuera, de su alcance. Llamábase a Mercurio Conde de los Sueños, porque se deslizaba en las reuniones y festines a manera de perro maligno que menea la cola para ocultar su deseo de morder; y si en la expansión de la intimidad refería algún convidado lo que había visto en sueños, circunstancia en que, como es sabido, la imaginación toma vuelo, en seguida corría Mercurio a deslizar el relato, cargándole de negros colores, en los oídos del príncipe, ávido siempre de estas comunicaciones. Desde aquel momento la ilusión del sueño se convertía en crimen imperdonable, y no se necesitaba más para tener que responder a gravísimas acusaciones. Pronto se conoció este nuevo género de peligro y la fama no dejó de aumentarlo; por cuya razón cada cual se hizo tan discreto acerca de sus sueños, que apenas se confesaba ante extraños que se había dormido; y los que tenían alguna instrucción deploraban no haber nacido en Atlántida donde, según dicen, se duerme sin soñar; cosa que dejamos para que la expliquen otros más sabios.

Entre esta repugnante serie de denuncias y suplicios, algunas palabras imprudentes encendieron en Iliria nuevo foco de persecuciones. En un festín que Africano, gobernador de la Pannonia segunda celebró en Sirmio y en el que el vino había circulado más de lo conveniente, la confianza de no asistir oyentes sospechosos aflojó el freno a las quejas acerca de los excesos del gobierno. Aseguraron algunos que los presagios anunciaban una revolución tan inminente como deseada; otros, con inconcebible olvido de toda prudencia, se vanagloriaban por predicciones de familia. Encontrábase entre los convidados Gaudencio, agente del fisco, hombre obtuso e irreflexivo que vio un crimen de Estado en aquellas conversaciones de mesa, y se apresuró a dar cuenta de ellas a Rufino, jefe de los aparitores del prefecto del pretorio, peligroso y perverso por naturaleza. La noticia le prestó alas, marchó en seguida a la corte, vio al Emperador, y tanto influyó su discurso en aquel espíritu pusilánime, dispuesto a recibir impresiones de este género, que sin previa deliberación dióse orden terminante para que se apoderasen de cuantos habían asistido al fatal banquete. El infame delator consiguió como premio de su servicio dos años de prórroga en su empleo; gracia que solicitó con la pasión que suele apoderarse del espíritu humano por las cosas desordenadas.

El protector doméstico Teutomeres, acompañado por un colega, recibió orden para apoderarse de las personas que se le nombraron y traerlas cargadas de cadenas. Pero durante una parada que hicieron en Aquilea, Marino, antiguo instructor militar y ahora tribuno, el mismo que había comenzado las conversaciones, hombre de resoluciones extremas, viendo a los guardias ocupados en algunos detalles de viaje, cogió un cuchillo que encontró a mano, se abrió el vientre, se arrancó las entraños y expiró en el acto. Llevados a Milán los otros prisioneros, confesaron en los tormentos que, en la alegría del festín habían pronunciado algunas palabras indiscretas. En seguida les encerraron en una prisión, dejándoles entrever la dudosa esperanza de conseguir gracia, y a los dos protectores, supuestos cómplices del suicidio de Marino, se les desterró; pero intercedió por ellos Arbeción, y fueron perdonados.

Poco después de terminado este asunto declaróse la guerra contra los alemanes lencienses, que no cesaban de traspasar las fronteras, avanzando mucho en sus incursiones por el territorio del Imperio. Constancio en persona tomó el mando de la expedición y marchó a establecerse en los campos caninos, en Recia. Allí se meditó cuidadosamente el plan de campaña, decidiéndose que era honroso y ventajoso tomar la iniciativa. En consecuencia de esto, Arbeción, jefe de la caballería, tuvo que marchar contra el enemigo con las mejores fuerzas del ejército, costeando el lago Brigancio. Describiré brevemente la configuración de aquellos parajes.

Entre las anfractuosidades de altas montañas, brota con terrible impetuosidad la corriente del Rhin, y, sin afluentes todavía, se precipita por escarpadas rocas como el Nilo en sus cataratas. Navegable sería ya en aquel punto, si esta parte de su curso no fuese torrente más bien que río. Cuando se encuentra libre ya en su marcha, divide sus aguas en muchos brazos que bañan diferentes islas y desemboca en un lago de forma redonda y muy extenso, al que los pueblos ribereños de la Recia dan el nombre de Brigancio, teniendo próximamente cuatrocientos estadios de largo y ancho. En derredor de este lago se extiende obscura y salvaje selva que en otro tiempo hacía inaccesibles las orillas; pero la perseverante energía de la antigua Roma abrió en aquellas regiones ancho camino, luchando contra el suelo, contra los esfuerzos de los bárbaros y contra la inclemencia del cielo. Arrastrado el Rhin por áspera pendiente, penetra espumoso en aquellas dormidas aguas, separándolas en dos partes, entre las que pasa el río sin aumentar ni disminuir su caudal, corriendo a perderse a lo lejos, conservando hasta allí su nombre y la integridad de sus aguas en los abismos del Océano. Y ¡cosa admirable! ni la inmovilidad del lago se turba por el impetuoso río que lo atraviesa, ni queda retrasada la corriente del río por la masa inerte y cenagosa que su invasión repele. No hay confusión, no hay mezcla, y apenas se puede creer el testimonio de los ojos. Así el Alfeo, río de la Arcadia, según cuenta la fábula, penetra en las ondas del mar Jónico, para unir sus aguas con las de su amada Aretusa.

Arbeción, a quien anunciaran la aproximación de los bárbaros, aunque no carecía de experiencia y sabía cuánta prudencia se necesita en los comienzos de una campaña, no hizo caso de los avisos de sus exploradores, siguió adelante y cayó en una emboscada. Desconcertado hasta el punto de detener el movimiento, no supo qué maniobra emplear; y los bárbaros, viéndose descubiertos, presentan de pronto sus fuerzas y hacen llover por todos lados multitud de dardos de toda clase. No pudiendo resistir los nuestros aquel ataque, buscan la salvación en rápida fuga. Cuidando cada cual de sí mismo, rompen las filas, y masas confusas y dispersas, al volver la espalda, presentan blanco más seguro a los golpes del enemigo. Sin, embargo, favorecidos por la obscuridad de la noche, escaparon algunos, tomando caminos de travesía, y recobrando valor con el día, reunieron individualmente sus enseñas. Aquella desgraciada escaramuza nos costó diez tribunos y considerable número de soldados. Alentados los alemanes con el éxito se mostraron más emprendedores, y, aprovechando la bruma de la mañana, diariamente venían hasta las empalizadas romanas, aullando furibundas amenazas. Una salida que intentaron los escutarios tuvo que detenerse ante las masas de caballería que le opusieron los bárbaros: resistieron bien los romanos y a gritos llamaron a todos los del campamento para que les ayudaran; pero desalentado por el descalabro sufrido anteriormente, Arbeción no veía grandes seguridades para comprometer el resto de sus fuerzas. De pronto tres tribunos, por espontáneo movimiento, acuden a reunirse con los valientes de fuera: eran estos Arinteo, director de la armadura; Seniaco, jefe de la caballería de los guardias, y Bappo, jefe de los veteranos seguidos por las fuerzas que el Emperador les había confiado. El peligro de sus compañeros inflamó a aquel puñado de valientes como si ellos mismos lo corriesen; yérguense contra fuerzas superiores con la energía de nuestros antepasados, y caen sobre el enemigo con la impetuosidad de un torrente, sin observar orden de batalla, peleando individualmente y al fin ponen a los bárbaros en vergonzosa fuga. Rompen éstos las filas, y con tanto apresuramiento huyen, que no cuidan de cubrirse, entregando sus desarmados cuerpos a los golpes de nuestras lanzas y espadas, pereciendo muchos con sus caballos, en cuyos lomos permanecían aun en el suelo. Entonces aquellos cuya vacilación había retenido en el campamento, desechando el temor, salen al fin y se lanzan sobre las confusas masas de los bárbaros. Todos los que no pudieron salvarse en la fuga quedaron muertos, caminando los romanos sobre cadáveres y bañándose en sangre. Habiendo terminado la campaña aquella carnicería, el Emperador marchó en triunfo a invernar en Milán.

(Año de J. C. 355.)

En medio de las desgracias del Estado surgió depronto una tempestad igualmente peligrosa que amenazaba ahora sumergirlo todo en común desastre, si la fortuna, soberana en todas las cosas,  no hubiese ahogado el mal en su mismo origen. Hacía mucho tiempo que la inercia del gobierno dejaba la Galia abierta a las incursiones de los bárbaros, que señalaban siempre su paso con el robo, el incendio y la devastación. Por orden del Emperador pasó a este país Silvano, jefe de la infantería, y a quien se consideraba capaz de remediar el mal. Arbeción, que soportaba a disgusto la presencia de un mérito superior al suyo, había contribuído poderosamente a alejarle con aquella peligrosa misión.

Un tal Dinamio, encargado de la dirección de los equipajes del Emperador, pidió a Silvano algunas cartas de recomendación, que pudiese utilizar con los amigos del general en calidad de íntimo suyo. Una vez poseedor de estas cartas, que Silvano en su rectitud no creyó deber negarle, aquel pérfido las conservó reservadas con el propósito de utilizarlas más adelante en algún negro proyecto. Así fue que mientras Silvano, entregado por completo a sus deberes, recorría las Galias arrojando delante de él a los bárbaros, que habiendo perdido la confianza, en ninguna parte resistían contra sus armas, este Dinamio, dando rienda suelta a su espíritu intrigante, elaboraba con arte de malvado consumado la falsificación más indigna. Rumores, que no están justificados a la verdad, señalaron como fautores y cómplices de aquella imaginación a Lampadio, prefecto del pretorio, a Eusebio, denominado Mcatioiocopas, que había sido intendente del dominio privado, y a Edesio, ex secretario de los mandamientos del príncipe; estos dos íntimos amigos del prefecto, y, a este título invitados por él a la ceremonia de la investidura del consulado. Empleando un pincel que Dinamio pasó sucesivamente sobre las líneas de la carta de Silvano, las borró, no dejando más que la firma, y escribió cosas diferentes, resultando una circular que Silvano dirigía a sus amigos políticos y particulares, especialmente a Tusco Albino, invitándoles en términos ambiguos a secundarle en su intento de usurpar el trono. Dinamio entregó al prefecto, para que éste lo presentase al príncipe, aquel tejido de mentiras, hábilmente urdido para perder a un inocente. Convertido Lampadio en clave de aquella tenebrosa intriga, acechó la ocasión de encontrarse solo con Constancio, y se presentó en su cámara, seguro de tener envuelto en sus redes a uno de los defensores más vigilantes del trono. En el consejo se dio lectura a las falsas cartas y se tomaron disposiciones para apoderarse de las personas mencionadas. Prendióse en el acto a los tribunos y se enviaron ordenes a provincias para trasladar a Milán a los particulares. El evidente absurdo de la acusación sublevó a Malarico, jefe de los gentiles, quien, en una reunión de sus compañeros, provocada por él, dijo con franqueza que le indignaba dejar envolver en intrigas de miserables a los hombres más adictos al gobierno del Emperador. Declaró terminantemente a Silvano incapaz de la traición que le imputaban y que era obra de detestable intriga. Ofrecióse a marchar él mismo y traerle a Milán; proponiendo como rehenes a su propia familia, y además la caución de Melobaudo, tribuno de la armadura, como garantía de su regreso; o bien ofrecía como alternativa que Melobaudo haría el viaje y se encargaría de realizar la misión. Silvano se irritaba pronto, hasta sin motivo, y enviarle otro que un compatriota era arriesgarse a convertir en rebelde a quien hasta entonces había sido sinceramente fiel.

Bueno era el consejo y debía seguirse; pero Malarico hablaba en vano. Prevaleció la opinión de Arbeción, y se encargó a Apodemo, obstinado enemigo de todo hombre honrado, de llevar a Silvano una carta llamándole. En otra cosa pensaba Apodemo, al encargarse de aquella misión; y en cuanto llegó a la Galia prescindió de sus instrucciones, y, sin ver a Silvano, sin transmitirle invitación alguna para que regresase ni comunicarle la carta, le envió el agente del fisco, y procediendo desde luego contra el general como contra un proscrito cuya cabeza perteneciese al verdugo, toma contra sus clientes y servidores vejatorias medidas con la insolencia de un vencedor en país conquistado.

Mientras que Apodemio prende fuego a todo y hace desear impacientemente la presencia de Silvano, Dinamio, para asegurar el efecto de su intriga, dirige a un tribuno de la fábrica de Cremona, bajo los nombres de Silvano y Malarico, cartas análogas a las que había hecho entregar por el prefecto al Emperador: invitándole sencillamente, como si estuviese enterado de antemano de lo que se trataba, a que lo dispusiese todo prontamente para la ejecución. El tribuno leyó y releyó sin comprender nada, no recordando ninguna relación íntima con las personas que le escribían, por  lo que decidió volver a Amalarico su carta con el mismo mensajero, acompañado por un soldado que llevaba el encargo de rogarle se expresara claramente y sin reticencias con un hombre rudo que no entendía los enigmas. Malarico, que se encontraba muy desanimado y triste, y que deploraba con amargura su suerte y la de su compañero Silvano, comprendió en seguida todo el misterio. En el acto reunió a cuantos francos se encontraban en palacio (siendo numerosos e influyentes), y con animado lenguaje les enteró del descubrimiento. Levántase fuerte rumor: la trama estaba descubierta y se dirigía contra ellos. Enterado el Emperador de lo que ocurría, dispone en el acto que se revise el asunto, y quiere que la revisión se haga ante todos los miembros del Consejo, tanto del orden civil como del militar. Renunciaban ya los jueces a ver claro en el enredo, cuando Florencio, hijo de Nigriniano, que reemplazaba a la sazón al prefecto de los oficios, mirando más detenidamente la letra de los documentos, encontró debajo algunos rasgos de los caracteres primitivos, adquiriendo todos en seguida el convencimiento de que las interpolaciones de un falsario habían desfigurado el pensamiento de Silvano. Entonces quedó descubierta la impostura. El Emperador hizo le diesen detallada cuenta del procedimiento, depuso al prefecto y le sometió a juicio; pero consiguió ser absuelto merced a los esfuerzos de sus amigos. Eusebio, ex intendente del dominio, confesó en el tormento que había tenido noticia de la trama, y Edesio salió del mal paso encerrándose en absoluta negativa. Los demás acusados fueron absueltos. En cuanto a Dinamio, en recompensa de sus servicios fue nombrado corrector y enviado a regentar la Toscana.

Entretanto Silvano, que se encontraba en Agripina, recibía allí aviso sobre aviso de las tramas de Apodemio para perderle; y conociendo demasiado el pusilánime corazón del príncipe y lo poco que podía confiarse en sus buenas intenciones, velase en vísperas de ser tratado como criminal, sin haber sido oído ni condenado. Por un momento pensó escapar de aquella crítica situación pidiendo auxilio a los bárbaros; pero le disuadió Laniogasio, que era entonces tribuno, el mismo que, no siendo todavía más que candidato, había quedado solo, como ya dijimos, al lado del emperador Constante en el momento de su muerte. Silvano decía que, por parte de sus compatriotas los francos, solamente podía esperar ser asesinado o vendido a sus enemigos. Era, pues, inevitable una resolución extrema. Silvano conferenció con los jefes principales, les excitó con promesas, y, reuniendo trozos de púrpura arrancados de los estandartes y dragones, se proclamó él mismo Emperador.

Mientras ocurrían estas cosas en las Galias, al obscurecer llegó a Milán la extraña noticia de la seducción del ejército y la usurpación del rango imperial por el ambicioso jefe de la infantería. Aquel golpe fue un rayo para Constancio. Inmediatamente convocó el Consejo, acudiendo a palacio en la segunda vigilia todos los grandes dignatarios; pero cuando hubo que emitir opinión, ninguno supo qué decir. Solamente circularon algunas palabras en voz baja acerca de los talentos de Ursicino, sus recursos como militar y de las graves ofensas que gratuitamente se le habían inferido. Llamóse, pues, a Ursicino al Consejo, e introducido (distinción muy honorífica) por el maestro de ceremonias, le dieron a besar la púrpura, con aspecto el más afable que jamás le habían mostrado. Diocleciano fue el primero que introdujo esta forma de adoración bárbara; porque leemos que antes de él se saludaba a los príncipes de la misma manera que se saluda hoy a los magistrados. En aquel mismo hombre a quien acusaba en otro tiempo la encarnizada malevolencia de absorber el Oriente en provecho propio, de desear para sus hijos el poder supremo, no se veía ahora más que el general experto, el compañero de armas de Constantino, el único brazo que podía conjurar el incendio; elogio tan exacto como poco sincero, porque al mismo tiempo que se pensaba seriamente en abatir un rebelde tan peligroso como Silvano, se entreveía, en caso de no conseguirlo, la probabilidad de deshacerse de Ursicino, cuyos rencores, supuestos implacables, continuaban causando honda preocupación. Así fue que cuando el general, mientras apresuraban los preparativos de marcha, quiso pronunciar algunas palabras de justificación, el Emperador le cerró dulcemente los labios, diciéndole que no se necesitaban explicaciones, cuando existía mutuo y muy grande interés en entenderse. Mucho deliberaron todavía, buscando sobre todo la manera de persuadir a Silvano de que el Emperador lo ignoraba todo; encontrándose al fin un medio que se creyó eficaz para  inspirarle completa confianza; este medio fue el de comunicarle en los términos más honrosos una orden que le mantenía en posesión de sus títulos y funciones, dándole a Ursicino por sucesor.

Convenido así, mandóse a Ursicino partir inmediatamente con diez tribunos u oficiales de los guardias que, a petición suya, se le unieron para ayudarle en su misión. En este número nos encontramos mi compañero Valeriano y yo, siendo los demás parientes o amigos de Ursicino. Como el viaje fue largo, cada cual pudo meditar en los peligros que corría, considerándonos como en lucha con fieras. Pero el mal presente tiene de bueno que, al menos, se considera el bien en perspectiva, y nos consolábamos con aquel pensamiento de Cicerón que expresa exactamente la verdad: «Sin duda es muy de desear una serie no interrumpida de felicidad y fortuna; pero no se encuentra en ella, por efecto de la misma continuidad, esa viveza de sensación que experimenta el alma al pasar de un estado desesperado a condición mejor.»

Avanzábamos a grandes jornadas, queriendo en su celo nuestro jefe llegar a la frontera sospechosa antes de que la noticia de la sublevación se propagase por Italia. Mas por rápida que fue nuestra marcha, se nos adelantó la fama, y, a nuestra llegada a Agripina, la sublevación había tomado tal desarrollo, que desafiaba los medios de represión de que podíamos disponer. Por todas partes apoyaban las poblaciones el nuevo orden de cosas; por todas partes se reunían considerables tropas. En tal situación, Ursicino no podía tomar más que una resolución y fue una necesidad de que hay que compadecerle: la de violentar. sus sentimientos y deseos fingiendo adhesión a aquel poder de un día y conducirse de manera que halagase la vanidad del rebelde y adormeciese su vigilancia con seguridad completa. Lo más difícil era el desenlace, porque necesitábamos extraordinaria atención para no apresurar ni perder el momento de obrar; porque la manifestación más pequeña, siendo inoportuna, nos llevaría a todos a la muerte.

Ursicino fue muy bien recibido. Obligado, para fingir bien, a inclinarse ante aquellas insignias imperiales, el usurpador le trató con miramientos y respetos; teniendo libre acceso a su persona, el puesto de honor en su mesa, y muy pronto intimidad en sus confidencias. Silvano se quejaba amargamente de las indignas elecciones que habían hecho constantemente para el consulado y los altos cargos, con preferencia a él y a Ursicino, y esto, añadía, despreciando los largos e importantes servicios que, con el sudor de su frente, los dos habían prestado al Imperio. En cuanto a él, se había llegado hasta someter a la tortura a sus amigos y a dirigir en contra suya innobles procedimientos, y todo so pretexto de frívola acusación de lesa majestad. Ursicino, por su parte, había sido violentamente arrancado del Oriente y entregado como presa a la maldad de sus enemigos. Silvano soltaba la rienda a su disgusto, lo mismo en público que confidencialmente; y además de estas frases, tan poco a propósito para tranquilizarnos, sentíamos estremecerse en derredor nuestro la impaciencia de la soldadesca, que se quejaba de tener hambre y ardía en deseos de cruzar los Alpes Cottianos.

En este estado las cosas, todos nos martirizábamos el cerebro para llegar a un resultado: y, despues de mil partidos adoptados y abandonados en seguida, convinimos en que agentes elegidos cuidadosamente y que nos asegurasen su discreción con juramento, tentarían la dudosa fidelidad de los braccatos y cornutos. Nuestros agentes, bien pagados y elegidos entre los más obscuros, como los más a propósito para una trama de este género, arreglaron en seguida el asunto. Al amanecer, buen golpe de gente armada se presentó repentinamente delante del palacio, y exaltando a los más atrevidos los peligros propios de la empresa, degollaron a los guardias, penetraron en el interior y asesinaron a Silvano, después de sacarle medio muerto de una capilla dedicada al culto cristiano, donde se había refugiado.

Así pereció un hombre cuyo mérito era innegable, víctima de un extravío a que le arrastró infame calumnia. Encontrándose ausente, no pudo romper la red fatal en que envolvían su inocencia, y, desesperado, se lanzó a la sublevación para salvar la vida. Además, Silvano había desconfiado siempre del carácter versátil del príncipe, a pesar de los derechos que había adquirido a su gratitud al pasar tan oportunamente a su bando antes de la batalla de Mursa, con las fuerzas que mandaba. No se encontraba muy seguro, aunque nunca dejaba de aprovechar este título, recordando  los hechos militares de su padre Bonito que, siendo franco, adoptó ardientemente, en la guerra civil, la causa de Constantino contra los licinianos.

Cosa singular fue que, antes de existir síntoma alguno de conmoción en las Galias, un día, reunido el pueblo en el circo máximo, por ilusión o presentimiento, exclamó: «Silvano está vencido.»

Imposible es expresar la alegría de Constantino cuando llegó de Agripina la noticia de la muerte de Silvano. Con este éxito se exaltó su orgullo y lo creyó señal de predestinación. Enemigo del valor por instinto, obrando siempre como Domiciano, le atacaba por los medios contrarios. La empresa, tan bien guiada por Ursicino, ni siquiera le mereció un elogio; todo lo contrario, quejábase en sus cartas de los gastos efectuados con perjuicio del tesoro de las Galias, al que nadie, ciertamente, había tocado; llegando en este punto hasta ordenar una investigación, y sometió a un interrogatorio a Remigio, tesorero de la caja militar, el mismo que más adelante, bajo el imperio de Valentiniano, terminó su vida con un lazo de cuerda en la causa de los legados tripolitanos.

Desde aquel día no reconoció límites la adulación. Constancio se alzaba hasta el cielo, disponía de los acontecimientos. Él mismo daba en estas extravagancias, reprendiendo y maltratando de palabra al que no sabía hablar elocuentemente. De la misma manera Creso, según refiere la historia, expulsó de sus estados a Solón, que no entendía el lenguaje de la lisonja; así también Dionisio quiso entregar a la muerte a Filoxeno, por haber guardado silencio él solo en medio del aplauso general, cuando el tirano recitaba en su corte los malos versos que había hecho. Este mal engendra todos los demás. ¿Qué satisfacción puede encontrar el poder en la lisonja, cuando no puede hablar la crítica?

Restablecida la tranquilidad, comenzaba el período de las persecuciones, aprisionando por millares y cargándoles de cadenas. Paulo estaba ebrio de alegría; aquel delator infernal había encontrado campo para su funesta destreza. Todos los miembros del consejo, civiles o militares, tuvieron que tomar parte en las informaciones. Por orden suya se aplicó el tormento a Próculo, aparitor de Silvano, hombre endeble y valetudinario, ocasionando este hecho grandes alarmas, porque se temía que la crueldad de los verdugos, triunfando de una constitución tan débil, llegase a conseguir de él revelaciones comprometedoras; pero sucedió todo lo contrario. El paciente, como refirió después, había tenido un sueño que le prohibía entregar a ningún inocente; por esta razón se dejó atormentar hasta casi morir sin que sus labios pronunciaran un nombre, ni una palabra que pudieran aprovechar contra otro. Además, aseguró constantemente y demostró hasta la evidencia que la aventurada tentativa de Silvano no era un plan premeditado, sino puramente efecto de la fuerza de las circunstancias; citando como prueba de su aserto un hecho comprobado por numerosos testigos. Este hecho consistía en que, cinco días antes de vestir las insignias del poder imperial, hacía pagar el sueldo a las tropas, y, en nombre de Constancio había exhortado a los soldados a mostrarse valerosos y fieles. Indudable es que si en aquel momento hubiese pensado en la usurpación, habría distribuído en su propio nombre aquella considerable cantidad. Perdonado Próculo, fue llevado al suplicio Pemenio. Ya hemos referido cómo le eligió por jefe el pueblo de Tréveris, cuando cerró las puertas al césar Decencio. A éstas siguieron una tras otra las ejecuciones de los cónsules Asclepiodoto, Luto, Maudio y los de otros muchos; hechos todos muy característicos de aquella época de inflexible crueldad.

En la época de estos asesinatos jurídicos, era prefecto de la ciudad eterna Leoncio, que tenía como magistrado muchas cualidades apreciables, fácil para escuchar, rigurosamente imparcial y de benévolo carácter. Censurábanle, sin embargo, cierta rudeza en el ejercicio de su autoridad y excesiva inclinación al amor. Por la causa más frívola promovióse contra él una sedición: había mandado prender al auriga Filocomo, y el pueblo se amotinó en el acto por su favorito, llegando a furiosas demostraciones contra el prefecto. Creían sin duda intimidarle, pero se mantuvo firme e imponente, hizo que sus aparitores echaran mano a los más alborotadores, que fueron azotados y deportados y ninguno se atrevió a pronunciar palabra ni a intentar resistencia. Sin embargo, pocos días después, el pueblo, que continuaba agitado, so pretexto de carestía de vino, habiéndose reunido  en el Septizonio, barrio de los más frecuentados, donde el emperador Marco Aurelio con grandes gastos hizo construir el magnífico edificio del Nimfeo, el prefecto marchó resueltamente allá. Toda su comitiva, funcionarios y agentes, le rogaban que no se presentase a aquella multitud irritada y amenazadora, que tenía contra él reciente motivo de disgusto; pero se dirigían a un hombre incapaz de temor. Leoncio marchó directamente a la multitud, sin tener en cuenta lo débil de su comitiva, de la que una parte huyó al verle decidido a arrostrar tan evidente peligro. Tranquilamente sentado en su carro, paseó serena mirada por las tumultuosas masas que le rodeaban, cuya agitación convulsiva parecía la de un nido de serpientes. Brotaban injuriosas exclamaciones y las escuchaba con impasibilidad; de pronto, apostrofando en medio de la multitud a un individuo que se destaca por su atlética estatura y rojos caballos, le pregunta si es Pedro Valvomeres, y aquel hombre contesta con insolencia que él es. Entonces el prefecto, a quien desde mucho antes estaba indicado aquel individuo como cabeza de motín, le hizo atar las manos a la espalda y azotarle, a pesar de los gritos que no podía menos de arrancar aquella orden. Pero en cuanto vieron a Valvomeres en el poste, a pesar dé sus reiteradas apelaciones a la compasión de sus compañeros, la multitud, tan compacta un momento antes, desapareció instantáneamente por las calles inmediatas, y aquel peligroso promovedor de motines recibió el castigo sin más resistencia que si se lo aplicasen en la secreta cámara judicial. En seguida marchó relegado al Picentino, donde después fue condenado a muerte y ejecutado por sentencia del consular Patruino, por atentado al pudor de una doncella perteneciente a familia notable.

Durante la administración de este mismo Leoncio, fue llevado ante Constancio, Liberio, pontífice cristiano, como refractario a la voluntad imperial y a las decisiones de sus compañeros en episcopado. Diré algo acerca del punto de disidencia. Un sínodo, según llaman los cristianos a la reunión de los altos dignatarios del clero, había depuesto a Atanasio1, obispo de Alejandría, por haber prevaricado y por haberse entregado a persecuciones impropias de su carácter de sacerdote: al menos, de esto le ha acusado siempre el rumor público. Decíase que realmente era muy perito en el arte de la adivinación y en la ciencia de los augures, habiendo vaticinado algunas veces lo porvenir; sin olvidar ciertas imputaciones igualmente contrarias al espíritu de la religión que enseñaba. Mandóse a Liberio de parte del príncipe, que firmase el decreto que expulsaba a Atanasio de su silla. Pero Liberio, aunque conforme en los puntos de doctrina con el sínodo, se negó obstinadamente a coadyuvar, protestando enérgicamente de la indignidad de un juicio en el que el acusado no había sido oído ni siquiera llamado. Esto era contrariar abiertamente la voluntad del Emperador. Éste, que siempre había detestado a Atanasio, considerando la condenación como válida, tenía singular empeño en que la confirmase la autoridad preponderante del obispo de la ciudad eterna. No logrando su propósito, mandó prender a Liberio, y fue preciso hacerlo de noche, a causa del amor que profesaba el pueblo a su obispo.

Tales cosas ocurrieron en Roma en esta época. Tenía entonces Constancio motivos de graves inquietudes. Sucedíanse sin interrupción mensajeros anunciando la ruina de las Galias, porque no encontrando los bárbaros resistencia en parte alguna, todo lo llevaban a sangre y fuego. Por largo tiempo meditó para encontrar un medio que no le obligase a abandonar su residencia de Italia, porque veía gravísimo peligro en alejarse tanto del centro: siendo muy prudente el partido que adoptó, que consistía en asociar a su poder a Juliano, hijo de su tío paterno, a quien poco antes había llamado de Grecia y que todavía llevaba el traje de los filósofos de este país.

Cuando Constancio manifestó a sus confidentes más íntimos la resolución a que la impulsaba la gravedad de las circunstancias, confesando, cosa que nunca había hecho, su impotencia para soportar solo la carga, cada día más pesada, del gobierno del Estado, todos aquellos maestros en el arte de adular se esforzaron para aturdirle acerca de su posición; repitiendo hasta la saciedad que no había exigencias, por grandes que fuesen, de que no pudiesen triunfar como siempre, su fuerza de ánimo y su fortuna sobrehumana. Algunos que tenían motivos para temer al nuevo poder, pretendían que solamente el nombre de César estaba preñado de peligros y podía reproducir la  época de Galo. La emperatriz sola hacía frente a aquellos obstinados adversarios a la participación en el gobierno; bien porque la asustase la longitud del viaje que tenía que hacer, bien que por instinto de prudencia comprendiese dónde estaba el verdadero interés del Estado; insistiendo en la elección de un pariente con preferencia a cualquier otro. Después de muchas deliberaciones infructuosas, el Emperador, cortando debates, mostró su decisión de admitir a Juliano a la participación del mando. En el día señalado, Augusto, llevando por la mano a Juliano, delante de todas las fuerzas presentes en Milán, subió a un tribunal, de intento muy elevado sobre el suelo, y decorado en todos sus frentes con águilas y estandartes, hablando en seguida así, con sereno rostro:

«Valientes defensores de la república, vengo a vindicar ante vosotros una causa que nos es común a todos: trátase del bien de la patria. A jueces tan rectos como vosotros, tendré muy pocas palabras que decir. Más de una vez ha dirigido contra nosotros sus furores la rebelión: los autores de tan insensatas tentativas ya no existen; pero como ofrenda impía a sus manes, los bárbaros hacen correr torrentes de sangre romana. Rompiendo todos los tratados, traspasando todos los límites y hollando las Galias devastadas, confían en los imperiosos deberes que nos retienen y en la enorme distancia que los separa de nosotros. Grave es el mal, pero pronta resolución puede remediarlo. Que vuestra voluntad se una a la mía, y ésas soberbias naciones serán humilladas, no atreviéndose nadie en adelante a violar nuestras fronteras. He tomado una resolución en que descansan bellas esperanzas; a vosotros toca secundar su efecto. Aquí tenéis a, Juliano, mi primo paterno, cuyos títulos a mi afecto por su intachable conducta conocéis. En su juventud ha dado ya brillantes esperanzas: deseo elevarle al rango de César; y si creéis acertada la elección, os pido que la afirméis con vuestro consentimiento.»

Favorable murmullo interrumpió la oración, considerando cada cual, como por especie de adivinación, que aquello, más que pensamiento humano era arbitrio del destino. El Emperador esperó con paciencia que se restableciese el silencio, y con acento más firme, continuó diciendo: «Considero como aprobación el estremecimiento de alegría que acabo de escuchar. Elévese, pues, a honor tan insigne el joven en quien la fuerza tan bien se une a la prudencia, y a quien alabaría mejor imitando la reserva que forma su carácter. Además, eligiéndole, rindo debido homenaje a las cualidades que tiene de la educación y de la naturaleza. En vista de esto, con beneplácito de Dios, le revisto las insignias de príncipe.»

Dicho esto, cubre a Juliano con la púrpura de sus abuelos y le proclama César, entre los aplausos de la asamblea. Volviéndose en seguida hacia el nuevo príncipe, cuyo semblante parecía más grave que de costumbre, le dijo: «Hermano querido, muy joven aún participas de los esplendores de tu familia. Considero que mi gloria ha aumentado; y no me creería tan grande por la posesión del poder absoluto, como por este acto de justicia que eleva hasta mí a quien tan de cerca me toca. Marcha, pues, asociado en adelante a mis trabajos y peligros, a tomar a tu cargo el gobierno de las Galias. Aplica a sus dolores el bálsamo de tu intervención tutelar. Si es necesario combatir, tienes señalado tu puesto al lado de las enseñas. Sé atrevido con oportunidad, pero no muestres valor irreflexivo. Anima al soldado con tu ejemplo, pero guárdate tu mismo de todo arrebato. Estarás siempre presente para prestar socorro si ceden. Reprende sin dureza cuando parezca que va a faltar el valor, y entérate siempre por ti mismo de quién ha cumplido bien y quién ha faltado. Las circunstancias nos estrechan, y como varón animoso, marcha a mandar hombres valientes, contando con la cooperación más activa y sincera de mi parte. Combatamos de acuerdo. Combatiremos unidos para que, si place a Dios escuchar un día mis ruegos y devolver la paz al mundo, podamos, de acuerdo, gobernarlo con amor y moderación. En todas partes he de recordarte, y suceda lo que quiera, nunca te faltaré. Marcha, pues, marcha; te siguen todos mis votos, y muéstrate vigilante defensor del puesto a que te ha elevado la confianza pública.»

Nadie calló al escuchar estas últimas palabras. Los soldados, con muy pocas excepciones, para mostrar su entusiasmo por la elección que acababa de hacer el Emperador, golpearon fuertemente los escudos con las rodillas, que es su manera de demostrar profundo regocijo, como cuando lo golpean con la lanza es señal de que se irritan o van a disgustarse. Justa admiración  estalló a la presencia del César revestido con la púrpura imperial, contemplando todos con afán aquellos ojos tan terribles como agradables y aquel semblante tan gracioso como animado; y el soldado hacía el horóscopo del príncipe como si conociese el antiguo sistema que hace depender las facultades morales de ciertas señales exteriores. Y, lo que daba mayor peso a sus alabanzas, sabía conservar en ellas la justa medida, no yendo más allá de las conveniencias ni de la verdad; siendo la expresión de estas alabanzas, no como podía esperarse de soldados, sino de censores. Juliano subió en seguida al carro del Emperador y regresó a palacio recitando en voz baja este verso de Homero:

«La muerte con manto de púrpura y el inflexible destino han puesto mano en él.»

Ocurría esto el 8 de los idus de Noviembre (6 de noviembre), bajo el consulado de Arbeción y de Loliano. Pocos días después casó Juliano con Helena, hermana de Constancio; y, después de prepararlo aceleradamente todo para el viaje, partió el día de las calendas de Diciembre (1 de diciembre) con séquito muy modesto, acompañándole el Emperador hasta las dos columnas alzadas a mitad del camino de Lumela a Ticino, desde donde tomó el César en línea recta la dirección de Turín. Esperábale una triste noticia que la corte sabía ya, pero que por precaución política habían mantenido secreta. Los bárbaros, después de obstinado asedio, habían tomado por asalto y saqueado la célebre colonia Agripina, en la Germania inferior. Aquella desgracia impresionó el ánimo de Juliano, considerándola presagio de lo que había de acontecerle; y muchas veces se le oía repetir con amargura que con su advenimiento solamente había conseguido morir menos tranquilo.

A su entrada en Viena acudió a recibir al deseado príncipe la población entera de todo rango y edad, y no solamente los que la habitaban, sino que también los de las cercanías; resonando por todas partes y con el mayor entusiasmo, en cuanto le vieron, las palabras Emperador clemente, Emperador afortunado. Gozábase con avidez al ver al fin los atributos reales en un príncipe legítimo: su presencia iba a remediarlo todo, siendo como un genio tutelar que se presentaba en el momento en que todo parecía perdido. Una pobre mujer ciega había preguntado qué entrada se celebraba, y cuando le contestaron que la de Juliano, exclamó que él restablecería los templos de los dioses.

Puedo decir ahora, como antes el insigne vate mantuano, que mi asunto se engrandece, que ante mí se desarrolla una serie de acontecimientos más majestuosos. Creo que es conveniente una descripción de las Galias, teatro donde se realizaron, porque estos conocimientos, puestos incidentalmente en medio del relato, cuando el interés del lector queda despierto esperando una batalla o las peripecias del combate, hacen que el autor se parezca al marinero que, en las horas de holganza, descuida la recomposición de las velas y jarcias y se ve obligado a hacerla cuando se encuentra luchando ya con la tempestad y azotado por las olas.

Faltos de datos precisos, los autores antiguos nos han transmitido acerca del origen de los galos nociones más o menos incompletas. Pero más recientemente Timagenes, griego por la actividad de su espíritu como por su lengua, consiguió reunir considerable número de hechos por mucho tiempo perdidos entre libros obscuros, de donde los había sacado. Voy, pues, a aprovechar sus investigaciones, procediendo metódicamente para que cada cosa resulte en su lugar con claridad.

Por relatos de los contemporáneos, los aborígenes de aquella comarca, fueron llamados Celtas, del nombre de un rey muy querido, o Gálatas, del nombre de la madre de aquél rey. De este último nombre los griegos han hecho el de galos. Según otros, una colonia de dorios, siguiendo al más antiguo de los Hércules, vino a habitar el litoral. Teniendo en cuenta las antigüedades druídicas, solamente una parte de la población de la Galia es indígena, formándose en épocas diferentes por el ingreso de insulares extranjeros, venidos del otro lado de los mares, y por pueblos transrhenanos arrojados de sus hogares, bien por las vicisitudes de la guerra, permanente en aquellas comarcas, bien por las invasiones de los elementos fogosos que caen sobre las costas. Dicen otros que un puñado de troyanos, escapados del saqueo de su ciudad, encontrando por todas partes griegos en su  fuga, vino a establecerse en aquella región, desierta entonces. La opinión que sostienen los naturales del país, robustecida con sus monumentos, es que Hércules, hijo de Amphitrion, rápido destructor de Gerión y Taurisco, uno tirano de España y el otro de la Galia, tuvo en su comercio con diferentes mujeres de las familias más nobles de este último país considerable número de hijos, de los que cada uno dio su nombre a una comarca regida por sus leyes. Dice la misma tradición que una emigración de focenos del Asia, huyendo de la opresión de Harpalo, sátrapa de Cyro, abordó primero en Italia, donde fundó la ciudad lucaniana de Velia; después marchó con el resto de su gente a construir Marsella, en la Galia vienense, establecimiento que, habiendo prosperado, andando los tiempos llenó el país con numerosas colonias.

Pero abreviaré esta reseña, que mucha prolijidad haría enojosa. La civilización se introdujo insensiblemente en estos pueblos y se aficionaron al cultivo de la inteligencia, bajo la inspiración de sus bardos, euhages y druidas. Los bardos celebraban las grandes hazañas en cantos heroicos con dulces modulaciones de lira: los euhages investigaban y comentaban los sublimes secretos de la naturaleza. Las especulaciones de los druidas eran muy superiores a éstas: formando comunidad bajo estatutos de Pitágoras, dedicado constantemente el espíritu a las cuestiones más abstractas y arduas de la metafísica, como su maestro, despreciaban las cosas humanas y defendían la inmortalidad del alma.

Esta región de las Galias, que, exceptuando sus comarcas marítimas, está separada del resto del género humano por gigantescas montañas coronadas por nieves eternas, ha recibido de la naturaleza conjunto de defensas tan completo como si el arte hubiese intervenido en ello. Bañada al Mediodía por el mar Tirreno y Gálico, al Norte, opone como barrera a los bárbaros la corriente del Rhin; al poniente la rodean el Océano y las alturas de los Pirineos, y por el lado que sale el sol la imponente masa de los Alpes Cottianos, donde el rey Cottis se resistió solo contra nosotros por tanto tiempo, protegido por sus impracticables desfiladeros inaccesibles peñascos. Aquel príncipe, sin embargo, depuso más adelante su orgullo, y él fue quien, amigo del emperador Octaviano, movido por memorable cariño, y después de inauditos esfuerzos, abrió más lejos, a, través de los viejos Alpes, esos cómodos caminos que abrevian los viajes. Más adelante daré acerca de estos trabajos los datos que he podido reunir. En los mismos Alpes Cottianos, que comienzan en la ciudad de Susa, hay una cresta que es casi completamente infranqueable. El viajero que viene de la Galia sube con facilidad por un plano ligeramente inclinado; mas para descender por la parte opuesta se encuentra una pendiente y precipicios cuyo sólo aspecto estremece. En primavera especialmente, cuando la suavidad de la temperatura produce el deshielo y derrite las nieves, peatones, bestias de carga y carros vacilan y tropiezan en una calzada estrecha, encajada entre dos precipicios y cortada por hoyos ocultos bajo acumulación de nieblas. Solamente se ha encontrado hasta ahora un medio para disminuir las probabilidades de destrucción; y es sujetar los vehículos con recias cuerdas que retienen a la espalda, a fuerza de brazos o con yuntas de bueyes, y una vez contenidos de esta suerte, convoyarlos con alguna más seguridad hasta el pie de la cuesta. Así se obraba en los tiempos antiguos. En invierno, endurecido el suelo y como pulimentado por el hielo, por todas partes presenta superficie resbaladiza en que apenas se puede sentar el pie; y profundos abismos a los que una capa de hielo presta pérfida apariencia de llanuras, devoraron más de una vez a los imprudentes que se atrevieron a penetrar en ellos. Así es que, para seguridad de los viajeros, los habitantes del país, que conocen los pasos, cuidan de señalar el camino más seguro por medio de largos palos clavados en el suelo. Pero si derribados por los desprendimientos, desaparecen estos palos bajo la nieve, la travesía viene a ser muy peligrosa hasta tomando por guías a los habitantes de las inmediaciones. Franqueado este paso, se marcha por llano durante siete millas hasta la estación de Marte, donde se alza un pico más elevado y mucho más difícil de atravesar, y cuyo vértice tomó el nombre de la Matrona, desde la desgracia ocurrida a una mujer noble. Desde allí se desciende por suave pendiente hasta el castillo Virgancio. El sepulcro del reyezuelo constructor de los caminos de que hemos hablado se ve aún junto a las murallas de Susa, existiendo doble motivo para venerar su memoria porque gobernó su pueblo con equidad, y con su alianza con nosotros le aseguró perpetua paz.

El camino de que acabamos de hablar es realmente el más corto, más directo y más frecuentado; pero anteriormente se habían abierto otros en diferentes épocas, siendo obra el más antiguo del Hércules Tebano; trabajo que apenas fue momento de detención para el héroe, cuando corría a dar muerte a Gerión y a Taurisco. Este camino costea los Alpes marítimos, a que llamó Hércules Alpes Griegos. La fortaleza y el puerto de Mónaco son monumentos eternos de su paso por aquellas comarcas. Muchos siglos después tomó esta cadena el nombre de Alpes Peninos, por el siguiente motivo: Publio Cornelio Escipión, padre del primer Africano, encargado de llevar socorros a Sagunto, tan célebre por su constancia y sus desgracias, y cuyo asedio estrechaban fuertemente a la sazón las fuerzas púnicas, navegaba hacia España con una flota montada por considerable número de tropas. Pero ya habían triunfado las armas de Cartago; estaba consumado el desastre, y Escipión no podía lisonjearse de alcanzar por tierra a Anníbal, que había cruzado el Ródano, y hacía ya tres días que estaba en marcha para Italia. El mar le ofrecía camino más corto, y navegando rápidamente, colocóse en observación delante de Génova, ciudad de la Liguria, encontrándose dispuesto para caer con opor tunidad sobre el enemigo en cuanto desembocase en la llanura, fatigado por las dificultades del camino. No se limitó a esto la previsión de Escipión, sino que envió a su hermano para que contuviese en España al ejército, de Asdrúbal, que amenazaba a Roma con doble invasión. Pero algunos desertores enteraron a Anníbal de la presencia de Escipión, y como era tan enérgico como astuto, tomó guías en Turín que le llevaron en otra dirección por el Tricastino y los extremes confines de los Voconcios, hasta los desfiladeros de los Tricorios. Allí abrió paso donde nadie lo había abierto antes, horadando una roca enorme, blandeándola por medio de fuego y vinagre que hizo derramar; y cruzando después el cauce variable y peligroso del Druencio, invadió repentinamente las campiñas de la Etruria. Pero basta de, los Alpes; hablemos del resto de la Galia.

Remontando a época muy antigua, en que todavía era desconocida la Galia bárbara, parece que se encuentra dividido el país entres razas perfectamente distintas, los celtas o galos, los aquitanios y los belgas; diferentes las tres en lenguaje, costumbres y gobierno. El límite natural entre los aquitanios y los celtas o galos es el Garona, río que nace en los Pirineos y baña numerosas ciudades antes de penetrar en el Océano. A los galos separan de los belgas el Matrona (Marne) y el Sequana (Sena), ríos que tienen igual importancia y que atraviesan la Galia Lugdunense, encerrando con su unión la fortaleza de los Parisios, llamada Lutecia; después, reunidos en el mismo lecho, penetran en el mar, cerca de la ciudad a que dio su nombre Constancio Cloro.

Para nuestros antepasados, de estas tres naciones, la de los belgas pasaba por la más valiente; cosa que dependía de su posición que, por una parte, la alejaba del contacto de la civilización y refinamientos que trae consigo, y por otra la tenía en continua guerra con los pueblos germanos del otro lado del Rhin. Los aquitanios, por el contrario, merced a la proximidad de las distancias y fácil acceso de sus costas, llamaban en cierto modo las importaciones del comercio. Por esta razón se pulieron muy pronto, oponiendo débil resistencia a la dominación romana.

Cuando cansada de guerra se sometió la Galia al dictador Julio César, quedó dividida en cuatro gobiernos: el de la Galia Narbonense, comprendiendo el Lugdunense y el Viennense; el de Aquitania, que abarcaba todos los pueblos del nombre de aquitanios, y otros dos que regían respectivamente las Germanias, tanto superior como inferior, y el país de los belgas. Todo el país de las Galias está dividido hoy en las siguientes provincias: la segunda Germania, que posee las grandes y populosas ciudades de Tungris y Agripina; la primera Germania, en la que se encuentran, entre otras ciudades municipales, Moguntiacus (Maguncia), Vagion (Worms), Nemeta (Spira) y Argentoratus, célebre después por la derrota de los bárbaros. Viene en seguida la primera Bélgica, que se enorgullece con Mediomatrico (Metz) y Treviros (Tréveris), residencias ilustres de soberanos: la segunda Bélgica, limítrofe de la primera, en la que se encuentran Ambiano (Amiens), ciudad eminente entre las demás y Catelauni (Chalons del Mar) y Remi (Reims). En el país de los Seguanos cuéntase Bisontios (Besangon) y Rauracos (Basilea), inferiores a muy pocas ciudades. Son ornamento del Lugdunense primero, Lugdunum (Lyon), Cabillonum (Chálons del Saona),  Senonen (Sens), Rituriga (Bourges), y Augustudunun (Autum), admirable por sus vetustas murallas. El segundo ostenta orgullosamente Rothoomagum (Ruan), Turonem (Tours), Mediolanum (Evreux) y Tricassinum (Troyes). Los Alpes Griegos y Peninos, además de otras más obscuras posee Aventicum (Aveuche), desierta hoy, pero notable en otro tiempo, como lo demuestran todavía las ruinas de sus edificios. Estas provincias y ciudades son lo más floreciente de las Galias. En la Aquitania, limitada por los Pirineos y por el mar que baña la España, la primera Aquitania es notable por la grandeza de sus ciudades, entre las que debe citarse en primer lugar Burdegala (Burdeos), las Avernas (Clermont-Ferrand), Santones y Pictavi (Poitiers). Auscum (Auch) y Vesata (Bazas), son el honor de la Noven-populana (La Gascuña); Eusa, Narbona y Tolosa sobresalen entre las ciudades de la Narbonense. Orgullosa está también la Vienense de la belleza de sus ciudades, de las que las más notables son la misma Viena, de la que toma nombre, y después Arelata (Arlés) y Valentia (Valence). Debe citarse también a Marsella, poderosa auxiliar de Roma en muchas circunstancias críticas, según refiere la historia. Cerca se encuentran Salavium (Aú), Nicsa (Niza), Antipolis (Antibes) y las islas Strechades (Las islas Hyeres), y como las circunstancias del asunto me lleva a hablar de estas regiones, callar acerca de un río tan famoso como el Ródano, sería incongruente y absurdo.

El Ródano, al salir de los Alpes Peninos, precipita impetuosamente hacia las tierras bajas considerable masa de agua, y sin perder nada de ella, marcha por su cauce, llenándolo hasta los bordes. En seguida penetra en un lago llamado Lemano, que atraviesa sin mezclarse con sus aguas, y surcando en la parte superior aquella masa relativamente inerte, a viva fuerza se abre paso en ella. Desde allí, sin haber perdido nada de su caudal, pasa entre la Saboya y el país de los sequanos, continúa su curso, dejando a la derecha la Vienense y a la izquierda la Lugdunense, formando bruscamente un recodo después de reunirse con el Arar, originario de la Germania primera y al que en el país llaman Saucona (Saone), perdiendo su nombre en la reunión. Aquí comienzan las Galias, y desde este punto no se mide ya la distancia por millas, sino por leguas. Engrosado por este afluente, el Ródano es asequible ya a las naves más grandes, aquellas que ordinariamente no navegan sino a la vela. Llegado al fin al término que la naturaleza ha señalado a su carrera, lleva sus espumosas ondas al mar de las Galias por vasta desembocadura, cerca del punto llamado Las Gradas, a unas diez y ocho millas de Arelata. Pero basta de descripción de lugares; pasemos a la figura y costumbres de sus habitantes.

Generalmente los galos tienen elevada estatura, blanca tez, rubia cabellera y mirada fiera y temible. Su carácter es excesivamente pendenciero y arrogante. En riña, cualquiera de ellos hace frente a muchos extranjeros a la vez, sin más auxiliar que su esposa, campeón mucho más temible sin duda: cosa es de verla con las venas hinchadas por la ira, recoger sus brazos, blancos como la nieve, y lanzar con manos y pies golpes que parecen partir de una catapulta. Tranquilos o irritados, los galos tienen casi siempre en la voz tonos amenazadores y terribles. Generalmente son limpios y cuidadosos de sus personas; y en este país, especialmente en Aquitania, no se ve a nadie, hombre o mujer, que lleve vestidos sucios o rasgados, como es muy común en todas partes. En cualquier edad son soldados los galos, corriendo al combate con igual ardor jóvenes o viejos, no habiendo trabajo insoportable para aquellos cuerpos endurecidos por los rigores del clima y por ejercicio constante. Entre ellos es cosa desconocida la costumbre italiana de amputarse el dedo pulgar para librarse del servicio de las armas, y el epíteto de mureus (cobarde) que de esto dimana. Gustan apasionadamente del vino, y para suplirlo, fabrican diferentes bebidas fermentadas. La embriaguez, ese frenesí voluntario, según la sentencia catoniana, es allí el estado habitual de muchos hombres de baja condición, que vagan de aquí para allá en completo embrutecimiento, lo que hace verdadera la frase de Cicerón al defender a Fonteyo: «Los galos pondrán agua en el vino», que para ellos sería lo mismo que poner veneno.

La parte de esta región, vecina a Italia, pasó sin grandes esfuerzos al poder romano. Su independencia, amenazada primeramente por Fulvio, muy quebrantada después en una serie de escaramuzas contra Sextio, quedó completamente abatida por Fabio Máximo; triunfo que no  onsiguió, sin embargo, hasta que venció a los Alobroges, nuestros adversarios más obstinados en esta lucha y que le valió un apelativo. Pero solamente después de diez años de campañas, según refiere Salustio, y diferentes alternativas de victorias y reveses, la totalidad de la Galia, exceptuando las comarcas inaccesibles por los pantanos, quedó al fin sometida a César y unida al Imperio por lazo indisoluble en lo sucesivo. Mucho me ha separado del asunto está digresión; volvamos a él.

Después de la trágica muerte de Domiciano, gobernaba el Oriente Musoniano, que le había sucedido en las funciones de prefecto del pretorio. La reputación que adquirió por su agradable facilidad para expresarse en los dos idiomas, le valió inesperado ascenso. Deseando Constantino instruirse a fondo en las sutilezas del dogma de los maniqueos y otros sectarios, no sabía a quien dirigirse para que se las explicase. Recomendáronle a Musoniano y lo aceptó ante las seguridades que le dieron de su aptitud. Desempeñó éste el encargo a satisfacción del príncipe, que se la manifestó, en primer lugar, haciéndole cambiar su nombre de Strategio por el de Musoniano, y en seguida elevándole gradualmente hasta la prefectura. Carácter prudente, afable y conciliador, hubiese hecho muy suave su administración a las provincias, a no ser por la codicia que mostró en toda ocasión, y especialmente en donde es más odioso este vicio, en la administración de justicia. Esta sórdida pasión descolló principalmente en las actuaciones a que dio origen la muerte de Teófilo, consular de Siria, señalado por una frase de Galo al furor del populacho, que lo despedazó. Todos los acusados pobres fueron condenados, aunque hubiesen probado hasta la evidencia que no se encontraron allí; todo acusado rico fue perdonado aun después de demostrada su culpabilidad; pero solamente a precio de su completo despojo. Musoniano tenía un rival en rapacidad en la persona de Próspero, que entonces desempeñaba el mando militar en la Galia, hombre abyecto de los que, como dice el Cómico, «desprecian las precauciones y roban públicamente».

Mientras estos dos hombres, por medio de culpable connivencia, se prestaban en sus depredaciones recíproco apoyo, los lugartenientes del rey de Persia, cuyas fuerzas estaban acantonadas a lo largo de los ríos fronteros, mientras se encontraba retenido su señor en el otro extremo de su Imperio, no dejaban de enviar grupos para que inquietasen nuestro territorio; eligiendo su audacia aumentada con la impunidad, por teatro de sus incursiones en tanto la Armenia, en tanto la Mesopotamia; y esto a la vista de los gobernadores romanos, que, por su parte, no pensaban más que en apropiarse los bienes de sus súbditos.

 

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