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VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

Capítulo IV

LA ÉPOCA ICONOCLASTA. LOS PERÍODOS DE LAS DINASTÍAS ISÁURICA O SIRIA (717-802) Y AMORIANA O FRIGIA (820-867)

La dinastía isáurica o siria.

Hasta una época muy reciente se ha venido atribuyendo al emperador León III (717­741), fundador de la nueva dinastía, la calidad y nombre de Isáurico, y a su descendencia se la ha llamado generalmente dinastía isáurica. Pero a fines del siglo XIX surgió la opinión (Schenk) de que León III, lejos de ser isaurio, era sirio de nacimiento. Hoy siguen esta teoría otros historiadores. La confusión reinante sobre este punto se debe al hecho siguiente: por una parte, el autor de la fuente principal relativa al origen de León, Teófanes, cronista de primeros del siglo IX, escribe: “León el Isáurico era originario de Germanicea y era, en realidad, de Isauria”; y por otra la versión latina de Teófanes, traducida por el bibliotecario pontificio Anastasio en la segunda mitad del siglo IX, no dice nada de Isauria, y declara que León procedía de Germanicea y era sirio de nacimiento. La Vida de Estaban el Joven dice también que León era “sirio de origen” .

Una fuente árabe menciona a León como “un ciudadano cristiano de Malash”, esto es, Germanicea, y hombre que sabía expresarse fácil y correctamente en árabe y en 96 romano .

No creemos necesario presumir que Teófanes confundió la población siria de Germanicea con la de Germanicópolis, sita en la provincia isauria. El origen sirio de León es muy probable; pero hay sabios, Kulakovski por ejemplo, que consideran falsa tal teoría.

El hijo de León III, Constantino V Coprónimo (741-755), casó en primeras nupcias con Irene, hija del kan de los kázaros, y tuvo de ella un hijo, León IV, a quien se llama el kázaro a veces y que reinó de 775 a 780, casando con una joven griega de Atenas, Irene, quien, a la muerte de su esposo, quedó dueña del Imperio, ya que había sido proclamado emperador su hijo Constantino VI (780-797), menor aún. AI llegar el joven a edad competente para reinar solo, estalló un conflicto entre él y su ambiciosa madre. Irene, victoriosa, destronó a su hijo y le hizo sacar los ojos. Tras esto, ella ejerció sola el poder supremo (797-802). El caso de Irene plantea un problema importante: ¿podían las mujeres asumir el poder supremo en el Imperio bizantino, reinando en el sentido más amplio de la palabra? Desde la época de la fundación del Imperio las mujeres de los emperadores llevaban el título de Augusta y durante las minoridades de sus hijos desempeñaban las funciones del poder imperial, pero siempre en nombre de sus hijos. Ya vimos que, en el siglo V, Pulquería, hermana de Teodosio, dirigió la regencia en el curso de la minoría de su hermano. Otra mujer gozó de situación excepcional e influyó mucho los asuntos públicos de Bizancio: Teodora, esposa de Justiniano el Grande. Pero esos fueron ejemplos de gobierno femenino en nombre de un hijo o hermano, y el influjo político de Teodora dependió exclusivamente de la condescendencia de su marido. La primera mujer que reinó en Bizancio con la autoridad absoluta que da el poder supremo fue Irene, la madre del desgraciado Constantino VI. Ella fue un verdadero autócrata. Semejante fenómeno significaba una innovación en la vida bizantina, y una innovación opuesta en absoluto a las tradiciones seculares del Imperio.

Es interesante notar, al respecto, que en los decretos y documentos oficiales, Irene no es calificada de “emperatriz”, sino llamada “Irene, el emperador (basileus) fiel”. Según los conceptos de la época, sólo un emperador, es decir, un hombre, podía legislar oficialmente, y por eso hubo de adoptarse la ficción que hacía un emperador de Irene. La revolución del 802, concebida y manejada por uno de los más altos funcionarios civiles, Nicéforo, concluyó con la deposición de Irene, que murió en el destierro. Nicéforo ascendió al trono y con Irene concluyó la dinastía isauria o siria. Entre 717 y 802 el Imperio fue, pues, gobernado por una dinastía de origen oriental, ya fuese del Asia Menor, o de Siria del Norte, con mezcla de sangre kázara a raíz del matrimonio de Constantino V.

Al ascender León III al trono, el Imperio atravesaba uno de los más críticos períodos de su historia. A la espantosa anarquía interior provocada por la lucha del emperador y los representantes de la aristocracia bizantina, particularmente agresiva desde la época de la primera deposición de Justiniano II. se añadía en Oriente la amenaza árabe, más próxima cada vez a la capital. La situación recordaba la existencia en el siglo VII bajo Constantino IV, y aun parecía más crítica en ciertos aspectos.

Las fuerzas de tierra de los árabes habían atravesado toda el Asia Menor de este a oeste, en los reinados de los dos antecesores de León III, y ocupaban Pérgamo y Sardes, ciudades próximas al litoral del Egeo. Mandaba los ejércitos árabes un general de mérito: Maslamah. A los pocos meses de la entrada de León en Constantinopla (717), los árabes, saliendo de Pérgamo, avanzaron hacia el Norte, alcanzaron Abydos, sobre el Helesponto, pasaron a la costa europea y pronto estuvieron al pie de las murallas de la capital. En el mismo momento una flota árabe fuerte, de 1.800 naves de diversos tipos, según las crónicas bizantinas (Teófanes), navegaba a través del Helesponto y la Propóntide, amenazaba la capital por el mar. Siguióse un verdadero asedio. Pero León probó sus brillantes capacidades militares preparando adecuadamente la defensa de la capital. Una vez más, la diestra utilización del fuego griego causó los mayores estrago; en la flota árabe, mientras el hambre y el rigor extremo del invierno del 717-779 contribuían a la derrota del ejército mahometano. Obligados por un pacto convenido con León III, y a la vez atendiendo a su defensa propia, los búlgaros lucharon también contra los árabes en tierras tracias, causándoles fuertes perdidas. A poco de un año después de iniciado el sitio los árabes se alejaron de la capital, salvada merced al talento y energía de León III. Notemos de pase que con motivo de este asedio se halla la primera alusión a la cadena que cerraba el paso del Cuerno de Oro a las naves enemigas.

La historia otorga gran importancia a este fracaso de los musulmanes ante Constantinopia. Con su resistencia triunfal, León salvó al Imperio bizantino. Bury dice que Constantinopla fue el gran “baluarte de la Europa cristiana”, y califica al año 718 de “fecha ecuménica”. El historiador griego Lambros compara aquellos hechos a las guerras pérsicas de la Grecia antigua y da a León el nombre de Milcíades del helenismo medieval fi). Si Constantino IV había contenido a los árabes junto a los muros de Constantinopla, León III los rechazó definitivamente, pues aquella fue la última expedición árabe contra la ciudad “protegida de Dios”. En este sentido la victoria de León tiene una importancia extraordinaria.

La expedición de los árabes contra Constantinopla, así como el nombre de Maslamah, han dejado una huella profunda en la posterior tradición legendaria del Islam. El nombre de Maslamah está vinculado a una mezquita que, según esa tradición, 97 él construyó en Constantinopla.

Y, sin embargo, aquella época fue una de las más brillantes del califato primitivo. El poderoso califa Walid I (705-715), contemporáneo del período de anarquía que reinó en el Imperio bizantino, supo rivalizar con los emperadores en actividad constructiva. En Damasco se construyó una mezquita que, como Santa Sofía en el mundo cristiano, fue por bastante tiempo la construcción más espléndida del mundo musulmán. La tumba de Mahoma en Medina quedó rodeada de la misma magnificencia que el Santo Sepulcro en Jerusalén. Es interesante advertir que entre los musulmanes aquellos edificios no sólo fueron circundados de leyendas relativas a Mahoma, sino también de otras concernientes a Cristo. Según la tradición musulmana, la primera voz de Jesús cuando vuelva a la tierra sonará desde uno de los alminares de la mezquita de Damasco y el espacio libre en torno a la tumba de Mahoma en Medina servirá de tumba a Jesús cuando muera después de su segundo advenimiento.

Poco a poco, la lucha del Imperio y el califato iba adquiriendo los caracteres de una guerra santa. Los resultados de tal lucha, a principios del siglo VIII no satisfacían ni a los griegos ni a los árabes: los griegos no habían recobrado Jerusalén y los árabes no conseguían tomar Constantinopla. V. Barthold escribe al efecto, estas interesantes líneas: “(...) Entre los cristianos, como entre los musulmanes, la idea del triunfo del Estado dejaba lugar a la idea del arrepentimiento y de una y otra parte se esperaba el fin del mundo. Parecía a los dos adversarios que sólo precisamente antes del fin del mundo los objetivos finales de sus Estados se alcanzarían. En el mundo latino, igual que en el mundo griego, se expandió la leyenda de que antes del fin del mundo el soberano cristiano (el rey franco o el emperador bizantino), entraría en Jerusalén y entregaría su corona terrena al Salvador, mientras los musulmanes esperaban que el fin del mundo fuese precedido de la caída de Constantinopla. No es pura casualidad que el reinado del “sólo piadoso” califa omeya, Omar II (717-720), coincidiese con el centenario de la hégira (hacia el 720), en un momento en que se esperaba el fin del Estado musulmán, yal mismo tiempo el fin del mundo, después del desafortunado sitio de Constantinopla bajo el reinado del califa anterior, Suleimán”.

Catorce años después del asedio de Constantinopla, la ofensiva árabe en la Europa Occidental, partiendo de España, era rechazada por Carlos Martel, omnipotente mayordomo palatino de un débil rey franco.

Tras su derrota del 718, los árabes no emprendieron nuevas hostilidades serias en vida de León III, sobre todo desde que se hallaron claramente amenazados al norte por los kázaros. Ya vimos que León III negoció el casamiento de su hijo y sucesor, Constantino, con la hija del kan de los kázaros, aliándose con su nuevo pariente. Así, pues, en su lucha contra los árabes, León tuvo dos aliados: primero los búlgaros y luego los kázaros. De todos modos los árabes no permanecieron sosegados, sino que continuaron invadiendo el Asia Menor, llegando a veces incluso hasta Nicea, cerca de la Propóntide. Hacia el fin de su reinado, León logró derrotar a los árabes en Acroinon (Frigia), hoy Afiun Karahissar, sobre el ferrocarril de Konia. Esta derrota forzó a los árabes a evacuar el occidente del Asia Menor, retrocediendo camino del este.

Los musulmanes asocian la batalla de Acroinon a la leyenda del héroe nacional turco Seid Battal Ghazi, el paladín del Islam, cuya tumba se muestra hoy en una aldea al sur de Eskishehír (en la Edad Media, Dorilea). El hombre que personifica en la historia ese héroe fue el musulmán Abdallah-Al-Battal, caído en la batalla de Acroinon.

A mediados del siglo VIII el califato árabe fue desgarrado por graves desordenes intestinos debidos al cambio de la dinastía omeya por la abásida, que depuso a la anterior. Los abbasidas trasladaron su capital y sede de gobierno a Bagdad, junto al Tigris, muy lejos de la frontera de Bizancio. Así, el sucesor de León III, Constantino V, pudo avanzar las fronteras imperiales hacia el este, llevándolas hasta los límites del Asia Menor, en una serie de expediciones afortunadas.

Pero en la época de Irene, bajo el califa Al-Mahdi, los árabes reanudaron con éxito su ofensiva en Asia Menor, y en 782-83 la emperatriz hubo de pedir la paz. El convenio que la acordaba, por una duración de tres años, era humillante para el Imperio. La emperatriz se comprometía a satisfacer a los árabes un tributo anual de 70 ó 90 millares de denarios, en dos pagos por año. Es muy probable que las tropas enviadas por Irene a Macedonia, Grecia y el Peloponeso el mismo año (783), para reprimir la revuelta eslava, estuviesen ocupadas en ello todavía, lo que debía debilitar la situación de Bizancio en el Asia Menor. El 798, después de los triunfos logrados por los árabes bajo el califa Harun-Al-Raschid, se firmó un nuevo tratado con el Imperio bizantino, subsistiendo la cláusula del tributo.

Los emperadores de la dinastía isáurica mantuvieron con los búlgaros relaciones muy movidas. Los búlgaros, que habían adquirido poco a poco una situación importante en el Danubio inferior, hubieron primero de defender su existencia política contra los intentos de Bizancio de destruir la obra de Isperich. La situación política del reino búlgaro en el siglo VIII era muy compleja. Por una parte las hordas búlgaras y sus jefes se disputaban el título supremo de kan, provocando muchas turbulencias dinásticas: por otra, como conquistadores recientes, tenían que luchar contra los eslavos sometidos de la península. Los kanes búlgaros de fines del siglo VII y principios del VIII atestiguaron mucha habilidad en sus relaciones con Bizancio, su más peligroso enemigo. Ya indicamos que los búlgaros sostuvieron a Justiniano II en sus pretensiones al trono y prestaron una ayuda activa a León III contra los árabes cuando éstos sitiaron Constantinopla. Tras estos sucesos, los escritores bizantinos no hablan de los búlgaros en treinta años. Durante el reinado de León III, los búlgaros consiguieron mantener la paz con el Imperio.

Bajo Constantino V las relaciones búlgarobizantinas fueron más tirantes. Con ayuda de sirios y armenios llevados desde la frontera oriental a Tracia, el emperador construyó una serie de fortificaciones a lo largo de la frontera búlgara. El embajador búlgaro en Constantinopla fue tratado con cierta altanería por Constantino. Como consecuencia de estos hechos, los búlgaros emprendieron las hostilidades. Constantino dirigió contra ellos ocho o nueve campañas por mar y tierra, proponiéndose el aniquilamiento del reino búlgaro. Las expediciones tuvieron resultados diversos, pero Constantino, al cabo, no alcanzó su fin. No obstante, ciertos historiadores llaman a Constantino “el primer matador de búlgaros” (Bulgaroctonos) a causa de su enérgica lucha y de las fortalezas que construyó contra los búlgaros.

Las discordias dinásticas búlgaras concluyeron a finales del siglo VIII la vez que se atenuaba el antagonismo eslavo-búlgaro. Así comenzaba la formación de la Bulgaria del siglo IX, eslavizada y convertida en un Estado pujante y que albergaba muy claros proyectos ofensivos contra Bizancio. Esta política ofensiva de los búlgaros se manifestó muy nítidamente desde fines del siglo VIII, bajo el reinado de Constantino VI y de la madre Irene. Bizancio, entonces, tras amargos reveses militares, hubo de pagar tributo a los búlgaros.

Al hablar de las pugnas entre Bizancio y Bulgaria en el siglo VIII, no debemos olvidar que las fuerzas búlgaras comprendían también a los eslavos incluidos en el reino búlgaro. Por otra parte, la ocupación de la península balcánica por los eslavos continuó en el decurso del siglo VIII. Un peregrino occidental que se dirigía a los Santos Lugares, en tiempos de León III, visitó la ciudad peloponesa de Monembasia (Malvasia) y escribía que estaba situada en tierra eslava. Menciónase la presencia de eslavos en Dyrrachium y en Atenas en el siglo VIII. Las siguientes líneas de Constantino Porfirogénito (De Thematibus), se refieren igualmente a la época de Constantino V: “Todo el Peloponeso —dice— se convirtió en eslavizado y bárbaro después que la peste se hubo extendido por todo el Universo”. El autor alude a la terrible epidemia de 740-747, que, transmitida de Italia, asoló en especial Constantinopla y el sur de Grecia. Para repoblar la capital una vez extinguida aquella plaga, Constantino hizo acudir a Constantinopla hombres de diversas provincias. Según juicio de la misma población, el Peloponeso quedó eslavizado desde mediados del siglo VIII. Al mismo período debe hacerse remontar la creación de nuevas colonias en Grecia, en el lugar de las ciudades o pueblos cuya población había sido diezmada por la peste o llevada a la capital para repoblar ésta. Según Teófanes, a fines del siglo VIII Irene envió una expedición especial “contra las tribus eslavas” a Grecia, Tesalónica y al Peloponeso. Más adelante, aquellos eslavos de Grecia participaron de modo activo en la conjura contra Irene. Estos hechos muestran sin sombra de duda que en el siglo VIII los eslavos no sólo estaban definitiva y sólidamente instalados en la península de los Balcanes, incluso toda Grecia, sino que hasta intervenían en la vida política del Imperio. En el siglo IX eslavos y búlgaros habían de ser los más serios enemigos del Imperio de Bizancio.

 

Política interior de los emperadores de la dinastia isaurica o siria. La legislación

León III no fue sólo un jefe de talento y un defensor enérgico del Imperio contra el enemigo exterior, sino también un legislador avisado y prudente. Desde el tiempo de Justiniano el Grande, en el siglo VI, los textos latinos de Código, Digesto e Instituciones, eran poco o mal comprendidos en la mayoría de las provincias. En numerosos distritos, sobre todo en Oriente, se seguían antiguas costumbres locales con preferencia a las disposiciones oficiales, como 1a demuestra claramente la popularidad de la colección legislativa siria del siglo VII. Las Novelas publicadas en griego sólo concernían a la legislación corriente, por así decirlo. Sin embargo, en el siglo VII, el Imperio, al haber perdido poco a poco toda Siria, Palestina, Egipto, África del Norte, y, en el septentrión, la parte norteña de la península de los Balcanes, iba volviéndose cada vez más “griego” en idioma. Era, pues, menester publicar, para uso general y ordinario, un Digesto legislativo en griego, y un compendio que reflejase todos los cambios que habían afectado la vida desde la época de Justiniano I.

León III comprendió muy bien la necesidad de tal Código y confió su ejecución a un grupo cuyos miembros fueron escogidos por él. El resultado con los trabajos de semejante comisión fue un Código denominado Écloga y promulgado “en nombre de los sabios y píos emperadores León y Constantino Respecto a la fecha exacta de la publicación de este Código, mientras ciertos eruditos occidentales del siglo XIX la sitúan a fines del reinado de León III (739-74), el bizantinista ruso V. G. Vasilievski tiende a hacerla remontar principios del remado de León (hacia el 726). Hoy, los especialistas más recientes fijan, con razón, la fecha de publicación de la Écloga en marzo del 726. No obstante, hace poco ha sido puesto en duda que ese Código apareciera de tiempos de León III y Constantino V.

El título mismo de Écloga (que significa “trozos escogidos”, “extractos”), indica sus fuentes. Se definía así: “Selección abreviada de leyes ordenada por León y Constantino, los sabios y píos emperadores, según las Instituciones, el Digesto, el Código, las Novelas del gran Justiniano y corregida con intenciones de más amplia humanidad”, según la traducción adoptada por otros, “con intención de mejora”. En la introducción de la Écloga se dice claramente que los decretos dados por los emperadores precedentes están dispersos en obras diversas y que su significado, difícilmente comprensible para algunos, es incomprensible del todo para otros, en especial para los que no viven en la ciudad imperial “protegida de Dios”. Por “obras diversas” debemos entender las traducciones griegas y los numerosos comentarios de los compendios legislativos de Justiniano que se empleaban en la práctica y que sustituían con frecuencia a los originales latinos. Sólo muy poca gente podía entender las traducciones y comentarios griegos. La abundancia de obras, las variaciones y consideraciones que se hallaban en ellas ponían la mayor confusión en la legislación civil del Imperio bizantino. León III, dándose clara cuenta de la situación, se aplicó a remediarla. Los principios de la Écloga, proclamados en su introducción, rebosan ideas de justicia y derecho. Proclámase allí que los jueces deben “refrenar en sí todas las pasiones humanas y tomar decisiones de verdadera justicia, resultantes de un razonamiento claro. No deben despreciar al necesitado ni dejar impune al poderoso que incurre en culpa... Deben abstenerse de recibir regalos”. Todos los funcionarios judiciales han de recibir salarios determinados de la “piadosa tesorería” imperial, de suerte que “no perciban nada de nadie que pueda recaer bajo su jurisdicción, a fin de que la predicción del profeta: “Y venden la justicia por dinero” (Salmos, 2, 6) no se cumpla, y no seámos visitados por la cólera de Dios por haber transgredido sus mandamientos”.

La Écloga se subdivide en dieciocho títulos y atiende sobre lodo al derecho civil y, en medida muy restringida, al criminal. Trata, pues, del matrimonio, de los esponsales, de dotes y del estado de viudez, de testamentos, de la tutela, de la administración y mantenimiento de los esclavos, de los testimonios, de las ventas, compras, rentas, etc. Sólo un título contiene elementos de derecho criminal sobre los castigos.

La Écloga difería en muchos aspectos del Código de Justiniano e incluso lo contradecía. Aceptaba, en efecto, las decisiones de la ley consuetudinaria y las prácticas judiciales que existían a la par de la obra legislativa oficial de Justiniano. Comparándola con esta última representa un progreso considerable en ciertos aspectos. En las leyes matrimoniales, por ejemplo, se nota la introducción de conceptos cristianos más elevados. Cierto que el capítulo de castigos abunda en parágrafos que prescriben mutilaciones corporales, como cortes de mano, lengua o nariz, a vaciado de los ojos de los culpables de delitos muy graves. Pero ese hecho no nos autoriza a considerar la Écloga como una ley bárbara, porque en la mayoría de los casos tales castigos están destinados a sustituir la pena de muerte. De aquí que los emperadores isáuricos tuvieran el derecho de proclamar que su obra legislativa era “de más amplia humanidad, que las de sus predecesores”. No olvidemos que la Écloga prescribía castigo iguales para todos, ya fuesen poderosos o humildes, ricos o pobres, mientras la ley justiniana instituía con frecuencia penas diversas, según la condición de delincuente, no fijando, además, verdaderas bases de discriminación. En su aspecto exterior la Écloga se distingue por la gran frecuencia con que se remite a las Escrituras a efectos de confirmar diversos principios jurídicos. “El espíritu del Derecho romano se transformaba en la atmósfera religiosa del cristianismo”. En el siglo VIII y durante la mayor parte del IX, hasta el advenimiento de la dinastía macedonia (867), la Écloga sirvió de manual de enseñanza del derecho, sustituyendo así las Instituciones de Justiniano. Conocemos, por ejemplo, una Écloga privada (Ecloga privata) y una Écloga privada aumentada (Ecloga privata aucta). Al producirse un cambio en favor de la legislación justiniana, tras la exaltación de Basilio el Macedonio al trono, las actas legislativas de los emperadores isáuricos fueron calificadas oficialmente de absurdo (literalmente, de “palabras necias”), en contradicción con el dogma divino ruinosas para las leyes saludables. No obstante, los propios emperadores de la dinastía macedonia tomaron del compendio legislativo condenado numerosos capítulos para su legislación propia e incluso en su época se revisó la Écloga.

Es interesante advertir que la Écloga de León y Constantino formó luego parte de los compendios jurídicos de la Iglesia ortodoxa, sobre todo en Rusia.

Se la encuentra en el escrito ruso Kormtchaia Kniga, es decir, “El Libro de las Reglas o Código Administrativo”, bajo el título Los capítulos del muy sabio zar León y de Constantino, los dos fieles emperadores. Existen otras huellas del influjo de la Écloga sobre los monumentos de la antigua legislación eslava.

Desde luego, la Écloga no ha de considerarse una “innovación extremamente audaz”, como declara el bizantinista griego Paparrigópulos, admirador entusiasta de los emperadores isaurios. Según él, “hoy, que los principios expresados por los autores de la Écloga son aceptados por la legislación civil de las naciones más evolucionadas, ha llegado al final de la hora de conceder alguna estima al genio de los hombres que, hace mil años, lucharon para aplicar doctrinas que sólo en nuestros días han triunfado”. Sobra decir que no se debe ver en estas declaraciones sino el entusiasmo de un patriota heleno. Pero ha de reconocerse la considerable importancia de aquel Código, que abrió un nuevo período en la historia del derecho grecorromano o bizantino, período que duró hasta la exaltación de la dinastía macedonia al poder, en cuya fecha se restableció la legislación justiniana, más no sin numerosas e importantes modificaciones. La Écloga de León III sirvió para satisfacer las exigencias de la realidad viva de aquel período.

La ciencia atribuye otros tres monumentos legislativos a la obra de la dinastía isáurica y a veces más especialmente a León III. Son el Código rural, o Derecho del agricultor (Ley agraria, dicen algunos), el Código militar y el Código náutico rodense

Las diversas versiones de estos tres documentos siguen en general la Écloga u otras obras jurídicas en los numerosos manuscritos que de ellas nos han llegado y no nos dan informe alguno sobre los nombres de sus autores ni fecha de su publicación. Así, para fijar fecha a esos documentos, deben examinarse, apreciar su fondo y forma y compararlos con otros análogos.

El Código rural es, entre los tres, el que más ha llamado la atención. El especialista más eminente en Derecho bizantino, el sabio alemán Zacarías von Lingenthal, ha modificado su opinión en esa materia. Al principio juzgaba el Código obra de una persona privada y lo fechaba en el siglo VII o IX. Lo juzgaba hecho, en parte, según la legislación de Justiniano, y, en parte, según los usos locales. Más tarde ha llegado a la conclusión de que el Código rural estaba integrado en la obra legislativa de los emperadores León y Constantino y se publicó a la vez que la Écloga o poco después.

A la vez Zacarías von Lingenthal, como los historiadores rusos V. G. Vasilievski y E. I. Uspenski, señalan el sentido de ese documento que, como reglamento de policía rural, tiene por objeto los delitos cometidos en la agricultura. Trata, en efecto, de los diversos modos de robos en los bosques, campos y huertos, de violaciones de propiedades y negligencias de los pastores, de daños hechos a las bestias y daños causados por el ganado. Según el historiador ruso B. A. Panchenko, que ha estudiado especialmente este documento, el Código rural era un suplemento al derecho consuetudinario practicado entre los campesinos y se consagraba a tal derecho, tan necesario al agro y que no había encontrado aún expresión en otras disposiciones legislativas.

Como indicamos más arriba, esa obra no contiene indicación alguna sobre la fecha en que se compuso. Pero, apoyándose en ciertas deducciones, algunos historiadores la sitúan en la época de León III. Aun así debe reconocerse que el problema está lejos de haber alcanzado una solución definitiva. Como observa Panchenko, aunque la necesidad de tal legislación pudo sentirse en el siglo VIII, el carácter de la compilación, grosero y cándidamente empírico, está más próximo por su espíritu a la época de la mayor decadencia de la civilización bizantina que a la de la elaboración de la Écloga. Claro que tampoco este argumento resuelve el problema. Cuanto se puede decir es que no está demostrado que el Código rural se publicara en el siglo VIII y que el problema de su fecha exacta sigue sin resolver. Por nuestra parte opinamos que es muy posible que se descubra que su publicación se remonta a un período más antiguo. Recientemente, C. Vernadski ha emitido la hipótesis de que el Código rural fue compuesto bajo Justiniano II a fines del siglo VII, pero esta teoría no ha sido aceptada.

El Código rural ha atraído la atención de los sabios por otra razón: la de que no se encuentra en él alusión alguna al colonaje o a la servidumbre que reinaban en el Bajo Imperio romano. Contiene, empero, como han observado los historiadores supradichos, indicaciones nuevas sobre la propiedad rural personal, sobre los terrenos comunales, sobre la abolición de la prestación personal forzada y sobre la introducción de la “libertad de movimientos”. En general, los historiadores enlazan esos fenómenos con la expansión de las colonias eslavas en el Imperio. Probablemente los eslavos importaron a Bizancio sus particulares condiciones de vida, en especial el comunalismo. La tesis de Panchenko, según la cual esa legislación no alude a los terrenos comunales, ha sido, con razón, rechazada por los historiadores contemporáneos.

La teoría de que los eslavos ejercieron excepcional influencia en las costumbres interiores del Imperio bizantino —teoría elevada a la altura de dogma por Zacarías von Lingenthal y sostenida por sabios rusos eminentes en el campo de la historia bizantina— se ha afirmado sólidamente en la literatura histórica. Además de sobre los relatos generales concernientes a las colonias eslavas del Imperio, los sabios que juzgan así han fundado su teoría sobre el concepto de que la pequeña propiedad rural libre y de la “comunidad” campesina era ajena al Derecho romano. Debía, pues, haber sido introducida en la vida bizantina por algún elemento ajeno, concretamente el eslavo.

Ha de mencionarse aquí que, hace poco, V. N. Zlatarski, sosteniendo la teoría de la influencia eslava en el Código rural, y atribuyendo este último a León III, trató de explicar esa influencia por la política del emperador respecto a los búlgaros. Al introducir en su legislación los principios de los usos y costumbres eslavos, contaba León —según el sabio dicho— apartar de la influencia búlgara a los eslavos que estaban bajo su dominio, impidiéndoles concluir con los búlgaros una alianza, muy seductora entonces ante los ojos de los eslavos. Sin embargo, un estudio más profundo de los códigos de Teodosio V y de Justiniano, de las Novelas de este último, y, muy recientemente, de los papiros y de las vidas de santos, ha probado de manera bastante clara que hubo en el Imperio romano aldeas habitadas por campesinos libres, tenedores de tierras, y, en una época muy antigua, bienes rurales comunales. No se puede, pues, obtener de ese Código rural conclusión general alguna, pudiendo sólo servir para testimoniar, con otros elementos, que en el Imperio bizantino existió, al lado de la servidumbre, una pequeña propiedad campesina y comunidades rurales libres.

F. I. Uspenski exagera la importancia del Código rural, al atribuirle un alcance general, diciendo que se extendía a todo el Imperio y que “debe servir de punto de partida a la historia del desarrollo económico de Oriente” en lo concerniente a la clase de aldeanos libres y de pequeños propietarios rurales. Pero este juicio podría llevar al lector a creer que la servidumbre estaba completamente abolida en el siglo VII o el VIII lo que no era así”.

C. Diehl, que en su Historia del Imperio bizantino considera el Código rural como obra de León III y de su hijo, va también algo lejos cuando declara: “El Código rural se esforzaba en restringir el alarmante desarrollo de los grandes dominios, en detener la desaparición de la pequeña propiedad libre, en asegurar a los campesinos una condición mejor”.

El más reciente editor, traductor e investigador del Código rural, es decir, el sabio inglés W. Ashburner, que ignora el ruso y los resultados de los estudios de la ciencia rusa, tiende a admitir la opinión de Zacarías von Lingenthal. Según él, la Ley agraria forma parte de la legislación de los iconoclastas, y parécele igualmente claro que es, en mayor escala, una compilación de las costumbres existentes. Pero, a la vez, Ashburner difiere de Lingenthal en tres puntos importantes: 1) el origen de la ley; 2) la situación legal de la clase agrícola bajo esa ley; 3) el carácter económico de las formas de tenencia de tierras de que se trata. El parentesco del Código rural con la Écloga no es tan cercano como Lingenthal quisiera. Ashburner difiere también de aquel sabio en que, según él, en la sociedad descrita por el Código rural, el campesino podía trasladarse libremente de posesión a posesión. Pero reconoce, con Zacarías von Lingenthal, que el “estilo autoritario” de la ley estudiada sugiere que no se debe a la pluma de un particular y es obra de una autoridad legislativa.

Hoy, a nuestro juicio, se debe abandonar por completo la teoría de la influencia eslava sobre la formación de la nueva estructura social del Imperio, y dirigir en especial la atención al estudio del problema de la pequeña propiedad libre y de la comunidad aldeana en el período del Alto y Bajo Imperio romano, utilizando para ello los materiales nuevos y los documentos antiguos insuficientemente analizados desde ese punto de vista. En cuanto a precisar la fecha del Código rural, es cosa que faltaba aún por resolver.

Recientemente se ha tratado de comparar el Código rural con los textos de los papiros bizantinos, pero no pueden sacarse conclusiones de meras semejanzas fraseológicas, a veces sorprendentes, mas que no prueban, con frase de Ashburner, lo que no necesita ser probado: a saber, que los legistas de una misma época se sirven de las mismas frases.

El Código rural tiene mucho interés desde el punto de vista de los estudios eslavos. Una antigua traducción rusa de ese Código es uno de los elementos de la compilación, preciosa por su contenido y valor históricos, que lleva por título Compendio de leyes por las que deben regir todos los asuntos los príncipes ortodoxos. El célebre canonista ruso A. S. Pavlov, ha publicado una edición crítica de esa versión rusa del Código rural. Éste se halla también en las antiguas colecciones jurídicas servias.

En los manuscritos de obras legislativas bizantinas hallamos frecuentemente el Código náutico y el Código militar a continuación de la Écloga u otro documento legislativo. Las dos leyes carecen de fecha, pero en virtud de ciertas deducciones algunos historiadores las atribuyen a la dinastía isáurica.

El Código náutico sobre las leyes navales, o, como lo llaman a veces los manuscritos, el Código marítimo rodense, en un estatuto reglamentaba todo lo relacionado con la navegación mercante. Algunos historiadores suponen que ese Código fue extraído del segundo capítulo del libro decimocuarto del Digesto, que contiene una cláusula, tomada al Derecho griego, sobre “Derecho rodense de lanzamiento de las mercaderías al mar”, que trata de la repartición pérdidas entre el propietario del barco y los propietarios del cargamento cuando ha de arrojarse por la borda parte de las mercaderías para salvar la nave. Hoy la ciencia histórica se niega a admitir la dependencia del Código naútico respecto al Digesto, así como su conexión con la Écloga, aunque ésta haya sido certificada por Zacarías von Lingenthal.

Ese Código, tal como nos ha llegado, es el resultado de una compilación de textos y materiales de la época y de naturaleza muy diferentes, la mayor parte, son derivados de costumbres locales. Según Ashburner, la tercera parte del Código náutico, tal como la poseemos, estaba, con toda evidencia, destinada a incorporarse al texto legal en el libro LIII de las Basílicas. De esto concluye que debió de ejecutarse en segunda edición del Código náutico, a cargo inmediato de los mismos hombres que elaboraron las Basílicas, o al menos bajo su dirección. Los textos, que han llegado constituyen, pues, según Ashburner, la edición segunda.

El estilo del Código marítimo es esencialmente el de un documento oficial pero su fondo difiere mucho del propio del Digesto de Justiniano, llevando clara señal de influencias posteriores. Por ejemplo, el Código fija la parte responsabilidad del propietario del navío, del negociante que lo fleta, y de los pasajeros, tanto en la seguridad como en el cargamento del buque. En lo referente a la previsión de temporales y ataques de piratas, todos debían entregar una suma destina a servir de seguro. Esta obligación, como otros reglamentos particulares, restaban del hecho de que en el siglo VII, época de Heraclio, el comercio y navegación marítimos corrían muy grandes riesgos debido a las incursiones navieras de los piratas árabes y eslavos. La piratería se había convertido en un fenómeno tan ordinario, que armadores y negociantes no podían efectuar sus empresas comerciales sino compartiendo los riesgos inherentes a ellas.

Sólo por aproximación cabe determinar la época en que se compuso el Código náutico. Probablemente lo elaboraron personas particulares entre años 600 y 800 d.C. En todo caso no hay razón alguna para atribuir origen común a los Códigos marítimo, militar y rural.

A pesar que la dinastía macedónica volvió a las reglas del Derecho justiniano, el Código marítimo siguió rigiendo e influyó sobre varios de los iuris bizantinos de los siglos X XI y XIII. Esta supervivencia indica que el comercio naval de Bizancio no se engrandeció después de los siglos VII y VIII. Los italianos—que más adelante monopolizaron el comercio del Mediterráneo— tenían sus estatutos marítimos propios. Al declinar el comercio naval de Bizancio, dejó de estar en vigor el Código marítimo. Los documentos jurídicos de los siglos XIII y XIV no lo mencionan.

El Código militar, o “Derecho del soldado” (leges militares) está formado de extractos de paráfrasis griegas del Digesto y del Código de Justiniano, de la Écloga y de varias otras fuentes posteriores, sobreañadidas éstas al texto primitivo. Contiene una enumeración de los castigos a infligir a los soldados culpables de motín, desobediencia, deserción, adulterio, etc. Los castigos previstos son de un rigor extremo. Si es cierto, como opinan ciertos sabios, que ese Código data de la época de la dinastía isáurica, tendríamos en él una prueba excelente de la rigurosa disciplina introducida en el ejército por León III; pero la insuficiencia de informes que poseemos sobre ese Código militar nos impide atribuirlo a dicho emperador.

Para concluir, diremos que los tres códigos que acabamos de estudiar —el rural, el náutico, el militar—, no pueden ser mirados, con certeza, corno obra de los emperadores isáuricos.

La mayoría de los historiadores, empezando por Finlay, atribuyen la organización de los themas, surgida en realidad en los siglos VII al VIII, y a veces, de manera más particular, al reinado de León III. Finlay escribe: “León estableció una nueva organización geográfica, la de los themas, que duró tanto como el gobierno bizantino”. Gelzer es también muy categórico sobre este punto. Según él, “León eliminó en definitiva los funcionarios civiles, haciendo pasar el poder, en las provincias, a manos de representantes militares”. A juicio de F. I. Uspenski, “sólo en tiempos de León el Isáurico se produjo un cambio radical en el sentido de un refuerzo de los poderes de los estrategas de los themas, a expensas de la administración civil de las provincias”. Pero subsiste el hecho de que no poseemos informe alguno sobre la obra de León en la esfera de la organización provincial.

Tenemos una lista de themas —con algunas indicaciones sobre su organización—, debida a un geógrafo árabe del siglo IX, Ibn Khurdadhbah, a quien ya mencionamos anteriormente. Comparando esas indicaciones con las que poseemos acerca de los themas en el siglo VII, los historiadores han llegado a ciertas conclusiones relativas a las modificaciones aportadas a la organización themística en la época de la dinastía isáurica. Así, vemos que en Asia Menor se añaden a los ya enumerados themas del siglo VII dos themas nuevos, creados en el VIII, probablemente en la época de León III: el tema Trácico, en la parte occidental del Asia Menor, comprendiendo distritos occidentales del vasto tema Anatólico, llamado Trácico por las guarniciones europeas llevadas de Tracia; y el Bucelárico, al este del amplio tema del Opsikion, y llamado Bucelárico por los bucelarios, esto es tropas romanas y extranjeras empleadas por el Imperio o por personas privadas. Constantino Porfirogénito dice que los bucelarios seguían al ejército y “proveían a su abastecimiento (De thematibus). Así, a primeros del siglo IX, Asia Menor tenía cinco themas, que las fuentes de aquel período (Teófanes, en 803) llaman “los cinco themas orientales”. Según toda apariencia, en Europa sólo había cuatro provincias a fines del siglo VIII Tracia, Macedonía, la Hélade y Sicilia. Pero si la cuestión del número de themas en el Asia Menor a principios del siglo IX puede considerarse resuelta, no nos cabría decir si las autoridades civiles habían sido entonces suprimidas del todo y sus funciones, en esa época precisa, transferidas a los gobernadores militares. El papel decisivo de León III en la organización de los themas no puede probarse, y por ahora pasa de ser una pura hipótesis.

La extensión y generalización del régimen de themas bajo la dinastía isaurica estuvieron íntimamente ligadas con los peligros exteriores e interiores que amenazaban el Imperio. La formación de nuevos themas mediante parcelación fragmentación de los inmensos territorios de los themas primitivos se debió a consideraciones políticas. León sabía por experiencia los peligros que entraña dejar un territorio demasiado extenso en manos de un gobernador militar potente, que podía sublevarse y aspirar al trono. Así, el peligro exterior exigía el refuerzo de un poder militar centralizado, sobre todo en las provincias amenazadas por los enemigos del Imperio —árabes, eslavos y búlgaros— y el peligro interior, hijo del exceso de potencia de los gobernadores militares, muy parecidos a vasallos más o menos independientes del poder central, requería la disminución de los territorios sometidos a su mando.

Deseando aumentar y regular los recursos hacendísticos del Imperio, en razón de sus múltiples y dispendiosas empresas, León III elevó la capitación en una tercera parte, y para ejecutar mejor esta medida mandó llevar un registro de todos los nacidos varones. El cronista Teófanes, hostil a los iconoclastas, compara esta medida de León al modo que tuvo el Faraón egipcio de tratar a los israelitas. Hacia el fin de su reinado, León III impuso a todos los súbditos de su Imperio una contribución destinada a reconstruir las murallas de Constantinopla, arruinadas por frecuentes y violentos terremotos. Los trabajos de reconstrucción terminaron durante su reinado, según lo prueban varias inscripciones grabadas en las torres de los muros interiores de la capital, con el nombre de León y el de Constantino, hijo de aquél y su asociado al Imperio.

 

La iconoclastia. El séptimo concilio ecuménico.

El estudio del movimiento iconoclasta presenta grandes dificultades a causa del estado actual de las fuentes. Todas las obras de iconoclastas, los decretos imperiales, las actas de los concilios iconoclastas de 753-54 y de 815, los tratados teológicos de los “destructores de imágenes”, fueron despedazadas al triunfar sus enemigos. No conocemos la literatura iconoclasta sino por fragmentos introducidos en las obras de los adoradores de imágenes, a fines de reputación. Así, el decreto del concilio iconoclasta de 753-54 ha sido conservado en las actas del séptimo concilio ecuménico, aunque acaso en forma incompleta. El decreto del concilio de 815 ha sido descubierto en uno de los tratados del patriarca Nicéforo y se hallan numerosos fragmentos de la literatura iconoclasta insertos en los tratados polémicos y teológicos de los adversarios del movimiento. Conviene notar en ese sentido, como particularmente interesantes, los tres famosos Tratados contra los que desprecian las santas imágenes, del célebre teólogo y compositor de himnos Juan Damasceno (o de Damasco), contemporáneo de los dos primeros emperadores iconoclastas. Además, todo lo complica el hecho de que, a fin de propagar sus ideas, los que intervenían en la querella iconoclasta recurrían a veces a elaborar escritos apócrifos.

No ha de olvidarse que las fuentes que nos han llegado sobre la iconoclastia están influidas por la hostilidad existente contra tal movimiento. En parte se ha debido a esa razón el que los sabios hayan emitido juicios tan divergentes sobre el período iconoclasta.

Los historiadores han estudiado en primer término la cuestión de los orígenes del movimiento contra las imágenes —bastante difícil de comprender en los siglos VIII y IX— y que se prolongó, con algunos intervalos, durante más de un siglo, teniendo graves consecuencias para el Imperio. Ciertos especialistas de este período han atribuido causas religiosas a la actitud de los emperadores iconoclastas. Otros estiman que las razones íntimas de su actitud fueron ante todo políticas. Según algunos, León III resolvió proscribir las imágenes esperando eliminar así uno de los principales obstáculos que separaban a los cristianos de los judíos y los musulmanes, los cuales desaprobaban los iconos. El emperador, a juicio de tales autores, habría confiado en que una unión religiosa más íntima con mahometanos y judíos facilitaría la sumisión de unos y otros al Imperio.

El historiador griego Paparrigópulos ha hecho un estudio muy audaz del período iconoclasta. Según él, es impropiedad aplicar el término de iconoclasta a aquella época, puesto que el término no define con plenitud el período. Opina Paparrigópulos que, a la vez que la reforma religiosa que condenó las imágenes, proscribió las reliquias, redujo el número de monasterios, y, sin embargo, dejó intactos los fundamentos dogmáticos de la religión cristiana y se produjo igualmente una reforma política y social. Los emperadores iconoclastas se propusieron arrebatar al clero la instrucción pública. Aquellos soberanos no obraron por motivos personales o dinásticos, sino tras maduras reflexiones y deliberaciones prolijas, y no sin antes examinar claramente las necesidades sociales y las exigencias de la opinión pública. Les sostenían lo mejor de la sociedad, la mayoría del alto clero y el ejército. El fracaso final de las reformas iconoclastas debe atribuirse a que muchas personas seguían devotamente adictas a la fe antigua, y por tanto, eran opuestas de corazón a los cambios operados por los emperadores iconoclastas. Esa parte de la nación se componía sobre todo de gente minúscula, de mujeres y de la multitud de los monjes. León III no pudo cambiar el ánimo del pueblo. Tales son, globalmente, las opiniones de Paparrigópulos sobre esa época.

El historiador griego se engaña, sin duda alguna, al considerar la obra reformadora de los emperadores del siglo VIII como una tentativa de revolución social, política y religiosa. Pero es el primer erudito que ha señalado la complejidad e importancia del período iconoclasta y por eso ha despertado de manera particular la atención de los otros historiadores sobre esa época.

Algunos (como Schwarzlose) estiman que la política iconoclasta de los emperadores del siglo VIII fue motivada por consideraciones a la vez religiosas y políticas, con acusado predominio de las últimas. Según ellos, León III, deseoso de ser único dueño y autócrata en todas las esferas, esperaba, proscribiendo el culto de las imágenes, liberar al pueblo de la fuerte influencia de la Iglesia, que empleaba el culto de las imágenes como poderoso medio de asegurarse la obediencia de los laicos. El ideal de León era reinar como señor absoluto sobre un pueblo unido en lo religioso. La vida religiosa del Imperio quedó, pues, reglamentada por la política de los emperadores iconoclastas: la iconoclastía debía contribuir a la realización de los ideales políticos de los soberanos “rodeados de la aureola de un celo reformador”.

Más recientemente, varios historiadores (por ejemplo el francés A. Lombard) han comenzado u ver en el iconoclasmo una reforma puramente religiosa destinada a contener “los progresos del paganismo renaciente” bajo la forma del culto abusivo de las imágenes, y a “restablecer el cristianismo en su pureza original”. A. Lombard estima que esa reforma religiosa se desarrolló a la vez que se producían ciertos cambios políticos, pero sin dejar de tener su historia propia.

El bizantinista francés L. Bréhier ha hecho notar especialmente que la iconoclastia implica dos cuestiones distintas y diferentes: la cuestión discutida de ordinario, o culto de las imágenes propiamente dicho, y el problema de la legalidad del arte religioso. En otras palabras, ¿estaba permitido o no recurrir al arte para pintar el mundo sobrenatural? ¿Tenía el artista el derecho de representar en sus obras a los santos, a la Virgen y a Jesucristo? De este modo el sabio francés plantea el problema de la influencia de la iconoclastía sobre el arte bizantino.

Más recientemente aun, C. N. Uspenski ha dislocado el centro de gravedad del estudio de este período al poner en primer término la política desarrollada por el gobierno bizantino contra el creciente progreso de la propiedad territorial concentrada en manos de los monasterios. Según él, las medidas administrativas de León fueron dirigidas fundamental y esencialmente, y desde el principio mismo de la lucha, contra los monasterios, que hacia el siglo VIII habían llegado a ocupar una situación anormal en el Imperio. La política de León no se fundó esencialmente en consideraciones religiosas; pero los monjes perseguidos y los defensores de la feudalidad monástica encontraron más ventajoso trasladar la lucha al terreno teológico, para poder proclamar que la obra de los emperadores era atea y herética, desacreditar el movimiento y arruinar la confianza de las masas en su emperador. El verdadero carácter de aquel movimiento quedó así hábilmente enmascarado y sólo a costa de grandes esfuerzos se puede volver a encontrar”.

De cuanto precede resulta que el movimiento iconoclasta fue un fenómeno muy complejo, imposible todavía de esclarecer a causa del estado de las fuentes.

No carece de interés notar que los emperadores iconoclastas eran todos de origen oriental. León III y su dinastía eran isáuricos o acaso sirios; los restauradores de la íconoclastia en el siglo IX fueron el armenio León V y Miguel II que, como su hijo Teófilo, había nacido en la provincia de Frigia (Asia Menor Central). Y si consideramos quiénes fueron los restauradores del culto de las imágenes, observamos que: 1) por dos veces fue restablecido el culto de los iconos por mujeres: Irene y Teodora; 2) Irene era de origen griego y Teodora procedía de Paflagonia, provincia del Asia Menor sita en el litoral del mar Negro, cerca de Bitinia y no lejos de la capital; es decir, que esta última emperatriz no era oriunda del centro de la península. El lugar de origen de los emperadores iconoclastas no puede ser considerado un factor accidental. El origen oriental de esos soberanos es uno de los elementos que permiten comprender mejor el papel que desempeñaron en el movimiento y el sentido de éste.

La oposición al culto de las imágenes en los siglos VIII y IX no era una tendencia nueva ni insólita en absoluto. Había, por lo contrario, sido preparada largamente. El arte cristiano, al representar el cuerpo humano en los mosaicos, frescos, esculturas o grabados había, desde hacía mucho, preocupado a mucha gente profundamente religiosa, a causa de la semejanza que aquello tenía con las prácticas del abandonado paganismo. Ya a principios del siglo IV, el concilio de Elvira (España) había decidido “que no debía haber cuadros (pinturas) en las iglesias, que los muros no debían tener imagen alguna de lo que era reverenciado y adorado”.

En el siglo IV, al recibir el cristianismo un estatuto legal y convertirse después en religión de Estado, las iglesias empezaron a ornamentarse con imágenes. En el siglo IV y durante el V, el culto de las imágenes creció y desarrollóse en la Iglesia cristiana. Tal práctica seguía inquietando a muchos. Eusebio de Cesárea, historiador eclesiástico del siglo IV, declaraba que el culto de las imágenes de Jesucristo y de los apóstoles Pedro y Pablo era “una costumbre de gentiles”. En una de sus epístolas, Epifanio de Chipre relata (siglo IV) que rasgó un velo (velum) eclesiástico adornado con “la imagen de Jesucristo o de uno de sus santos”, porque ello “humillaba a la Iglesia”.

En el siglo V, un obispo sirio pidió, antes de ser nombrado para aquel alto puesto, la supresión de las imágenes. En el siglo VI estalló en Antioquía una grave sublevación contra el culto de los iconos. En Edesa, los soldados, amotinándose, lapidaron una imagen milagrosa de Cristo. Conocemos algunos casos de destrucciones de iconos en el siglo VII. Es interesante, al propósito, citar la carta escrita a fines del siglo VI por el Papa Gregorio I el Grande al obispo de Massilia (Marsella), quien había ordenado quitar y destruir las imágenes de todas las iglesias. El Papa alaba al obispo por su celo al defender la idea de que nada creado por manos humanas debe ser adorado (nequia manufactum adoran posset). Pero le censura haber hecho destruir las imágenes, despojando así al pueblo analfabeto de la ocasión de instruirse históricamente, ya que “al menos habría podido leer, mirando los muros, lo que no sabe leer en los libros”. En otra carta al mismo obispo, el Papa escribía: “Nos te alabamos haber prohibido adorar las imágenes; empero te censuramos haberlas destruido... Adorar un cuadro es una cosa (picturam adorate), aprender lo que se debe adorar por intermedio del cuadro, es otra”. Así que, según la opinión de Gregorio el Grande, compartida por muchas personas, las imágenes servían para instrucción del pueblo.

Las tendencias iconoclastas de las provincias orientales estaban algo influidas por los judíos. La religión de éstos prohibía el culto de las imágenes y, por lo tanto, los secuaces del judaísmo se mostraban violentamente hostiles a toda adoración de tal género. Desde la segunda mitad del siglo VII ejercieron influjo análogo los musulmanes, quienes, siguiendo las palabras del Corán, “Las imágenes son una abominación satánica” (V, 92), consideraban el culto de los santos como una forma de idolatría. Los historiadores citan con frecuencia el relato de que Yezid II, califa árabe, dio en su Estado un decreto, tres años antes al de León, prescribiendo la destrucción de las imágenes en las iglesias de sus súbditos cristianos. La autenticidad de esta narración es puesta hoy en duda por varios historiadores, aunque habrá de reconocerse que son de un gran fundamento o antecedente a las prohibiciones posteriores. En todo caso, la influencia del Islam en las provincias orientales debe ser tomada en cuenta siempre que se estudie el movimiento iconoclasta. Teófanes califica incluso al emperador León de cabeza de sarraceno, pero no poseemos muchas pruebas que nos permitan afirmar que León fuera directamente influido por el Islam. En fin, una de las sectas orientales más difundidas en la Edad Media, los paulicianos, que vivían en la parte oriental del centro de Asia Menor, eran muy opuestos al culto de las imágenes. En resumen, en la época de León III existía un fuerte movimiento iconoclasta en las provincias bizantinas orientales del Asia Menor. El historiador religioso ruso Lebediev escribe al respecto: “Se puede afirmar positivamente que el número de iconoclastas antes del iconoclasmo (siglo VIII) era considerable, así como que constituían una fuerza que la misma Iglesia tenía buenas razones para temer”. Uno de los principales focos de iconoclastia era Frigia, provincia central del Asia Menor.

No obstante, el culto de las imágenes se había extendido mucho y era muy sólido. Imágenes de Jesucristo, de la Santa Virgen y de los diversos santos, cuadros representando escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, ornaban en profusión las iglesias cristianas. Las imágenes colocadas en los diversos templos de aquella época eran ya de mosaico, ya pintadas al fresco, ya trabajadas en marfil, madera o bronce. De modo que había imágenes pintadas e imágenes esculpidas, además de lo cual existían muchas pinturas en colores ilustrando los manuscritos (miniaturas). Se veneraban en particular los iconos que no se creían hechos por manos humanas y a los que los fieles atribuían poderes milagrosos. Las imágenes desempeñaban también papel en la vida familiar; a veces se elegían iconos como padrinos o madrinas de los niños. Imágenes bordadas figurando santos adornaban los vestidos de ceremonia de los miembros de la aristocracia bizantina. Nos consta, por ejemplo, que la toga de un senador estaba decorada con imágenes que reproducían toda la vida de Cristo.

Los adoradores de las imágenes concebían a veces su adoración de manera demasiado literal, dejando de adorar la persona o idea simbolizada por la imagen para adorar la imagen en sí o la materia de que se componía. Ésta era fuerte tentación para muchos fieles, la adoración de objetos inanimados ofrecía gran parentesco con las prácticas del paganismo. A la vez se veía “aumentar en la capital la cantidad de monasterios, comunidades monásticas y conventos de toda especie, que se multiplicaban con la mayor rapidez y alcanzaron proporciones inauditas hacia fines del siglo VIII (acaso sería más exacto decir hacia el siglo VIII)”. Según I. D. Andreiev, el número de monjes durante la época iconoclasta puede calcularse en cien mil sin la menor exageración. “Si se considera —dice ese historiador— que la Rusia de hoy (el libro es de 1907), con sus ciento veinte millones de habitantes esparcidos en un vasto territorio, no tiene más que unos cuarenta mil monjes y religiosas, se imaginará fácilmente cuál debía ser la densidad de la red de monasterios que cubría el territorio relativamente poco extenso del Imperio bizantino”.

Así, mientras por una parte el culto de imágenes y reliquias —ordinarias o milagrosas— inquietaba a hombres que se habían desarrollado bajo las influencias dominantes en aquel período, de otra parte el auge excesivo del monaquismo y el rápido crecimiento del número de monasterios chocaban con los intereses seculares del Imperio bizantino. Muchos jóvenes vigorosos abrazaban la vida religiosa y “esa multitud de hombres que ingresaban en el claustro quitaban trabajadores a la agricultura, soldados al ejército, funcionarios a los servicios públicos”. El monaquismo y los monasterios servían a menudo de refugio a los que deseaban escapar a las obligaciones impuestas por el Estado. Muchos monjes no abandonaban la vida secular por proponerse seguir sinceramente ideales más elevados. Procede, pues, distinguir dos aspectos en la vida eclesiástica del siglo VIII: el religioso y el secular.

Los emperadores iconoclastas, oriundos de Oriente, conocían bien los conceptos religiosos reinantes en las provincias orientales. Habían sido educados en tales conceptos y hécholos íntimamente suyos. Al llegar al trono los llevaron a la capital, situándolos en la base de su política religiosa. Aquellos emperadores no eran infieles ni racionalistas, como se pretende comúnmente. Por lo contrario, eran hombres de fe profunda, sinceros y convencidos, que deseaban reformar la religión, purificándola de los errores que, a su juicio, la habían invadido y desviado de su curso original. Según ellos, el culto de las imágenes y la adoración de reliquias eran supervivencias del paganismo y debían abolirse a toda costa para devolver a la fe cristiana su prístina pureza. “Yo soy emperador y sacerdote”, escribía León III al Papa Gregorio II. Partiendo de tal principio, León III consideraba derecho suyo dar fuerza de ley a sus propias concepciones religiosas e imponerlas a todos sus súbditos. Era el mismo cesaropapismo ya manifestado de modo particular bajo Justiniano I. Éste había visto en sí mismo la única fuente de autoridad temporal y espiritual y León fue un representante convencido de esta tendencia política.

Los nueve primeros años del reinado de León se invirtieron en rechazar a los enemigos exteriores y afirmar el trono, no señalándose por medida alguna relativa a las imágenes. La actividad eclesiástica del emperador se limitó a una sola medida: exigir de los judíos y de la secta oriental de los montañistas que se bautizasen.

Sólo el 726, año décimo de su reinado, el emperador, con expresión del cronista Teófanes, “empezó a hablar de la destrucción de los santos iconos, honrados por todos”. La mayoría de los historiadores contemporáneos creen que el primer edicto contra las imágenes se promulgó el 726, o quizá el 725. Por desgracia el texto de ese decreto nos es desconocido. A poco de la publicación del edicto, León ordenó destruir la veneradísima estatua de Cristo situada sobre una de las puertas de la magnífica entrada del palacio imperial. La destrucción de aquella imagen suscitó un motín en el que intervinieron sobre todo mujeres. El funcionario imperial enviado a destrozar la imagen fue muerto, más el emperador le vengó castigando con dureza a cuantos habían defendido la estatua. Esas víctimas fueron los primeros mártires de la disputa iconoclasta.

La hostilidad de León contra el culto de las imágenes aumentó y se hizo vivísima. El Papa Gregorio II y el patriarca de Constantinopla, Germán, se manifestaron absolutamente desfavorables a la política del emperador. En Grecia y en las islas del Egeo estalló una revuelta en pro del culto de las imágenes, siendo reprimida por el ejército de León. De todos modos la población reaccionaba con tal violencia que el emperador no pudo adoptar desde luego medidas decisivas.

En 730 convocó una especie de concilio donde se promulgó un nuevo edicto contra las imágenes sacras. Es muy probable, empero, que ese concilio se limitase a confirmar la vigencia del edicto de 725 ó 726. Germán se negó a firmar el decreto. Fue depuesto y obligado a retirarse a sus tierras, donde pasó en ocupaciones pacíficas sus últimos años. La sede patriarcal fue concedida a Anastasio, quien accedió a firmar el edicto. De este modo el decreto contra las imágenes no sólo iba promulgado por el emperador, sino refrendado por la Iglesia, ya que llevaba la firma del patriarca, extremo de gran importancia para León.

Acerca del período siguiente a la promulgación de este edicto —los once últimos años del reinado de León— nada dicen las fuentes sobre la persecución iconoclasta. Sin duda no hubo casos de violencia. Sea como fuere, no cabe hablar de persecución sistemática de las imágenes bajo León III. A lo más pueden suponerse casos aislados de destrucciones públicas de imágenes. Según el historiador D. Andreiev, “en la época de León III hubo más bien una preparación a la persecución de las imágenes y de sus adoradores que una persecución real”.

A juicio de algunos, el movimiento iconoclasta del siglo VIII no empezó por la destrucción de las imágenes, sino por la orden de suspenderlas más altas para sustraerlas a la adoración de los fieles, teoría que debe rechazarse, porque la mayoría de las imágenes en las iglesias bizantinas eran frescos o mosaicos y, en consecuencia no podían ser trasladadas o apartadas de los muros de los templos.

Se halla un eco —y un eco hostil— de la política iconoclasta de León en los tres famosos tratados Contra los que desprecian las imágenes, de Juan Damasceno, quien vivió, en tiempos del primer emperador iconoclasta, dentro de las fronteras del califato árabe. Según toda verosimilitud, dos de esos tratados se escribieron en la época de León. La fecha del tercero no cabe determinarla con precisión rigurosa.

Ya mencionamos la oposición del Papa Gregorio II a la política iconoclasta de León III. El sucesor de aquel Papa, Gregorio III, convocó un concilio en Roma y anatematizó a los enemigos de las imágenes (731). A raíz de estos acontecimientos, la Italia central se desgajó del Imperio bizantino y se volvió por completo al lado del Papa y de Occidente. La Italia meridional siguió bajo la dominación bizantina.

La disputa iconoclasta tuvo un aspecto diverso en absoluto bajo Constantino V Coprónimo (741-775), hijo y sucesor de León III. Educado por su padre en principios muy rigurosos, Constantino emprendió una resuelta política iconoclasta y en los últimos años de su reinado inauguró la persecución contra monasterios y monjes. Ningún soberano iconoclasta ha sido tan difamado en los escritos de los partidarios de las imágenes como aquel “dragón de múltiples cabezas”, aquel “cruel perseguidor de la orden monástica”, aquel “Acab y Herodes”, etc. Así resulta muy difícil formar sobre Constantino V una opinión imparcial. E. Stein le llama, no sin alguna exageración, el más audaz librepensador de toda la historia del Imperio romano de Oriente. Al llegar Constantino al trono, las provincias europeas del Imperio practicaban todavía devotamente el culto de las imágenes, mientras Asia Menor contaba entre sus habitantes muchos iconoclastas. Constantino pasó los dos primeros años de su reinado en lucha sin reposo contra su cuñado Artavasde, que capitaneaba un levantamiento en pro de las imágenes. Artavasde consiguió hacer que Constantino abandonase la capital y el pueblo le proclamó emperador. Durante el año en que Artavasde gobernó el Imperio, el culto de las imágenes fue restablecido. Pero Constantino acabó deponiendo a su cuñado y recobrando el trono. Los rebeldes fueron castigados con dureza. El éxito de la sublevación había, sin embargo, probado a Constantino que era posible, en circunstancias favorables, restablecer sin grandes dificultades el culto de los iconos, y el emperador comprendió entonces la necesidad de llevar a la práctica ciertas medidas decisivas que afirmaran la iconoclastia en las masas populares.

Con esta intención, el emperador decidió reunir un concilio que pusiese los fundamentos de una política iconoclasta, sancionase ésta e hiciere así creer al pueblo que las medidas contra las imágenes eran legítimas. Más de 300 obispos asistieron al concilio. Éste se congregó en el palacio de Hieria, en el litoral asiático del Bósforo, frente a Constantinopla, el año 754. Entre los asistentes no había patriarca alguno. La sede de Constantinopla estaba vacante; Antioquía, Alejandría y Jerusalén se habían negado a participar, y los legados del Papa se abstuvieron de concurrir a las sesiones. De este modo los adversarios del concilio tuvieron base para su tesis de que las decisiones de aquella reunión eran nulas. Pocos meses después de empezar las sesiones, el concilio se trasladó a Constantinopla, donde entre tanto se había designado nuevo patriarca.

El decreto del concilio de 754, que nos ha llegado a través de las actas del séptimo concilio ecuménico (quizá no íntegramente y tal vez con algunas modificaciones), condenaba en definitiva el culto de las imágenes y proclamaba lo que sigue: “Apoyándonos en las Santas Escrituras y los Padres, declaramos unánimemente en nombre de la Santa Trinidad que será rechazada, apartada y expulsada con imprecisiones de la Santa Iglesia toda imagen de cualquier materia que fuere hecha por el arte maldito de los pintores. Quien en lo futuro ose fabricar tal cosa, o venerarla, o exponerla en una iglesia, o en una casa privada, o poseerla en secreto, será, si es obispo, sacerdote o diácono, depuesto; si es monje o laico, anatematizado; y caerá bajo el golpe de las leyes del siglo como adversario de Dios y enemigo de las doctrinas transmitidas por los Padres”.

Este decreto no es importante sólo en el cuadro general del culto de las imágenes, sino notable también en el sentido de que prescribe la comparecencia de las personas culpables de adoración de imágenes, ante los tribunales imperiales, colocando así a los partidarios de las imágenes bajo la jurisdicción del poder temporal. Los miembros del séptimo concilio ecuménico explicaron más tarde por este hecho el rigor extraordinario que ciertos emperadores atestiguaron respecto a la Iglesia y a los monjes. Fue pronunciado anatema contra todo el que osara representar “la imagen divina del Verbo con colores materiales... y los retratos de los santos con colores materiales que no tienen valor alguno, porque esta noción es falsa y ha sido introducida por el Demonio”. El decreto termina con las palabras siguientes: “Al nuevo Constantino, al más piadoso, muchos años (de vida). A la muy pía y ortodoxa (emperatriz), muchos años (de vida). Habéis asentado sólidamente los dogmas de los seis sagrados concilios ecuménicos. Habéis abolido toda idolatría”. Pronuncióse anatema contra el patriarca Germán, “adorador del leño” y contra Mansur, es decir, Juan Damasceno, “prosélito del mahometismo, enemigo del Imperio, profesor de impiedad, corruptor de las Escrituras”.

El decreto del concilio, emitido por unanimidad, produjo en el pueblo viva impresión. Según el profesor Andreiev, “muchas gentes que estaban aun turbadas y sentían una vaga impresión del error de los iconoclastas, pudieron tranquilizarse; muchos que antes habían vacilado entre los dos movimientos pudieron desde entonces adoptar, sobre la base de la convincente argumentación de las decisiones del concilio, ideas iconoclastas conscientes”. Se pidió a la masa del pueblo que jurase abandonar el culto de las imágenes.

La persecución de las imágenes fue severísima después del concilio. Las imágenes fueron destruidas, quemadas, cubiertas de estuco, sometidas a múltiples ultrajes. Se distinguió por su violencia la persecución del culto de la Santa Virgen. Muchos adoradores de las imágenes se vieron aprisionados, torturados o ajusticiados y sus propiedades confiscadas. Otros fueron desterrados a provincias remotas. Cuadros representando árboles, pájaros, animales, escenas de caza, carreras, sustituyeron en las iglesias a las imágenes sagradas. Según la Vida de Esteban el Joven, una Iglesia dedicada a la Santa Virgen, en Constantinopla, al ser privada de su antiguo esplendor, se convirtió en “un huerto y una pajarera”. Durante esta destrucción de iconos pintados (mosaicos y frescos) o esculpidos, desaparecieron muchos y preciosos monumentos artísticos. Multitud de manuscritos iluminados compartió su suerte.

A la vez que las imágenes, se persiguieron las reliquias. En una sátira del período iconoclasta sobre la adoración exagerada de las reliquias se lee que había diez manos atribuidas al mártir Procopio, quince mandíbulas de Teodoro, cuatro cabezas de Jorge, etc.

Constantino V probó una intolerancia extrema respecto a los monasterios y abrió una verdadera cruzada contra los monjes, aquellos “idólatras y adoradores de tinieblas”. Su acción contra el monaquismo fue tan violenta que ciertos historiadores se preguntan si no sería justo dar otro nombre más exacto a la actividad reformadora del emperador, y declaran que es difícil determinar si lo que hubo fue una lucha contra las imágenes o una guerra contra los monjes. Para C. N. Uspenski, “los historiadores y teólogos han deformado intencionadamente la realidad sosteniendo la iconomaquia más bien que la monacomaquia de aquel período”. La persecución monacal se expresó por medidas muy rigurosas. Los monjes fueron obligados a vestirse de seglares, y algunos, con violencia y amenaza, fueron obligados a casarse. Otros hubieron de desfilar en procesión por el hipódromo, cada uno con una mujer de la mano, entre las burlas e insultos de los espectadores. El cronista Teófanes cuenta que un gobernador del Asia Menor reunió en Efeso a los monjes y religiosas de su provincia y les habló así: “Los que quieran obedecer al emperador y a mí mismo vístanse de blanco y elijan esposa inmediatamente; los que se nieguen serán cegados y desterrados a Chipre”. Y Constantino V, felicitándole, le escribía: “He hallado en vos un hombre a medida de mi corazón y que ejecuta todos mis deseos” (Teófanes). Los monasterios arrebatados a los monjes fueron transformados en cuarteles y arsenales. Se confiscaron los bienes monásticos. Se prohibió a los laicos eludir sus compromisos tomando la cogulla eclesiástica. El resultado de tal conjunto de medidas fue una emigración en masa de monjes hacia los territorios no afectados aún por la política iconoclasta del emperador. Según ciertos historiadores, sólo Italia acogió, en la época de León y de Constantino, alrededor de cincuenta mil de esos monjes. Tal suceso fue de enorme importancia para los destinos de la Italia meridional del Medievo, porque mantuvo así el predominio de la nacionalidad griega y de la Iglesia ortodoxa. Pero, a lo que parece, tampoco la Italia meridional estuvo exenta de discordias iconoclastas. Sabemos que en el siglo IX Gregorio el Decapolita cayó en manos de un obispo iconoclasta de Hydrus (hoy Otranto, en el sur de Italia). Muchos monjes emigraron a las riberas septentrionales del Ponto Euxino (mar Negro), a la isla de Chipre y a las costas de Siria y Palestina. Entre los monjes que sufrieron el martirio bajo Constantino V, uno de los más famosos fue San Esteban el Joven.

Los cinco años del reinado de León IV (775-780) parecen haber sido señalados por una vida interior tranquila en comparación a la del reinado de Constantino V. No obstante, León IV era también partidario de la iconoclastia, pero no sentía hostilidad profunda respecto a los monjes y éstos, bajo su reinado, recobraron otra vez su notable influencia. En el curso de su corto reinado, León IV no se mostró iconoclasta fanático. Es probable que influyera sobre él en cierta medida su joven esposa, Irene, ateniense famosa por su devoción al culto de las imágenes y hacia la que volvían todas sus esperanzas los adoradores de los iconos. “La actitud moderada (del emperador) en la disputa de las imágenes fue la transición necesaria entre las medidas de Constantino V y la restauración de las imágenes bajo Irene”, dice Ostrogorsky en la página 38 de sus Studíen. El 780 murió León IV y concluyó el primer período de la querella de las imágenes.

 

La minoridad del hijo de León, Constantino VI, hizo que su madre, Irene, asumiese el gobierno del Imperio.

A pesar de sus francas simpatías por el culto de los iconos y su resolución de restaurarlo, Irene no tomó medidas decisivas con miras a un restablecimiento oficial de aquel culto hasta después de sus tres primeros años de gobierno. Semejante aplazamiento tuvo por causa el hecho de que todas las fuerzas del Imperio habían de ser dirigidas a la lucha interna contra el pretendiente al trono y a la externa contra los eslavos de Grecia. Además, convenía preparar con las mayores precauciones la restauración de las imágenes, porque el grueso del ejército era favorable a la iconoclastia y los cánones del concilio iconoclasta del 754, declarados por Constantino leyes imperiales, ejercían gran influencia sobre muchos habitantes del Imperio. Respecto al alto clero, es probable que varios de sus miembros hubiesen aceptado los decretos del concilio de 754, menos por convicción que por obediencia, y así, con frase de Andreiev, formaban “un elemento que se sometía de buen grado a las reformas de los emperadores iconoclastas, pero que no hubiera hecho ninguna oposición real a las medidas del partido contrario”.

En el año cuarto del reinado de Irene se concedió la sede patriarcal de Constantinopla a Tarasio, quien declaró necesario la convocatoria de un concilio ecuménico con miras a la restauración del culto de las imágenes. Se enviaron a Roma embajadores con una invitación para el Papa Adriano I, quien envió legados al concilio de Constantinopla.

Reunióse el concilio (786) en la iglesia de los Santos Apóstoles, pero las tropas de la capital, hostiles al culto de las imágenes, se precipitaron en el santuario a mano armada, obligando a la asamblea a dispersarse. El partido iconoclasta parecía triunfar de nuevo, mas su triunfo fue breve. Irene, hábilmente, sustituyó las tropas reacias por nuevos soldados más leales y más afectos a sus ideas.

Al año siguiente (787) se congregó el concilio en Nicea (Bitinia), lugar del primer concilio ecuménico. El concilio tuvo en Nicea siete reuniones, a las que no asistieron el emperador ni la emperatriz. La octava y última se celebró en el palacio imperial de Constantinopla. El número de obispos que concurrieron a este concilio rebaso los 300. Fue el séptimo y último concilio ecuménico de la historia de la Iglesia de Oriente.

El concilio de Nicea restauró el culto de las imágenes. Los que no aceptaban las decisiones del concilio eran anatematizados. Se excomulgaba a “quienes llamaban ídolos a las santas imágenes y afirmaban que los cristianos habían apelado a los iconos como si éstos fueran dioses, o que la Iglesia católica jamás había aceptado ídolo”. Los obispos del concilio aclamaban al “nuevo Constantino y la nueva Elena”. Se decidía colocar reliquias en todos los templos restaurados donde faltasen aquellos atributos, imprescindibles en una iglesia ortodoxa. Se condenaba severamente la transformación de los monasterios en residencias laicas y se acordaba restablecer todos los monasterios suprimidos y secularizados por los iconoclastas. El concilio se esforzó en elevar la moral del clero prohibiendo el tráfico de cosas santas (simonía). Prohibió también los monasterios mixtos, es decir, comunes a ambos sexos.

La mucha importancia del concilio de Nicea no consistió sólo en la restauración del culto de las imágenes. Lejos de limitarse a esto, creó para los partidarios de las imágenes la organización que les había faltado en la primera parte de la lucha sostenida contra sus enemigos, haciendo una recapitulación de todos los argumentos teológicos favorables a las imágenes y de los cuales debían servirse más tarde los iconódulos contra sus adversarios. En resumen, el concilio proporcionó a los partidarios de las imágenes un arma que facilitó sus luchas futuras en el segundo período del movimiento iconoclasta.

No debemos olvidar que la obra llamada iconoclasta de los emperadores del siglo VIII no fue más que un aspecto —y acaso no el de mayor importancia— de este período. Casi todas nuestras fuentes de esa época pertenecen a la tradición unilateral y posterior del partido de las imágenes —el triunfante—, que destruyó los más de los documentos iconoclastas. Pero ciertas indicaciones dispersas y fortuitas que nos han llegado nos permiten advertir que León III y Constantino V centraron sus esfuerzos hacia dos fines: la secularización de la gran propiedad rural monástica y la reducción del enorme número de monjes. En otros términos, lucharon contra los elementos que, evadiéndose al dominio del Estado y manifestando una independencia casi completa, minaba en cierto modo las fuerzas vivas del Estado mismo y la potencia del Imperio.

La coronación de Carlomagno.

Con expresión de James Bryce, en The Holy Roman Empire (Nueva York, 1919), “la coronación de Carlomagno no es sólo el suceso central de la Edad Media, sino también uno de los muy raros acontecimientos de los que, considerados aisladamente, cabe decir que, de no haber ocurrido, la historia del mundo habría cambiado”. Para nosotros, ese suceso es importante también, porque afectó, y no poco, al Imperio bizantino. Sabemos que para los hombres de la Edad Media el Imperio romano era único e indivisible. Cuando tenía dos o más emperadores era como si dos o más señores gobernasen un Estado único. Ya notamos en un capítulo anterior la impropiedad de hablar de la caída del Imperio romano de Occidente en el año 476. Vuelve a hallarse la idea de un Imperio único bajo la política exterior de Justiniano en el siglo VI, y esa idea vive aun en el año 800, fecha de la famosa coronación imperial de Carlornagno en Roma.

Pero en el mismo momento en que teóricamente el concepto de un Imperio único reinaba en la ideología de la Edad Media, la realidad probaba en la práctica que ese concepto se hallaba anticuado. El mundo oriental, bizantino o grecoeslavo, de fines del siglo VIII, y el mundo occidental romanogermánico del mismo período eran, por su lengua, por su composición etnográfica, por sus intereses espirituales, dos mundos diferentes, distintos y separados. La idea del Imperio único se había convertido en un anacronismo histórico.

El iconoclasmo contribuyó a preparar los acontecimientos del año 800. El Papado protestó vigorosamente contra las medidas de los emperadores bizantinos y excomulgó a los iconoclastas. Luego se volvió a Occidente, esperando encontrar protección y ayuda en el reino franco, primero en los poderosos mayordomos palatinos y luego en los reyes de la dinastía carolingia. A fines del siglo VIII el trono franco hallábase ocupado por el representante más ilustre de esas dinastías: Carlos el Grande o Carlomagno. Aquí dejaremos aparte la compleja cuestión, diversamente tratada por los historiadores, de los respectivos intereses del Papa y del rey de los francos en la coronación de este último.

El hecho en sí es harto conocido. El día de Navidad del año 800, durante un oficio solemne en la iglesia de San Pedro, el Papa León III colocó la corona imperial sobre la cabeza del arrodillado Carlos. El pueblo, agolpado en la iglesia, deseó “a Carlos, al muy piadoso augusto coronado por Dios, al gran ordenador de la paz, muchos años (de vida) y victoria”.

Los historiadores han emitido diversos juicios sobre la importancia del hecho de que Carlos asumiera el título imperial. Algunos creen que el título no le daba derechos nuevos. De hecho seguía siendo, como antes, “rey de los francos y los lombardos y patricios romanos” y así, al recibir la corona imperial, no asumía más que un nuevo título.

Para otros, la coronación de Carlos, el 800, hizo nacer un nuevo Imperio de Occidente, que se halló en completa independencia respecto al de Oriente o bizantino. Pero unos y otros juicios son posteriores y no cabe introducirlos en nuestro análisis del suceso del año 800. A fines del siglo VIII no se trataba ni se podía tratar de Imperio “titular” ni de formación de un Imperio occidental separado. La coronación de Carlos debe ser analizada recordando que reinaba en el año 800, es decir, situándonos en el punto de vista en que se situaban para mirarla los testigos y actores del hecho: Carlornagno y León III.

Ni uno ni otro pensaban en crear un Imperio de Occidente que contrapesase el de Oriente. Carlos estaba indiscutiblemente convencido de que, al tomar el titulo de emperador, se convertía en señor único y continuador de los emperadores del Imperio romano. El acontecimiento significaba sólo que Roma había recobrado de manos de Constantinopla el derecho de elegir emperador. Como hemos observado varias veces, los políticos y la inteligencia de la época no podían concebir la existencia simultánea de dos Imperios. Por su esencia misma, el Imperio era único. “La doctrina imperial de un Imperio único, descansaba en el dogma de un Dios único, puesto que sólo en calidad de delegado temporal de Dios podía el emperador ejercer la autoridad divina sobre la Tierra” (Gasquet).

El estado de cosas que imperaba en aquel período hacía más fácil la aceptación por el pueblo de ese concepto del poder imperial, único posible en aquella época.

Las relaciones de Carlos con el Imperio bizantino habían comenzado mucho antes del 800. En 781 se habían entablado negociaciones para el casamiento de Rotruda, hija de Carlos, a quien los griegos llamaban Eruthro, con Constantino, emperador de Bizancio, de edad de doce años entonces, y cuya madre, Irene, gobernaba de hecho el Imperio. Pero Irene rompió las negociaciones.

En 797 Irene destronó al emperador legítimo, su hijo Constantino, y se convirtió en dueña absoluta del Imperio. Este acto de audacia estaba en oposición abierta con las tradiciones del Imperio romano, donde jamás había reinado mujer alguna con autoridad imperial plena y entera. Desde el punto de vista de Carlos y del Papa León, el trono imperial quedaba vacante, y al asumir la corona imperial Carlos ascendía al trono vacante del Imperio romano uno e indivisible, convirtiéndose en sucesor legítimo, no de Rómulo Augústulo, sino de León IV, Heraclio, Justiniano, Teodosio y Constantino el Grande, los emperadores de la línea oriental. Una interesante confirmación de este concepto se encuentra en el hecho siguiente: en los anales occidentales relativos al 800 y años siguientes, donde se relatan los sucesos por años de reinado de los emperadores bizantinos, el nombre de Carlos sigue inmediatamente al de Constantino VI.

En una famosa carta escrita a Carlomagno en junio del 799, Alcuino observa que de los tres poderes supremos que existen en el mundo, dos, el Papado y el Imperio de Constantinopla, atraviesan una crisis formidable, y dirigiéndose a Carlos, exclama: “A ti sólo incumbe la salvación de las vacilantes Iglesias de Cristo. A ti, que eres el vengador de los crímenes, el guía de los extraviados, el consolador de los afligidos, a ti te incumbe la tarea de exaltar a los buenos”.

Tal era, pues, el modo que debía tener Carlomagno de enjuiciar la cuestión. Fáltanos examinar la actitud de Bizancio ante el coronamiento de Carlos. Tal actitud estuvo igualmente acorde con las concepciones reinantes en la época. El Imperio bizantino sostuvo los derechos de Irene al trono, consideró el suceso del 800 como uno de tantos intentos de rebelión contra la autoridad legítima, a ejemplo de otros ocurridos antes, y temió, no sin razón, que el nuevo emperador, siguiendo el ejemplo de anteriores rebeldes, marchase a Constantinopla para destronar a Irene y ocupar por la fuerza el trono imperial. Ante los ojos del gobierno bizantino, la coronación de Carlos era la insurrección de algunas provincias occidentales contra el soberano legal del Imperio.

Pero Carlos, por supuesto, se daba buena cuenta de lo precario de su situación, ya que su coronación no solventaba la cuestión del dominio de la pars orientalis. Comprendió que. después de Irene, Bizancio elegiría otro emperador cuyos derechos al título imperial serían juzgados en Oriente como indiscutibles. Previendo tales complicaciones, Carlos entabló tratos con Irene y la propuso casarse, esperando “unir así las provincias orientales y occidentales” (Teófanes). En otras palabras, Carlos comprendía que su título no iba a tener significado alguno si no era reconocido por Bizancio. Irene acogió favorablemente las propuestas matrimoniales de Carlos, pero poco después fue destronada y desterrada (802). El plan de Carlos, pues, no se realizó.

A la caída de Irene el trono fue ocupado por Niceforo. Se entablaron negociaciones entre éste y Carlos, probablemente respecto al reconocimiento por Nicéforo del título imperial del rey franco. Pero sólo el 812 los legados del emperador bizantino Miguel I Rangabé saludaron a Carlos en Aquisgrán con el título de emperador-basileo. Así fue legalizada la elección imperial del 800. Desde el 812 hubo dos emperadores romanos, aunque en teoría sólo hubiese aun un Imperio romano”. En otras palabras —dice Bury—, el acto del 812 resucitó, en teoría, el estado de cosas del siglo V. Miguel I y Carlos, León V y Ludovico Pío eran uno respecto al otro como Arcadio y Honorio, Valentiniano III y Teodosío II; el Imperium romanun se extendía de las fronteras de Armenia a las orillas del Atlántico”.

Con toda evidencia, semejante unidad del Imperio era puramente nominal y teórica. Los dos Imperios vivieron en verdad dos existencias separadas y distintas. Además, hasta la misma idea de unidad estaba entonces en vías de desaparecer en Occidente.

El título imperial de Carlos no conoció una muy larga carrera. En el decurso de las turbulencias que se siguieron, la monarquía de Carlos se disgregó y el título pasó a manos de detentadores ocasionales. Desapareció por completo en el siglo X y volvió a renacer en la segunda mitad del mismo siglo, pero esta vez bajo su forma antihistórica de Sacro Imperio Romano Germánico.

Sólo a partir del año 800 puede hablarse de un Imperio romano de Oriente. Así lo entiende J. B. Bury cuando da al tercer volumen de su Historia del Imperio bizantino — que comprende los sucesos incluidos entre el 802, fecha de la caída de Irene, y el principio de la dinastía macedónica— el título de Historia del Imperio romano de Oriente, mientras los dos primeros volúmenes llevan el título de Historia del Bajo Imperio Romano.

 

Conclusión acerca de la obra de la dinastía isaurica

El juicio de la historia da la mayor importancia a los servicios prestados a Bizancio por los primeros emperadores de la dinastía isáurica, sobre todo por León III. Y es justicia, porque León, llegado al trono tras un período de anarquía y desórdenes graves, se reveló general eminente, administrador de talento y legislador avisado y comprensivo de todos los problemas de su época. La política religiosa iconoclasta suele separarse siempre del resto de su trabajo. En la mayoría de las obras históricas, León III recibe los máximos elogios. Los griegos, por ejemplo, reconocen en él “una de los soberanos más grandes del Imperio oriental y uno de los bienhechores de la Humanidad”, los alemanes (Schenk, Gelzer) le juzgan “uno de los hombres más grandes que ascendieron al trono imperial), un emperador que vio claramente la necesidad de una reforma radical “llevada de cabeza a miembros”. “Un hombre destinado a restaurar el Imperio a sangre y fuego”, “una personalidad de alto valor militar”. El inglés Bury dice de la obra de León que con ella “regeneró el Imperio romano”; el francés Lombard ve en la obra de los emperadores isauricos “uno de los mayores y más admirables esfuerzos que se hayan intentado jamás para elevar el nivel moral, material e intelectual del pueblo”, y compara la importancia de “su inmensa tentativa de organización a las medidas tomadas por Carlomagno”. Hace poco Diehl ha escrito que “del gobierno de los emperadores isáuricos brotó un nuevo principio de vida universal”.

En los juicios, ocasionales por lo general, de los historiadores rusos, quienes, exceptuando los autores religiosos, no han estudiado en detalle la historia de los emperadores isáuricos, no hallamos alabanzas excesivas dedicadas a esos emperadores. Los tres volúmenes de J. A. Kulakovski no tratan sino de sucesos anteriores a los iconoclastas. El primer tomo de Lecciones de historia bizantina, de S. B. Chestakov, que si abarca ese período, no contiene apreciación alguna. C. N. Uspenski, en sus “apuntes”, aprueba de modo muy interesante y nuevo el movimiento antimonástico y antimonacal. Y F. I. Uspenski escribe: “León el Isáurico es responsable de la manera, harto ruda, con que el gobierno abandonó el delicado problema de la fe y la adoración de Dios a las autoridades militares y a las fuerzas policíacas. Él (y sus sucesores) hirieron el sentimiento religioso del pueblo e hicieron de un problema localizado un acontecimiento estatal”.

Aunque reconociendo la extraordinaria energía y el talento administrativo de los dos primeros emperadores iconoclastas, y admitiendo que León III salvó sin duda el Imperio, fundándonos en todos los documentos históricos que poseemos, creemos deber abstenernos de loar en exceso la política isáurica. Porque esa política, aunque indiscutiblemente sincera, produjo graves trastornos interiores que agitaron durante más de un siglo la vida del Imperio. Desde su primer período la iconoclastia apartó a Italia de Bizancio e hizo muy tensas las relaciones del Imperio con el Papa, quien excomulgó a los iconoclastas y se volvió a Occidente en demanda de ayuda y protección. Las relaciones de amistad que, como consecuencia, sobrevinieron entre el Papado y los reyes francos, abrieron un período nuevo, y muy importante, en la historia de la Edad Media. A la vez se asentaban progresivamente los cimientos de la ruptura entre las dos Iglesias, occidental y oriental. Durante la época isáurica Bizancio perdió la Italia central, incluso el exarcado de Ravena, que fue conquistado hacia la mitad del siglo VIII por los lombardos, siendo luego donado al Papa por Pipino el Breve.

Pero no olvidemos que aun no se ha escrito una historia general de la dinastía isáurica, y que muchos problemas importantes de ese período están sin solucionar todavía. La cuestión, por ejemplo, de la reducción del número de monjes y monasterios y la, al parecer, frecuente secularización de las propiedades agrícolas monásticas, merecen ser más estudiadas. Uno de los problemas esenciales de la bizantinología es hoy el relacionado con el aspecto social de la política de los emperadores isáuricos, problema que exige más amplias investigaciones. Si se practican búsquedas nuevas sobre tal extremo, quizá se obtenga nueva luz sobre todo el período llamado iconoclasta y se descubra en él un sentido más profundo y una importancia mayor aun en el cuadro de la historia universal.

 

Capítulo V

LA ÉPOCA DE LA DINASTÍA MACEDÓNICA (867 -1056) Y EL PERIODO DE TURBULENCIAS (1056 -1081)