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SALA DE BIOGRAFÍAS

BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI

 

Capítulo 3

LEONARDO EN FLORENCIA

 

Los negocios del notario ser Piero de Vinci iban florecientes. Era uno de esos hombres hábiles, afables y alegres, que logran todo en la vida y que viven dichosos sin molestar a nadie. Sabía estar en buena armonía con todo el mundo, pero principalmente con el clero. Se hizo hombre de confianza del rico convento della Santissima Annunciata, y de numerosas fundaciones pías. Ser Piero redondeaba sus bienes, adquiría nuevas tierras alrededor de Vinci, casas, viñas, sin modificar en nada su modesto tren de vida. En esto seguía la directriz de ser Antonio. Pero hacía gustoso donativos para el embellecimiento de la iglesia y, celoso del honor de su raza, hizo colocar una lápida sobre la sepultura familiar de Vinci, en Badia Florentina. Su esposa, Albiera Amadoni, murió pronto. Y ser Piero se consoló en seguida de esta pérdida. A los treinta y ocho años se volvió a casar con una joven encantadora, casi una niña, pues contaba tan sólo dieciséis años. Se llamaba Francesca de ser Giovanni Lampedini. Pero como tampoco su segunda mujer le daba hijos, el notario decidió traerse consigo al único hijo, aunque ilegítimo, que tenía.

Por aquel entonces, la leyenda negra de Leonardo, que contaba ya trece años, había crecido de tal modo a su alrededor, tachándole de brujo y mil cosas más, que el chiquillo se veía despreciado por la aldea entera y sus contornos. No podía ir a ningún lado sin que se viese humillado y escarnecido por la chiquillería mal educada, y despreciado por los mayores, quienes apartaban a sus hijos de su camino, para que Nardo no les contaminase eso que ni ellos mismos sabían qué era. El caso era humillar y desdeñar. Y la vida se le hacía imposible al pobre niño, pues el infinito cariño de Caterina y monna Lucía no lograba llenar el gran vacío que se hacía a su alrededor. Además, él quería aprender, y en la aldea nadie era capaz de enseñarle más de lo que ya sabía. Por eso escribía una y otra vez a su padre para que se lo llevase consigo a la ciudad. Ser Piero se resistía. Esperaba, como ser Antonio, el nacimiento de un Vinci legítimo. Mas como sea que la naturaleza se negaba a concederle ese don, se decidió al fin a traerse u Nardo a Florencia.

Desde entonces pocas veces volvió Leonardo a su aldea natal.

En Florencia, los Vinci vivían en una casa alquilada a un tal Brandolini, en la plaza San Firenze, no lejos del Palacio Viejo. La llegada de Leonardo fue muy bien acogida por su padre y su joven madrastra. Sobre todo ésta le trataba con infinito cariño. Quizá era la afinidad de edades, que hacía se comprendiesen a las mil maravillas.

Ser Piero tenía intención de dar una buena instrucción a su primer hijo ilegítimo, sin escatimar el dinero. Tal vez a falta de hijos legítimos, sería él su heredero.

–Desde luego serás notario florentino, como todos los hijos mayores le la familia Vinci — le dijo en cuanto el niño llegó a la ciudad.

Pero esta perspectiva no agradaba al joven Leonardo. El no sentía vocación alguna por la notaría. Sus intenciones y aspiraciones eran muy otras.

Vivía por entonces en Florencia un célebre naturalista, matemático, físico y astrónomo, Paolo del Pozzo Toscanelli. Este sabio fue quien dirigió una carta a Cristóbal Colón, en la que le demostraba con cálculos que la ruta marítima de las Indias por los antípodas era menos larga de lo que se suponía. Le alentó al viaje y le predijo el éxito. Sin la ayuda y alientos de Toscanelli, Colón no hubiera hecho su descubrimiento. El célebre navegante no fue más que un dócil instrumento en las manos de aquel sabio contemplativo. Colón realizó lo que fue concebido y calculado en el solitario estudio del sabio florentino.

Toscanelli vivía alejado de la brillante corte de Lorenzo de Médicis. Empleando la expresión de sus contemporáneos, puede decirse que «vivía como un santo».

Era taciturno y desinteresado. Ayunaba, jamás comía carne y observaba una rigurosa castidad. Su rostro era de una fealdad casi repugnante; sólo sus ojos, claros, dulces y de una sencillez infantil, eran bellos, Leonardo había leído muchos de sus escritos y sentía una viva admiración por él. Anhelando beber en las fuentes de la sabiduría y deseando ampliar sus horizontes mucho más allá de los estrechos límites de la notaría de su padre, decidió ir en busca de Toscanelli. Y una noche llamó a la puerta de su casa, próxima al Palazzo Pitti. Toscanelli le recibió con fría severidad, sospechando en el visitante esa curiosidad ingenua a la que estaba habituado, pues eran muchos los que llegaban hasta su casa, atraídos por su fama y con el exclusivo fin de conocerle. Pero después de hablar con Leonardo, como antes le ocurrió al arquitecto Biagio de Ravenna, se asombró de su genio matemático y decidió tomarle como discípulo. No tardó en convertirlo en su discípulo predilecto.

Toscanelli era un hombre generoso de su ciencia, le agradaba proteger a los jóvenes que iban a buscarle para aprender. Y como encontró en Leonardo un alumno inteligentísimo, era feliz enseñándole todo cuanto él sabía de las leyes de la naturaleza, precisamente lo que el joven Vinci deseaba aprender con tanta ilusión desde que en su niñez iniciara las correrías por los montes y praderas de Vinci.

En las claras noches de verano, ser Paolo y Leonardo subían a la colina de Paggio del Pino, cerca de Florencia. Era una colina cubierta de brezos, olorosos enebros y negros pinos resinosos. En la cumbre, una vieja cabaña, medio en ruinas, servía de observatorio al gran astrónomo. Allí se sentían los dos mucho más felices que en el más suntuoso de los palacios. Y cada día que Leonardo descubría un nuevo misterio de aquella inmensidad que era el universo, era para él una alegría mayor que si le hubiesen dado un tesoro fabuloso. En aquellas conversaciones sostenidas con el maestro, creció la fe de Leonardo en el poder de la ciencia, poder nuevo, desconocido todavía de los hombres.

Su padre no le contrariaba. Al igual que ser Antonio, creía que las fantasías que germinaban en la cabeza de Leonardo no pararían en nada bueno, pero no se enfurecía como el abuelo, ni le castigaba severamente.

—Los años pasan, hijo, y creo que deberías elegir una ocupación lucrativa — le aconsejaba, viendo que no deseaba en modo alguno ser notario, aunque él insistía siempre que podía.

—Ya sé que vuestro deseo sería que ejerciese vuestra carrera, pero creo que nunca llegaría a ser un buen notario, padre. Y es mejor no empezar, para no dejar en mal lugar el nombre de los Vinci.

—Eso está bien pensado, Leonardo, pero en la vida todo es cuestión de voluntad. Si te aplicases al estudio de la carrera, estoy seguro que descollarías tanto como adelantas en las matemáticas, según afirma tu maestro.

—Lo que ser Paolo me enseña me ha ilusionado saberlo toda la vida, padre. En cambio, jamás se me ocurrió ser notario —decía el muchacho—. Tendréis otros hijos, monna Francesca os los dará, y alguno de ellos sabrá ser digno sucesor de vuestro apellido. Dejadme seguir con mis ilusiones. Mis hermanos os satisfarán mejor que yo.  

Y ser Piero dejaba transcurrir el tiempo. Madona Francesca no le daba hijos, pero también le sabía mal torcer las inclinaciones de Leonardo cuando tan aficionado le veía.

—El porvenir de este hijo me preocupa —se decía, sin embargo, con frecuencia—. Mientras yo viva no carecerá de nada, pero y si el Señor se me lleva de este mundo, ¿qué será de él?

Viendo que el muchacho no cesaba de dibujar o hacer figurillas de barro plasmando todo lo que veía a su alrededor, el notario llevó algunos de los trabajos de Leonardo a su viejo amigo, el orfebre, pintor y escultor Andrea Verrocchio. Porque ser Piero comenzaba a vislumbrar que en la cabeza de su hijo se encerraba un talento mayor del que todos le suponían. Y no se equivocaba, en efecto.

—Espléndidos trabajos, amigo Piero. Tu hijo llegará a ser alguien en la vida — fue lo primero que dijo Verrocchio al ver los bocetos.

— ¿Estás seguro?

—Completamente. ¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho — repuso ser Piero, un tanto emocionado.

—Tráelo a mi estudio. Haremos un personaje de ese muchacho. Confía en mí. Se oirá hablar de Leonardo de Vinci.

Andrea Verrocchio, el que lanzó tan real profecía, era hijo de un pobre ladrillero. Contaba diecisiete años más que Leonardo. Tenía el rostro inmóvil, chato, blanco, redondo y abotagado, con papada. Solía sentarse detrás de su mostrador, con una lupa en las manos y espejuelos sobre la nariz. En el taller medio oscuro, situado cerca del Puente Viejo, en una casucha inclinada, apuntalada con vigas podridas, y cuyos muros se bañaban en las aguas verdosas y turbias del Amo, ser Andrea Verrocchio parecía más un vulgar tendero florentino que un gran artista. Sólo sus finos labios apretados y sus ojillos grises de mirada escrutadora y punzante, revelaban un espíritu frío, preciso y curioso.

Andrea reconocía por maestro al viejo Paolo Ucella. Como éste, Verrocchio creía que las matemáticas son la base común del arte y de la ciencia.

—La Geometría es una parte de las matemáticas, y éstas son la madre de todas las ciencias. Luego son también la madre del dibujo, padre de todas las artes — solía decir.

Cuando veía algún rostro o cualquier otra parte del cuerpo humano de una fealdad o de un encanto extraños, no se volvía con disgusto o se sumergía en una voluptuosidad soñadora, sino que estudiaba y hacía bocetos anatómicos en yeso, cosa que ningún maestro hizo antes que él. Con infinita paciencia medía, comparaba, experimentaba, presentando en las leyes de la belleza, las leyes de la necesidad matemática. Verrocchio buscaba una belleza nueva, en una penetración de los misterios de la naturaleza, de un modo que nadie antes que él lo había intentado.

En aquellos tiempos los maestros pintores y sus discípulos vivían juntos, formando como una familia. Los alumnos pagaban una cierta cantidad, ayudaban al maestro en la ejecución de las obras, y las ganancias se destinaban a un fondo común.

Cuando ser Piero comunicó a Leonardo su intención de confiarlo a las enseñanzas de Verrocchio para que realizase su aprendizaje artístico, puesto que ése parecía ser el camino que más le agradaba, el muchacho creyó volverse loco de alegría.

—Veo que al fin me habéis comprendido, padre. Vuestra decisión es el mejor regalo que podíais hacerme.

—Dios quiera que no nos equivoquemos, muchacho. Quiero que seas un hombre de provecho, un auténtico Vinci, y parece ser que el arte se te da mejor que la notaría.

—Podéis estar seguro de ello, padre.

—Tendrás que aplicarte mucho para que entre los dos podamos convencer al abuelo. No creo que él sea partidario de esas inclinaciones tuyas — dijo ser Piero, convencido de que ser Antonio había de reprocharle su blandura.

—Todo lo que a mí concierne desagrada al abuelo. Lo sé. Él está deseando que le deis otro nieto, al que poder darle tal nombre, porque a mí no me considera como a tal — se dolió el sensible muchacho.

—El abuelo es severo en su modo de hacer y de pensar, pero claro que te quiere. Has crecido a su lado, y debe tenerte mayor afecto por eso.

—No lo creáis. Monna Lucía sí que me quiere, y me mimaba en exceso, pero el abuelo era injusto conmigo.

Ser Piero acabó por callar. ¿Para qué seguir defendiendo a ser Antonio si lo que decía Leonardo era la pura verdad? Siempre le consideraría ilegítimo. Y las originales aptitudes del muchacho contribuirían a hacerle a la idea de que aquel nieto no era un Vinci.

Así, pues, Leonardo abandonó la casa de ser Piero y madona Francesca para trasladarse a la casucha del maestro. Aquel día, el día en que ser Piero llevó al estudio de Verrocchio a su hijo, la suerte de ambos pintores se decidió. Andrea no solamente fue el maestro, sino también el discípulo de su discípulo Leonardo.

Por aquel entonces Verrocchio trabajaba en un cuadro que le encargaron los monjes de Vallombros. Representaba el bautismo del Señor. Y en ese cuadro pintó Leonardo de Vinci su primera obra.

Fue el ángel que está arrodillado sosteniendo unos vestidos. A pesar de su juventud extrema y de la poca experiencia que tenía con los pinceles, el ángel de Leonardo fue más perfecto que las figuras de Andrea.

—Todo lo que yo presentía confusamente, todo lo que he estado buscando a tientas, como un ciego, tú lo has visto, lo has encontrado y encarnado en esta figura — repetía una y otra vez Verrocchio, sin cansarse de admirar el ángel de Leonardo.

Se dice que el maestro, desesperado por haber sido superado por su jovencísimo discípulo, quiso renunciar a la pintura. Tal fue la impresión que causó en su espíritu aquella primera obra de Leonardo.

En realidad no hubo enemistad entre ellos. Se complementaban el uno al otro. El discípulo poseía esa facilidad que la naturaleza había negado a Verrocchio, y el maestro la tenacidad concentrada que faltaba al inconstante y diverso Leonardo. Sin envidiarse y sin rivalizar, ellos mismos ignoraban a veces quién imitaba a quién.

El ángel de «El bautismo del Señor» fue la primera obra de Leonardo de Vinci; pero la primera en la que sólo y exclusivamente trabajó su ingenio, fue un cartón para un tapiz de seda, tejido en oro, oferta que los ciudadanos florentinos hacían al rey de Portugal. Representaba la caída de Adán y Eva en el paraíso. Leonardo trazó con el pincel en claroscuro, iluminado con albayalde, un prado de hierbas infinitas en que había algunos animales. Y ya en esta obra reveló el pintor la originalidad de su arte. El tronco nudoso de una de las palmeras estaba representado con tal perfección que, según la expresión de un testigo ocular, la razón se ofuscaba ante la idea de que un hombre pudiera tener tanta paciencia. La figura de la serpiente, en lugar de un rostro repulsivo y diabólico, tenía las facciones de una delicadeza femenina, de un fascinador encanto, pero con una pérfida astucia envuelta en tales suavidades. Esta obra no llegó a tejerse, pero el cartón maravilloso se conservó en Florencia.

Un día, ser Piero recibió la visita de uno de sus vecinos en Vinci. Era un hombre muy hábil en la caza y la pesca, y el notario usaba sus servicios cuando se dedicaba a estos deportes en las cortas vacaciones que se concedía de vez en cuando. El vecino pidió al notario que cuando regresase a Florencia hiciese pintar algo en uno de esos escudos redondos de madera, que se llaman «rotolla», el cual lo había hecho él mismo de un tronco de higuera. Estos escudos ornados de pinturas e inscripciones alegóricas servían para adornar las casas. Ser Piero prometió que así lo haría. Y cuando llegó a Florencia, hizo el encargo a su hijo Leonardo.

He aquí que el joven artista pensó largamente en el motivo que podía pintar en la «rotolla».

—Antes que nada hay que pulir el escudo — se dijo.

Claro. El escudo estaba torcido, mal trabajado y tosco. Lo entregó a un tornero, y de tosco y grosero que era lo tornó liso y delicado. Después lo enyesó y preparó a su manera.

—Ahora sólo falta acertar en el dibujo.

Y dando vueltas y más vueltas a la cuestión, dio en la idea de que sería original pintar un monstruo tan espantoso que atemorizara al que lo contemplaba, al igual que ocurría con la antigua cabeza de Medusa.

Para conseguirlo, llevó un montón de animales a un cuarto donde solía encerrarse para trabajar y donde nadie entraba más que él. Los animales reunidos eran lagartos, serpientes, grillos, arañas, cucarachas, mariposas de noche, escorpiones, murciélagos y otros muchos a cual más asqueroso. De entre todos pensaba sacar un monstruo horrible, que plasmaría en la «rotolla».

El trabajo fue lento y laborioso. Lo fue tanto, que al final el cuarto tenía un olor repugnante, una fetidez repulsiva, debido a la corrupción de los bichos muertos. Pero el entusiasmo de Leonardo cuando se hallaba entregado a la tarea creadora era tal, que él no percibía la peste nauseabunda. Y al fin consiguió lo que buscaba. Sacando una cosa de un animal, otra de otro, fue uniendo, componiendo y agrandando o empequeñeciendo según los casos, hasta formar un ser monstruoso inexistente, pero auténticamente real por su verismo. El efecto era impresionante. Se veía al monstruo salir por la rendija de un peñasco y se creía oír reptar sobre el suelo su vientre anillado, viscoso, negro y brillante. Parecía olerse el fétido aliento que exhalaba su babeante hocico, al tiempo que quemaban las llamas que lanzaban sus ojos, y se palpaba el humo que salía por su nariz. Era más que repulsivo. Pero lo sorprendente era que la fealdad de este monstruo diabólico atraía y cautivaba. Solo un genio como Leonardo podía haber plasmado efectos tan encontrados.

Cuando dio por terminado el trabajo, salió de la habitación, en donde el aire ya era del todo irrespirable, pero en donde había permanecido encerrado días y noches enteros sin notar el mal olor, a pesar de que antes había sido extremadamente sensible a él. Ser Piero ya apenas se acordaba de la «rotolla». El vecino de Vinci no se la había reclamado, ni él tampoco a su hijo.

—Padre, he concluido el trabajo que me encargasteis — anunció.

— ¡Ah! Muy bien, vamos a verlo.

Padre e hijo se encaminaron al estudio. Como es lógico, a ser Piero la acuciaba una viva curiosidad. Cuando llegaron, Leonardo dijo:

—Os ruego que aguardéis unos instantes en este cuarto, padre. Enseguida os avisaré.

—Bien, pero no tardes.

—No temáis.

Se encaminó a su taller, se encerró en él, cogió el cuadro y lo colocó en un caballete, cubrió éste con una tela negra que dejaba al descubierto únicamente el cuadro, entreabrió las maderas de la ventana de manera que un solo rayo de sol cayera de lleno sobre la «rotolla», y volvió a salir del taller.

—Ya podéis entrar, padre — dijo.

—Veamos, veamos esa obra maestra — sonreía ser Piero.

El buen notario entró, lanzó una mirada al caballete y dando un grito se echó hacia atrás asustado. Creyó estar ante un monstruo vivo. Luego, mirando con más atención, el miedo se convirtió en sorpresa y admiración. ¿Cómo era posible que se pudiese llegar a pintar con tanta fidelidad? Ser Piero se sintió orgulloso de su hijo. En aquellos instantes poco le importó que fuese ilegítimo. Era un Vinci. Eso nadie se lo discutiría. Leonardo era un genio que daría lustre al apellido. Nunca pudo pensar el notario florentino verdad más grande que aquélla. Leonardo de Vinci sería el único de su numerosa familia que pasaría a la inmortalidad, en una categoría que era muy difícil de igualar y mucho más de superar.

—El cuadro está terminado y ha resultado exactamente como yo quería —sonrió el artista—. Así lo concebí y acerté a plasmarlo. Lleváoslo, padre.

Desde luego que se lo llevó, pero no lo entregó al vecino de Vinci. Hizo algo mucho más productivo para él. Compró a un tendero de Florencia otra «rotolla», pintada con un corazón traspasado por una saeta, y se la dio al buen hombre que se la encargó, quien le quedó obligado por ello los días de su vida. Más tarde, ser Piero vendió la pintada por Leonardo, de manera secreta, en la misma Florencia, a ciertos mercaderes por cien ducados. Al poco tiempo la «rotolla» fue a parar a manos del duque de Milán, a quien se la vendieron aquellos mercaderes en trescientos ducados.

Pintó después Leonardo una Nuestra Señora en un magnífico cuadro, que poseyó el papa Clemente VII. Entre otras cosas que había en él pintadas, imitó una redoma llena de agua con algunas flores, en la que, además de la maravilla de su viveza, había fingido de tal modo sobre el cristal el rocío del agua, que parecía más que vivo.

Para Antonio Segni, gran amigo suyo, dibujó en una hoja de papel un Neptuno, ejecutado, como todas sus obras, con tal habilidad, que daba la impresión de que iba a saltar del papel en cualquier momento. Se veía el mar turbado y el carro del dios tirado por caballos marinos, con las quimeras, los vientos y algunas cabezas de dioses marinos, bellísimas.

Prosiguiendo la carrera, cada vez con más originalidad, le vino en fantasía pintar en un cuadro al óleo la cabeza de una Medusa con un anudamiento de serpientes por cabellos. Pero por ser ésta, obra que requería mucho tiempo, quedó sin terminar, como sucedió con casi todas sus obras. Persiguiendo la inaccesible perfección, se creaba dificultades que el pincel no podía vencer.

En 1481, contando ya veintinueve años, los monjes de San Donato Scopeto encargaron a Leonardo que pintase la Adoración de los Magos para el altar mayor.

En este cuadro demostró conocer perfectamente la ciencia de la anatomía humana, y supo expresar, como nunca hasta entonces se había visto en ningún otro maestro, los sentimientos de los personajes mediante las actitudes de los mismos.

En el fondo del cuadro se veían imágenes del antiguo Olimpo: juegos, combates de jinetes, bellos cuerpos de adolescentes desnudos, desiertas ruinas de un templo con columnatas y escaleras. A la sombra de los olivos se hallaba sentada sobre una piedra la Madre de Dios con un Niño Jesús y sonreía con infantil sonrisa, como extrañada de ver los viajeros reales, llegados de desconocidos países, a traer tesoros al pesebre del recién nacido. Los Magos, cansados, curvados bajo el peso de una sabiduría milenaria, inclinaban las cabezas y protegían con sus manos, sus ojos medio ciegos para contemplar el más grande de los milagros.

Desde luego tampoco esta soberbia creación quedó totalmente terminada. Leonardo no acertaba a darle, según él, el toque de perfección que su mente privilegiada había imaginado.

Mientras Leonardo se entregaba a su apasionante carrera artística, identificándose más y más con Verrocchio y superando en mucho las enseñanzas que éste pudiera haberle dado, la vida de ser Piero transcurría plácida. Su segunda mujer, madona Francesca, murió joven y sin darle la anhelada descendencia. Pero el notario florentino, según hemos dicho, no podía vivir sin el cariño de una esposa junto a él. Y así se casó por tercera vez con Margharita, hija de ser Francesco Guglielmo, que le aportó una dote de trescientos setenta y cinco florines. Aquí comenzó para Leonardo una serie de amargos sinsabores. Porque así como madona Francesca le quería y se preocupaba de él casi más que el propio ser Piero, madona Margharita no le amó nunca. La nueva madrastra se mostraba hasta cruel con el joven artista, sobre todo después que nacieron sus dos hijos: Antonio y Juliano.

—Ese muchacho te arruinará. ¿Es que no lo comprendes? — decía madona Margharita a su marido.

—Leonardo es pródigo y generoso, es cierto. Pero no me negarás que es bien poco lo que a mí me cuesta — replicaba ser Piero.

—Sea lo que sea, todo lo que le das a él disminuye el patrimonio de tus herederos legítimos — protestaba ella.

—Mujer, Leonardo también es mi hijo. No es justo que le abandone.

—Leonardo es un bastardo alimentado con la cabra de una bruja.

Así es como solía llamarle ella. Semejante frase era considerada por Margharita como el peor insulto que pudiera inferirle. Y con tales protestas atormentaba día y noche a su marido, quien, ávido de paz, iba descuidando cada día con mayor negligencia los deberes para con su hijo ilegítimo, el desdichado Leonardo que ninguna culpa tenía de haber nacido de sus amores con Caterina, una pobre moza de mesón.

Entre sus camaradas, tanto en la tienda de Verrocchio como en los demás talleres, Leonardo veía crecer sus enemigos. La envidia desataba las lenguas, y al igual como le ocurrió en el pueblecito de Vinci, la leyenda negra comenzaba a tejerse a su alrededor. Circulaban rumores sobre las «opiniones heréticas» y sobre la «impiedad de Leonardo». Y las calumnias de que le hacían víctima acerca de su amoralidad tenían apariencia de verdad, porque el joven Leonardo evitaba a las mujeres, a pesar de ser el más bello adolescente de toda Florencia. Alguno de sus contemporáneos dijo que había en su exterior una belleza tan resplandeciente que, a su vista, un alma triste se serenaba. Y lo mismo ocurría con su erudición, que era tan dulce y clara que arrastraba a las gentes con sólo pronunciar unas pocas palabras.

Uno de sus enemigos hizo una denuncia contra él, y se vio obligado a abandonar el taller de Verrocchio, para instalarse solo, en un estudio de su propiedad. Pero las calumnias aumentaban y los rumores eran cada vez más persistentes. Su estancia en Florencia se hacía cada vez más difícil y desagradable.

Ser Piero había conseguido para su hijo un lucrativo encargo de Lorenzo de Médicis, egregio protector de artistas, quien sabedor de la valía de Leonardo se había propuesto ponerlo bajo su tutela. Pero el artista, que no admitía la dominación de nadie en materia de arte, no supo complacerle en sus deseos. Y rehusó políticamente la protección ofrecida.

Siempre obediente a su espíritu luchador, Leonardo concibió otro camino a seguir. El embajador del sultán de Egipto, Kaitbey, estaba recién llegado a Florencia. Y por su intermedio, Leonardo sostuvo con el sultán secretas conversaciones, a fin de entrar a su servicio en calidad de primer arquitecto. Para conseguir tal empleo, debía abjurar de Cristo y convertirse a la religión musulmana, éste era un inconveniente que le hacía vacilar. No obstante, Leonardo estaba decidido a ir a cualquier parte con tal de dejar Florencia. La ciudad le agobiaba. Sabía que, si se quedaba allí por más tiempo, acabaría por sucumbir, víctima del ambiente hostil que se formaba a su alrededor.

Pero la casualidad debía salvarle en aquella ocasión. A pesar de que se había entregado intensamente, en los últimos tiempos, a sus actividades de pintor, Leonardo no olvidó sus otras muchas aficiones. Y así fue cómo, siendo también músico notable y excelente decidor de versos con su voz melodiosa y armónica, inventó un laúd de plata, que tenía la forma de un cráneo de caballo. El extraño aspecto y la extraordinaria sonoridad de este original instrumento causaron gran satisfacción a Lorenzo de Médicis, gran amante de la música. Pero como sea que Leonardo era persona demasiado osada y libre para agradar al adulado Lorenzo, éste mismo propuso al artista que fuese a Milán, a ofrecérselo en presente al duque de Lombardía, Ludovico el Moro, de la familia Sforza. Naturalmente, la idea agradó a Leonardo. Era una manera de alejarse de Florencia, sin necesidad de abandonar la patria ni abjurar de su religión.

—Creo que seguiré el consejo de Lorenzo de Médicis, padre.

—Harás bien, hijo. Estoy seguro de que en la corte de uno de tales señores serás apreciado como mereces — dijo ser Piero, dolido por el trato injusto de que era objeto su hijo, pero sin tener la suficiente voluntad para defenderle él mismo.

Y la existencia del singular laúd debió de llegar a oídos de Ludovico el Moro, porque éste expresó el deseo de conocerlo, así como a su genial inventor. Leonardo, pues, se aprestó a dejar Florencia trasladándose a Milán, no en calidad de pintor o de sabio, sino solamente de músico de corte.

No obstante, antes de partir, escribió al duque Moro la siguiente carta, anunciándole su próxima llegada y dándole cuenta de sus habilidades, por si necesitaba de alguno de sus servicios:

«Habiendo estudiado y juzgado, ilustrísimo señor, obras de los modernos inventores en máquinas de guerra, he comprobado que no hay ninguna que se distinga de las comúnmente en uso. Me decido, pues, a dirigirme a Vuestra Serenidad a fin de descubrirle los secretos de mi arte. Sé construir puentes ligerísimos, fuertes y aptos para ser llevados fácilmente y con ellos seguir y a veces huir de los enemigos. Y otros de fuego y batalla, fáciles y cómodos de levantar y poner. Y sé también la manera de quemar y deshacer los de los adversarios.

«Sé en una tierra sitiada quitar el agua de los fosos y hacer infinitos puentes, gatos y escaleras y otros instrumentos pertinentes a dicha expedición.

«Conozco también nuevos medios de destruir, si las bombardas no cumpliesen su cometido en el asedio, todos los castillos y fortalezas, con tal de que sus cimientos no estén tallados en la roca.

«Tengo modelos de bombardas que pueden arrojar piedrecillas menudas, a semejanza casi de una tempestad. Se puede dar un gran susto al enemigo, con grave daño suyo y confusión.

«Sé la manera de hacer vías estrechas y subterráneas sin producir ruido, aunque sea preciso pasar bajo fosos y ríos.

«Haré carros cubiertos, seguros e inatacables. Penetrando con ellos por entre los enemigos, con su artillería, no hay multitud de gentes de armas que no se dispersen. Y tras de ellos puede ir la infantería sin grandes riesgos ni impedimenta alguna.

«Si necesario fuese, haré morteros, bombardas o pasavolantes, de un sistema estupendo y eficaz, fuera de uso común. Para donde las bombardas no hagan su efecto, construiré catapultas, trabucos, arietes de asedio, proyectiles gigantes y otros instrumentos de un maravilloso efecto, totalmente desconocidos, inventados según la variedad de los casos.

«Y cuando de estar en el mar se trate, sé hacer toda clase de armas ofensivas y defensivas, así como construir navíos cuyo casco resista a las bombas de piedra y fundición. También conozco composiciones explosivas, nuevas hasta hoy.

«En tiempos de paz, espero satisfacer a Vuestra Serenidad, en lo que respecta a la arquitectura, con la construcción de edificios privados y públicos, canales y acueductos.

«En el arte de la pintura y de la escultura en mármol, cobre y arcilla, puedo ejecutar toda clase de encargos tan bien como cualquiera. Y también puedo encargarme de fundir en bronce el caballo que debe eternizar la gloria del señor, vuestro padre de santa memoria, y de toda la ilustre casa de Sforza.»

Si alguna de las invenciones más arriba indicadas puede parecer increíble, me ofrezco a hacer la experiencia en el parque de vuestro castillo, o en cualquier otro lugar que quiera designar Vuestra Serenidad, a la bienhechora atención de quien se recomienda el más fiel servidor de Vuestra Alteza, Leonardo de Vinci.»

Esta famosa carta da idea del genio que bullía en la mente de aquel hombre fabuloso. ¿Cabía imaginar que pudieran hacerse las cosas extraordinarias que él describía, en aquella lejana época? No. A nadie, que no poseyese su talento singular, se le podía ocurrir el idear tal cantidad de máquinas, artefactos y pertrechos guerreros. ¿Y en cuanto al arte? Tampoco existía resorte que él no conociese. Todo, absolutamente todo, le era familiar. Y todo lo realizaba con exactitud y perfección, con gracia y donaire. Nadie podía permitirse el lujo de poner en duda su ingenio e inteligencia; sólo aquellos que se sentían molestos y envidiosos porque jamás podrían superarle en aptitudes y conocimientos.

En 1482, a los treinta años de edad, Leonardo de Vinci abandonó Florencia, la ciudad que conoció toda su juventud, partiendo hacia Milán, ciudad nueva y grande. Cuando desde la vasta llanura de Lombardía divisó por vez primera las cimas nevadas de los Alpes, sintió que empezaba para él una nueva vida y que esta tierra extraña sería algún día su patria.

Atrás quedaban ser Antonio con sus refunfuños, la abuela Lucía con sus mimos y ternezas, la humilde Caterina con su infinito cariño, ser Piero con su debilidad y afán de paz, monna Margharita con su ambición y sus hijos, la pequeña aldea de Vinci, la gran ciudad de Florencia, la hermosa Florinda y el primer amor que le inspiró, la villa de Rucellari, el arquitecto Biagio de Ravenna, los maestros Paolo del Pozzo Toscanelli y Andrea Verrocchio... Todo quedaba atrás. Una infancia y una juventud. Pero la vida futura se le ofrecía amplia de horizontes, plena de libertad e ilusiones. Ante él una etapa generosa le abría los brazos. Florencia le repudiaba, pero Milán le acogía. ¡Ánimo y adelante! Leonardo de Vinci comenzaba a vivir. Le quedaba aún mucho camino por recorrer.

 

 

BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI

MAPA DE FLORENCIA EN EL SIGLO XIV

Mapa de florencia en el siglo XIV

PLAZA DE LA SEÑORÍA DE FLORENCIA EN EL SIGLO XV

EL PUENTE VIEJO DE FLORENCIA EN LA MISMA ÉPOCA

EL PUENTE VIEJO DE FLORENCIA HOY