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SALA DE BIOGRAFÍAS

BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI

 

 

Capítulo 4

LEONARDO EN MILÁN

 

En Milán, Ludovico el Moro se había sentido vivamente impresionado por la carta que le escribiera Leonardo de Vinci. Le parecía mentira que pudiese existir una mente capaz de imaginar tales cosas. Para cambiar impresiones, el duque mandó llamar a Ambrosio de Rosate, su astrólogo favorito. Cuando el cortesano llegó al despacho ducal, el Moro le tendió la carta.

—Leed con atención — ordenó.

El astrólogo así lo hizo. Su rostro adoptaba mil expresiones distintas. Y todas reflejaban intenso estupor, que iba en aumento a cada invención descubierta en la carta.

Cuando hubo terminado, guardó silencio. Realmente no sabía qué decir. Devolvió la carta al duque y se lo quedó mirando, en espera de que dijese algo.

— ¿Qué os parecen, messer Ambrosio, todas esas máquinas descritas por Leonardo de Vinci? — preguntó el duque tras una pausa.

— ¡Un montón de desatinos, alteza! — exclamó el astrólogo, dando un grito que le salió de lo más profundo del espíritu.

—Quiero que tengáis una controversia con Leonardo en mi presencia —dijo el duque, con una sonrisa de picardía—. No tardará en llegar y me satisfará poner en claro este asunto.

—Tendré mucho gusto en dejarle anonadado delante de Vuestra Excelencia — aseguró el cortesano.

Y cuando la visita de Leonardo de Vinci fue anunciada, messer Ambrosio de Rosate, primer astrólogo de la corte milanesa, senador y miembro del Consejo Secreto, se aprestó a ridiculizar al osado florentino que escribió tal sarta de insensateces. Ludovico el Moro se regocijaba ante la discusión que presentía iba a desarrollarse.

—Que pase inmediatamente — ordenó el duque.

Y Leonardo de Vinci fue introducido en el soberbio despacho, donde le aguardaban Ludovico el Moro y Ambrosio de Rosate. Al estar frente al duque de Milán, el artista hizo una profunda reverencia y aguardó a que le dirigiese la palabra. Su innata prestancia imponía. Vestía el célebre traje que han eternizado los lienzos y esculturas. Brial negro con un manto rojo obscuro, de antiguo corte florentino, con amplias mangas, que le llegaban a las rodillas. Y se tocaba con birrete de terciopelo, sin adornos.

—Sentaos, messer Leonardo — dijo al fin el duque, después de observar atentamente la figura del artista, de cuyo natural influjo no pudo escapar.

—Gracias, alteza —repuso Leonardo—. Confío en que haya llegado a vuestras manos la misiva que me tomé la libertad de enviar a Vuestra Excelencia.

—En efecto. Y no puedo negaros que me ha causado honda sorpresa. Todo lo que en ella exponéis parecen fantasías, messer Leonardo. Pero imagino que tendréis un fundamento al afirmar que poseéis tan excelentes conocimientos.

—Así es, señor. Vuestra Serenidad podrá comprobarlo en cuanto lo desee — repuso, muy seguro de sí, el artista.

—He enterado, asimismo, de vuestra misiva a messer Ambrosio de Rosate, aquí presente, hombre de ciencia como vos, astrólogo y personaje importante en la corte —continuó el Moro—. Ser Ambrosio me ha confesado que desea haceros algunas observaciones acerca del contenido de la carta.

—Estoy a vuestra disposición — replicó Leonardo, clavando su clara mirada en el astrólogo.

—En primer lugar, messer Leonardo —comenzó Ambrosio de Rosate, sin ocultar un aire de reto—, lo que habéis escrito en vuestra carta no tiene ninguna novedad, salvo la del atrevimiento de exponerlo a un soberano.

—No os comprendo.

—Hace más de un siglo que Roger Bacon escribió poco más o menos lo mismo en sus obras dirigidas a los alquimistas— explicó ser Ambrosio.

— ¿Y qué queréis decir con ello?

—Que no hay nada absolutamente de cuanto afirmáis que pueda ser llevado a la práctica.

—Sólo pido que Su Excelencia, el señor duque, ponga a mi disposición un laboratorio y demostraré lo contrario. Mis afirmaciones se basan en una realidad — se defendió Leonardo.

—Ahora mismo aseguro convencido de que es imposible que podáis salir airoso en vuestros intentos. Es decir, no venceréis si no usáis artes de brujería.

Leonardo de Vinci sintió como una sacudida que espoleaba su amor propio. Abandonaba Florencia porque era objeto de perversas calumnias, entre ellas la de ser un brujo, y llegaba a Milán para ser recibido con las mismas palabras. ¿Es que todo el mundo se había confabulado contra él, para no dejarle dar rienda suelta a los muchos conocimientos que atesoraba su mente?

—También Roger Bacon fue tachado de brujo, y nada más lejos de la realidad. No pretendo ser un humilde franciscano como él, pero puedo afirmaros que todos mis inventos son reales, como lo fueron de él. Con vuestra dialéctica demostraréis cuanto queráis, ser Ambrosio, pero prácticamente, quedaremos sin sacar nada en claro, que lo único que debe interesar a Su Alteza, al igual que a todos nosotros. Es inútil entablar polémicas sobre hechos hipotéticos que nadie ha presenciado aún. Lo importante es discutir después de haber hallado el fenómeno. Si he tenido el atrevimiento de ofrecer a Su Excelencia, el duque de Milán, lo que escribí, es porque lo experimenté antes. Sin embargo, comprendo vuestra manera de juzgar. Estáis acostumbrado hablar de las estrellas, que nadie puede subir a tomarlas por testigo, y confundís vuestro arte con el de quienes apelan a testimonios más posibles.

También Ambrosio de Rosate se sintió herido en su orgullo, ante la fácil y bella erudición de Leonardo. Ludovico el Moro guardaba silencio. Sus ojos iban de uno a otro, y sus labios sonreían significativos.

—Permitid que os haga una pregunta — pidió el astrólogo.

—Decid. Ya os he dicho que estoy a vuestra disposición para todas comprobaciones que deseéis.

— ¿Cómo construiréis los buques para que resistan las bombardas de mayor calibre? — preguntó ser Ambrosio, seguro de que acababa de lanzar un golpe certero.

—Los forraré de hierro — repuso secamente Leonardo.

— ¿Qué decís? ¿Forrar de hierro los buques? Eso es un tremendo disparate, ser Leonardo. ¿Es que el hierro flota?

—Desde luego que sí. El hierro flota cuando desaloja suficiente cantidad de agua de peso superior al suyo. Si sois hombre de ciencia, imagino que no habréis olvidado el principio de Arquímedes, básico en casi todos los importantes experimentos.

Ambrosio de Rosate se vio cogido en su trampa. Pero no cejó en el empeño de desacreditar a aquel recién llegado que tal vez vendría a quitarle el prestigio de que gozaba en la corte milanesa.

— ¿Y a qué fuerza expansiva os referís, para provocar con humos la granizada de piedrecillas menudas semejantes a una tempestad? — inquirió de nuevo, seguro de asestar un buen golpe.

—A la del vapor de agua, que ya en la Grecia clásica hacía mover la eolípila de Herón de Alejandría —respondió Leonardo—. El mismo Arquímedes describe una máquina llamada «architronito», formada por una tubería de órgano en comunicación con un generador de vapor, a cuyo impulso se proyectan a la vez cuantos cuerpos obstruyan los tubos. Si substituís las piedras por balitas de plomo, el efecto será mayor.

—Esto es cosa de brujería — afirmó el astrólogo.

—Es la segunda vez que habláis en tales términos, ser Ambrosio. ¿Cree realmente en brujas el astrólogo de Su Excelencia, el señor duque de Milán? —sonrió Leonardo, ante la sorpresa de su interlocutor—. En mi pueblo me trataron también de brujo, cuando era un niño, porque escribo con la mano izquierda.

— ¿Qué queréis darme a entender?

—Que quienes me dieron la vil fama de brujo fueron las comadres de la aldea. Fuera de ellas, ya nadie cree en brujas.

— ¡Me estáis ofendiendo!

—No fue esa mi intención, os lo aseguro. Sólo he querido señalaros un hecho.

—Bien, señores —dijo Ludovico el Moro, al fin, para cortar la discusión que amenazaba degenerar en algo más grave—, me reservo el derecho de dar la última palabra en esta discusión. Messer Leonardo queda desde este momento a mi servicio con el cargo oficial de «músico de la corte». Seguid, messer Ambrosio, conversando con las estrellas — terminó el duque, recordando la aguda y cruel ironía del artista.

Ludovico se puso en pie, y los otros dos le imitaron. El astrólogo no hizo el menor comentario a la observación de su señor. No era conveniente ponerse a malas con quien tan generosamente se mostraba.

—Podéis retiraros, messer Ambrosio — dijo el duque.

—Con vuestro permiso, señor duque.

Y salió del despacho, para refugiarse en su estudio, desde donde podría seguir con sus estrellas, siguiendo los consejos de Ludovico.

Cuando el Moro y Leonardo quedaron solos, dijo el primero:

—Creo que tenéis razón y que sois un verdadero sabio. Seguid luchando contra los habladores, porque en realidad, como bien habéis dicho, son hechos lo que se necesitan y no palabras. Y descuidad, amigo mío, en mi corte se os presentarán ocasiones de lucir vuestro claro y audaz talento.

—Gracias, señor duque. Veo que Vuestra Serenidad ha sabido comprenderme.

Leonardo de Vinci, pues, fue admitido en la corte del duque de Milán. Y ni que decir tiene que Ludovico estaba muy impresionado por los admirables razonamientos que supo enfrentar a las dudas de aquel que hasta entonces había considerado supremo sabio.

Leonardo no habitó en el palacio ducal. Se instaló en su propio estudio y tomó varios discípulos, a quienes hacía pagar una modesta cantidad, como hizo antes él en el taller de Verrocchio. Maestro y discípulos, claro está, vivían juntos en casa de Leonardo, compartiendo sinsabores y alegrías.

Ludovico el Moro, llamado así por el tinte bronceado de su piel, era hombre inteligente, pero de alma depravada. Regentaba el ducado de Milán como protector de su sobrino Gian María Galeazzo, verdadero soberano, que era todavía muy joven. Más lo que en realidad había hecho Ludovico era usurpar el poder, después de asesinar al tutor de Gian María y desterrado a Bona, a su cuñada y madre del pequeño. Tras esto le fue fácil hacerse proclamar regente, en el año 1480, con lo que pasó a disfrutar de una vida esplendorosa que no le correspondía en justicia.

Cuando Leonardo llegó a la corte, Gian María permanecía en ella, pero poco menos que secuestrado. Su voluntad no contaba para nada. Su supremo poder estaba en manos del usurpador, quien hacía apenas dos años que estaba en el trono a la llegada del artista.

Al verse frente a un artista de valía, Ludovico pensó llevar a término los proyectos importantes que su mente ideó para dar más esplendor la corte. De este modo, satisfacía su orgullo y cumplía la promesa que hizo a Leonardo, en el día de su llegada, cuando le aseguró que tendría oportunidades de demostrar su talento, si realmente lo tenía. Y Leonardo no deseaba otra cosa más que sentirse alentado para dar forma a las fabulosas obras que germinaban en su cabeza.

Lo primero que Ludovico le encargó fue la decoración del castillo Sforza. Más tarde, los planos y proyectos de las reformas que debían verificarse en la catedral, y otros relacionados con diversas construcciones. También le encargó que pintase un retablo con una Natividad, que el propio duque mandó como regalo al emperador.

Más adelante, le pidió que asumiese la dirección de los trabajos de apertura del futuro Naviglio Sforzano.
No transcurría un solo mes sin que el artista presentara al duque nuevos proyectos y obras maestras de artes e ingenio, que Ludovico aceptaba complacido, a pesar de que algunos eran de costo elevadísimo.

El duque no sabía negarse a nada de lo que Leonardo le pedía, tal era la fascinación que logró ejercer sobre él, aun sin proponérselo. Y es que su sola presencia imponía respeto y veneración.

Leonardo, como es lógico, se convirtió en el artista obligado de la corte. En la época que fue de 1489 a 1490, dedicó gran parte de su tiempo a la organización de fiestas y espectáculos con motivo de casamientos principescos y visitas regias. Era único para sorprender invitados con los juegos más insólitos, los adornos más fantásticos y los dulces y las tartas con las formas más caprichosas, pues su ingenio en tales lides, como en todo en lo que se aplicaba, era inagotable.

En una de esas bodas en la que intervino fue en el año 1489, cuando Gian María Galeazzo casó con Isabel de Aragón. Al joven prisionero en su cárcel dorada no se le negó el derecho a contraer matrimonio. Por el contrario, su «amante» tío Ludovico se sintió muy complacido y no regateó ningún caudal para dar esplendor a la ceremonia. Le convenía también que el pueblo creyese que entre ambos reinaba buena armonía. Esto contribuía a conservar su poderío. Y Leonardo, que se hizo buen amigo del joven prisionero, organizó un espectáculo jamás visto.

Leonardo debió afinar mucho más su ingenio en la otra fastuosa ceremonia. Quien se casaba entonces era nada menos que el propio duque de Milán.

Sí, tal vez envidioso de la dicha que parecía disfrutar su sobrino en su matrimonio, decidió imitarle. Eligió a Beatriz de Este, quien apenas contaba dieciséis años. Era muy linda, mimada y susceptible. Y en cuestiones de política era mucho más astuta que el duque, su marido, el cual se dejaba dirigir fácilmente por ella.

Leonardo tuvo un franco éxito en su empresa. Ludovico le felicitó generosamente, y también Beatriz se sintió satisfecha de su artista. Menos mal que la felicidad parecía sonreír para todos. Pero...

Por desgracia la dicha no fue duradera para el desventurado Gian Galeazzo. Por cuestiones de precedencias, no tardó en establecerse una auténtica lucha entre la princesa Isabel y Beatriz de Este, esposa de Ludovico. La primera estaba en su derecho al creer que era la dama más encumbrada de la corte, pues su esposo era el verdadero soberano del ducado. Pero Beatriz alegaba que era su marido quien regentaba los destinos de Milán. Y también estaba en lo cierto. Esta pugna femenina vino de maravillas al ambicioso Ludovico para redondear sus planes. Para evitar que la lucha llegara a hacerse insostenible, sin atender ningún consejo ni querer escuchar a su conciencia, encerró a Isabel con su marido Gian Galeazzo en el castillo de Pavía, donde se constituyeron en verdaderos prisioneros. No podían dar un solo paso sin que fuesen espiados por cien ojos.

Con el tiempo el destino de los jóvenes prisioneros tendría gran influencia en la vida de Leonardo de Vinci, una influencia nefasta, pues también al genial artista parecía acecharle la desgracia por todas partes.

Otra obra debida a la mano de Leonardo, en este tiempo, y llevada a efecto por encargo de Ludovico, fue una Pasión pintada en el refectorio del palacio. ¡Ah! y no hay que olvidar los retratos de la duquesa, del duque y de sus dos hijos, Maximiliano y Francisco.

Puede verse, pues, que la actividad del artista era mucha. Los encargos le llovían, no sólo de parte del duque sino también de los grandes señores que querían rivalizar en poderío, teniendo en sus mansiones cuantas más obras del pintor de moda mucho mejor. Así mismo los científicos que publicaban algún libro pedían a Leonardo que ilustrase, porque sus conocimientos sobre todas las ciencias le permitían dar una gran claridad a las explicaciones con dibujos magníficos.

Los años pasaban. Su fama crecía. Pero también aumentaban los rumores acerca de él, los mismos que le hicieron abandonar Florencia. El hecho de que fuese zurdo le procuraba muchos sinsabores. Decían que sus escritos sólo podían leerse mediante un espejo, y eso era cosa de brujerías. Decían que lo hacía así para que no se pudiesen conocer las impiedades que escribía. Decían que en su casa realizaba experimentos con líquidos venenosos. Decían mil atrocidades respecto a persona y su modo de obrar. Pero Leonardo de Vinci seguía trabajando. El duque de Milán le protegía, y eso era lo importante. Porque Ludovico le permitía hacer su voluntad, sin tener que rendirle pleitesía ni hacerle acatar sus ideas. Leonardo seguía su inspiración. Ludovico le aplaudía siempre. Y los demás se veían obligados a seguir la conducta de su señor. El artista florentino continuaba siendo el personaje indiscutible en la corte, a pesar de los rumores que intentaban lo contrario.

 

 

 

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