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BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 10
EL CLAVO SAGRADO
Algunos días después que
Ludovico el Moro conseguía su gran anhelo de verse proclamado públicamente
duque de Milán, se anunció que la más santa reliquia de Milán, uno de los
clavos con que clavaron a Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz, iba a ser
solemnemente transferido a la catedral. Moro esperaba que con esta ceremonia el
pueblo quedaría complacido y su poder y su trono asegurados para siempre.
Pero veamos qué opinaba
el pueblo. Vayamos silenciosamente a una de las sencillas tabernas de la
ciudad, entremos, y situémonos detrás de un par de ancianos que hablan con
mucha animación. Beben buen vino, y sus lenguas se sueltan con facilidad.
— ¿Sabes una cosa? Moro,
el bandido, el asesino, el usurpador del trono, el que seduce al pueblo con
fiestas humillantes, quiere ahora asegurar su trono con la ayuda del Clavo
Sagrado. ¿Y sabes a quién han encargado la construcción del mecanismo que debe
elevar el Clavo hasta la cúpula central de la catedral, por encima del altar?
— ¿A quién? — preguntó el
otro, que estaba muy atento.
— ¡Al florentino Leonardo de Vinci!
— ¿A ese que ha
envenenado al joven duque con unas frutas?
—Al mismo. Es un brujo,
un hereje, un ateo... Dicen que es agente y precursor del Anticristo.
— ¡Qué barbaridad!
—Dicen también que ese
Leonardo roba los cuerpos de los ahorcados, los corta, los vacía y saca las
tripas. Lo ha dicho el mismo verdugo.
—Bueno, eso es una
ciencia que se llama anatomía. Muchos afirman que es un gran sabio.
— ¡Bah! ¡Es un brujo! Ha
inventado una máquina para volar por los aires con alas de pájaro, y desciende
al fondo de los mares en olla campana de cristal. Te digo que es un brujo. Y me
revuelve las tripas pensar que el Sagrado Clavo estará en casa de ese hombre.
¡La Sagrada Reliquia en casa de un hereje!
En efecto. En su taller, Leonardo trabajaba en la construcción de esa máquina que debía elevar el Clavo Sagrado. Cuando le llevaron la reliquia a casa, la pesó en su balanza con precisión matemática y la midió. Y luego se enfrascó en una serie interminable de cálculos, cuerdas, palancas, ruedas y poleas. Zoroastro fabricaba una caja redonda, con cristales y rayos dorados, donde debía reposar la reliquia. Giovanni, sentado en un rincón, los observaba en silencio. De pronto sonaron unos fuertes golpes en la
puerta. Y con ellos, se mezclaban el canto de los salmos, las imprecaciones y
el clamor de una multitud furiosa. Giovanni
y Zoroastro corrieron a ver qué ocurría. La cocinera Maturina saltó del lecho, a medio vestir y desgreñada, comenzando a gritar, al tiempo
que irrumpía en el taller:
— ¡Bandidos! ¡Socorro!
¡Ten piedad de nosotros, Virgen Santa!
Marco d'Oggione,
con un arcabuz en la mano, entró, cerrando apresuradamente las maderas de las
ventanas.
— ¿Qué ocurre, Marco? —
preguntó el maestro.
—No sé. Unos miserables
que quieren forzar la puerta.
—Pero ¿qué es lo que
quieren? Habrá que hablar con ellos.
—No lo hagáis, messer. Es chusma enloquecida. Parece ser que piden el
Clavo Sagrado.
—Yo no lo tengo. Lo tiene
en su poder el arzobispo Arcimbaldo.
—Ya lo he dicho, señor.
Pero no atienden a razones. Parecen locos. Tratan a Vuestra Gracia de brujo, de
impío, de Anticristo; os acusan de envenenador del duque Gian Galeazzo...
En la calle los gritos y
los golpes en la puerta iban en aumento. Difícil sería contener aquella riada de posesos.
— ¡Abrid! ¡Abrid pronto o
pegaremos fuego a vuestra infame caverna! ¡Espera, que ya te cogeremos,
Leonardo maldito!
Jacopo, el pillete que hacía las veces de
criado, intentó saltar de la ventana al patio. Pero Leonardo le retuvo por la
chaqueta.
— ¿Dónde vas?
—A buscar a la Guardia, messer. A esta hora la ronda del capitán de Milicias no
anda lejos de aquí
—Vamos, Jacopo, por Dios. Comprende que si te cogen te matan.
— ¡No me cogerán!
—insistió el chiquillo—. Voy a pasar por encima de la tapia al huerto de monna Trulla, luego saltaré el foso donde hay hierba
crecida y me escaparé por detrás de las casas. Y si me matan, más vale que sea
a mí y no a vos. Y
sonriendo a Leonardo, tierna y animosamente, el mozuelo escapó de sus manos,
saltó por la ventana y desde el patio gritó:
— ¡Yo arreglaré el
asunto! ¡No paséis cuidado!
— ¡Es un bribonzuelo! ¡Un
verdadero demonio! —dijo la cocinera Maturina—. Pero
es muy servicial en la desgracia. Puede que verdaderamente nos saque del apuro.
Leonardo movió la cabeza
tristemente.
En una de las ventanas
superiores se oyó un ruido de cristales rotos. Maturina,
muerta de miedo y gimiendo como un condenado, quiso buscar refugio seguro. Mas
como en la oscuridad no pudo ver, rodó como una pelota escaleras abajo, yendo a
parar a la cueva de la casa. Luego contó que se había escondido en un tonel
vacío, de donde no pensaba salir hasta que hubiera terminado el jaleo. Y así lo
hizo. Marco corrió a cerrar las ventanas del piso superior. Giovanni se sentó
de nuevo en un rincón. Estaba pálido, desfallecido, como indiferente a todo lo
que le rodeaba. Pero repentinamente, al observar a Leonardo, se aproximó a él y
cayó de rodillas ante el asombrado maestro.
— ¿Qué tienes? ¿Qué
sucede, Giovanni?
—Dicen, maestro... No los
creo... Pero, decid... ¡Por el amor de Dios, decídmelo vos mismo! ... No pudo
acabar. Estaba sofocado por la emoción que le dominaba.
— ¿Te preguntas si dicen
verdad al acusarme de ser un asesino? dijo Leonardo con triste sonrisa.
—¡Una palabra, una sola
palabra de vuestra boca, maestro! — suplicó el discípulo.
— ¿Qué puedo decirte,
amigo mío? ¿Para qué? Puesto que has podido dudar, no me creerías.
— ¡Oh, messer Leonardo! No sé qué tengo... ¡Sufro tanto!
¡Ayudadme! ¡Tened piedad de mí! No puedo más. Decidme que no es verdad cuanto
afirman. Os juro que he de creeros. Bien sabe Dios quo no miento.
Leonardo guardó silencio.
Más al fin dijo, con voz trémula:
—Tú también estás con
ellos y contra mí.
La casa se estremecía
bajo el fragor de los brutales golpes. Alguien había comenzado a derribar la
puerta a golpes de hacha. Leonardo escuchaba atento el clamor del populacho
desatado. Su rostro permanecía impenetrable, tranquilo. Pero, repentinamente,
su corazón fue presa de una íntima tristeza, del sentimiento de una soledad
infinita. Inclinó la cabeza. Y con gesto resignado, murmuró, como antes hiciera
Gian María Galeazzo en su lecho de muerte:
— ¡Hágase tu voluntad!
El pequeño Jacopo había podido avisar al capitán de la Milicia. Los
condujo hasta la casa de Leonardo, y los soldados cargaron contra el populacho
en el momento en que ya las puertas de la casa cedían al brutal ataque de los
amotinados. Estos huyeron despavoridos, olvidándose a la vista de los soldados
del objeto que los llevó hasta allí. Y al poco, la tranquilidad volvió a reinar
en casa de Leonardo. Pero... En
la vida del genial artista no podía existir la paz completa. El fiel Jacopo resultó herido en la cabeza, y la muerte se lo llevó
para siempre.
Fue la única víctima de
aquel injusto motín. Fue la prenda inocente que dio su vida a cambio de la del
genio florentino. Este, sosteniendo en sus brazos el cuerpo del chiquillo, miró
a los que le rodeaban silenciosos. Y escondiendo las lágrimas que brillaban en
sus ojos azules, se encaminó hacia una de las habitaciones, en donde dejó al
infeliz Jacopo. Luego, se sumió en una de sus
profundas meditaciones. Se preguntaba, sin hallar respuesta, por qué había sido
voluntad del Señor que muriese su pequeño compañero de travesuras, su
bribonzuelo criado, en aquella refriega tan brutal como injusta. Y una vez más
tuvo que conformarse a no encontrar la explicación lógica. Se resignó a seguir
siendo tratado injustamente, como le sucedía desde su más tierna infancia. A su
alrededor sentía un vacío glacial. Estaba solo, completamente solo.
Días más tarde se celebró en la catedral la fiesta del Sagrado Clavo. La Santa Reliquia fue ascendida a la cúpula en el momento determinado por los astrólogos, seres que en aquella época supersticiosa mandaban a su antojo. La máquina construida por Leonardo funcionó
perfectamente. No se veían cuerdas ni poleas. La urna de cristal, con rayos de
oro, en la que el Clavo iba guardado, parecía elevarse por sí sola, entre una
nube de incienso, semejante al sol cuando sale y se alza en el horizonte. La
máquina era un auténtico prodigio de la mecánica.
El relicario se detuvo,
al fin, en medio de la oscura bóveda, por encima del altar mayor de la
catedral, alumbrado por cinco lámparas. El obispo cantó unos salmos. Y el
pueblo cayó de rodillas repitiendo:
— ¡Aleluya!
El Moro, el usurpador del
trono, el asesino del duque Gian María, levantó los ojos, hipócritamente llenos
de lágrimas, y los brazos hacia el Clavo Sagrado.
Terminada la ceremonia,
en la plaza, se repartió entre el pueblo carne y vino, cinco mil medidas de
guisantes y siete mil libras de tocino. El populacho, olvidando al duque
asesinado vilmente, se divertía bailando y gritando:
— ¡Viva Moro!
Al salir de la catedral,
el duque se aproximó a Leonardo y le abrazó efusivo.
— ¡Bravo, messer Leonardo! ¡Ha sido un triunfo! ¡Vos sois mi
Arquímedes! — exclamaba satisfecho.
—Vuestra Serenidad es muy
generoso conmigo—agradeció el artista.
—Y lo seré más, amigo
mío. Para que veáis que os estoy de lo más agradecido por haber construido tan
maravillosa máquina, prometo regalaros una yegua árabe de la caballeriza sforzesca, que ya sabéis tiene fama de
espléndida.
—Así es, alteza.
— ¡Ah! Y, además, os
prometo dos mil ducados imperiales.
Y dándole unos golpecitos
amistosos en el hombro, acabó por decirle que terminase cuando quisiera el
rostro de Cristo en La Sagrada Cena. A un genio como él se le podía perdonar
toda tardanza.
—Gracias, alteza, muchas
gracias.
Aquella misma noche,
Giovanni Beltraffio, que seguía debatiéndose en un
espantoso mar de dudas, tomó una decisión. Era preciso salir de aquella casa,
huir de aquel hombre que le turbaba de manera tan inexplicable, hundiéndole en
confusiones y vacilaciones. Nunca podría comprenderle. Era mejor escapar. Se levantó de la cama
e hizo un envoltorio con sus vestidos y cogió su bastón de viaje y bajó al
taller. Sobre la mesa de trabajo del maestro dejó treinta florines, precio de
sus seis últimos meses de estudio. Para conseguirlos había vendido la sortija
con una esmeralda que le regaló su madre antes de morir, y de la que jamás se había
separado. Sin despedirse de nadie, mientras todos dormían, salió para siempre
de casa de Leonardo de Vinci. Sabía a dónde iba.
Quería irse con fray Benedetto, el maestro que tuvo antes de conocer a
Leonardo. En su compañía, partió dos días después hacia Florencia y allí entró
como novicio en el convento de San Marcos, donde pensaba aclarar de una vez
para siempre las dudas que le atormentaban, desde que vivía junto a Leonardo,
al que no sabía si juzgar como santo varón o un terrible demonio.
La injusticia e
incomprensión humanas seguían su camino. Leonardo de Vinci se iba quedando solo. Hasta los que se decían sus mejores amigos le
abandonaban. ¡Qué triste y amargo destino el suyo! Un año y pico después,
a fines del carnaval de 1486, Leonardo fue a Florencia nuevamente por encargo
de Ludovico, para comprar varias obras de arte. Y allí quiso la casualidad que
volviera a encontrarse Giovanni Beltraffio,
convertido en novicio. En cuanto le vio, el muchacho quiso decirle que, durante
aquel año, había sufrido horribles dudas, más tremendas que las que le
atormentaban cuando vivía a su lado. Parecía que al fin había comprendido que
las gentes eran injustas al acusarle y zaherirle.
— ¿Por qué me
abandonaste, Giovanni?
— ¡Perdonadme, maestro! —
exclamó Giovanni, echándose a llorar.
—No eres culpable de nada
respecto a mí, hijo. Fueron las circunstancias.
Los ojos del muchacho
revelaban las angustias sufridas. Había una mirada desesperada en ellos.
Leonardo comprendió que el camino del convento no era el que le satisfacía, que
el arte le arrastraba con más fuerza. No le preguntó nada. Le puso la mano
sobre la cabeza, y le dijo con una sonrisa de infinita piedad:
— ¡Que el Señor te ayude,
pobre niño! Sabes que siempre te he querido como a un hijo. Si quieres volver a
ser mi discípulo, te recibiré con alegría.
Y, como hablando para sí,
con esa brevedad enigmática y púdica con que acostumbraba a expresar sus
pensamientos íntimos, añadió:
—Cuanto más hondo es
nuestro corazón, más grandes son nuestros dolores.
Una infinita serenidad
envolvió a maestro y discípulo. Nuevamente habían vuelto a encontrarse, y ya
para un largo camino. Leonardo sintió que en su corazón nacía un canto de
agradecimiento. Uno de los que le abandonaron regresaba a su lado. Era una
bondad del Señor.
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