CAPÍTULO
V.
ALFONSO
III (EL FRANCO) EN ARAGON.
De 1285
a 1291.
Causa
admiración en verdad ver cuán someramente han tratado nuestros historiadores
generales las cosas de Aragón en estos siglos, siendo como era la monarquía
aragonesa en la época que vamos recorriendo el más importante de los estados
españoles, así por lo que se extendía fuera de la península, como por el
respeto que inspiraba en las naciones extranjeras su poder, así por la fama del
esfuerzo y brío de sus habitantes y de su pujanza naval, como por la singular
organización de su gobierno, que, aún con los defectos de que adoleciera, ha
sido siempre y será todavía objeto de admiración para los políticos y para los
hombres pensadores de todos los tiempos. En el breve pero fecundo reinado de
Alfonso III vamos a ver hasta qué punto eran ya avanzadas las ideas de libertad
y sus teorías de gobierno en aquel insigne pueblo, y hasta dónde rayó la
arrogancia de los ricos-hombres y caballeros aragoneses y su altivez, hija del
sentimiento de su dignidad.
A la
muerte del gran rey Pedro III y en conformidad a la orden que en los últimos
momentos de su vida había dado a su primogénito y heredero Alfonso, había éste
llevado a cabo su expedición a Mallorca en unión con el célebre almirante Roger
de Lauria, y sometido a la obediencia del rey de
Aragón aquella isla; empresa fácil por la disposición de los ánimos de los
mallorquines, que ofendidos de los malos tratamientos que recibían del rey don
Jaime, y teniendo presente su desleal comportamiento con el rey de Aragón su
hermano, sin gran dificultad se sometieron a la corona aragonesa y prestaron
juramento de homenaje y fidelidad en manos del príncipe. Y como llegase allí a
tal tiempo la noticia del fallecimiento de don Pedro de Aragón su padre (1285),
tomó el infante don Alfonso título de rey de Aragón, de Mallorca y de Valencia,
y conde de Barcelona, según que su padre lo dejaba ordenado en el testamento, y
según que en las cortes del reino había sido ya reconocido y jurado como
príncipe heredero y sucesor inmediato; con nombre pues de rey escribió ya a las
cortes aragonesas reunidas en Zaragoza, avisando la reducción de la isla.
Ofendió a los ricos-hombres, mesnaderos y caballeros de la Unión que se
intitulase rey y procediese a hacer donaciones y mercedes antes de haber
prestado el juramento de guardar los fueros, privilegios y franquicias del
reino, y acordaron (enero, 1286) enviarle un mensaje requiriéndole que viniese
luego a Zaragoza a otorgar y jurar los fueros, usos y costumbres de Aragón, y a
recibir la corona y la espada de caballero, y que entre tanto y hasta que esto
se cumpliese se abstuviera de llamarse rey de Aragón y de obrar como tal. Mas
para que no tuviese por desacato el no darle por escrito el título de rey,
tomaron el partido de que los mensajeros fuesen sin cartas y le explicasen sólo
de palabra el objeto de su misión.
Mientras
esto se trataba, don Alfonso, sometida también la isla de Ibiza y después de
haber enviado al almirante Roger de Lauria a Sicilia
para asegurar a su hermano don Jaime que le sostendría y valdría con todas sus
fuerzas en la posesión de aquel reino, habíase embarcado ya para el suyo de
Valencia. Encontráronle en Murviedro los mensajeros de la Unión, y expuesto allí el objeto de su viaje, respondió
don Alfonso con gran mansedumbre, que si él se había intitulado rey era porque
los prelados, condes, barones y ciudades de Cataluña le habían nombrado así en
cartas que le dirigieron a Mallorca, y no le pareció conforme a razón que
cuando ellos le titulaban rey de Aragón, y cuando podía llamarse rey de
Mallorca, que acababa él mismo de conquistar, se intitulase infante de Aragón y
rey de Mallorca; mas que de todos modos tan pronto
como hiciese las exequias a su padre en el monasterio de Santas Creus, iría a Zaragoza y cumpliría lo que la Unión deseaba.
Así lo ejecutó tan luego como hizo las honras fúnebres a su padre, recibiendo
en Zaragoza la corona de rey (9 de abril) de mano del obispo de Huesca en
ausencia del arzobispo de Tarragona, y protestando como su padre, «que no era su
intención recibirla en nombre de la iglesia, ni por ella, ni menos contra ella;
y que se entendiese también que no reconocía el censo y tributo que su
bisabuelo el rey don Pedro II había concedido al papa:» declaración importante
siempre, pero mucho más en aquellas circunstancias en que pesaban todavía sobre
el reino las terribles censuras de Roma. Seguidamente juró ante las cortes
guardar y mantener los fueros, usos, costumbres, franquicias, libertades y
privilegios de Aragón en todas sus partes y en todos tiempos.
Pero
esto no bastaba ya a los hombres de la Unión, y pretendieron muchos de ellos
con ahínco que la casa y el consejo del rey se hubiera de reformar y ordenar a
gusto de las cortes y con acuerdo y deliberación suya. Respondió el rey a esta
demanda que semejante cosa ni había sido usada nunca con sus antecesores, ni
era obligado a ella por fuero ni por el Privilegio general; pero que arreglaría
su casa y consejo de tal modo, que los hombres de la Unión y el reino todo se
tendrían por contentos. Tampoco satisfizo esta contestación, aunque prudente, a
los exigentes ricos-hombres, pero en este punto pusiéronse muchos de ellos, acaso los más, del lado del rey, teniendo la pretensión por
exagerada y no apoyada en los fueros, lo cual produjo escisiones y discordias
entre los mismos de la Unión. Viose no obstante el
rey tan importunado por los primeros, que se salió de Zaragoza, enviando a
decir que ni consentía en hacer tal ordenanza ni por entonces volvería a
Zaragoza, porque le llamaban a Cataluña atenciones graves y urgentes. Los
mismos ricos-hombres y mesnaderos, divididos entre sí, acordaron someter la
cuestión al juicio y decisión de árbitros que se nombraron por ambas partes;
pero los árbitros se desavinieron también, y no hicieron sino agriar más la
querella. Congregados otra vez más adelante (junio, 4286) los de la Unión en
Zaragoza, teniéndose por agraviados de la manera como había salido el rey de la
ciudad, intimáronle, so pretexto de ser necesaria su
presencia para tratar asuntos graves del reino, que volviese a Zaragoza, donde
habría de revocar también algunas donaciones y enajenaciones que había hecho
sin consejo de los ricos-hombres y contra el Privilegio general. Procedieron en
seguida a nombrar por sí y entre sí los que habían de componer el consejo del
rey, que fueron cuatro ricos-hombres, cuatro mesnaderos, cuatro caballeros y
dos representantes de cada una de las ciudades. Renovaron la jura de la Unión,
obligándose a ayudarse y valerse todos entre sí con sus personas y haciendas; y
por último enviaron a decir al rey que si no cumplía todas sus demandas, no solamente
se apartarían de su servicio, sino que le embargarían todas las rentas y
derechos que tenía en el reino. A tan atrevida intimación contestó el rey que
habría su acuerdo, y que enviaría a los de la Unión sus mensajeros con la respuesta
de lo que deliberase.
Alfonso
III, después de haber celebrado cortes en Valencia, en que confirmó a los
valencianos sus respectivos fueros y privilegios, convocó las de aragoneses en
Huesca para tratar los asuntos de los de la Unión. Expuso allí el rey con mucha
firmeza que las peticiones que le hacían eran de calidad de no deberse otorgar
ni cumplir, máxime no concurriendo en ellas todos los de la Unión y no estando
contenidas en el Privilegio general. La inesperada entereza del monarca
desconcertó a los peticionarios, y acabó de dividir a los ricos-hombres ya
harto discordes entre sí, insistiendo, no obstante, muchos de ellos en su
porfía, así como las ciudades de Zaragoza, Huesca, Tarazona y Jaca. Y aunque
luego en el pueblo de Huerto accedió el rey a que en el reino de Valencia se
juzgase a fuero de Aragón, y procuró satisfacer particular e individualmente a
los descontentos, no tardaron estos en dar nuevos disgustos al monarca y en
poner en nueva turbación sus reinos.
Con
pretexto de no cumplir los oficiales reales el mandato de juzgar en Valencia
por el fuero aragonés, y aprovechando los ricos-hombres de la jura la ausencia
de don Alfonso (que había ido a someter a Menorca), invadieron en tren de
guerra el territorio valenciano, devastando los campos y apoderándose de las
rentas reales (enero, 1287). Y como después supiesen que el monarca tenía
determinado verse con el rey de Inglaterra fuera del reino, notificáronle por escrito, que para tratar de aquel viaje y poner orden en las cosas del
Estado se viniese a Zaragoza o a alguna de las villas del Ebro. Respondió el
rey también por escrito, que las vistas con el de Inglaterra en nada infringían
el privilegio; pero ellos redoblaron y repitieron sus requerimientos e
instancias, siempre añadiendo nuevas quejas y haciendo nuevas conminaciones,
que le obligaron a condescender en tener cortes en Alagón para ver de terminar
aquellos negocios (junio). Entonces los de la Unión, ricos-hombres y ciudades,
se confederaron y estrecharon más, dándose mutuamente en prendas y rehenes sus
hijos, sobrinos y parientes más allegados. En aquellas cortes se pidió al rey,
entre otras cosas, que los negocios de la guerra, en los cuales se comprendía
el de la entrevista con el rey de Inglaterra, se ordenasen y proveyesen con
consejo de la universidad, esto es, de todo el reino, con arreglo al Privilegio
general otorgado por el rey don Pedro su padre, y jurado por él. Como la
respuesta de Alfonso no satisfaciese a los jurados
más que las anteriores, y él prosiguiese por Jaca a Olorón a verse con el rey Eduardo, también los de la jura insistieron en su propósito,
protestando que habían de embargar las rentas y derechos reales. «Estaban tan
ciegos (dice un ilustre escritor aragonés) con la pasión de lo que decían ser
libertad, cuyo nombre, aunque es muy apacible, siendo desordenada fue causa de
perder grandes repúblicas, que con recelo que el rey procediese contra ellos...
deliberaron de procurar favor con que se pudiesen defender del rey y de quien
les quisiere hacer daño contra el privilegio y juramento de la Unión; y
enviaron sus embajadores a Roma, y a los reyes de Francia y de Castilla, y a
los moros que tenían frontera en el reino de Valencia, para procurar con ellos tregua.»
Y aún se añade que ya un día estuvieron a punto de proclamar rey de Aragón a
Carlos de Valois, a quien el papa había dado la
investidura del reino.
A esto
ya no alcanzó la paciencia de Alfonso, y viniendo a Tarazona mandó prender
varios vecinos, hizo justiciar doce de los principales, procedió severamente
contra el obispo de Zaragoza, que era de los de la Unión, y contra sus
valedores, y siguióse una guerra terrible entre los
del bando del rey y los de la jura, a términos de ponerse el reino en tal perturbación
y lastimoso desorden, que el mismo monarca anduvo buscando y proponiendo medios
de poder venir a situación de concordia y de paz. Al paso que veían aflojar al
rey se envalentonaban los unionistas, diciendo que estaban prontos a servirle
lealmente como a su rey y señor, mas no sin que les
diese satisfacción cumplida de sus agravios. Finalmente después de muchas
pláticas y tratos cedió enteramente el rey, y en las cortes de Zaragoza
(diciembre, 1288) concedió a los de la Unión los dos célebres privilegios
siguientes: por el primero se obligaba el rey a no proceder contra los
ricos-hombres, caballeros, ni otras personas de la Unión sin previa sentencia
del Justicia y sin consejo y consentimiento de las cortes, para cuya seguridad
entregaba diez y seis castillos por sí y sus sucesores, con facultad de
disponer de ellos como por bien tuviesen; y en el caso de faltar a este
compromiso, consentía que de allí adelante no le tuviesen por rey y señor ni a
él ni a sus sucesores, sino que pudiesen elegir otro a su voluntad: por el
segundo se obligaba a convocar todos los años por el mes de noviembre en
Zaragoza cortes generales de aragoneses, otorgando a los que en ellas se
congregasen el derecho de elegir y designar las personas que hubieran de
componer el consejo del rey, con tal condición que éstos hubieran de jurar que
le aconsejarían bien y fielmente, y que no tomarían nunca dádiva ni cohecho.
Tal fue
el famoso Privilegio de la Unión, resultado de la lucha sostenida entre Alfonso
III y los ricos-hombres de Aragón, entre la autoridad real y la altiva
aristocracia aragonesa, el cual hizo que fuese una verdad el dicho de que en
Aragón había tantos reyes cuantos eran los ricos hombres: privilegio
exorbitante y desconocido en los anales de las naciones, y que por lo mismo y
por la contradicción que encontró en la misma clase de los ricos-hombres, quedó
sin ejecución en su mayor parte, y que ningún monarca confirmó después, si bien
tardó mucho en ser abolido según en el discurso de la historia veremos. La Unión,
sin embargo, se conservó fuerte y vigilante durante todo el reinado de Alfonso
III.
En
medio de esta lucha política en lo interior del reino no había dejado Alfonso
de atender con actividad y solicitud a los negocios exteriores, que los tenía y
muy graves y de gran cuenta, con Sicilia, con Roma, con Francia, con
Inglaterra, con Mallorca, con Navarra y con Castilla. Diremos primeramente en
cuanto a Sicilia, que a la muerte del gran rey don Pedro III de Aragón, el infante don Jaime su hijo segundo fue reconocido
y aclamado rey de Sicilia, así por el testamento de su padre como por la
voluntad de los sicilianos, en cuya virtud se coronó con grandes fiestas y
regocijos en la ciudad de Palermo, intitulándose rey de Sicilia, duque de Pulla
y de Calabria y príncipe de Capua y de Salerno
(1286). El anterior príncipe de Salerno, el hijo y heredero del difunto Carlos
de Anjou, rey de Nápoles y de Sicilia, a quien el
infante don Jaime de Aragón retenía prisionero en Mesina, había sido enviado a
Cataluña a instancias del rey don Pedro III. y llegado
muy poco antes de la muerte de este monarca. Al salir de Mesina aquel príncipe
había renunciado en don Jaime de Aragón sus derechos al trono de Sicilia y de
las islas adyacentes por sí y por sus sucesores, ofreciendo en confirmación de
aquella renuncia que casaría su hija Blanca con el infante don Jaime, a otra de
sus hijas con don Fadrique su hermano, dándole el principado de Tarento, a su
hijo Luis con la hermana de éstos doña Violante, confiriéndole en dote la
Calabria, que pondría sus hijos en rehenes en poder del rey de Aragón, con
otros principales barones de Francia y de Provenza, y que haría confirmar
aquella cesión en el término de dos años por la Santa Sede y por el rey de
Francia. Luego que este príncipe llegó a Cataluña fue encerrado en el castillo
de Barcelona, y trasladado después al de Siurana.
Como al propio tiempo el rey de Aragón tenía en su poder a los infantes de
Castilla, hijos de don Fernando de la Cerda, guardaba el monarca aragonés
Alfonso III prendas y rehenes ilustres con que tener
en respeto a Castilla, a Francia, a Nápoles y a Roma, y veremos a estos
príncipes figurar en todas las negociaciones y tratados del aragonés con las
potencias extranjeras.
En
cuanto a Castilla, hemos visto ya en el anterior capítulo de cuántas
reclamaciones, embajadas, conferencias y pactos fueron objeto los infantes de
la Cerda, entre Sancho el Bravo de Castilla, Felipe el Hermoso de Francia y
Alfonso III de Aragón, y cómo el aragonés puso en libertad a los infantes y llegó
a hacer proclamar en Jaca al mayor de los Cerdas como rey de Castilla y de
León, cuando así le convino para hacer la guerra a Sancho de Castilla en unión
con el vizconde de Bearne y con los rebeldes y descontentos castellanos. Otro
tanto acontecía con el príncipe de Salerno en las cuestiones de Aragón con Roma
y Francia.
Quiso
hacer en estas últimas oficios de mediador el rey
Eduardo de Inglaterra, a cuyo efecto se cruzaron embajadas entre este monarca y
el de Aragón, cuando Alfonso se hallaba en Huesca atendiendo a las demandas que
los ricos-hombres de la Unión con tanta instancia e importunidad le hacían.
Atento a todo el aragonés, y no siendo bastantes los asuntos de política
interior para hacerle descuidar los de la guerra que por varios puntos le amenazaba,
negoció primeramente una tregua o armisticio con los navarros que andaban
invadiendo su territorio, y dejando provisto lo necesario para la defensa y
guarda de aquella frontera, pasó a Cataluña con objeto de precaver o resistir
una invasión que su hermano don Jaime de Mallorca intentaba hacer en el
Ampurdán por la parte del Rosellón. Contenido con esta actitud el destronado
rey de Mallorca, y regresado que hubo a Barcelona don Alfonso, supo allí que
sus embajadores por mediación del rey de Inglaterra habían firmado una tregua
de un año con Francia (1286), para que en este intermedio pudiera tratarse de
la paz y concordia que el papa Honorio IV afectaba por lo menos desear entre
los príncipes. La tregua se publicó en Aragón y Cataluña, y el aragonés
aprovechó aquel suceso para restablecer las relaciones tanto tiempo
interrumpidas entre su reino y la iglesia, enviando embajadores al papa Honorio
para que le manifestasen su devoción, y le significasen la ninguna culpa que él
tenía de las lamentables escisiones que habían mediado entre el rey don Pedro su
padre y el papa Martín IV. En verdad el pontífice Honorio no tenía para con
Alfonso III de Aragón los motivos de resentimiento y de enojo que el papa
Martín había abrigado con el rey don Pedro III, y así envió dos legados
apostólicos al rey de Inglaterra para que en su nombre tratasen de la paz en
unión con los embajadores de Francia y Aragón.
Los
artículos que habían de tratarse eran todos de suma importancia y gravedad. El
rey de Aragón pedía que se revocara la donación e investidura que el papa
Martín había hecho a Carlos de Valois, hijo del rey
de Francia, delos reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, contra todo derecho de
sucesión y contra el juramento y homenaje que las cortes de los tres reinos
habían prestado a don Alfonso como a monarca legítimo. En cuanto a Mallorca,
alegaba don Alfonso no solamente el señorío que los reyes de Aragón se habían
reservado sobre aquel reino, sino que atendida la deslealtad de don Jaime para
con su hermano y el hecho de haber dado favor y ayuda a enemigos extraños para
que entraran en Cataluña, se había posesionado con legítimo derecho de Mallorca
y de las demás islas. Respecto a Sicilia, exponía que el rey don Jaime estaba
dispuesto a tener aquel reino por la iglesia, y a cumplir aquello a que por tal
concepto fuese obligado; pero que se reconociese la cesión que de aquel reino
había hecho el príncipe de Salerno en don Jaime su hermano. Reclamaba sus
derechos al reino de Navarra en virtud de la adopción que el rey don Sancho el
Fuerte hizo a don Jaime su abuelo. En cuanto a los hijos del infante don
Fernando de Castilla que tenía en su poder, supuesto que por una parte los
pedía su tío don Sancho, por otra su madre doña Blanca, declaraba que los
pondría en libertad cuando y del modo que se determinara en justicia. Que si se
le otorgase lo que como rey de Aragón pedía, también daría libertad al príncipe
de Salerno; pero que ni la reina doña Constanza ni don Jaime su hermano cederían nada de sus tierras y estados de Sicilia, sino
fuese en lo de Calabria en caso de concordia. Tales eran las instrucciones que
llevaban los embajadores del rey de Aragón para las conferencias de Burdeos,
donde el rey de Inglaterra se hallaba (enero, 1287). Pero nada se resolvió ni
acordó definitivamente por dificultades y contradicciones que se presentaron,
si bien el rey Eduardo de Inglaterra quedó deseando vivamente tener unas vistas
con el de Aragón.
Tuviéronlas con
efecto de allí a algunos meses en Olorón, villa
fronteriza de Aragón en Gascuña (julio, 1287). Las
pláticas que allí hubo entre los dos reyes no fueron tan estériles en
conciertos como lo habían sido las de Burdeos. Convínose en que el príncipe de Salerno seria puesto en libertad, a condición de dejar en
rehenes en poder de Alfonso de Aragón tres de sus hijos, con más sesenta
caballeros y barones provenzales elegidos por el aragonés, con las plazas
principales de la Provenza, y aquellos y éstas, en caso de no cumplirse lo
asentado en este concierto, habían de quedar para siempre bajo el dominio del
rey de Aragón obedeciéndole como a su señor natural; que al cabo de un año de
ser libre el príncipe de Salerno había de entregar al de Aragón en rehenes su
hijo primogénito Carlos, para cuya seguridad había de dar treinta mil marcos de
plata en cuenta y parte de cincuenta mil por que se obligaba si no le
entregase; que había de alcanzar del papa, del rey de Francia y de Carlos de Valois, que en tres años no harían guerra ni al rey de
Aragón, ni a su hermano el de Sicilia, ni a sus tierras ni aliados; y por
último que si el pacto no se cumplía por parte del príncipe de Salerno, había
de volver a la prisión como antes estaba. El rey de Aragón para asegurar que
daría libertad al príncipe, o en otro caso restituiría sus hijos, había de
dejar en rehenes en poder del de Inglaterra al infante don Pedro su hermano, a
los condes de Urgel y de Pallars y al vizconde de
Cardona. En las treguas entraba lo de Mallorca, Rosellón y Cerdaña por parte de
don Jaime, y además el rey de Aragón facultaba al de Inglaterra para prorrogar
las treguas y entender en los medios de la paz, concluido lo cual se volvió en
el mes de septiembre a Aragón, donde le esperaban las cuestiones de la Unión de
que hemos dado cuenta antes.
Vió Alfonso III. de Aragón que ni por parte de Felipe de Francia, ni por la de
Jaime de Mallorca se daban muestras de querer cumplir el pacto de Olorón, y que so pretexto de haberse apoderado el aragonés
de la isla de Menorca proyectaba su tío una entrada en Cataluña por la parte de
Rosellón, apoyado por el francés. Con tal motivo acudió Alfonso a Eduardo de
Inglaterra pidiéndole que en el caso de no guardarse la tregua le declarara
libre de la obligación contraída respecto al príncipe de Salerno, o que por lo
menos hiciera se dejase sólo a don Jaime su tío para medir con él sus armas. La
respuesta del inglés fue rogarle muy encarecidamente que aceptara y firmara
todo lo tratado, conviniendo en que se exceptuara de la tregua al de Mallorca.
Accedió a ello el aragonés por respetos al de Inglaterra. Atrevióse en efecto, don Jaime a invadir con su gente el Ampurdán, y a poner cerco a uno
de los castillos fronterizos. Las cuestiones que en este tiempo traía Alfonso
III en lo interior con los ricos-hombres de la Unión sobre otorgamiento del
privilegio, en el exterior con Sancho el Bravo de Castilla y con Felipe el
Hermoso de Francia sobre la libertad de los infantes de la Cerda, no le
impidieron acudir en persona a la frontera del Rosellón con los barones y
caballeros que le seguían. A la noticia de la aproximación de don Alfonso cobró
miedo don Jaime, abandonó el castillo que cercaba, levantó sus reales, y repasó
los montes, huyendo de las armas aragonesas.
El
tratado de Olorón no se ejecutaba. La elevación de
Nicolás IV a la silla pontificia, su carácter y
antecedentes, y el poco afecto que tenía a la casa de Francia, hicieron esperar
al aragonés que le sería este papa más propicio, y desde luego le envió
embajadores o mensajeros para que en su nombre le prestasen obediencia, le
informasen de su inculpabilidad en las guerras pasadas, y le rogasen levantara
el entredicho que pesaba todavía sobre un reino cuyos naturales en nada habían
ofendido a la iglesia (1288). Pero el papa Nicolás, manifestando por una parte
que conservaba recuerdos de gratitud a la familia real de Aragón, por otra que
deseaba con ansia la pacificación general, siguió por último la política de sus
antecesores. Las dificultades para el cumplimiento del tratado de Olorón crecían cada día y se multiplicaban, a pesar de las
buenas intenciones del rey de Inglaterra, de las diferentes combinaciones que hacía
en obsequio a la paz general, de las deferencias que con él tenía el de Aragón
mirándole como a padre, y de los continuos tratos que entre los dos se
concertaban. Por Roma, por Francia, por Castilla, por Provenza, por todas
partes se suscitaban impedimentos y estorbos. Incansable, sin embargo, el de
Inglaterra en sus negociaciones, acordó una nueva entrevista con Alfonso de
Aragón en Canfranc, lugar puesto en la cumbre de los
Pirineos en los confines de España y de Bearne dentro de los límites de Aragón.
Su impaciencia y su buen deseo no le permitieron esperarle allí, y se vino a
buscarle a Jaca. Aquí llegaron casi al mismo tiempo dos legados apostólicos con
cartas del papa Nicolás, en que intimaba al rey de Aragón que pusiera en
libertad al príncipe de Salomo, que dejara de dar auxilio a su hermano don
Jaime de Sicilia, y que en el término de seis meses compareciese ante la silla
apostólica para estar a lo que ordenase, o de lo contrario, procedería contra
él por las armas espirituales y temporales.
Apresuró
esto la ida de los dos reyes a Canfranc, y para mayor
facilidad de venir a concierto y que éste tuviese seguridad y firmeza llevaron
consigo al príncipe de Salerno. Acordóse allí que le
fueran desde luego entregados al rey de Aragón los dos hijos del príncipe, Luis
y Roberto, con veinte y tres mil marcos de plata; y en lugar del hijo mayor,
Carlos, y de los siete mil marcos restantes, y de los rehenes y ciudades de
Provenza, entregó el rey de Inglaterra treinta y seis gentiles-hombres de su
reino y cuarenta ciudadanos, bajo las mismas condiciones con que habían de
haber sido entregados los provenzales, hasta que estos y el hijo mayor del
príncipe se pusieran en poder del rey de Aragón. El mismo príncipe se obligaba,
si el pacto no se cumplía, a volver a la prisión, como antes estaba, bajo la
pena de setenta mil marcos de plata, a entregar a su primogénito Carlos en el
plazo de tres meses y a negociar con el papa la revocación de la investidura
del reino de Aragón dada a Carlos de Valois. En lo
demás subsistía el tratado de Olorón. Con tan duras y
humillantes condiciones recobró el príncipe de Salerno su libertad. La
capitulación de Canfranc fue firmada por el príncipe,
por el rey de Inglaterra, por Alfonso de Aragón, por los ricos-hombres de su
consejo y por los procuradores de las ciudades (29 de octubre, 1288). En
aquellas vistas se concertó también el matrimonio de Alfonso III de Aragón con
la princesa Leonor, hija mayor del rey Eduardo de Inglaterra. Los caballeros
provenzales y marselleses que en ejecución de este convenio llegaron a ponerse
en manos del rey de Aragón fueron custodiados y distribuidos entre los
castillos de Barcelona, Lérida y Montblanc, y los
hijos del príncipe de Salerno recluidos en la fortaleza misma de Siurana en que había estado su padre.
Cuando
después de esto se hallaba Alfonso de Aragón enredado en aquellas guerras con
Sancho IV de Castilla y en aquellas recíprocas
invasiones de que dimos cuenta en el capítulo precedente, el rey de Francia,
sin cuidarse de tratados, ni de treguas, ni de derechos de gentes, hostilizaba
de cuantas maneras podía al de Aragón: los embajadores que éste enviaba a Roma
eran presos en Narbona, y ellos y sus criados eran tratados como enemigos, y
por la parte de Navarra invadían los franceses el territorio aragonés y
acometían y tomaban el castillo de Salvatierra. Por otro lado su tío don Jaime
de Mallorca por personales resentimientos le retaba y provocaba a batirse con
él cuerpo a cuerpo en la ciudad de Burdeos y ante el rey de Inglaterra, a
imitación de Carlos de Anjou con el rey don Pedro su
hermano. Alfonso, sin dejar de aceptar el reto, contestóle con las palabras más duras, diciéndole entre otras cosas que llevaba sobre sí
tal nota de infamia que debía afrentarse de presentarse no sólo en la corte de
cualquier príncipe, sino ante hombres que estimasen en algo su honra. Tan
agriados y enconados estaban entre sí el hijo y el nieto de Jaime el
Conquistador. El desafío sin embargo no se llevó adelante (1289).
A este
tiempo el príncipe de Salerno que desde Francia había ido a verse con el papa
en Perusa, fue coronado por el pontífice como rey de Sicilia, con el nombre de
Carlos II (29 de mayo, 1289): gran conflicto para el rey don Jaime de Sicilia,
que tenía contra sí al papa, al rey de Francia y al príncipe de Salerno, o sea
al nuevo rey Carlos II. Armó no obstante don Jaime su flota, y en unión con el
famoso almirante Roger de Lauria se puso sobre Gaeta,
en cuyo socorro acudió luego el nuevo rey Carlos junto con el conde de Artois, gobernador del reino de Nápoles, y general del
ejército y escuadra. La ventaja y las probabilidades de triunfo estaban de
parte de don Jaime de Sicilia, cuya armada dominaba el mar. Cuando se esperaba
el resultado de esta lucha marítima, interpúsose también como mediador el rey de Inglaterra, y haciendo que el papa le ayudara a
negociar la paz, ajustóse entre los dos príncipes
contendientes una tregua de dos años; tregua que el conde de Artois miró como un acto de cobardía de parte de su aliado
el rey Carlos, y de lo cual tomó tanto enojo que sin despedirse de él se volvió
a Francia con muchos de sus caballeros. En uno de los artículos de esta
capitulación se estipulaba que el monarca aragonés prorrogaría el plazo de un
año que había concedido a Carlos para cumplir las condiciones del tratado de Olorón, a lo cual condescendió generosamente el rey Alfonso
con acuerdo de las cortes generales reunidas entonces en Monzon (1289).
No
pudiendo el rey Carlos, antes príncipe de Salerno, cumplir sus compromisos con
el rey de Aragón, porque ni podía reconciliarle con el papa, ni hacer al de Valois renunciar su investidura, ni entregarle su hijo
primogénito, ni darle el dinero pactado, ni ponerle en paz con el de Francia,
ni nada de lo que se había obligado a hacer como condición de su libertad, y
teniendo que darse otra vez a prisión según lo estipulado, valióse de una astucia con que hubiera podido engañar si no hubiese sido conocida. Sin
avisar ni prevenir nada a Alfonso de Aragón, acercóse mañosa y cautelosamente con gente armada al Pirineo entre el coll de Panizas y la Junquera,
como aparentando ir a entregarse a prisión al aragonés: más como no hallase
allí quien le recibiera, partióse para Francia como
quien por su parte había cumplido, y desde allí le envió a proponer como
condiciones para la paz general: que se sometiera en persona al papa,
recibiendo en nombre de la iglesia el reino de Aragón en censo, pagando a la
Santa Sede un tributo anual: que su hermano don Jaime dejara llanamente la
Sicilia y la Calabria, sin reservarse cosa alguna de aquellos señoríos; y que
el reino de Mallorca fuese restituido a su tío don Jaime. Si irritante había
sido la manera insidiosa con que Carlos había procurado eludir el compromiso de
su presentación, no eran menos irritantes las condiciones de la paz de parte de
quien debía su libertad y su vida a la generosidad de los dos monarcas
hermanos, el de Sicilia y el de Aragón, y que se había obligado solemnemente a
negociar todo lo contrario de lo que ahora pretendía. Alfonso de Aragón puso en
conocimiento del de Inglaterra el desleal comportamiento de Carlos por si podía
persuadirle a que cumpliera como caballero, y mandó a decir a su hermano don
Jaime de Sicilia le enviase al almirante Roger de Lauria con una flota para prevenirse a la guerra. Hizo también armar doce galeras y
otras naves de remos en las costas de Valencia y Cataluña, y reclamó el señorío
de la Provenza y el homenaje de los caballeros provenzales que tenía en
rehenes, en virtud de las penas en que había incurrido el príncipe de Salerno
como infractor de los tratados de Olorón y de Canfranc.
Pero
continuando el de Inglaterra sus oficios de mediador, entablóse una nueva y complicada serie de negociaciones, de propuestas, de embajadas, de
entrevistas y de tratos entre los soberanos y príncipes de Roma, Francia,
Inglaterra, Sicilia, Mallorca y Aragón (1290), cuyas diferentes fases,
combinaciones y vicisitudes fuera minucioso e inútil relatar, puesto que todas
vinieron a refundirse en las conferencias de Tarascón donde al fin se acordaron
definitivamente las condiciones para la paz general. Reuniéronse allí los legados del papa y los embajadores de los reyes y príncipes. El rey de
Aragón juntó sus cortes en Barcelona para obrar con su consejo y acuerdo, y en
ellas se nombraron doce embajadores que asistiesen a las pláticas de Tarascón,
dos ricos-hombres, cuatro caballeros, dos letrados, dos ciudadanos de
Barcelona, y otros dos por las villas del principado. El monarca aragonés hizo por que no concurriesen los embajadores y representantes de
su hermano el rey de Sicilia, con el objeto que luego se verá. Inconcebible
parece, atendida la firmeza y energía que hasta entonces había mostrado Alfonso
III de Aragón, y atendido el carácter de los catalanes, que el rey y los
representantes de Cataluña accedieran a suscribir a las humillantes y
vergonzosas condiciones de la paz que al fin se estipuló en Tarascón en febrero
de 1291. Las condiciones fueron:
1.ª Alfonso III de Aragón, por medio de una embajada solemne, había de pedir perdón
al papa de las ofensas que hubiese hecho a la iglesia, y jurar en manos del
pontífice que obedecería sus mandamientos: el papa le admitiría, como a hijo
arrepentido, en el gremio de la iglesia, y de allí adelante ni él, ni el rey de
Francia, ni otro príncipe alguno movería guerra al de Aragón ni a sus estados.
2. ª
Se revocaba la donación que por el papa Martín IV se hizo de los reinos de
Aragón, Valencia y Cataluña a Carlos de Valois,
hermano del rey de Francia, a condición de que el aragonés pagara a la Iglesia
un censo de treinta onzas de oro, con más los atrasos vencidos, y que el rey don
Pedro había dejado de pagar.
3. ª
El reino de Mallorca, en razón a la culpa que había cometido don Jaime contra
su hermano, quedaba sujeto al señorío directo de Aragón, obligándose don
Alfonso a satisfacer una suma al primogénito de don Jaime para el sostenimiento
de su estado.
4. ª
El rey de Aragón haría salir de Sicilia todos los ricos-hombres y caballeros
aragoneses que estaban al servicio de su hermano don Jaime, y prometía no
tratar ni procurar que ni don Jaime ni su madre retuviesen la Sicilia y la
Calabria contra la voluntad de la iglesia.
5. ª
Para la fiesta primera de Navidad había de ir personalmente el rey de Aragón a
Roma con doscientos caballos y quinientos infantes en favor de la iglesia, para
ganar la remisión de los perjuicios y daños que su padre y él habían hecho a la
Santa Sede con ocasión de la guerra de Sicilia.
6. ª
En el mes de junio siguiente había de ir con su ejército a la conquista de la
Tierra Santa, y de vuelta haría que su madre y su hermano restituyesen la
Sicilia a la Iglesia, y si no quisiesen venir en ello, juraría en manos del
papa que les haría guerra como a enemigos hasta reducir aquel reino a la
obediencia de la corte romana.
7. ª
Que hecho esto, el papa levantaría el entredicho en que estaban estos reinos y
les daría absolución general, y el rey de Aragón devolvería al rey Carlos sus
hijos y los demás rehenes que tenía en su poder.
8. ª
Que Alfonso de Aragón haría paz o tregua con Sancho de Castilla.
Compréndese bien
con cuánto disgusto se recibiría en el reino una paz tan bochornosa y «deshonesta,»
como la califican los escritores aragoneses; y sobre todo, cuál seria y cuán
justo el enojo de su madre y hermano, cuando supieron que de aquella manera
habían sido sacrificados en el tratado de Tarascón, por más que Alfonso para
templarlos y justificarse alegara que su hermano don Jaime le había relevado de
ayudarle y valerle, para que por él no aventurase la suerte de sus reinos.
El de
Aragón, a pesar de las duras y enérgicas reconvenciones que por su conducta le
dirigió don Jaime, no dejó de proceder a la ejecución del ignominioso
concierto, viéndose con el nombrado rey de Nápoles y de Sicilia, Carlos el
Cojo, entre el coll de Panizas y el de Pertús, donde los dos concurrieron
personalmente a ratificar la paz478. Seguidamente envió sus embajadores a Roma
en los términos convenidos. El de Castilla se negó a aceptar la tregua,
por hallarse entonces en circunstancias favorables, vencido el infante don Juan
su hermano, y unidos a él los Núñez, padre e hijo, y porque le pesaba de la paz
que había firmado con la iglesia y con el rey de Francia.
Tratando
luego Alfonso de efectuar el casamiento con la princesa Leonor de Inglaterra,
envió desde Barcelona algunos ricos-hombres para que la trajesen y acompañasen. Preparábanse en aquella ciudad para su recibimiento
grandes regocijos, y fiestas. El rey comenzó a ejercitarse en juegos de torneos
y cañas que se habían de tener; pero en medio de estas esperanzas y alegrías le
acometió una enfermedad de infarto glandular, de landre, que entonces se decía,
que dio con él en la tumba en tres días (18 de junio, 1291), en la flor de su
edad, pues contaba entonces veinte y siete años.
Dejaba
Alfonso en su testamento los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, y el
señorío de Mallorca a su hermano don Jaime, con la cláusula de que éste cediera
la Sicilia a su hermano don Fadrique: en el caso de morir don Jaime, sucedería
don Fadrique en la corona de Aragón, y don Pedro su tercer hermano en la de
Sicilia. Parece haber comprendido este monarca que las coronas de dos tan apartados
reinos no podían unirse sin peligro en una misma cabeza, e invalidando
implícitamente con las disposiciones de su testamento las condiciones del
tratado de Tarascón, preparaba nuevas discordias a Europa y nuevos disturbios a
la cristiandad. «Fue tan liberal, dice Jerónimo de Zurita, que en esta virtud
se señaló más que príncipe de sus tiempos, y fue por esta causa llamado el
Franco.» No desmintió el valor hereditario de la casa de Aragón; pero en su
carácter se ve una extraña mezcla de firmeza y de debilidad, que concluyó por
acrecer en el interior desmedidamente el poder de los ricos-hombres y comunes a
expensas de la autoridad real, en el exterior por ensanchar el influjo de la
potestad pontificia a costa de la independencia del reino.
Quedó
el infante don Pedro rigiendo interinamente la monarquía aragonesa, mientras
venía de Sicilia don Jaime, a quien inmediatamente se avisó el fallecimiento de
su hermano. Dejando don Jaime por lugarteniente del reino a don Fadrique, y por
primer consejero al almirante Roger de Lauria, hízose a la vela para Cataluña, donde arribó en el mes de
agosto. Escarmentado con lo que había acontecido a su hermano por haberse
anticipado a titularse rey de Aragón, no se intituló hasta coronarse sino rey
de Sicilia. Partiendo después para Zaragoza, y convocadas las cortes generales
del reino, juró y confirmó en ellas los fueros, usos y costumbres de Aragón, y
coronado en la forma que sus predecesores, protestó también «que no recibía la
corona en nombre de la iglesia romana, ni por ella, ni menos contra ella, ni
queriendo tácita ni expresamente aprobar lo que el rey don Pedro había hecho en
tiempo del papa Inocencio, cuando hizo su reino censatario de Roma. Otra
protesta hizo, que disgustó bastante a los aragoneses, y fue que recibía el
reino no por el testamento de su hermano, sino por el derecho de primogenitura
que le competía por su muerte y por el testamento de su padre, con lo cual
quiso significar que aceptaba la corona de Aragón, sin renunciar a la de Sicilia
(24de septiembre, 1291).
De las
relaciones del nuevo rey de Aragón don Jaime II con don Sancho el Bravo de
Castilla, de las entrevistas y tratados entre estos dos monarcas, de los
esponsales del aragonés con la infanta Isabel, hija del castellano, y de los
auxilios que a éste prestó para la guerra contra los moros, hemos dado cuenta
en el precedente capítulo al hablar de las cosas de aquel reino. Dejemos a don
Jaime instalado en el reino de Aragón, y echemos una ojeada sobre la fisonomía
social que presentaban en esta época los reinos de Aragón y de Castilla.
ESTADO
SOCIAL DE ESPAÑA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIII. CASTILLA.
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