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BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 1Sus Padres: La campesina, Caterina, y el notario, Piero de Vinci
En una de las
estribaciones del Monte Albano, rodeado de bosques de abetos, cercano a
Florencia y en medio de una vega florida, en las que brillan las claras aguas
del Arno, se alzaba un hermoso lugar llamado Vinci. Era una aldea de la Alta Toscana,
la bella región de Italia. Allí nació Leonardo, el formidable propulsor del
Renacimiento.
Corría el año 1451. A la
entrada de un pobre caserío montañés llamado Anchiano, cerca de Vinci, sobre la
carretera que conducía del valle de Niévole a Prato y
a Pistoya, existía una posada campesina. En la
muestra se leía: «Botigliaria». La puerta abierta dejaba ver una
hilera de toneles, de cubiletes de estaño y de ventrudos cántaros de barro.
Bajo un fresco emparrado que dejaba pasar el sol, se veían las ventanas
enrejadas, sin cristales, con las contraventanas ennegrecidas y los escalones
de las terrazas pulidos por los pasos de los clientes.
Los habitantes de los
pueblos vecinos, de paso para la feria de San Miniato o de Fucchio, los cazadores de gamuzas, los arrieros,
los carabineros que vigilaban la frontera florentina y otras gentes entraban
allí para charlar un poco, beber un frasco de vino áspero y jugar a las damas,
dados o cartas.
La criada era una pobre
campesina, huérfana, de dieciocho años. Se llamaba Caterina y había nacido en
Vinci. Caterina era muy bella. Apesar de su extrema humildad Caterina ooseía un gran encanto y una gracia luminosa Sus manos eran largas y finas; sus bucles eran
dorados y suaves como la seda. Su sonrisa era tierna, llena de misterio, un
poco maliciosa, extraña en ese bello y sencillo rostro, austero y casi severo.
Esa primevara el joven notario
florentino Piero de ser Antonio de Vinci, vino de Florencia, donde sus negocios
le retenían la mayor parte del tiempo, a descansar a la villa de su padre. Ser
Piero pasaba por ser un gran conquistador de mujeres. Tenía veinticuatro años y
vestía elegantemente. Era hermoso, sagaz, vigoroso y estaba dotado de esa
elocuencia amorosa que seduce a las mujeres sencillas.
Un día rogaron a ser
Piero que fuese a Anchiano a redactar un contrato para el arriendo a largo plazo
de la sexta parte de la prensa de aceitunas. Cuando los campesinos firmaron las
cláusulas en la forma legal, invitaron al notario a mojar el contrato en la
taberna vecina del Campo della Tonacia.
Ser Piero, hombre sencillo y afable hasta con las gentes humildes, accedió
gustoso. Se encaminaron a la posada y pidieron buen vino. Caterina los sirvió.
Y el joven notario se prendó de ella a la primera mirada.
—Hermosas doncellas
tenéis en Anciano, amigos — comentó.
—Caterina es de
Vinci, messer Piero — dijo uno de los
campesinos.
— ¡Ah! Luego somos
nacidos en la misma aldea. Me agrada tal coincidencia. Y en verdad que Vinci es
cuna de bellas mujeres.
—Gracias, señor — repuso
la moza, ruborosa y esquiva. Aquella misma noche, ser Piero habló así a su
padre:
— ¿Sabéis una cosa,
padre?
—Si no me la dices, hijo
— sonrió ser Antonio.
—Voy a quedarme en Vinci
hasta el otoño.
— ¿Y por qué esa
decisión?
—Deseo cazar codornices
—excusó el joven notario—. Ya sabéis que es mi pasión favorita, padre. Y este
año es bueno para la caza, según dicen los campesinos.
—Si ellos lo dicen, así
será, hijo. Pero ¿y los negocios de Florencia?
—Un buen amigo cuida de
ellos. No paséis pena por eso, padre.
—Está bien, está bien.
Siempre me alegra gozar de la compañía de mis hijos. Si puedes estar entre
nosotros una buena temporada, bien venido seas, Piero.
—Gracias, padre.
En efecto. Piero quedó en
Vinci, pero no era la caza de las codornices lo que le interesaba, sino algo
mucho más importante para él. Era la conquista de la hermosa Caterina.
Ser Piero se hizo asiduo concurrente de la posada de Anciano. Alternaba campechanamente con los campesinos, pero sus ojos no se apartaban de la bella moza que iba de mesa en mesa sirviendo con garbo a los sencillos clientes. Comenzó a hacerle la corte, prometiéndole una y mil veces que la amaba como jamás amó a mujer alguna. Caterina, que se sabía demasiado humilde para aspirar a ser la esposa del joven notario, resultó menos accesible de lo que Piero creía. —Virgen María, acude en mi auxilio —pedía en sus oraciones la moza, resistiendo con supremos esfuerzos ante los requerimientos amorosos del apuesto galán—. No puedo ser la esposa de ser Piero. Le amo tanto como él desea, mas los Vinci no consentirían nuestra unión. Y yo debo conservar mi virginidad. Ayúdame, Madre mía. Apiádate de mí. Caterina resistía. Pero los ataques galantes de Piero eran cada vez directos. No
en vano se le conocía como gran conquistador, a quien ninguna mujer le negaba su
amor. Y como no podía ser de otro modo también Caterina acabó por ceder,
entregándose en cuerpo y espíritu a aquél amor apasionado y loco. La moza fue
feliz, muy feliz. Las palabras ardientes de Piero le confirmaban a cada
instante que era la amaba intensamente. Y ella correspondía al cariño,
olvidándose por completo de los escrúpulos que sintió en un principio.
Cierto día se hallaba, como de costumbre, la pareja paseando por bosques que se abrían detrás de la posada, cuando Caterina se volvió hacia su amante y le miró fijamente, con el rostro encendido y los labios trémulos. —Piero, tengo que decirte algo, pero es el caso que no sé cómo empezar, murmuró. —Empieza sin rodeos, Caterina —animó Piero—. Ya
sabes que mi corazón no late más que para oír tus palabras. Habla sin miedo,
amor mío.
Caterina se aferró al
fuerte brazo de Piero y, bajando ruborosa la cabeza le dijo:
—Voy a tener un hijo.
Piero quedó de una pieza.
En aquel tiempo nadie se avergonzaba de los hijos bastardos; incluso todo
personaje importante que se preciase alardeaba de esos vástagos tenidos fuera
del matrimonio. Pero ser Piero sabía que aquella paternidad no había de traerle
precisamente la dicha. Sus amores con una criada de la posada, por hermosa y
buena que fuese, no serían vistos con buenos ojos por el severo padre. Y mucho
menos había de permitirle contraer matrimonio con Caterina para reparar la
falta cometida con la doncella. Así es que la situación no era nada agradable,
ni para él, ni para la joven amante, ni para el retoño que iba a nacer.
Era otoño. Las codornices
emigraban del valle de Niévole. Ya no existía la
excusa de la caza. Y Piero seguía en Vinci, sin decidirse a aclarar su
situación y la de Caterina. Más he aquí que el rumor de las relaciones de ser
Piero con la pobre huérfana, criada de la posada de Anchiano, llegó a oídos de
ser Antonio de Vinci.
— ¿Es cierto lo que me
han dicho? — preguntó el padre a Piero.
— ¿Qué os han dicho,
padre? — inquirió a su vez el hijo, temiendo la tormenta que se avecinaba.
—Que mantienes relaciones
con una criada de la posada de Anchiano y que la moza está encinta.
—Así es, padre —afirmó el
joven notario—. Y es mi deseo legalizar estos amores, si dais vuestro
consentimiento.
— ¡Jamás lo daré! —rugió
el anciano—. ¿Qué locura se te ha ocurrido? ¡Casarse un hijo de Antonio de
Vinci con una moza de mesón! ¡Nunca! Pero debiera amenazarte con la maldición
paterna. Jamás en nuestra noble familia nadie se había permitido cometer
semejante villanía. ¿Qué necesidad había de engañar a la pobre moza? ¿Cómo
pudiste llevar tan lejos esos amores ilegítimos?
Ser Antonio de Vinci,
cabeza de una familia virtuosa y piadosa, estaba fuera de sí. Si las gentes
consideraban casi como un honor tener hijos ilegales, él no concebía tal
vileza. Y se avergonzaba de que un hijo suyo hubiera cometido semejante falta.
—Partirás en seguida hacia Florencia — ordenó.
—Sí, padre — acató sumiso
Piero.
—Me ocuparé personalmente
de tu porvenir y procuraré reparar tu falta, dando a esa desdichada moza lo que
tú no puedes darle.
— ¿Qué pensáis hacer,
padre? — preguntó el muchacho, temeroso de que las iras paternas pudieran
causar algún daño a su adorada.
—No te preocupes. Ve a Florencia y a su debido tiempo sabrás qué ha sido de tu amante y qué será de ti. La despedida de Caterina y Piero fue muy triste, cuajada de nostalgias y bellos recuerdos. El joven notario prometió a la moza que, aunque le obligasen a separarse, él seguiría amándola siempre y que no dejaría de velar por el hijo que iba a nacerle. Caterina, con lágrimas en los ojos, recibió el último beso apasionado del amante, del padre de su hijo, del hombre al que jamás dejaría de querer, porque sus sentimientos eran sinceros y puros, a pesar de que el pecado los manchó. Aquel mismo invierno, ser Antonio de Vinci casó a su hijo con madona Albiera di ser Giovanni Amadori, una muchacha ni joven ni bella, pero de familia honorable y provista de una buena dote. Este matrimonio no tuvo descendencia. En cuanto a Caterina, tal como prometiera, se
ocupó también de ella. No en vano el hijo que iba a tener sería su propio
nieto, y el único por el momento, dada la esterilidad del matrimonio de Piero y Albiera. Así, pues, ser Antonio llamó a su jardinero,
pobre campesino de Vinci, hombre de edad, taciturno, de carácter difícil, dado
al juego y a la bebida, y viudo. Se llamaba Accattabriggi di Piero del Vacca.
—Te he hecho venir para
hacerte una proposición — le dijo.
—Decid lo que queráis,
ser Antonio — repuso el hombre.
—Te daré treinta florines
y un pequeño pedazo de olivar a cambio de un favor.
Los ojos del campesino
brillaron codiciosos.
—Tienes que casarte con
Caterina, la moza de la posada de Anciano.
— ¿La que está encinta? —
preguntó sorprendido el hombre.
—La misma. Va a ser madre
de mi nieto y quiero que la moza disfrute de un hogar tranquilo. Creo que no te
será difícil procurarle un poco de paz y felicidad.
— ¡Oh no! La moza es
bonita. Y encima de la promesa que habéis hecho de entregarme esos bienes,
casarse con Caterina es un regalo. Os haré gustoso el favor, ser Piero.
La ambición tiene mucha fuerza. Y a cambio de los florines y el olivar, Accattabriggi estaba dispuesto a cubrir con su honor el pecado del otro. Además de que, como había dicho, Caterina era un auténtico regalo para su vejez. Cuando Caterina fue informada de los proyectos
del anciano Vinci, hizo la menor protesta. ¿Qué le importaba casarse con éste o
aquél, si tenía que estar separada para siempre del único hombre que amaba, del
que iba a tener un hijo, a pesar de toda la virtud que le sirvió de coraza
durante largo tiempo?
Sí, Caterina se casó con Accattabriggi. Pero la resignación externa demostrada, el esfuerzo que hizo para dominar
la rebeldía que nacía en su corazón ante los amores contrariados, la enfermaron
de pesar. Fue tal gravedad, que poco faltó para que la enamorada moza muriese
de parto, quedando después del trance muy delicada de salud.
Nació un hermoso y
robusto niño. Le pusieron el nombre de Leonardo. Y éste fue el famoso e
inmortal Leonardo de Vinci, nacido de los amores
ilegítimos de Caterina, moza de la posada de Anchiano, y ser Piero, joven
notario de Florencia
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