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CAPÍTULO
SEGUNDO
“YO SOY EL ALFA
Y LA OMEGA” HISTORIA DE JESUS DE NAZARET
PRIMERA PARTE
LA SAGA DE LOS RESTAURADORES
“He aquí
que vengo presto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la
profecía de este Libro. Y yo, Juan, oí y ví cosas. Cuando las oí y las vi, caí de hinojos para postrarme a los
pies del ángel que me las mostraba.
Pero me
dijo: No hagas eso, pues soy consiervo tuyo, y de tus hermanos los
profetas, y de los que guardan las palabras de este Libro; adora
a Dios. Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este
Libro, porque el tiempo está cercano. El que es injusto continúe
en sus injusticias, el torpe prosiga sus torpezas, el justo practique
aún la justicia y el santo santifíquese más. He aquí que vengo presto,
y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. YO
SOY EL ALFA Y LA OMEGA, EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO, EL PRINCIPIO Y EL
FIN. Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener acceso
al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a
la Ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras
y todos los que aman y practican la mentira.
Yo, Jesús,
envié un ángel para testificaros estas cosas sobre las iglesias.
Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella brillante de la
mañana. Y el Espíritu y la Esposa digan: Ven. Y el que escucha diga:
Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua
de la vida...Amén”
1
ABIAS, PADRE DE ZACARÍAS
Por aquellos
días (s. I a.C.) le suscitó Dios un hombre de su agrado a su pueblo.
Del linaje de Aarón, sacerdote, aquel hombre llamado Abías era el
único ciudadano en toda Jerusalén capaz de plantarse delante del
rey, cortarle el paso, quitarle la palabra y cantarle en pleno rostro
las cuarenta verdades que se merecían sus actos y su forma de gobernar.
El Asmoneo
-Alejandro Janneo era su verdadero nombre-
miraba al tal Abías con los ojos perdidos en el horizonte, el pensamiento
clavado en alguna de las páginas del libro del que parecía haberse
escapado aquel hombre de Dios, posiblemente de las del libro de
Nehemías. Una de aquéllas páginas de reyes y profetas que tanto
les gustaba a los niños de Israel y sus padres les narraban con
acentos épicos en la garganta, la voz en el eco de tambores lejanos
tocando a hazañas bélicas, cuando los héroes de muy antiguo, Sansón
y Dalila, los treinta valientes del rey David y su arpa de cuerdas
de pelo de cabra, Elías el vidente volando a lomos de los cuatro
caballos del Apocalipsis, uno de fuego, otro de hielo, otro de tierra
y el último de agua, los cuatro cabalgando juntos por el viento
de los siglos tras el Mesías que habría de ser bautizado en las
mismas aguas del Jordán que se partió en dos para dejar paso a un
profeta calvo. El holocausto de naciones perdidas bajo cenizas de
apocalipsis escritos en la pared, las guerras del fin del mundo
de los poetas muertos, las historias interminables de los sueños
de las romas eternas, visiones de druidas sobre una babilonia en
plena construcción de una escalera al cielo, hércules paridos por
una loba con mala leche, ruinas de ciudades de filisteos sin nombre
ni patria a la búsqueda del paraíso perdido, la utopía de las meretrices
egipcias amamantando hebreos más viejos que Matusalén, el héroe
de Ur la Oscura proclamando su divinidad
sobre el altar de los bárbaros del Norte, el sur al este del Edén,
el oeste a la derecha del río de la vida, cuando la muerte tenía
un precio, al principio de los tiempos, al alba de los siglos. Érase
una vez un copero que conquistó un imperio. Érase una vez un diluvio
universal, un arca sobre las aguas que cubrían el mundo. La pasión
de ser, el hecho de ser, la actualidad del ayer siempre presente,
omnipresente, omnisciente, más guerras del fin del mundo, más héroes
de hierro, nuevos másteres del universo, el futuro es mañana, la
verdad la tiene el elegido, el elegido es el vencedor, ¡a mí los
de Yavé!, tengo la esquina de tu manto ensartada en la punta
de mi espada, rey, señor. Hace falta algo más que una corona para
ser rey, algo más que tres brazos para ser el más fuerte, el pasado
fue ayer, hoy es mañana, los ángeles nunca beben ni comen pero a veces se aparean con las hembras humanas y paren mala saña,
la semilla del diablo, cuando los héroes eran semidioses y los semidioses
monstruos de dos cabezas imponiendo su ley de terror. Y sigue trayendo
a la memoria nombres, y tiempos.
¡Ah, aquellos
mitos y leyendas del pueblo que salió del mar, se desparramó por la Palestina bíblica y revolucionó la historia del mundo con
su terremoto de tribus en misión sagrada!
¡Qué niño
en Jerusalén no conocía aquellas historietas de los tiempos de María
Castaña!
“Que viene
Goliat”, les decían los abuelos a los críos cuando eran malos y
querían asustarlos.
El Asmoneo
se burlaba de aquellas historietas para niños y se reía en las barbas
de sus abuelos de los fantasmas del pasado. Él era real, su profeta
Abías era real. ¿De qué le había valido a nadie el sueño del reino
mesiánico? ¿Adónde los había conducido una vez y otra el deseo de
hacerlo realidad?
“¡Y todavía
quieren volver a intentarlo una vez más! De locos”, pensó para sí
el Asmoneo.
Los hombres
del rey de Jerusalén, todos perros de la guerra, todos soldados
de fortuna de la Palestina oscura y profunda al servicio de la Abominación
Desoladora, todos miraban al último profeta hebreo con los ojos
atravesados por la rabia. Aunque al Asmoneo le hiciera gracia su
personal profeta de desgracias lo cierto es que también a él se
le cambiaba la cara cada vez que Abías le lanzaba a bocajarro sus oráculos. Sin embargo en su papel de rey para un profeta el Asmoneo detenía la rabia de
sus hombres y se dejaba enjuagar las orejas con aquellas frases
tan apocalípticas sobre su suerte.
“Escucha
el oráculo de Yavé sobre tu linaje, hijo
de Matatías”, con aquella voz tan suya le anunciaba Abías.
“El
Dios al que profanas en el trono y en su Templo extirpará de raíz
tu semilla de la faz de la tierra sobre la que reinas. Ha hablado Yavé y no se arrepentirá; no abolirá su
sentencia: Tus hijos serán devorados por una fiera extranjera”.
A los asesinos
a sueldo del Asmoneo maldita la gracia que le encontraba el rey
de Jerusalén a semejantes anuncios de muertes, desolaciones, ruinas,
devastaciones, destrucciones, infiernos. ¿Pero cómo podía permitirse
él, Alejandro Janneo, un descendiente
legítimo de los Macabeos, de raza pura, que un sacerdote le hablara
de aquella manera?, se preguntaban los unos a los otros aquellos
perros de la guerra.
Alejandro los miraba con cara de
asombro. ¿Le merecía la pena perder su tiempo tratando de explicarles
por qué se dejaba lavar las orejas con aquellas sentencias espeluznantes
tan bíblicas, tan típicamente testamentarias, tan netamente sagradas?
Por un momento se lo pensaba, pero al siguiente se decía que no.
No lo entenderían nunca.
Aunque él se parase días enteros
a explicarles de qué iba la cosa los cerebros de sus mercenarios
nunca serían capaces de elevarse más allá de la distancia que lo
hacían sus espadas del suelo.
¿Estaba el mundo para perder
el tiempo esperando a que los burros volasen tras la estela del
carro del sol, o que los peces volasen por las sierras de las nieves
en busca del último yeti, o que los pájaros nadasen por las aguas
detrás del buque de un Colón aún no nacido? ¡Cómo podría meterles
en la cabeza el Asmoneo a sus perros de fortuna que aquel Abías
era su profeta!
Ese Abías era el profeta que le daba
todo el sentido divino a su corona. Sin su profeta particular, personal,
suyo, su corona nunca trascendería, su dignidad de rey no se vería
nunca sublimada a los ojos del futuro. Abías sería el carro de gloria
sobre el que su nombre trascendería los siglos y llevaría su memoria
más allá de los milenios incluso. Podía ser que su nombre se olvidara,
pero el de Abías viviría para siempre en la memoria del pueblo.
“¿Lo comprendéis
ahora? ¿Os entra en la cabeza? Mi nombre y el suyo irán asociados
en la eternidad. Pero si yo lo mato mataré mi memoria. ¿Os dice
esta perspectiva algo sobre la naturaleza de mi relación con el
creador de vuestras más terribles pesadillas?”, lo mejor que podía
intentaba el Asmoneo meterles a sus perros de la guerra algo de
inteligencia en sus cráneos de piedra.
Todo para
nada.
Pero era la verdad. Alejandro debía felicitarse
porque también a él le había dado Dios su propio profeta. Todos
los reyes de Judá tuvieron su bufón, su harén, y, cómo no, su profeta.
Para bien o para mal es otra cuestión; lo importante era tenerlo.
Por lo demás, desde el punto de vista de la política
el tal Abías era inofensivo. Sí señor, su profeta era tan inofensivo
como una libélula del estanque real, tan poco dañino como una araña
del jardín de su harén balanceándose entre el polvo de las cortinas,
tan indefenso como un gorrioncillo abandonado con el ala rota a
la intemperie de un invierno boreal. Un despiste, un sólo paso en
falso y en un abrir y cerrar de ojos “el último profeta” sería convertido
en el rastro que el aliento de la aurora dejó en alguna parte al
otro lado del orto. ¿O acaso creían sus perros mercenarios que él, Alejandro Janneo, el hijo de los hijos de los Macabeos, iba a permitir que el tal Abías cruzase la línea
entre anunciar desgracias y provocarlas? ¿Estaban bien de la cabeza?
Aquélla era su gente. El Asmoneo no las amaba ni sentía
por su pueblo ninguna pasión nacionalista, pero era su gente y sabía
cómo funcionaban sus mentes. Si Abías no cruzaba la raya no era
porque le tuviera miedo a la muerte; era porque no estaba en su
natural provocar lo que anunciaba, él se limitaba a dar el Oráculo
de Yavé. Su Dios decía y él hablaba. Podía
callarse y no exponerse a que una espada le cortase el cuello de
un tajo, pero eso iría contra su naturaleza.
Además que con
la misma pasión que Abías le servía su cabeza en bandeja de plata
sin miedo de ninguna clase a que un día el Asmoneo se cansara del
baile, con esa misma pasión su profeta, no el profeta del rey aquél,
o del rey tal y cual, su profeta, el suyo propio, aquél Abías arremetía
sin cortarse un pelo de la lengua contra saduceos y fariseos juntos
por echarle leña al fuego del odio que los consumía a todos y los
arrastraba a la guerra civil.
“Es único este Abías”,
se decía. Y seguía el Asmoneo su camino muerto de risa.
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