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BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 15
LA CORTE DE CESAR BORGIA
Durante dos años, gracias
a sus crímenes y traiciones, César Borgia conquistó los antiguos Estados de la
Iglesia, sembrando el terror entre los príncipes italianos, quienes veían
claramente el juego del ambicioso duque. Comprendían que la meta perseguida era
convertirse en dueño y señor absoluto de toda Italia. Y todos, ya prevenidos,
se aprestaron a defender sus pequeños reinos. Leonardo de Vinci era íntimo
e inseparable del malvado Borgia. Lo acompañaba a todas partes, allí donde
habían de tener lugar las más crueles y traidoras batallas. Leonardo levantaba
edificios, escuelas, bibliotecas y cuarteles en las ciudades conquistadas.
Leonardo abría canales, construía fortalezas, fabricaba máquinas de guerra,
dibujaba mapas militares... De una manera inconsciente, absorto en sus
invenciones, el sabio florentino estaba ayudando a su diabólico señor a hacer
verdad el lema del joven Borgia: ¡César o nada!
Yendo de Pésaro a Fano,
para unirse al séquito ducal, Leonardo conoció en una posada del camino a Nicolo Maquiavelo, secretario del Consejo de los Diez de la
República florentina, quien fue insigne estadista y famoso escritor. Desde el
primer momento le chocó el modo de ser y comportarse de aquel hombre singular.
Cuanto más le observaba, más curioso y atrayente le encontraba. Y en cierto
modo, le encontró semejanza con él mismo, porque las ideas que expresaba en voz
alta, sin trabas ni miramientos, coincidían con las suyas. Fue tal la
comprensión que los unió, que decidieron proseguir juntos el viaje, puesto que ambos
tenían el mismo destino: César Borgia. Leonardo, para prestar sus servicios;
Maquiavelo, para negociar con el duque por cuenta de Florencia.
En la ciudad de Fano no
había lugar para hospedarse. Todo estaba ocupado por el ejército y el séquito
del duque. Pero a Leonardo, en su calidad de arquitecto de la corte, le
ofrecieron dos habitaciones en la plaza, cerca de palacio. El artista brindó
una de ellas a Maquiavelo, su compañero de viaje. Apenas estaba instalado, cuando le llegó una orden
firmada por messer Agapito, primer secretario del
duque, ordenándole que al día siguiente se presentase ante Su Alteza, Más
tarde, llegó un camarero de palacio para preguntar si estaba bien servido, si
necesitaba algo más, y para transmitirle los saludos de César, así como un
regalo de bienvenida. No cabía duda de que Leonardo era muy estimado por el
duque.
Al día siguiente, a las once de la noche, Leonardo fue a palacio. Esta era la hora habitual de las audiencias, pues César llevaba una vida singular. En invierno y en verano se acostaba alrededor de las cinco de la mañana. A las cuatro de la tarde se despertaba, se vestía a las cinco, desayunaba en seguida. Y después, se ocupaba de los asuntos de Estado. Rodeaba su vida de un gran misterio. Casi nunca salía de palacio y, cuando lo hacía, iba enmascarado. Sólo se mostraba al pueblo en las grandes solemnidades, y a sus soldados, en las batallas, en los momentos de gran peligro. Pero sus raras apariciones eran siempre como las de un semidiós. Su generosidad era extraordinaria. Se decía que gastaba por lo menos mil ochocientos ducados por día. Cuando pasaba por las calles de las ciudades, las gentes corrían tras él, porque hacía herrar sus caballos con herraduras de plata que, apenas sostenidas, se perdían a propósito en el camino para regalárselas al pueblo. Se decía también que su fuerza física era muy
grande; que un día, en una lucha de toros, César hundió de un sablazo el cráneo
de una de las bestias. Sus manos doblaban las herraduras, torcían barrotes de
hierro y rompían cables. Y al mismo tiempo era un cumplido caballero y árbitro
de la moda mundana. A cien leguas se distinguía su persona, bella, atractiva y
con cierto encanto femenino.
César recibió a Leonardo con la encantadora amabilidad que le era habitual. No permitió que doblara la rodilla. Le apretó amistosamente la mano y le hizo sentar en una butaca. César estaba recostado en la cama, sobre cojines de seda. Inmóvil, impasible, rodaba de una mano a otra, con monótono y lento movimiento, una bola de oro aromatizada, de la que jamás se separaba, lo mismo que de su puñal de Damasco. En la chimenea ardían leños aromáticos, y en los pebeteros perfumes de violetas. Por doquier se veían ornamentos con el toro escarlata o dorado, animal heráldico de los Borgia. Estuvieron hablando largo rato, sobre nuevas
construcciones bélicas que proyectaba César y sobre la próxima conquista de
Florencia, para la que Leonardo había dibujado planos militares con una
perfección inusitada, con un detalle inimitable. El duque estaba muy satisfecho
de su arquitecto. Le sonrió afablemente y le apretó la mano. —Te estoy muy agradecido,
mi Leonardo. Sírveme como lo has hecho hasta aquí y sabré recompensarte. —Y
tras una pausa siguió— ¿Te encuentras bien? ¿Estás satisfecho de tu sueldo?
¿Acaso deseas algo? Ya sabes que estaré muy contento de satisfacer todas tus
peticiones.
Y el artista aprovechó la
ocasión para pedirle audiencia para Maquiavelo, que le había acompañado hasta
palacio.
— ¿Qué opinas de messer Maquiavelo, Leonardo? — preguntó César.
—Yo creo, alteza, que es
uno de los hombres más inteligentes que he conocido en mi vida.
—Sí, es inteligente, y es
un hombre honrado, aunque él se imagine ser el más pérfido de los hombres —dijo
el duque—. Siempre le he deseado el bien, y tanto más hoy que sé que es amigo
tuyo. Bien; que venga a verme si tanto lo desea. Dile que me alegraré de
recibirle.
—Gracias, alteza.
Leonardo y Maquiavelo se
habían hecho grandes amigos. Uno a otro se confiaba sus cuitas. Charlaban,
discutían agriamente, para volverse a estrechar las manos en seguida. Y así
pasaban los días en aquel ambiente cortesano, donde todo olía a trampa,
traición, pólvora.
Desde que Leonardo estaba
al servicio de César, su vida era trashumante. No paraba mucho tiempo en un
mismo lugar. Siempre de ciudad en ciudad, de campo en campo.
El 31 de diciembre de
1502 abandonaron nuevamente la ciudad de Fano, para proseguir sus conquistas.
La carrera de César hacia la meta era triunfal. Cada uno de sus éxitos, incluso
los más ruidosos, se asentaba en una traición. Pero era tal el poder que
adquiría que nadie se atrevía a obstaculizar su camino.
En el mes de marzo de 1503, el joven Borgia regresó a Roma. Fue recibido como un auténtico héroe, aclamado por la multitud, vitoreado por el ejército. ¿Y sabéis quién estaba entre la multitud, contemplando en silencio el fastuoso espectáculo del triunfo del pérfido y «afable» César Borgia? Pues Giovanni Beltraffio, que acababa de llegar de Florencia para reunirse con el maestro. En efecto. Leonardo poseía una viña cerca de Florencia. Uno de sus vecinos quiso quitarle parte de ella y comenzó un proceso contra él. Como el artista estaba en Roma, enfrascado en la multitud de asuntos que le encargaba de continuo César, confió el asunto a Giovanni, fiel discípulo suyo. Pero al fin le pidió que abandonara el asunto y viniera a Roma. Quería tenerle a su lado. Por aquel entonces, Leonardo estudiaba anatomía en el hospital del Sancto Spirito, y Giovanni le ayudaba. Alguna vez le acompañaba también al Vaticano, palacio del papa Borgia Alejandro VI, a donde debía acudir con frecuencia Leonardo, por razón de sus servicios al duque de Valentinois, puesto que éste residía en el palacio papal. Durante esta época pintó su «San Jerónimo». En
una caverna, un ermitaño, arrodillado y con los ojos vueltos hacia el
Crucifijo, se golpea el pecho con una piedra tan violentamente, que un león
sumiso y a sus pies parece mirarle asombrado, con las fauces abiertas y rugir
con tristeza, como si la bestia tuviese piedad del hombre.
Con la llegada del
verano, arribó a Roma una terrible enfermedad: la malaria. Las gentes morían
sin remedio. Cada día la epidemia estaba más extendida. Y a pesar de las
precauciones, las fiebres se introdujeron en el Vaticano. No pasaba día sin que
muriese alguno de los cardenales, camarlengos, obispos... Hasta que, por fin,
el papa Alejandro VI sucumbió también, desapareciendo con él el poder de los
Borgia en el Pontificado. En el mismo
instante en que el Papa agonizaba, César estaba también entre la vida y la
muerte. Pero parece que, debido a un extraordinario esfuerzo de su voluntad,
logró triunfar de la enfermedad. Ni un solo día perdió la noción de su poder e
importancia. Escuchaba los informes, dictaba cartas, daba órdenes... Pero la
muerte del Papa y su propia enfermedad, conocidas en toda Italia, fueron causas
de que todo lo conquistado hasta entonces se derrumbara tristemente. Los
príncipes, a los que venció con traiciones, se rebelaron contra él. A pesar de
la calma que conservaba César, «el gran domador del destino» según la expresión de Maquiavelo, comprendió que la
suerte le abandonaba. Todos le traicionaban. Todo se hundía a su alrededor.
Entre tanto, Leonardo se
mantenía al margen de estos desagradables acontecimientos. Trabajaba con
ilusión en un cuadro, que comenzó tiempo antes, encargo de unos frailes de
Florencia, para la iglesia de Santa María de la Annunciata.
En medio de una pradera, sobre una colina, la Virgen María, sentada sobre las
rodillas de su madre, Santa Ana, sostenía al Niño Jesús, que, atrapando a un
cordero por las orejas, le inclinaba hacia el suelo y, con traviesa vivacidad,
levantaba la piernecita para montar sobre él.
Al mismo tiempo, el
ilustre maestro dibujaba máquinas, grúas, hombres, instrumentos para estirar el
alambre, aserrar la piedra, fabricar barrotes de hierro, tejer y hacer maromas
o alfarería. Es decir, se aplicaba en todo lo que su inquietud le pedía, aun
sin saber si todo aquello que imaginaba llegaría a ser útil algún día.
Sin embargo, a pesar de
esta febril actividad, Leonardo de Vinci comprendía
que su estrella se apagaba al mismo tiempo que dejaba de brillar la de César
Borgia. Sus servicios en una corte que se extinguía no serían necesarios, y él
se vería obligado a buscar nuevamente un refugio para su persona, su arte y su
ingenio. Su peregrinaje no parecía tener fin. Comenzó con la caída del Moro,
tres años antes, y sólo Dios sabía cuándo acabaría.
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