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SALA DE BIOGRAFÍAS

BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI

 

 

Capítulo 8

LA CORTE DE LUDOVICO EL MORO

 

Hacía ya algún tiempo que Giovanni Beltraffio estaba en el taller de Leonardo, cuando una mañana le dijo el artista:

— ¿No has visto todavía «La Sagrada Cena»?

—No, messer. Me lo habéis prometido muchas veces, pero aún no he tenido ese placer — repuso el discípulo.

— ¿Quieres venir conmigo? — preguntó afectuosamente.

—Desde luego, messer — respondió Giovanni, con un brillo especial en la mirada.

Y salieron juntos, camino del convento de Santa María della Gracia. Las noches anteriores Leonardo no había dormido. Estaba enfrascado en los planos de la máquina voladora. A pesar de ello, se encontraba fresco y dispuesto al trabajo. Giovanni caminaba a su lado, muy orgulloso de que las gentes con quienes se cruzaban viesen que era un discípulo del gran maestro.

Cuando iban aún por el camino, Giovanni se mostró de pronto muy inquieto. Leonardo lo notó, pero calló esperando que fuese el muchacho quien diese la pauta. Y, por fin, Giovanni se decidió: —Messer, estamos a día 14 y convinimos que le pagaría el 10 de cada mes. Os ruego me perdonéis, pero es que no dispongo de momento de ese dinero. He regañado con mi tío, quien no quiere darme un solo denario. Pero os prometo que en cuanto cobre unas copias que he hecho, os pagaré. ¿Podéis esperar un poco?

— ¡Dios mío! ¿No te da vergüenza hablar de eso?

Y Leonardo inició otra conversación, alegre y banal. Giovanni sonrió agradecido, sin atreverse a insistir en el tema. El artista habíase fijado en sus zapatos medio rotos y en su traje raído, y comprendió que era muy pobre. Por eso no quiso hablar de dinero, para no humillarle más de lo que ya estaba. Pero momentos más tarde, con aire distraído, registró sus bolsillos y sacando una moneda de oro, dijo:

—Giovanni, haz el favor de ir a la tienda y comprarme veinte hojas de papel de dibujo azul, un paquete de tiza roja y unos pinceles. Toma.

— ¡Un ducado! Pero eso no costará más que diez sueldos. Os traeré la vuelta...

—No me traigas nada. Ya tendrás tiempo de devolvérmelo. Y te ruego que no vuelvas a preocuparte jamás por el dinero. ¿Entiendes? —Y volviéndose hacia el discípulo, continuó: — Ya sé por qué te has imaginado que era avaro. Apostaría a que lo adivino.

Giovanni se turbó. No sabía hacia dónde mirar.

—Cuando acordamos tu mensualidad —prosiguió el maestro—, sin duda te fijaste en que te preguntaba y anotaba todo hasta el último detalle en un cuaderno: lo que me sería pagado, y en qué fecha, y quién. Esta costumbre la he heredado de mi padre, el notario Piero de Vinci, el más exacto y el más escrupuloso de los hombres. Es una costumbre que no me sirve para nada, ni saco de ella ningún provecho para mis negocios. A veces yo mismo me río releyendo las tonterías que he apuntado. Puedo decir con exactitud lo que ha costado la pluma y el terciopelo del sombrero nuevo de Andrea Salaino. Pero en cambio no sé a dónde van a parar miles de ducados. En adelante no vuelvas preocuparte por esta necia costumbre. Si tienes necesidad de dinero, tómalo, en la seguridad de que te lo doy como un padre a su hijo.

Las lágrimas bajaban por el rostro emocionado de Giovanni. Pero Leonardo le miró con una tal sonrisa, que de repente el corazón del muchacho se tomó ligero y alegre. Leonardo era así.

Ya estaban en el convento. Entraron en el refectorio. Era una larga sala sin adornos, de paredes desnudas y blancas. Las vigas del techo estaban ennegrecidas. Se respiraba un olor de humedad caliente, de incienso, y el vaho inevitable de las comidas pobres. Próxima a la puerta, se veía una mesita donde comía el padre superior. De uno a otro lado se alineaban las largas mesas de los monjes. Al fondo del refectorio, en la pared opuesta a la mesa del prior, se hallaba un retablo cubierto con una cortina gris. Tras aquella tela se encontraba «La Sagrada Cena», obra en la que el maestro trabajaba desde hacía más de doce años. Leonardo subió a la tarima, abrió una caja que contenía cartones, pinceles y colores, y descorrió la cortina. Cuando Giovanni miró, le pareció al pronto que no veía una pintura sobre un muro, sino un cuadro realmente vivo. Era como una continuación del refectorio monástico. La larga mesa del cuadro se parecía a esta otra en que comían los monjes. Era el mismo mantel con bordes finamente trabajados, con las puntas anudadas y los pliegues rígidos, como si acabase de salir un poco húmedo todavía del ropero del monasterio. Eran los mismos vasos, platos y cuchillos, las mismas garrafas de vino. Los rostros de los apóstoles respiraban tal vida, que Giovanni creyó oír sus voces. El discípulo estaba francamente impresionado. «¿Puede ser impío el hombre que ha creado esta maravilla?», se preguntó Giovanni. Leonardo cogió un carboncillo e intentó trazar el contorno de la cabeza de Jesús. Pero no se le ocurrió nada. Hacía diez años que pensaba en ella, y seguía sin saber cómo esbozar su forma. Se sentía impotente. Tiró el carboncillo, sacudiendo con un paño la débil huella de los trazos y quedó absorto en una de esas meditaciones que, a veces, le tenían dos horas delante del cuadro.

Giovanni subió a la tarima y se aproximó suavemente al maestro. El rostro sombrío y melancólico de Leonardo expresaba un esfuerzo obstinado de pensamiento cercano a la desesperación. Al encontrarse con la mirada del discípulo, preguntó :

—¿Qué te parece, amigo mío?

—Maestro, ¿qué puedo decir yo? Esto es vuestro y es más hermoso que todo en el mundo. Ningún hombre ha comprendido jamás este asunto como vos.

En esto entró en el refectorio César de Sesto, acompañado de un obrero.

—¡Por fin os encontramos! —gritó César—. Os hemos buscado por todas partes... Nos manda la duquesa para un asunto grave, messer...

— ¿Quiere Vuestra Gracia venir a Palacio? — añadió respetuosamente el obrero.

— ¿Qué sucede?

— ¡Una desgracia, messer Leonardo! Las cañerías de los baños no funcionan. Esta mañana, en el momento más inoportuno, cuando la señora duquesa se dignó dar ella misma a la llave del agua caliente, estando ya dentro del baño, la empuñadura de la llave se rompió, y por poco se abrasa con el agua que salía a borbotones. Está furiosa. Messer Ambrosio de Ferrari, el intendente, se queja. Dice que ya varias veces había advertido a Vuestra Gracia del mal estado de las cañerías...

— ¡Tonterías! —dijo Leonardo—. Ahora estoy ocupado. Ve a buscar Zoroastro. Arreglará eso en media hora.

—Tengo orden de no volver sin vos.

Y dando una mirada al espacio blanco donde debía surgir el rostro de Cristo, Leonardo se decidió a seguir al fontanero, para dedicarse a otra tarea mucho menos poética que la de pintar. Antes, ordenó a sus discípulos que le aguardaran en el patio del Palacio, cerca de «El Coloso».

Al quedar solos, César se lanzó a explicar una serie de opiniones propias acerca de «La Sagrada Cena». Cuando acabó de hablar, Giovanni había perdido parte de la emoción que le hizo sentir el cuadro. En su lugar, quedaban dudas. César tenía la rara virtud de turbar a Giovanni con sus hostiles razonamientos sobre la persona y la obra de Leonardo.

Y lo mismo le ocurrió a la vista de «El Coloso», situado en el centro de la plaza de Armas del Castillo, emergiendo de entre empalizadas y andamiajes. ¿Cómo era posible que un hombre crease al mismo tiempo aquella Sagrada Cena y aquel Coloso, erigido a Francesco Sforza, auténtico desalmado, criminal y salteador de caminos? Las dudas seguían siendo dueñas de Giovanni Beltraffio.

Cuando Leonardo se les unió, quiso preguntar. Pero no se atrevió. El maestro se apresuró a abandonar el Castillo por temor a que volvieran a importunarle con cualquier tontería. Porque no cabe duda que se había convertido en personaje insustituible de la corte. Para más pequeña cuestión era requerida su presencia. Y tanta esclavitud comenzaba a fastidiarle.

Cierto día llegó a oídos del propio Ludovico, de su esposa y de otras varias personas, un hecho que había de ser fatal para Leonardo, algo que relacionado con Gian Galeazzo, como ya hemos dicho en otro lugar, había de ser la perdición del artista.

Se supo que, para realizar cierta clase de experimentos, Leonardo clavó una aguja hueca en el tronco de un melocotonero hasta la medula, inyectando un líquido venenoso. Lo hizo cuando empezaba la primavera, precisamente cuando sube la savia. Quería estudiar la acción de los venenos en las plantas. Y para evitar cualquier desgracia, pues los melocotones crecían hermosos y maduros, no dejaba entrar a nadie en la parte del jardín donde estaba plantado el árbol.

La primera que tuvo noticia de estos melocotones envenenados fue la duquesa Beatriz. Fingió no dar importancia a la cuestión, pero en su mente comenzó a germinar una idea. Aquella misma mañana, sin sospechar ni por lo más remoto lo que se fraguaba en la mente de Beatriz, Leonardo de Vinci se hizo anunciar a Ludovico, que estaba en su regio despacho.

Después de cruzar el saludo, el duque preguntó:

—¿Cómo va ese nuevo canal, el Navilio Sforzesco, messer Leonardo?

—Sigue adelante, alteza. Pero me temo que tendréis que hacer un nuevo desembolso para que los trabajos continúen.

—¿Cuánto? — preguntó Ludovico, quien confiaba plenamente en aquel florentino, a pesar de que se había presentado en la corte sin título alguno, más que con su ingeniosa dialéctica y un montón de proyectos bajo el brazo.

—Quince mil ciento ochenta y siete ducados.

— ¡Es muy caro, messer Leonardo! Verdaderamente me arruinas, exiges demasiado. También Bramante es buen arquitecto, pero jamás me pide semejantes sumas.

—Como gustéis, señor —se encogió de hombros Leonardo—. Encargádselo a Bramante.

—Vamos, vamos, no te enfades. Sabes que nunca dejaré de complacerte. Pero dejemos esta cuestión para mañana. Ya decidiré. Ahora déjame hojear tus cuadernos — pidió el duque.

—Tomad, señor.

Los cuadernos estaban llenos de apuntes sin terminar, de dibujos y proyectos arquitectónicos. Uno de los dibujos representaba un gigantesco mausoleo, toda una montaña artificial coronada por un templo de numerosas columnas. En la cúpula había una abertura redonda, con el fin de dar luz al interior del monumento, que sobrepasaba en magnificencia a las pirámides egipcias. El dibujo iba acompañado de su presupuesto y del plan detallado de escaleras, corredores, salas, todo él calculado para contener quinientas urnas funerarias.

—¿Quién te ha encargado esto?

—Nadie. Son caprichos..., fantasías.

Moro le miró sorprendido, y continuó hojeando el cuaderno. Se detuvo en otro dibujo, que era el plano de una ciudad, en que las calles tenían dos pisos. El superior reservado para los magnates, y el otro para los siervos y las bestias de carga, además de las cañerías, alcantarillas y canales. La ciudad estaba perfectamente proyectada según la física y la naturaleza. Pero suponía un escarnio para los pobres y para los humildes, por la barrera que establecía entre ellos y los ricos.

— ¡No está mal! —exclamó el duque—. ¿Crees que se podría construir?

— ¡Oh, sí! —se animó Leonardo—. Hace tiempo que deseaba proponerle a Vuestra Alteza que intentase la experiencia, aunque sólo fuese un barrio de Milán. Veríais cómo esa gente que ahora se amontona y se apretuja en antros miserables, se acomodaba con holgura. De ejecutase mi plan, señor, Milán sería la más bella ciudad del mundo.

Pero viendo que el duque sonreía divertido, se detuvo.

— ¡Qué hombre más original y gracioso eres, messer Leonardo! Creo que si te dejaran hacer, lo volverías todo del revés. ¡Cuántos conflictos producirías al Estado! ¿Cómo no ves que el más dócil de los esclavos se rebelaría contra tus calles de dos pisos?

Y sin esperar lo que el artista pudiera decir, continuó pasando hojas y hojas.

—A propósito de tus proyectos fantásticos, messer Leonardo —dijo de pronto—. Un día leí lo que un historiador antiguo cuenta acerca de lo que llamaban la oreja de Dionisio el Tirano. Era un tubo acústico escondido en el espesor de un muro, de tal suerte que el soberano podía, estando en otra habitación, oír lo que se decía en la primera. ¿No crees que se podría instalar en mi palacio una oreja de Dionisio? Sin desconcertarse, sin preocuparse siquiera de si la oreja de Dionisio era una cosa decente o no, Leonardo empezó a hablar de ella como de un nuevo instrumento científico. Le complacía encontrar un pretexto, al construir estos tubos, para estudiar las leyes del movimiento de las ondas sonoras.

Y cuando abandonó palacio, ya llevaba en su cabeza un proyecto lo absorbería durante varios días. Aquel encargo del duque era totalmente de su gusto.

Al quedar solo, Ludovico salió a una de las galerías y contempló sus dominios. Pastos, mieses, campos regados por una red de canales y regueras, plantíos de manzanos, perales y moreras unidos por guirnaldas de viñas. Desde Mortara a Abbiategrasso y aún más lejos hasta el límite del cielo, la espléndida tierra lombarda florecía como un paraíso. Y toda aquella tierra era suya.

—Señor —murmuró, en uno de aquellos actos de fe acostumbrados en él, en los que ahogaba la ambición y maldad de su carácter—, te doy las gracias. ¿Qué más puedo desear? Antes era esto un desierto. Con la ayuda de Leonardo he construido canales e irrigado la tierra, y hoy cada espiga, cada brizna de hierba me da las gracias por ello, como yo te las doy a ti, Señor.

Sí, Leonardo seguía siendo el personaje de la corte, a pesar de sus extravagancias e ideas.

Mas cuando, aquella noche, Beatriz se reunió con su esposo en el dormitorio ducal, dejó deslizar en los oídos de Ludovico ciertas palabras que hicieron estremecer de espanto al duque. Aquellas palabras eran el resultado de sus meditaciones, de esas meditaciones que iban a ser nefastas para Leonardo de Vinci.

Y mientras Beatriz fraguaba algo infernal en lo que envolvería diabólicamente al florentino, éste estudiaba el modo de complacer al duque, construyendo la oreja de Dionisio, que acabó por ser una auténtica realidad. Poco tiempo después quedaba instalada en el aposento de Ludovico, para quien, desde entonces, no existieron secretos, pues cuanto se hablaba en palacio, fuese donde fuese, era escuchado por él. ¡Gran poder el de Leonardo! Nada era imposible para su fértil inteligencia. Hasta lo más inverosímil llegaba a ser realidad en sus manos.

 

 

BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI

LUDOVICO EL MORO, SUS HIJOS CESAR Y MAXIMILIANO, Y SU MUJER BEATRIZ