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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPITULO VII

VELEIDOSA CONDUCTA POLITICA DE GODOY EN EL ASUNTO DE LA GUERRA CON FRANCIA. — NEGOCIACIONES QUE PRECEDIERON A LA PAZ DE BASILEA, Y SU AJUSTE DEFINITIVO. REFLEXIONES SOBRE ESTE TRATADO Y SOBRE EL TÍTULO DE PRÍNCIPE DE LA PAZ QUE CON ESTE MOTIVO FUE DADO A GODOY.

 

La paz de Basilea ha sido considerada por la mayor parte de los escritores como una de las causas mas influyentes en las desgracias políticas que sobrevinieron a España, y preciso será examinar este acontecimiento importante bajo todos sus puntos de vista para poder inferir con acierto las consecuencias que de él hubieron de emanar.

Nuestros lectores recordarán que al hablar de la memorable sesión en que tan vivo y enérgico debate medió entre el duque de la Alcudia y el conde de Aranda, convinimos en conceder la justicia con que España hacía la guerra a la república, a la par que reconocimos lo impolítico, ruinoso y arriesgado de semejante lucha. El éxito de las armas que tan tristemente dejó confirmados los temores que el ilustre conde tenía, comenzó a abrir los ojos del que tan tenaz empeño había puesto en llevar adelante su sistema de hostilidad; y bien que estemos persuadidos de que la paz de Basilea, considerada en sí misma, nada tuvo de indecoroso para España, no podemos decir otro tanto por lo que dice al hombre que entonces regía los destinos de la nación, habiendo sido la paz para él, en nuestro concepto, una verdadera y vergonzosa retractación de todos sus actos anteriores. Causa sorpresa en efecto el violento cambio de conducta que después de la paz mencionada tuvo lugar en el favorito, siendo vanos todos sus esfuerzos para nacernos creer que esa mutación tan chocante fue hija de la modificación en la marcha política adoptada por la república después del 9 thermidor, en cuyo día cayó por tierra la cabeza del sanguinario Robespierre, juntamente con el sistema de terror en él personificado. En primer lugar, esa mutación de la política republicana en que el príncipe de la Paz pretende fundar su grande argumento para justificar su veleidosa y poco segura conducta como hombre de Estado, fue menos real y efectiva que aparente y deslumbradora; y en segundo, es fácil de demostrar con palabras terminantes del mismo personaje a quien aludimos, no haber sido el tal cambio la razón primordial del suyo, sino la íntima persuasión en que por fin vino a caer de que la continuación de las hostilidades era un yerro gravísimo y de las peores consecuencias, como el decano del consejo había tantas veces y tan en vano repetido. En un país cons­titucional, y aun en cualquiera otro regido por un sistema absoluto, pero de un modo menos ciego que el nuestro bajo Carlos IV, la paz que por último se  hubo de entablar, hubiera producido la caída inmediata del ministro que tanto empeño había puesto en seguir la lid a todo trance, toda vez que semejante cambio de cosas era la condenación mas explicita del sistema seguido anteriormente, y de que él se había constituido en paladín y mantenedor; pero el monarca que le había confiado su gobernalle y el del país se hallaba ya completamente fascinado en presencia de su hechura; y si mérito había sido para él el espíritu hostil de que su favorito se hallara animado contra Francia, mérito le fue también su retorno a las miras pacíficas que antes había contrariado, y su buena armonía y correspondencia con aquella república maldecida y de tantas maneras execrada.

Hemos dicho que la paz de Basilea no fue otra cosa sino una verdadera y vergonzosa retractación del primitivo sistema seguido por Godoy, y como nunca hemos de aventurar aserto alguno sin justificarlo con datos, el lector nos permitirá que citemos algún ejemplo de las muchas veleidades en que el príncipe de la Paz incurre; bien entendido que por más que nos repugne verificar tan enojosa tarea, nuestro deber como historiadores nos obliga a arrostrarla, estando muy lejos de nuestra intención agravar los padecimientos de un hombre que por muchos errores que haya cometido, ha venido a espiarlos después en la desgracia final que le acarrearon y que tan duramente continúa pesando sobre su cabeza.

«Todos saben (dice D. Manuel Godoy en sus Memorias, parte primera, cap. 25) cuál fue la gran jornada del 9 de thermidor, año 11 de la república francesa (27 de julio de 1794). Los hombres que asombraron a Europa con sus doctrinas y sus crímenes, derribados sus jefes en aquel gran día memorable de los acontecimientos franceses, vieron caer sin más retorno el espantoso poder de las masas, (oclocracia). Francia toda, fuerte y engreída como se hallaba por sus triunfos, se indignaba no obstante de sufrir el desvío de los pueblos civilizados por los principios execrables con que la deshonraban sus tirano : el partido vencedor comprendió la necesidad de hacerse amigos de los gobiernos y afirmarse obedeciendo al voto de Francia. A más de esto, la revolución francesa era ya un hecho consumado que legitimaron las armas, postrer razón de las naciones. Sucedido así, y atendida la mejora de ideas y de propósitos que produjo aquella crisis, convenía no estorbarla. Francia había sufrido la opresión interior por salvar como nación su independencia: libre a un tiempo mismo del furor de sus doctrinas y del poder violento de sus duros opresores, un solo motivo, cual seria otra vez el peligro de perder aquel bien que había salvado, podía resucitar el terrorismo y habilitar de nuevo a aquellos hombres. Entre cadenas propias o cadenas del extranjero, Francia había probado su voluntad de resignarse a las primeras, antes que recibir un yugo impuesto por el poder ajeno. Mientras peli­graban los pueblos por el malvado ejemplo que ofrecían los desusados crímenes de la revolución francesa; mientras eran de temer las sugestiones pérfidas con que los autores de aquel drama espantoso trabajaban por buscar cómplices en las demás naciones; mientras intentaban, en fin, abrir paso a sus doctrinas por las armas o imponer a Europa su frenética dictadura, la coalición fue justa y necesaria; sus deberes sagrados. Pero vuelta en sí Francia y diezmados de su propia mano los tiranos que convirtieron el poder en instrumento de destrucción contra propios y extraños, puesta en guerra ella misma contra los restos de aquella asociación de antropófagos, y hechas menos temibles las teorías sediciosas por los vivos desengaños que presentó su aplicación dentro y fuera de la república, la coalición debió hacer alto y aguardar el suceso de la feliz reacción que se mostraba. Sin enemigos que combatir en el exterior, el valor de los ánimos se habría vuelto todo entero contra los enemigos interiores, y el instinto del orden, la sed de justicia, el cansancio de la anarquía, el sentimiento religioso indestructible, el poder de los antiguos hábitos, y la luz más que todo, la reciente lección de la experiencia, habrían hecho reedificar sobre bases estables bien trazadas el gobierno monárquico, dando fin a tantos males. En ninguna época de la revolución tuvo el reinado mas partido que en aquellos días en que levantado el azote, abiertas las prisiones, libre el dolor para quejarse, reconocido el estrago, y tomadas en cuenta tantas victimas incontables de las pasiones desaladas, la impresión poderosa de tan recias calamidades persuadía el solo medio indefectible de impedir su vuelta restaurando la monarquía. La desgracia fue, que a los gobiernos que se unieron para la guerra, no les fue dado concertarse para la paz del mismo modo, porque no plugo a la fortuna equilibrar los bienes y los males de la lucha que fue empeñada, sucediéndose tristemente a la querella de principios la querella de intereses, harto más difícil de acallarse. La victoria dio a Francia adquisiciones codiciables que su propia seguridad, otro tanto como su gloria, le aconsejaban que guardase, mientras el interés y el honor de los vencidos exigía su rescate. Esta dura fatalidad de los sucesos alargando el conflicto de las armas, alargaba también la vida a la república.»

Poco perspicaz se necesita ser para reconocer en este largo párrafo una consideración o pensamiento que predomina a todos los demás, cual es la condenación mas explicita de todo lo que su autor había dicho en pro de la guerra en la sesión que produjo por resultado final el destierro del conde de Aranda. En él vemos confesada la triste verdad de no haber servido las armas sino para afirmar la anarquía, y que el único medio de volver a dejarla establecida en Francia consistía en seguir adelante la coalición. ¿Cómo se compone esto con aquello de “Francia está oprimida, y esta guerra podrá salvarla cuando no produzca otro efecto que animarla a sacudir el yugo que desde la parte de adentro la destroza y desde el exterior le concita la enemistad de todo el mundo”, palabras terminantes pronunciadas por él, según su misma deposición, en la memorable sesión del debate? ¿Cómo se compone con aquellas otras “sí el buen éxito de esta lucha no es seguro, es probable a lo menos etc. etc.?”. Verdad es que aun en medio de esas palabras dejó siempre entrever la posibilidad de que las cosas sucediesen muy al contrario de lo que entonces au­guraba; pero claro y palpable está lo poco que le asustaba semejante posibilidad cuando tan enérgicamente se decidió por la guerra. Y por más que el príncipe de la Paz se empeñe ahora en decir, como para salvar su diverso modo de ver las cosas en esta ocasión, que la coalición hizo bien en combatir a la república mientras duraba el horrible sistema ensayado por los terroristas, nunca nos podrá persuadir de que no hubiera obrado con mejor acuerdo en dejar destruirse aquellos monstruos, en vez de robustecer su terrible predominio a la sombra del peligro común de que todos los franceses se vieron amenazados. Demas de esto, si la feliz reacción que se mostraba después del 9 thermidor era una razón tan poderosa para que la coalición hiciese alto y para que aguardase el suceso de un cambio semejante, reacción hubo también , y reacción formidable , el año 1793 cuando se verificó la insurrección departamental unida al levantamiento en masa de los realistas del oeste. ¿Por qué, pues, no hicieron entonces alto las armas, para por este medio conseguir que el calor de los ánimos se volviese todo entero contra los enemigos interiores, dejando a Francia sin enemigos del exterior que combatir? ¿No podremos decir, usando de los mismos argumentos do que se vale el príncipe de la Paz en el caso a que se refiere, que ese sistema de terror, opuesto según él a intentar todo medio pacifico con la Francia republicana, fue efecto único y exclusivo de aquella misma coalición tan infaustamente ensayada?

Si queremos ver mas confirmada todavía la condenación del sistema bélico de Godoy hecha por sus propios labios, leamos las primeras palabras que siguen a continuación a las que acabamos de citar. “Bien por encima de estos estorbos, (dice) y por encima de las pasiones, se vio en fin un monarca de primer orden (el rey de Prusia) darse prisa a salir de aquella guerra; y el primero de todos para la lid cuando la creyó necesaria, fue también el primero para dar fin a una lucha que aumentaba el poder del enemigo”. “¿A qué fin (dice también en el capitulo 29) seguir más tiempo aquel empeño peligroso, y lo que es más, contrario ya al mismo objeto de la guerra, visto ya que por ella se afirmaba la república? Antes lo dije ya, y otra vez lo repito : en mala hora para Europa fue seguida aquella lucha”. Estas palabras son inconcebibles en quien de tal manera se había constituido en apóstol de la guer­ra : ¿qué mas hubiera podido decir el conde de Aranda? Pero dejando aparte otros muchos pasajes de sus Memorias, que podríamos citaren el mismo sentido, copiemos solamente la nota de la página 346 del referido capítulo , la cual dice así: “Dirá tal vez alguno que si España y Prusia hubieran proseguido sus esfuerzos, tal vez no había triunfado la república francesa”. Yo responderé preguntando: ¿si en días más peligrosos para Francia, en 1793 y en 1794, cuando nada estaba prevenido de su parte para resistir la coalición, no triunfó de ella, a pesar de estar peleando España y Prusia con las demás potencias coligadas? Lo que entonces no pudo ser, menos podría esperarse cuando aguerridos sus ejércitos, triunfantes y dotados de grandes generales, se hallaban en mejor actitud de hacer frente a Europa y proseguir sus triunfos. Y pues las armas no bastaban y la guerra exterior afirmaba aquel gobierno, la sabiduría aconsejaba probar mejor que la paz destruyese lo que no pudo la guerra. ¿Quién erró? ¿Quién acertó? Los sucesos lo mostraron”.

Esto no necesita comentarse : la palinodia (retractación) de que hablamos arriba está demostrada. No fue la reacción nacida en thermidor la causa principal de la conversión del favorito: fue, repetimos, la forzosa convicción en que por fin hubo de caer de que la guerra era altamente impolítica, como había dicho el que por sentar tal verdad  pagaba su previsión en un destierro.

Pero hay más todavía. Nuestros lectores recordarán que en el famoso debate a que tantas veces nos vemos precisados a aludir, había dicho el conde de Aranda: «que era poca cordura empeñar por más tiempo aquella guerra de principios, porque el grito de libertad era un reclamo mucho más eficaz sobre el oído de los pueblos, que el clamor desfallecido de las viejas ideas de sumisión y vasallaje por derecho natural y derecho divino.» Estas palabras hicieron entonces muy poco eco en los oídos del duque de la Alcudia; pero como quiera que los sucesos de la guerra en las provincias Vascongadas no pudieran menos de venir a justificar los temores del conde acercado este punto, inútil era en el personaje de quien hablamos mostrarse indiferente por mas tiempo ante tanto peligro. Así es que al referir el príncipe de la Paz las palabras de la obra titulada Victoires, conquétes, désastres, revers etc. des franjáis de 4792 a 1815 , y que textualmente traduce así: … “en la mezcla de ambos pueblos , el contacto de los franceses podría haber ocasionado una revolución moral en los ánimos, no menos digna de temerse que los demás azares de la guerra”.... al referir estas palabras, decimos, continúa así Godoy en una nota: —“Tal fue en efecto uno de los motivos que inclinaron en favor de la paz con perfecta unanimidad al consejo del rey, sin discordar de los míos ni en un ápice. No en verdad porque se temiese un cambio en la lealtad ni en los sanos principios del mayor número, lo cual era imposible, a lo menos por entonces; pero la historia de cosas pasadas y presentes hacían advertir cuál sea el poder y los recursos de las minorías cuando estas llegan a apoyarse con el favor de las armas extranjeras, mucho más si estas hallan modo y medios para cebar el interés de las plebes y de gentes perdidas; poderosa palanca que la propaganda republicana ponía en acción en todas partes donde entraban los ejércitos franceses. En España no dejó de percibirse una minoría de esta clase ciertamente muy pequeña, pero bastante para poder temerse un incendio, tanto más, cuanto sin acudir a las doctrinas ni a los funestos ejemplos de la revolución francesa, nuestros propios anales desde el tiempo mismo de los godos ofrecían ejemplos peligrosos; y no tan lejos de nosotros la deposición de Enrique IV, las comunidades de Castilla y las germanías de Valencia en los días de Carlos V, junto con todo esto los prestigios de la antigua constitución de Aragón, las turbaciones de aquel reino en tiempo de Felipe II y los recuerdos dolorosos de sus fueros destruidos bajo aquel reinado. Tales memorias fermentaban en algunas cabezas y pasaban a proyectos. En junio de 1795 una correspondencia interceptada hizo ver patentemente que los franceses trabajaban con suceso en formarse prosélitos en muchos puntos importantes, y ofreció rastro para descubrir algunas juntas que se ocupaban de planes democráticos, divididas solamente por entonces en acordar si serían muchas o una sola república ibérica lo que convendría a España. Los franceses para dominar más ciertamente, preferirían que fuesen muchas. Una de aquellas juntas , y por cierto la más viva, se tenía en un convento, y los principales clubistas eran frailes.

El contagio ganaba: al solo amago que los franceses hicieron sobre el Ebro, una sociedad secreta que se tenía en Burgos preparaba ya sus diputados para darles el abrazo fraternal. En los teatros de la corte hubo jóvenes de clases distinguidas que se atrevieron amostrarse con el gorro frigio: hubo más, hubo damas de la primer nobleza que ostentaron los tres colores. ¡Cuanto hubiera sido el mal, si a prosecución de la guerra hubiera desenvuelto una revolución en medio de elementos tan discordes de ideas y de intereses como los que en España habrían movido los trastornos demagógicos¡ ¡Con qué facilidad la habría entonces devorado la república francesa!”

Esto no necesita tampoco comentarios de ninguna especie. El conde de Aranda había dicho que la guerra arriesgaba la monarquía, y las palabras de Godoy que acabamos de citar, no son sino una prueba terminante de que aquel eminente hombre de estado sabía muy bien lo que se decía al expresarse en los términos en que lo hizo por lo que respecta a este punto.

En cuanto a haber sido la guerra ruinosa y superior a nuestras fuerzas, como el mismo conde había dicho también, excusado creemos demostrarlo cuando el lector tiene a la vista la narración de los sucesos. Fuenterrabía, S. Sebastián, Vitoria y Bilbao en la parte occidental del teatro de la guerra, y Rosas y Figueras en la oriental, estaban en poder de los franceses, y ciertamente que con tales muestras no tenemos motivo para lisonjearnos de nuestra superioridad en aquellos días. ¿Cómo era posible, pues, en vista de tan poderosas razones, que el favorito de Carlos IV dejase de emplear todos los medios posibles para conseguir una paz de que tan necesitado se hallaba? Hubo pues en él un cambio completo de ideas, a la manera que se verifica en el teatro un cambio de decoraciones; y la consecuencia final que de todas estas observaciones sacamos, por más que el príncipe de la Paz se empeñe en negarla, es la verdad y la justicia con que se ha dicho : que los buenos consejos por los cuales el conde de Aranda se llegó a ver perseguido, fueron después el norte del gobierno, cuando no era ocasión de aprovecharlos como hubiera podido serlo antes.

Pero dejando esto aparte , y viniendo al tratado de paz en si mismo , ¿fue real y verdaderamente vergonzoso para España, en los términos que algunos han dicho? Nosotros creemos que no; y por lo que toca a este punto, experimentamos una verdadera satisfacción en poder vindicar al príncipe de la Paz de un cargo tan odioso y tan poco merecido.

Hemos demostrado una parte de las razones que influyeron en el ánimo del duque de la Alcudia para variar de marcha política, a las cuales se añadía también otro motivo de mucho peso, cual era haber comenzado a conocer la maquiavélica conducta de Inglaterra en todo el discurso de la lucha, circunstancia que, como han visto nuestros lectores, no se había ocultado tampoco al conde de Aranda. Convencido, pues, de la necesidad imprescindible que había de variar de rumbo, comenzó a dar los primeros pasos para salir de la embarazosa situación en que se había colocado. En 24 de setiembre de 1794 (dice el señor Muriel), se presentó un trompeta español en el campamento del general Dugommier: el objeto de su mensaje era entregar una carta del ciudadano Simonin, pagador de los prisioneros de guerra franceses, el cual se hallaba en Madrid. AI romper la segunda cubierta del pliego, ve el general en jefe Dugommier una ramita de olivo puesta al margen por medio de una incisión hecha en el papel. Por tal emblema conoció el general el objeto del mensaje. Si acoges favorablemente este símbolo, decía la carta, la persona de que me han hablado se dará á conocer. Era entonces necesaria tan misteriosa insinuación (prosigue el escritor mencionado), porque había pena de muerte contra cualquiera que hablase de paz con España, hasta tanto que los generales españoles no hubiesen dado satisfacción por haber violado la capitulación de Colliuvre.

Si el hecho de ese mensaje y de esa ramita de olivo es cierto, fácil es de inferir quién podría ser el autor de semejante paso; y si es verdad que la primera en ofrecer la paz fue Francia, como dice D. Manuel Godoy, o por el contrario fue este el primero en intentar conseguirla, como nosotros nos inclinamos a creer, su puesta la autenticidad del hecho a que nos referimos. Dugommier conferenció largo rato con el representante del pueblo Delbrel, acordando por fin enviar un mensaje a la Junta de Salud pública, la cual dio a Simonin facultad para oír las proposiciones del gobierno español, que fueron estas: 1. Reconocimiento de la república francesa por parte del gobierno español. 2. Entrega de los hijos de Luis XVI al rey de España por parte del gobierno francés. 3. Reconocimiento del hijo de Luis XVI por parte de Francia como soberano de las provincias vecinas al territorio español, las cuales deberían serle cedidas para gobernarlas como rey. Estas proposiciones fueron rechazadas con indignación por los representantes del pueblo en el ejército de los Pirineos orientales, con cuyo motivo cesaron por entonces de todo punto las negociaciones. Pero habiendo sucedido después los desastre de Cataluña y la ignominiosa entrega de la plaza de Figueras, volvió a palparse de nuevo las necesidades de tentar propuestas pacíficas. Temeroso sin embargo Godoy de una repulsa poco galante, no se atrevió a entrar, según parece, en negociaciones directas, sino que valiéndose del general Urrutia para conseguir su objeto, le hizo escribir al general en jefe del ejército francés la carta siguiente:

 

«Cuartel general de Gerona 13 de enero de 1795.

El general en jefe del ejército español al general en jefe del ejército francés.

Desde que tomé el mando de este ejército han sido frecuentes las ocasiones de conocer que entre las prendas que te adornan, sobresale tu humanidad; y resolví hace ya tiempo escribirte sobre los asuntos importantes contenidos en estas cartas; pero lo suspendí por las voces vagas que corrían sobre nombramiento de otro general. Ahora lo hago persuadido de que no enseñarás esta carta a nadie, o al menos la parte de esto que podría comprometerme, y espero que no me querrás exponer publicando este escrito, que la más pura intención me dicta.

Las últimas operaciones de tu antecesor y las tuyas han sido felices; quizá las que están por venir lo serán también. Pero hay siempre contingencia en los sucesos de la guerra. El conde de la Unión, general bizarro y experimentado, ha sido vencido y muerto. ¿Quién sabe si no tendré yo la gloria de vencerte? Sea el éxito cual fuere, convengamos de antemano en no marchitar los laureles de la victoria con la sangre de los vencidos, ni con el llanto de los habitantes inermes. Sea respetado el labrador. Déjesele tranquilo en su pobre casa. Sean tratados los prisioneros con generosidad. Recójanse los heridos sin distinción de amigos ni enemigos; por mi parte te prometo hacerlo así. Cuento con tener acerca de esto una respuesta categórica.

Puesto que España y Francia se hallan empeñadas cada una por su parte y creen que deben hacerse guerra, hágansela enhorabuena; pero pierda la guerra el encono que ahora tiene, y sean solamente víctimas de ella los que sacan voluntariamente el acero contra los derechos, contra el honor y contra las opiniones de la patria. ¡Ojalá que cesase la lucha! ¡Ojalá que se abrazasen dos naciones interesadas recíprocamente en vivir unidas!

Mi profesión es la guerra. Así pues, la esperanza de lograr el aprecio de mis compatricios y la estimación de mis amigos, como también el deseo de hacer entender a Europa toda, que el soldado español no carece de energía para vencer, harían quizá despertar en mí una ambición que ni aun los mismos estoicos podrían reprobar. Pero más deseoso todavía de contribuir al bien general: mis votos serán siempre por la paz, por más que se haya de acabar entonces mi mando, y quedar mi nombre sumido en la oscuridad. Por algunos papeles de mi antecesor he visto que hace ya algún tiempo se trataba de medios de conseguir la paz; pero no he podido llegar a saber si estos proyectos le habían sido sugeridos, si tuvo conferencias con Dugommier, o si más bien eran obra de sus deseos personales. Como quiera que sea, para ahorrar tiempo, voy a hacerle la proposición siguiente :

“Nuestra rivalidad no tiene todavía objeto directo. ¡Ejercitémosla, pues, sobre cosas que sean más nobles que derramar sangre! España y Francia serán siempre por su vecindad dos naciones inseparables en el trato y amistad. ¿De dónde viene, pues, su empeño de trabajar por perderse y destruirse? ¿Por qué la ruina de la una ha de ser el fundamento del engrandecimiento de la otra? ¿Por qué no huir de este precipicio? Si de generales enemigos que ahora somos, nos conviniésemos en ser conciliadores, la gloria fuera de ambos, en vez que la gloria militar ensalza solamente al vencedor en cambio de una gloria funesta que no florece sino regada con lágrimas, ganaríamos los aplausos de cuantos suspiran por el bien del género humano.

Te suplico que me respondas acerca de este particular con la misma franqueza con que te escribo. No estamos autorizados ni tú ni yo mas que para hacernos guerra: hagámosla sin faltar a nuestro deber; pero busquemos al mismo tiempo medios de concluir la paz. Después de habernos comunicado mutuamente nuestros pensamientos, y puestos de acuerdo sobre su utilidad, demos aviso a nuestros gobiernos: obremos con noble emulación, levántese una estatua en el templo de la humanidad al primero de nosotros dos que consiga inspirar sentimientos de paz a sus conciudadanos.

Respóndeme sin perdida de tiempo, y si convenimos en trabajar por el bien, al punto lo insinuaré a mi soberano y haré cuanto esté de mi parte para que acceda a un convenio, como lo desean tantos millones de hombres.

Firmado: José Urrutia.»

 

Al insertar Muriel esta carta hace la justa reflexión de ser claro que un general en jefe no se hubiera atrevido a escribirla sin el beneplácito de su gobierno. Pero los representantes del pueblo (añade) en el ejército de los Pirineos Orientales, a quienes Perignon lo comunicó, teniendo quizá presentes las proposiciones del go­bierno de Madrid que trasmitió Simonin, y sin dar oídos más que a la austeridad de su política revolucionaria, dictaron a Perignon la respuesta a esta carta. Decía así:

 

“Cuartel general de Figueras 7 pluviose (26 de enero de 1795.)

Se como tú cuáles son las leyes de la humanidad: no se me oculta tampoco cuales son las leyes de la guerra, y sabré ceñirme a lo que está prescrito por ellas; pero se igualmente que debo tener amor a mi país, y donde quiera que halle hombres armados contra su libertad, mi obligación es combatir contra ellos, hasta en las cabañas.

Por lo que hace al segundo punto de tu carta, no me incumbe responderte. No tengo derecho de constituirme conciliador. Yo no estoy aquí mas que para pelear. Si el gobierno español tuviere proposiciones que hacera la república, que se dirija a la convención o a su junta de Salud pública.

Debo advertir también que los representantes del pueblo en este ejército, en cuya presencia he abierto tu carta, me encargan que te recuerde así a tí, como a tu gobierno, la violación de la capitulación de Colliuvre.

Firmado — Perignon.»

 

En el intervalo de tiempo transcurrido desde la primera carta de la ramita de olivo hasta la que Urrutia escribió con fecha 13 de enero, había ocurrido en los hombres que gobernaban la república francesa no tanto un cambio real y efectivo en lo relativo a la política exterior, cuanto cierta afectada tendencia a manifestarse menos hostiles con los gobiernos extranjeros, intentando el ensayo por este medio de matar más seguramente la coalición, desmembrándola de algunos de sus mas ardientes partidarios. En efecto, cualquiera de las naciones coaligadas que en aquellos momentos entrase en tratos de paz con la república, tenía que producir con este solo hecho un quebranto de mal agüero en las fuerzas que continuasen siendo hostiles a la revolución, y así como esta había conseguido afirmarse materialmente por medio de victorias alcanzadas en el campo de batalla, de la misma manera aspiraba a conseguir el triunfo moral, más duradero y estable sin duda alguna, recurriendo a negociaciones de gabinete. Bajo este supuesto el primer tratado de paz que con la república se hiciese, basado en el reconocimiento de esta, era un acontecimiento sobremanera influyente en la consolidación de aquel gobierno que tantos enemigos se había suscitado; y de aquí ese que Godoy llama cambio hacia los buenos principios, siendo así que no era otra cosa que una nueva y mas formidable guerra tal vez, y tanto más temible, cuanto menos carácter tenia de tal a primera vista. Llevados de ese designio aquellos hombres sagaces, hicieron oír por primera vez su voz astutamente conciliadora en la sesión de la Convención nacional del 14 frimaire, año III, en la cual se manifestaron principios de avenencia y conciliación, no oídos hasta entonces, habiendo sucedido lo mismo en la sesión del 41 pluviose (30 de enero de 4793) cuatro días después de la última carta de Perignon transcrita por Muriel.

La junta de Salud pública desaprobó, como dice el mismo, lo agrio de la respuesta dada por el general francés, y hallándose como se hallaba a punto de firmar la paz con la Toscana, mientras por otra parte iba adelantando sus negociaciones con Prusia en Basilea, comprendió todo lo útil y trascendental de su armonía con la España, siendo bien claro y evidente que reconocida la república por nuestra nación, el triunfo moral de que hablamos arriba venia a sancionar el de la fuerza de un modo en aquellas circunstancias el mas inte­resante para nuestros vecinos. ¡Carlos IV en gestiones de paz con la república! ¡El primero de los Borbones que habían quedado en el trono, y el que con mejor buena fe y con más empeño por ventura se había decidido por la causa de la majestad real, pensar seriamente en los medios de transigir con decoro, dejando aparte la querella de principios por que tanto se había interesado! Claro está que para explicar el vivo deseo que de tratar con nosotros comenzó desde entonces a mostrar el gobierno francés, no se necesita recurrir a ninguna mutación o cambio en su marcha política, ni menos al cuidado que pudiera dar a la república la expedición que se preparaba en Inglaterra para las costas del Oeste, como dice el príncipe de la Paz , siendo bastantes las consideraciones que acabamos de referir para que los hombres que entonces regían Francia tratasen de poner un coto a la lucha, no pudiendo producirles su continuación resultados igualmente útiles que una buena avenencia, atendidas sus miras ulteriores.

La junta de Salud pública hizo, pues, que el ciudadano Bourgoin, último ministro de Francia cerca de nuestra corte, de quien hemos ya tenido ocasión de hablar, escribiese al caballero Ocariz, encargado de negocios de España que había sido en París, y de quien hemos hablado también al referir la desgraciada mediación en favor de Luis XVI. Bourgoin escribió igualmente a D. Domingo Iriarte, secretario de embajada que había sido en la misma capital, y con el cual tenia amistad, si bien, como veremos más adelante, no se hallaba en España por aquellos días, cosa que ignoraba Bourgoin. Este antiguo amigo de España dirigió también repetidas cartas al príncipe de la Paz, según dice él mismo en sus Memorias, rebosando sinceridad en todas ellas. Su carácter honrado, añade, la moderación de sus principios y su probidad largo tiempo acreditada entre nosotros, aumenta­ban la confianza; sus comunicaciones eran todas sin rodeo y sin misterio, y el tenor de ellas tal, que no podía dudarse estuviese autorizado para hacerlas tan seguras y tan claras. En una de ellas, prosigue el príncipe de la Paz, se alargó hasta incluirme original una carta de Tallien, miembro en gran manera influyente de la junta de Salud pública, donde le encomendaba me escribiese:

“Que se quería la paz seriamente; que la cólera de algunos pocos no alcanzaría a estorbarla; que se apartaría toda especie de condiciones onerosas; que el momento era importante, porque razones políticas de un gran peso, pero expuestas a variar, influían en aquella actualidad en el deseo de terminar la guerra con España; que las dos potencias no podrían menos de entenderse con buen éxito; que la plenipotencia para tratar con el ministro que nombrase España estaba dada a prevención al ciudadano Barthélemy con instrucciones amplias, favorables y honrosas a las dos naciones; que además del interés político de las dos naciones, muchos motivos particulares de afección personal en favor de España que no podían desconocerse, le movían a dar aquel paso por sí mismo; que me lo escribiese así de su parte, y que me dijera no me hiciese perezoso; que me afirmase en fin la certeza que él tenia de las ideas del gobierno, que la marcha de la república no atentaría jamás contra la quietud interior de los gobiernos con quien la paz fuese estipulada, y mucho menos la de España, cuya amistad era un bien esencial al interés y al reposo de Francia”.

Otra circunstancia, dice Muriel, ofreció también ocasión de dar un paso aun más positivo hacia el objeto que se intentaba. Entre las cartas enviadas de España había una para el brigadier Crillon, hijo del duque de Crillon y de Mahon, prisionero de guerra en Francia, y en ella le decía su padre: “No pierdo la esperanza de ver concluida esta guerra infausta y de comenzar otra en que pueda yo combatir al lado de los franceses unidos con los españoles contra los verdaderos enemigos de las dos naciones.” Expresiones que determinaron al gobierno francesa dar orden para que el joven Crillon fuese bien tratado y conducido al cuartel general español, sobre lo cual dio sus órdenes a Goupilleau de Fontenay, comisionado en la frontera de España. Las negociaciones sin embargo volvieron a romperse otra vez. Empeñado el gobierno español, como resulta de la nota que incluimos abajo, no solo en mantener la integridad del territorio invadido, sino en que se le entregasen también los hijos de Luis que gemían en la torre del Temple, montaron en cólera los representantes de la convención, haciéndose imposible toda avenencia que tuviese por base semejantes condiciones, especialmente la segunda.

Godoy entretanto, anhelante de aprovechar lodos los medios de concluir la guerra, había procurado llevar adelante las negociaciones por otro conducto, valiéndose al efecto de D. Domingo Iriarte, ministro de España en Polonia. Francia, como hemos visto, tenia un interés imposible de desconocer en terminar las hostilidades, y pasada la primera cólera que había producido la ruptura de la úl­tima negociación, hubo de prestarse por fin a tratar definitivamente las paces, partiendo del supuesto de devolver a España todas las conquistas, con tal sin embargo que se le cediese por vía de indemnidad la parte española de la isla de Santo Domingo, juntamente con la Luisiana, como dice Muriel, aunque el príncipe de la Paz no había nada acerca del segundo extremo. La corte de España debió de tener fundadas esperanzas de conseguir un arreglo terminante puesto que la nota pasada por el gobierno francés pareció admisible a todos los individuos del consejo a quienes se dio cuenta de la propuesta, según dice igualmente D. Manuel Godoy. Conforme el rey con el voto unánime del consejo, se extendió en 2 de julio a favor del ya expresado Iriarte la plenipotencia que hemos insertado en una de las notas anteriores, habiendo sido dos los motivos, según Godoy, para confiarle el arreglo definitivo de la paz : el primero, su talento especial para encargos de gravedad como aquel, y el segundo la antigua y estrecha amistad que le unía con el ciudadano Barthélemy, plenipotenciario de la Francia. No hallándose a la sazón Iriarte en España, fue enviado en su busca el correo de gabinete Araujo, con él encargo de entregarle los pliegos en cualquiera parte que le hallase, mientras otro correo partía por otro lado con igual comisión y con los mismos pliegos. Araujo llegó a Viena a fines de abril, creyendo encontrar a Iriarte en esta ciudad; mas no habiendo dado con él, y sabiendo que se hallaba en Venecia, se dirigió sin demora a este último punto. Habiéndola alcanzado por fin en esta capital, le entregó los pliegos que llevaba : leídos estos por Iriarte, y sabiendo que Barthélemy se ha­llaba en Basilea, donde acababa de firmar la paz con Prusia como plenipotenciario de Francia, se dirigió inmediatamente a esta ciudad, donde llegó el 4 de mayo, teniendo su primera entrevista con Barthélemy en la noche del mismo día.

Mientras Iriarte y Barthélemy estaban ocupándose en Basilea del asunto de negociaciones, no teniendo noticia el duque de la Alcudia del estado en que aquellas se encontraban, se hallaba lleno de incertidumbre y ansiedad, aumentándose su desasosiego con la circunstancia de encaminarse al Ebro el general Moncey, según ha visto el lector en la narración de los últimos acontecimientos de la guerra. En circunstancias tan apuradas resolvió enviar nueva carta de Ocariz para Bourgoin por Figueras, por más que la que escribió anteriormente no hubiese hallado acogida favorable. El príncipe de la Paz no hace mención tampoco de esta nueva tentativa de negociación, la cual no fue por otra parte la sola que a prevención se hizo, sobre la que Iriarte tenía ya confiada a su cargo. El marqués de Iriarte recibió también la misión de avistarse con los representantes del pueblo en el ejército francés que ocupaba Guipúzcoa, siendo iguales las instrucciones que se le dieron a las que con anterioridad habían sido comunicadas a Iriarte. De esta nueva negociación sí que habla Godoy, diciendo haber sido el marqués de Iriarte enviado a Hernani con los poderes necesarios, y añadiendo que el gobierno francés, ansioso de la paz que se trataba en Basilea, y temiendo las dilaciones que debía causar la distancia de Madrid a aquel punto, nombró por su parte a su ex-ministro Servan para que se entendiese con el marqués. No negaremos la ansiedad que el príncipe de la Paz atribuye al gobierno republicano en cuanto a su deseo de terminar aquel negocio tantas veces interrumpido, habiendo manifestado ya, como lo hemos hecho, las poderosas razones de utilidad política que debían motivarla; pero por mucha que fuese, no igualaba al parecer a la que nuestro ministro tenia, como lo prueba la pluralidad de sus gestiones hechas todas a un tiempo y por distintos conductos. La negociación de Iriarte hubo de interrumpirse sin embargo, puesto que habiendo llegado ya noticias del paradero de Iriarte, no menos que de sus primeras conferencias con Barthélemy, quedó el tratado de paz confiado a estos exclusivamente, siguiendo la negociación desde entonces una marcha libre y desembarazada y exenta de las dificultades que hasta allí la habían entorpecido.

El príncipe de la Paz que, como hemos dicho, no hace mención ninguna acerca de Simonin, ni de las cartas de Urrutia, pasa por alto también los pormenores de las entrevistas de Iriarte y Barthélemy; y como esos pormenores sean sobremanera curiosos, y como en ellos consista además una parte del juicio que de la paz de Basilea debemos hacer, transcribiremos aquí la narración de D. Andrés Muriel, inserta en la Revista de Madrid de 19 de setiembre de 1842, desde la página 266 en adelante.—

La negociación, dice , quedó radicada así en Basilea, y ofreció esperanzas de buen éxito. Uno de los motivos de esperar era el carácter y prendas personales de ambos negociadores y la Amistad que se profesaban recíprocamente.

Barthélemy, decía Iriarte en su carta al duque de la Alcudia en 16 de mayo, es el hombre de mejores máximas, de mayor confianza, de más crédito y de más peso que tienen en Francia. Tiemblo que se malogre la negociación con él, sea por la oposición de algunos puntos invariables de nuestras instrucciones, sea por insuficiencia mía, pues si se rompe esta vez, no preveo cómo ni cuándo podrá volver a anudarse. ¡Cuán sensible es que no nos hallemos él y yo tratando en los Pirineos! ¡Cuán temible que el emperador nos gane por la mano en hacer su paz, y que Inglaterra, empleando los medios que acostumbra , descomponga la nuestra!

Iriarte era también persona muy grata a Barthélemy, y este había recomenda­do a su gobierno las buenas partes del negociador español. “Si la persona de V, decía Barthélemy a Iriarte, no nos inspirase plena confianza, habríamos procedido con mayor precaución y reserva en nuestras comunicaciones. Estimación tal, tan mutuo aprecio entre los negociadores, era presagio favorable para el buen éxito de las conferencias.”

Las instrucciones transmitidas por el duque de la Alcudia a D. Domingo Iriarte son las siguientes:

Las ponemos aquí literalmente sin corregir mas que los yerros de ortografía. Se nota en ellas falta de claridad y de precisión, porque el ministro, deseoso de guardar sigilo sin duda ninguna, no quiso confiar a nadie su redacción. El oficial de la secretaría de Estado, Villafane, las copió por el borrador que le dio su jefe:

“La abertura que me ha hecho el señor ministro de Prusia, y remito a V. S. adjunta, le describirá cuáles son los pasos que deba dar en fuerza de nuestra situación, pues sin dejar lugar a la duda se ha resuelto el rey a tomar partido con aquel soberano y aliarse con S. M. prusiana para ajustar paces con Francia, luego que no haya duda en que las va a efectuar S. M. prusiana. Las condiciones en que deban fundarse presentan otro escollo a las necesidades de esta monarquía; pues habiendo pospuesto siempre el interés y opulencia a su honor, se mira en el punto de perder uno y otro. No sé de qué modo instruir a V. S. para que sus pasos no vayan conducidos por la desgracia, si acaso se errasen desde los principios; pero básteme hacerle reflexionar sobre la situación local de uno y otro país, para que V. S. ajuste sus miras a la conveniencia de exigir lo que pueda, de donde hasta ahora nada se descubre.

«Los males que resultarán por la paz a España están bien meditados; pero se presentan más distantes de los que arrebatadamente trae la guerra. Se descubre un enemigo en su aliada, y debemos inferir que hará presa de los tesoros de este reino apenas lo vea sumergido entre las ruinas de Francia, cuyos trofeos deberían inmortalizar la memoria de los reyes, si de buena fe se hubiesen prestado a restituir la corona al desgraciado Luis XVI; mas no lo lucieron, ni lo piensan para su hijo.

«Las lágrimas de este desgraciado y las de su hermana no enternecen los co­razones más benignos de sus parientes cercanos, y sirven solo para aumentar el fondo de los mares en que la nave comerciante busca las riquezas vanas del lujo mental y caduco.

«Mas no así piensa el rey nuestro señor, y quiere que posponiendo toda ven­taja que las ruinas de la Francia le pudieran presentar, trate V. S. de hacer la paz, guardando los derechos de la soberanía y los límites de esta monarquía según se hallaba cuando se declaró la guerra: que emprenda el tratado de comercio para volverlo al estado opulento en que debe reintegrarse, y ajuste las condicio­nes con que hemos de mirar y tratar a las cortes beligerantes.

«Que comprenda V. S. a las de Turín y Nápoles, bien que sin ajustar artículo alguno de estas ni de la de Parma, hasta que, hecha la primera abertura , manifiesten sus ideas.

«Que pida V. S. la libertad de Luis XVII y de su hermana para que vivan en España y se les declare una existencia cual requiere su clase, y tan indefectible que se haga una convención clara sobre solo este punto.

«Que en estando acordado todo esto, reconocerá el rey nuestro señor la república francesa; pero encargo a V. S. con el más alto precepto que procure no se den al público, ni por escrito, sus proposiciones, hasta el momento de estar convenidos en ellas para remitirlas a S. M. y obtener el pleno poder.»

Iriarte dio principio a la negociación por pedir la entrega del Delfín y de su hermana, pero el negociador francés respondió que la republica no podía entregar al hijo de Luis XVI a las potencias extranjeras, porque esto equivaldría a crear un centro de unión para los enemigos de la república; que no había medio de impedir que así no fuese; que España se veía comprometida contra su voluntad, y que la paz fundada en tal condición seria origen cierto de guerra. D. Domingo Iriarte insistía en que el hijo del rey Luis XVI fuese entregado al rey de España. «No solamente España, dice el negociador español, sino hasta el rey de Cerdeña no podría consentir en un tratado con Francia, antes de lograr sobre este punto una satisfacción fundada en los sentimientos más fuertes de la naturaleza.» «A lo cual responde la junta de Salud pública, consultada por Barthélemy, que se deje ese punto a un lado si se quiere que la negociación vaya adelante. Mas Iriarte no cede de su pretensión por eso.» «El deseo de ver a los presos del Temple puestos en libertad y en Madrid, dice, no me detengo en confesarlo, nos decide a pedir la paz mas que cualquiera otra consideración. Es para nosotros un deber, una religión, un culto, un fanatismo, si quiere llamarse así. Si se nos diera a elegir entre los hijos de Luis XVI y el ofrecimiento de algunos departamentos franceses cercanos a nuestro territorio , optaríamos por los hijos de Luis XVI. Es pues preciso contar con oírnos hablar siempre de los que están presos en el Temple, sin que por eso dejemos de tener vivos y sinceros deseos de adelantar la negociación. En mis instrucciones se habla de tierras, de rentas, de pensiones. No nos detengamos en eso. Entréguensenos los hijos de Luis XVI sin condiciones. Sin ellas los recibiremos, si bien no podemos creer que el pueblo francés entregue a España a esas criaturas desnudas, porque sabe lo que es honor. Por fin, no queremos aguardar hasta la paz general, sino que pedimos que nos sean entregados inmediatamente después que se verifique la ratificación de nuestra paz particular”.

Después de va­rias otras consideraciones y de referir lo que había dicho en la convención varios de sus miembros acerca de poner a los hijos de Luis XVI fuera del territorio de la república, añadía: “Yo no sé lo que me escribirá mi ministro acerca de lo que voy a decir; pero me parece que para tranquilizar a la nación francesa se podría poner en el tratado un convenio público o secreto, en los términos más fuertes y positivos, por el cual se obligase España a no dejar salir de su territorio a los hijos de Luis XVI, y a no permitir nunca que su residencia sirviese de punto de reunión a los enemigos del gobierno francés.»

En este estado se hallaba la discusión en Basilea, cuando el 24 prarial (9 de junio de 1795) Sevestre sube en París a la tribuna de la Convención nacional, y en nombre de junta de Seguridad general a que pertenece, anuncia que hacia ya algún tiempo que el hijo del último rey tenia hinchada la rodilla derecha y la mano izquier­da; que el 15 foreal (4 de mayo) se aumentaron los dolores, se declaró calentura, y el enfermo perdió el apetito; que desde entonces se había ido agravando más y más; que hacia ese mismo tiempo había fallecido el célebre Doussaux, que era el médico del Temple y que le había sucedido otro médico no menos acreditado, Pelletan, al cual se le había puesto por adjunto al doctor Damaügih, primer médico del hospicio de la. Salud, que en los partes del día anterior, con fecha del 20, a las once de la mañana, los médicos anunciaban síntomas de mucho cuidado, y que en el mismo día a las dos y cuarto se había sabido que había muerto. Hízose la abertura del cadáver, y resultó que la muerte había sido ocasionada por un vicio escrofuloso ya antiguo. La junta de Salud pública comunicó al ciudadano Barthélemy esta noticia, y se puso fin a las discusiones entabladas sobre el hijo de Luis XVI.

Cuatro eran, pues, los puntos esenciales que quedaban de controversia; porque los demás artículos del tratado sobre el restablecimiento de la paz y amistad, cesa­ción de hostilidades después del canje de las ratificaciones, prohibición para que ninguna de las potencias contratantes diese paso por su territorio a una fuerza enemiga de la otra, de reducción de guarniciones en la frontera al número que tenían antes de la guerra, levantamiento de secuestros, restablecimiento de las relaciones de comercio y otros puntos semejantes, podían mirarse como artículos de mera fórmula,

I.        La entrega de la hija de Luis XVI.—El ciudadano Barthélemy declara que la junta de Salud pública acaba de abrir una negociación para el canje de esta princesa por los representantes y embajadores franceses detenidos en fortalezas de Austria. D. Domingo Iriarte insiste en que el artículo sea mantenido en el tratado, salvo a hacer depender su ejecución del resultado que tenga el canje propuesto a Austria: queda acordado que se insertará este convenio en la parte secreta del tratado.

Iriarte solicitaba además que se señalase una pensión a los príncipes franceses; que la religión católica fuese restablecida en Francia y declarada religión dominante; que se concediese facultad a los eclesiásticos emigrados para que volviesen a sus altares; que se abriesen las puertas de la república a los emigrados y se les devolviesen sus bienes. El ciudadano Barthélemy respondió que estos artículos eran inadmisibles, y que ciertamente no se consentiría en París tratado ninguno que los contuviese. En vista de declaración tan terminante, Iriarte se determinó a retirarlos.

II.      Restitución del territorio conquistado. —Aunque el plenipotenciario francés no insiste ya en que se quede la república con el valle de Aran ni con Guipúzcoa, sus instrucciones le previenen que se inserte en el tratado un articulo sobre la protección y seguridad de que habrán de gozar los habitantes españoles que se hayan mostrado afectos a la causa francesa; pero D. Domingo Iriarte se opone a ello abiertamente, dando por razón que tal articulo equivaldría a una intervención de Francia en el gobierno interior de España; si bien aseguraba que sin que en el tratado tuviese cláusula ninguna acerca de esto se lograría el mismo efecto. El gobierno español, decía, es prudente y no sabrá acordarse de cosas pasadas.

III.     La antigua disputa sobre limites.—Varios eran los puntos litigiosos sobre limites. Para llegar a entenderse acerca de ellos, propuso el negociador español tomar por base invariable las vertientes, proyecto que entendido con rigor podía privar a la república de la Cerdaña francesa: echadas todas sus cuentas, el plenipotenciario Barthélemy consintió por fin en el articulo, pues por el mismo principio podría la república ponerse en posesión del valle de Aran.

IV.     Condiciones en favor de los parientes y aliados del rey de España.—así como Prusia había creado en el Norte un protectorado por el tratado que acababa de firmar en Basilea, así también quiere el rey de España constituirse protector de las cortes a que está unido por vínculos de parentesco. La junta de Salud pública no halla inconveniente ninguno en ello; lo único que exige es, que el articulo de los aliados del rey de España, en vez de declarar que el tratado es común a ellos, se entienda en los mismos términos que el de Prusia, es a saber: que la república acepta la mediación del rey de España en favor del rey de Portugal, del rey de Nápoles y del infante de Parma, así se acordó.

No hubo dificultad tampoco acerca de otro articulo relativo a los buenos ofi­cios del rey de España a favor de cualquiera otra potencia beligerante.

Pero acerca de esto sobrevino una dificultad. El plenipotenciario del rey ponía empeño en que en el tratado se hiciese mención expresa de que se interesaba España en favor del Santo Padre: ¿cómo componer el vivo interés que mostraba el rey Carlos por el Papa con la aversión que se le tenía en la junta de Salud pública? ¿Ni cómo conciliar tampoco la mediación de España con la pretensión de la corte romana de no estar en guerra con Francia? Para satisfacer los deseos del gabinete español, el plenipotenciario francés consintió en añadir estas palabras al artículo y otros estados de Italia, salvo á explicar en un articulo secreto que se entendían del Papa, en caso que tuviese que entrar a tratar con la república.

Puestos ya de acuerdo los plenipotenciarios acerca de estos puntos esenciales, quedaba por decidir todavía uno, que no era el menos importante. .

La república pide que ceda el rey de España la Luisiana y la parte española de Santo Domingo. Iriarte se resiste a estas cesiones. No hablemos de eso, decía, y la paz está firmada. Barthélemy sostiene por el contrario que no hay paz posible sin este sacrificio, y que no basta una de estas dos cesiones, sino que han de verificarse las dos. Iriarte dice que ni una ni otra. Al fin, después de 24 horas de reflexión y después de una nueva acometida del plenipotenciario francés, Iriarte declara que no cederá la Luisiana, pero que firmará la cesión de la parte española de la isla de Santo Domingo, a condición que el tratado quedase firmado en aquel instante mismo. Se le dijo que sí, y quedó hecha la paz.”

Hasta aquí D. Andrés Muriel; y por cierto que si se examinan con detención todos y cada uno de los pormenores diplomáticos ocurridos en las conferencias de los dos agentes, no podremos menos de reconocer la dignidad y el decoro con que fue dirigido aquel negocio por parte del plenipotenciario español, haciendo desempeñar a su patria un papel de que nunca tendrá que avergonzarse, digan lo que quieran los que han delatado aquella paz como ignominiosa a nuestro país. ¡Que solicitud tan tierna, qué insistencia tan digna, qué empeño tan delicado y generoso el de aquel hombre de estado al pedir con tantas veras, arreglándose a las instrucciones recibidas de su gobierno, la libertad de los hijos de Luis XVI! ¡ Qué deferencia y galantería (prescindamos ahora de las miras ulteriores que en ello pudieron influir) por parte de la Francia republicana en hacer más concesiones de las que, atendido el estado de cosas, podían razonablemente esperarse de los hombres que la gobernaban! ¡Qué hidalguía en todo lo que dice relación a los sentimientos de un corazón verdaderamente español, y qué habilidad por último en sacar nuestro diplomático todo el partido posible de la amistad que le unía al agente francés! Pero en ese tratado perdimos una posesión española: la parte de la isla de Santo Domingo que hasta entonces nos había pertenecido dejó de ser nuestra; y España por lo mismo salió perjudicada en el trato. Tiéndase empero una mirada a la parte del territorio español ocupada por el ejército francés; tiéndase otra al deplorable estado en que la parte de la isla cedida se encontraba, como dice el príncipe de la Paz; y comparando lo que cedimos con lo que volvimos a adquirir en virtud de aquella cesión, vendremos a reconocer claramente lo mucho que debió exceder a nuestras esperanzas el éxito de un tratado, en el cual dimos uno para recuperar veinte o treinta. Verdad es, que si la paz se hubiera hecho en el momento de finalizarse la campaña de 1794, no habríamos tenido que ceder, superiores como hablamos quedado sobre los franceses, ni aun esa colonia en cuestión; pero lo único que esto prueba es lo tardío que anduvo en abrir los ojos quien tan interesado se hallaba en abrirlos antes, no empero la afrenta y la ignominia, como se ha querido decir, de un convenio que por lo mismo de haberse retardado hasta el punto de exponernos a recibir la ley del enemigo, debe sernos tanto más satisfactorio, cuanto con más habilidad se supieron dominar en él las críticas y apuradas circunstancias en que se hizo. Seamos razonables, pues, y conviniendo en que el favorito nos puso al borde del precipicio con su ciega obstinación en proseguir adelante por él errado camino que había emprendido; conviniendo en que su conducta política vino por fin a ajustarse al patrón que con tanta mengua suya se había empeñado antes en despreciar como mal cortado; conviniendo en que sus contradicciones son claras, terminantes, patentes en todo lo que dice relación a la guerra; conviniendo por último en que la prosecución de la lucha en los términos en que se hizo fue impolítica y errada a todas luces, convengamos también en que la paz que puso fin a las hostilidades fue definitivamente ajustada de un modo muy superior a las esperanzas que el estado de nuestras cosas nos daba derecho a concebir. Porque no debemos iludirnos tampoco : el principio y el fin de la lucha no deben confundirse con la parte del tiempo intermedio transcurrido entre los dos, en el cual no se hizo otra cosa que despreciar las lecciones de la experiencia y los consejos de la sabiduría. Carlos IV hizo la guerra, y la nación y el favorito la hicieron con él, porque así creyeron convenir a su honor y a lo que a sí mismos se debían, supuestas las relaciones monárquicas que tan de antiguo mediaban entre ambos países, y que tanto poder debían ejercer sobre nosotros en los primeros momentos de la regia catástrofe. En esto obramos con justicia y razón, y aun cuando se confesase que erramos , el error cometido nacía de motivos demasiado generosos para poderle negar alguna escusa, no pudiendo reprochársenos por lo mismo el haber seguido los primeros impulsos del magnánimo corazón español tan duramente lastimado en aquellos días. Vióse después, y con señales demasiado claras, el resultado final que la lucha podía tener, favorable tan solo al vértigo revolucionario y a la causa de la demagogia, la prudencia aconsejaba desde entonces emprender un rumbo que no se emprendió; y he aquí la falta capital, no diremos del rey Carlos IV en cuyas venas tenia que hervir todavía la sangre del parentesco irritada; no del país tampoco, a quien no era dado otra cosa en aquellos días mas que dejarse guiar, sino del hombre a quien estaban confiados los destinos de la nación, y cuyo deber era velar por esta, y sino comprendía las azarosas circunstancias en que se veía envuelto, oír con paciencia y sin ira las observaciones de los que podían ayudarle a hacérselas comprender. Él no lo hizo así, y Aranda fue desterrado : no lo hizo así, y los triunfos de la república le obligaron después a seguir sus consejos: no lo hizo así, y hubo de echar el freno por último, y se firmó la paz de Basilea.... Pero en medio de todo eso, esa paz procurada por el a su patria no fue lo que sus enemigos han dicho: y por más que consideremos en ella un verdadero contrasentido en lo que tuvo de personal respecto a él, ni seremos tan ciegos que le neguemos el mérito que por su enmienda, aunque forzada, le pueda adornar, ni confundiremos tampoco, según decimos arriba, sus inexcusables errores del tiempo intermedio de la lucha con los generosos motivos que la ocasionaron y el honroso tratado en que tuvo terminación. ¡Así perseverara en la enmienda de que hablamos, y así hubiese sabido explotar esa paz en beneficio del país, en vez de sacrificar las ventajas que de ella podíamos prometernos al tratado de San Ildefonso! Pero de esto hemos de hablar después: veamos ahora si el testo de la paz de Basilea viene en corroboración del favorable voto que acerca de ella hemos emitido.

Tratado de paz de Basilea.

«S. M. católica y la república francesa, animados igualmente del deseo de que cesen las calamidades de la guerra que los divide; convencidos íntimamente de que existen entre las dos naciones intereses respectivos que piden se restablezca la amistad y buena inteligencia, y queriendo por medio de una paz sólida y durable se renueve la buena armonía que tanto tiempo ha sido basa de la correspondencia de ambos países, han encargado esta importante negociación, es a saber:

S. M. católica a su ministro plenipotenciario y enviado extraordinario cerca del rey y de la república de Polonia, D. Domingo de lriarte, caballero de la real orden de Carlos III; y la república francesa al ciudadano Francisco Barthélemy, su embajador en Suiza, los cuales, después de haber cambiado sus plenos poderes, han estipulado los artículos siguientes:

1º—Habrá paz, amistad y buena inteligencia entre el rey de España y la república francesa.

2º—En consecuencia cesarán todas las hostilidades entre las dos potencias contratantes, contando desde el cambio de las ratificaciones del presente tratado; y desde la misma época no podrá suministrar una contra otra, en cualquier calidad o a cualquier título que sea, socorro ni auxilio alguno de hombres, caballos, víveres, dinero, municiones de guerra, navíos, ni otra cosa.

3º—Ninguna de las partes contratantes podrá conceder paso por su territorio a tropas enemigas de la otra.

4º—La república francesa restituye al rey de España todas las conquistas que ha hecho en sus estados durante la guerra actual. Las plazas y países conquistados se evacuarán por las tropas francesas en los quince días siguientes al cambio de las ratificaciones del presente tratado.

5º—Las plazas fuertes citadas en el artículo antecedente se restituirán a España con los cañones, municiones de guerra y enseres del servicio de aquellas plazas que existan al momento de firmarse este tratado.

6º—Las contribuciones, entregas, provisiones o cualquiera estipulación de este género que se hubiesen pactado durante la guerra, cesarán quince días después de firmarse este tratado. Todos los caídos o atrasos que se deban en aquella época, como también los billetes dados, o las promesas hechas en cuanto a esto, serán de ningún valor. Lo que se haya tomado o percibido después de dicha época, se devolverá gratuitamente o se pagará en dinero contante.

7º—Se nombrarán inmediatamente por ambas partes comisarios que entablen un tratado de límites entre las dos potencias. Tomarán estos, en cuanto sea posible, por basa de él, respecto a los terrenos contenciosos antes de la guerra actual, la cima de las montañas que forman las vertientes de las aguas de España y de Francia.

8º—Ninguna de las potencias contratantes podrá, un mes después del cambio de las ratificaciones del presente tratado, mantener en sus respectivas fronteras mas que el número de tropas que se acostumbraba a tener en ellas antes de la guerra actual.

9º—En cambio de la restitución de que se trata en el art. 49, el rey de España por sí y sus sucesores, cede y abandona en toda propiedad a la república francesa toda la parte española de la isla de Santo Domingo en las Antillas. Un mes después de saberse en aquella isla la ratificación del presente tratado, las tropas españolas estarán prontas a evacuar las plazas, puertos y establecimientos que allí ocupan, para entregarlos a las tropas francesas cuando se presenten a tomar posesión de ella. Las plazas, puertos y establecimientos referidos se darán a la república francesa con los cañones, municiones de guerra y efectos necesarios a su defensa que existan en ellos, cuando tengan la noticia del presente tratado en Santo Domingo.

Los habitantes de la parte española de Santo Domingo, que por sus intereses u otros motivos prefieran transferirse con sus bienes a las posesiones de S. M. C., podrán hacerlo en el espacio de un año, contado desde la fecha de este tratado.

Los generales y comandantes respectivos de las dos naciones se pondrán de acuerdo en cuanto a las medidas que se hayan de tomar para la ejecución del presente articulo.

10º.—Se restituirán respectivamente a los individuos de las dos naciones los efectos, rentas y bienes de cualquier género que se hayan detenido, tomado o confiscado a causa de la guerra que ha existido entre S. M. C. y la república francesa, y se administrará también pronta justicia por lo que mira a todos los créditos particulares que dichos individuos puedan tener en los estados de las potencias contratantes.

11º.—Todas las comunicaciones y correspondencias comerciales se restablecerán entre España y Francia en el pie en que estaban antes de la presente guerra, hasta que se haga un nuevo tratado de comercio.

Podrán todos los negociantes españoles volverá tomar y pasar a Francia sus establecimientos de comercio y formar otros nuevos según les convenga, sometiéndose como cualquiera individuo a las leyes y usos del país.

Los negociantes franceses gozarán de la misma facultad en España bajo las propias condiciones.

12º— Todos los prisioneros hechos respectivamente desde el principio de la guerra, sin consideración a la diferencia del número y de grados, comprendidos los marinos o marineros tomados en navíos españoles y franceses, o en otros de cualquiera nación, como también todos los que se han detenido por ambas partes con motivo de la guerra , se restituirán en el término de dos meses a mas tardar después del cambio de las ratificaciones del presente tratado, sin pretensión alguna de una y otra parte; pero pagando las deudas particulares que puedan haber contraído durante su cautiverio. Se procederá del mismo modo por lo que mira a enfermos y heridos después de su curación.

Desde luego se nombrarán comisarios por ambas partes para el cumplimiento de este artículo.

13º.—Los prisioneros portugueses que forman parte de las tropas de Portugal y que han servido en los ejércitos y marina de S. M. C., serán igualmente comprendidos en el sobredicho canje.

Se observará la reciproca con los franceses apresados por las tropas portuguesas de que se trata.

14º—La misma paz, amistad y buena inteligencia estipuladas en el presente tratado entre el rey de España y Francia, reinarán entre el rey de España y la república de las Provincias Unidas aliadas de la francesa.

15º—La república francesa, queriendo dar un testimonio de amistad a S. M. C.., acepta su mediación en favor de la reina de Portugal, de los reyes de Nápoles y Cerdeña, del infante duque de Parma y de los demás estados de Italia, para que se restablezca la paz entre la república francesa y cada uno de aquellos príncipes y estados.

16º.—Conociendo la república francesa el interés que toma S. M. C. en la pacificación general de la Europa, admitirá igualmente sus buenos oficios en favor de las demás potencias beligerantes que se dirijan a él para entrar en negociación con el gobierno francés.

17º—El presente tratado no tendrá efecto hasta que las partes contratantes le hayan ratificado, y las ratificaciones se cambiarán en el término de un mes, o antes si es posible, contando desde este día.

En fe de lo cual nosotros los infrascritos plenipotenciarios de S. M. C. y de la república francesa hemos firmado, en virtud de nuestros plenos poderes, el presente tratado de paz y de amistad, y le hemos puesto nuestros sellos respectivos.

Hecho en Basilea en 22 de julio de 1795. 4 thermidor año tercero de la república francesa.=(L. S.) Domingo de Iriarte.=(L. S.) Francisco Barthélemy.»

Artículos secretos.

1º. Por cinco años consecutivos desde la ratificación del presente tratado, la república francesa podrá hacer extraer de España yeguas y caballos padres de Andalucía, y ovejas y carneros de ganado merino, en número de 50 Caballos padres, 150 yeguas, 4000 ovejas y 400 carneros por año.

2º. Considerando la república francesa el interés que el rey de España la ha mostrado por la suerte de la hija de Luis XVI, consiente en entregársela si la corte de Viena no aceptase la proposición que el gobierno francés le tiene hecha de poner esta niña en poder del emperador.

En caso de que al tiempo de la ratificación del presente tratado la corte de Viena no se hubiese explicado todavía acerca del canje que la Francia le ha propuesto, S. M. C. preguntará al emperador si tiene intención de aceptar o no la propuesta; y si la respuesta es negativa, la Republica francesa hará entrega de dicha niña a S.M.C.

3º. Los términos del articulo 45 del presente tratado y otros estados de Italia, no tendrán aplicación mas que a los estados del Papa, para el caso en que este príncipe no fuese considerado como estando actualmente en paz con la república francesa y tuviese que entrar en negociación con ella para restablecer la buena inteligencia entre ambos estados.

Los presentes artículos separados y secretos tendrán la misma fuerza que sí se hallasen insertos en el tratado principal palabra por palabra.»

Examinando ahora el contenido de los documentos que acabamos de insertar, nos parece escusado decir que nada encontramos en ellos que pueda revelar esa mengua que algunos escritores han atribuido a la paz con la Francia.

¿Cuál, pues, ha podido ser la razón de juzgar este importante acontecimiento de una manera tan desfavorable?

¿Será porque el mero hecho de celebrar un tratado con la república suponga en el monarca español, que tanto la había contrariado, bajeza de alma o falta de dignidad y de decoro, toda vez que por último vino a transigir con aquel gobierno que con tanta seriedad había combatido?

No seremos nosotros los que neguemos esa transacción, como no sabemos por qué se empeña en negarla el príncipe de la Paz; pero si esto fuera ignominia y afrenta, ¿de qué pacto o tratado de paz no podría decirse lo mismo, no siendo otra cosa en su esencia todos ellos que otras tantas transacciones en las querellas internacionales?

Carlos IV lidió con Francia consultando a su dignidad y a la delicada posición en que se veía: pagado por medio de la guerra el tributo debido a su honor, no eran la paz ni el reconocimiento de la república los que podrían amenguarle, mientras esa paz y ese reconocimiento se redujesen al hecho de terminar las calamidades de una guerra sin fruto, respetando nosotros en la nación francesa el derecho de constituirse como mejor le pareciese, y dejándonos ella dueños de nosotros mismos por respetos iguales de su parte , como ya hemos visto que se hizo.

¿Será la ignominia tal vez por haberse alcanzado la paz a costa de la parte española de la isla de Santo Domingo? Pero esa cesión que se alega, el único nombre que podría merecer, caso de preciarnos de rigoristas, sería el que se deba dará la pérdida material de una posesión española; nunca, empero, podrá motivar con justicia la odiosa calificación que rechazamos.

¿Será, porque comparado nuestro tratado de paz con los de los demás estados que por entonces la hicieron también con la república, resulte el nuestro inferior a aquellos en ningún sentido? Lejos de ser eso así, ninguna nación salió de su empeño tan airosa como la nuestra, según puede echarse de ver comparando aquellos entre sí, como lo hace el príncipe de la Paz; comparación que en la imparcialidad que nos caracteriza, tenemos una verdadera satisfacción en decir que nos satisface.

¿Será la mengua tal vez por considerarse esa paz como un lazo tendido a la inexperiencia de Godoy por los que ansiaban convertir a España en humilde aliada de la Francia? Pero el defecto no estuvo en la paz, sino en la falta de pericia y de arte para explotarla en beneficio del país; y esto supuesto, creemos un verdadero sofisma equivocar unos hechos con otros, atribuyendo al tratado de Basilea la vergüenza que debe atribuirse tan solo a la alianza del año siguiente.

¿Será el desdoro, en fin, porque atendido el ministro que se hallaba al frente de nuestros negocios, y comparada su conducta política en aquellos días con la que anteriormente había seguido, se quiera hacer trascendental al país la contradicción irrisoria que dice relación solo a aquel? Pero esto es equivocar igualmente unas cosas con otras, confundiendo malamente la causa de la nación española con la del favorito de Carlos IV.

Nada hallamos, pues, que pueda justificar el dictado de vergonzoso que se pretende dar al tratado de Basilea; tratado que fue recibido con júbilo y hasta con sorpresa por la nación, que no se lo prometía tan razonable; tratado en que Francia respetó nuestro nombre y nuestro decoro de un modo capaz de satisfacer nuestro orgullo; tratado en que se aceptó nuestra mediación en favor del Portugal y de los Estados de Italia, sin excluir los del mismo pontífice, tan odiado entonces por la república; paz, en fin, que si algo puede suponer el entusiasmo de los poetas de la época y que no han desmentido jamás su nacionalidad y patriotismo, fue cantada con las mayores muestras de júbilo por los más ilustres poetas de aquel tiempo. Quintana lució en tal asunto la augusta majestad de su númen; Cienfuegos produjo con igual motivo una de las composiciones que mas honor hacen a su atrevimiento y su genio; y el mismo Noroña, tan desgraciado generalmente en lo que toca a la verdadera elevación poética, una de las rarísimas veces en que templó su lira con gallardía y con brío, fue loando nuestra paz con la Francia. ¿Qué pensar de todo esto? El baldón no es la fuente del genio, ni la ignominia produce inspiración.

Esa paz sin embargo tuvo una cosa ridícula, y fue el dictado de príncipe que por ella se dio al favorito de Carlos IV. Y no porque desconozcamos el mérito, que, como hemos dicho arriba, le pudiera caber por su enmienda; no porque le neguemos tampoco los laureles que le deba corresponder en el buen éxito de las negociaciones, si bien estas tuvieron su alma, como fácilmente conocerá el lector, en la habilidad y pericia de Iriarte; no en fin, porque a haber sido otras las circunstancias, pudiera ser reprensible el deseo del monarca de favorecer o premiar al que al fin y al cabo le sacaba con los menores descalabros posibles del atolladero en que su pertinacia le había metido, si no porque supuestos los antecedentes que de esa misma pertinacia tenemos contados, el título de príncipe de la Paz venia a ser una especie de irrisión y de mofa, aplicándose como se aplicaba a quien con tanto empeño se había decidido por la continuación de las hostilidades. Tanto hubiera montado haber alzado el destierro al conde de Aranda, para premiar su oposición a la lucha con el titulo de príncipe de la Guerra, o cosa por el estilo.

Concluiremos el presente capítulo con la carta de Iriarte al príncipe de la Paz, escrita, según Muriel, con fecha 8 de setiembre, y en la cual creemos que acabará de reconocer el lector el brillante y elevado papel que el mencionado diplomático hizo desempeñar a su patria en todo el curso de las negociaciones.

“Firmado ya el tratado, dice el citado historiador, echó de ver la junta de Salud pública que se había omitido en él un articulo que tranquilizase a los habitantes de las provincias Vascongadas, adictos a la república, ya por motivos de intereses, o ya por conformidad de principios políticos. Y queriendo reparar tal omisión, dio orden a Barthélemy pocos días después, para que en el tratado de alianza que se estaba ya negociando con Iriarte en Basilea, se insertase una cláusula relativa a este objeto. Mas Iriarte se opuso a ello fuertemente, fundándose en motivos que debieron parecer concluyentes. La carta de Iriarte al duque de la Alcudia con fecha 8 de setiembre, explica claramente lo ocurrido en las conferencias con el negociador francés acerca de este particular.

Carta de lriarte al principe de la Paz.~Excmo. Sr--Muy Sr. mío:

Mr. Barthélemy me ha puesto en una conversación que creo no hubiera empezado sin orden del comité; pues aunque no me ha insinuado escribiese a V. E. sobre el asunto de ella, noté ponía empeño en saber mi modo de pensar. La sustancia de lo que me dijo se reduce «a que podría convenir se estipulasen condiciones para que los habitantes de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya que quieran salir de España, puedan ejecutarlo con sus bienes a imitación de los de Santo Domingo, y que el gobierno de España prometa no molestar a los demás que permanezcan en aquellas provincias por su conducta, opiniones o adhesión pasada a las máximas o al gobierno francés.»

Creo que mis respuestas no tienen ni tendrán réplica, y las voy a reasumir aquí, deseando sean del agrado de V. E.

Ignoro si hay en las tres provincias personas que hayan manifestado máximas contrarias a lo que todo individuo honrado debe a su soberano y a su patria. Si las ha habido, las habría también en Ceret, donde los franceses recibieron con aclamaciones a los españoles; pero no creo que en una ni en otra parte hablase el corazón, sino el temor que inspira quien vence; y este temor debe ser mayor en España por los excesos que las tropas francesas cometieron allí, según lo que Talien dijo en la tribuna de la convención. Y aun cuando pudiese probarse que en España hubiere algún culpado, la magnanimidad del rey sabría perdonarle sin necesidad de interposiciones, y la prudencia de su ministerio disimular la culpa. Lo mismo hará el gobierno de Francia por su parte, y lo mismo haría cualquier gobierno, aunque no fuese mas que por las reglas de política mas trilladas de no enajenar los ánimos y de procurar atraerlos con la suavidad; por lo cual sería tan ociosa la protección de Francia como lo seria la de España si la tuviese. Por cuantos aspectos se mire, seria absurda. ¿Qué querrían vds.?,.. decía Iriarte a Barthélemy. ¿Proteger a inocentes?.... Esto seria injuriar a la justicia de España y mandar allá.... ¿Proteger a traidores a su patria?... ¡Buen ejemplo darían vds. ala suya! ¿Conservar un partido en España?... Pregunto: ¿para qué? Y nadie tendrá cara para responderme. Lo que esto sería, en una palabra, es (lo repito) ingerirse vds. en los gobiernos extranjeros, después de haber declarado solemnemente, y por ley, no lo harán nunca.

En cuanto a la libertad de salir de España con sus bienes los españoles que lo deseen, la comparación que vd. me hace de la cesión de Santo Domingo (dejando aparte que se estipuló en el tratado de libertad de sus habitantes con la restitución de nuestro territorio ocupado por los ejércitos), no corre paridad. A mas de esto vds. conferían los bienes de cuantos franceses no se presentan en Francia, y aun de muchos que quisieran presentarse y que no cobran sus rentas. ¿Y pretenderían que los españoles fuesen a comerse en país extraño las rentas y aun el capital? ¿Qué diría vd. si yo le hiciese proposiciones iguales? Amigo mío, lo que yo veo es que hay en Francia algunos individuos que sienten no haber sido ellos los negociadores de la paz , y que para disgustar de ella y dar a entender habrían sacado mejor partido, sugie­ren diariamente al comité estas especies y otras tan extraordinarias que vd. me va soltando (mas o menos formalmente) de algunos días a esta parte ( verbi gracia ), la de la indemnización arbitraria a los franceses espulsados de España al declararse la guerra.

Como todo esto no ha sido mas que conversación, se quedó asi , y Mr. Barthélemy pasó a hablar de otra cosa.

Dios guarde etc. 8 de setiembre.

__9 de setiembre. P. D. Después de escrita esta carta ha vuelto a verme Mr. Barthélemy y a hacer los mayores esfuerzos para persuadirme que por lo mismo que en España se usaría de indulgencia con las personas merecedoras de corrección, podría condescenderse con los deseos de que se declarase esto mismo de algún modo; y entre varios expedientes que me propuso fue uno que se hiciese un artículo secreto adicional, poco áas o menos, en estos términos:

“Para que no quede rastro de las tristes consecuencias de la guerra, y para que alcance a todos igual y completamente la felicidad de la paz, han convenido las dos altas partes contratantes en perdonar y olvidar todos los yerros que los habitantes de los respectivos países hayan cometido voluntariamente por temor, mientras que los territorios de su domicilio se hallaban ocupados por tropas de la otra nación. »

O que se redujese este artículo a dos notas iguales, escritas en el mismo sentido, que nos pasaríamos o cambiaríamos.”

Puso fin a esta tentativa del embajador de la república una carta del duque de la Alcudia, ya príncipe de la Paz, por la que negándose a insertar en el tratado artículo ninguno sobre los vascongados, prometía que el gobierno del rey no perseguiría a nadie por hechos políticos, ni por opiniones manifestadas en los años anteriores. así se cumplió. Los sujetos honrados que habían salido de las provincias Vascongadas por temor de que su conducta en tiempo de la ocupación francesa hubiese sido siniestramente interpretada, volvieron por fin a ellas en 1798. Desvanecidas ya las prevenciones contra sus personas, pasaron en paz el resto de sus días entre sus amigos y parientes. Además de Romero y Aldamar, diputados de la provincia de Guipúzcoa, entraron en su país otros vascongados, clérigos o propietarios, que haber buscado un asilo en Francia; el rey mandó por su decreto que estos sujetos regresasen a sus provincias, perdonándoles cualesquiera defecto o crímenes que hubiesen cometido en tiempo de la última guerra con Francia, y que se les devolviesen los bienes o rentas que se les hubiesen embargado con motivo de su emigración.»     

Si alguna duda pudiera quedar acerca de la dignidad, independencia y decoro con que fue entablada la paz de Basilea, la lectura de la carta de Iriarte y lo demás que con motivo del principal asunto que sirve de base a la última refiere Muriel, acabaría de convencernos de la firmeza con que aquel plenipotenciario condujo un negocio tan delicado, resistiendo con toda la destreza y con toda la habilidad que podían exigírsele las sugestiones del gobierno francés relativas á ingerirse en lo mas mínimo en la marcha de nuestra política interior. ¿Dónde están, pues, repetimos por última vez, las señales o muestras que indiquen, ni aun por asomos, la deshonra que se ha querido atribuir a la paz de 1795 ?

 

CAPITULO VIII.

Ojeada sobre nuestra política exterior con Inglaterra desde la elevación DE Godoy en adelante.—Tratado de S. Ildefonso.—RUPTURA y guerra con Gran BretaÑa.

 

 

 

D Manuel Godoy y Alvarez de Faria Ríos Sánchez y Zarzosa, primer ministro del rey Carlos IV, generalísimo de las fuerzas de mar y tierra, príncipe de la Paz, de Godoy y de Bassano, primer duque y marqués de la Alcudia, duque de Sueca, conde de Ewramonte, barón de Mascalbó y señor del Soto de Roma y de la Albufera, es un personaje que si fué poco como militar, llegó en lo político á personificar toda la época de su poder, diez y siete años enteros. De él escribieron muchos, él mismo publicó sus memorias, reseñando el momento vivo de una era pasada para quien empezó la posterioridad primero que la muerte; el tiempo ha venido a aclarar oscuros episodios de su historia, que hoy puede compulsar el suyo con muchos testimonios formando desapasionado juicio sobre el hombre y las cosas de su tiempo.

Si ai venir al mundo su antagonista el conde de Aranda todo se lo encontró preparado para un gran porvenir; D. Manuel Godoy, el que había de derribarle, cuando nació en Badajoz el 12 de Mayo de 1767, solo halló para el suyo las dificultades comunes a los hidalgos de provincias; y más porque su padre D. José, mayorazgo de modestas rentas, y descendiente del antiguo linaje de los Godoys de Castuera, entre los que se contaron Maestrantes de Santiago y Calatrava, y su madre Doña María Antonia Alvarez de Favia, de distinguida prosapia portuguesa, altamente emparentada, tuvieron muchos hijos a quienes educar y dar carrera.

D. Manuel Godoy y Álvarez Faria, príncipe de la Paz : Pardo González, Cándido : Internet Archive.

Godoy : the queen's favourite : D'Auvergne, Edmund Basil Francis : Internet Archive

Manuel godoy. MEMORIAS: Cuenta dada de su vida política por Don Manuel Godoy, Príncipe de la paz: Internet Archive:

Iriarte y de las Nieves Rabelo, Domingo de. Puerto de la Cruz, Tenerife (Santa Cruz de Tenerife), 20.III.1747 – Gerona, 22.XI.1795. Oficial de la Secretaría del Despacho de Estado y diplomático.

Fueron sus padres Bernardo de Iriarte, natural de La Orotava (2 de septiembre de 1705), teniente de Milicias y administrador de Tercias Reales; y Bárbara de las Nieves Rabelo, nacida en la misma localidad Canaria (5 de mayo de 1713). Ambos se casaron allí el 28 de diciembre de 1732. Uno de los hermanos de Domingo fue el famoso fabulista Tomás.

Llegó a Madrid el 31 de mayo de 1757 para completar su educación. En 1753 comenzó su carrera administrativa como paje de bolsa del marqués de Grimaldi, secretario del Despacho de Estado. Tras varios años de servicio, el 8 de agosto de 1766 Carlos III resolvió que quedara vacante la última plaza de oficial del citado departamento, reservándola para Iriarte cuando tuviera más edad. Por fin, el 20 de octubre de 1767 fue nombrado oficial 9.º de la Secretaría del Despacho de Estado. Ascendió a oficial 8.º (20 de octubre de 1767), 7.º (25 de junio de 1773), 6.º (21 de noviembre de 1773) y 5.º (3 de octubre de 1776). El 10 de febrero de 1777 fue enviado como secretario a la Embajada de España en Austria. Dejó Madrid y llegó a Viena el 12 de febrero de 1778. Nada más presentar sus credenciales, se hizo cargo de los negocios de aquella Corte hasta la llegada del embajador, el conde de Aguilar (25 de enero de 1779), y, posteriormente, desde la salida de Aguilar, hasta la llegada de su sustituto el marqués del Llano (3 de octubre de 1784-31 de octubre de 1785). El 15 de junio de 1786 se le confirió la secretaría de la Embajada de París pero, antes de pasar a su nuevo destino, obtuvo licencia para viajar por algunas cortes europeas. Así, visitó Dresde, Berlín, Hamburgo, Hannover, Goetingen, Casel, Vetzlar, Frankfurt, Maguncia, Palatinado y Dos-Puentes, Coblence, Bona, Bruselas, Holanda e Inglaterra.

Con motivo de este viaje, redactó unas Apuntaciones entresacadas de las que he ido haciendo durante mi Viage: á fines del año de 86, y principios del de 87.

Por fin, llegó a París el 22 de febrero de 1787. El 11 de mayo obtuvo los honores de “gajes y casa de aposento de secretario del rey” y, aunque ausente, el 31 de diciembre fue promovido a oficial 2.º de la 1.ª Secretaría del Despacho, plaza que le correspondía porque unos años antes, el 28 de abril de 1780, había ascendido a oficial 3.º.

Volvió a ser promovido el 17 de mayo de 1791, esta vez a oficial mayor 2.º. El 9 de septiembre de ese año se hizo cargo de los negocios de esa embajada por la salida del conde de Fernán Núñez. El 15 de agosto de 1792 fue llamado a ocupar la mesa de oficial mayor 1.º, a la que había sido promovido. Diez días después abandonó la capital francesa. Llegó a España al mes siguiente, presentándose en San Ildefonso el 7 de septiembre. El 28 de septiembre de 1792 obtuvo los honores de ministro de capa y espada del Consejo de Guerra sin opción a plaza y, el 5 de octubre, se hizo cargo de su plaza de oficial mayor 1.º de la 1.ª Secretaría.

Cesó el 6 de mayo de 1793, por haber sido nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Polonia. Partió de Madrid el 2 de junio y, tras pasar por Nápoles, Roma y Viena, llegó a Varsovia el 8 de diciembre, presentando sus credenciales una semana después. Tras los tumultos de abril de 1794, abandonó Varsovia el 17 de junio. Se dirigió a Berlín, donde permaneció desde el 20 de junio hasta el 25 de marzo del año siguiente. Desde allí pasó a Múnich (31 de marzo) y Venecia (6 de abril), antes de llegar a Basilea (5 de mayo), donde había sido designado para representar a España en las conferencias de paz (17 de marzo). Tras la firma del tratado (22 de julio), cayó gravemente enfermo. El 4 de septiembre de 1795 obtuvo plaza de consejero honorario de Estado.

Murió en Gerona el 22 de noviembre, cuando regresaba desde Basilea; poco antes, el 11 de septiembre, había sido nombrado embajador en Francia.

No contrajo matrimonio. Había sido teniente-alcalde de la Santa Hermandad en Oñate, en 1778, admitido por su calidad de noble y vecino con sus hermanos en Oñate el 17 de mayo de 1778. Al año siguiente fue nombrado caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, según expediente aprobado el 4 de febrero.

Obras de Iriarte: Apuntaciones entresacadas de las que he ido haciendo durante mi Viage: á fines del año de 86, y principios del de 87, 1786-1787.

Beatriz Badorrey Martín

François Barthélemy, hijo de Honoré Barthélemy, burgués de Aubagne, y de Gabrielle Jourdan, siguió con éxito la carrera diplomática. Fue el número dos en la embajada de Londres, primero como encargado de negocios del conde Jean-Balthazar d'Adhémar, actuando interinamente durante las ausencias de este por motivos de salud, en el otoño de 1784, y después, a partir de 1787, como hombre de confianza de su sucesor el Conde de La Luzerne.

Nombrado Ministro de Francia en Suiza durante la Revolución Francesa a finales de 1791, firmó tres tratados en Basilea en 1795: el primero con Prusia el 5 de abril; el segundo con las Provincias Unidas de los Países Bajos el 16 de mayo y el tercero con España el 22 de julio, que puso fin a la Guerra de la Convención.

Su reputación de moderación lo llevó al Directorio (20 de mayo de 1797); pero esta misma moderación y las afinidades realistas que se le suponían, hicieron que fuera excluido pocos meses después en el golpe de Estado del 18 de fructidor del año V. Deportado a Cayena, poco después fue trasladado con sus compañeros de desgracia a los pestilentes desiertos de Sinnamary; pero logró escapar y fue acogido en la Guayana Holandesa, donde le proporcionaron los medios para viajar a Inglaterra. Regresó a Francia después del golpe de Estado del 18 de brumario y se convirtió en miembro del Senado conservador. Luego fue nombrado en 1808 por Napoleón conde del Imperio. Presidió la sesión del Senado durante la cual se proclamó la caída del Emperador en 1814.

Tras unirse a la Restauración, fue uno de los comisarios encargados por Luis XVIII de redactar la Carta de 1814 y luego fue nombrado par y marqués. En 1819 hizo una famosa propuesta cuyo objetivo era restringir los derechos electorales.