CAPÍTULO
VII
LA
EXPANSIÓN DE LOS TEUTONES
LA RAZA que
desempeñó el papel principal en la historia tras la desintegración del Imperio
Romano fue la raza conocida como los teutones. Su historia temprana está
envuelta en la oscuridad, una oscuridad que sólo empieza a aclararse hacia el
final del segundo siglo de nuestra era. La información que tenemos se la
debemos a griegos y romanos; y lo que nos dan es casi exclusivamente historia
contemporánea, y las pocas afirmaciones fragmentarias que se refieren a
condiciones anteriores, por muy valiosas que sean para nosotros, no van mucho
más allá de su propia época. Sólo la arqueología nos permite penetrar más
atrás. Sin su ayuda sería vano pensar en intentar responder a la pregunta sobre
el origen y la distribución original de la raza germánica.
El hogar más
antiguo de los teutones estaba en los países que rodean el extremo occidental
del mar Báltico, que comprende lo que ahora es el sur de Suecia, Jutlandia con
Schleswig-Holstein, la costa alemana del Báltico hasta aproximadamente el Oder, y las islas con las que el mar está tachonado hasta Gothland. Esta, y no Asia, es la región que, con una cierta
extensión hacia el sur, hasta, digamos, la gran cadena montañosa de Alemania central,
puede describirse como la cuna de la raza indogermánica. Según todas las
apariencias, éste fue el centro desde el que impulsó sus sucesivas oleadas de
población hacia el oeste, el sur y el sureste, para apoderarse, al final, de
toda Europa e incluso de una parte de Asia. Una parte de la raza indogermánica,
sin embargo, se quedó atrás en el norte, para emerger tras el paso de dos mil
años a la luz de la historia como un nuevo pueblo de maravillosa homogeneidad y
notable uniformidad de tipo físico, el pueblo que conocemos como los teutones.
La expansión de la raza indogermánica y su división en varias naciones y grupos
de naciones se había completado en su mayor parte durante el periodo neolítico,
de modo que en la Edad de Bronce -aproximadamente, para las razas del norte,
entre 1500 y 500 a.C.- los territorios que hemos indicado anteriormente
pertenecían exclusivamente a los teutones, que formaban una raza distinta con
sus propias características especiales y su lengua.
El rasgo
distintivo de la civilización de estos teutones prehistóricos es el trabajo del
bronce. Es bien sabido que en el Norte -región en la que la Edad del Bronce
tuvo una larga duración- se alcanzó un grado notable de destreza en este arte.
La Edad del Bronce teutona del Norte constituye, pues, en todos los aspectos,
un fenómeno sorprendente en la historia general del progreso humano. Por otra
parte, el avance de la cultura que siguió a la introducción del uso del hierro
no fue compartido al principio por los pueblos del Norte. Sólo hacia el 500
a.C., es decir, unos quinientos años más tarde que en Grecia e Italia, en el
sur de Francia y en la parte alta de la cuenca del Danubio, se introdujo el uso
del hierro entre los teutones. El periodo de civilización conocido
habitualmente como el periodo de Hallstatt, cuya última parte (a partir del 600
a.C. aproximadamente) no fue menos brillante que la Edad de Bronce Posterior,
permaneció prácticamente desconocido para los teutones.
Los vecinos
más cercanos de los teutones en este primer periodo eran, al sur, los celtas,
al este los pueblos bálticos (letones, lituanos, prusianos) y los eslavos, en
el extremo norte los finlandeses. Es difícil saber hasta dónde se extendían los
territorios teutones hacia el norte. El extremo sur de Escandinavia, es decir,
la actual Suecia hasta cerca de los lagos, ciertamente siempre les perteneció.
Esto queda fuera de toda duda por los descubrimientos arqueológicos. Por tanto,
los teutones tienen tanto derecho a ser considerados los habitantes originales
de Escandinavia como sus vecinos del norte, el gran pueblo finlandés. Es cierto
que ya en los primeros tiempos se expandían en dirección norte y que se
asentaron en la zona de los lagos suecos, hasta el norte del Dal Elf, y en la parte sur de
Noruega, mucho antes de que tengamos información histórica sobre estos países.
No se puede decidir con certeza si los encontraron desocupados o si hicieron
retroceder a los finlandeses, aunque esto último es lo más probable. Los sitones que Tácito menciona junto con los suiones como las naciones que habitan más al norte eran
ciertamente finlandeses.
Al este, el
territorio teutón, que como vimos no se extendía originalmente más allá del Oder, tocaba el de los pueblos bálticos que más tarde
fueron conocidos colectivamente, por un nombre que sin duda es de derivación
teutónica, como aistas (Aestii en Tácito, Germ. 45). Al sur y al este de éstos se
encontraban las numerosas tribus eslavas (llamadas Venedi o Veneti por los escritores antiguos). La tierra
entre el Oder y el Vístula estaba, por tanto, en los
primeros tiempos habitada, al norte por pueblos del grupo lingüístico
letón-lituano, y al sur por eslavos. También en este lado los teutones, en
épocas bastante tempranas, se abrieron paso más allá de los límites de su
territorio original. En el siglo VI a.C., como puede determinarse con bastante
certeza a partir de los descubrimientos arqueológicos, el asentamiento de estos
territorios por parte de los teutones estaba en gran medida realizado, los
pueblos bálticos se vieron obligados a retirarse hacia el este, más allá del
Vístula, y los eslavos hacia el sureste. Es probable que los conquistadores
vinieran del norte, de Escandinavia; que buscaran un nuevo hogar en la costa
sur del Báltico y hacia el este y el sureste. A esto apunta también el hecho
(por otra parte difícil de explicar) de que las tribus que en tiempos
históricos se asientan en estos distritos, godos, gépidos, rugii, lemovii, burgundii, charini, varini y vándalos,
forman un grupo separado, sustancialmente distinguido en costumbres y habla de
los teutones occidentales, pero que muestra numerosos puntos de afinidad,
especialmente en el lenguaje y los usos legales, con los teutones del norte.
Además, en Escandinavia vuelven a aparecer una serie de nombres de pueblos
teutones orientales, como los de los godos: Gauthigoth (Gautar, Gothland); Greutungi: Greotingi; Rugians: Rugi (Rygir, Rogaland); Burgundiones: Borgundarholmr; y cuando encontramos en Jordanes la leyenda
de la migración gótica que afirma que este pueblo vino de Escandinavia (Scandza insula) como la officina gentium aut certe velut vagina nationum la evidencia a favor de un
asentamiento gradual de Alemania oriental por parte de inmigrantes del norte
parece irresistible.
A más tardar
en el año 400 a.C., los teutones debían haber alcanzado la base norte de los Sudetes. Sólo faltaba un paso más para el asentamiento del
alto Vístula; y si los Bastarnae, la primera tribu germánica que sale a la luz
de la historia, tenían su asiento aquí hacia el año 300 a.C., el asentamiento
de toda la cuenca del alto Vístula, hasta los Cárpatos, debió ser llevado a
cabo por los teutones en el transcurso del siglo IV a.C.
Fue con los
celtas con quienes los teutones entraron en contacto hacia las fuentes del Oder, en las montañas que forman el límite de Bohemia.
Ahora bien, no hay ninguna raza a la que los teutones deban tanto como a los
celtas. Todo el desarrollo de su civilización estuvo fuertemente influenciado
por estos últimos, hasta el punto de que en los siglos que precedieron a la era
cristiana toda la raza teutona compartía una civilización común con los celtas,
con los que mantenían una relación de dependencia intelectual; en todos los
aspectos de la vida pública y privada se reflejaba la influencia celta. ¿Cómo
es posible entonces que un pueblo cuya civilización muestra características tan
marcadas como la de los teutones de la Edad de Bronce tardía pudiera perderlas
con una rapidez tan sorprendente, quizá en el transcurso de un solo siglo?
El hábitat
más antiguo de los teutones se extendía, como hemos visto, por el sur hasta el
Elba. Este río también marca el límite norte de los celtas. Toda Alemania al
oeste del Elba, desde el Mar del Norte hasta los Alpes, estaba en posesión de
los celtas, en la época en que los teutones ocupaban las costas occidentales de
la cuenca del Báltico. El vigoroso poder de expansión que esta raza desplegó en
los últimos mil años de la era prehistórica ha dejado sus huellas en toda
Europa, e incluso en Asia; y eso es lo que le da tanta importancia en la
historia del mundo. Toda la Europa occidental -Francia con Bélgica y Holanda,
las Islas Británicas y la mayor parte de la península pirenaica, en el sur la
región de los Alpes y las llanuras del Po- ha estado en un momento u otro
sometida a su dominio. Hacia el este, los enjambres migratorios de celtas se
abrieron paso por el Danubio hasta el Mar Negro e incluso hasta Asia Menor.
El punto de
partida de este movimiento se situó probablemente en lo que hoy es el noroeste
de Alemania y los Países Bajos, por lo que esta región debe considerarse el
hogar original de la raza celta. Los topónimos y los nombres de los ríos, cuyo
estudio es un medio muy valioso para dilucidar las condiciones prehistóricas,
nos permiten demostrar la existencia en muchos distritos de esta población
celta original. Están dispersos por toda Alemania occidental y hasta Brabante y
Flandes, pero aparecen con especial frecuencia entre el Rin y el Weser. En el
norte el Wörpe-Bach (al noreste de Bremen) marca los
límites de su distribución, en el este el curso del Leine,
hasta Rosoppe; en el sur se extienden hasta el Meno
donde el Aschaff (antiguamente Ascapha)
en Aschaffenburg forma el último puesto de avanzada de su territorio. No se
encuentran en la franja de costa a lo largo del Mar del Norte, ocupada
posteriormente por los chauci y los frisios, ni en la
orilla occidental del Elba. De esto podemos concluir con seguridad que estos
distritos fueron abandonados por su población celta original antes, de hecho
considerablemente antes, que los situados al oeste del Weser, y también que la
expansión de los teutones hacia el oeste procedió a lo largo de dos líneas
distintas, aunque sin duda casi simultáneamente una hacia el oeste a lo largo
del Mar del Norte y otra en dirección más al sur subiendo por el Elba a lo
largo de sus dos orillas.
Con este
punto de vista, los resultados de la arqueología prehistórica están
completamente de acuerdo. Hemos determinado el área de distribución de la Edad
del Bronce Septentrional -que vimos que era específicamente teutónica- como
constituida, en el periodo anterior (hasta c. 1000 a.C.), por Escandinavia y
las islas danesas, y también por Schleswig-Holstein, Mecklemburgo y Pomerania
Occidental, y por tanto limitada al suroeste por el Elba. Pero en la Edad de Bronce
Posterior (c. 1000-600 a.C.) este territorio se amplía en todas las
direcciones. En el sur y el oeste especialmente, a juzgar por las pruebas de
las excavaciones, se extiende desde el punto en el que el Wartha desemboca en el Oder, en dirección suroeste a través
de los distritos de Spreewald y Fläming hasta el Elba; luego más al oeste hasta el Harz, y
desde allí hacia el norte a lo largo del Oker y el
Aller hasta aproximadamente el estuario del Weser, y finalmente a lo largo de
la línea costera hasta Holanda. En Turingia, los pueblos celtas mantuvieron su
dominio durante algo más de tiempo. La parte septentrional -por encima del Unstrut- puede haber recibido una población teutona en el
transcurso del siglo V a.C.; la meridional, en el transcurso del IV. Por otra
parte, toda la región hacia el oeste, desde el Weser y el bosque de Turingia
hasta el Rin, estaba todavía en posesión de los celtas hacia el año 300 a.C., y
sólo fue conquistada por los teutones en el curso del siglo siguiente. Se puede
tomar como resultado seguro de todos los datos lingüísticos y arqueológicos,
que sólo hacia el año 200 a.C. todo el noroeste de Alemania estaba en posesión
de los teutones, que ahora habían alcanzado las líneas fronterizas formadas por
el Rin y el Meno.
Hacia finales
del siglo V a.C., aparece una nueva civilización en el dominio celta, una
civilización que, por el fino gusto y la perfección técnica de sus
producciones, merece en más de un aspecto equipararse a la de las naciones
clásicas. Se trata de la llamada civilización de La Tène, que toma su nombre de
un lugar de la orilla norte del lago de Neuchâtel donde han salido a la luz
restos especialmente numerosos y variados de ella. No sabemos dónde se
encuentra su centro; podemos conjeturar que en algún lugar del sur de Francia o
en Suiza. A partir de este punto se extendió por todas las partes de Europa que
no estaban bajo el dominio de la civilización griega y romana. Siguiendo el
curso del Ródano, del Rin y del Danubio, conquistó rápidamente todos los países
en los que se hablaban lenguas galas y mantuvo su supremacía hasta que la
civilización grecorromana la depuso de su primacía.
Fue con esta
civilización altamente desarrollada -muy superior, sobre todo en su
conocimiento muy avanzado del trabajo del hierro, a la norteña, que aún sólo
utilizaba el bronce- con la que los teutones entraron en contacto en su avance
hacia el suroeste. Es bastante inteligible que los teutones, en el curso de sus
doscientos años de lucha con los celtas por la posesión del noroeste de Alemania,
hayan adoptado con avidez la civilización superior de los celtas.
Vagas
reminiscencias de la antigua supremacía de la raza celta sobrevivieron hasta
los tiempos históricos. Ac fuit antea tempus cum Germanos Galli virtute superarent, ultro bella inferrent, propter hominum multitudinem agrigue inopiam trans Rhenum colonias mitterent, escribe César, una información que debió
derivar de fuentes galas. A esto pertenece también la tradición gala relatada
por Timagenes según la cual se decía que una parte de
la nación ab insulis extimis confluxisse et tractibus Transrhenanis crebritate bellorum et adluvione fervidi maris sedibus suis expulsos. El propio César menciona una tribu
celta, los menapii, en la orilla derecha del bajo
Rin.
Es imposible
evitar la conclusión de que los celtas teutones del norte de Hungría se
asentaron originalmente en el centro-sur de Alemania, entre el Erzgebirge y el Harz, pero más
tarde (hacia el año 400 a.C.) se vieron obligados a abandonar este distrito por
la presión del avance de los germanos, y se retiraron en dos secciones hacia el
sur y el sureste.
Hacia el año
200 a.C. la ocupación teutona del noroeste de Alemania estaba, como hemos
visto, completada, habiendo alcanzado el Rin por el oeste y el Meno por el sur.
Pero el gran movimiento de avance hacia el suroeste no iba a ser detenido por
estos ríos. Vastas oleadas de población seguían presionando hacia abajo desde
el norte, y dando un nuevo impulso al movimiento. Todo el mundo germánico debió
de estar en aquella época en constante ebullición y agitación. Las naciones
nacían y perecían. En todas partes había presión y contrapresión. Cualquier
pueblo que no tuviera la fuerza para mantenerse frente a sus vecinos, o para
abrirse un nuevo camino, era barrido. La tensión así creada encontró primero un
alivio en la frontera renana. Hacia mediados del siglo II a.C. Las hordas
teutonas barrieron el río y ocuparon todo el país al oeste del bajo Rin hasta
las Ardenas y el Eifel. Estas hordas fueron los
ancestros de las tribus y clanes posteriores que nos encontramos aquí en los
primeros albores de la historia, los eburones, condrusi, caeroesi, paemani, segni, nervii, grudii, y también de los texuandri, sunuci, baetusii, caraces, que aparecen
más tarde, así como de los tungri, que tras la
aniquilación de los eburones por parte de César
sucedieron a su territorio y posición de influencia. Los Treveri,
en cambio, que tenían su asiento más al sur, más allá del Eifel,
eran sin duda celtas.
La invasión
teutónica de la Galia debió de producirse principalmente en la segunda mitad
del siglo II a.C., pero aún estaba en curso en tiempos de César. Puede bastar
con recordar brevemente a este respecto la exitosa campaña de Ariovistus; la
incursión, inmediatamente antes de que César entrara en su provincia, de 24.000 harudíes en el país de los sequanos;
la invasión de los suevos bajo el mando de Nasua y Cimberio en el año 58; y de los usipetes y tencteri a principios del año 55 a.C. Que hubo
incluso inmigraciones posteriores de huestes teutonas en el noreste de la Galia
puede conjeturarse a partir de la ausencia de toda mención por parte de César
de varias de las tribus que se asentaron aquí en la época por el Imperio, y
esta conjetura se eleva casi a una certeza por el caso conocido de los tungri.
Sólo más
tarde, en la época de las migraciones de los cimbrios, y sin duda en relación
con ellas, se cruzó la frontera formada por el Meno. Fue -según nuestra
información- una parte de los suevos, previamente asentados en la orilla norte
de este río, la primera en empujar a través de él y, tras expulsar a los
helvecios, se establecieron firmemente al sur del río, y fueron conocidos aquí
con el nombre de Marcomanni (Hombres de las Marcas),
nombre que nos aparece por primera vez en César, en la enumeración de los pueblos
dirigidos por Ariovistus. Su país, la Marca, se extendía al sur hasta el
Danubio. Que los Tulingi (mencionados por César como finetini de los Helveti) eran de origen germánico queda
fuera de toda duda por su nombre, que es bien alemán y forma un colgante con el
de los Thuringi. Pero sin duda se acercará a la
verdad ver en ellos no a toda la nación de los Marcomanni,
sino sólo a una tribu o división local de la misma, y sin duda a su avanzadilla
hacia el sur. En cualquier caso, es evidente, según el relato de César, que
contando como contaban con unos 36.000, de los cuales unos 8.000 eran
guerreros, formaban un conjunto unido con un territorio definido y no eran
simplemente un cuerpo migratorio de marcomaníes reunidos ad hoc.
Un remanente
de los antiguos Marcomanni del sur de Alemania, que
en el año 9 a.C. emigraron a Bohemia, se encuentra sin duda en los Suebi Nicretes que encontramos en
la época del Imperio en el bajo Neckar. Más al norte, en la orilla sur del
Meno, cerca de Mittenberg, encontramos el nombre de
los Toutoni en una inscripción que salió a la luz en
el año 1878. A partir de aquí, ciertos estudiosos han llegado a la convicción
de que esta localidad fue el hogar original de los teutones de los que oímos
hablar en asociación con los cimbrios, por lo que no eran de origen germánico
sino celta, siendo de raza helvética e identificados con el clan local
helvético de los Touyev de Estrabón. Esta hipótesis
debe ser absolutamente rechazada. Debe haber habido alguna conexión entre esos Toutoni y los Teutoni de la
historia. Pero concluir sin más que los teutones eran helvéticos, celtas del
sur de Alemania, es violentar directamente todo el cuerpo de la tradición
antigua, que representa sistemáticamente a los teutones como un pueblo cuyo
hogar original estaba en el norte. La solución más sencilla de la dificultad es
que los teutones de Mittenberg fueron un fragmento
que se separó de los pueblos teutones durante su migración hacia el sur y se
asentó en este distrito, al igual que en el noreste de la Galia una parte de
los cimbrios y teutones se mantuvo como la tribu de los aduatuci.
Todo el
proceso de expulsión de los celtas del sur de Alemania debió de llevarse a cabo
entre el año 100 a.C. y el 70 a.C., ya que César no conoce a ningún galo en la
orilla derecha del alto Rin, y los helvecios llevaban un tiempo considerable
viviendo al sur de la cabecera del río que, según nos cuenta César, divide el
territorio helvético del alemán.
La primera
colisión entre los teutones y el mundo grecorromano tuvo lugar muy al este de
la Galia. Fue el resultado de una gran migración de las tribus teutonas
orientales en la vecindad del Vístula, que había llevado a algunas de ellas
hasta la orilla del Mar Negro. La principal de estas tribus era la de los
Bastarnae. Asentados, al parecer, antes de su éxodo cerca de la cabecera del
Vístula aparecen, ya a principios del siglo II a.C., cerca del estuario del
Danubio. Toda la región al norte del Pruth, desde el
Mar Negro hasta la vertiente septentrional de los Cárpatos, estaba en su poder
y permaneció así durante todo el tiempo que se les conoce en la historia. Otra
tribu germánica, sin duda dependiente de ellos, se encuentra en el mismo
distrito, a saber, los sciri del bajo Vístula. El
conocido y muy discutido "psephisma" de la
ciudad de Olbia en honor a Protógenes los menciona
como aliados de los galatas, y se ha debatido mucho
sobre qué nación debe entenderse por estos galatai, y
a veces se ha conjeturado que eran los kelts ilirios
(scordisci), a veces los tracios, a veces los también
celtas-britolages, o los bastarnae teutónicos, o incluso los godos. Sin embargo, la mayoría de los eruditos ha
decidido que estos "gálatas" son los Bastarnae, cuya presencia en la
vecindad de Olbia en el año 182 a.C. está atestiguada por Polibio. En efecto,
hay mucho a favor de esta hipótesis y nada en contra. La inscripción, pues, que
por el carácter de la escritura se demuestra que es una de las más antiguas
encontradas en esta localidad, habría sido escrita hacia la época de la llegada
de los bastarneses al estuario del Danubio, es decir,
hacia el 200-180 a.C., y sería por tanto la prueba documental más antigua de la
entrada de las tribus germánicas en el campo de la historia general.
Ya en el año
182 a.C. encontramos a los bastarneses en negociaciones
con Filipo de Macedonia. El plan de Filipo era deshacerse de los dardanos y, tras asentar a sus aliados en el territorio así
desalojado, utilizarlo como base para una expedición contra Italia. Después de
largas negociaciones, los bastarneses abandonaron en
179 su territorio recién ganado, cruzaron el Danubio y avanzaron hacia Tracia.
En ese momento murió el rey Filipo y, tras una batalla infructuosa con los
tracios, los bastarneses iniciaron una retirada hacia
el asentamiento que habían abandonado; pero un destacamento de unos 30.000
hombres al mando de Clondicus siguió adelante hacia Dardania. Con la ayuda de los tracios y los escandinavos y
con la connivencia del sucesor de Filipo, Perseo, presionó duramente a los dardanos durante un tiempo, pero al final, en el invierno
de 175, también decidió retirarse. En Roma las intrigas de los reyes macedonios
habían sido observadas con creciente desconfianza y desagrado, lo que encontró
su expresión en el envío de una comisión para investigar la situación en Macedonia
y especialmente en la frontera dárdica. Esta es, por
tanto, la primera ocasión en la que el Estado romano tuvo que preocuparse por
los asuntos teutones. En aquella época, es cierto, aún no se reconocía la
diferencia racial entre celtas y teutones, por lo que se suponía que los bastarneses eran galos. En poco tiempo (168), encontramos a
los Bastarnae de nuevo en relaciones con el rey de Macedonia. Veinte mil
hombres, de nuevo bajo el mando de Clondicus, debían
unirse a él en su lucha con los romanos en Peonia. Pero Perseo estaba cegado
por la avaricia y no cumplió sus promesas. Por lo tanto, Clondicus,
que ya había llegado al país de los maedios, giró
rápidamente a la derecha y marchó a casa a través de Tracia. A partir de este
punto desaparecen de la historia durante un tiempo, sólo para reaparecer en las
guerras mitradas como aliados de ese rey, y en consecuencia aparecen también en
la lista de las naciones sobre las que Pompeyo triunfó en el año 61.
En Oriente,
en las fronteras de Europa y Asia, la raza germánica atrajo poca atención; pero
en Occidente, hacia finales del siglo II a.C., sacudió el edificio del Estado
romano hasta sus cimientos y extendió el terror de su nombre por toda Europa
occidental. Fueron los cimbrios, junto con sus aliados los teutones y los ambrones, quienes durante media veintena de años
mantuvieron al mundo en vilo. Los tres pueblos eran sin duda de estirpe
germánica. Podemos dar por establecido que el hogar original de los cimbrios
estaba en la península de Jutish, el de los teutones
en algún lugar entre el Ems y el Weser, y el de los ambrones en la misma vecindad, también en la costa del Mar
del Norte. La causa de su migración fue la constante invasión del mar en sus
costas, siendo la ocasión una inundación que devastó su territorio, quedando
grandes extensiones de éste engullidas por el mar. Este es el relato que hacen
los escritores antiguos y no tenemos motivos para dudar de su veracidad. El
éxodo de los tres pueblos tuvo lugar más o menos al mismo tiempo y, evidentemente,
de tal manera que desde el principio avanzaron en estrecho contacto unos con
otros. Primero giraron hacia el sur, probablemente siguiendo la línea del Elba,
cruzaron el Erzgebirge y se adentraron en Bohemia, la
tierra de los Boii. Expulsados por estos últimos,
parece que se abrieron paso a lo largo del valle de la Marcha, hacia el sur,
hasta el Danubio, y luego, a través de Panonia, hasta el país de los escordiscos. También aquí encontraron (en el año 114) una
oposición tan vigorosa que prefirieron girar hacia el oeste. Eso les hizo
entrar en contacto con los tauriscos, que acababan
(115 a.C.) de formar una estrecha alianza con los romanos. En los Alpes
Cárnicos estaba estacionado un ejército romano al mando del cónsul Cn. Papirio Carbo, que inmediatamente avanzó hacia Noricum.
El intento de Carbo de aniquilar a los teutones
mediante un ataque traicionero terminó en una severa derrota. El camino hacia
Italia estaba ahora abierto para los vencedores. Pero era tan grande el temor
que aún sentían por el nombre romano, que rápidamente se alejaron hacia el
norte. Su ruta les llevó al territorio de los helvecios, que entonces se
extendía desde el lago de Constanza hasta el Meno. Los helvecios no parecen
haber ofrecido ninguna resistencia; de hecho, una parte considerable de los
helvecios -los tigurini y los togeni-
se unió a los emigrantes teutones. Las huestes germánicas cruzaron entonces el
Rin y siguieron hacia el sur, saqueando a su paso.
En el año
109 a.C. se detuvieron en el valle del Ródano, en la frontera de la provincia
romana de la Galia Transalpina, para cuya protección había salido al campo un
fuerte ejército al mando del cónsul M. Junius Silanus.
Los romanos atacaron, pero fueron derrotados por segunda vez. Una vez más, los
germanos rehuyeron invadir el territorio romano y prefirieron saquear y asolar
los distritos galos, que asolaron por completo. Finalmente, en el año 105
aparecieron de nuevo en la frontera de "la Provincia", esta vez
decididos a atacar a los romanos. De los tres ejércitos que se les opusieron,
el del legado M. Aurelius Scaurus fue el primero en ser derrotado en el territorio de los Allobroges.
El 6 de octubre se produjo la sangrienta batalla de Arausio en la que los otros dos ejércitos, al mando del cónsul Cn. Mallius Maximus y el procónsul Q. Servilius Caepio, en total unos 60.000 soldados, fueron completamente
aniquilados. Pero en lugar de marchar hacia Italia, los bárbaros volvieron a
dejar pasar el momento favorable y perdieron así los frutos de su victoria.
Dividieron sus fuerzas. Los cimbrios marcharon hacia el oeste, primero hacia el
país de los volcanos, luego sobre los Pirineos hacia
España, donde llevaron a cabo una lucha desganada e indecisa con los
celtíberos; los teutones y los helvecios se volvieron hacia el norte para continuar
la labor de saqueo de la Galia. En el año 103, las huestes cimbrias regresaron
a la Galia y se reunieron, en el territorio de los Veliocasses surbelgas, con sus camaradas que se habían quedado
atrás.
Ahora, por
fin, prepararon una marcha sobre Italia. En la primavera del 102 la masa
principal de las hordas unidas comenzó a avanzar hacia el sur. Sólo una
sección, de unos 6.000 hombres -el núcleo de la posterior tribu de los Aduatuci- se quedó atrás en Bélgica para guardar el botín.
Sin duda con vistas a las dificultades del paso de los Alpes, especialmente en
materia de abastecimiento, la hueste invasora se dividió en poco tiempo en tres
columnas. El plan era que los teutones y los ambrones se abrieran paso hacia la llanura del Po desde el lado occidental, cruzando los
Alpes Marítimos, mientras que los cimbrios y los tigurinos debían realizar un amplio movimiento de flanqueo y entrar desde el norte, los
primeros por el Tridentino, los segundos por los Alpes Nórdicos. Pero el
intento se planificó a una escala demasiado amplia y naufragó gracias a la
habilidad militar de Mario. Los ambrones y los
teutones fueron aniquilados en la doble batalla cerca de Aquae Sextiae (verano de 102), mientras que el destino de
los cimbrios les alcanzó al año siguiente. Ya habían alcanzado el suelo de
Italia, en el que se habían abierto paso tras un victorioso encuentro con
Quinto Lutacio Catulo en el Adigio, cuando (30 de
julio de 101), en las llanuras de Vercellae, los
llamados Campi Raudii,
fueron totalmente derrotados por las fuerzas unidas de Mario y Catulo. Los tigurinos, que iban a formar la tercera fuerza invasora,
recibieron la noticia de la derrota de los cimbrios cuando todavía estaban en
los Alpes nórdicos, e inmediatamente dieron la vuelta y se retiraron a su
propio país. De este modo, la gran invasión de los bárbaros del norte fue
derrotada, y Europa occidental pudo volver a respirar libremente.
Ya vimos que
hacia el año 100 a.C., sin duda en relación con la aparición de los cimbrios y
los teutones en el sur de Alemania, la línea del Meno fue cruzada por los
pueblos germánicos, y comenzó el asentamiento del territorio entre éste y el
Danubio. Menos de una generación después hubo otro intento de extender la
esfera de influencia germánica hacia el oeste, sobre la Galia. Hacia el año 71
a.C., por invitación de la poderosa tribu de los sequenses,
Ariovistus, jefe de los suevos, cruzó el Rin con 15.000 guerreros para servir
como mercenarios a los sequenses contra sus vecinos
los eduos. Pero una vez obtenida la victoria, los
forasteros no regresaron a su propia tierra, sino que permanecieron en el lado
occidental del Rin y se establecieron en el territorio de sus empleadores,
tomando posesión de aproximadamente un tercio del mismo, presumiblemente en su
extremo norte. Fortalecido por las grandes adhesiones de la patria, este
asentamiento germánico en territorio galo -compuesto por los Vangiones, Nemetes y Tribocci, y que finalmente se extendió por todo el lado
izquierdo del valle del Rin, al este de los Vosgos-
pronto se convirtió en una amenaza para todas las tribus circundantes. Un
intento unido, en el que los eduos tomaron parte
destacada, de expulsar a los intrusos por la fuerza de las armas terminó, tras
meses de lucha indecisa, en una aplastante derrota de los galos (en Admagetobrgia), al parecer en el año 61 a.C. la Galia quedó
indefensa a los pies de los vencedores, y éstos no dejaron de aprovechar su
éxito. Los eduos y todos sus adherentes fueron
obligados a entregar rehenes y a pagar un tributo anual. Ninguno se atrevió a
oponerse a los conquistadores, que ya consideraban toda la Galia como su presa.
Prosiguieron su labor de forma deliberada y sistemática, trayendo
constantemente nuevos enjambres de sus compatriotas, principalmente suevos y
marcomanos, y asignándoles tierras en los territorios que habían subyugado.
Llegaron colonos incluso de Jutlandia, Endusi y
Harudes con 24.000 efectivos, y a su llegada los sequenses se vieron obligados a ceder otro tercio de su territorio a los recién llegados.
Así, el poder de Ariovistus se hizo muy formidable. El establecimiento de un
gran imperio germánico sobre toda la Galia no parecía lejano.
En otros
puntos también los teutones se preparaban para cruzar el Rin. Parecía que el
ejemplo dado por Ariovistus llevaría a una invasión general de la Galia,
inundaría todo el país con germanos y abrumaría a la raza gala. El movimiento
comenzó en el alto Rin, en la frontera helvética. Los helvecios se habían visto
obligados, como ya hemos visto, a retirarse cada vez más ante la presión de los
germanos, hasta que finalmente todo el país al norte del lago de Constanza se
perdió para ellos, y el Rin se convirtió en su frontera norte. Incluso aquí no
se les permitió descansar. Poco tiempo después de la aparición de Ariovistus,
los teutones volvieron a intentar ampliar su frontera hacia el sur, y se
produjo una larga lucha en la frontera del Rin. Sólo con sus mayores esfuerzos
los helvecios pudieron rechazar los ataques de sus adversarios. Cansados de la
constante lucha, resolvieron por fin abandonar su territorio. Esto, como hemos
visto, lo hicieron tres años después, cuando algunas tribus más pequeñas, entre
ellas la germánica Tulingi., echaron su suerte con
ellos. La región del Jura, la entrada al sur de la Galia, quedó así abierta a
los teutones. Ese mismo año apareció en el Rin medio, probablemente en la
región del Taunus, un poderoso ejército suevo -un centenar de "gau" bajo el liderazgo de dos hermanos llamados Nasua (quizás Masua) y Cimberius- y amenazó con invadir desde este punto el
territorio de los treveros en la orilla opuesta. Por
último, había una gran inquietud también en el bajo Rin, entre las tribus que
habitaban la orilla derecha, especialmente entre los usipetes y los tencteri, como consecuencia sobre todo de las
repetidas agresiones de los belicosos suevos.
Este era el
estado de las cosas cuando César (58 a.C.) asumió el mando en la Galia. Era muy
consciente del peligro para la ocupación romana que suponían estas
inmigraciones al por mayor de hordas germánicas en territorio galo, y por ello
su primer cuidado fue tomar medidas rápidas para hacer frente al peligro
teutónico. Es bien sabido cómo llevó a cabo esta tarea, cómo eliminó el
inquietante temor de una irrupción generalizada de los pueblos germánicos en
territorio celta, y al mismo tiempo estableció la seguridad y el orden en la
frontera del Rin. La restitución de los helvecios conquistados a su territorio
abandonado para que siguieran sirviendo, pero ahora en interés de los romanos,
como estado tapón, aseguró la Galia, y especialmente el valle del Ródano,
contra las incursiones desde la dirección del alto Rin. Su victoria sobre
Ariovistus destruyó las vastas levas de este último y con ellas su ascendencia,
pero no -y aquí vemos de nuevo la política previsora del conquistador- la labor
de colonización iniciada por el gobernante germano. A las tribus de los Vangiones, Nemetes y Tribocci que había asentado en la Galia se les permitió
permanecer donde estaban y, al igual que los Helvecios, fueron colocados bajo
la soberanía romana mientras conservaban su independencia racial. Pero mientras
César permitió que estos asentamientos permanecieran, reprimió con mayor
energía todos los esfuerzos de expansión de los habitantes del alto Rin. Es
cierto que las bandas suevas que en el año 58 se habían reunido en la orilla
derecha del río, se habían retirado al recibir la noticia de la derrota de
Ariovistus, por lo que no hubo combates con ellos, pero el intento de Usipetes y Tencteri, en el año
siguiente, de encontrar un nuevo hogar para ellos en la Galia condujo a una
batalla, en la que una gran parte de ellos pereció, y el resto fue arrojado de
vuelta al otro lado del Rin.
Augusto
asumió la ofensiva contra los teutones. Aunque la extensión del dominio romano
hasta el Elba efectuada por los brillantes éxitos militares de los dos
hijastros del emperador fue de corta duración -el año 9 d.C. fue testigo de la
pérdida del territorio ganado con el gasto de tanta sangre, del que se había
propuesto hacer una nueva provincia de Germania Magna-, la frontera del Rin
quedó asegurada durante un tiempo considerable por un cinturón de fortalezas
guarnecidas por un ejército de casi 80.000 hombres. Esta frontera no se vio
seriamente amenazada durante los doscientos años siguientes. A lo largo de ese
periodo, salvo algunas incursiones insignificantes, el vecino oriental de la
Galia permaneció quieto. Sólo en el siglo III volvieron a aparecer los
disturbios, que fueron aumentando a medida que pasaba el tiempo. Y la causa de
ello fue la aparición de dos poderosas confederaciones que a partir de entonces
dominaron la historia de Renania: los alemanes y los francos.
Mientras que
la expansión de los teutones hacia el oeste fue así impedida por los romanos,
procedió con mayor vigor en dirección al sur y al sureste. Es cierto que nos ha
llegado poca información cierta. Los movimientos de población, implicados por
la aparición de los Marcomanni en Bohemia, de los Quadi en Moravia, de los Naristi entre el Böhmer-Wald y el Danubio, de los Bun, Lacringi, Victovali en el norte de las tierras bajas húngaras, están
todos más o menos envueltos en la oscuridad, y no es posible encontrar más que
una pista sobre sus relaciones. Hacia el año 60 a.C. los boii se vieron obligados por el avance de las razas germánicas del norte a abandonar
sus posesiones ancestrales. Una parte de ellos encontró una morada en Panonia,
otra parte, en su camino desde Noricum, se unió a la
migración helvética. El norte del país así desocupado fue inmediatamente
ocupado por bandas hermundúricas, semnónicas y vándalas, vástagos de las tres grandes tribus que flanqueaban Bohemia por el
norte. De ellos surgieron sin duda los pueblos que más tarde se encuentran aquí
en la base sur de los Sudetes, los Sudini, Bativi y Corconti. Les siguieron los Marcomanni,
que, sin duda como consecuencia de los éxitos militares de Druso en Alemania,
se abrieron camino, bajo la dirección de su jefe Marbod,
hacia el lado más lejano del Böhmer-Wald y ocuparon
la parte principal del antiguo país de los Boii.
El poderoso
reino que este príncipe germano estableció trayendo nuevas masas de colonos y
subyugando a las tribus circundantes -se dice que incluso los poderosos semnones, los langobardos, los
godos y los lugi (vándalos) reconocieron su
soberanía- no tuvo rival en el norte de Europa, y con su entrenado ejército de
70.000 hombres de a pie y 4.000 caballos pronto se convirtió en una amenaza
para el Imperio Romano. La importancia que los propios romanos concedían a este
país y a la personalidad dominante de su gobernante se desprende de los
extraordinarios preparativos militares que Tiberio puso en marcha (6 d.C.).
Como es bien sabido, al final no fue necesaria la intervención de las armas
romanas. Pero lo que ni siquiera ellos hubieran podido lograr se llevó a cabo
por la disensión interna. En la lucha por la supremacía de Alemania contra
Arminio, a la cabeza de los cheruscos, y de todos los
demás pueblos que acudían al estandarte del liberador Germaniae, Marbod fue derrotado y con ello se decidió el destino
de su reino. Primero los Semnones y los Langobardos se pusieron del lado de sus adversarios, luego una tribu tras otra, de modo que
al final encontró sus dominios reducidos a su extensión original, el país de
los Marcomanni. Con la ruina de su Imperio le alcanzó
su propio destino. La traición en su propio campo le obligó a buscar la
protección de los romanos. La caída de su fundador no afectó, sin embargo, a la
estabilidad del reino bohemio de los suevos. Aunque los Marcomanni nunca pudieron recuperar después su ascendencia, se mantuvieron hasta bien
entrada la decadencia del mundo antiguo, en el país que habían ocupado bajo el
liderazgo de Marbod. De hecho, al cabo de un tiempo
su poder revivió tanto que, en alianza con los quadíes,
pudieron dominar la frontera del alto Danubio durante todo un siglo.
La primera
mención de los quadíes aparece en el geógrafo
Estrabón. Los nombra entre las tribus suevas que se asentaron en el bosque hercínico, las montañas que forman la frontera de Bohemia.
El país que habitaban es casi la actual Moravia. Su frontera oriental estaba
formada por la Marcha, la antigua Marus. Que eran de
origen suevo está claro por el testimonio expreso de Estrabón, así como por
motivos lingüísticos. El único punto que sigue siendo dudoso es si, incluso
antes de su llegada a Moravia, habían formado una unidad política, o si eran
una banda migratoria enviada por uno de los grandes pueblos suevos, quizás los semnones, que sólo se convirtió en una comunidad nacional
unida e independiente después de establecerse en Moravia. Lo primero, sin
embargo, es lo más probable.
Al igual que
sus vecinos occidentales los Marcomanni, los Quadi eran los sucesores de un pueblo celta. Al igual que
los boii se habían asentado en Bohemia, en Moravia,
desde una época remota y hasta la época de César se habían asentado los volcae tectosages. Dado que,
hacia el año 60 a.C., el avance de los teutones desde el norte sobre el Erzgebirge y los Sudetes hizo que
los boii abandonaran su territorio, es probable que
al mismo tiempo, o un poco más tarde, los pueblos situados más al este se
vieran envueltos en una lucha con los invasores. Pero mientras que los boii, por su pronta retirada, escaparon del peligro, los tectosages, al parecer, fueron totalmente destruidos.
Encontramos a los Quadi poco después en posesión de
su territorio; y como no tenemos ninguna pista sobre el destino de los Tectosages de Moravia, los romanos no pueden haber estado
todavía en posesión del país vecino de Noricum. Por
lo tanto, su destrucción debió producirse antes del año 15 a.C., cuando Noricum pasó a estar bajo el dominio de Roma. Si esta
hipótesis es correcta, la irrupción de los Quadi en
Moravia tuvo lugar poco después de que los Boii hubieran abandonado Bohemia; en cualquier caso, un tiempo considerable antes de
la ocupación de ese país por los Marcomanni.
Al oeste de
los Marcomanni, entre el Böhmer-Wald
y el Danubio hasta el río Naab, se asentaron los Naristi. Es igualmente incierto de dónde vinieron y cuándo
aparecieron en esta región. Es posible, aunque eso es lo máximo que puede
decirse, que al igual que sus vecinos orientales pertenecieran a la
confederación sueva -Tácito los cuenta ciertamente como miembros de la misma- y
que deban contarse entre aquellos pueblos que, según Estrabón, Marbod había asentado en la región de la Hercynia Sylva.
Guardando
los flancos, por así decirlo, de los territorios meridionales de los teutones,
se encontraban dos asentamientos plantados por los romanos; al oeste los
Hermunduri, entre el alto Meno y el Danubio, y al este el reino vanniano de los suevos. El primero surgió en el año 62
a.C., al asignar el general romano L. Domicio Ahenobarbo a una banda de Hermunduri la parte oriental del territorio que había quedado
libre por la migración de los Marcomanni a Bohemia;
el segundo fue creado por el asentamiento de bandas de guerreros suevos
pertenecientes al seguimiento de los líderes suevos caídos, Marbod y Casvalda.
El Marus es por supuesto la Marcha, el Cusus,
ya que este asentamiento suevo no puede haber sido muy extenso, fue
probablemente el Waag, aunque puede haber sido el
Gran, que se encuentra más al este. Los Batizot de
Ptolomeo son probablemente idénticos a estos suevos del norte de Hungría, que
aparecen varias veces en el curso del siglo I. Al desaparecer más tarde,
probablemente fueron absorbidos por los quadíes. Más
hacia el noreste, en el Erzgebirge húngaro, y más
allá, en la región superior del Vístula, encontramos en el siglo I de nuestra
era a los buri y a los sidones. Los primeros, que se
mencionan ya en Estrabón, eran probablemente de origen bastardo, y los segundos
de origen lugiano; más allá, colindando con el flanco
oriental de los Sidones, estaban los Burgiones, Ambrones y Frugundiones,
sin duda también bastardos.
Si repasamos
ahora la situación etnográfica de la antigua Alemania hacia finales del siglo I
d.C., encontramos en su frontera occidental, en la cuenca oriental del bajo
Rin, a los Chamavi, los Bructeri,
los Usipii, los Tencteri,
los Chattuarii y los Tubantes; más al interior, a
ambos lados del Weser, las grandes tribus de los Chatti y los Cherusci; más al norte, los Angrivarii;
y, en la costa del Mar del Norte, los Chauci y los Frisios. En el corazón del
país tienen su asiento tres poderosas poblaciones suevas: en la orilla
occidental del Elba medio, que se extiende hasta el sur de la frontera rética,
los Hermunduri; al norte de ellos, en la orilla occidental del Elba inferior,
los Longobardos, y más allá de ese río, en las cuencas del Havel y el Spree, los Semnones, que se consideraban el tronco
primitivo de los suevos. La parte oriental del país estaba ocupada
principalmente por los lugii. También las tribus que
aparecen más tarde, en las guerras de los Marcomanos (los Victovali, Asdingi y Lacringi), eran
sin duda también vándalos. Hacia el norte, en la región del Wartha y el Netze, habitaban los Burgundiones o Burgundios; más al norte aún, en la costa báltica de Pomerania, los Rugii y los Lemovi, junto a los
cuales, en el lado occidental, llegaron (con algunas otras tribus menores) los
sajones. Al norte de éstos de nuevo, en la península de Jutish,
se encontraban los Anglii y los Varini.
Volviendo de nuevo al Vístula, encontramos en su orilla oriental a los godos,
que, al parecer, a principios de nuestra era, se habían extendido desde las
orillas de su estuario hasta sus aguas superiores. En el sur, la porción de los
Hermunduri que tenía su sede entre el Meno y el Danubio formaba el primer
eslabón de una larga cadena formada por los Naristi,
los Marcomanos, los Quadi, los Buri y, finalmente,
más allá del confinium Germanorum,
las numerosas ramas de los Bastarnae.
Se trataba,
pues, de un vasto territorio que las razas germánicas reclamaban como propio y
que, sin embargo, como pronto se vería, era demasiado estrecho para las
energías de estas jóvenes y vigorosas naciones. Al norte espumaba el mar, al
este bostezaban las estepas desérticas del sur de Rusia: por tanto, cualquier
expansión posterior sólo podía tomar una dirección hacia el oeste o el sur.
Pero tanto a un lado como al otro se encontraba la línea ininterrumpida de la
frontera romana. Cualquier intento de expansión en cualquiera de estas
direcciones debía conducir inevitablemente a una colisión inmediata con el
Imperio Romano.
La tormenta
que bajaba sobre las montañas de Bohemia iba a estallar pronto. Sin duda, en el
interior de Alemania actuaban fuerzas poderosas que, poco después de la
ascensión de Marco Aurelio, agitaron toda la masa de naciones desde el Böhmer-Wald hasta los Cárpatos, y dieron rienda suelta a una
tempestad como el Imperio Romano nunca había encontrado en sus fronteras. En el
verano de 167 se reunieron huestes de bárbaros a lo largo de la línea del
Danubio, dispuestos a hacer una incursión en el territorio romano. El prefecto
pretoriano, Furio Victorino, fue derrotado y asesinado con la mayoría de sus
tropas; y la avalancha invasora se abalanzó sobre las provincias desprotegidas.
Hasta que los dos emperadores no llegaron a la sede de la guerra (primavera de
168) no se detuvo el saqueo y la rapiña. Los bárbaros se retiraron entonces a
la otra orilla del Danubio y se declararon dispuestos a entablar negociaciones.
Allí, en el invierno de 168-9 estalló la peste con temible violencia en el
campamento romano, y de inmediato el cariz de los acontecimientos cambió a
peor. En la primavera, en ausencia de los emperadores, que al estallar la
epidemia habían regresado a la capital, el ejército, debilitado y desorganizado
por la enfermedad, sufrió otra severa derrota, y el pretoriano prefecto, Macrinius Vindex, encontró la
muerte. Tras su victoria, los teutones asumieron la ofensiva a lo largo de toda
la línea. Una masa creciente de pueblos -Hermunduri, Naristi,
Marcomanos, Quadi, Lacringi,
Buri, Victovali, Asdingi y
otras tribus germánicas e iazigias- arrasó las
provincias de Rhaetia, Noricum,
Panonia y Daeid. Algunas bandas aisladas se
adentraron incluso en el norte de Italia, asediaron Aquilea y destruyeron Opitergium, más al oeste.
Pero el
peligro pasó tan rápidamente como había surgido. Se tomaron medidas eficaces al
instante. La avalancha de la invasión fue frenada, y mientras retrocedía los
romanos, dirigidos por el emperador en persona, tomaron la agresividad. Todos
los teutones e iazigios que permanecían en la orilla
sur fueron obligados a retroceder al otro lado del río. Tan exitosas fueron las
armas romanas que en el año 171 los quadios pidieron
la paz. Al año siguiente, el ejército romano cruzó el Danubio y asoló el país
de los marcomanos. Así, los dos adversarios más peligrosos habían sido
sometidos y la guerra parecía haber terminado. Pero en el año 174 el emperador
se vio de nuevo obligado a regresar a Alemania. Apenas había entrado en el país
de los Quadi, cuando el ejército se vio en una
posición muy peligrosa por un movimiento envolvente del enemigo y por la falta
de agua. De repente descendió un torrente de lluvia, y los legionarios vieron
en el "milagro" una prueba del favor de los dioses, y se animaron a
luchar con un valor espléndido, y obtuvieron una victoria completa. Esto quebró
la resistencia de los Quadi, y los Marcomanni también se vieron obligados a hacer la paz. En
176 el emperador regresó a Roma, y allí celebró, junto con su hijo Cómodo, un
merecido triunfo. En 177 Marco volvió a unirse a su ejército con el propósito
de completar la obra de conquista. Dos nuevas provincias, Marcomanía y Sarmacia, debían añadirse a su Imperio y completar
su frontera norte. La guerra comenzó (al parecer, antes de que terminara el año
177) con un ataque a los quadios, tras el cual se
debía hacer frente a los marcomanios. En el
transcurso de los tres años de guerra ambos pueblos quedaron tan agotados que
cuando el emperador murió repentinamente (17 de marzo de 180) su fuerza militar
ya estaba rota.
Uno de los
primeros actos de Cómodo, indigno sucesor de su padre, fue firmar una paz que
entregaba al enemigo, casi vencido, todas las ventajas que les había
arrebatado. La lucha por las tierras al norte del Danubio llegó a su fin.
Mientras tanto, los romanos se enfrentaron, hacia el final del siglo, a un
nuevo y peligroso enemigo en el oeste, en el ángulo entre el Meno y la frontera
de la alta Alemania y la Rhaetia: los alemanes. Como
su nombre indica, los alemanes no eran una sola tribu, sino una unión de
tribus, una confederación. Oímos (algo más tarde) los nombres de varias de las
tribus componentes, los juthungi, los brisigavi, los bucinobantes y los lentienses. ¿De dónde vinieron? Sin duda, el núcleo
de esta confederación estaba formado por las divisiones del sur de los
Hermunduri. A ellos pueden haberse unido diversos fragmentos de pueblos que se
habían escindido antes y después de la guerra marcománica,
al igual que más tarde, hacia mediados del siglo III, los semnones,
en el curso de una migración hacia el sur, probablemente se unieron a esta
confederación y fueron absorbidos por ella.
En poco
tiempo -ya en el año 213- la nueva nación entró en contacto con los romanos.
Por lo que puede deducirse del confuso relato que se nos da de su primera
aparición, habían invadido Rhaetia, tras lo cual el
emperador Caracalla tomó el campo de batalla contra ellos, los hizo retroceder
a través de la frontera y avanzó hacia su territorio llevándose todo por
delante. Antes de que pasaran veinte años, los teutones -presumiblemente los
alemanes- volvieron a atacar las defensas fronterizas romanas. Tan amenazante
era la situación que el emperador Severo Alejandro se sintió obligado a
interrumpir su campaña contra los persas y asumir en persona la dirección de
las operaciones en el Rin. Las negociaciones ya habían comenzado antes de su
asesinato (marzo de 235), pero su sucesor, el rudo y militar Maximino, dio
nueva vida a la campaña. Avanzando mediante marchas forzadas en el país de los
alemanes, condujo a los bárbaros ante él sin resistencia seria, asoló sus
campos y viviendas a lo largo y ancho, y finalmente los derrotó en el interior
de su territorio.
El resultado
de esta campaña, la última guerra ofensiva a gran escala que los romanos
libraron en el Rin, fue el restablecimiento de la seguridad en la frontera
durante un periodo de veinte años. Bajo Galieno -probablemente hacia el año
258- estalló la tormenta. Con una fuerza irresistible, los ejércitos de los
alemanes atravesaron la gran cadena de fortificaciones fronterizas entre el
Meno y el Danubio y, tras dominar a las dispersas guarniciones romanas, se
derramaron como un torrente por todo el Agri Decumates y se establecieron definitivamente en el territorio conquistado. Al mismo
tiempo, Rhaetia se convirtió en una presa para ellos;
es más, una fuerte fuerza incluso cruzó los Alpes y penetró hasta Rávena. Es
cierto que los invasores fueron derrotados por Galieno cerca de Milán y se
vieron obligados a retirarse, pero el país situado en la base norte de los
Alpes estaba perdido, y su pérdida abrió a las hordas germánicas las puertas de
Italia.
Además de
los alemanes del alto Rin, aparecía ahora, en el curso inferior de ese río,
otro peligroso enemigo, los francos. La frontera apenas se había visto
seriamente amenazada en este punto desde los días de Augusto, pero ahora, bajo
Galieno, la situación había cambiado. Aquí también había crecido tranquilamente
una confederación que, bajo el nombre de Franci, los
Libres, comprendía presumiblemente las tribus que antes se encontraban en estas
regiones, los Chamavi, Sugambri y otros clanes menores. Su nombre, que se escuchó por primera vez en la época
de Galieno, pronto se convertiría en algo aún más terrible a oídos de los
romanos que el de los alemanes. El primer ataque de la nueva liga de pueblos a
la frontera del Rin se produjo en el año 253. Los distritos de la orilla gala
del Rin pronto cayeron en manos del enemigo. Con gran dificultad, Galieno
consiguió hacerlos retroceder al otro lado del Rin. Pero otros les siguieron, y
se produjo una serie de luchas desesperadas que duraron hasta el año 258. En
general, los romanos tuvieron la mejor parte, aunque su ejército no era lo
suficientemente grande como para impedir que bandas aisladas de francos se
establecieran en la orilla izquierda del Rin.
En el año
258, Galieno fue llamado al bajo Danubio, que reclamaba urgentemente su
presencia. La confusión que se creó en el distrito del Rin por el asesinato, al
año siguiente, del hijo del emperador, Valeriano, que había quedado como
residente imperial en Colonia, por el ambicioso general Casiano Póstumo, dio a
los francos una buena oportunidad para hacer una nueva incursión en la Galia.
Sus bandas recorrieron casi sin resistencia todo el país desde el Rin hasta los
Pirineos, devastando a su paso. Luego avanzaron, como habían hecho antes los
cimbrios, a través de las montañas hacia España, y causaron estragos en ese
país durante varios años, reduciendo a la sumisión incluso grandes ciudades
como Tarraco, mientras que, como los vándalos después de ellos, también
hicieron una incursión en África. Al igual que en la época de la guerra cimbra,
el terror de los germanos se extendió por todos los países de Europa
occidental. Sólo después de un tiempo considerable, Póstumo -un soldado capaz y
un administrador bien intencionado- pudo obligar a las hordas germánicas a
salir de la Galia y restaurar la paz y la seguridad. Pero el Rin se convirtió
en la frontera del Imperio y permaneció así mientras éste duró.
A partir de
este momento comienza un periodo de incesantes combates con los teutones del
país del Rin: con los alemanes en el sur y con los francos en el norte. La
debilidad y el agotamiento del Imperio causados por las disensiones internas se
hacen patentes. Si Póstumo consiguió mantener esencialmente intactas las
posesiones romanas en la orilla gala del Rin, sus sucesores inmediatos tuvieron
menos éxito. El país quedó indefenso, y grandes porciones del mismo fueron
saqueadas y vaciadas de sus recursos. Por cierto que Probus,
cuyo breve reinado (276-282) es un rayo de luz en estos tiempos sombríos, logró
desalojarlos de la Galia, e incluso se aventuró a asumir la ofensiva en el alto
Rin, en una brillante campaña en la que obligó a los alemanes a retroceder al
otro lado del Neckar. Pero tales éxitos no fueron más que temporales. Sólo en
tiempos de Diocleciano se produce una mejora duradera en la frontera del Rin,
mejora que se mantuvo durante las dos o tres generaciones siguientes. Durante
este período, un tercer grupo de invasores, además de los francos y los
alemanes, apareció hacia el final del siglo en los sajones, el terror de las
costas británicas y galas. Sin embargo, en general, la Galia pudo disfrutar de
la paz; y con la paz volvió la prosperidad.
Mientras
tanto, en las costas del Euxino, surge un pueblo con
cuyo nombre el mundo iba a resonar durante siglos, los godos. Su hogar original
había sido, al parecer, en Escandinavia, y tras su migración a la costa alemana
del Báltico se habían establecido en un principio en torno al estuario del
Vístula, y luego, con el paso del tiempo, se habían desplazado más hacia el
sur, a lo largo de la orilla derecha de ese río, de modo que al principio de
nuestra era aparecen tan al sur como la vecindad del reino bohemio de los Marcomanni. No sabemos cuánto tiempo permanecieron en esta
región, pero no es improbable que su migración hacia el este se produzca más o
menos en la época de la gran guerra marcománica.
Ignoramos igualmente el tiempo que ocupó esta migración y los detalles de su
progreso; lo único seguro es que llegó a su fin no más tarde de c. 230-240.
(Los gutones de la costa del Mar del Norte mencionados por
Piteas en el siglo IV a.C. pueden haber sido una rama de este pueblo que había
vagado hacia el oeste, y fueron absorbidos probablemente por los frisones).
El
territorio en el que los godos fijaron finalmente su residencia abarcaba toda
la costa norte del Mar Negro. En el este estaba separado por el Don del de los
alanos, en el oeste limitaba con la extensión de terreno al norte del delta del
Danubio y la frontera daciana que había sido
colonizada cuatrocientos años antes por los bastarnae y los sciri. Aquí los godos se dividieron en dos
secciones poco después de su inmigración, la que habitaba más al oeste era
conocida como los Tervingi, 'los habitantes de la
región de los bosques', mientras que la división oriental era conocida como los Greutungi, 'los habitantes de las estepas'. Para los
primeros se utilizó el nombre de visigodos (Vesegoti),
a más tardar hacia el año 350, y para los segundos el de ostrogodos,
denominaciones sin embargo cuyo significado no es absolutamente seguro, aunque
"los godos occidentales" y "los godos orientales" era una
interpretación ya conocida por Jordanes. La frontera entre ellos estaba formada
por el Dniéster. Al poco tiempo aparecen junto a ellos otros pueblos germánicos,
los gépidos, taifali, borani, urugundi y heruli. Los dos
primeros tenían algún vínculo original de conexión con ellos. En efecto, los
gépidos aparecen en la leyenda gótica de sus migraciones como una parte real de
la nación gótica. Si emigraron a la región del Mar Negro al mismo tiempo que
los godos, o los siguieron más tarde, debe seguir siendo una cuestión abierta.
Hacia el
final del reinado de Severo Alejandro (222-235) ya se habían manifestado los
primeros indicios de la aparición en las costas septentrionales del Mar Negro
de una nueva y poderosa raza bárbara, de temperamento sumamente belicoso,
cuando las ciudades griegas de Olbia y Tyras cayeron
víctimas del repentino descenso de un enemigo desconocido procedente del Norte.
Un poco más tarde, bajo Gordiano III (238-244), se encuentra su nombre. En la
primavera del 238, las bandas de guerra góticas marcharon hacia el sur,
cruzaron el Danubio con la connivencia del dacio Carpi e irrumpieron en la
provincia de la Baja Moesia, donde capturaron y
saquearon la ciudad de Istrus. El procurador de la
provincia, Tulio Menófilo (238-241), al ser incapaz
de repeler la invasión por la fuerza de las armas, indujo a los godos a
retirarse mediante la promesa de un subsidio anual. Pero en el año 248 habían
reanudado sus ataques contra la frontera romana en alianza con los taifali, asdingi y bastarnae. Bajo el liderazgo de Argaith y Gunterich sus bandas volvieron a irrumpir en la
Baja Moesia, asaltaron sin éxito la ciudad
fortificada de Marcianópolis y saquearon de nuevo la desafortunada provincia.
Pero estas
primeras hazañas de los godos quedaron completamente en la sombra por la gran
invasión del territorio romano realizada a principios del año 250 por el semilegendario rey Kniwa al
frente de un poderoso ejército. Mientras los carpos se lanzaron sobre Dacia, el
ataque godo se dirigió como antes sobre Moesia. Desde
allí, un fuerte destacamento avanzó por los pasos indefensos de los Balcanes
hacia Tracia, sitió Filipópolis e incluso envió un
grupo de saqueo a Macedonia. Una división del ejército godo, tras asaltar en
vano Novae y Nicópolis, fue derrotada en las
cercanías de esta última ciudad por el emperador Decio en persona, pero este
éxito fue inmediatamente contrarrestado por un revés. Los godos, mientras se
retiraban hacia el sur por el camino de Beroe (Augusta Traiana), la actual Eski-Zaghra,
en la vertiente sur de los Balcanes, derrotaron a las tropas romanas que les
perseguían. Después de esta batalla, los godos victoriosos se unieron a sus
compatriotas que estaban invirtiendo Filipópolis, y
esta ciudad cayó en sus manos. Los romanos, sin embargo, hacían ahora amplios
preparativos, en vista de los cuales los bárbaros iniciaron su retirada. Decio,
deseoso de acabar con el fracaso de Beroe, trató de
cerrarles el paso y, con la esperanza de infligirles una aplastante derrota, se
enfrentó a ellos cerca de Abrittus, a unas 30 millas
al sureste de Durostorum (Silistria)
en junio de 251. La jornada, que empezó bien para los romanos, terminó en un
temible desastre, gran parte de su ejército fue destruido, y el propio
emperador y uno de sus hijos estuvieron entre los muertos. El país del que los
bárbaros acababan de retirarse yacía ahora de nuevo indefenso ante ellos.
Finalmente fueron comprados con la promesa de un subsidio anual.
La guerra
gótica de 250-251 había revelado en toda su extensión el peligro que se
escondía tras las montañas de Dacia. Los acontecimientos posteriores no
contribuyeron a eliminar la terrible impresión que había dejado la invasión de Kniwa. Por el contrario, la historia de la mitad oriental
del Imperio en los reinados de Valeriano y Galieno, Claudio, Aureliano y Probo
está llena de incesantes luchas contra los godos y sus aliados. Porque ni
siquiera Asia Menor estaba exenta de sus estragos; además de las bandas que
bajaban por los Balcanes y volvían, ahora había otras que llegaban por mar
desde Crimea y el lago Maeotis para asolar una zona cada vez más amplia de las
costas de Asia Menor y que incluso penetraban en los distritos del interior.
Especialmente destacados en estas incursiones piráticas fueron los boranos y
los hérulos, dos pueblos que aquí aparecen por primera vez en la historia junto
a los godos. La primera de estas expediciones, realizada por los boranios en el año 256 contra la ciudad de Pityus (en la orilla oriental del Mar Negro), acabó en
fracaso, pero al año siguiente estos mismos boranios consiguieron capturar y saquear Pityus y Trapezus. Aún más destructiva fue la expedición que (en la
primavera del 258) emprendieron los godos occidentales, partiendo por mar y
tierra del puerto de Tyras. Toda la costa occidental
de Bitinia, con las ciudades de Calcedonia, Nicomedia, Nicea, Apamea y Prusa, fue asolada. Los años 263, 264 y 265 también fueron
testigos de la devastación de las tierras costeras de Asia Menor por
expediciones similares de los teutones pónticos. Ilión, Éfeso, con su
renombrado templo de Artemisa, y Calcedonia fueron esta vez las víctimas de los
bárbaros.
Pero todas
estas hazañas fueron superadas en importancia por la gran expedición de saqueo
de los hérulos en el año 267. Desde el lago Maeotis, una flota, de la que se
dice que contaba con quinientos hombres, navegó a lo largo de la orilla
occidental del Euxino, luego a través del Bósforo,
donde dieron un exitoso golpe de mano contra Bizancio, a través del Propontis, donde se capturó Cízico,
y del Helesponto, y continuando por Lemnos y Esciros a través del Egeo hasta Grecia. Aquí, en el suelo clásico del Ática, la
Argólida y la Laconia, las huestes salvajes de estos bárbaros hicieron temibles
estragos, y pasó bastante tiempo antes de que el desconcertado gobierno
provincial se aventurara a oponerse a ellos. Los defensores, en cuyas filas
desempeñaba un papel destacado el historiador Dexipo de Atenas, fueron ganando confianza, y cuando lograron destruir las naves, los
invasores se vieron obligados a retirarse por la vía terrestre. Vencidos por
las tropas romanas, sus huestes rodaron hacia el norte, a través de Beocia,
Epiro y Macedonia, hacia su hogar, al que consiguieron llegar aunque fueron
duramente presionados por sus perseguidores y, al final, obligados por el
emperador Galieno a librar una batalla, en la que sufrieron grandes pérdidas,
en el río Nesto, en la frontera entre Macedonia y
Tracia.
Hemos visto
más arriba cómo el Danubio había estado constantemente amenazado desde la
aparición de los godos en el Mar Negro, cómo una invasión tras otra había
descendido sobre Dacia y Moesia. Poco después de la
ascensión de Galieno (probablemente en 256-7), Dacia, con la excepción de la
estrecha franja entre el Temes y el Danubio, que continuó manteniéndose hasta
la época de Aureliano, junto con la porción de la Baja Moesia que se encontraba al norte del Danubio (la actual Gran Valaquia), se convirtió
en presa de los bárbaros. Algunos de los godos occidentales se asentaron en la
Gran Valaquia y los taifali en el Banato;
los distritos del norte, especialmente Transilvania, fueron ocupados por los victovalos y los gépidos, que en esta época hacen su
aparición entre los enemigos de Roma. La consecuencia de la pérdida de Dacia y
de la Moesia transdanubiana fue que los teutones se convirtieron ahora, tanto en el bajo Danubio como en
otros lugares, en vecinos inmediatos del Imperio, estando su territorio
dividido de éste sólo por el río.
Sólo una vez
en todo este periodo de decadencia interior, el poder imperial logró obtener
una victoria decisiva. Fue el logro del emperador Claudio, a quien sus
agradecidos contemporáneos y sucesores han adornado con razón con el honorable
título de "Gothicus". En la primavera de
269 los teutones realizaron un nuevo ataque contra el Imperio, superando a
todos los anteriores en violencia. Los godos orientales y los godos
occidentales, que la tradición distingue aquí por primera vez, Bastarnae (Peucini), Gepidae y Heruli unieron sus fuerzas y avanzaron con un poderoso ejército y una flota -estimada
en las fuentes en 300.000 hombres de combate y 2.000 barcos- contra la frontera
danubiana. Una vez más, la provincia de la Baja Moesia soportó el peso de su ataque. El ejército terrestre de los teutones, en el que
residía su principal fuerza, hizo primero un intento infructuoso de tomar Tomi
y Marcianópolis, y luego arrasó como una riada el interior del país, arrasando
y saqueando a su paso. Mientras tanto, la flota, tripulada principalmente por
hérulos, navegó más allá de Bizancio y Cízico hacia
el Egeo, y apareció ante Tesalónica. Una parte de ella permaneció allí y
bloqueó la ciudad; el resto realizó una gran expedición de saqueo que da un
testimonio elocuente de la marinería y la audacia de estos teutones, a lo largo
de las costas de Macedonia, Grecia y Asia Menor, extendiéndose incluso hasta
Creta y Chipre.
Esta era la
situación cuando el emperador Claudio llegó al escenario de la guerra. Cuando
se acercó, los asediadores de la dura Tesalónica se habían retirado
apresuradamente hacia el norte y efectuaron una unión con sus parientes de la
Alta Moesia. Las fuerzas hostiles se encontraron
cerca de Naissus. En la desesperada lucha que siguió, los teutones sufrieron
una aplastante derrota. Lo que quedaba de su ejército fue en parte cortado en
pedazos en la persecución, en parte expulsado a los inhóspitos recovecos de los
Balcanes, donde los supervivientes se rindieron. En parte fueron alistados en
el ejército romano, en parte, en cumplimiento de una política iniciada por el
emperador Marco, asentados como coloni en los
devastados distritos fronterizos.
De este modo
se alejó el peligro del Imperio, y el deseo de sus inquietos vecinos de más allá
del Danubio de realizar expediciones a gran escala quedó amortiguado durante
casi cien años. Sin duda, las incursiones y los viajes piráticos de pequeñas
bandas de guerra góticas continuaron; de hecho, en los siguientes catorce años
(270-284), hubo combates con bandas de este tipo bajo Quintilio,
Aureliano, Tácito y Probo, pero todas estas incursiones fueron fácilmente
rechazadas por el gobierno imperial, que se fortaleció bajo Aureliano y Probo.
Justo en esta época, además, estalló una grave lucha interna entre los teutones
del Euxino y los del Danubio. La primera ayuda
solicitada por los godos contra los tervingios fue la
de los bastarneses, pero el resultado de la lucha fue
que los bastarneses fueron derrotados y obligados a
abandonar el territorio que habían mantenido tan tenazmente durante más de
quinientos años. Los Bastarnae expulsados, de los que se dice que contaban con
100.000 hombres, fueron tomados bajo su protección por el emperador Probus y se establecieron en Tracia. Después, los tervingios, apoyados por los taifalíes,
hicieron la guerra a los gépidos y vándalos aliados, mientras que los godos del
este lucharon con sus vecinos orientales los urugundi,
que al ser derrotados fueron tomados bajo la protección de los alanos. Podemos
ver que todo el mundo germánico oriental estaba en un estado de salvaje
agitación.
En el
Danubio medio no se habían producido combates dignos de mención desde la guerra marcománica. Oímos hablar, en efecto, de una
incursión de los Marcomanni en el reinado de
Valeriano, pero, a grandes rasgos, puede decirse que el nombre de esta nación,
antaño tan belicosa, ha desaparecido de la historia. Sus antiguos camaradas los Quadi aparecen a menudo en asociación con los Iazigios, desde la época de Galieno, cuando hicieron un
descenso sobre Panonia. Hubo más combates con ellos en el año 283, como
demuestra una moneda de Numeriano. Sin embargo, en
este periodo son arrojados a la sombra por los otros asaltantes más peligrosos
del Imperio; de hecho, con la aparición de los godos la lucha principal entre
las potencias romanas y germánicas se había desplazado del medio al bajo
Danubio.
Poco después
de la muerte de Probus (octubre de 282), los
germanos, en el alto Rin, y los francos y sajones, en el bajo Rin, habían
comenzado de nuevo sus incursiones. Los distritos orientales de la Galia fueron
de nuevo invadidos, mientras que las costas del Canal fueron acosadas por los
piratas sajones. Los borgoñones también habían abandonado su hogar entre el Oder y el Vístula, y habían forzado su camino a través del
corazón de Alemania hasta el Meno. Cuando Diocleciano asumió el gobierno, su
colega y (después de abril de 286) coemperador Maximiano entró en la Galia a principios de ese año; su primer cuidado, tan
pronto como hubo reprimido la insurrección de los bagaudas, fue poner fin a la
piratería de sajones y francos. Primero despejó la orilla izquierda del Rin,
expulsó del país a los hérulos y a los chaivones, dos
tribus bálticas que habían invadido la Galia, y, basándose en Maguncia, llevó a
cabo una exitosa campaña defensiva contra alemanes y borgoñones. La defensa de
las costas fue confiada a un oficial capaz, Carausio el Menapio, con un fuerte mando y una amplia
autoridad. Pero cuando Carausio se erigió en
emperador en Britania a finales del año 286, los teutones encontraron una nueva
oportunidad. El usurpador incluso hizo causa común con los enemigos del Imperio
y les ayudó abiertamente. Maximiano, de hecho, obtuvo repetidamente (287 y 291)
éxitos contra ellos, pero la primera mejora decidida en la frontera del Rin se
debió a un nuevo desarrollo de la organización imperial por el que la Galia y
Britania se convirtieron en un departamento administrativo distinto con un
gobernador propio en la persona del general Flavio Constancio (marzo de 293), que
al mismo tiempo fue nombrado César. Los francos fueron derrotados de forma
decisiva dentro de sus propias fronteras (verano de 293), Britania fue
reconquistada para el Imperio (primavera de 296) -el propio Carausio había sido víctima de una conspiración en 293- y, finalmente, gracias a dos
grandes victorias sobre los alemanes en el alto Rin, se restableció la paz
(298-9), y el Rin se hizo seguro, especialmente en lo que respecta a la parte
superior de su curso, mediante la construcción de fuertes y la restauración de
las obras defensivas que habían sido destruidas por el enemigo o habían caído
en decadencia. Siguiendo el ejemplo de Maximiano, Constancio asentó a un gran
número de prisioneros de guerra, francos, frisones y chamavi,
como laeti y coloni, en los
distritos devastados y despoblados del noreste de la Galia. Aquí debían
cultivar los campos que habían quedado en barbecho, suministrar la mano de obra
que tanto se necesitaba y ayudar en la defensa de la frontera. El país se
recuperó rápidamente, el comercio empezó a florecer de nuevo, y la antigua
prosperidad volvió.
Fue en esta
condición esperanzadora que las provincias occidentales pasaron a manos de
Constantino cuando (25 de julio de 306) fue llamado por la voluntad del
ejército a tomar las riendas del gobierno. Durante un reinado de treinta y un
años cumplió plenamente la promesa de su juventud. Desde el primer día de su
gobierno, dedicó todos sus esfuerzos a la seguridad y el bienestar de las
provincias. Los francos, que volvieron a ponerse en marcha, fueron reprimidos
con energía; en el proceso, dos de sus jefes fueron hechos prisioneros y
entregados a las fieras. Del mismo modo, cuatro años más tarde, un ataque
combinado de los Bructeri, Chamavi, Cherusci, Lanciones,
Alemanes y Tubantes fue rechazado con grandes pérdidas. Estas fueron las únicas
ocasiones durante el largo reinado de Constantino en las que los pueblos
germánicos del distrito del Rin realizaron alguna expedición a gran escala.
En cuanto a
la defensa real de la frontera, se aumentó el número de tropas, se reorganizó
la flotilla del Rin y se elevó a una fuerza considerable, y se mejoró el
cinturón de fortalezas a lo largo de la frontera. En este sentido tuvo lugar la
reocupación y refortificación de Divitia (Deutz), la antigua cabeza de puente de Colonia, que volvió a dar a los romanos
un firme punto de apoyo en la orilla derecha del Rin en lo que ahora se había
convertido en suelo franco.
La defensa
costera de la Galia y de Britania también experimentó nuevas mejoras. El
establecimiento de un mando militar especial en este último país, mencionado en
la Notitia Dignitatum bajo el título comes litoris Saxonici per Britanniam, se remonta muy probablemente a
Constantino. Cuando el emperador, hacia finales del año 316, abandonó la Galia
por última vez, el país gozaba de una completa paz, y este feliz estado de
cosas continuó mientras se conservó la paz interna del Imperio. El enemigo de
la otra orilla del Rin estaba completamente amedrentado y no se aventuró más
que a cometer pequeñas violaciones de la frontera.
Sin embargo,
la paz no perduró. Cuando Magnencio, franco de raza, se erigió en emperador
(350), la seguridad del Rin se vio inmediatamente amenazada, ya que el propio
emperador oriental Constancio incitó a los teutones a atacar al usurpador y a
invadir así el Imperio. Todo lo que había logrado Constantino se perdió
rápidamente en los desastrosos años de guerra civil entre 351 y 353. La orilla
izquierda del Rin fue de nuevo invadida por los teutones, las posiciones
fortificadas, despojadas de sus guarniciones, fueron casi todas capturadas y
destruidas y el campo abierto hasta el interior de la provincia fue saqueado
hasta que no quedó nada que saquear. Aunque Constancio, tras la supresión de la pestifera tyrannis,
realizó él mismo dos campañas contra los alemanes, en la primera (primavera de
354) contra los reyes Gundomad y Vadomar,
en la segunda (verano de 355) contra los lentienses,
no consiguió prácticamente nada. Sólo cuando el joven César Juliano asumió el
mando en la Galia, la situación empezó a mejorar. Todo el año 356 se dedicó a
luchar contra los alemanes, que fueron rechazados por todos lados. Un gran
número de ciudades, incluida Colonia, que habían sido capturadas por los
francos, fueron recuperadas. Una grave derrota sufrida en el 357 por el
magister peditum Barbatio fue recuperada por la brillante victoria del César sobre las fuerzas unidas de
Chnodomar, Serapio, Vestralp y otros reyes -en total
35.000 hombres bajo siete "reyes" (reges) y
diez "sub-reyes" (regales)- en Argentoratum (Estrasburgo). Otras dos campañas contra los
alemanes, en el 359 y el 361, fueron igualmente exitosas. También en el bajo
Rin, Juliano derrotó a los francos, a los chauci y a
los chamavi (358-360); las extensiones entre el
Escalda y el Mosa fueron despejadas del enemigo, siete ciudades, entre ellas
las antiguas fortalezas de Bingium, Antunnacum, Bonna, Novaesium y Vetera (todas en el
Rin) fueron retomadas y puestas de nuevo en estado de defensa. De este modo, el
joven César parecía estar en vías de lograr una completa pacificación del país
renano, cuando se vio obligado a abandonar la Galia por el estallido del
conflicto con Constancio (361).
Una vez más,
el país quedó indefenso ante los bárbaros, que no dejaron de sacar provecho de
la situación. En efecto, ya era hora de que, tras la muerte de Joviano (febrero
de 364), el nuevo emperador Valentiniano entrara en la provincia amenazada a
finales del otoño de 365, y tomara su cuartel general en París. Tanto había
empeorado la situación desde la partida de Juliano, que los alemanes pudieron
aventurarse en enero de 366 a cruzar el Rin helado y penetrar hasta los
alrededores de Chalons-sur-Marne. Aquí, en efecto,
fueron derrotados por el general Jovinus, que se había apresurado desde París a
interceptarlos, y se vieron obligados a batirse en retirada. Pero el peligro no
había terminado. La guerra de guerrillas continuó en la frontera, con sus
incursiones y sorpresas. Fueron necesarios varios años de acción vigorosa antes
de que se produjera algún cambio. Siguiendo la vieja y probada máxima de que el
ataque es la mejor defensa, el propio Valentiniano, en el año 368, cruzó el Rin
al frente de un considerable ejército reforzado por contingentes de tropas
ilirias e italianas. Avanzando hacia el país de los alemanes se topó con el
enemigo en Solicinium (¿Sulz en el alto Neckar?) y lo derrotó en una sangrienta batalla. Le siguieron dos
expediciones menores más allá del Rin en los años 371 y 374. El resultado de
esta exitosa asunción de la agresividad por parte de los romanos fue, a grandes
rasgos, la recuperación de la frontera del Rin, que permaneció por el momento
exenta de ataques serios.
Durante esta
época de actividad militar se reforzaron las defensas a lo largo de toda la
línea del Rin. Se mejoraron los castillos y las torres de vigilancia existentes
y se construyeron muchos nuevos; de hecho, el desarrollo vigoroso de este
antiguo y bien probado sistema de defensa fronteriza es el mérito especial de
Valentiniano. En general, su reinado marca un renacimiento de la fuerza del
Imperio, tanto hacia el interior como hacia el exterior, y los resultados de su
trabajo sobre el Rin pudieron sentirse durante una generación después de su
muerte. Así, su hijo y sucesor, Graciano (375-383), encontró en su mayor parte
los caminos allanados y una situación más pacífica a su llegada a la Galia que
la que había afrontado su padre diez años antes. Sin embargo, también él tuvo
que desenfundar la espada contra los alemanes, que -principalmente la tribu de
los lentienses- en la primavera de 378 cruzaron el
Rin con una fuerza considerable. Tuvo lugar una batalla cerca de Argentaria (Horburg, cerca de Colmar) en la que los romanos obtuvieron
una victoria completa, destruyendo la mayor parte del enemigo. Así, aquí en la
frontera del Rin, el año 378 trajo a los romanos una vez más un éxito completo,
el mismo año que en Oriente presenció el desmoronamiento del poder militar
romano y la desastrosa caída del emperador Valente.
En contraste
con los países del Rin, las provincias danubianas habían disfrutado, desde la
muerte del emperador Probus, de una paz comparativa.
El poder del vecino más peligroso del Imperio, los godos, había sido paralizado
durante mucho tiempo, como hemos visto, por Claudio y Aureliano, y más
especialmente por las disensiones y luchas entre las diferentes tribus. Los
godos orientales, en particular, habían estado, desde finales del siglo III,
plenamente ocupados en sus propios asuntos, y desaparecieron por completo
durante casi un siglo. En el siglo IV es siempre la división occidental, los tervingos, de la que oímos hablar; como es natural, ya que
su conquista de la Moesia transdanubiana bajo Galieno los había convertido en vecinos inmediatos del Imperio.
Hasta la
época de Constantino no se registran acontecimientos de gran importancia en la
frontera danubiana. Es cierto que una inscripción de Diocleciano y sus colegas
de una fecha poco anterior al año 301, celebra una victoria sobre tribus
hostiles en el bajo Danubio, que sin duda se refiere a los godos, pero estas batallas
difícilmente pueden haber tenido una importancia considerable. Por otra parte,
Constantino tuvo frecuentemente problemas con los godos. Tras algunas
incursiones en el año 314, las defensas fronterizas se reforzaron con la
construcción de la fortaleza Tropaeum Traiani (Adamelissi). La retirada
de las tropas de la frontera durante los preparativos de Licinio para otra
guerra civil dio la señal a principios del 323 para una nueva incursión de los
godos. Gracias al rápido avance de Constantino -que lo llevó al territorio de
su colega- los invasores fueron interceptados antes de que hubieran causado
grandes daños, y tras graves pérdidas, incluida la muerte de su líder, Rausimod, fueron obligados a retroceder al otro lado del
Danubio.
Tras el
final de la guerra civil, Constantino se esforzó con incansable celo por
mejorar las defensas de la frontera. La línea se protegió con castillos, y
aunque el número de las tropas fronterizas a las que se asignó especialmente el
deber de guarnecerlas -los milites limitanei o riparienses- se redujo considerablemente, no hubo una
disminución, sino, por el contrario, un claro aumento de la seguridad militar,
ganado por la creación al mismo tiempo de una fuerza de campo móvil. Tan fuerte
se sentía el Imperio Romano en este periodo que hacia el final del reinado de
Constantino incluso se aventuró a interferir en los acontecimientos del otro
lado del Danubio, donde los godos y los taifali estaban invadiendo a los sármatas que ocupaban la zona entre el Theiss y el Danubio. En respuesta a una petición de ayuda
de los sármatas, el hijo mayor del emperador, Constantino, cruzó el río al
frente de un ejército y, junto con los sármatas, derrotó completamente a los
teutones (20 de abril de 332).
Sin duda,
como consecuencia de esta derrota, que les hizo ver claramente la superioridad
militar del Imperio, el ardor guerrero de los teutones y los taifalíes se apagó durante mucho tiempo. Su impulso de
expansión, la fuerza motriz de todas sus empresas, se agotó por el momento. Los
bárbaros comenzaron a ocuparse de la agricultura y la ganadería. En cuanto a su
relación con el Imperio, las condiciones anteriores se invirtieron. Por el
tratado de paz concluido tras su derrota, renunciaron nominalmente a su
independencia y reconocieron la soberanía del gobierno romano, comprometiéndose
como foederati, a cambio de subsidios anuales
(annonae foederaticae),
a participar en la defensa de la frontera y, en caso de guerra, a servir como
tropas auxiliares. La paz se mantuvo durante más de treinta años. Es posible
que de vez en cuando se produjeran ligeras perturbaciones de la paz -de esto,
de hecho, hay pruebas inscriptivas del periodo del
gobierno conjunto de los tres hijos de Constantino (337-340)-, pero en general
ambas partes respetaron estrictamente su pacto.
Durante este
largo periodo de paz, los godos occidentales experimentaron una revolución,
principalmente religiosa, pero que en sus consecuencias afectó a toda la vida
mental, social y política del pueblo: la introducción del cristianismo. Ya en
la segunda mitad del siglo III la enseñanza cristiana había conseguido entrar
entre ellos a través de los prisioneros capadocios, tomados en las expediciones
marítimas contra Asia Menor. No hay razón para dudar de este hecho; y es
igualmente cierto que un siglo más tarde había entre los godos representantes
de las más diversas escuelas de creencia, católicos, arrianos y (desde
aproximadamente el año 350) audianos. En
consecuencia, los inicios del cristianismo entre los godos del Danubio se
remontan a tiempos muy lejanos, y su difusión entre ellos tuvo lugar bajo las
más diversas e independientes influencias. De una conversión de la nación no
puede haber duda, al menos hasta mediados del siglo IV. Su conversión sólo
comienza con la aparición de Ulfila.
Nacido de
padres cristianos hacia el año 310-11 en el país de los godos, creció como un
godo entre los godos, aunque por sus venas corría sangre griega. Uno u otro de
sus padres procedía de una familia cristiana del barrio de Parnasus,
en Capadocia, que había sido llevada al cautiverio por los godos en tiempos de
Galieno (264?). Empleado primero como lector, fue, a la edad de unos 30 años,
es decir, hacia el año 341, consagrado como obispo de la comunidad cristiana en
la tierra de los godos, por Eusebio (de Nicomedia), el famoso líder del partido
arriano, en ese momento obispo de Constantinopla. Igualmente eficiente como
misionero y como organizador, Ulfila reunió y unió a
los dispersos confesores de la fe cristiana y, con su entusiasta predicación
del Evangelio, ganó para éste muchos nuevos adeptos. Durante siete años trabajó
con gran éxito entre sus compatriotas, y entonces se vio obligado
repentinamente (c. 348) a interrumpir su labor. Un "príncipe impío e
impía", probablemente Atanarico, infligió una cruel persecución a los
cristianos que habitaban en su dominio, por lo que la iglesia recién organizada
se dispersó y su obispo se vio obligado a abandonar su hogar. Ulfila reunió a sus adeptos o a todos los que habían
escapado de la persecución y huyó con ellos al otro lado del Danubio, a
territorio romano, donde el emperador Constancio le dio refugio. Aquí vivió y
trabajó (en el barrio de Nicópolis) como jefe sacerdotal, y también político,
de los godos que le habían acompañado en su huida, hasta el año 380 o 381, siendo
en verdad el apóstol de los godos, y no menos en virtud de su gran obra de
traducción de la Biblia, por la que transmitió a su pueblo el conocimiento de
las Sagradas Escrituras para siempre; y aunque su actividad misionera en su
tierra natal llegó pronto a su fin, la conversión de toda la raza goda al
cristianismo arriano no fue otra cosa que la cosecha de aquella semilla que
había sembrado en aquellos primeros años de su trabajo entre ellos.
Poco después
de la muerte de Constancio (361) las relaciones amistosas entre los godos
occidentales y el Imperio comenzaron a cambiar. Apenas habían subido al trono
Valentiniano y Valente cuando se produjo una ruptura abierta. Primero, hacia
finales del 364, bandas depredadoras de godos devastaron Tracia -al mismo
tiempo se produjo una incursión de los quadios y
sármatas en Panonia- y luego, en la primavera del 365, toda la nación goda se
preparó para una gran expedición contra el territorio romano. Una vez más se
evitó el peligro; Valente, aunque estaba en marcha hacia Siria y ya había
llegado a Bitinia, tomó enseguida medidas enérgicas para hacerle frente. Sin
embargo, dos años más tarde se produjo la colisión tan esperada. El propio
Valente se adelantó al ataque. Encontró un pretexto en la ambigua actitud de los
godos en los últimos años, sobre todo por haber ayudado al usurpador Procopio
con un contingente de 3000 hombres (invierno de 365-6). En el verano de 367 el
ejército romano cruzó el Danubio. Sin embargo, no se produjo ningún
acontecimiento de importancia decisiva, ni en este ni en los dos años
siguientes, pues la guerra duró hasta el 369. Los godos, que habían elegido
como líder a Atanarico, evitaron hábilmente una batalla campal, y se retiraron
a los reductos de las tierras altas de Transilvania. Al final, ambos bandos se
cansaron de la guerra y se entablaron negociaciones que desembocaron en un
tratado de paz por el que se anulaba formalmente la alianza con los tervingios y se establecía el Danubio como límite entre las
dos potencias.
Inmediatamente
después de la guerra, que había restablecido el statu quo de principios de
siglo, -y con ello la completa libertad de los godos-, los romanos se pusieron
a trabajar en una profunda restauración de las defensas fronterizas. Se
erigieron numerosos burgos (fuertes
de frontera) a lo largo de la línea del Danubio, como sabemos en parte por
las pruebas de las inscripciones. Sin embargo, al principio la frontera
permaneció inalterada. Las disensiones y luchas internas (debidas
principalmente a una persecución general de los cristianos atizada por
Atanarico hacia el año 370) retiraron su atención de los asuntos exteriores. El
príncipe godo mostró la mayor ferocidad contra todos los cristianos, sin
distinción de altos o bajos, arrianos, católicos o audios, con la intención
declarada de extirpar el cristianismo como peligroso para el Estado y deletéreo
para la fuerza y el vigor de la nación.
Probablemente
en relación con esto, surgió (c. 370) un violento conflicto entre los dos jefes
más influyentes, Athanarich y Fritigern, que
finalmente condujo a un cisma abierto entre dos porciones de la raza. Fritigern
fue derrotado, se retiró con todos sus seguidores a territorio romano y se puso
bajo la protección del emperador, que le concedió de buen grado todo el socorro
y el apoyo posibles. Este paso tuvo un resultado importante para la causa de
los cristianos perseguidos, ya que Fritigern con todos sus seguidores se pasó
al cristianismo y adoptó el credo arriano. Esta conversión de Fritigern al
cristianismo y, además, al cristianismo arriano, influyó poderosamente en el
desarrollo posterior de los acontecimientos, ya que, por un lado, preparó el
camino para la mayor extensión y la victoria final del cristianismo entre los
godos y, por otro, se convirtió en un grave peligro para la existencia política
de la nación cuando el arrianismo fue suprimido entre los romanos, ya que había
adquirido un significado prácticamente nacional para los godos.
La estancia
de Fritigern en territorio romano no fue de larga duración. Confiando en el
apoyo del gobierno romano, regresó con sus seguidores a su propio país y
consiguió mantener su posición frente a Atanarico; de hecho, parece que hubo
una reconciliación entre los rivales. Junto a ellos, aunque sin duda inferiores
en poder e influencia, se mencionan por su nombre toda una serie de jefes
importantes en este periodo, entre ellos Alavio, Munderich, Eriwulf y Fravitta. Al mismo tiempo, sin embargo, Athanarich siguió ejerciendo una cierta primacía, aunque su posición no estaba en ningún
sentido constitucionalmente definida: entre los romanos siempre lleva el título
de judex y no de rex.
Los godos
orientales, de los que hemos perdido de vista durante tanto tiempo, habían
extendido entretanto sus dominios a lo largo y ancho. Un poderoso imperio que
se extendía desde el Don hasta el Dniéster, desde el Mar Negro hasta los
pantanos del Pripet y las cabeceras del Dniéper y el
Volga, había surgido de sus continuas guerras de conquista contra sus vecinos,
germánicos (como los hérulos), eslavos y finlandeses. La parte principal de
estas conquistas debe atribuirse sin duda al rey Ermanarich,
que gobernaba sobre los greutungos desde mediados de
siglo. A diferencia de los godos occidentales que, como hemos visto, hasta el
final de su residencia en el Danubio, eran gobernados según la antigua
costumbre germánica por principes o jefes locales,
los godos orientales habían desarrollado pronto una monarquía que abarcaba toda
la nación. Es sin duda a la fuerza interior que pertenece a un ejercicio firme
e indiviso de la autoridad, a lo que debemos atribuir el rápido ascenso del
joven Estado ostrogodo bajo sus reyes desde Ostrogotha hasta Ermanarich, monarca bajo cuyo vigoroso gobierno
disfrutó de su periodo de mayor prosperidad y también conoció su caída.
Tal era el
estado de las cosas cuando una nación de salvajes indómitos, de aspecto
horrible y terrible por su incontable número y su feroz valor, irrumpió desde
el interior de Asia y amenazó a todo Occidente con la destrucción. Estos eran
los hunos. Eran sin duda de raza mongola, y probablemente eran nativos de la
gran extensión de estepas que se encuentra al norte y al este del mar Caspio.
Poco después del año 370 penetraron en Europa y se lanzaron con una furia
irresistible sobre los pueblos que se cruzaron en su camino. Los alanos, que
tuvieron que soportar el primer peso de su ataque, fueron pronto dominados y
obligados a unirse a sus conquistadores, y la misma suerte corrieron los
pueblos más pequeños cuyos asentamientos se encontraban más al norte, en la
orilla derecha del Volga.
El destino
del Imperio ostrogodo era ahora inminente. Durante un tiempo considerable
lograron mantener al enemigo a punta de espada, pero finalmente su fuerza se
derrumbó ante el peso de las hordas asiáticas. El propio Ermanarich murió por su propia mano antes que vivir para ver la caída de su reino; su
sucesor, Withimir, tras varias sangrientas derrotas,
encontró la muerte en el campo de batalla. Cesó toda resistencia y todo el
pueblo se rindió a los hunos.
La avalancha
invasora se dirigió hacia el oeste para encontrarse con los Tervingi (375). Ante las primeras noticias de los acontecimientos en el país vecino, Athanarich llamó a su pueblo a las armas y marchó con una
parte de sus fuerzas al encuentro de los hunos. El líder godo se situó en la
orilla del Dniéster, pero al verse obligado a abandonar esta posición por un
astuto movimiento de giro del enemigo, Atanarico renunció desde entonces a toda
idea de resistencia en el campo de batalla y se refugió en los impenetrables
barrancos de las tierras altas de Transilvania. Pero sólo algunos de los godos
le siguieron hasta allí. La masa del pueblo, cansada de las penurias y
privaciones, se separó y resolvió abandonar su país. Bajo el liderazgo de sus
jefes locales, Alavio y Fritigern, reunieron sus
fuerzas en la primavera del 376 en la orilla norte del Danubio y solicitaron
permiso para entrar en el Imperio Romano, con la esperanza de encontrar una
morada en las ricas llanuras de Tracia. El emperador Valente acogió amablemente
su petición y dio órdenes a los comandantes de la frontera para que tomaran
medidas para el refugio y el avituallamiento de esta enorme masa de gente. Los
godos pasaron el río. En botes, y balsas, y troncos de árboles ahuecados se
abrieron paso y cubrieron todo el país alrededor "como la lluvia de
cenizas de una erupción del Etna". Al principio todo fue bien. Los recién
llegados mantuvieron una actitud ejemplar: no así los funcionarios romanos -el
principal de los cuales era el tracio viene Lupicinus-.
Utilizaron la precaria posición de los bárbaros en su propio beneficio,
aprovechándose de ellos de todas las formas posibles. No pasó mucho tiempo
antes de que su desvergonzada injusticia despertara el profundo resentimiento
de los godos, entre los que ya se había instalado la hambruna.
Las cosas
pronto llegaron a una ruptura abierta. En las inmediaciones de Marcianópolis se
libró una sangrienta batalla entre los enfurecidos godos y los soldados de Lupicinus. Los romanos fueron casi aniquilados, su líder se
refugió tras las fuertes murallas de la ciudad, que fue inmediatamente
invertida por el cuerpo principal de las fuerzas tervingias.
Otras divisiones se dispersaron por las llanuras, saqueando a su paso. Todos
los intentos de los bárbaros fracasaron en tomar la ciudad por asalto. Así que
Fritigern "hizo las paces con los muros de piedra". Una fuerte fuerza
permaneció ante el lugar como ejército de observación, mientras que el cuerpo
principal se dedicó, como lo habían hecho antes algunos destacamentos, al
saqueo de los distritos adyacentes de Moesia. Una vez
más, el país sufrió terriblemente, y para completar su miseria otras bandas de
saqueadores se unieron ahora a los godos. Taifalíes,
alanos e incluso hunos fueron atraídos al otro lado del Danubio con la
esperanza de saquear y arrasar estas fértiles provincias. Esto ocurrió en el
verano de 377.
Las tropas
se apresuraron a subir de todas partes para la defensa de las provincias
amenazadas; incluso Graciano envió ayuda desde el oeste. Mientras tanto, los
godos habían invadido toda Moesia. No sólo la
sangrienta batalla librada en un lugar llamado Salices (a finales del verano de 377) había sido indecisa y había costado grandes
pérdidas a los romanos, sino que un fuerte destacamento de tropas romanas al
mando del tribuno Barzimeres, teutón de raza, había
sido despedazado en Dibaltus. Un éxito que el dux Frigeridus, también de origen teutón, obtuvo sobre los taifali y una compañía de los greutungos bajo su jefe Farnobius no fue mucho para equilibrar
esto y no alteró el hecho de que Tracia, que después de la batalla de Salices había sido invadida por los teutones, seguía siendo
una presa para ellos.
Finalmente
(30 de mayo de 378) Valens llegó a Constantinopla. Tan pronto como Fritigern,
que se encontraba en la vecindad de Hadrianópolis, se
enteró de la llegada del emperador, dio la orden de que las fuerzas godas, muy
dispersas, se unieran. A partir de este momento los acontecimientos se
sucedieron con rapidez. Al principio la fortuna de la guerra pareció sonreír a
los romanos. Haciendo de Hadrianópolis su base, Sebastianus, el comandante de los refuerzos enviados por
Graciano, consiguió infligir un revés a los godos. Fritigern se retiró entonces
a los alrededores de Cabyle y allí concentró sus
fuerzas. Entonces Valente, por su parte, avanzó hacia Hadrianópolis,
decidido a aventurarse en un golpe decisivo. Había puesto su corazón en el
encuentro con su sobrino Graciano, que se apresuraba a llegar desde Occidente,
con la noticia de una gran victoria. Y así (9 de agosto de 378) se entabló la
batalla cerca de Hadrianópolis. Resultó en una
terrible derrota de los romanos, en la que el propio emperador fue asesinado.
Más de dos tercios de su ejército, la flor de las fuerzas militares de Oriente,
quedaron en el campo de batalla.
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