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cristoraul.org " El Vencedor Ediciones"
LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

LIBRO PRIMERO EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO

YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

 

PRIMERA PARTE

LA SAGA DE LOS RESTAURADORES

“He aquí que vengo presto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este Libro. Y yo, Juan, oí y cosas. Cuando las oí y las vi, caí de hinojos para postrarme a los pies del ángel que me las mostraba.

Pero me dijo: No hagas eso, pues soy consiervo tuyo, y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este Libro; adora a Dios. Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este Libro, porque el tiempo está cercano. El que es injusto continúe en sus injusticias, el torpe prosiga sus torpezas, el justo practique aún la justicia y el santo santifíquese más. He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA, EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO, EL PRINCIPIO Y EL FIN. Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener acceso al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la Ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que aman y practican la mentira.

Yo, Jesús, envié un ángel para testificaros estas cosas sobre las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella brillante de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa digan: Ven. Y el que escucha diga: Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida...Amén” 

 

 

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ABIAS, PADRE DE ZACARÍAS

 

Por aquellos días (s. I a.C.) le suscitó Dios un hombre de su agrado a su pueblo. Del linaje de Aarón, sacerdote, aquel hombre llamado Abías era el único ciudadano en toda Jerusalén capaz de plantarse delante del rey, cortarle el paso, quitarle la palabra y cantarle en pleno rostro las cuarenta verdades que se merecían sus actos y su forma de gobernar. El Asmoneo -Alejandro Janneo era su verdadero nombre- miraba al tal Abías con los ojos perdidos en el horizonte, el pensamiento clavado en alguna de las páginas del libro del que parecía haberse escapado aquel hombre de Dios, posiblemente de las del libro de Nehemías. Una de aquéllas páginas de reyes y profetas que tanto les gustaba a los niños de Israel y sus padres les narraban con acentos épicos en la garganta, la voz en el eco de tambores lejanos tocando a hazañas bélicas, cuando los héroes de muy antiguo, Sansón y Dalila, los treinta valientes del rey David y su arpa de cuerdas de pelo de cabra, Elías el vidente volando a lomos de los cuatro caballos del Apocalipsis, uno de fuego, otro de hielo, otro de tierra y el último de agua, los cuatro cabalgando juntos por el viento de los siglos tras el Mesías que habría de ser bautizado en las mismas aguas del Jordán que se partió en dos para dejar paso a un profeta calvo. El holocausto de naciones perdidas bajo cenizas de apocalipsis escritos en la pared, las guerras del fin del mundo de los poetas muertos, las historias interminables de los sueños de las romas eternas, visiones de druidas sobre una babilonia en plena construcción de una escalera al cielo, hércules paridos por una loba con mala leche, ruinas de ciudades de filisteos sin nombre ni patria a la búsqueda del paraíso perdido, la utopía de las meretrices egipcias amamantando hebreos más viejos que Matusalén, el héroe de Ur la Oscura proclamando su divinidad sobre el altar de los bárbaros del Norte, el sur al este del Edén, el oeste a la derecha del río de la vida, cuando la muerte tenía un precio, al principio de los tiempos, al alba de los siglos. Érase una vez un copero que conquistó un imperio. Érase una vez un diluvio universal, un arca sobre las aguas que cubrían el mundo. La pasión de ser, el hecho de ser, la actualidad del ayer siempre presente, omnipresente, omnisciente, más guerras del fin del mundo, más héroes de hierro, nuevos másteres del universo, el futuro es mañana, la verdad la tiene el elegido, el elegido es el vencedor, ¡a mí los de Yavé!, tengo la esquina de tu manto ensartada en la punta de mi espada, rey, señor. Hace falta algo más que una corona para ser rey, algo más que tres brazos para ser el más fuerte, el pasado fue ayer, hoy es mañana, los ángeles nunca beben ni comen pero a veces se aparean con las hembras humanas y paren mala saña, la semilla del diablo, cuando los héroes eran semidioses y los semidioses monstruos de dos cabezas imponiendo su ley de terror. Y sigue trayendo a la memoria nombres, y tiempos. ¡Ah, aquellos mitos y leyendas del pueblo que salió del mar, se desparramó por la Palestina bíblica y revolucionó la historia del mundo con su terremoto de tribus en misión sagrada! ¡Qué niño en Jerusalén no conocía aquellas historietas de los tiempos de María Castaña! “Que viene Goliat”, les decían los abuelos a los críos cuando eran malos y querían asustarlos. El Asmoneo se burlaba de aquellas historietas para niños y se reía en las barbas de sus abuelos de los fantasmas del pasado. Él era real, su profeta Abías era real. ¿De qué le había valido a nadie el sueño del reino mesiánico? ¿Adónde los había conducido una vez y otra el deseo de hacerlo realidad?

“¡Y todavía quieren volver a intentarlo una vez más! De locos”, pensó para sí el Asmoneo.

Los hombres del rey de Jerusalén, todos perros de la guerra, todos soldados de fortuna de la Palestina oscura y profunda al servicio de la Abominación Desoladora, todos miraban al último profeta hebreo con los ojos atravesados por la rabia. Aunque al Asmoneo le hiciera gracia su personal profeta de desgracias lo cierto es que también a él se le cambiaba la cara cada vez que Abías le lanzaba a bocajarro sus oráculos. Sin embargo en su papel de rey para un profeta el Asmoneo detenía la rabia de sus hombres y se dejaba enjuagar las orejas con aquellas frases tan apocalípticas sobre su suerte.

“Escucha el oráculo de Yavé sobre tu linaje, hijo de Matatías”, con aquella voz tan suya le anunciaba Abías. “El Dios al que profanas en el trono y en su Templo extirpará de raíz tu semilla de la faz de la tierra sobre la que reinas. Ha hablado Yavé y no se arrepentirá; no abolirá su sentencia: Tus hijos serán devorados por una fiera extranjera”.

A los asesinos a sueldo del Asmoneo maldita la gracia que le encontraba el rey de Jerusalén a semejantes anuncios de muertes, desolaciones, ruinas, devastaciones, destrucciones, infiernos. ¿Pero cómo podía permitirse él, Alejandro Janneo, un descendiente legítimo de los Macabeos, de raza pura, que un sacerdote le hablara de aquella manera?, se preguntaban los unos a los otros aquellos perros de la guerra. Alejandro los miraba con cara de asombro. ¿Le merecía la pena perder su tiempo tratando de explicarles por qué se dejaba lavar las orejas con aquellas sentencias espeluznantes tan bíblicas, tan típicamente testamentarias, tan netamente sagradas? Por un momento se lo pensaba, pero al siguiente se decía que no. No lo entenderían nunca. Aunque él se parase días enteros a explicarles de qué iba la cosa los cerebros de sus mercenarios nunca serían capaces de elevarse más allá de la distancia que lo hacían sus espadas del suelo. ¿Estaba el mundo para perder el tiempo esperando a que los burros volasen tras la estela del carro del sol, o que los peces volasen por las sierras de las nieves en busca del último yeti, o que los pájaros nadasen por las aguas detrás del buque de un Colón aún no nacido? ¡Cómo podría meterles en la cabeza el Asmoneo a sus perros de fortuna que aquel Abías era su profeta! Ese Abías era el profeta que le daba todo el sentido divino a su corona. Sin su profeta particular, personal, suyo, su corona nunca trascendería, su dignidad de rey no se vería nunca sublimada a los ojos del futuro. Abías sería el carro de gloria sobre el que su nombre trascendería los siglos y llevaría su memoria más allá de los milenios incluso. Podía ser que su nombre se olvidara, pero el de Abías viviría para siempre en la memoria del pueblo.

“¿Lo comprendéis ahora? ¿Os entra en la cabeza? Mi nombre y el suyo irán asociados en la eternidad. Pero si yo lo mato mataré mi memoria. ¿Os dice esta perspectiva algo sobre la naturaleza de mi relación con el creador de vuestras más terribles pesadillas?”, lo mejor que podía intentaba el Asmoneo meterles a sus perros de la guerra algo de inteligencia en sus cráneos de piedra.

Todo para nada. Pero era la verdad. Alejandro debía felicitarse porque también a él le había dado Dios su propio profeta. Todos los reyes de Judá tuvieron su bufón, su harén, y, cómo no, su profeta. Para bien o para mal es otra cuestión; lo importante era tenerlo. Por lo demás, desde el punto de vista de la política el tal Abías era inofensivo. Sí señor, su profeta era tan inofensivo como una libélula del estanque real, tan poco dañino como una araña del jardín de su harén balanceándose entre el polvo de las cortinas, tan indefenso como un gorrioncillo abandonado con el ala rota a la intemperie de un invierno boreal. Un despiste, un sólo paso en falso y en un abrir y cerrar de ojos “el último profeta” sería convertido en el rastro que el aliento de la aurora dejó en alguna parte al otro lado del orto. ¿O acaso creían sus perros mercenarios que él, Alejandro Janneo, el hijo de los hijos de los Macabeos, iba a permitir que el tal Abías cruzase la línea entre anunciar desgracias y provocarlas? ¿Estaban bien de la cabeza? Aquélla era su gente. El Asmoneo no las amaba ni sentía por su pueblo ninguna pasión nacionalista, pero era su gente y sabía cómo funcionaban sus mentes. Si Abías no cruzaba la raya no era porque le tuviera miedo a la muerte; era porque no estaba en su natural provocar lo que anunciaba, él se limitaba a dar el Oráculo de Yavé. Su Dios decía y él hablaba. Podía callarse y no exponerse a que una espada le cortase el cuello de un tajo, pero eso iría contra su naturaleza. Además que con la misma pasión que Abías le servía su cabeza en bandeja de plata sin miedo de ninguna clase a que un día el Asmoneo se cansara del baile, con esa misma pasión su profeta, no el profeta del rey aquél, o del rey tal y cual, su profeta, el suyo propio, aquél Abías arremetía sin cortarse un pelo de la lengua contra saduceos y fariseos juntos por echarle leña al fuego del odio que los consumía a todos y los arrastraba a la guerra civil. “Es único este Abías”, se decía. Y seguía el Asmoneo su camino muerto de risa.  

 

 

EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS. LA SAGA DE LOS RESTAURADORES. 2. La Matanza de los Seis Mil

 

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