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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO |
AMIANO MARCELINO
LIBRO
14
Crueldad del césar Galo.—Irrupción de los
isaurios.—Tentativa fracasada de los persas.— Incursiones de los
sarracenos.—Sus costumbres.—Suplicio de los partidarios de
Magnencio.— Corrupción del Senado y del pueblo romano.—Barbarie y furores
de Galo.—Descripción de las provincias de Oriente.—Nuevas crueldades del
césar Galo.—Constancio concede la paz a los alemanes, que la
imploran.—Llama el Emperador a Galo y le hace decapitar.
Habíanse corrido los azares de interminable lucha...
(Magnencio, soldado de fortuna y de origen bárbaro, llegó a ser jefe de los guardias del emperador Constante, y se abrió paso al trono por medio del asesinato de su señor. Este usurpador, cuyo talento no carecía de recursos, contrabalanceó durante algún tiempo la fortuna del emperador Constancio, llegando a proponerle la aprobación del asesinato y la deposición de su hermano, compartiendo con él sus despojos, oferta rechazada con indignación. Vencido en Mursa, en Iliria, pereció poco después...) y el cansancio se apoderaba de los dos bandos después de aquella terrible serie
de esfuerzos y de peligros; pero apenas había cesado el clamor de las
trompas y los soldados habían regresado a sus cuarteles de invierno, cuando,
por adversa fortuna, los atentados del césar Galo daban origen a nueva
serie de calamidades para el Estado.... (Galo era el hijo mayor de Julio Constancio, hermano de Constantino. Quedando su primo el emperador Constancio, único dueño del imperio, después de la muerte violenta de sus dos hermanos, comprendió la necesidad de aligerar la carga del gobierno y nombró un César. Para este honor eligió á Galo, a quien sacó, así como también a su hermano Juliano, que después fué Emperador, del duro cautiverio en que vivían ambos jóvenes desde el exterminio de su familia..) Por este inesperado cambio de suerte,
Galo, habiendo subido desde extraordinario abatimiento al rango más elevado
después del supremo, rebasó en seguida los límites del poder que se
le había confiado, y manchó su administración con actos de salvaje crueldad. El
brillo de su parentesco con la familia imperial, realzado con el nombre de
Constancio, con que acababa de ser honrado, exaltó en modo extraordinario
su arrogancia, siendo cosa clara para todos que solamente le faltaba la
fuerza para llevar sus furores hasta en contra del mismo autor de su elevación.
Los consejos de su esposa irritaban más y más sus feroces instintos. Hija
de Constantino, que la casó primeramente con su sobrino el rey Annibaliano (hijo de Dalmacio Annibaliano, hermano de Constantino el Grande),
se enorgullecía sobremanera llamando hermano al Emperador reinante: y esta
Megera mortal, tan sedienta de sangre humana como su esposo, le excitaba
continuamente a derramarla. La edad aumentó en ellos la ciencia del mal;
habían organizado tenebroso espionaje, compuesto de agentes pérfidamente
hábiles para envenenarlo todo con lisonjeros relatos; debiéndose a sus
ocultos manejos las acusaciones de entregarse a las artes nefandas o de
aspirar al trono, acusaciones que caían sobre los varones más inocentes. La
repentina catástrofe de Clemacio, eminente personaje de Alejandría, señala
especialmente el alcance de una tiranía que no se limita a los crímenes
vulgares. Dícese que, sintiendo su suegra violenta pasión por él, y no
habiendo podido conseguir que le correspondiese, había conseguido penetrar en
palacio por una entrada secreta; y que allí, mostrando a la reina un
collar riquísimo, consiguió se enviase una orden de ejecución a Honorato,
conde del Oriente. Recibida la orden, fue ejecutado Clemacio, sin darle
tiempo para pronunciar una palabra.
Después de este acto inaudito, prueba de
desenfrenada arbitrariedad, podía temerse por otras víctimas; y en efecto, por
sombra de sospecha se multiplicaron las sentencias de muerte y
de confiscación. Los desgraciados a quienes se arrancaba de sus lares sin
dejarles otra cosa que los gemidos y las lágrimas, tenían que vivir de
limosna; y hasta las sencillas prescripciones de orden público venían a
ser auxiliares de una autoridad inhumana, cerrando a aquellos infelices las
puertas de los ricos y de los grandes. Desdeñábanse las ordinarias
precauciones de la tiranía; y ni un acusador, ni siquiera de oficio, dejó
oír su voz comprada, aunque no fuese más que para tender un velo de formas
jurídicas sobre aquel montón de crímenes. Lo que el implacable César había
dictado era considerado como legal y justo, siguiendo inmediatamente la
ejecución a la sentencia. Pensóse también en recoger hombres desconocidos,
de condición bastante vil para que no llamasen la atención y enviarles a
espiar en las calles de Antioquía. Aquellos malvados paseaban
afectando indiferencia, se mezclaban especialmente en los grupos de las
personas distinguidas y penetraban en las casas ricas so pretexto de pedir
limosna. Terminado el paseo, cada uno de ellos entraba en palacio por una
puerta excusada y daba cuenta de lo que había visto u oído: existiendo
previo concierto, primeramente para mentir o amplificar los relatos, y
además para suprimir toda palabra laudatoria que el terror hubiese podido
arrancar a algunas bocas. Ocurrió más de una vez que una frase dicha, al
oído, en el secreto de la intimidad, por un esposo a su esposa, hasta sin
testigos domésticos, la conocía a la mañana siguiente el César, que
parecía poseer las facultades adivinatorias que se refieren de Amphiarao y
de Marcio; llegándose a temer que las paredes se enterasen de los secretos. La
reina, que parecía empujar con impaciencia a su esposo al
precipicio, estimulaba más y más este furor de averiguación; cuando, mejor
inspirada, hubiese podido traerle a las vías de la clemencia y de la
verdad por medio de la facultad de persuasión que la Naturaleza ha dado a
su sexo; pudiendo imitar el excelente modelo que le ofrecía la esposa del
emperador Maximino, princesa a quien presenta la historia de los Gordianos
constantemente ocupada en el cuidado de dulcificar a su feroz marido.
Últimamente vióse que Galo no retrocedía ante un
medio tan peligroso como infame, que, según dicen, usó ya Galieno en otro
tiempo en Roma para deshonra de su gobierno, el de recorrer de noche las
encrucijadas y las tabernas con corto número de acompañantes, que ocultaban
espadas entre las ropas, preguntando a cada cual en griego, lengua que le
era familiar, qué pensaba del César. Esto osó hacer en una ciudad cuya iluminación
nocturna rivalizaba con la claridad del día. A la larga se descubrió el
incógnito, y viendo entonces Galo que no podía salir del palacio sin que
le conociesen, no realizó ya excursiones sino en pleno día y solamente
cuando se creía llamado por grave interés: pero fue necesario el
transcurso de mucho tiempo para que se olvidasen aquellos horribles
excesos.
Thelassio, que era entonces prefecto presente del
pretorio, de tan rudo carácter como el príncipe, estudiaba la manera de irritar
aquel ánimo cruel y de impulsarlo a mayores excesos. En vez de procurar
atraer a su señor a la benevolencia y a la razón, como a veces han intentado
con éxito los que se encuentran cerca de los poderosos, adoptaba, al menor
disentimiento, actitud de oposición, que provocaba infaliblemente accesos
de ira. Thelassio escribía con frecuencia al Emperador, exagerando el mal
y procurando, ignórase con qué objeto, que supiese Galo que así lo hacía.
Esto aumentaba la exasperación de Galo, que se precipitaba ciegamente entonces
contra el obstáculo; sin detenerse más que un torrente en el camino de
crueldad a que se había lanzado.
Otras muchas calamidades azotaban al Oriente en
esta época. Conocido es el carácter inquieto de los isaurios: en tanto
tranquilos, en tanto llevando a todas partes la desolación con
repentinas correrías, por haberles dado buenos resultados algunos actos de
depredación realizados de tarde en tarde, se enardecieron con la impunidad
hasta el punto de lanzarse a grave agresión. Su turbulencia había sido
hasta entonces la causa de las hostilidades; pero ahora apelaban con cierta
jactancia al sentimiento nacional, sublevado por un ultraje
extraordinario. En contra de la costumbre, algunos prisioneros isaurios
habían sido arrojados a las fieras en el anfiteatro de Iconio, en Pisidia.
Cicerón dijo: «El hambre atrae a las fieras al punto donde una vez
encontraron pasto.» Multitud de aquellos bárbaros abandonaron sus
inaccesibles montañas y cayeron sobre las costas. Ocultos en el fondo
de barrancos o en profundos valles, acechaban la llegada de las naves de
comercio, esperando, para atacarlas, a que cerrase la noche. La luna, en
creciente, les daba bastante luz para observar sin descubrirles. En cuanto
suponían dormidos los marineros, trepaban con pies y manos por los cables de
las anclas, asaltaban en silencio las naves, sorprendiendo de esta manera a la
tripulación; y, excitados por la avidez, su ferocidad no perdonaba a
nadie, hasta que, exterminados todos, se apoderaban del botín sin
distinguir lo bueno de lo malo.
Pero no prolongaron mucho estas depredaciones.
Descubriéronse al fin cadáveres de los que habían asesinado y robado, y desde
entonces nadie quiso recalar en aquellos parajes, huyendo las naves de las
costas de Isauria, como en otro tiempo de las siniestras rocas de Sciron,
pasando al litoral opuesto de la isla de Chipre. Continuando la
desconfianza, los isaurios abandonaron la playa, que ya no les brindada
ocasiones de pillaje, para lanzarse sobre el territorio de sus vecinos
de Lycaona. Interceptando allí los caminos con fuertes parapetos, ponían a
rescate con pena de la vida a cuantos pasaban, habitantes o viajeros.
Estos desmanes indignaron a las tropas romanas acantonadas en los
numerosos municipios del país o en las fortificaciones de las fronteras. Mas no por
ello dejó de extenderse la invasión; porque en los primeros combates librados
con el grueso de los bárbaros o bandas diseminadas, los romanos,
inferiores siempre en número, pelearon desventajosamente con enemigos
nacidos y criados en medio de las montañas, por cuyas asperezas trepaban
con tanta facilidad como caminamos nosotros por la llanura, y que en tanto
agobiaban desde lejos con una nube de dardos, en tanto difundían espanto con
horribles alaridos. Obligados algunas veces nuestros soldados, para
seguirles, a escalar abruptas pendientes, cogiéndose a las raíces y
malezas de las rocas, veían de pronto, después de haber escalado algún elevado
pico, que les faltaba terreno para desenvolverse y maniobrar a pie firme.
Necesario era entonces descender, con peligro de que les alcanzasen los
peñascos, que el enemigo, coronando todas las cumbres, hacía rodar sobre
ellos; y si era necesario pararse y combatir, resignarse a perecer sobre el
terreno, aplastados por la caída de aquellas enormes peñas. Al fin
recurrieron a táctica más prudente, que consistía en evitar el combate
cuando el enemigo lo presentaba en las alturas, y en caer sobre él, cual
si fuera rebaño vil, en cuanto aparecía en campo raso. Frecuentemente se
presentaban grupos de isaurios en la llanura y siempre quedaron
destrozados, antes que pudiera moverse ni uno de ellos o lanzar alguno de
los dos o tres venablos con que ordinariamente iban armados.
Aquellos bandidos comenzaron entonces a considerar
peligrosa la ocupación de la Licaonia, porque el país es llano generalmente, y
más de una vez habían experimentado que no podían resistir en batalla
campal. Tomando, pues, caminos extraviados, penetraron en la Pamfilia, comarca
inmune desde mucho tiempo, pero que el temor de la invasión y sus desastres
había hecho llenar de puestos militares, muy cercanos entre sí, y de
fuertes guarniciones. Confiando en el vigor de sus cuerpos y agilidad de
sus miembros, se habían lisonjeado de adelantarse, por medio de marchas
forzadas, a la noticia de la invasión; pero emplearon más tiempo del que
pensaron en pasar por las sinuosidades del camino emprendido y por los
elevados picos que tenían que franquear; y cuando, dominados los primeros
obstáculos, llegaron a las escarpadas orillas del río Melano, cuyo profundo lecho
forma como foso alrededor de la comarca, les dominó el temor, tanto más
cuanto que era noche cerrada y tenían que detenerse hasta el amanecer.
Habían confiado en cruzar el río sin pelear, y en seguida por sorpresa
devastarlo todo en la otra orilla; pero les esperaban grandes trabajos y ningún
provecho. Al amanecer vieron delante escarpadas riberas y un canal
estrecho y profundo que tuvieron que reconocer y cruzar a nado. Mientras
procuraban encontrar barcas de pescadores, o construían apresuradamente almadías,
reuniendo troncos, las legiones que invernaban en las cercanías de
Sida pasaron rápidamente a la orilla opuesta, clavaron fuertemente las
águilas, y formando parapeto con los escudos, hábilmente entrelazados,
destrozaron a cuantos se aventuraron en las almadías o intentaron pasar
con el auxilio de troncos huecos. Después de inútiles esfuerzos, los
isaurios cedieron tanto al miedo como a la fuerza, y caminando a la
aventura, llegaron a Laranda, donde pasaron algún tiempo rehaciéndose y
acopiando provisiones. Dominando al fin el miedo, iban a lanzarse sobre
los ricos pueblos de las inmediaciones, cuando la casual llegada de una cohorte
de caballería, a la que no se atrevieron a resistir en la llanura, les
obligó a emprender la fuga; pero al retirarse, convocaron a toda la
juventud en estado de empuñar las armas.
El hambre, cuyos rigores experimentaron de nuevo,
les llevó ante una ciudad llamada Palea, cercana al mar y rodeada con fuertes
murallas, ciudad que es todavía hoy el depósito central de provisiones del
cuerpo de ocupación de la Isauria. Tres días y tres noches estuvieron
detenidos delante de aquella fortaleza; pero como la plaza está situada
sobre una altura que no puede escalarse sino al descubierto, y ellos no
podían practicar trabajos de mina ni otro medio alguno de guerra,
con pesar profundo levantaron el sitio, impulsándoles la necesidad a
intentar en otra parte un golpe rudo.
El fracaso los había irritado más, encontrándose
aguijoneados por la desesperación y el hambre; y toda aquella masa, aumentada
con los nuevos refuerzos, se lanzó con irresistible impetuosidad para
saquear la capital de Seleucia. El conde Castricio ocupaba a la sazón la plaza
con tres cohortes de soldados aguerridos; y a la señal de sus jefes,
advertidos oportunamente de la llegada de los isaurios, las tropas,
preparadas en seguida, avanzan rápidamente, y pasando a la carrera el
puente del río Calicadno, cuyas profundas aguas bañan el pie de las torres que
defienden la ciudad, se forman en batalla en la otra orilla. Prohibióse
salir de las filas y trabar escaramuzas, porque todo podía temerse del
ciego furor de aquellas bandas, superiores en número y dispuestas siempre
a lanzarse con desprecio de la vida, hasta sobre la punta de nuestras armas.
Sin embargo, el lejano sonido de las bocinas y la presencia de las tropas,
resfriaron algo el ardor de los bárbaros. Detuviéronse, y en seguida se
pusieron otra vez en marcha; pero con mesurado paso y blandiendo desde muy
lejos sus espadas con amenazadores ademanes. Dominados los nuestros por
el ardimiento, querían marchar contra el enemigo con las enserias altas y
golpeando las lanzas contra los escudos; medio de excitación muy eficaz
entre los soldados y que causa terror al adversario. Pero los jefes
refrenan la impaciencia, comprendiendo lo innecesario de pelear al
descubierto, cuando tenían a la espalda el amparo de fuertes murallas.
Mandaron, pues, que entrasen las tropas en la ciudad, distribuyéndolas en
las terrazas, parapetándolas en las murallas, provistas de toda clase de
armas arrojadizas, con objeto de exterminar bajo lluvia de piedras y dardos a
cuantos se acercasen. Los sitiados, sin embargo, tenían grave motivo de
preocupación. Entre los isaurios reinaba la abundancia, porque habían
logrado apoderarse de las naves y provisión de granos; mientras que dentro
de las murallas, agotándose los recursos ordinarios por el consumo
diario, veíanse amenazados para corto plazo de los horrores del hambre.
Propagóse el rumor de estos acontecimientos,
enviando mensajero tras mensajero para enterar a Galo, quien, por encontrarse
ocupado lejos de allí el jefe de la caballería, mandó a Nebridio, conde de
Oriente, que reuniese fuerzas por todas partes para liberar a toda costa una
posesión tan importante por la grandeza de la ciudad y su ventajoso
emplazamiento. Al enterarse de estas cosas, decamparon los isaurios; y
después, sin intentar nada nuevo digno de mención, se dispersaron, según
su costumbre, volviendo a sus inaccesibles montañas.
En esta situación se encontraban las cosas relativamente
a Isauria. A la sazón hallábase comprometido el rey de los persas en una guerra
de fronteras con pueblos belicosos que, sucesivamente, según el capricho
de los tiempos, son para él vecinos hostiles o auxiliares contra nosotros.
Pero uno de sus cortesanos más eminentes, llamado Nohodares, tenía encargo de
invadir la Mesopotamia, y vigilaba atentamente nuestros movimientos,
espiando la oportunidad de realizar su empresa. Sabiendo Nohodares que
aquella comarca, constantemente expuesta a vejámenes, estaba guardada en
todas direcciones por puestos militares y obras de defensa, creyó
conveniente hacer un rodeo por la izquierda y marchó a emboscarse en los
linderos del Osdroeno; maniobra de la que hay pocos ejemplos, y que, de
tener éxito, lo hubiese devastado todo con la rapidez del rayo.
Cerca del Eufrates, en Mesopotamia, se encuentra
Batna, fundada en otro tiempo por los macedonios y hoy ciudad municipal. En
esta población residen muchos negociantes ricos, y es centro de activo
comercio, tanto de productos de la India y de la Serica, como en géneros de
toda procedencia, que llegan a este mercado por mar y tierra en los
primeros días de Septiembre, atrayendo multitud de traficantes.
Precisamente estos días de tumulto y confusión había elegido Nohodares para
una sorpresa, y esperaba el momento ocultándose en las altas hierbas de
las solitarias orillas del Aboras; pero delataron su presencia algunos de
los suyos que desertaron por temor de castigos; y desde aquel momento
abandonó la emboscada, sin atreverse a intentar golpe alguno, quedando en
completa inacción.
Por otra parte, los sarracenos, a quienes no
queremos por amigos ni por enemigos, aparecían repentinamente en tanto en un
punto en tanto en otro, robando con rapidez cuanto encontraban al paso, a
la manera del milano que cae sobre la presa desde la altura a que la descubre y
que con igual velocidad desaparece, ora la coja, ora yerre el golpe. Al
escribir la historia del emperador Marco Aurelio y de algunos reinados
sucesivos, me he ocupado de las costumbres de este pueblo, del que diré
muy poco ahora. Desparramado en una región que se extiende desde la Asiria
hasta las cataratas del Nilo y los confines del país de los blemyos, esta
raza tiene igual carácter en todas partes. Todos son naturalmente guerreros,
van casi desnudos, sin otra prenda que un saco corto de colores, y lo
mismo en paz que en guerra cambian continuamente de lugar con el auxilio de
sus rápidos caballos y de sus flacos camellos. Ni uno de ellos pone mano
al arado, ni cultiva una planta, ni pide a la tierra la subsistencia del
hombre. Todo este pueblo vaga indefinidamente por inmensas soledades, sin
hogar, sin asiento fijo y sin ley. Ningún cielo, ningún suelo puede detenerles
mucho tiempo, siendo su vida la emigración: entre ellos, la unión del
hombre y la mujer es un contrato de arrendamiento: la esposa, contratada por
precio y tiempo determinados, lleva a su marido, a manera de dote, por
toda fortuna matrimonial, una lanza y una tienda, quedando dispuesta a
separarse de él en cuanto expira el plazo y el marido lo indique.
Imposible decir con cuánto furor se abandonan al amor los dos sexos en
este pueblo, cuya existencia es tan móvil, que una mujer se casa en un
lugar, da a luz en otro y cría a sus hijos lejos de allí, sin haber constituido
domicilio ni por un momento. Generalmente se alimentan de caza, de leche
que les suministran con abundancia sus rebaños, y de muchas clases de
hierbas, que produce su suelo con mucha variedad, y cuando les es posible,
de aves cogidas con lazos. Casi todos los que hemos visto ignoraban el uso
del pan y del vino. Pero basta de esta perniciosa nación, y volvamos a
nuestro relato.
Durante estas agitaciones de Oriente, Constancio,
que pasaba el invierno en Arelate (Arlés), celebraba fastuosamente, con la pompa
de los juegos del circo y representaciones teatrales, el trigésimo año de
su reinado, cumplido el 6 de los idus de Octubre (10 de octubre). Su
inclinación a la tiranía, cada vez más pronunciada, le hacía aceptar
fácilmente toda acusación, por quimérica o dudosa que fuese, como
verdadera y demostrada. Entregó primeramente a la tortura y desterró
en seguida al conde Geroncio, que había pertenecido al bando de Magnencio.
Y así como el contacto más ligero despierta la sensibilidad en una parte
enferma, así también, para aquel carácter pusilánime y obtuso, el ruido
más leve se convertía en atentado, en conspiración fraguada contra
su vida. Las víctimas que hizo por miedo bastan para convertir su victoria
en calamidad pública. Por elevado que estuviese cualquiera como militar u honoratus o por la consideración adquirida entre los suyos, por una palabra, por una
sospecha, podía verse cargado de cadenas y tratado como bestia feroz; y
hasta sin que interviniese acusador, bastaba haber sido nombrado, interrogado,
citado, para que se dictase sentencia de muerte, de proscripción o
destierro.
Sanguinaria adulación estimulaba más y más estos
furores crueles, esta inquietud iracunda que se apoderaba del príncipe ante la
sola idea de un atentado a su poder o a su persona. Rodeábale un como
concierto de pérfidas exageraciones, simuladas quejas y declamaciones
hipócritas acerca de los peligros de aquella preciosa vida, de la que
pendían como de un hilo los destinos del universo. Por esta razón nunca se
dio ejemplo de que al presentarle, según costumbre, la lista de
las sentencias dictadas, revocase alguna de esta clase; clemencia muy
común, sin embargo, hasta entre los soberanos más implacables. Y la edad,
que ordinariamente calma los instintos feroces, no hizo otra cosa que
desarrollarlos más en él, estando excitado por la turba de aduladores que nunca
le abandonaba.
Sobresalía entre éstos el notario Paulo, oriundo
de España, que ocultaba profunda astucia bajo imberbe rostro, siendo
maravillosamente diestro para penetrar los secretos de cada uno y
encontrar el medio de perderle. Había sido enviado a Bretaña para
apoderarse de algunos militares señalados como favorecedores del partido
de Magnencio, pero en el que habían entrado por necesidad. Excediéndose en
su riguroso encargo fue como inundación que poco a poco se
extiende, encontrándose muy pronto amenazadas multitud de vidas. Sus pasos
señalaban ruina y desolación: llenáronse las prisiones de hombres que
habían nacido libres, cuyos miembros se rompían a veces bajo el peso de
las cadenas, y esto por delitos inventados caprichosamente y destituidos de
toda verosimilitud; llegando estos excesos a una escena cruel que imprime
indeleble mancha en el reinado de Constancio. Deploraba con amargura estos
actos tan odiosamente arbitrarios, Martino, que administraba aquellas
provincias como lugarteniente de los prefectos. Muchas veces
había intercedido en favor de las víctimas pidiendo gracia para los
inocentes, y, no pudiendo conseguir nada, manifestó por último que iba a
renunciar el cargo, creyendo intimidar con esta amenaza al cruel
informador e impedirle arrebatar a los hombres su tranquilidad para
presentarles como culpados. Temiendo Paulo, en efecto, que se quebrantase
su influencia, con nuevo rasgo de la fatal habilidad que le valió el
dictado de Catena (cadena), cuando el vicario del prefecto
defendía calurosamente los intereses de sus administrados, consiguió
comprometerle en el peligro común; y ya apresuraba la prisión del nuevo
sospechoso, con el propósito de llevarle encadenado con los demás a la
corte del Emperador, cuando viendo Martino lo amenazador del peligro, lanzóse
sobre Paulo espada en mano, pero no acertando al herirle, frustrado el golpe,
volvió el arma contra sí mismo y se la clavó en el costado. Así pereció miserablemente
un hombre honrado, al esforzarse por salvar a millares de desgraciados.
Después de tantas atrocidades, regresó Paulo, cubierto de sangre, al
campamento donde se encontraba el Emperador, llevando en pos multitud de
prisioneros, doblegados bajo el peso de las cadenas, y en el estado más
abrumador de miseria y abatimiento. A su llegada encontraron preparados
los caballetes y dispuesto el verdugo entre sus instrumentos de tortura.
De aquellos prisioneros, unos fueron proscriptos, otros desterrados, y los
demás cayeron bajo la espada: porque en todo el reinado de Constancio, en
el que bastaba una sospecha para que funcionasen los instrumentos de
suplicio, difícilmente se encontraría un solo ejemplo de perdón.
En esta época, Orfito gobernaba con título de
prefecto la Ciudad Eterna, y en el ejercicio de este cargo traspasaba
audazmente los límites de autoridad delegada, su talento era despejado y
muy notable su práctica de los negocios; pero su falta de instrucción
llegaba a un grado casi vergonzoso en hombre de exclarecido nacimiento.
Bajo su administración estallaron graves sediciones, ocasionadas por la
escasez de vino, bebida cuyo inmoderado uso es con tanta frecuencia
causa inmediata de conmociones populares.
Pero comprendo la admiración del extranjero que
lea este libro, y no encuentre más que sublevaciones, escenas de embriaguez y
otras abominaciones en el relato de lo que aconteció en Roma en aquella
época. Indispensable es, pues, una explicación, y la daré breve y sincera en
cuanto dependa de mí, sin faltar voluntariamente a la verdad.
En el momento en que Roma, cuya duración igualará
a la de los hombres, apareció en el mundo, ajustóse un pacto entre la Fortuna y
la Virtud, tan separadas hasta entonces, para favorecer de común acuerdo
el maravilloso desarrollo de la naciente ciudad. Si una u otra hubiesen
faltado, Roma no hubiera podido llegar al pináculo de grandeza que ha
alcanzado. El pueblo romano desde la cuna hasta el tiempo en que terminó
su infancia, período de cerca de tres siglos, combate alrededor de sus
murallas. Guerras muy rudas ocupan también su adolescencia, y entonces cruza
los Alpes y el mar. Para él, la edad viril es una serie de triunfos;
recorre el mundo, y cada país que visitan sus armas le proporciona cosecha
de laureles. Al fin llega la vejez, y a pesar de que su nombre solo
consigue todavía victorias, aspira al descanso. Entonces, la venerable
ciudad, satisfecha de haber domeñado las naciones más altivas y fundado
una Constitución salvaguardia eterna de la libertad de sus hijos, eligió
entre ellos los Césares para encargarles, como a prudentes padres de
familia, la tutela del patrimonio común. No más inquietas tribus, no más
centurias turbulentas, no más agitaciones electorales; por todas partes la
tranquilidad de los tiempos de Numa. Y, sin embargo, no hay punto en el
mundo donde no se salude a Roma como reina y señora, donde no se inclinen
ante la antigua majestad del Senado y donde no sea temido y respetado el
nombre romano.
Pero este noble Senado vio empañado su lustre por
la disoluta ligereza de algunos miembros suyos, que no se contenían en el
vicio, entregándose a desórdenes de toda clase, sin querer recordar en qué
suelo nacieron; porque, como dice el poeta Simónides, no hay felicidad completa
si la patria no es gloriosa. Hubo entre aquellos hombres quienes creyeron
eternizar sus nombres haciéndose elevar estatuas, cual si les recompensase
mejor inertes imágenes de bronce que el testimonio de su conciencia. Hasta
hacen dorar para ellos el metal, siendo Acilio Glabrión el primero que obtuvo
este homenaje, cuando por su conducta, tanto como por sus armas, puso
término a la guerra de Antíoco. ¡Cuánto mejor es hacerse superiores a
honores tan pueriles, no aspirar más que a la verdadera gloria y no
caminar sino por el largo y penoso sendero que describe el poeta de Ascra!
Catón el Censor lo demostró cuando interrogado por qué no se encontraba su
estatua entre las de tantos varones ilustres, respondió: «Prefiero que
pregunten los buenos por qué no está, a que pregunten por qué está».
Algunos hacen consistir la gloria suprema en la
singular altura de un carro o en el fastuoso rebuscamiento del traje. Su
molicie sucumbe bajo esos mantos de tejido tan diáfano que se sujetan al
cuello con ligera hebilla y que se les hace ondear con un soplo; veisles agitar
sus pliegues en cada movimiento, sobre todo en el lado izquierdo, y lo hacen
así para que se vean las franjas bordadas y el curioso trabajo de una
túnica sembrada de figuras de animales que forman cuerpo con el
tejido. Otros se os acercan con cara rígida y aspecto importante para
ostentar su inmensa riqueza, y estáis un día entero oyendo la enumeración
de sus bienes y el detalle de sus rentas, que van multiplicándose cada año.
Por lo visto ignoran que sus antepasados, que tan lejos extendieron
el nombre romano, no brillaban ciertamente por su opulencia. Aquellos
varones, cuya energía en todos los males de la guerra triunfó de tantos
obstáculos, no estaban mejor provistos, mejor alimentados ni mejor
vestidos que el último soldado. Necesaria fue una cuestación para sepultar a
Valerio Publícola: los amigos de Régulo se pusieron de acuerdo para
mantener a su viuda y a sus hijos, y la hija de Escipión no tuvo dote sino
a expensas de la República, porque los padres conscriptos se avergonzaron
al ver que aquella virgen perdía sus mejores años en el celibato, a causa de
ser su padre pobre y estar ausente en servicio de la patria.
Ve, honrado extranjero, a presentarte en casa de
uno de nuestros ricos, tan hinchados con su opulencia. En el primer momento te
recibirá con los brazos abiertos; te hará pregunta sobre pregunta, hasta
que te obligue a mentir, por no guardar silencio. Maravillado, tú que eres
humilde, de verte tan agasajado en la primera visita por un personaje de
tanta importancia, casi deploras no haber venido a Roma diez años antes.
Halagado por tanta afabilidad, vuelves al día siguiente; pero ya no eres
más que un intruso, un importuno, y te hacen esperar. El que tan bien te recibió
la víspera tiene otras ocupaciones, está contando su dinero. Necesita una
hora para recordar quién eres y de dónde vienes: al fin se acuerda de tu
semblante, y ya eres de los suyos. Después de tres años de asidua
asistencia, que se te ocurra ausentarte; al regreso tienes que comenzar de
nuevo: y en cuanto a enterarse qué ha sido de ti, tanto piensa en ello
como si no pertenecieses a este mundo. Pasarías la vida en su portal sin
dar un paso más. Pero se prepara uno de esos festines con intervalos, festines interminables
y nocivos, o bien se trata de una distribución de sportulas, según es
costumbre. Este es asunto de graves deliberaciones. ¿Se concederá
preferencia a un extranjero sobre otra persona a cuyas atenciones se debe
correspondencia? El escrutinio responde afirmativamente. ¿A quién
se invitará al fin? Al que haya pasado la noche delante de la puerta de un
auriga del circo, o a algún maestro en el arte de jugar los dados, o al
primer charlatán que pretenda poseer un gran secreto. La puerta está cerrada
a los hombres eruditos y sobrios: estos hombres no sirven para nada, y
su presencia atrae la desgracia. Añadid a esto los interesados fraudes de
los nomenclátores, gentes que obtienen dinero de todo y no vacilan en
introducir un nombre subrepticio, ni en imponer a la hospitalidad y
munificencia de los grandes un desconocido y hasta un indigno.
No describiré esos abismos que se llaman
banquetes, ni los mil refinamientos que despliega en ellos la sensualidad.
¿Pero qué diré de esas extravagantes carreras por la ciudad, de esos
caballos lanzados a toda brida, despreciando los peligros por el pedregoso
pavimento de las calles, como si se corriese oficialmente en posta con los
relevos del Estado? ¿Qué de esa multitud de criados, verdadera partida de
bandidos, que llevan detrás sin dejar siquiera, como en la comedia, a
Sannión para guardar la casa? El ejemplo ha producido frutos, y se ve a
las señoras romanas cubiertas con el velo correr en litera de uno a otro
barrio. El hábil general procura en la guerra cubrir todo su frente con
soldados pesadamente armados; pone en segunda línea las tropas ligeras, en la
tercera los sagitarios, y últimamente el cuerpo de reserva, que no pelea
sino como último recurso. Este ejército de criados tiene también sus
directores de maniobras, que llevan una varilla por insignia, y
ordenan sus gentes en conformidad con la orden del día. En primer lugar, a
la altura de la carroza marchan los esclavos de oficios; después vienen
los ahumados habitantes de las cocinas; después los lacayos propiamente dichos,
que no tienen empleo especial, acompañados por todos los holgazanes
del barrio; cerrando la marcha los eunucos de todas edades, empezando por
los más viejos, todos igualmente descoloridos y deformes. Al contemplar
aquel repugnante grupo, que no tienen de hombres más que el nombre, no
puede menos de maldecirse la memoria de Semíramis, que fue la primera en
someter a la infancia a tan cruel mutilación, con la que se ultraja a la
Naturaleza y se
Siendo éste el estado de las cosas, las pocas
mansiones donde se honraba todavía el culto de la inteligencia se encuentran
invadidas por la afición a los placeres hijos de la pereza. Solamente
se oyen voces que modulan, instrumentos que resuenan. Los cantores han
expulsado a los filósofos, y los profesores de elocuencia han cedido el
puesto a los maestros en achaque de voluptuosidades. Ciérranse las bibliotecas
como los sepulcros: el arte solamente se ejercita en construir
órganos hidráulicos, liras colosales, flautas y otros instrumentos de
música gigantescos para acompañar en el escenario la pantomima de los
bufones. Un hecho reciente demuestra hasta qué punto están pervertidas las
ideas. Habiendo llevado el temor de la escasez a que se expulsara
precipitadamente de Roma a todos los extranjeros, la medida se extendió
brutalmente hasta al corto número que ejercía profesiones científicas y liberales,
sin dejarles tiempo para prepararse; mientras tanto se exceptuaba
expresamente a los que formaban parte de las compañías de los histriones o
supieron con destreza fingir que lo eran, y así se toleraba sin dirigirles
ni una pregunta, la presencia de tres mil bailarinas y de otros tantos
coristas, figurantes o directores.
Por esta razón no se dirigen los ojos a un punto
sin ver mujeres de esas con largos cabellos ensortijados, que, siendo casadas,
hubiesen podido dar cada una tres hijos al Estado, y cuya existencia
entera consiste en barrer con los pies la escena, saltar sin descanso; en una
palabra, en describir rápidos giros y tomar todas las actitudes que
prescriben las fábulas teatrales.
Hubo un tiempo en que Roma era el asilo de todas
las virtudes. Entonces, para retener a los extranjeros, la ingeniosa
hospitalidad de los magnates sabía ejercer bajo mil formas ese poder
que Homero atribuye a los frutos del país de los Lotófagos. Ahora, para
que se burlen de cualquiera, basta que haya nacido más allá del Pomerium,
a no ser que tenga la buena cualidad de ser viudo o célibe; porque no es
posible suponer de cuántas atenciones son objeto en Roma los hombres
sin hijos. Esta ciudad es la cabeza del mundo; natural es que las
enfermedades hagan más daño y que con harta frecuencia, todos los recursos
del arte de la medicina sean impotentes hasta para paliarlo; por tal razón
se ha imaginado este preservativo: cuando se tiene un amigo gravemente enfermo,
se evita el espectáculo de sus padecimientos. También hay otra precaución
que no carece de eficacia: si se envía un criado a preguntar por el estado
del paciente, a su regreso se le cierra la puerta de la casa, hasta que se
ha limpiado bien en los baños. Témese la vista de un enfermo hasta
por intermediario; pero que llegue una invitación para una boda en la que
se derrama dinero a manos llenas; de todos aquellos, tan tímidos acerca de
su salud, no hay uno solo, aunque estuviese atacado de gota, que no tenga
piernas para correr si fuese preciso hasta Spoleto. Esta es la vida de
los magnates.
En cuánto al populacho sin casa ni hogar, unas
veces pasa la noche en las tabernas, otras duerme al abrigo de los toldos con
que Cátulo, siendo edil, imitando los refinamientos de la Campania, fue el
primero en cubrir nuestros anfiteatros; o bien se entrega furiosamente al juego
de los dados, reteniendo el aliento, que en seguida expele con extraño
ruido; o también, siguiendo el gusto dominante, se le ve entregado de la
mañana a la noche, arrostrando el sol y la lluvia, a interminables discusiones
acerca de las menores circunstancias del mérito o inferioridad relativa
de tal caballo o de tal auriga. Cosa extraña por cierto ver a todo un
pueblo que apenas respira esperando el resultado de una carrera de carros.
Estos son los cuidados que preocupan a Roma, no dejando espacio para nada
grave. Pero volvamos a nuestro relato.
La tiranía del César, demasiado gravosa ya para
los hombres honrados, traspasó todos los límites, y la opresión, pesando
indistintamente sobre los altos funcionarios públicos, los magistrados de
las ciudades y hasta del pueblo bajo, se extendió a todo el Oriente. En un
vértigo furioso llegó a incluir en una lista para ejecutarlos en masa a
los ciudadanos más notables de Antioquía; y esto porque había exigido la publicación
de una rebaja arbitraria de precios cuando precisamente amenazaba una
escasez, y aquéllos respondieron al agente del fisco con cierta
energía. Sin la valerosa resistencia de Honorato, que entonces era conde
de Oriente, ni uno solo habría
Iba Galo a marchar a Hierápolis para asistir, al
menos por fórmula, a la expedición, cuando el pueblo de Antioquía le suplicó con
instancias, para que le preservase del peligro de un hambre que deplorable
concurso de circunstancias hacía muy de temer. Este es el caso en que una
autoridad potente debe emplear sus recursos para el alivio de sufrimientos
locales. Galo no dio orden alguna ni tomó disposiciones para que afluyesen
provisiones de las provincias inmediatas. Pero en aquel momento tenía
consigo a Teófilo, consular de Siria, y fue verdadera víctima que entregó
en sacrificio a los terrores de aquella muchedumbre, repitiendo con
énfasis que no podían faltar víveres sino cuando quería el gobernador. El
populacho tomó estas palabras como excitación a los excesos, y en cuanto
hizo sentir sus rigores la calamidad, acudió tumultuosamente, aguijoneado por
la ira y el hambre, a la hermosa casa de Eubulo, varón muy distinguido
entre los suyos, y la redujo a cenizas. El gobernador le estaba ya como
entregado por sentencia del príncipe: abrumado de golpes, pisoteado, le
hicieron al fin pedazos, siendo este lamentable fin ocasión para que muchos reflexionasen
y viesen en perspectiva la suerte que les esperaba. En el momento en que
se consumaba el asesinato, aquel Sereniano cuya cobardía, como dijimos,
fue causa del saqueo de la ciudad de Celsa, en Fenicia, pasando de general
a acusado, y acusado justamente del crimen de lesa majestad, conseguía,
ignorándose cómo, su absolución ante los jueces; estando demostrado hasta
la evidencia que un agente suyo, cubierto con su propio gorro, sometido
previamente a una operación mágica, se había presentado por orden suya en
un templo donde se predecía lo venidero, y había preguntado a la suerte,
en términos claros, si su amo conseguiría el objeto de sus deseos, el
imperio absoluto. Por deplorable coincidencia, Teófilo pereció víctima
inocente del furor popular, cuando Sereniano, digno de universal
execración, era absuelto sin que reclamase la vindicta pública.
Enterado Constancio de estas cosas, y prevenido
por las comunicaciones de Thelassio, que había obedecido ya a la ley común, no
dejó de mantener amistosa correspondencia con Galo. Pero comenzó por
retirarle poco a poco las fuerzas de que disponía, so pretexto de benévola
solicitud, «porque el turbulento espíritu de los soldados, que fermenta
siempre en la inacción, le hacía temer por el César alguna conspiración
militar. Además, para su seguridad bastaba la presencia de las escuelas
palatinas y de los protectores, reforzados por los escutarios y los gentiles.»
Al mismo tiempo ordenaba al prefecto Domiciano, que antes había sido
tesorero, marchase a Siria con misión de recordar respetuosamente y con
mesura a Galo las reiteradas invitaciones que había recibido del Emperador
para que le visitase, exhortándole a que las atendiese. Domiciano, que
llegó apresuradamente a Antioquía, pasó por delante del palacio sin
presentarse al César, como ordenaba la etiqueta, y, rodeado de gran pompa,
marchó directamente al pretorio, donde, pretextando indisposición,
permaneció encerrado muchos días sin acudir a la corte ni mostrarse en público.
En este tiempo no hizo más que trabajar para perder al César, hasta
sobrecargando con detalles insignificantes sus informes a Constancio.
Citado al fin por el príncipe para que se le presentase, entró en el
Consistorio, y allí, sin preparación alguna y con el tono más inconsiderado,
dijo: «César, necesario es partir. Obedece la orden que has recibido, y
ten presente que, a la menor vacilación por tu parte, suprimo lo que
tienes asignado para tu alimentación y la de tu palacio.» Dicho esto,
salió con aspecto de superior disgustado, y rehusó obstinadamente volver a
la corte a pesar de las órdenes recibidas.
Irritado Galo por lo que calificaba de ofensa a su
persona y dignidad, se aseguró en seguida del prefecto, colocando en derredor
suyo una guardia de protectores elegidos entre sus adeptos. Ante este
golpe de autoridad, Moncio, que entonces era cuestor, varón de ánimo irascible,
pero enemigo de violencias, creyó, por interés común, que debía intervenir
como mediador. Reunió a los jefes de las escuelas palatinas, y comenzó a
indicar delante de ellos, sin acritud alguna, que lo hecho no era
conveniente ni útil. Enardeciéndose poco a poco, levantó la voz y dijo con
amargura que después de aquel procedimiento no podía hacerse otra cosa que
derribar las estatuas del Emperador y condenar a muerte al prefecto. Galo
se levantó como serpiente herida cuando le repitieron estas palabras.
Preocupado ya por grandes ambiciones, y, por otra parte, incapaz de vacilar
acerca de los medios cuando se trataba de su propia seguridad, hizo armar
todas sus fuerzas, y, rechinando los dientes, dirigió estas palabras a los
atónitos soldados: «Ayudadme, buenos amigos; nuestro peligro es igual. Por
caso nuevo e inusitado, Moncio declama contra nosotros y enfáticamente nos
señala como refractarios, como rebeldes a la majestad imperial ¿Y por qué?
Porque un prefecto insolente ha faltado a sus deberes y le he puesto bajo
guardia para darle una lección.»
No necesitó más aquella soldadesca, ávida de
turbulencias. Moncio se encontraba cerca, y se lanzaron sobre aquel anciano
débil y enfermo, atándole fuertes cuerdas a las piernas y
arrastrándole casi descuartizado, casi sin aliento de vida hasta el
pretorio del prefecto. También cayeron sobre Domiciano, precipitáronle por
las escaleras, le agarrotaron con las mismas cuerdas, y juntos
fueron arrastrados de aquí para allá por toda la ciudad a la carrera de
sus verdugos. Pronto quedaron despedazados sus cadáveres, y todavía
continuaron pisoteando los troncos, haciendo desaparecer en ellos toda
forma humana, hasta que, satisfecha la ira de los soldados, los abandonaron a
la corriente del río. Una circunstancia había impulsado a aquellos
frenéticos a tales excesos de ira: la repentina presencia entre ellos de
un tal Lusco, que desempeñaba cargo público en la ciudad, y que, como entonador,
animando con la voz y el gesto, no había cesado de excitarles para que no se
detuviesen en tan buen camino: a éste malvado le quemaron vivo poco
después.
Al ser despedazado Moncio había pronunciado muchas
veces los nombres de Epigonio y Eusebio, pero sin añadir profesión ni cualidad.
Mucho se trabajó para descubrir a quiénes pertenecían aquellos nombres; y
con objeto de aprovechar la agitación de los ánimas, se trajo de Licia al
filósofo Epigonio, y de Emesa al elocuente orador Eusebio, denominado Pittaco.
Pero no eran éstos los designados por Moncio, sino los tribunos de las
manufacturas de armas, que habían prometido el socorro de sus depósitos en
el caso de que estallase alguna perturbación del orden.
Apolinar, yerno de Domiciano, y antes intendente
del palacio del César, recorría entonces, por orden de su suegro, los cantones
de la Mesopotamia, llevando el encargo, que desempeñaba con poca
discreción, de enterarse cautelosamente si Galo, en alguna correspondencia
íntima, había indicado pensamientos de alta ambición. Al tener noticia de
los acontecimientos de Antioquía, huyó Apolinar por la Armenia inferior,
procurando llegar a Constantinopla. Pero alcanzado en la fuga por una
partida de protectores, le llevaron a Antioquía, reduciéndole a estrecha prisión.
Súpose entretanto que se había fabricado clandestinamente en Tiro un manto
real, sin que se pudiese averiguar quién lo encargó, ni a quién estaba
destinado; pero esto fue bastante para que prendiesen al gobernador de la
provincia, padre de Apolinar, y que tenía el mismo nombre. También
fueron encarceladas multitud de personas de diferentes ciudades,
acusándolas de gravísimos crímenes.
Estas desgracias públicas se realizaban sin
misterio: el carácter cruel del príncipe no ocultaba ya sus furores; la verdad
ofendía su vista. Nada de informaciones jurídicas acerca del valor de
los cargos; nada de diferencia entre inocentes y culpables. La justicia
estaba desterrada de los tribunales; en una palabra, había enmudecido la
defensa, el despojo estaba organizado con la intervención del verdugo;
multiplicábanse las ejecuciones y la confiscación fue general; tal
era entonces la situación del Oriente. Creo que este es el momento
oportuno para dirigir una ojeada a estas provincias, prescindiendo de la
Mesopotamia, de la que he dado completa idea en el relato de la campaña
contra los parthos, así como del Egipto, del que hablaremos más adelante.
Cuando se han superado las altas cumbres del
Tauro, desde la vertiente occidental de lamontaña vénse extenderse por la derecha las vastas
llanuras de la Cilicia, y por la izquierda la verde Isauria, tan fértil en
viñas como en cereales. El Calicadno, río navegable, divide en dos partes
esta provincia, cuyo mayor ornamento son dos ciudades entre otras ciento:
Seleucia, fundada por el rey Seleuco, y Claudiópolis, colonia del
emperador Claudio. Isaura, poderosa en otro tiempo, destruída por
sangrientas revueltas, apenas presenta hoy algunos vestigios de su antigua
grandeza. Orgullosa ya la Cilicia porque la riega el Cidno, cuenta además
entre sus gloriosos timbres a Tarso, tan digna de atraerse las miradas;
ciudad que ignora si debe su existencia a Perseo, hijo de Júpiter y de
Danae, o a Sandan, varón noble y rico que vino de Etiopía; Anazarba, cuyo
nombre recuerda el de su fundador, y Mopsuestia, sede de Mopso, compañero
de los argonautas, quien, separado casualmente de la expedición, cuando
regresaba trayendo el dorado vellón, encontró en la costa del
África prematuro fin. Desde aquel día, los manes del héroe, bajo la arena
púnica que los cubre, muestran virtud curativa que rara vez se invoca
inútilmente. Estas dos provincias durante la guerra de los piratas se
aliaron con los bandidos, siendo vencidas por el procónsul Cervilio y sujetas a
tributo. Separadas del mundo oriental por el monte Amano, sus territorios
reunidos ocupan una larga banda que sobresale en el litoral del
Continente. El Oriente se encuentra limitado en otro sentido por
larga zona que se prolonga en línea directa del curso del Eufrates al
vallé del Nilo, estrechada a la izquierda por las regiones que recorren
las hordas sarracenas y combatida a la derecha por el mar. Seleuco
Nicator, a quien tocó el dominio propio de los reyes de Persia en la
repartición de la herencia de Alejandro, conquistó y extendió considerablemente
esta comarca. Carácter tan activo como afortunado, según indica su nombre,
este príncipe supo aprovechar los períodos de tranquilidad de su largo
reinado, y emplear los miles de brazos que dejaban disponibles
en transformar las miserables moradas de una población rústica en ciudades
fuertes y opulentas. Con los nombres griegos que les impuso el fundador,
estas ciudades de nueva creación conservaron las denominaciones asirias
que perpetúan la tradición de su origen.
Después de Osdrena, de la que, como dijimos, hemos
prescindido en esta descripción, viene la Comagena, llamada hoy Eufratensis. El
suelo de esta provincia, forma una meseta poco elevada, en el que existen
dos ciudades famosas e importantes: Hierápolis, antigua Nitro, y Samosata.
Desde aquí se extienden las magníficas llanuras de
la Siria, célebre por su metrópoli, Antioquía, que no tiene rival por la
riqueza del suelo ni por las que hace afluir el comercio; célebre también
por las ciudades de Laodicea, Apenuca y Seleucia, florecientes las tres desde
su origen y que no han degenerado.
En seguida viene la Fenicia, que se apoya en el
monte Líbano, hermoso país de bellísimo aspecto, decorado más y más con las
poderosas y espléndidas ciudades. Tiro, Sidón y Berito descuellan entre
ellas por las delicias de su hospedaje y el brillo de sus recuerdos, pero sin
hacer sombra a Ernissa ni a Damasco, fundadas en los primeros siglos.
Riega todas estas provincias el Oronto, de sinuoso curso, que costea el
monte Casio y penetra en el mar Parthenio. En otro tiempo dependían de la
corona de Armenia; pero César Pompeyo, después de derrotar a Tigrano, las
reunió al imperio.
El último distrito de la Siria es la Palestina,
que presenta por intervalos espaciosos valles, hermosa y ricamente cultivados.
También tiene sobresalientes ciudades, pudiendo cada cual de
ellas disputar con buen derecho la preeminencia, o pareciendo, mejor
dicho, que todas han pasado bajo el mismo nivel. Tales son Cesárea,
contruída por Herodes en honor del emperador Augusto; Eleuterópolis y
Neápolis, no omitiendo Ascalón y Gaza, construidas en los pasados siglos.
No existe en este país ningún río navegable; pero abunda en aguas
termales, consideradas como medicina para toda clase de males. También es
conquista de Pompeyo, que, después de domeñar a los judíos, redujo el país
a provincia romana, bajo la autoridad de un gobernador.
La Arabia linda por un lado con la Palestina y por
otro con el país de los nabatheos; es rica en artículos de exportación, y para,
protegerla de las incursiones de las hordas vecinas, la vigilante política
de sus antiguos posedores construyó considerable número de castillos y
fortalezas, eligiendo atinadamente los mejores puntos de defensa. También
tiene ciudades importantes
La isla de Chipre se encuentra muy separada del
continente; tiene excelentes puertos y cuenta, entre sus muchas ciudades
municipales, las de Salamina y Pafos, célebre una por el culto de
Júpiter y la otra por su templo consagrado a Venus. En esta isla abundan
todas las cosas, de manera que con sus recursos propios y locales, y sin
importar nada del suelo ni de la industria de otras localidades, puede
construir naves de transporte, desde la quilla al extremo de los palos y
echarlas al mar provistas de todas su jarcias. No puedo ocultar que al
apoderarse Roma de este país, mostró más avidez que amor a la justicia.
Ptolomeo, que reinaba en él, tenía en. favor suyo nuestra alianza y la fe
en los tratados. Proscripto sin tener nada que censurarle, y únicamente porque
nuestro tesoro estaba exhausto, aquel príncipe se dio la muerte con
veneno; de esta manera vino la isla a ser tributaria, como se hace con el
enemigo vencido, y sus despojos trasladados a Roma en las naves de Catón.
Pero volvamos al orden de los acontecimientos.
En medio de la serie de catástrofes que hemos
mencionado, fue repentinamente llamado a Antioquía Ursicino, que mandaba en
Nisiba, a cuyas órdenes estaba yo colocado por mandato expreso del
Emperador, debiendo encargarse de la dirección del sangriento proceso que iba
a abrirse. Obedeció aunque a disgusto, y tuvo que hacer frente a la turba
aduladora que le rodeaba por doquier. Ursicino era excelente soldado y
hombre de talento, pero el menos a propósito para los procedimientos
forenses. Alarmado por sus propios peligros, al ver qué personas le
estaban asociadas en aquella misión, acusadores o jueces, salidos todos
del mismo antro, decidió dar su informe secreto a Constancio acerca de
todo lo que ocurría pública u ocultamente, suplicándole le concediese
medios para contener los furores de Galo, cuyos arrebatos conocía demasiado.
Pero como veremos más adelante, esta precaución hizo chocar a Ursicino con
escollo más peligroso, porque tenía enemigos que urdían trama sobre trama
para comprometerle ante Constancio, cuyo carácter era moderado por punto
general, pero demasiado inclinado a prestar oídos a las confidencias del
primero que llegaba, haciéndose entonces cruel, implacable y
completamente distinto de lo que antes era.
El día designado para los siniestros
interrogatorios, el jefe de la caballería, verdadero simulacro de juez, ocupó
un puesto entre los asesores, que llevaban aprendida de antemano
la lección. Asistían muchos notarios, cómodamente colocados para escuchar
las preguntas y las respuestas, corriendo en seguida a comunicarlas al
César. Oculta detrás de un tapiz, la reina prestaba oídos ávidos a los
debates: y los feroces apóstrofes de unos, las incesantes provocaciones de
otros, causaron la pérdida de más de un acusado, a quienes no se permitió
ni siquiera discutir los cargos, ni defenderse. Hízose comparecer en
primer lugar a Epigonio y a Eusebio, víctimas ambos de identidad de
nombres: recordaráse que Moncio, al morir, pronunció estos dos nombres, queriendo denunciar
a los tribunos de la manufactura, que le habían prometido armas en caso de
sublevación. Epigonio, como demostró, no tenía de filósofo más que el
manto; así es que desde el primer momento descendió a las súplicas más
inútiles; y en seguida, cuando tuvo los costados surcados por el hierro y
la muerte ante los ojos, confesó cobardemente pretendida participación en
imaginarias conspiraciones, cuando colocado completamente fuera del
movimiento de los negocios, públicos, no había tenido entrevistas con
nadie, ni recibido la más pequeña comunicación. Eusebio, por el contrario,
lo negó todo con energía, sin flaquear ni por un momento en las torturas, no
cesando de decir a gritos que aquello era asesinar y no juzgar. Como
perito en las leyes, insistió obstinadamente Eusebio en que se le carease
con su acusador, y que se cumpliesen las formalidades. El César calificó
de insurrección y soberbia aquella reclamación de derecho, y mandó que se
arrancase la carne de los miembros a aquel insolente. La ejecución fue
bastante terrible para no dejar al instrumento de la tortura nada que
arrancar de los pelados huesos; pero el paciente la soportó inmóvil con
increíble energía, sonriendo amargamente a sus verdugos y apelando a la
justicia
En seguida se procedió a la investigación acerca
del manto real; sometióse a la tortura a los obreros empleados en teñir de
púrpura y declararon haber teñido un cuerpo de túnica sin mangas. Por
estos indicios se prendió a un tal Maras, calificado de diácono entre los
cristianos, de quien se presentó una carta escrita en griego al jefe de la
manufactura de Tiro excitándole a apresurar un trabajo que no se
designaba. Maras, sujeto también a la tortura y martirizado hasta la muerte, no reveló
nada más. También se cumplió el tormento en otros muchos casos, pero con
diferentes resultados; dejando unas veces subsistir la duda, y no probando
en otras más que la ligereza de las acusaciones. En cuanto a los dos
Apolinares, padre e hijo, los últimos de la larga serie de
víctimas, fueron desterrados. Pero a su llegada a Crateras, casa de campo
que poseían a veinticuatro millas de Antioquía, les rompieron las piernas,
siendo muertos en seguida por orden expresa de Galo.
No se contuvo en esto la ferocidad del príncipe,
sino que, como león irritado por la sangre, se mostró más ávido de
investigaciones de este género; pero no referiré todos los detalles para no
ser más extenso de lo que me he propuesto.
(Año 351 después de J. C.)
Prolongábanse para el Oriente estos sufrimientos,
cuando Constancio, cónsul por séptima vez con Galo, que lo era por la tercera,
partió de Arles al comenzar la primavera para hacer guerra a los alemanes,
cuyas frecuentes incursiones, bajo el mando de sus reyes Gudomando y Vadomario, hermano
suyo, sembraban extragos entre los habitantes de la Galia. El príncipe se
detuvo largo tiempo esperando víveres de Aquitania, porque, hinchados los
torrentes por la extraordinaria frecuencia de la lluvia, impedían el envío
de los convoyes. Durante esta forzada detención llegó Herculano, que
servía en los protectores, y que era hijo de Hermógenes, jefe de la
caballería, asesinado en Constantinopla en una revuelta popular, como
antes dijimos. El Emperador, ante el fiel relato que le hizo Herculano de
la conducta de Galo, no pudo menos de deplorar amargamente el pasado y
experimentar vivas inquietudes por lo venidero, aunque procurando, sin embargo,
ocultar la turbación de su ánimo. Entretanto los soldados, reconcentrados
en Cabillona (Chalons), se irritaban por aquellos retrasos; tanto más
cuanto que, no llegando los convoyes, faltaron las distribuciones. En
estas circunstancias Rufino, prefecto del pretorio, tuvo que cumplir la misión
más peligrosa: la de traer los soldados a la razón, demostrándoles que la
escasez que experimentaban era involuntaria. Mandósele terminantemente que
entrase en negociaciones con aquellas rudas gentes, exasperadas por el
hambre y dispuestas siempre a mirar de mala manera a la autoridad civil.
En realidad aquello no era más que un medio calculado para perderle,
porque querían deshacerse de aquel tío de Galo, cuya influencia política
podía servir de apoyo a las perniciosas miras de su sobrino; pero salió
del paso con destreza, y el proyecto quedó aplazado. Eusebio, prefecto
del palacio, llegó en seguida a Callibona, trayendo considerable cantidad
de dineros, cuya distribución, hecha bajo mano entre los agitadores, calmó
la alteración y aseguró la vida del prefecto del pretorio. A poco, por
efecto de la llegada de numerosos convoyes, volvió la abundancia al ejército y
pudo designarse día para levantar el campamento.
Después de muchas y penosas marchas por
desfiladeros, en los que hay que abrirse paso entre la nieve, llegaron al fin
al Rhin, cerca de Rauraca. En el acto apareció en la otra
orilla muchedumbre de alemanes, y con multitud de dardos impidieron a los
romanos construir un puente de barcas. Parecía insuperable el obstáculo, y
el Emperador, entregado a profundas reflexiones, no sabía qué partido
tomar, cuando, en el momento que menos se pensaba, se presentó un guía
muy enterado de los pasos, quien, mediante salario, mostró un vado que
aprovecharon a la noche
«Os ruego que ninguno extrañe si al llegar al
término de tan penosas marchas, disponiendo de tan inmensas provisiones,
pudiendo confiar, como confío, en mi ejército, en el momento de hollar
el suelo de los bárbaros, cambio de propósito y paso de repente a ideas de
paz. Pero todos comprenderán, si quieren reflexionar, que el soldado,
cualquiera que sea su valor individual, no tiene que considerar y defender
más que a sí mismo, mientras que el Emperador, que vela por los intereses
de todos porque los tiene depositados en sus manos, es el único que conoce el
lado fuerte y el lado débil de la cosa pública, y es el único también que,
con el auxilio divino, puede aplicar el remedio al daño. Escuchadme, pues,
favorablemente, queridos compañeros. Quiero deciros por qué os he
convocado, y os lo diré en pocas palabras, porque la verdad es sobria de éstas
y va derecha a su objeto. La fama ha hecho resonar vuestra gloria hasta en
las comarcas que tocan a los fines del mundo. La nación de los alemanes y
sus reyes se alarman y ante los ojos tenéis a sus legados, que vienen, en
nombre de sus compatriotas, a suplicaros humildemente que olvidemos el pasado
y pongamos fin a la guerra. Siendo yo partidario de la moderación y de los
consejos prudentes y útiles, creo conveniente acceder a sus ruegos, porque
encuentro en ello muchas ventajas. Por este medio evitamos las peripecias,
siempre peligrosas, de los combates; de adversarios nuestros que eran, los
tendremos ahora, según su promesa, por auxiliares, y sin que nos cueste
sangre amansaremos su ferocidad tan temible para nuestras provincias.
Pensad que puede vencerse fuera del campo de batalla, sin ruido de
trompas, sin hollar al enemigo; y esta dominación es la más segura que se
acepta, por experiencia de su energía cuando se la resiste y de su
mansedumbre cuando se someten a ella. En fin, espero vuestra decisión como
árbitros; la espero como príncipe amigo de la paz y que más desea mostrar
moderación que aprovechar sus ventajas. Este es también el partido que nos
aconseja la razón, y, creedme, nadie os tachará de haber carecido de valor
por haber ostentado modestia y humanidad.»
En cuanto terminó el Emperador, deseosa de
complacerle la multitud, mostró unánime aprobación al discurso y se declaró por
la paz, contribuyendo mucho a este resultado la circunstancia de que, en
los frecuentes hechos de armas de su reinado, Constancio,
favorecido siempre por la fortuna contra sus enemigos interiores, no había
experimentado más que reveses contra los del exterior. Ajustóse, pues, el
tratado según los ritos nacionales de los dos pueblos, y, terminadas las
solemnidades, el Emperador marchó a pasar el invierno en Milán.
Exento allí de cuidados, reconcentró todos sus
pensamientos en lo que era el asunto difícil para él, su nudo gordiano. Más de
una vez trató de noche esta cuestión con sus íntimos en sus conversaciones
secretas. ¿Emplearían la fuerza o la astucia para apoderarse de aquel audaz en
sus proyectos de trastornos? Adoptándose este procedimiento, escribióse a
Galo una carta muy afectuosa, llamándole al lado del Emperador, so
pretexto de negocios sumamente importantes. Una vez aislado por este
medio, nada tan fácil como descargarle el último golpe.
Sin embargo, esta opinión tuvo muchos contrarios
en aquella multitud de intereses versátiles, oponiéndose, entre otros,
Arbeción, ardiente y astuto promovedor de intrigas, y Eusebio, prepósito
Estas conversaciones llegaron a oídos del
príncipe, abiertos y accesibles siempre para tales cosas, consiguiendo al
pronto hacerle vacilar; pero al fin tomó una resolución, que fue la
de asegurarse previamente de Ursicino. Invitósele, pues, en los términos
más lisonjeros a que viniese a la corte, donde se le necesitaba para
ponerse de acuerdo con él acerca de urgentes medidas que habían de tomarse
contra los parthos, cuyos extraordinarios armamentos amenazaban al imperio
con próxima irrupción; y para que no desconfiase se encargó a su vicario,
el conde Próspero, que le reemplazase en su cargo hasta su regreso. En
cuanto se recibió esta carta, provistos los dos de órdenes para las postas
del Estado, marcharon apresuradamente a Milán.
Solamente quedaba estrechar al César para que
partiese, y queriendo Constancio evitar hasta la sombra de sospecha, le hizo en
su carta las instancias más afectuosas para que le acompañase su esposa,
hermana querida a la que tanto deseaba ver. Ésta vaciló al pronto, sabiendo de
lo que era capaz Constancio; sin embargo, consintió en el viaje, confiando
en su influencia sobre su hermano; pero apenas pisó la Bitinia murió
rápidamente de un acceso de fiebre en la estación llamada Cinos Galicanos.
Esta muerte privaba al esposo del apoyo en que esperaba más, quedando impresionado hasta
el punto de no saber qué decidir, y teniendo como idea fija, en la perturbación
de su mente, que Constancio lo sacrificaba todo a su objeto, no admitía
arreglo alguno, no perdonaba ninguna falta y se mostraba más implacable
con los que le tocaban más de cerca: seguramente aquel llamamiento era un
lazo, e iba la vida en dejarse coger en él. En tan crítica situación,
y considerando segura su pérdida, calculó sus probabilidades para
apoderarse del rango supremo, pero tenía doble motivo para temer las
deserciones; sabía que le odiaban por su violencia y le despreciaban por
su falta de firmeza, y causaba además espanto a sus adeptos los continuos
triunfos de las armas de Constancio en las guerras civiles. En medio de
estas terribles ansiedades, llegaban cartas y cartas del Emperador
instándole, en tono de queja o de ruego, o bien insinuando con capciosas
frases que en los presentes apuros del Estado, aludiendo al estrago de las
Galias, la acción del poder no podía ni debía estar más tiempo dividida;
que necesitaban reunirse, contribuir de común acuerdo, cada uno en la
medida de sus facultades, al mejoramiento de la cosa pública.
Bajo Diocleciano, añadía (siendo reciente el recuerdo), sus colegas los
Césares ni siquiera tenían. residencia fija, sino que esperaban, como
aparitores, la orden de trasladarse al punto que le designaban, habiéndose
visto en la Siria a aquel Emperador para mostrar su disgusto dejar
caminar delante de su carro a pie, por espacio de cerca de una milla, a
Galerio, que estaba revestido con la púrpura.
Muchos emisarios habían fracasado sucesivamente
cerca de Galo; pero habiendo llegado al fin Scudilón, tribuno de los
escutarios, talento sutil y muy insinuante bajo grosera envoltura,
y adulándole unas veces y hablándole razonablemente en otras, le decidió a
partir; insistiendo a cada momento el hipócrita sobre la tierna
impaciencia que experimentaba por verle aquel hermano de su esposa, aquel
hijo de su tío. Algunos imprudentes extravíos no podían menos de encontrar indulgencia
en aquel príncipe tan benigno, tan clemente, que no quería otra cosa que
hacerle participar de su grandeza, y asociarle a sus futuros trabajos para
el alivio de los sufrimientos,
Enterado de esto Constancio se enfureció de un
modo indecible; y temiendo que Galo, dudando acerca de lo que le esperaba,
intentase durante la marcha algún medio para atender a su seguridad, cuidó
de desguarnecer todas las ciudades que se encontraban en su paso.
Entretanto, Tauro, que marchaba como cuestor a Armenia, cruzó por
Constantinopla sin presentarse a saludar a Galo, y sin mostrar que hacía
caso de él. Sin embargo, presentáronse algunos de parte del Emperador para
desempeñar, según decían, cerca del César tal o cual oficio, pero en realidad
para espiar sus pasos y guardarle de vista. Entre éstos estaban Leoncio,
que después fue prefecto de Roma, y que se encontraba allí en calidad de
cuestor; Luciliano, que llevaba el título de jefe de los guardias del
César, y el tribuno de los escutarios, llamado Bainobaudes.
Después de larga marcha por la llanura llegaron a
Andrinópolis, llamada en otro tiempo Uscudama, en la región del Hemus; y
durante los doce días que descansó Galo en esta ciudad, se enteró de que
los destacamentos de la legión tebana, acantonados en las ciudades vecinas, le
habían enviado una diputación para exhortarle, con promesas muy positivas,
a que no marchase más lejos y que contase con el apoyo de su legión, que
se encontraba reunida en las cercanías; pero tan estrecha era la
vigilancia, que Galo no pudo ni por un momento hablar con los legionarios ni
recibir su comunicación. Continuaba recibiendo carta tras carta del
Emperador, viéndose en la necesidad de volver a marchar de Andrinópolis con
solos diez carros de carga, número que designaban las órdenes, y dejando
detrás toda su comitiva, exceptuando algunos ministros de casa y mesa. El
total abandono de los cuidados de su persona demostraba la precipitación
de su marcha, apresurada incesantemente por uno u otro de sus guardianes.
En tanto, gemía amargamente; en tanto, lanzaba duras imprecaciones contra
la fatal temeridad que le colocaba en aquella situación, como pasivo
y degradado a merced de manos subalternas: hasta en el silencio de la noche,
ordinaria tregua a los cuidados humanos, su inquieta conciencia evocaba en
derredor suyo fantasmas que le aterraban con fúnebres gritos; pareciéndole
ver los espectros de sus víctimas, a cuyo frente venían Domiciano y Moncio
dispuestos a cogerle y a entregarle en las vengadoras manos de las Furias.
Porque durante el sueño el alma, desprendida de los lazos del cuerpo, pero
continuando activa y ocupándose de los intereses de la vida, crea
ordinariamente esas apariencias de cosas que llamamos fantasías.
Así se veía fatalmente arrastrado Galo al término
en que había de perder el imperio y la vida. Rápidamente recorrió la distancia
con el auxilio de los relevos del Estado, llegando a Petobión, ciudad de
la Nórica, donde cesó ya todo disimulo, presentándose repentinamente el
conde Barbacion, que había mandado los guardias bajo su imperio, y
Apodenio, intendente del Emperador, y trayendo ambos a sus órdenes un
destacamento de soldados, colmados todos de beneficios de Constancio, por
cuyo motivo les habían elegido, como igualmente inaccesibles al soborno y a
la compasión.
Ya se obraba al descubierto y se rodeó de
centinelas el palacio. Al obscurecer entró Barbacion en la cámara de Galo; le
hizo despojarse de las vestiduras reales y vestir túnica y manto comunes, aunque
asegurando bajo juramento que las órdenes del Emperador eran de no llevar las
cosas más lejos; pero al mismo tiempo le dijo: «Levanta»; en seguida le
hizo subir en una carroza de simple particular, y le llevó a las cercanías
de la ciudad de Pola, en Istria, donde, como se sabe, recibió la muerte
Crispo, hijo de Constantino. Mientras le guardaban allí, y aterrada su
imaginación, anticipaba los horrores del desenlace, llegaron
apresuradamente Eusebio, el prepósito de palacio, y Melobaudes, tribuno de
la armadura, encargados por el Emperador de someterlo a un
interrogatorio acerca de cada uno de los asesinatos que había ordenado en
Antioquía. Al oír esto, palideció como Adastro, y apenas tuvo fuerza para
decir que casi todo lo había hecho por instigaciones de su esposa
En esto, como en otros muchos ejemplos (siempre
sucede lo mismo), hay que reconocer la mano de Adrasta o Némesis, porque la dan
los dos nombres. Cualquiera que sea la idea que representen, jurisdicción
remuneradora y vengadora, dictando sus sentencias, según la
opinión vulgar, desde una región de los cielos elevada sobre el globo de
la luna, o según otra definición, inteligencia omnipotente y tutelar que
preside general y particularmente los destinos del hombre, o hija de la
justicia, según la antigua teogonía, que desde las profundidades de la
eternidad vigila invisiblemente todas las cosas de aquí abajo: estos dos
nombres expresan el poder soberano, árbitro de las causas, dispensador de
los efectos, que tiene la dirección de los destinos, crea las
vicisitudes, destruye las combinaciones de la prudencia mortal, y de la
concurrencia de circunstancias hace brotar resultados inesperados; y
también el que encadenando el orgullo humano con los inextricables nudos
de la necesidad, da como le place la señal de la elevación y abatimiento
de fortuna, humilla y prosterna los ánimos soberbios, inspirando a los
humildes y a los sencillos valor para salir de la abyección. La fabulosa
antigüedad le atribuyó alas, para significar que se dirige a todas partes
con la rapidez del ave, y le puso también un timón en la mano y una rueda a los
pies, doble emblema de su poder y movilidad.
Con tan prematura muerte terminó Galo, siendo para
él libertad. Había vivido veintinueve años y reinado cuatro: su nacimiento tuvo
lugar en Massa, en el Sienense, en Toscana, siendo su padre Constancio,
hermano del Emperador Constantino, y su madre Gala, hermana de Rufino y de Cerealis,
revestidos ambos con las insignias de cónsul y de prefecto. Galo tenía
arrogante figura, elegante apostura, miembros exactamente proporcionados,
fina y rubia caballera, y aunque apenas le apuntaba la barba, su aspecto
revelaba precoz madurez. En cuanto a lo moral, el contraste era más grande
entre su aspereza y la jovialidad de su hermano Juliano, que entre los dos
hijos de Vespasiano, Domiciano y Tito. Elevado por la fortuna al grado más
alto del favor, sufrió uno de esos reveses con que, burlándose, destruye
la existencia humana, levantando a uno hasta las estrellas y
precipitándole un momento después en el abismo. Y como de esto hay tantos
ejemplos, seré parco en las citas. Esta misma inconstante y movible
fortuna hizo del alfarero Agatoclo un rey de Sicilia, y del tirano
Dionisio, terror de sus pueblos, un maestro de escuela de Corinto. Ella
fue quien hizo pasar por Filipo a un Andrisco Adramiteno, nacido en un
molino de batán, y redujo al hijo legítimo de Perseo a hacerse herrero
para atender a su vida. Ella también fue la que entregó a los numantinos
Mancino, depuesto de su mando; abandonó a Veturio a las represalias de
los samnitas, Claudio a la crueldad de los corsos y Régulo a los atroces
rencores de Cartago. Su rigor entrega a merced de un eunuco de Egipto a
aquel Pompeyo a quien tantas hazañas habían merecido el nombre de Grande;
y un esclavo escapado de la prisión, Euno, fue general de un ejército
de fugitivos. Por efecto de sus caprichos muchos nobles varones se
inclinaron ante un Viriato y un Spartaco, y muchas cabezas de las que un
gesto hacía que todo temblase, cayeron bajo la mano
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