Cristo Raul.org |
BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 16
MONNA LISA : LA GIOCONDA
Por suerte para Leonardo,
la fama de su buen arte era casi tanta como la de su impiedad, herejía y demás
acusaciones de que se le había hecho objeto. Y así tuvo la buena fortuna de
que, en el otoño del año 1503, Piero Soderini,
gonfaloniero de la República florentina, le envió un emisario invitándole a
entrar a su servicio. Como es lógico, Leonardo de Vinci no dudó un solo instante en aceptar la amable oferta, que le permitiría
regresar nuevamente a su verdadera patria: Florencia. —Ambos tenemos el mismo
destino, messer Leonardo —le dijo—. Para todos, vos y
yo somos extranjeros, intrusos, vagabundos sin hogar, eternos desterrados. El
que no es igual a los demás, está solo contra todos, porque el mundo está hecho
para el vulgo y no admite nada fuera de lo vulgar. Eso es lo que nos ocurre a
nosotros, amigo mío.
¡Cuánta razón tenía aquel
a quien la posteridad reconocería como insigne estadista y gran escritor, al
igual que Leonardo sería con el tiempo considerado un genio sin comparación!
Ya en Florencia, Leonardo
fue recibido por Piero Soderini con grandes muestras
de simpatía. En cierto modo, el gonfaloniero florentino se sentía protector del
artista, porque es bien cierto que Leonardo, en su patria, era considerado como
un traidor, puesto que dibujó los mapas militares que permitirían a César Borgia
conquistar la República. A pesar de ello, Soderini se
erigió en su defensa y le hizo venir a Florencia, para entrar a su servicio.
—Quisiéramos, messer Leonardo —le dijo—, decorar la gran sala del
Consejo, y que vos os encargaseis de uno de los lienzos.
—Agradezco la atención de
Su Señoría. ¿Habéis pensado en el asunto que os agradaría? — preguntó el
artista.
—Concretamente, no. Pero
nuestra idea es la de perpetuar un hecho glorioso de las armas florentinas.
Podéis elegir vos mismo.
Leonardo permaneció unos
minutos en silencio.
— ¿Os agradaría la
batalla de Angieri? — inquirió al fin.
— ¡Magnífico! Puede ser
un excelente asunto, messer.
La batalla de Angieri era una gesta victoriosa realizada por los
florentinos, en el año 1440, contra Nicolo Picinino, general del duque de Lombardía Filippo María
Visconti. Lo que
fastidió bastante a Leonardo es que, al aceptar el encargo, tuvo que firmar un
contrato, estipulando como un delito el menor retraso. Los magníficos señores
de la República defendían sus intereses como tenderos. Y Soderini,
amigo de papelotes, importunó al artista, desde el comienzo de la obra,
pidiéndole cuentas hasta el último céntimo enviado por la Tesorería para la
construcción de andamios, compra de barniz, sosa, cal, colores, aceite de lino y
demás ingredientes. Leonardo estaba muy molesto con semejante actitud.
—Somos gente modesta, messer —decía Soderini—. En
comparación con la generosidad de príncipes como Sforza y Borgia, nuestro
espíritu de economía tal vez os parezca avaricia. ¡Qué le vamos a hacer! No
somos tiranos, sino servidores del pueblo, y debemos rendirle cuentas. El
dinero del Tesoro es sagrado. Lo comprendéis, ¿no es cierto?
El artista le escuchaba
en silencio, y fingía ser de su parecer. ¿Para qué discutir? Cierto día, hablando
con Soderini, salió a la conversación el nombre de
Francesco di Giocondo, ciudadano florentino muy acaudalado, absorto en los
negocios y en los asuntos de Estado.
—Os lo puedo presentar,
si queréis —ofreció Soderini—. Tal vez os haga algún
encargo interesante.
— ¿Es aficionado al arte?
— preguntó Leonardo.
—Más que él lo es su
esposa. Monna Lisa está convirtiendo su casa en un
verdadero museo.
—Tendré un gran honor al
poder ofrecerle mis respetos.
Leonardo supo también que
la tal monna Lisa era la tercera esposa de messer Giocondo. La primera llevaba el apellido Rucellari, el del rico mercader que poseía aquella villa
tan maravillosa en la aldea de Vinci. Esta circunstancia avivó en el artista el
interés por conocer al matrimonio. Messer Francesco y su esposa eran de edad
muy desigual. él pasaba ya la cuarentena larga, y ella aún no había llegado a
los treinta. El era un hombre vulgar, deseoso tan
sólo de aumentar sus riquezas. Ella era elegante, encantadora, espiritual,
dulce, modesta, piadosa, caritativa con los pobres, buena ama de casa, fiel y
una buena madre más que madrastra para la pequeña Dinora, de doce años. Se
decía que monna Lisa no se casó por amor, sino por
voluntad de su padre.
Cuando a la tarde
siguiente de la conversación, Soderini acompañó a
Leonardo a casa de messer Giocondo, sin saber por qué
el artista sentía una emoción extraordinaria. Es justo reconocer que el
comerciante acogió cordialmente al artista, apresurándose a presentarle a su
esposa, que era lo que en verdad deseaba Leonardo.
—Mi esposa os considera
como un artista digno de figurar entre los primeros de los tiempos pasados y
modernos — dijo el mercader.
—Por lo que decís,
sospecho que monna Lisa tiene un juicio exagerado de
mis méritos — dijo modestamente Leonardo.
—No lo creáis, messer. Es tan prudente y tan discreta que siempre está en
lo justo.
Monna Lisa apareció en la sala. Desde el
primer momento, sin poder explicarse la razón exacta, Leonardo se sintió
atraído hacia aquella joven dama. Es decir, la razón podía ser que le recordaba
vivamente a la pequeña Florinda, la doncella de la villa Rucellari,
su amor de adolescente. Sí, Monna Lisa se le parecía
mucho. Poseía su mismo encanto. Era como la bella Florinda hecha mujer. Y lo
más interesante es que el artista le pareció adivinar en la mirada de ella una
turbación, una emoción indefinida. Mas como Monna Lisa era honesta y pudorosa, evitó durante la conversación dirigir sus ojos
hacia el maestro. Sin duda, quería evitar que Leonardo descubriera su
turbación.
Antes de despedirse, messer Giocondo pidió a Leonardo que pintase el retrato de
su esposa. Y el artista, que no deseaba otra cosa, se apresuró a aceptar. Así
tendría ocasión de ver a menudo a la hermosa dama. La petición de su esposo
ruborizó a Monna Lisa, si bien disimuló bajando
humildemente los ojos.
—Dentro de pocos días
tendré organizado mi estudio. Podremos empezar en seguida. Será un gran honor
para mí — decía Leonardo.
Y tal como dijo, no
tardaron en comenzar las sesiones de «pose», en el propio estudio del maestro. Para
el retrato, Monna Lisa vestía un traje sencillo y
oscuro, y un ligero velo, también oscuro y transparente, le bajaba hasta la
mitad de su frente. La acompañaba en cada una de sus visitas al pintor, la
hermana Camila, una religiosa que vivía en su casa. Durante las sesiones,
Leonardo hacía que Andrea Salaino tocara la viola, y
el músico Atalante, a quien conoció en la corte del Moro, tocase el laúd. De
este modo, resultaba menos aburrido el tiempo, y a él mismo le ayudaba a
trabajar mejor. Cierta mañana, trabajaba
en el cuadro de la batalla de Angieri, que alternaba
con «La Gioconda» y otros trabajos, cuando vino a hacerle una de sus
fastidiosas visitas ser Piero Soderini. Leonardo había ya
pintado un buen fragmento del cuadro, pero muy pequeño si se tiene en cuenta
que llevaba pintando en él desde hacía dos años. Podía adivinarse el sentido
que el artista daba a su obra. Era la guerra en todo su horror. Cuatro
caballeros luchaban por una bandera. Un harapo se agitaba en la punta de un
palo largo, el asta rota. Cinco manos la empuñaban tirando con rabia en sentidos
opuestos. Los sables se cruzaban en el aire. Las bocas, abiertas, indicaban la
furia de los gritos. Los rostros humanos, convulsos, no eran menos terribles
que las fauces de los monstruos míticos de las corazas de cobre. Los hombres
habían contagiado la furia a sus caballos. Encabritados, con las patas
delanteras en alto, las orejas pegadas, las pupilas centelleantes, enseñando
los dientes, se mordían unos a otros como fieras. Entre el barro sanguinolento,
bajo las patas de los caballos, un hombre mataba a otro cogiéndole por los
cabellos y golpeándole la cabeza contra el suelo, sin darse cuenta de que los
dos iban a ser aplastados. La realidad era escalofriante, monstruosa, viva,
dolorosa... Messer Soderini,
después de cambiar unas palabras con Leonardo, se caló las antiparras y examinó
el cuadro.
— ¡Perfecto! ¡Asombroso!
—exclamó—. Los caballos parecen vivir. Sin embargo, messer Leonardo, le repetiré lo que tantas veces le he dicho. Si termináis este cuadro
tal como lo habéis comenzado, el efecto será demasiado abrumador, demasiado
penoso. La verdad es que no era esto lo que esperábamos. Es cierto que la
guerra es tal como vos la habéis representado. Pero, ¿por qué no embellecerla,
ennoblecerla un poco, o por lo menos evitar esta realidad agobiante? — ¿Sabéis lo que debemos
hacer para decidir sobre mi obra? —dijo finalmente el artista, con una
imperceptible ironía en la mirada—. Reunir en esta sala una asamblea de todos
los ciudadanos de la República florentina, y que resuelvan con bolas blancas y
negras, y por mayoría, si mi cuadro puede ser o no útil al pueblo. Obtendríamos
doble ventaja. Y después de esta
noticia, se despidió cortésmente y se fue.
Soderini no comprendió, al principio. Mas
cuando se dio cuenta de la ironía que encerraban las palabras de Leonardo,
quedó estupefacto ante la osadía. Pronto se rehízo y no se mostró ofendido
porque consideraba a todos los artistas desprovistos de buen sentido.
—Antes de que me olvide, messer Leonardo, sabed que hemos encargado a Miguel ángel Buonarotti que pinte un cuadro, también de batalla, en el
muro opuesto a este vuestro.
A Leonardo le cayó muy
mal la nueva, porque consideraba a Miguel Ángel como el más temible de sus
rivales. Precisamente, cuando él llegó Florencia, dos años atrás, había en un
patio de la catedral un bloque de mármol blanco, destrozado por un escultor
inhábil. Los mejores maestros habían dicho que no servía para nada.
¿Sabéis cuál era la obra?
El famoso «David». Sí, aquella estatua, modelo de inmortalidad. Desde entonces,
Leonardo y Miguel ángel fueron considerados irreconciliables rivales. El de
Vinci advertía en la obra del «David» un alma que tal vez era igual a la suya,
pero que siempre le sería opuesta, como la actividad lo es a la contemplación,
la pasión a la impasibilidad, la tormenta a la calma.
Miguel ángel comenzó en
la Sala del Consejo un cuadro, en el muro opuesto al que trabajaba Leonardo. Y
aunque hasta entonces casi no había tocado los pinceles, emprendió la tarea con
una audacia que podría parecer insensata. Cuanta más benevolencia encontraba en
su rival, más implacable se hacía su odio. La calma de Leonardo le parecía
desprecio. Prestaba oídos a las comadres, buscaba pretextos para disputar,
aprovechando toda ocasión de herir a su enemigo. Y todo llevado de una
susceptibilidad enfermiza. Trabajaba febrilmente, deseoso de alcanzar a su
rival, cosa que no era difícil dada la lentitud de Leonardo.
El cuadro era una réplica
al de su rival. Un episodio de la guerra pisana. Un cálido día de verano, los
soldados florentinos se bañan en el Arno. Tocan alerta; enemigos a la vista. Los
soldados salen del agua donde sus fatigados cuerpos reposaban en el frescor y,
esclavos del deber, se visten sus trajes polvorientos y sudorosos, y cubren sus
cuerpos con armaduras y corazas recalentadas por el sol. Representaba la
guerra, no como una matanza infernal, sino como un acto de valor, el
cumplimiento del deber eterno, la lucha de los héroes por la gloria y la
grandeza de la patria. —A veces creo que si
pudiera hablarle a solas, todo se explicaría. Comprendería que no soy su
enemigo y que ningún hombre es capaz de admirarle como yo. Todo el desastre
viene de que es demasiado tímido y está poco seguro de sí mismo.
Monna Lisa, con quien solía hablar
Leonardo, durante las sesiones de «pose», le respondía:
—Messer Buonarotti os odia porque sois más fuerte que él, como la
calma es más fuerte que la tempestad.
Y Miguel ángel seguía
mostrándose rebelde y enemigo de Leonardo. Un día, en el verano de 1506, Monna Lisa acudió como siempre al estudio. Por primera vez iba sola, sin la hermana
Camila. Tampoco estaban los discípulos y amigos de Leonardo. Estaban, pues,
solos. El artista trabajaba en silencio,
atentamente, con una serenidad perfecta. El día anterior había estado pensando
en la necesidad de decidirse si era la Monna Lisa
real la que le atraía o era la que su inspiración creaba en el lienzo. ¿Cuál de
las dos le producía aquella emoción infinita? Casi llegó a la conclusión que
eran las dos a la vez, que las dos le eran necesarias y queridas por igual.
Pero, en aquel momento, pintaba sin acordarse de sus pensamientos. La tenía
delante, y sólo le importaba pintar y pintar. Estuvieron hablando sobre los cuentos enigmáticos, a los que tan
aficionado era él. Más al fin, ella, con su extraña y misteriosa sonrisa,
preguntó:
— ¿Os vais mañana?
—No, esta noche.
—Yo también me iré pronto
—replicó la «Gioconda»—. Messer Francesco va a Calabria por tres meses, a sus
negocios, y tengo gusto de ir con él. Le he rogado que me lleve.
Leonardo se sintió
despechado, triste, tímido, débil y compasivo. No supo qué responder a las
palabras de Monna Lisa.
—Seguid trabajando —dijo
ella—. No es tarde. No estoy cansada todavía.
—No, es igual. Basta por
hoy —respondió el artista, tirando el pincel lejos de sí.
—No acabaréis nunca este
retrato.
— ¿Por qué? —preguntó él,
como si sintiese un miedo repentino—. ¿Es que no vendréis a mi casa cuando
vuelva?
—Vendré. Pero quizá en
tres meses seré ya otra, y vos no me reconoceréis. ¿No habéis dicho vos mismo
que el rostro de las personas, y particularmente el de las mujeres, cambia
pronto?
—Quisiera acabar —dijo
Leonardo lentamente, como hablando consigo mismo—. Pero no sé. A veces me
parece que es imposible hacer lo que quiero...
— ¿Imposible? He oído
decir que no acabáis jamás vuestras obras porque buscáis lo imposible...
Quiso decir que así era,
pero calló. Ella se levantó y, con naturalidad, como solía hacer todos los
días, dijo:
—Ya es hora. Adiós, messer Leonardo. Buen viaje.
El artista creyó ver en
el rostro femenino una súplica, un último reproche sin esperanza. Era como si
aquél fuese para los dos un instante eterno como la misma—muerte. Leonardo
sabía que no debía callar más, que debía definir sus sentimientos, tomar una
decisión y manifestarla. Pero cuanta más voluntad ponía en hacerlo, más sentía
la impotencia y la profundidad del abismo que existía entre ellos. Monna Lisa sonreía tranquila y serenamente. Y Leonardo
sintió aumentar su dolor, su amargura.
Monna Lisa le tendió la mano. Por primera
vez desde que se conocían, Leonardo besó en silencio esta mano, advirtiendo que
al mismo tiempo, inclinándose rápidamente, ella con sus labios acarició sus
cabellos, y luego dijo sencillamente:
— ¡Dios os proteja!
Cuando Leonardo volvió en
sí de aquel éxtasis en que le envolvió la dulzura del instante, la «Gioconda»
ya no estaba a su lado. En sus oídos resonaban aún, como un eco tierno, las
últimas palabras de la bella mujer que tan viva impresión causaba en su
espíritu.
El artista había dicho
que aquella noche debía partir, y era cierto. Asuntos importantes, relacionados
con la desviación del río Arno, gigantesca empresa que había emprendido con la
ayuda de Maquiavelo y Soderini, le reclamaban lejos
de Florencia. Pero cuando más falta le hacía el apoyo, las señorías de la
República se echaron atrás, y el fabuloso proyecto se vino abajo, constituyendo
un tremendo fracaso para Leonardo, que lo imaginó, para Soderini,
que quiso apoyarlo, y para Maquiavelo, que intrigó para lograr la ayuda.
Leonardo quedó realmente harto de aquella empresa, en la que había soñado desde
su juventud. No quería ni oír hablar de ella.
Cuando se enteró de que messer Francesco di Giocondo volvía de Calabria en los
primeros días de octubre, Leonardo decidió llegar unos días más tarde, para
asegurarse de encontrar a Monna Lisa a su vuelta. Con
creciente impaciencia, contaba los días. La sola idea de que la separación
pudiera prolongarse, llenaba su corazón de tal angustia, ele un temor tan
supersticioso, que procuraba no pensarlo. Una mañana, muy temprano, llegó a Florencia. Iba
pensando en lo que le diría para que ella jamás volviera a separarse de él,
para que la «Gioconda» se convirtiese en su única y eterna compañera. Su alma
se llenaba de alegría ante este pensamiento. Parecía que sus cincuenta y cuatro
años eran apenas quince. —Decidme, messer —insistió el hombre—, ¿no habéis acabado aún el
retrato de Monna Lisa?
—No —repuso el artista
frunciendo las cejas—. ¿Qué os importa eso?
— ¡Oh, nada...! Pero... a
veces piensa uno que, después de tres años de llevar trabajando en el mismo
cuadro, es extraño que no le hayáis acabado todavía. Nosotros, ¡pobres
profanos!, le encontramos tan perfecto que no podemos imaginar que se pueda
hacer nada mejor...
Leonardo le miró con
repugnancia. Sintió tal odio por él, que tuvo que esforzarse para no agarrarle
por el cuello y arrojarle al río.
— ¿No sabéis nada, messer Leonardo? — preguntó el miserable, dando a entender
que tenía alguna noticia importante. — ¡Dios mío, es verdad!
Acabáis de llegar y no sabéis todavía nada. ¡Imaginaos qué desgracia! ¡Pobre messer Giocondo! ¡Se ha quedado viudo por tercera vez! Hace
un mes que Monna Lisa ha muerto.
Los ojos de Leonardo se
nublaron. Por un instante creyó que iba a caer. Pero se rehízo en seguida, con
un esfuerzo increíble. Su rostro, cubierto de una ligera palidez, se hizo
impenetrable. Por lo menos, el hombrecillo, que esperaba regocijarse con el
espectáculo de su desesperación, no advirtió nada. Y muy chasqueado, decidió
abandonar su presa, alejándose rápidamente.
En un principio, el
artista creyó que era una invención para ver qué impresión le producía, puesto
que se hablaba desde hacía tiempo de los amores de Leonardo y la «Gioconda».
Pero aquella misma noche lo supo todo. La muerte de M Lisa era una cruel
realidad. Una vez más, el fracaso le hundía en la amargura y la soledad. Ella
desaparecía para siempre, y su retrato quedaba sin concluir, como casi todas
sus obras. Su destino era triste, muy triste. Su corazón sentía un inmenso
vacío, que ya tal vez nada podría llenar. En los diarios de Leonardo se lee esta nota:
«El miércoles, 9 de julio de 1504, a las
siete de la tarde, murió mi padre, ser Piero de Vinci, notario del Podestá.
Tenía ochenta años. Deja diez hijos varones y dos hembras.»
Su padre había dicho
varias veces ante testigos que a su hijo ilegítimo dejaría la misma parte de
herencia que a los demás. Pero es el caso que a la hora del reparto, a él nada
le tocó. Mas cierto usurero, al que Leonardo solía pedir prestado, dando como
garantía la futura herencia, le ofreció comprarle sus derechos en el litigio
con sus hermanos. Leonardo era enemigo de los asuntos de familia y de los
procesos judiciales, pero su situación económica estaba entonces tan embrollada,
que consintió en ello. Y comenzó un pleito escandaloso, que debía durar seis
años, y en el que se sacaron a relucir todas las injustas acusaciones de que
fue víctima Leonardo a lo largo de su vida.
A todo el cúmulo de
sinsabores que se le venía encima, se unió el fracaso del cuadro que pintaba
sobre la batalla de Angieri. Quiso probar por segunda
vez el mismo procedimiento empleado en «La Sagrada Cena», y resultó un nuevo
fracaso, a pesar de añadir perfecciones al sistema. Tuvo que abandonar la obra.
Y fue acusado de estafa contra los bienes del Tesoro, pues había recibido
grandes anticipos de dinero, Quiso restituirle, pidiendo a unos y a otros, pero
ser Piero Soderini se negó a aceptarlo.
Las preocupaciones se
sucedían. Leonardo de Vinci estaba fatigado,
deshecho. Todas sus obras se le escapaban de las manos, desaparecían. Nada
quedaba de todo lo hermoso que ideó su mente y creó su espíritu inquieto.
|
BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |