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BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 12
LA MAQUINA VOLADORA DE LEONARDO DE VINCI
La miseria que le rodeaba
no impedía que el genial florentino siguiera empeñado en dar solución a los más
inverosímiles problemas. Y uno de ellos, el que quizá más le apasionaba, era la
navegación aérea.
«Si el águila, no obstante su peso, se
mantiene con sus alas en el espacio. Si grandes barcos se mueven, con sus
velas, sobre el mar, ¿por qué el hombre no podría cruzar el aire provisto de
alas, dominar el viento y elevarse victoriosamente a las alturas?»
Esta era la clave de su
preocupación. Y lo más curioso es que había contagiado sus ilusiones al
mecánico Zoroastro, asegurándole que él sería el primer hombre que volaría. El
pobre hombre no vivía desde que supo que llegaría a volar. Esperaba anhelante
el momento de remontarse. Y no dejaba en paz al maestro, atosigándole para que
diera fin a su obra lo más rápidamente posible.
Leonardo pasaba días y
noches enteras sin salir de su cuarto de trabajo, enfrascado en millares de
cifras, cálculos y dibujos. Cuando no le salían las cuentas, escribía al margen
de la página en cuestión: «Falso». Y a su lado, en gruesos
caracteres, imprecaciones parecidas a ésta: «¡Al
diablo!» Pero esto sólo era
cuando llegaba al colmo de la paciencia. Por lo regular, guardaba la cólera muy
dentro de su corazón.
En el cuarto podían hallarse
las cosas más inverosímiles. Aparatos e instrumentos de astronomía, de física,
química, mecánica y anatomía. Ruedas, poleas, resortes, tornillos, tubos,
reglas, arcos, émbolos y otros instrumentos de acero, cobre, hierro, cristal...
Una campana de buzo, un gran aparato óptico, el esqueleto de un caballo, un
cocodrilo disecado, raquetas puntiagudas en forma de barca para navegar... ¡Qué
tremenda barahúnda! Remataba el singular panorama un horno provisto de fuelles
de forja, en el que ardían brasas bajo la ceniza. ¡Ah! Y no hay que olvidar la
célebre máquina voladora que estaba construyendo, la cual era tan grande que
iba desde el suelo hasta el techo. De esta máquina solía no separarse jamás
Zoroastro. La quería casi tanto como a sí mismo. Y es que su afán por volar era
extraordinario.
—Dejadme probar ya, messer —suplicaba el corpulento mecánico—. Estoy seguro que
he de volar.
—Un poco más de
paciencia, amigo. Todo llegará.
Pero Zoroastro insistía
una y otra vez. Leonardo seguía con sus estudios, los que no acababa de rematar
nunca. Cuando hubo terminado su máquina, decidió
presentar el proyecto a los sabios de la Universidad de Pavía, en un nuevo
intento de ser comprendido. Los desengaños, al parecer, aún no le habían
curtido bastante. Ansiaba comunicar a los demás su sabiduría.
La máquina era como un
murciélago gigantesco. Las alas estaban formadas por cinco dedos cada una, como
la mano de un esqueleto, con varias articulaciones. Tendones de cuero curtido y
cordoncillos de seda en bruto imitaban los músculos que, actuando sobre palancas
y poleas, unían los dedos. Una varilla movible y una biela movían el ala. La
superficie de ésta era de tafetán almidonado, impermeable al aire y, como la
membrana de las patas de las aves, podía reducirse o extenderse. Cuatro alas se
movían en cruz, como las patas de un caballo.
Tenían cuarenta codos de
largo y ocho de alto. Se movían hacia atrás para tomar impulso, y luego bajaban
para elevar la máquina en el aire. El hombre iba de pie sobre unos estribos que
ponían en movimiento las alas, con ayuda de cuerdas, poleas y palancas. La
cabeza gobernaba el enorme timón adornado de plumas, a manera de la cola de un
pájaro.
Los científicos, después de examinar detenidamente el aparato, declararon que era un absurdo. Pero Leonardo estaba empeñado en justificar su invento y en demostrar la ignorancia de quienes le impugnaban. Para ello estableció un paralelo entre el vuelo de los pájaros y la manera como había concebido la teoría de su avión. Los pájaros se sostienen en el aire porque, aun cuando son más pesados que el aire, éste se convierte en mucho más denso bajo las alas. Murmullo de protestas.
—¿Y habéis conseguido
volar, messer Leonardo? — preguntó uno.
—No. Y dudo que llegue a
hacerlo con un aparato como éste. No he conseguido dar todavía con un sistema
suficientemente perfeccionado. Ocurre que a veces la concordancia entre la
teoría y la práctica depende de cualquier detalle que se escapa. Hay que
buscarlo.
—Entonces, ¿dónde ha ido
a parar vuestro principio fundamental de que los hechos positivos deben preceder
a la hipótesis?
—Sigue en el mismo sitio,
señores, puesto que he construido un aparato en miniatura, al que he podido
remontar en el aire.
—¿Podemos verle
funcionar? —preguntaron, picados por la curiosidad, los incrédulos sabios. De un armario sacó un pequeño aparato construido de papel y alambre, le dio cuerda y lo soltó. La maquinita recorrió todo el espacio de la estancia. Llenos de pavor, los sabios se apartaron a un rincón, sin dar crédito a sus ojos. El aparatito era nada menos que un helicóptero,
avión que se sostiene en el aire por la acción directa de hélices de eje
vertical.
—No lo dudéis, señores —afirmó Leonardo—. Este aparato, construido según los principios del tornillo, daría grandes resultados en modelos de mayor tamaño, empleando para revestirle, sobre una ligera armazón metálica, una tela sutil y perfectamente dispuesta, dando vueltas con rapidez, y el aire haría las funciones de una tuerca. Entonces, la máquina se remontaría perforando el espacio, igual que una barrena atravesando un bloque de madera. Las protestas se convirtieron en sonrisitas
irónicas.
—¿Y habéis pensado en
procurar un salvavidas a quien se atreva a subir en ese aparato? — preguntó uno
con cierto tonillo de sorna.
—Así es, messer. Si un hombre se sirve de un pabellón de lienzo
rígido e impermeable, de doce codos de altura y diez de diámetro, podrá tirarse
de una torre, por alta que sea, sin hacerse daño alguno.
Leonardo de Vinci acababa de exponer el paracaídas, adelantándose en
siglos a la realización de tal proeza; pero los científicos, en vez de
replicarle, comenzaron a abandonar la casa, sin siquiera despedirse. En el
estudio quedaron tan sólo Leonardo y uno de los sabios.
—¿Qué les ha pasado? No
comprendo... — dijo estupefacto.
—Os toman por brujo, messer Leonardo.
—¿Y vos? — preguntó con
amargura el maestro, hundiendo abatido la cabeza.
—Yo no creo en brujas, messer. Pero decidme, ¿habéis estudiado las corrientes
aéreas para regular vuestra máquina a sus leyes?
—Sí. Me he basado en los principios que rigen las corrientes marinas —explicó Leonardo, animado nuevamente—. Si arrojáis al agua dos piedras de igual volumen, una después de otra, veréis que se forman en la superficie círculos distintos. Llega un momento en que el primero,
ensanchándose gradualmente, se encuentra con el segundo. Ambos se cruzarán,
permaneciendo, no obstante, uno distinto del otro, mas los centros respectivos persisten en los puntos donde cayeron las piedras
primeramente. Cuando el viento sopla sobre las mieses, observad cómo las
espigas oscilan unas tras otras, mientras los tallos se inclinan sin doblarse.
De la misma manera se propagan las ondas en la superficie del mar, que
permanece quieta. La ligera agitación producida por la piedra es, más bien que
movimiento, temblor de agua. Comprobadlo
poniendo una pajita en los círculos que se ensanchan, y observaréis cómo
oscila, pero sin separarse de su lugar primitivo. Ahora bien, aplicando a las
capas atmosféricas lo observado en el agua, veréis que cuando toca una campana,
responde la campana vecina con un débil tembleteo o con un sordo retumbo. La
cuerda que vibra en el laúd hace vibrar en el laúd vecino la cuerda que da la
misma nota. Y si sobre esta última cuerda se pone una pajita, la veréis
temblar.
El catedrático, que había
estado escuchando en profundo silencio, sin atreverse casi ni a respirar,
miraba a Leonardo como si estuviese fascinado por sus palabras. Y realmente lo
estaba.
—¡Oh, maestro! —exclamó—.
Me habéis convencido. ¡Sois un sabio!
—Gracias — repuso el
florentino, sonriendo con modestia.
—No concibo que personas
cultas puedan tomaros por brujo.
—Yo tampoco, señor.
Claro que resultaba
incomprensible que llamaran brujo a aquel hombre que, con sus experiencias,
estaba descubriendo las bases fundamentales de los más fantásticos inventos contemporáneos.
Es seguro que si Leonardo de Vinci pudiera resucitar
y ver los adelantos conseguidos hasta el actual siglo, no se asombraría de
nada. Su mente portentosa los había previsto todos, o casi todos, aunque en su
forma más rudimentaria, como es lógico. Y como precursora de la aviación, la máquina voladora
quedó sin poder usarse prácticamente, con todo el dolor de Zoroastro, que veía
fallidas sus caras ilusiones. No obstante, Leonardo seguía investigando, en
busca de aquel pequeño detalle que le privaba de llevar a la práctica lo que
él, en su mente, veía tan claro y seguro.
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