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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO VI.

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIII. CASTILLA.

De 1252 a 1295.

 

 

Con el reinado de Alfonso el Sabio comienza un nuevo período en la vida social de España. Desde Covadonga a Toledo es la nación que pugna por vivir; desde Toledo a Sevilla es la nación que vive y se robustece luchando; desde Sevilla a Granada es la nación que trabaja en organizarse. De Pelayo a Alfonso VI es la infancia y la pubertad de la nueva sociedad española: del sexto al décimo Alfonso es su juventud y su virilidad: de Alfonso el Sabio a Isabel la Católica será su madurez y su decrepitud; aquella decrepitud, que lleva en su muerte el germen de otra vida que sin dejar de ser nueva es la continuación de la antigua; es más bien que una nueva vida una nueva forma de ser y de existir: es el retoño que brota para vivir y crecer lozano, de las raíces del árbol viejo que se seca y muere, siendo otro árbol sin dejar de ser el mismo. Así hemos visto nacer la edad media de la edad antigua, y así veremos nacer la edad moderna de esta edad media, en cuyo tercer período hemos entrado.

Al lado de este pueblo y de esta nacionalidad se ha formado y crecido otro pueblo y otra nacionalidad que no es la castellana, aunque es también española: es el pueblo y la nacionalidad aragonesa. También Aragón cuenta sus tres periodos de edad media como Castilla. Desde el Pirineo a Zaragoza es la nación que pugna por vivir; desde Zaragoza a Valencia es la nación que se robustece peleando; desde Valencia a Granada, donde se refundirá en Castilla, es la nación que trabaja por organizarse. De Íñigo Arista a Alfonso el Batallador es la infancia y la pubertad de la sociedad aragonesa; del primer Alfonso a Jaime I. es su juventud y su virilidad; de Jaime I. a Fernando II será su madurez y su decrepitud; decrepitud que llevará en su muerte el germen de otra vida, de otra forma de ser, que sin dejar de ser nueva será la continuación de la antigua.

Aragón, hijo emancipado de Navarra, en su robusto desarrollo ha ido reasumiendo en sí todos los elementos de vida de la España Oriental. Aragón, Cataluña, Valencia, las Baleares, todo es Aragón. Castilla, hija emancipada de Asturias y León, ha ido concentrando en sí todo lo que se extiende de Norte a Mediodía, Galicia, Asturias, León, Extremadura, Castilla y Andalucía, todo es Castilla. En Aragón a la mitad del siglo XIII no ha quedado nada por conquistar de los moros: los hijos de don Jaime no tienen que hacer sino conservar. Este pueblo se ha apresurado a cumplir la primera parte de su misión, la de expulsar los enemigos de la fe y recuperar una patria perdida. En Castilla ha quedado todavía Granada. Fortuna fue para San Fernando el haber vivido menos que don Jaime, porque lleno de gloria en la tierra pasó más pronto a gozar de otra mayor gloria en el cielo; pero fue desgracia para los castellanos, porque les dejó todavía una tarea penosa que llenar. Sin embargo, aunque la reconquista no quedó terminada, quedó por lo menos decidida.

Por tanto, así como la obra principal de los españoles hasta don Jaime y San Fernando, y la necesidad apremiante de España, era la lucha y el material vencimiento de los enemigos exteriores, la adquisición y ensanche de territorio, luchar para vencer y vencer para poder vivir, sin que por eso dejara de ir marchando lentamente la sociedad española hacia su organización; así, desde aquella época en orden inverso, la fuerza y la vitalidad de la sociedad española se gasta principalmente en organizarse y constituirse política y civilmente, sin que por eso deje de emplear de tiempo en tiempo un resto de su vigor en ir consumando lentamente la reconquista material. La obra de su organización es poco menos laboriosa y poco menos sangrienta que la de la reconquista; las naciones como los individuos aprenden a costa de sufrir, y cuando les parece que han llegado a comprender las reglas de la vida es cuando mueren para pasar a otra vida nueva. Es el destino de la humanidad colectiva como de la humanidad individual.

En este periodo que abarca nuestro capítulo, la vida política de ambos pueblos, Castilla y Aragón, es casi igualmente activa, turbulenta y agitada. Pero Castilla se reconcentra en sí misma, y su vida es toda interior. Mientras Aragón rebosando vitalidad y robustez, cuando le faltan conquistas que hacer dentro de sus propios límites, se sale fuera de sí mismo, se desborda, se lanza los mares adelante, se derrama por África y Europa, hace sentir en todas partes el peso de sus barras, influye, obra o interviene en todas las cuestiones del mundo, conmueve los imperios de Oriente y Occidente, concita contra sí con su audacia la tiara y las coronas y les resiste sólo; redime y hace suya la Sicilia, domina y aterra en Calabria, intimida a Nápoles, cercena los dominios de Roma, vence a Francia, e Inglaterra hace vanidad y alarde de ser su amiga. Aragón asusta al mundo con sus empresas exteriores, con su política interior le admira y asombra. La magnitud de los pensamientos, la grandeza de los sucesos, el interés histórico de España en este período está más en Aragón que en Castilla. Veamos no obstante, de qué modo influyó cada reinado en el engrandecimiento y civilización de España, y en su marcha y condición social, comenzando por Castilla según nuestro orden establecido, atendiendo siempre a ser la monarquía madre.

I.

Alfonso el Sabio de Castilla es un ejemplo insigne de que un monarca ilustrado y docto, dotado de grandes cualidades personales, puede ser desgraciado en la gobernación de su reino. En nuestro discurso preliminar dijimos: «Castilla después de San Fernando hubiera necesitado otro rey conquistador, y tuvo un rey sabio. Pensó en hacer leyes más que en acabar de expulsar a los moros, y se difirió por más de dos siglos la reconquista». En efecto, Castilla con otro rey como San Fernando hubiera llevado a cabo la restauración, y Granada y Gibraltar hubieran dejado de pertenecer a los musulmanes. Si algún testimonio se necesitara de ello, daríalo bien patente la facilidad con que Alfonso, siendo como era, recobró Jerez, Arcos, Niebla, y mucha parte del Algarbe. En rigor ni Alfonso dejaba de pensar en la expulsión de los infieles, ni le perjudicaron tanto para ello sus ocupaciones literarias como la debilidad de su carácter, el poco tacto para tratar a sus súbditos, nobles y pueblo, y la falta de tesón para proseguir sus empresas comenzadas.

Si oyéramos decir: «hubo un rey en Castilla, que a la edad de treinta y un años, la edad en que hay más vigor en el espíritu y más robustez en la diestra para manejar un cetro, heredó los más vastos dominios que hasta entonces hubiera poseído ningún monarca castellano, Asturias, Galicia, León, Extremadura, Castilla, Murcia, Jaén, Córdoba y Sevilla, y este rey, después de reinar treinta y dos años y habiéndole sido además ofrecida una corona imperial, murió pobre y oscuramente, desamparado de sus hermanos, abandonado de su esposa, de sus propios hijos, perseguido por los nobles, menospreciado de su pueblo, de ese pueblo castellano tan amante de sus reyes, con su corona empeñada en poder de un príncipe africano, infiel y enemigo, por algunas doblas de oro para poder vivir algún tiempo con el precio de su postrer alhaja: si esto oyéramos decir de un monarca castellano sin que se nos revelara su nombre, exclamaríamos: «¡bien falto de capacidad y de virtudes debió ser ese monarca para que así cayera de la cumbre de tan alto poder al abismo de tanta pobreza y desventura!» Mas si seguidamente se nos añadiera: «Sabed que ese rey de Castilla fue uno de los más esclarecidos soberanos que tuvo España; sabed que ese rey de Castilla fue un príncipe de privilegiado ingenio, de altas y sublimes concepciones, que tenía asombrado al mundo con su erudición y con su ciencia; sabed que ese rey de Castilla fue un filósofo ilustre, fue un historiador admirable, hablista elocuente, poeta fecundo, insigne matemático y astrónomo, y sobre todo, fue un legislador que no tuvo igual ni en su siglo ni en muchos siglos después; sabed que ese rey de Castilla fue el autor de la Crónica General de España, de las Cántigas y Querellas, de las Tablas Astronómicas, del Espéculo, del Fuero Real y de las Siete Partidas: sabed en fin, que ese rey de Castilla fue aquel don Alfonso a quien la posteridad ha honrado con el sobrenombre de el Sabio; entonces, si no supiésemos su historia, crecería nuestro asombro, y no acertaríamos a comprender fenómeno tan extraño.

Por lo mismo, y para que la historia pueda servir de enseñanza a reyes y pueblos, es fuerza examinar cómo y por qué causas un monarca dotado de eminentes cualidades individuales puede desempeñar el cargo de la gobernación tan erradamente que ocasione su propia ruina y hasta la decadencia de su reino. Esto nos conducirá al propio tiempo al conocimiento del estado social de la monarquía castellana en aquella época, y al del influjo que ejerció este reinado en su suerte y en su porvenir.

Había en Castilla (y era consecuencia de causas que anteriormente hemos explicado) una nobleza que por lo poderosa llegó a hacerse insolente. San Fernando, príncipe de gran tacto político, sino de un prodigioso talento, conoció la necesidad de cortar el vuelo a los orgullosos magnates que se iban remontando a demasiada altura en alas de su desmedido poder; y lo logró a fuerza de prudencia y de energía; hízolos sumisos haciéndolos menos grandes: abolió el título y dignidad de conde; y valiéndose con preferencia para el gobierno del reino de letrados y hombres buenos de las ciudades, elevó la clase media e ilustrada y rebajó el poderío e influencia de la aristocrática y noble. Apartándose de este ejemplo su hijo Alfonso y siguiendo opuesto camino y sistema, aumentó con pródiga liberalidad las rentas y cuantías, y con ellas el poder de los grandes, y creyendo hacérselos más afectos y amigos y mejores servidores los hizo más soberbios, díscolos y exigentes. Un don Nuño de Lara, que llegó a tener en tiempo de Alfonso trescientos caballeros por vasallos, con los humos y la altivez hereditaria de su casa y familia, no podía ser un servidor sumiso del rey, sino un pretencioso rival del monarca, como lo fue. Así en su línea los demás. De modo que teniendo en cuenta las tradiciones históricas, los hábitos de la nobleza, las concesiones imprudentes del rey, y el carácter débil de Alfonso, no se extraña ver a aquellos nobles, peticionarios exigentes en Lerma, retadores amenazantes en Burgos, rebeldes declarados en Granada, aliados de los moros y peleando como enemigos contra los amigos de su soberano en los campos de Antequera, y prestándose como quien otorga merced a pactos de avenencia con su soberano como de poder a poder en Córdoba y Sevilla.

Y era tanto más de extrañar el débil proceder de Alfonso para con los nobles, cuanto que su suegro don Jaime de Aragón, al despedirse de él en Tarazona al regreso de las bodas del príncipe Fernando en Burgos, entre varios consejos que le dio para la tranquilidad y buen gobierno de sus reinos le señaló ya la línea de conducta que había de seguir «para destruir la parcialidad de los ricos-hombres y caballeros cuando se le alzasen y desobedeciesen.» Cuanto más que no se ocultaba a su gran entendimiento la causa y fin verdadero de aquellos movimientos tumultuarios, y bien lo expresó el mismo Alfonso en una carta al infante don Fernando su primogénito: «Y estos ricos-omes (le decía) non se movieron contra mí por razón de fuero, nin por tuerto que les yo ficiese: ca fuero nunca se lo yo tollí... E otro sí, aunque tuerto se lo hubiera hecho el mayor del mundo, pues que gelo quería enmendar a su bien vista dellos, non avian por que más demandar».

Mas a pesar de conocer los torcidos designios que impulsaban a los turbulentos próceres a mover, con achaque de pro comunal, tales demandas, pleitos y querellas, Alfonso no sólo careció de vigor para rechazar sus anárquicas peticiones y disolver sus asonadas, sino que a más de otorgarles privilegios en daño del pueblo, sufrió humillaciones y dejó hollar importantes derechos de la corona. La condescendencia para con los nobles alentaba también a los prelados, que a su vez casi con igual audacia le hacían sus particulares peticiones hasta el punto «que quisiéralos echar del reino» mas «por evitar alteración y por no tener contra sí al papa», como dice la crónica, encomendaba la decisión de sus quejas a jueces que ellos mismos en unión con otros del monarca eligiesen.

La disminución que con las indiscretas concesiones a la nobleza padecían las rentas reales, obligábale a sobrecargar de tributos al pueblo para ocurrir a los gastos y subvenir a las atenciones que las empresas en que se metía demandaban, y esto le enajenaba el estado llano y le concitaba el disgusto y la animadversión popular. Como un remedio a la imposibilidad de exigir nuevos pechos recurría al ruinoso medio de la alteración de la moneda. Por dos veces apeló a este expediente fatal, una casi al principio, otra casi al fin de su reinado; lastimosa y palmaria prueba de que el rey erudito y sabio no aprendía, ni en las costosas y elocuentes lecciones de la experiencia, el arte de gobernar. Con el primer acto desazonó al pueblo, con el segundo le exasperó hasta el punto de entregarse en brazos del infante don Sancho, y dar ayuda al hijo que había de destronar al padre.

Acontece con frecuencia, en sucesos que tienen entre sí relación y enlace, ser recíproca y simultáneamente causas y efectos los unos de los otros, y esto cabalmente sucedía a Alfonso el Sabio en la famosa cuestión de la corona imperial de Alemania. Las agitaciones y disturbios interiores que su conducta por un lado, las ambiciones de los nobles por otro motivaban, no le permitían salir del reino, como tantas veces lo intentó, para proseguir personalmente su demanda; y mientras aquellas turbaciones le impedían alcanzar la corona del imperio, las sumas inmensas que en esta empresa invertía y los cuantiosos tributos con que tenía que sobrecargar al pueblo producían a su vez mayor desabrimiento en sus súbditos, y con esto crecía la dificultad de ceñirse la imperial diadema. De este modo su falta de tacto político en España frustraba sus planes y pretensiones en Alemania; su manera de conducir el negocio de Alemania le enajenaba los ánimos y empeoraba la situación de su pueblo. Causas recíprocas, que influyendo mutuamente y como de rechazo en sí mismas, produjeron el doble resultado, allá el de correr el desafortunado príncipe tras el trono imperial como tras una sombra vana, acá el de preparar la pérdida de su propia corona que nadie tenía derecho a disputarle.

Por lo demás no calificaremos nosotros, como vemos que lo hacen muchos, de descabellada empresa la pretensión de Alfonso X al imperio alemán. Su derecho era por lo menos tan bueno como el del príncipe inglés Ricardo de Cornualles, su elección indisputablemente más legítima y más espontánea, mayor su partido entre los príncipes germanos, y abiertamente le protegían las repúblicas y estados más poderosos de Italia. El monarca aragonés que conquistó a Sicilia no se hubiera quedado sin el trono de Alemania en el caso y con los elementos de Alfonso de Castilla. Faltóle pues a éste facilidad y resolución para salir de España cuando era invitado y pudiera haberle convenido, y cuando se determinó a salir no sólo había pasado la sazón, sino que era ya caso desesperado. Cierto que le contrariaron los papas, pero al menos debió haberlo conocido y se hubiera ahorrado el último desaire. No suelen ser los hombres eruditos los que más conocen a otros hombres y los que mejor penetran el corazón humano. Por este defecto volvió el rey Sabio de su entrevista con el pontífice Gregorio X., desnudo de esperanza y lleno de afrenta y de bochorno. Y no es que creamos nosotros que la posesión del imperio germánico hubiera sido de gran provecho para Castilla. Ciertamente para los que cifran las glorias de un estado en su material engrandecimiento y en la extensión de sus dominios, habría sido muy lisonjero poder decir con orgullo en el último tercio del siglo XIII: «Castilla domina en Alemania, Aragón en Sicilia, España es la nación grande de Europa.» Mas los que tenemos el convencimiento de que la dominación de extensos y remotos países, apartados del centro de acción y de los naturales límites geográficos de un pueblo, suele ser más efímera que sólida, más halagüeña que útil, y menos saludable que dañosa a la verdadera grandeza y felicidad del pueblo dominador; los que abrigamos la persuasión de que la unión de las coronas de San Fernando y de Carlomagno que se realizó dos siglos y medio más tarde deslumbró más que aprovechó a los españoles, y si acaso fue útil al mundo lo fue a costa de España, no sentimos que Alfonso el Sabio corriera vanamente tras el cetro del imperio alemán; duélenos, sí, que derramara allá infructuosamente los tesoros de su reino, que empobreciera a Castilla, que disgustara a sus naturales súbditos, que acabara de romper la cadena de los afectos que debe unir al monarca coa su pueblo, y que se difiriera la expulsión de los verdaderos enemigos de España, que eran los musulmanes, indebidamente ya enclavados en territorio español desde Alfonso el Sabio.

No opinamos lo mismo respecto a la cesión del Algarbe o de una parte considerable de la comarca de este nombre, que Alfonso décimo de Castilla hizo al tercero de Portugal, y a la generosidad con que más adelantó relevó del feudo a su nieto don Dionis. Creemos que en esto sacrificó el monarca castellano los intereses de su pueblo a los afectos de familia, y que sobre perjudicar a su reino desprendiéndose de un territorio y de un derecho que pertenecía a la monarquía castellana quebrantó la misma ley fundamental que él había establecido, cuando consignó en el código de las Partidas que una de las cosas que había de jurar todo rey de Castilla había de ser «de guardar siempre quel señorío sea uno, et que nunca en dicho nin en fecho consientan, nin fagan porque se enagene nin se departa.» Y si bien al poderoso don Nuño de Lara no le movería el interés de la patria cuando se opuso a esta cesión, una de las causas de las desavenencias del de Lara y otros magnates con el rey, por lo menos el monarca debió no dar a sus súbditos pretextos de rebelión, ni disgustar al pueblo con medidas que tal vez tuvieran más de impolíticas que de dañosas, pero que de ningún modo se pueden calificar de prudentes. Si la ley que hemos citado no regia aún, porque todavía no estaban en práctica y observancia las Partidas, la teoría de la indivisibilidad estaba ya escrita y consignada en el gran libro, cuanto más en el ánimo del rey que faltaba a ella.

En otra ocasión todavía más solemne, y en un hecho mucho más trascendental obró aquel monarca en oposición a su propia legislación. Al fijar en las Partidas el orden de suceder en el trono había dicho: «Que si el fijo mayor (del rey) muriesse antes que heredasse, si dejasse fijo o fija, que oviesse de su mujer legitima, que aquel o aquella lo oviesse, e non otro ninguno». Con arreglo a esta ley, y habiendo dejado a su muerte el infante primogénito don Fernando de la Cerda dos hijos legítimos, hubiera debido el mayor de estos suceder a su abuelo en el trono, con preferencia al infante don Sancho, hijo segundo del monarca. Y sin embargo, el rey Sabio designó e hizo jurar por su sucesor a don Sancho el Bravo, causa de largas revueltas, guerras y reclamaciones. Comprendemos que altas razones de conveniencia pública, que la salud del reino, suprema ley de los estados, aconsejaran esta manera de obrar como la más política y prudente, toda vez que don Sancho había sido reconocido por la mayor y más poderosa parte del clero, de la nobleza, del pueblo y del ejército como príncipe sucesor y heredero del trono, hubieran sido mayores los disturbios y males que hubiera ocasionado la exclusión de don Sancho que los que le siguieron, y no fueron cortos, de la de los infantes de la Cerda, y probablemente la declaración del heredamiento de estos hubiera sido ineficaz. Las cortes del reino y la voluntad de la nación y de los monarcas sucesivos sancionaron aquella elección y aseguraron la sucesión en la línea derecha de don Sancho; pero de todos modos no disculparemos la debilidad de Alfonso que le condujo a la necesidad de quebrantar sus propias leyes para salvar la tranquilidad del Estado, y de pasar por encima de derechos establecidos para favorecer a aquel mismo hijo de quien no era difícil prever que había de pugnar por heredar en vida a su padre.

Una vez que Alfonso se puso a ser enérgico llevó la energía hasta la violencia y la crueldad. Nos referimos a los horribles suplicios de su hermano don Fadrique y de don Simón Ruiz, señor de los Cameros, ahogado el uno de su orden en Treviño y quemado el otro por su mandato en Logroño. Suponiendo que fuesen delincuentes, también era de esperar que fuesen procesados y juzgados, que para la probanza de los delitos y para la justificación de las penas se instituyeron los procesos y los tribunales; pero el autor de tan excelentes códigos de leyes no halló otra ley que su voluntad, ni otra sentencia que su mandamiento para condenar y ejecutar a un rico-hombre de Castilla, y al hijo de su mismo padre. ¡Tanto va del legislador al político, del político al monarca, y del monarca al hombre! Nosotros que tan duramente reprobamos la ejecución sin forma de proceso de los cuatro condes castellanos por Ordoño II de León en los principios del siglo X, mal podríamos ser indiligentes al ver empleados tan arbitrarios y rudos castigos en los tiempos ya infinitamente más alumbrados de fines del siglo XIII. y por un monarca como Alfonso el Sabio.

Otro rasgo se nos recuerda de enérgica pero violenta severidad del rey Alfonso. Comprendemos bien que en un arranque de fundada indignación hiciera arrastrar por las calles de Córdoba al judío jefe de los asentistas y principal recaudador de las rentas e impuestos, aquel Zag de la Malea, que en vez de enviar los caudales al ejército de Algeciras los entregaba al infante don Sancho para otros objetos y fines: pero la prisión secreta de todos los judíos en un sólo día, y el hecho de no darles libertad hasta arrancarles la obligación de pagar doce mil maravedís diarios, fue un medio vergonzoso de sacar dinero, y un acto que ningún historiador cristiano se ha atrevido a aprobar, aún tratándose de la raza aborrecida de los hijos de Israel.

Falto de ardor belicoso el hijo de San Fernando, lo cual no nos maravilla en príncipe tan dado a las letras y a la contemplación, más emprendedor que perseverante, más afecto a comenzar que constante para proseguir, más convidado por la suerte que aprovechador de las ocasiones que se le deparaban para ganar fama y prez, acometió muchas empresas y en rigor no llevó a remate ninguna. Proyectó muchas veces realizar el pensamiento de su padre de llevar la guerra santa al suelo africano, obtuvo para ello muchas indulgencias de los pontífices, y los breves pontificios quedaron sin efecto, porque Alfonso no salió de España. Tuvo pensamientos sobre Navarra, y desistió a poco de intentar ponerlos por obra. Ofreciósele ocasión de recuperar la Gascuña, pareció procurarlo aunque flojamente, y acabó por cederla él mismo al príncipe Eduardo de Inglaterra. Quiso recobrar a Algeciras, y nos costó la derrota de un ejército, la destrucción de una armada, y una retirada desastrosa. Ganó o recuperó el Algarbe, y le cedió a Portugal. Revolucionáronse los moros andaluces y murcianos, y tuvo don Jaime de Aragón que ayudarle a someterlos, y reconquistar para él a Murcia. Fióse en las engañosas palabras del rey moro de Granada, y el emir granadino le burló como a un inocente de gran talento. En la cuestión con el rey de Francia sobre los infantes de la Cerda accedió a desventajosos conciertos y sucumbió a humillantes concesiones. Débil con el rey de Aragón, no fue más fuerte con el de Portugal. El infante don Sancho, príncipe sin ciencia, deshacía y frustraba las negociaciones políticas del rey sabio, y la bravura bélica del hijo hacía resaltar la irresolución del padre para la guerra. En las últimas cortes de Sevilla acabó Alfonso de descubrir sus débiles condescendencias como soberano, y sus errores y desaciertos como administrador, y el pueblo que amaba ya a Sancho porque era resuelto y valeroso y arrojado en el pelear con los infieles, abandonó al monarca y proclamó rey al infante.

Tales fueron a nuestro juicio y según nuestros datos históricos las causas que principalmente influyeron en que un rey del esclarecido ingenio y de las apreciables prendas intelectuales y morales de Alfonso el Sabio no acertara ni a prevenir su propia desventura ni a evitar los males que experimentó el reino. Menester es, no obstante, proclamar que ni todo fue culpa suya, ni merecía Alfonso la situación amarga en que llegó a verse. Mucho hubo de infortunio, y no poco también de ingratitud. Los nobles, de por sí turbulentos y díscolos, fueronle más ingratos cuanto debieran estarle más reconocidos. Los príncipes de su misma sangre, hijos y hermanos, desamparáronle en ocasiones sin causa justificada, y sin motivo que los abone le fueron a veces rebeldes y hostiles, como en otro tiempo le aconteció a Alfonso III el Grande de Asturias, y no se distinguió ciertamente la descendencia de San Fernando ni por el amor y sumisión a los legítimos poderes, ni por los afectos de familia. Un príncipe que así se vio por tan pocos ayudado y por tantos mal correspondido, no es maravilla que ni se hiciese venturoso a sí mismo ni hiciese venturoso el reino cometido a sus cuidados.

II.

A vueltas de tales adversidades Castilla iba mejorando y progresando en su organización política y social, que tal es la índole y tal el destino providencial de las sociedades humanas. Fijábanse ya las doctrinas y se asentaban las bases del buen gobierno de los estados. Se reconocían y consignaban las leyes y principios fundamentales de una monarquía hereditaria, la unidad e indivisibilidad del reino, la sucesión en línea derecha de mayor a menor en el orden de primogenitura, y la de las hembras a falta de varones, la centralización del poder en el jefe del Estado, las atribuciones y facultades propias de la soberanía, así como las obligaciones que los monarcas contraían con su pueblo. Y no es que estos principios fuesen hasta entonces desconocidos, y que algunos ya no se observasen en la práctica, sino que se consignaron y escribieron en cuerpos de leyes destinados a servir de cimiento al edificio de la monarquía castellana, y esto fue principalmente debido a aquel ilustre soberano cuyos errores prácticos, hijos de su carácter y temperamento, hemos notado con dolor.

Las cortes desde Alfonso X comienzan a reunirse con más frecuencia, y se va consolidando la institución, si bien sufriendo aquellas alteraciones y modificaciones propias de la situación de un pueblo que se está organizando y cuyas necesidades varían según los accidentes de su vida social. Sin asiento fijo ni el rey ni la corte del reino, congregábase aquel cuerpo nacional en el punto que las circunstancias aconsejaban en cada caso. No siempre concurrían todas las clases, prelados, nobles, maestres de las órdenes y procuradores de las ciudades; a veces asistían solamente el clero y las clases privilegiadas, a veces sólo el estado llano, o sea los diputados del pueblo: y aunque en lo común representaban las cortes el conjunto de los diferentes reinos que formaban la monarquía castellana, no era raro ver convocar solamente los ricos-hombres y procuradores de León, o de León y Castilla, o bien de Andalucía. Variaba pues, y esto era muy frecuente, el punto de reunión de las cortes; variaba igualmente el período, que nunca era fijo; variaban también, aunque no tanto, las clases, brazos o estamentos que a ellas concurrían, y tampoco estaba determinado el número de los procuradores, si bien comúnmente eran dos los síndicos nombrados por cada ciudad. En lo que había más regularidad era en congregarse y deliberar separadamente cada brazo, o estado, y en formular y dirigir sus particulares peticiones.

Alfonso el Sabio prevenía ya que las cortes hubieran de reunirse necesariamente dentro de los cuarenta días siguientes a la muerte del rey, así para reconocer y jurar al que de derecho heredase el reino, con tal que fuese ome para ello, et non oviese fecho cosa por que debiese perder el regno, como para entender en los graves negocios que naturalmente habían de ocurrir en el principio de cada reinado, debiendo el nuevo rey por su parte jurar que no enajenaría, ni departiría el reino, y que conservaría los fueros, franquezas y libertades de Castilla. Este derecho, el de elegir y nombrar los tutores y guardadores del rey, cuando el, monarca no los dejase nombrados, prescribiendo que fuesen uno, tres, o cinco, y no más, el de dirigir peticiones y quejas al soberano, y el de conceder y votar los servicios e impuestos e intervenirlos, eran las principales atribuciones de las cortes en la época que examinamos. Las facultades que se arrogaron en esta última materia fueron tales, que en las de Valladolid de 1258 se llegó a poner tasa a los gastos de la casa real, se asignó para comer al rey y a la reina 150 maravedís diarios, y se previno al rey que mandase a los que se sentaban a su mesa que comiesen más mesuradamente, y que no ficiesen tanta costa como facían. Por lo común los procuradores presentaban respetuosamente y por escrito al monarca las peticiones de lo que creían conveniente al pro común, o que en los poderes les habían sido señaladas, y el monarca concedía o negaba, u ofrecía otorgar en todo o en parte; a su vez el rey pedía a las cortes los servicios o subsidios que contemplaba necesarios, y los estados accedían o no a su demanda, según lo aconsejaba la necesidad o la conveniencia pública del reino, y según la situación de escasez o de desahogo en que los pueblos se hallaban. Esta petición de servicios a las cortes, de que se empieza a hacer uso muy frecuente en el reinado de Alfonso el Sabio, siguió practicándose constantemente después por todos sus sucesores. La cantidad pecuniaria que con el nombre de servicio se pagaba, debería ser generalmente muy módica, pues de otro modo no puede explicarse que en un mismo año se pidiesen y otorgasen, como aconteció en muchas ocasiones, dos, tres, cuatro, y hasta cinco servicios.

Si bien con el ensanche de territorio y con la mayor seguridad interior había acrecido la riqueza pública, también al paso que el Estado se organizaba crecían los gastos, las atenciones y las necesidades del gobierno y de la administración, y si eran mayores los recursos tenían que aumentarse respectiva y gradualmente los impuestos. En el estado en que dejó la monarquía el santo rey Fernando III, hubiera sido imposible cubrir todas las obligaciones del tesoro con las antiguas caloñas o multas pecuniarias, con la moneda forera, la martiniega, la fonsadera, el yantar y las otras prestaciones que podemos llamar feudales, antes conocidas. Con las nuevas necesidades sociales fue preciso recurrir a nuevos tributos, directos o indirectos, como los derechos de cancillería, los portazgos o derechos de puertas en las ciudades principales, los diezmos de los puertos, o sean derechos de aduana, la capitación sobre los moros y judíos, las tercias reales, las salinas, la alcabala, y los servicios votados en cortes .

Algunas de estas imposiciones no dejaban de producir pingües rendimientos. Tales eran los derechos de cancillería, que se pagaban, con sujeción a una tarifa gradual, de uno a quinientos maravedís, por todas las gracias, títulos, nombramientos, privilegios o concesiones del rey, fuesen de empleos de palacio o de administración, fuesen donaciones de términos, licencias para ferias y mercados, exención o condonación de pechos, y otras cualesquiera mercedes, que en un tiempo en que tantas tenían que dispensar diariamente los reyes, constituían una renta crecida. La capitación sobre los moros y judíos, o sea la renta de aljamas y juderías, fue un tributo a que se sujetó a las gentes de aquellas creencias, como en compensación de la tranquilidad con que se los dejaba vivir y del amparo que recibían de los reyes cristianos. El impuesto de los judíos parece se fijó en 30 dineros por cabeza, como en memoria, dice un juicioso historiador, de la cuota y precio en que ellos vendieron a Cristo. Su importe se aplicaba a los gastos de la real casa. Los derechos de puertas (los portazgos de entonces) y los de los puertos de mar y tierra (aduanas) eran de los que rendían más saneados productos. Las rentas de aduanas apreciábalas tanto don Alfonso el Sabio que nunca consintió en su abolición, y fue uno de los pocos puntos en que se mantuvo firme y en que resistió con tesón a las peticiones y reclamaciones de la nobleza en 1271.

No podemos dejar de admirar, y llamamos hacia ello con suma complacencia la atención de nuestros lectores, el espíritu de moderación y de templanza de Alfonso el Sabio, sus ideas en materias de portazgos, de aduanas y de comercio en general, sus discretas y prudentes medidas y ordenamientos, su sistema protector, humanitario, y hasta delicadamente urbano y cortés, que sorprende tratándose de tiempos tan remotos y todavía de tanta ignorancia, que honra sobremanera a aquel ilustre soberano, y que el lector puede comparar con lo que se practica en este ilustrado siglo en que vivimos. Cuando estableció el derecho de portazgo para los géneros de importación, añadió: «Pero si alguno trajiese apartadamente algunas cosas que hoviese menester para si o para su compaño, ansi como para su vestir o su calzar o para su vianda, no tenemos por bien que dé portazgo de lo que para esto traxere, e non lo vendiese. Otrosí dezimos, que trayendo ferramientas algunas, o otras cosas para labrar sus viñas, o las otras heredades que hoviere, que non debe dar portazgo dellas, si las non vendiere.... Esso mismo dezimos, que de los libros que los escolares traen, e de las otras cosas que han menester para su vestir, e para su vianda, que non deben dar portazgo.»—«Aborrescen los mercaderes a las vegadas (dice en otra parte) venir con sus mercadurías a algunos lugares, por el tuerto, e el demás que les fazen, en tomarles los portadgos. E por ende mandamos, que los que oviesen a demandar, o a recabdar este derecho por Nos, que lo demanden de buena manera. E si sospecharen que algunas cosas levaren demás de las que manifestaren, tomenles la jura, que non encubran ninguna cosa. E desque les oviesen tomada la jura, non les escodriñen sus cuerpos, nin les abran sus arquetas, nin les fagan otra sobejanía, nin otro mal ninguno...»—Y habiéndose quejado los comerciantes en 1281 de agravios que recibían en las aduanas, asegurando al rey que si los dejara andar libremente con las mercaderías se cobrarían mejor y más cumplidamente los derechos, Alfonso dio a los comerciantes nacionales y extranjeros el privilegio llamado de los mercaderes, en que concedió:

1.° entrada franca a los géneros extranjeros:

2.º que satisfechos los derechos en los puertos, no se les pusiera embarazo en el giro y tráfico interior:

3.° habilitación a comercio de todos los puertos de Castilla:

4.° que los que vinieran a esta y pagaran los derechos establecidos, pudieran extraer, libre de ellos, una cantidad de géneros nacionales igual al importe de los derechos adeudados:

5.° exención de derechos en los géneros que cada comerciante condujera para el uso de su casa:

 6.° que perdiesen el género y el cuerpo cuando hubiesen dado falsas declaraciones.

Tales eran las ideas económicas, y tales, entre otras, las disposiciones de Alfonso el Sabio en materias de portazgos, de aduanas y de comercio.

Habían comprendido ya los reyes en aquella época la necesidad y la conveniencia de que el clero, que tantas riquezas había acumulado, contribuyera con ellas a levantar las cargas públicas. Y si bien por punto general había estado exento de tributos, los soberanos de Castilla (y el que dio el ejemplo fue el más religioso de todos, San Fernando) procuraron obtener de los papas concesiones importantes sobre los diezmos y rentas eclesiásticas para atender a la guerra de los moros; y con este sistema, de que tuvieron origen las tercias reales, y que andando días se acrecentaron con el noveno y escusado, parecía haberse propuesto nuestros monarcas contrapesar indirectamente y como neutralizar la asombrosa liberalidad de sus predecesores para con el clero. Y cuenta que uno de los que hicieron más uso de las rentas eclesiásticas fue este mismo Alfonso el Sabio, tan acusado de patrocinador de las inmunidades y privilegios del clero, y de haber introducido en la legislación las doctrinas ultramontanas de las decretales de Gregorio IX. Mas a pesar del fundamento que puede tener este cargo, todavía aquel monarca hacía a los eclesiásticos pagar tributos de los bienes heredados, todavía quiso extrañar del reino a los prelados exigentes que para serlo se prevalían de las revueltas de la nobleza, todavía mandaba que los obispos fueran confirmados por los metropolitanos sin recurrir al pontífice, todavía se oponía a los desafueros y usurpaciones de la autoridad eclesiástica en negocios temporales, todavía impedía que circularan por el reino las cartas pontificias, aún para pedir limosnas en favor de iglesias, cautivos y hospitales, sin sobrecarta del rey, y todavía en su tiempo recogía impunemente su hijo don Sancho a mano real las bulas en que se atacaban sus derechos, y no se guardaban los entredichos que se ponían al reino.

Como documento curioso y que muestra cuáles eran las costumbres y cuál la vida social del clero castellano en aquella época, y cuál la tolerancia de prelados y de reyes en ciertos puntos de la moral, vamos a trascribir el privilegio que otorgó Alfonso el Sabio a los clérigos del obispado de Salamanca para que pudiesen instituir herederos a sus hijos y nietos. «Sepan (dice) quintos este privilegio vieren et oyeren, que Nos don Alfonso por la gracia de Dios rey de Castilla, de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Jaén, del Algarbe, en uno con la reina doña Violante mi mujer, et con nuestros fijos el infante don Fernando primero et heredero, et con el infante don Sancho, et con el infante don Pedro, et con el infante don Juan, damos et otorgamos a todos los clérigos del obispado de Salamanca, que puedan hacer herederos a todos sus fijos, et a todas sus hijas, et a todos sus nietos, et a todas sus nietas, et de en ayuso todos quantos dellos descendieren por línea derecha en todos sus bienes, así muebles como raíces, después de sus días: et mandamos et defendemos, que ninguno sea osado de venir contra este privilegio para quebrarlo, ni para menguarlo, en ninguna cosa: et a cualquiera que lo hiciese habría la nuestra ira, et pecharnos ye en coto mil maravedís, et al querellante todo el daño doblado, etc.»

Las solemnidades con que salió revestido este documento, que aparece suscrito por el rey, la reina y los infantes, y confirmado por casi todos los obispos y grandes del reino, por el rey moro de Granada, por los duques y condes de Borgoña, de Flandes y de Lorena, y hasta por los hijos del emperador de Constantinopla como vasallos del rey, nos sugiere una advertencia interesante que hacer a nuestros lectores. Era costumbre de la corte de Castilla en aquel tiempo, para dar más solemnidad y autorización a las cartas reales y ostentar magnificencia, hacer confirmar los documentos, o al menos hacer que apareciesen confirmados, no sólo por los prelados y señores del consejo del rey y de su corte, sino por los demás del reino que los consentían y tenían derecho de confirmar, aún cuando estuvieran ausentes; así como se denominaba vasallos del rey a los monarcas, príncipes o barones extranjeros que a la sazón le reconocían o pagaban algún género de tributo, feudo u homenaje, o recibían sueldos, pensiones o acostamientos de Castilla, en cuyo sólo concepto se podía titular vasallos al emir granadino, a los hijos del emperador de Constantinopla, y a los demás condes y duques extranjeros confirmantes del privilegio.

Un monarca tan amante de las reformas y mejoras de todos los ramos de la administración pública, y tan entendido, como demostraremos luego, en la ciencia de la legislación, no podía dejar de atender a la mejor organización de los tribunales de justicia. Además del consejo del rey, que en los tiempos antiguos constituían los prelados y barones que accidentalmente se hallaban en la corte v merecían más la confianza del monarca, pero que en tiempo de San Fernando comenzó a tener forma y principio de institución, Alfonso el Sabio dio un gran paso hacia la unidad y la centralización en el orden judicial con el establecimiento de un tribunal supremo de alzada, ante el cual pudiese recurrir todo vasallo en apelación de las injusticias o prevaricaciones de los jueces locales. Tal fue la creación de los alcaldes de corte hecha en las de Zamora de 1274, en que se dispuso que hubiese nueve alcaldes de Castilla, seis de Extremadura y ocho de León, que por mitad o terceras partes asistiesen de continuo a la corte del rey, los cuales debían ser todos legos, es decir, no eclesiásticos. Además de estos alcaldes instituyó el rey tres jueces para oír las alzadas de Extremadura, Toledo y León, y mandó que el orden de las apelaciones en Castilla fuese de los alcaldes de la villa a los adelantados de los alfoces, de estos a los alcaldes del rey, de los alcaldes del rey a los merinos o adelantados mayores de Castilla, y de estos al rey en persona: disposición importantísima en aquella época de desorden, y que poco a poco debía ir uniformando la legislación y hacer sentir en todas partes la autoridad suprema y universal del monarca. En aquellas mismas cortes prescribió el rey las obligaciones de los abogados, llamados entonces voceros, en las actuaciones de los procesos, y ordenó una especie de reglamento de escribanos. Es de notar la institución de dos abogados de pobres, destinados exclusivamente a defender las causas de la clase menesterosa. «E por esto de los pobres, que tome el rey dos abogados, que sean omes buenos, e que teman a Dios e sus almas; e que otro pleyto ninguno non tengan sinon de los pobres et que les faga el rey porque lo puedan facer. E esto se entiende de los más pobres que a la corte viniesen, tales que non haian quedar a los abogados; pero si alguno se ficiose pobre por enganno, por non dar algo al vocero, e fuese sabido en verdad, que peche doblado aquello que oviere a dar, e esto que sea la metat para el rey, et la otra metat para el vocero.» En ellas determinó el rey destinar tres días a la semana, que fueron los lunes, miércoles y viernes, para oír y librar los pleitos, mandando que, en tales días nadie le estorbara hasta la hora de comer o del yantar.

No obstante esta tendencia del rey Sabio a dar unidad y centralización al poder judicial, no era fácil, en aquella época de agitación y de lucha política entre la nobleza y el pueblo, dejar de dar lugar a las jurisdicciones privilegiadas, tales como el tribunal de los hijosdalgo que Alfonso tuvo que conceder a la clase noble.

Dadas estas ideas generales acerca de la índole del gobierno y administración del reinado de Alfonso X. tiempo es ya de que vengamos a la gran reforma que hizo justamente célebre e inmortal el nombre y el reinado de este monarca, a saber, su sistema de legislación.

III.

Si en nuestra imparcialidad histórica hemos podido acaso parecer un tanto severos al juzgar al décimo Alfonso de León y de Castilla exponiendo sus errores como político, su debilidad como monarca, y su falta de energía y de perseverancia como hombre de acción, al considerarle como legislador no hallamos términos con que expresar nuestro respeto y admiración a su alta capacidad y a su inteligencia privilegiada. Como legislador, Alfonso X. de Castilla es uno de aquellos genios que forman época, no en un reino, sino en el mundo, uno de aquellos personajes, cuyo renombre va creciendo más cuanto más van quedando atrás los tiempos.

Dar unidad legal a un país, uniformar la legislación de un pueblo conquistado por espacio de siglos a retazos, y formado de fragmentos y agregaciones heterogéneas, es una de las obras más difíciles y en que se prueban más los quilates de la inteligencia y del esfuerzo humano.

Alfonso de Castilla vio la anarquía legal en que se hallaba su reino, resultado de causas que ya no necesitamos explicar; que los fueros municipales, gran progreso social para la época calamitosa y oscura en que se dieron, eran ya, ensanchada y afianzada la monarquía, una legislación informe, diminuta y aún anárquica; que ni el fuero de los Fijosdalgo, ni el Viejo de Castilla, ni las cartas forales eran suficientes a remediar la falta de unidad y de armonía que como un cáncer corroía la sociedad castellana y se propuso formar un cuerpo de leyes único y general que rigiera en toda la monarquía y que diera al cuerpo social orden, unidad, armonía y concierto. El pensamiento le había concebido ya su padre San Fernando, y comenzó a realizarle con el auxilio del príncipe Alfonso. La Providencia no permitió al padre dar cima a su proyecto, y le cupo al hijo la gloria de terminar la obra que para su fin le dejó el padre encomendada.

Tres fueron los códigos de leyes que formó Alfonso el Sabio; el Espéculo, el Fuero Real y las Partidas. El objeto del primero le expresaba su mismo título de Espejo de todos los derechos; en él se recogieron las reglas mejores y más equitativas de los fueros de León y de Castilla, y se destinó para que principalmente se juzgasen por él las apelaciones en la corte del rey. La intención y fin que le impulsó a dar el Fuero Real fue el de regularizar los municipales extendiéndole a los pueblos que carecían de ellos, y haciéndole de observancia general corregir la anarquía foral que hacía de cada municipio como una nación diferente. Era, pues, el Fuero Real una compilación de las mejores leyes municipales y del Fuero Juzgo, y como tal una obra de actualidad y de aplicación inmediata, acomodada a los usos y costumbres de Castilla, que reflejaba la sociedad de la época, y satisfacía sus necesidades. Debía por lo tanto haber sido aceptado sin disgusto y sin obstáculo. Pero pugnaba con los abusos y los intereses locales, y por lo mismo procuró el ilustrado monarca irle introduciendo y extendiendo gradualmente y vencer de este modo la repugnancia que pudiera encontrar. Aun así no sufrió la altanera nobleza castellana una reforma de que veía salir perjudicada su clase, y logró su derogación en Castilla a los diez y siete años de haber comenzado a plantearse (1272), si bien continuó observándose en las demás provincias de la corona cas1tellaoa. Creóse lo más probable que estos dos códigos, se publicaron en principios de 1255.

Pero la obra grande y colosal, el monumento grandioso que inmortalizó a Alfonso el Sabio y le colocó a la altura de los más insignes legisladores del mundo, fue el código de las Siete Partidas, modesto título que tomó de las siete partes en que está dividido: el libro de leyes más acabado y completo que tenemos, superior a todos los códigos legales de la edad media. A España, que tuvo la gloria de preceder a todas las naciones neo-latinas en la posesión del más excelente de los códigos de la edad de la regeneración, el Fuero Juzgo de los Visigodos; a España, que tuvo la fortuna de poseer en el primer período de la edad media, antes que otro pueblo alguno, el más completo cuaderno legal de usos y costumbres que se hubiese conocido, los Usages de Cataluña; tocábale al entrar en el tercer período la honra y excelencia de aventajar a todos los pueblos de Europa en la posesión del mejor código de leyes que se hubiese elaborado desde los tiempos de Justiniano, las Siete Partidas.

Y no es que creamos nosotros (teniendo el disgusto de separarnos en esto de la respetable autoridad del diligente P. Burriel, y de la más respetable de la Academia de la Historia) que las Partidas fuesen obra no sólo de dirección sino también de ejecución del rey don Alfonso. Decírnoslo, porque además de otras razones que nos parece desvanecer las que sirven de apoyo a la opinión de la ilustro corporación científica citada, hallamos una que tenemos por muy poderosa por envolver una casi absoluta incompatibilidad, en lo cual no hacemos sino explanar lo que expone al tratar de este asunto uno de nuestros modernos publicistas más ilustrados. Necesitábase para dirigir la formación de las Partidas un estudio detenido, profundo y concienzudo de los códigos romanos, del derecho canónico, de las decretales, de la teología, de las leyes y costumbres españolas, y dado que el rey don Alfonso tuviese todo el caudal necesario de conocimientos en estas materias, era menester para su ordenamiento y redacción un espacio material indispensable, de que creemos casi imposible pudiera disponer un príncipe criado desde infante en el ejercicio de las armas, dedicado al propio tiempo al estudio de la filosofía, de la astrología y de la historia, de que adquirió conocimientos que pocos hombres llegan a alcanzar, y de que escribió obras apreciables, envuelto constantemente en guerras, metido en empresas arduas e importantes, rodeado de las atenciones del gobierno, mortificado de disgustos y de contrariedades, presidiendo y dirigiendo los trabajos astronómicos de las célebres Tablas, precisamente cuando andaba más solícito en sus pretensiones al imperio alemán, si, como es lo probable, el código se formó en el período de 1236 al 1263, siendo por lo menos inverosímil, ya que no incompatible, que con tal conjunto de atenciones le quedase ni el vagar, ni el gusto, ni la serenidad de ánimo que obra de tanto aliento y tan graves y largos trabajos de por sí requieren. Harta gloria le cupo, y harto dignos de admiración y de alabanza son los príncipes que promoviendo esta clase de obras, eligiendo con tino y alentando con solicitud a los sabios que pueden formarlas, dirigiéndolos acaso y tomando parte en sus trabajos y elucubraciones, que es lo que opinamos hizo el rey don Alfonso, adquieren con justicia el glorioso título de legisladores de las generaciones futuras.

Lástima causa que la posteridad no haya logrado saber con certeza ni honrar como debiera los nombres de los eminentes letrados que concurrieron principalmente a la formación de tan grande obra. Atribuyen no obstante este honor con mucha probabilidad los publicistas más autorizados al doctor Jacome Ruiz, llamado el de las Leyes, al maestre Fernando Martínez, arcediano de Zamora y obispo electo de Oviedo, uno de los embajadores enviados por el rey al papa Gregorio X. para conferenciar sobre sus derechos al imperio, y al maestre Roldán, autor de la obra legal conocida con el título de Ordenamiento en razón de las Tafurerías.

Entre los sinsabores que experimentó el rey Sabio debió ser uno, y no pequeño, el de no haber logrado ver puesto en práctica y observancia el fruto de sus afanes y trabajos legislativos. La ignorancia y rudeza de la época, las preocupaciones, los hábitos, el apego de los pueblos a las libertades municipales, las revueltas que agitaron el reino, la oposición anárquica de los bulliciosos y soberbios magnates, las rebeliones que comenzaron con la defección de un hermano y terminaron con la rebelión de un hijo, impidieron al rey ver planteadas las grandes mejoras legales consignadas en su célebre código, y fue menester que trascurrieran tres reinados y casi un siglo para que las revistiera del carácter y autoridad de leyes, y eso imperfecta y parcialmente, su biznieto Alfonso el Onceno, sirviendo solamente entretanto de libro de estudio y de consulta para los jurisconsultos y letrados. Fue, pues, Alfonso el Sabio superior al siglo en que vivía, el cual era todavía demasiado rudo para comprenderle: por lo mismo fue mayor el mérito de aquel monarca, que adelantándose a los tiempos acertó a dejar en su código la regla de lo futuro.

Mas aunque reconocemos, admiramos y aplaudimos las Partidas como concepción grande y sublime, como obra de literatura, de ciencia y de legislación, y la juzgamos digna de los más altos elogios por su dicción castiza, correcta, elegante, sencilla, y al mismo tiempo majestuosa, por los vastos conocimientos científicos que supone en sus autores, por la cohesión y unidad que daba al cuerpo político, por sus sanos principios de moralidad religiosa y social, no seremos por eso de los que les tributen las alabanzas exageradas que les han prodigado algunos doctos escritores españoles representándolas como un trabajo perfecto y superior a todo lo que en todos los tiempos ha salido de los entendimientos de los hombres. Nosotros creemos que su autor o autores pudieran haber considerado más las circunstancias del país, y no haber trasplantado a él leyes extranjeras que estaban a veces en contradicción con las costumbres y hábitos arraigados profundamente en la sociedad castellana; que debieran haber procurado más conciliar lo que creaban con lo que existía; y que dando un carácter de sanción legal a las doctrinas ultramontanas, defraudaron a la nación y al trono de prerrogativas y derechos que esencialmente le correspondían. La facultad atribuida al papa de conferir las dignidades y beneficios de la iglesia a quien quisiese, produjo la invasión de los extranjeros en los más pingües beneficios, y dio motivo a enérgicas reclamaciones que no han dejado de hacer las cortes y los monarcas desde el siglo XIV hasta el XIX. La declaración de pertenecer al conocimiento de la iglesia los pleitos por razón de usura, de adulterio, de perjurio y otros delitos, dio ocasión a usurpaciones de la autoridad eclesiástica, de que probablemente había estado bien ajena la intención del autor. La influencia de la autoridad pontificia en los negocios temporales, las inmunidades y exenciones personales y reales del clero, si no fueron innovaciones, porque muchas de ellas estaban ya en las ideas y en las prácticas de la época, recibieron una especie de sanción legal y de carta de naturalización que hasta entonces no habían obtenido, convirtieron en cetro el cayado de San Pedro, y abrieron la puerta a abusos que no han podido desarraigarse todavía.

El no mencionar ni nombrar una sola vez las palabras cortes ni fueros era chocar demasiado abiertamente con las costumbres públicas, y Alfonso mismo parecía incurrir en un contra-principio no dejando de otorgar fueros parciales al tiempo que trataba de uniformar la legislación. En el afán de consignar los deberes del hombre hacia Dios y hacia el rey, en las Partidas, como observa oportunamente un ilustrado crítico, todos los derechos están arriba, todos los deberes abajo; diez páginas bastan para señalar las obligaciones del monarca para con sus súbditos; para definir las de los súbditos para con el monarca han sido necesarias doscientas.

No siendo de nuestro propósito hacer un análisis minucioso y detenido de las Partidas, daremos por lo menos una idea de su orden y de las materias que son objeto de cada una.

La primera, después de referir y explicar el derecho natural y de gentes, está consagrada al derecho eclesiástico, y es como un compendio del romano y de las decretales, en el estado que éstas tenían a mediados del siglo XIII.

En la segunda, se comprende el derecho político de Castilla, se deslindan la autoridad y prerrogativas del monarca, se fijan sus obligaciones, y se expresan y consignan las relaciones entre el soberano y el pueblo. En ella se establecen los principios del absolutismo; pero se detesta como cosa horrible la tiranía y se sientan máximas morales y políticas en extremo sabias, prudentes y justas, que templan grandemente la doctrina del poder absoluto, y que observadas por los mismos reyes constituirían un gobierno, si no el mejor, por lo menos muy aceptable.

Comprende la tercera lo relativo a los procedimientos jurídicos, orden y ritualidad de los tribunales, personas que intervienen en los juicios y en general todo lo concerniente al foro.

Explícanse en la cuarta los derechos y deberes que nacen de las relaciones mutuas, civiles y domésticas, entre los individuos de un cuerpo social, y se trata en ella de matrimonios, dotes, donaciones, divorcios, sucesión, patria potestad, concubinato, señorío y vasallaje, etc.

La quinta, que es sin duda la parte más acabada de la obra, versa sobre contratos y obligaciones entre partes.

Trata la sexta de testamentos, herencias y sucesiones.

Y la séptima contiene el derecho penal y los procedimientos y actuaciones en las causas criminales. En la imposición de penas se ve luchar a los legisladores entre su ilustrada razón y la rudeza de la época, entre sus sentimientos humanitarios y las feroces prácticas penales del siglo. Prohíben marcar a los criminales en la cara con hierro candente, cortarles las narices y sacarles los ojos, apedrearlos, crucificarlos, ni despeñarlos; pero establecen que ciertos delincuentes puedan ser quemados, o arrojados a las bestias para que los maten. Se quiere que las pruebas para la imposición de pena capital o mutilación sean tan claras como la luz del día; pero se conserva la prueba bárbara y cruel del tormento. En lo general la teoría penal de las Partidas refleja el carácter todavía grosero y sanguinario de la época.

IV.

Réstanos considerar a Alfonso X de Castilla como hombre de letras. Y en verdad que si como legislador le hemos conceptuado digno de ocupar uno de los puestos más eminentes entre los grandes directores de la humanidad, por su vasta y variada erudición merece ser mirado como una gran lumbrera que apareció en el horizonte español por encima de las densas nieblas del siglo XIII. En otra parte hemos mencionado y nombrado varias de las obras literarias que dirigió, o que mandó hacer, o que compuso él mismo, dando muestras de una asombrosa inteligencia en todos los ramos que abarcaba. Un hombre que en aquellos tiempos todavía tan groseros y rudos, en medio del tráfago de la guerra y del ruido de las armas, de los afanes y cuidados del gobierno, de las empresas políticas y militares, de las turbaciones y revueltas civiles, de las conspiraciones de familia y de las inquietudes y disgustos domésticos, llegó a adquirir conocimientos tan especiales y profundos en tan diversos ramos del saber humano, como la jurisprudencia y la astronomía, la teología y la alquimia, la poesía y la historia; el hombre que estaba en continua campaña contra los moros y cantaba en armoniosos versos loores a la Virgen; que hacia traducir la Biblia en romance, y dirigía el trabajo de las Tablas Astronómicas; que escribía la historia general de su pueblo y hacía leyes nuevas para él; que estudiaba en los astros y gobernaba los hombres; que poetizaba en dialecto gallego y enriquecía y perfeccionaba el habla castellana; este hombre poseía un talento privilegiado, era un genio, era un prodigio para el siglo en que le tocó vivir.

Cierto que no escribió por sí mismo todas las obras que llevan su nombre, y que algunas no hizo sino dirigirlas u ordenarlas como la versión de la Biblia al idioma vulgar; la de La Gran Conquista de Ultramar, que es una narración de las guerras de las Cruzadas, tomada en parte de una antigua traducción de Guillermo de Tiro, que historió aquellos sucesos; las Tablas Astronómicas, o Alfonsinas, obra que todavía se admira a pesar de los grandes adelantamientos de la ciencia, para cuya formación reunió el rey en Toledo más de cincuenta astrónomos nacionales y extranjeros que trabajaron bajo su presidencia y dirección por espacio de cuatro años: las Partidas y demás códigos de que hemos hablado. Exclusivamente suyas fueron las obras poéticas: las Cántigas en loor de la Virgen, de que existen hasta cuatrocientas y una, escritas en variedad de metros, y Las Querellas, de que es lástima se hayan conservado, o por lo menos se conozcan dos estrofas solamente. Atribuyésele comúnmente el libro Del Tesoro, que trata de la trasmutación de los metales, y de la piedra filosofal; si bien algunas leyes de sus Partidas demuestran que no debía ser hombre que creyese en los misterios de la alquimia, ni en los milagros de los alquimistas.

Pero la obra literaria que inmortalizó a Alfonso, al modo que entre las legislativas eternizó su nombre la de las Siete Partidas, fue la Crónica general de España, que en vano algunos escritores españoles han pretendido negar que fuese producto del entendimiento y de la pluma del monarca mismo, a pesar de lo que en el prólogo tuvo cuidado de estampar: «E por ende, nos don Alfonso, por la Gracia de Dios rey de Castiella, e de Toledo, y de León, y de Galicia, etc... mandamos ayuntar cuantos libros pudimos aver de historias que alguna cosa contasen de fechos de España... y compusimos este libro.»

Aparte del mérito y de los defectos que como autoridad histórica pueda tener la Crónica general de don Alfonso el Sabio (en cuyo concepto la hemos juzgado ya muchas veces en nuestra historia), no podemos menos de admirarla como obra literaria. El monarca que mandó se escribiesen en la lengua vulgar los documentos públicos y oficiales; el que se propuso hacer al castellano la lengua nacional española; el que proyectó hacer una de las más grandes y provechosas reformas que puede recibir una sociedad en la marcha de su cultura y de su civilización, a saber, el perfeccionamiento del lenguaje que ha de hablar el pueblo y en que han de escribir los sabios, quiso dejar a sus súbditos la mejor y más eficaz de las enseñanzas y la más instructiva de las lecciones, la del ejemplo. Escribió, pues, la Crónica general, y en ella enseñó prácticamente de cuánta belleza y claridad, de cuánta elegancia y armonía, de cuánta riqueza, dulzura y majestad era ya susceptible el habla castellana. La Crónica general de Alfonso tiene trozos elocuentes; los tiene poéticos y sublimes; los tiene sencillos pero correctos, limpios, graves y mesurados. Alfonso X. hizo en este sentido el servicio más grande que ha podido hacerse a la literatura de su patria; abrió la senda y desembarazó el camino a los que vinieran después de él, y ya poco tendrán que hacer en los tiempos futuros los Solises, los Mendozas, los Moncadas, los Riojas, los Granadas, los Sigüenzas y los Cervantes para hacer el idioma castellano uno de los más ricos, sonoros, correctos, elegantes y majestuosos del universo.

No terminaremos estas observaciones sobre Alfonso el Sabio sin hacer una reflexión que nos sugieren sus mismas obras, y que confirma el juicio que de él hemos emitido como político, como monarca, como legislador y como literato. Si fuese cierto que este príncipe, que tenía siempre agotado su tesoro, que consumía las rentas de su pueblo en empresas mal conducidas y no acabadas, escribió el libro Del Tesoro, donde creía hallar la piedra filosofal, sería más extraño verle desahogarse en lastimosas Querellas, lamentando su pobreza y su infortunio en los últimos años de su reinado: y que si hubiese creído en el arte de trasmutar los metales en oro, recurriese para salir de apuros a mandar acuñar moneda de baja ley.

V.

El reverso de don Alfonso el Sabio fue don Sancho el Bravo, su hijo. Sus dos sobrenombres los califican. Faltóle al padre la bravura que al hijo le sobraba: hubiera hecho mucha falta al hijo una parte siquiera de la sabiduría del padre. Y sin embargo, este hijo iliterato supo bastante para destronar a un padre tan docto, y para hacerse proclamar y reconocer rey legítimo hollando los más legítimos derechos; testimonio inequívoco de que en Castilla se estimaba todavía en más el vigor y la fuerza que la ciencia y la sabiduría. El instinto público acaso no iba tan desviado de la razón: si a San Fernando hubiera seguido inmediatamente un Sancho el Bravo, tal vez la lucha secular contra los moros hubiera tocado a su fin: si Alfonso el Sabio hubiera venido después de Sancho el Bravo, tal vez sus sabias leyes hubieran hallado menos resistencia y mejor acogida. Se trocó una generación, y los musulmanes se mantuvieron en España, y las leyes sabias quedaron escritas aguardando mejores tiempos.

Don Sancho se retrató a sí mismo cuando dijo al embajador del rey de Marruecos: «decid a vuestro señor que en la una mano tengo el pan y en la otra el palo.» Nosotros no obstante podemos añadir que lo que comúnmente tenía en la mano era el palo, no el pan, y esto no para los africanos y moros solamente, sino también para los españoles y cristianos. Lo primero que hizo don Sancho con sus súbditos fue (siguiendo la metáfora del rey, siquiera sea vulgar) quitarles el pan y enseñarles el palo: esto es, revocar y romper, tan luego como se vio monarca, las cartas de privilegios y exenciones que había otorgado siendo príncipe, y a los que por ello movían reclamaciones y alborotos, «hacíales justicia, dice la crónica, muy cumplidamente»: pero esta manera cumplida de hacer justicia la explica a los pocos renglones la misma crónica diciendo: «fue contra ellos y a los unos los mató, y a los otros desheredó, y a los otros echó de la tierra, y les tomó quanto avian, en guisa que todos los sus regaos tornó asosegados.»

Tal era en efecto la manera que tenía don Sancho el Bravo de hacer justicia y de sosegar su reino. Suceden en Badajoz las disensiones de los dos partidos de portugaleses y bejaranos, proclaman estos últimos a don Alfonso de la Cerda, somételos el rey ofreciéndoles perdón y seguro, y el seguro y perdón que les cumplió fue mandar «que matasen a todos aquellos que eran del linaje de los bejaranos, y mataron (dice la crónica) entre omes y mugeres bien cuatro mil y más.» Suponemos que merecían castigo los revoltoses de Talayera, Ávila y Toledo, pero ajusticiar hasta el número que algunos calculan de cuatrocientos nobles, parécenos un sistema de hacer justicia y de tranquilizar reinos demasiado rudo y feroz. No ponemos en duda que el conde don Lope Díaz de Haro, a quien el rey había tan desmedidamente honrado y tan imprudentemente engrandecido, merecía por su ambición, por sus excesos y por sus insolentes aspiraciones, ser abatido, exonerado y castigado. Mas si nos trasladamos al salón de cortes de Alfaro, y vemos la mano de aquel poderoso magnate caer tronchada al suelo al golpe del machete de uno de los agentes del rey; si vemos al monarca mismo golpear con su propia espada al caballero don Diego López hasta dejarle por muerto; si leemos que otro tanto hubiera ejecutado con su hermano el infante don Juan sin la mediación de la reina que le salvó interponiendo su propio cuerpo, tal manera de ejercer la soberanía, de castigar rebeliones y de deshacerse de vasallos a quienes se ha tenido la indiscreción de hacer poderosos y soberbios, antójasenos harto ruda, sangrienta y bárbara. Fue desgracia de Castilla. Desde que tuvo un rey grande y santo que la hizo nación respetable, y un monarca sabio y organizador que le dio una legislación uniforme y regular, los soberanos se van haciendo cada vez más despreciadores de las leyes naturales y escritas, se progresa de padres a hijos en abuso de poder y en crueldad, hasta llegar a uno que por exceder a todos los otros en sangrientas y arbitrarias ejecuciones, adquiere el sobrenombre de Cruel, con que le señaló y con que creemos seguirá conociéndole la posteridad.

La posición de don Sancho tenía que ser necesariamente complicada e insegura, porque se resentía de su origen. Apropiándose, ya que no digamos usurpando, los derechos de sus sobrinos los infantes de la Cerda al trono, tenía que quedar, como quedó, siempre enarbolada y viva una bandera, que servía de enseña y de llamada a todos sus enemigos de dentro y fuera del reino. Los mismos descontentos de Castilla, en el hecho de serlo, volvían naturalmente la vista a Aragón, donde sabían que hallaban siempre alzado un estandarte, que para muchos representaba la legitimidad, para otros era por lo menos una tentación de invocarla. Para el rey de Aragón y para el de Francia, en sus relaciones con el de Castilla, eran los infantes un resorte que comprimían o aflojaban según su conveniencia, y para todos un foco de alteraciones y de guerras.

Para alzarse con la corona de su padre adquirió compromisos de que no podía después desentenderse. A un don Lope de Haro, señor de Vizcaya, que tanto le había ayudado en su obra de usurpación, no podía negarle merced que le pidiera, y no era en verdad escaso en el pedir el de Haro. Quiso ser mayordomo de la casa Real y alférez mayor del reino, y don Sancho no podía dejar de nombrarle mayordomo y alférez. Pidió el antiguo título y dignidad de conde, y don Sancho restableció el título y dignidad de conde para investir con ella al de Haro. Solicitó que le entregara las fortalezas de Castilla, y las fortalezas de Castilla le fueron entregadas. Antojósele tener una llave en la cancillería del rey, y el rey le dio una llave en su cancillería. Demandó el adelantamiento de la frontera para su hermano don Diego, y don Diego fue nombrado adelantado de la frontera. ¿Cómo negar nada a quien debía la corona? Pero el señor de Vizcaya, instrumento de la usurpación, se había hecho exigente; alférez y mayordomo, se hizo altanero y rico; nuevo conde, se hizo dominante y soberbio; señor de la frontera y de los castillos, se hizo el dueño de la fuerza y del poder; el que tenía la llave de la cancillería tenía la llave de la voluntad del monarca, y el pueblo veía un vasallo señor de su rey, y un rey supeditado a su vasallo. Don Sancho no se apercibió de ello hasta que se lo avisaron tumultuariamente otros nobles, conjurados por vanidad y sublevados por envidia. Entonces meditó cortar la cabeza al dragón que amenazaba tragarle, y que él mismo había engordado y acariciado. Hízolo de la manera agreste y brusca que hemos referido: ¿y para qué? para oponer un rival a otro rival, una privanza a otra privanza, una familia a otra familia: deshízose del de Haro para entregarse al de Lara, nuevo monstruo que amenazó a su vez devorar la mano que le halagaba: nuevas envidias de la nobleza, y nuevas complicaciones para el rey y para el reino. Para oponer al de Lara, privado y rebelde, sacó de la prisión al infante don Juan, hermano y enemigo. Este fue el que excedió a todos en ingratitud y en perfidia. De modo que don Sancho podía llamar a todos aquellos a quienes dispensaba privanza, como Cristo a los judíos, genimina viperarum. Y era el caso que su posición no le permitía pasar sin el apoyo de algún poderoso. Así la altiva nobleza castellana abatida por San Fernando vuelve a envalentonarse con su hijo y con su nieto, por debilidad del uno, por necesidad del otro, y velémosla ganar en influjo y en poder por una serie de reinados, hasta que, a pesar de los esfuerzos de algunos príncipes por tenerla a raya, llegue a hacer público ludibrio y escarnio de la majestad.

La fama que don Sancho había ganado de bravo para la guerra siendo príncipe, continuó mereciéndola siendo rey. Merced a ella, los moros fueron diversas veces escarmentados, y a pesar de las incesantes revueltas interiores y de las cuestiones no interrumpidas con Francia y Aragón, recobró a Tarifa de los musulmanes y arrojó de España a los africanos. Lo más memorable de este reinado en punto a hechos de armas, fue el sitio de Tarifa que aquellos mismos africanos vinieron a poner después, unidos al infante don Juan. Dos actos, el uno de sublime lealtad, el otro de monstruosa perfidia, inmortalizaron aquel sitio; el uno lo fue de lustre y esplendor para la nobleza castellana, el otro de afrenta y oprobio para la sangre real de Castilla. Acaso desde los tiempos patriarcales no se había visto un rasgo tan sublime de abnegación como el de Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno. El padre de Isaac, lleno de fe divina, llevó por su mano la leña a la hoguera en que había de ser sacrificado su hijo: Alfonso Pérez, rebosando en patriotismo y en lealtad humana, alargó con su mano el cuchillo con que su hijo había de ser inmolado. Para encontrar ejemplos de tan heroica abnegación es menester ir a buscarlos, o a la historia sagrada, o tal vez a las invenciones de la mitología. Pero desconsuélanos recordar que el sacrificador inhumano, el verdugo del niño Guzmán, el que conducía ejércitos infieles contra Tarifa, contra su patria, contra su rey y contra su hermano, era un cristiano, un español, un castellano también, un hijo de reyes, un nieto de San Fernando, era el infante don Juan. ¡Contraste singular de excelsa virtud y de crueldad horrible, de acendrada fidelidad y de traición abominable, que ofrecieron dos personajes castellanos en el cerco de Tarifa! Detestemos la última, ya que no podamos borrarla de nuestra memoria: no olvidemos la primera, y recomendemos a la imitación de nuestros compatriotas la heroicidad espartana de Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno.

VI.

El gobierno de Castilla en el reinado de Sancho IV continuaba el mismo en las formas que en el de su padre Alfonso X. Las cortes seguían votando servicios extraordinarios en los casos de apuro a petición del monarca, el cual incurrió también en los mismos errores de administración que su padre, mandando acuñar moneda de baja ley, produciendo los mismos efectos de esconderse los caudales, de escasear y encarecer los artículos y de disminuir los valores de las rentas públicas: sistema fatal que no bastaron los repetidos escarmientos a hacer que renunciasen a él nuestros príncipes, y que hallaremos empleado hasta en épocas que se aproximan a los tiempos modernos. Si no era una novedad en el reinado de Sancho el Bravo la intervención que a los obispos se daba en la administración de la hacienda, los documentos no nos dejan dudar de que por lo menos así se practicó con algunos prelados. Tal es, entre otros, una cédula de Sancho IV, en favor de don Martín González, obispo de Astorga, en que manifiesta estar muy satisfecho del modo con que se había conducido en la recaudación de tributos y en la administración de varios ramos de la hacienda.

Proseguíase no obstante en el sistema, comenzado en el Fuero de Sepúlveda y en las cortes de Nájera, y continuado por los Alfonsos VII, VIII y X, de impedir o remediar en lo posible la excesiva acumulación de riquezas en el clero, prohibiendo a las iglesias y a los eclesiásticos la adquisición y dominio a perpetuidad de nuevas tierras, rentas y feudos. Como un contrapeso al poder y a la amortización eclesiástica vemos establecerse ya abiertamente en tiempo de don Sancho la amortización civil, con el mismo título que hoy tiene de mayorazgos. Ya Alfonso el Sabio había dado un ejemplo de esta institución, cuando dio los fueros de Valderejo a don Diego de Haro, señor de Vizcaya, con esta condición: «que nunca sean partidos nin vendidos, nin donados, nin cambiados, nin empeñados, e que anden en el mayorazgo de Vizcaya, e quien heredase a Vizcaya que herede a Valderejo.» Pero don Sancho fue todavía más explícito, cuando habiéndole pedido su camarero mayor, Juan Mathe, que le hiciese o le permitiese hacer mayorazgo de sus bienes, le otorgó en 1291 la real cédula en que se lee: «E nos, habiendo voluntad de lo honrar, e de lo ennoblecer, porque su casa quede hecha siempre, e su nombre non se olvide nins e pierda, e por le emendar muchos servicios leales y buenos, que nos siempre fizo a nos e a los reyes ende nos venimos, e porque se sigue ende mucha pro, e honra a nos y a nuestros regnos que aya muchas grandes casas de grandes omes, per ende nos como rey y señor natural, e de nuestro real poderío, facemos mayorazgo de todas las casas de su morada, etc.» Así se ve la ley de vinculación, virtualmente contenida ya en el Fuero Juzgo de los visigodos, según en otro lugar apuntamos, irse desarrollando, primero parcialmente en la práctica con la posesión de señoríos tácitamente hereditarios, después por pragmáticas explícitas, y recibiendo la forma, el orden de suceder por asignación rigorosa, y el aumento y ampliación que adelante tuvieron. Las causas de la institución de los mayorazgos las expresa ya don Sancho en su citada cédula.

Admira ciertamente ver cómo en este tiempo había ido creciendo el influjo y poder del estado llano y del elemento popular en Castilla, en medio de las aspiraciones de la inquieta y pretenciosa nobleza, y de los esfuerzos de los soberanos para afirmar y robustecer la autoridad real. Este mismo don Sancho, tan bravo con los próceres y magnates castellanos, tan sangriento vengador de los nobles de quienes se convencía que intentaban atropellar sus derechos, cuando se reunían en cortes los procuradores de las ciudades no tenía valor ni para desoír y dejar de enmendar sus quejas y agravios, ni para negarles sus peticiones. No hay sino leer las cortes de Valladolid de 1293. De las veinte y nueve peticiones que en ellas le presentaron, ya sobre satisfacción de agravios y desmanes de los merinos, o alcaldes, u otros oficiales del rey, ya sobre franquicias o exenciones, u otros asuntos del gobierno interior de los pueblos, en casi todas hallamos la concesión u otorgamiento, bajo las usadas fórmulas de: «A esto respondemos que tenemos por bien mandar que sea así guardado,—tenemos por bien e mandamos que se guarde así,—mandamos a los nuestros merinos de Castilla que lo fagan así guardar.»

No dado a las letras el rey don Sancho IV., pocos adelantos podía hacer en este punto durante su reinado la nación. Haremos no obstante aquí una observación muy importante sobre el habla castellana. En tres reinados consecutivos se ve fijarse definitivamente en Castilla el idioma vulgar. San Fernando publicaba los documentos oficiales, algunos en castellano, los más todavía en latín, y a veces unos mismos, como hemos visto, parte en latín y parte en castellano. Alfonso el Sabio, su hijo, muy versado en el latín, escribía y mandaba escribir todos los documentos públicos sola y exclusivamente en castellano. Su hijo, Sancho el Bravo, no solamente escribía y hacia escribir en la lengua vulgar, sino que ya no sabía otra; Sancho IV ya no sabía latín, y necesitaba de intérprete cuando los enviados del papa le hablaban en el idioma latino.

Tales eran los principales caracteres del estado social de Castilla en los reinados de Alfonso el Sabio y Sancho el Bravo, que llenaron casi toda la segunda mitad del siglo XIII.

 

CAPÍTULO VII.

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA EN LA ÚLTIMA MITAD DEL SIGLO XIII. ARAGÓN.

De 1253 a 1291.