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CAPÍTULO
SEGUNDO
“YO SOY EL ALFA
Y LA OMEGA” HISTORIA DE JESUS DE NAZARET
PRIMERA PARTE
LA SAGA DE LOS RESTAURADORES
2
La Matanza
de los Seis Mil
Cosa curiosa
donde las haya el Pueblo pensaba lo mismo que su rey sobre la misión
sagrada del último profeta vivo que les quedaba.
El Pueblo
corría al encuentro del sacerdote Abías, llenaba el Templo durante
su Turno. Igual que si se tratara de un enjambre de niños abandonados
a su suerte en el núcleo más violento de una jungla de pasiones
alimentadas por un odio que no se satisface nunca, y de golpe vieran
alzarse un hombre de verdad entre ellos, el pueblo de Jerusalén
corría al encuentro de Abías en busca de entendimiento, comprensión
y esperanza.
“No lloréis,
hijos de Jerusalén, por las almas que se van sacadas de sus casas
por la violencia. En el seno de Abraham reposan esperando el día
del Juicio. Llorad más bien por las que se quedan porque su destino
es el fuego eterno” les decía Abías.
El hombre
de Dios y el Pueblo estaban hechos el uno para el otro. Era la verdad.
Y él, el Asmoneo, estaba hecho para cortar cabezas y oír luego la
sentencia de su profeta sobre la suya:
“Ha hablado
el Señor, Oráculo de Yavé, y no se arrepentirá.
El águila contempla desde la altura a la serpiente y el buitre planea
esperando el despojo. Tus hijos son la carne. ¿Quién es el que se
afana para la casa de otro? A su tiempo se verá que hay Dios en
esta tierra cuando la serpiente huya del águila”.
Y también
esto era verdad. Una verdad tan grande como la isla de Creta, como
el mar Grande, como el cielo infinito lleno de estrellas, como la
gran pirámide del Nilo. Y si no que se lo preguntasen a la montaña
que el Asmoneo levantó con las cabezas que arrancó de sus cuellos
aquella jornada para el olvido.
No fueron
dos ni tres, ni cien ni doscientas. Fueron “seis mil” las cabezas
que sacrificó a su pasión por el poder absoluto el nieto de los
Macabeos. Seis Mil almas en una sola jornada. ¡Qué horror, qué locura,
qué humillación!
Sucedió en Jerusalén la Santa, aquella
Jerusalén hacia cuyos muros dirigían su plegaria todos los judíos
del orbe. No sucedió en la ciudad de un rey bárbaro, ni sucedió
en pleno campo de batalla durante el remate de los caídos. Ni fueron
las cabezas de un pueblo extraño las que corrieron cuestas abajo
Vía Dolorosa arriba hasta acabar a los pies del Gólgota. Fueron
las cabezas de sus vecinos, las cabezas de las gentes que le saludaban
cada noche, las cabezas de la gente que solían darle los buenos
días. ¡Qué desastre, qué vergüenza, qué tragedia!
Sucedió
durante la celebración de una fiesta religiosa. Una de las tantas
que el calendario templario tenía consagrada a la memoria de los
inolvidables acontecimientos vividos por los hijos de Israel desde
Moisés a los días corrientes. Pasó que el Asmoneo heredó de sus
padres el sumo sacerdocio. En calidad de Pontífice fue a celebrar
el rito de apertura que rompía la monotonía del año. Aquél detalle
de creerse igual al César, general y pontífice máximo en un todo,
les molestaba a los nacionalistas más que nada en el mundo. Les
molestaba y les divertía. ¿Cuándo se vio a una serpiente soñando
con ser águila?
En su papel de Papa de los judíos allá
que fue el Asmoneo a declarar abiertos los festejos que solían romper
la monotonía del año. Se sentó en su trono de sumo sacerdote todo
metido en su papel de Su Santidad en la Tierra. A punto de dar su
bendición urbe et orbis estaba cuando, de pronto, sin avisar, movido
por un inexplicable cambio de humor, el Pueblo comenzó a arrojarle
tomates podridos, gusanos fétidos, papas revueltas en barro agusanado,
limones de cuando los dinosaurios habitaron tierra santa. ¡Un escándalo!
Sus enemigos contemplaron desde las murallas el show. Con las miradas
se lo preguntaron todo: ¿Qué hará el Asmoneo? ¿Se meterá para dentro
y dejará correr la bola? ¿O saldrá enfurecido con la cólera de un
semidiós sacado de su séptimo sueño, el triunfalista?
Por
las barbas de Moisés, si el Asmoneo los hubiera dejado seguir seguro
que los jerusaleños hubieran convertido la fiesta en un concurso y
se hubiesen jugado el todo por el todo a ver quién arrojaba el primero
la última piedra. El Asmoneo sacó su espada de debajo del sobaco
de los santos y dio la orden a sus perros de la guerra: “¡Qué no
quede ni uno!”, bramó sanguinario.
Lo que se vio entonces
no se había visto jamás en toda la historia de los judíos. Nunca antes se había visto salir del Templo un ejército de
demonios macabros, espada en mano, degollando sin mirar edad ni
sexo. Si en el Templo de Jerusalén tenía su trono el Señor Dios
¿a las órdenes de quién entonces estaban aquellos monstruos asesinos
segando vidas sin mirar a quién?
¿No es más bien el Diablo
quien tiene su trono en esta Jerusalén de los Asmoneos?, inconsolables
se preguntarían después los familiares de los muertos mientras Vía
Dolorosa abajo acompañarían a sus difuntos al Cementerio Judío.
¡Para entonces sería demasiado tarde!
En aquel día de
fiesta y alegrías los perros del Asmoneo se desparramaron por las
calles y según fueron encontrando judíos los fueron degollando,
atravesando, mutilando, descabezando, cortando en pedazos, por diversión,
por deporte, por pasión, por devoción al Diablo.
Éste,
el Diablo, sentado en su trono el Diablo contemplaba aquella orgía
de sangre y terror, y preso de la angustia del que sabe que el día
terrestre sólo tiene 24 horas se lamentaba de lo rápido que pasan
dos docenas de sesenta minutos. De haber tenido a su disposición
una docena más seguro que no hubiera dejado vivo ni un judío. La
voluntad del Diablo era clara, matarlos a todos; pero el todopoder de su siervo para ejecutarla no llegaba a tanto.
Así que señor y siervo tuvieron que conformarse con la cifra de
Seis Mil cabezas. Que tampoco estaba tan mal para un solo día. Después
de todo el demonio más malo trabajando a destajo no hubiera sobrepasado
esa cifra en mucho. Se dice muy pronto “seis mil muertos” en una
jornada.
Flavio Josefo, el historiador oficial de los
judíos, en sus días acusado por los historiadores cristianos de
falso, apuntó alto al dar Seis Mil muertos en una jornada. La cuestión
es, ¿redujo Flavio Josefo el número de víctimas a su mínima expresión
posible mirando a suavizar ante los ojos de los romanos el alcance
de la tragedia? O al contrario, ¿movido
por su política de odio hacia la dinastía asmonea exageró el número?
Como todo
el mundo sabe entre los judíos la popularidad de los Asmoneos cayó
muy bajo en tiempos postreros; hasta el punto de llegar a ser considerada
por las generaciones que les sucedieron un periodo maldito, una
mancha negra en la historia del pueblo elegido. Seguramente Flavio
Josefo fue de esta última opinión y especialmente crítico con los
dinastas Asmoneos, sobre todo con el gobierno de Alejandro I Janneo,
hinchó la naturaleza de sus crímenes con el objetivo de transmitir
a sus paisanos su particular odio. O pudo ser lo contrario y desinfló
la cuenta pensando en la repulsa visceral hacia los judíos que sus
lectores romanos sentirían leyendo la historia de aquella matanza.
Volvamos no obstante a los hechos.
Desde el
punto de vista del Asmoneo lo suyo hubiera sido que no hubiese quedado
nadie para contarlo. Pero como los muertos no hablan la fama de
aquella jornada no hubiese subido a la memoria y nadie se hubiera
acordado de ella el día de mañana.
Desgraciadamente para
los malos el Diablo alaba su gloria más de lo que su gloria infernal
se merece; en consecuencia sus servidores
acaban siempre frustrados y atrapados en las redes de una araña
que sin ser todopoderosa sí es lo suficientemente fuerte para engullirlos
a todos en sus maniobras. Lo natural fuera que un príncipe del Infierno
se sentara a contemplar su obra desde el epicentro de la gloria
de quien está más allá del bien y del mal; afortunadamente los cuernos
del Diablo se retuercen hacia abajo, y, contra natura, acaban hincándosele
al propio demonio por la espalda. Ignorantes de su suerte tarde
o temprano sus adoradores por ahí la cagan, y claro, así apestan.
En definitiva, aunque la voluntad del Diablo fuera el
exterminio total de los judíos, ¡hombre! digo yo que alguno sí tuvo
que quedar. Y como parece ser que al otro día Jerusalén entera se
hartó de llorar no miento diciendo que alguno sí que quedó.
Luego,
repensándolo con más claridad y tiempo, el Asmoneo no logró encontrar
la salida del laberinto en que en su cólera se había metido. Sucedió
todo tan rápido. ¡Si al menos hubiera olido el guiso que a sus espaldas
se estuvo cociendo! De todas formas tampoco
mostró signo alguno de arrepentimiento. Al contrario. “¡Hay que
ver, es una maravilla lo que tarda un cachorro de la especie humana
en criarse y lo poco que tarda en desangrarse!” se dijo.
El
Asmoneo no se cansaba jamás de maravillarse. Después, durante el
entierro en masa de los desgraciados jerusaleños que quedaron atrapados en las redes de su locura insana, el Asmoneo
no paró de mover la cabeza. Nadie sabía si de lástima o porque estaba
echando en falta algún que otro muerto.
Yo creo que el
Asmoneo hacía sus matanzas con la mente del científico en pleno
proyecto de experimentación de una fórmula nueva. “Si mato doscientos
¿qué pasará? ¿Y si le resto uno y le sumo treinta y tantos?” ¡Un
monstruo! Su amor por la investigación no tenía tope. Ora freía
un manojo de niños made in fariseolandia, ora devoraba
un plato de vírgenes en su salsa. Pero sin dejarse llevar por la
pasión, todo muy correcto, muy escrupulosamente, con la objetividad
fría y acerada de un Aristóteles impartiendo Metafísica al aire
libre.
¡Quién dijo que los hombres no pueden llegar a
ser demonios si sabemos que algunos llegaron a ser como los ángeles!
Lo llamaron el Asmoneo -su apodo para la posteridad-
en memoria de un tocayo del infierno, un diablo de la corte del
príncipe de las tinieblas. Igualito que su tocayo maligno Alejandro Janneo sentía por el trono un amor asesino
que le devoraba las entrañas y le transformaba la sangre en fuego.
Fuego en vez de sangre tenía en las venas el Asmoneo.
El fuego le salía por los ojos de lo malo que eran sus pensamientos.
Quien osaba sostenerle la mirada al Asmoneo veía al Diablo detrás
de las bolillas de sus ojos, dominando su cerebro y desde su cerebro
maquinando toda clase de maldades contra Jerusalén, contra los judíos,
contra los gentiles, contra todo el mundo. Y lo más trágico era
que el Asmoneo no se creía nada.
“Si no existe
Dios cómo va a existir el Diablo” se confesaba con sus hombres el
sumo pontífice de los hebreos. ¡Un Papa ateo! Que el César fuera
sumo pontífice y fuese pagano, ateo y la demás parafernalia, se
admite a trámite. Pero que el Pontífice de los judíos fuera más
ateo que el César, ¿cómo se traga esta bola?
Lo cierto
es que en aquella ocasión el Asmoneo estuvo casi a punto de dejarse
masacrar. Al cabo lo pensó mejor y se dijo “pero qué tonto soy,
un poco más y me creo de verdad que soy el santo padre”.
La
verdad, si la verdad entera hay que contarla, la verdad es que el
humor popular pasó a tal velocidad de la alegría más sana a la demencia
más absoluta que no se pudo hacer nada. Así que, ¿cómo culpar al
Asmoneo de haber luchado por su vida y haberse defendido llevando
al extremo el sagrado derecho a la autodefensa?
¿Y cómo
absolverlo de haber provocado con sus delitos una situación tan
tremenda?
No es fácil hallar al culpable, la cabeza de
turco a la que cargarle aquella monstruosa Matanza. Lo que no iba
a hacer el Asmoneo era echarse las culpas. De tonto no tenía un
pelo.
“Que tiemblan
las piedras del Muro de las Lamentaciones, que tiemblen” se dijo.
“Que la sangre navega enrabiada Jerusalén abajo hasta el Jardín
de los Olivos, que navegue. Que conmovido el viento se lleva en
mejillas rotas una elegía por Jerusalén que le destrozará el alma
a Alejandría del Nilo, a Sardes, a Menfis, a Seleucia del Tigris y hasta a la propia Roma, que la lleve. Lo que a mí me
preocupa es cuándo la vida me concederá la gracia de acabar con
los cobardes que salieron huyendo como las ratas. Si tanto los querían,
pues que tanto los lloran, ¿por qué los abandonaron a la matanza?”
de esta manera excusaba el Asmoneo su crimen.
Los sicarios
del Asmoneo le reían la gracia. Los judíos por el contrario no sabían
cómo contener el grito de venganza. Si ya antes no podían soportar
al Asmoneo, que les arrancaba a sus hijas sin darles a cambio plata,
y se las llevaba y las vendía a su antojo y voluntad invocando tradiciones
salomónicas, todas ellas santas; si ya no podían verlo cuando mataba
a sus hijos por el sólo hecho de intentar despegar los labios para
protestar por sus crímenes sordos; después de la Matanza de los
Seis Mil en una jornada el odio le dio la mano a la locura y la
declaración de guerra sin cuartel contra el Asmoneo se oyó de un
confín al otro del mundo.
“El Asmoneo
tiene que morir” pedía Alejandría del Nilo.
“Muerte
al Asmoneo” repetía Seleucia del Tigris.
“El Asmoneo
morirá” juraba Antioquía de Siria.
“Amén” respondía
Jerusalén la Santa.
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