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LIBRO PRIMERO
EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
“YO SOY EL ALFA
Y LA OMEGA” HISTORIA DE JESUS DE NAZARET
Segunda
Parte
HISTORIA DE LOS ASMONEOS
9
DESPUES DE LOS 800 DE JUDAS MACABEO
Después de aquella orgía
de crueldad y locura ya nada podría ser igual. La ambición de unos,
el fanatismo de los otros, todo los había conducido a semejante
callejón sin salida. Un rey alza su locura asesina, la deja caer
contra los extraños, de acuerdo, ¿pero cuándo
en toda la historia del reino de Judá rey alguno se alzó contra
su propio pueblo para cometer un crimen semejante?
La fama ganada a los judíos
por los Macabeos se encontró al día siguiente de la Matanza de los
Ochocientos reptando por los abismos más bajos de la decencia y
el respeto debido a una nación por otra. Tachados de monstruos devoradores
de sus hijos, los que hasta ayer se paseaban entre los gentiles
reclamando para sí la condición de Pueblo Elegido el día siguiente
tuvieron que esconderse de las miradas de todos como si huyesen
del propio Satán. Pero volvamos a Jerusalén la Santa.
Por un tiempo el grito de
dolor y pena mantuvo en calma la sed insaciable de venganza de los
familiares de los Ochocientos. Pero tarde o temprano el odio a muerte
se esparramaría y recorrería las calles sembrando de muerte las
aceras. ¿Quiénes serían los primeros en ir cayendo? En las esquinas,
en las oscuridades de los callejones, bajo cualquier portal. A cualquier
hora, en cualquier ocasión. ¿Los verdugos extranjeros del rey?
¡No! Serían ellos, los saduceos.
Serían los hijos de Aarón, todos sacerdotes, todos santos, todos
sagrados, todos inviolables los primeros que conocerían la venganza.
Pues que la venganza no se podía comer al rey se cebaría en las
carnes de sus aliados. Cuñados, primos, suegros, yernos, mujeres,
suegras, abuelos, nietos, todos quedaron en el punto de mira del
puñal.
Ya fuese cuando salieran
del Templo, ya fuese yendo de sus casas a sus campos, dondequiera
que se les encontrase el odio se lanzaría sobre ellos sin distinguir
justo de culpable, pecador de inocente. No habría piedad, no habría
cuartel. Con su macabra lección el Asmoneo había desviado el puñal
de sus espaldas ¿Quién los libraría ahora a ellos? Uno por uno.
Cuando en sus casas cerrasen los ojos... de las sombras saldrían
dos monedas de plata buscando cuencas donde plantar tienda. Cuando
las necesidades animales... de los huecos del suelo saldrían garras.
No, los saduceos no dormirían en paz, ni vivirían tranquilos desde aquél día en adelante. Llegaría el día que les habría de parecer
mejor vivir en el infierno que sufrir el infierno de estar vivos.
Y así fue. Las calles de
Jerusalén se despertaron todos los días después de la Matanza de
los Ochocientos entre berridos de viudas y huérfanos reclamando
justicia al rey. Un rey encantado de ver cómo mientras se mataban
entre ellos a él le dejaban en paz.
Es la verdad, en
su locura el Asmoneo disfrutó viendo a sus aliados vivir aterrorizados
como ratas atrapadas en casa de gatos hambrientos. En lo que a él
le concernía su seguridad personal había quedado sellada contra
todo riesgo. Sin distinguir edad ni sexo una vez mató Seis Mil en
una jornada. Esta otra vez devoró 800 con sus familias. ¿Querían
más aún? A él todavía le quedaba agallas para doblar el número de
muertos.
¿Por qué 800 cruces? ¿Por qué no setecientas?
¿O tres mil cuatrocientas?
El hecho es que el Asmoneo
tenía la memoria de las bestias. El ser humano supera los traumas
de la infancia, se distingue de las bestias por su capacidad para
olvidar el daño sufrido en algún momento del pasado. La bestia por
el contrario no olvida nunca. Pueden pasar años, aunque transcurra
un decenio las heridas se les queda clavada en la memoria. Con el
paso del tiempo el cachorrillo se convierte en fiera; entonces un
día se encuentra con su enemigo de infancia, se le abre la herida
y por inercia salta a cobrarse su venganza. De este tipo era la
memoria del Asmoneo.
¿Por qué 800 almas? ¿Por qué no
setecientas ni tres mil cuatrocientas?
El pueblo tenía
que conocer la verdad. El mundo entero tenía que conocer su verdad.
La Historia tenía que recoger en sus anales la causa en la raíz
de aquél odio del Asmoneo contra los fariseos. ¿Cuántos valientes
siguieron al Macabeo en el día de la Caída de los Bravos? ¿No fueron
800 justamente? ¿No fueron los padres de los 800 fariseos crucificados
quienes dieron la orden de retirada y entregaron el Héroe al enemigo?
¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué aquéllos cobardes dejaron sólo al
Héroe y sus 800 Bravos frente a los enemigos?
“Yo os lo diré”, gritó el
Asmoneo desde la muralla. “Porque temieron que el Héroe se alzara
como rey. Cobardes, vendieron al Héroe y lo entregaron para callar
el temor que albergaban. Pero decidme, ¿cuándo, en qué momento,
en qué ocasión secreta se le escapó al Héroe de sus 800 Bravos dirigirlos
contra Jerusalén y proclamarse rey? Su alma no conoció más ambición
que la libertad de su nación. Su corazón sólo latía por el ansia
de libertad. Vuestros padres lo desafiaron a entregar el mando,
a ponerse a sus órdenes, ignorando que aquél Valiente no reconocía
más rey y señor que su Dios. Lo pusieron a prueba, lo empujaron
al borde del abismo creyendo que el Valiente le daría la espalda
a la muerte. Le echaron el pulso al Campeón del Omnipotente. Pues
bien, esta es la paga que su Rey y Señor pone en vuestras bolsas.
Coged vuestro salario, cobardes. Tocasteis al Campeón que Dios os
suscitó para regalaros la libertad al precio de su sangre y la de
toda su casa. ¿No queréis paraíso? Allí os envío a reclamarle al
Todopoderoso vuestro salario. Os molestaba su gloria y su fama.
Tuvisteis que huir del campo de batalla para demostrarle que la
victoria era vuestra, que sin vosotros él no era nada. Alegraos, porque en breve
os veréis con él cara a cara”.
Por mucho que dijera, no
importa en qué tipo de razones justificara su conciencia, el Asmoneo
sabía que después de la Matanza de los 800 ya nada podría ser igual.
Después de aquella oda a las profundidades del infierno no podía
esperar otra cosa que la destrucción de su casa. Se la había profetizado
Abías y, sin quererlo ni buscarlo, él la había causado. El destino,
la fatalidad, un paso mal dado sin corregir, otro error imprevisto
imponiendo la ley de la necesidad, el puro azar, el caos, los hados,
la irresponsabilidad del pueblo y sus sueños de justicia, libertad
y paz. ¿Cómo culpar a la diosa fortuna de regalar besos nefastos?
Unas veces se gana y otras se pierde. Dinastas peores lograron abrirles
camino a sus hijos en la llanura de los siglos. ¿Pero para qué?
Al final toda corona acaba siendo echada a pelón, pega el bote más
alto quien menos piernas parecía tener y se ciñe la gloria del mañana
el don nadie de ayer. Desde un trono el mundo es una caja de grillos;
el que grita más es el rey. ¿Por qué el pueblo no se conforma con
su suerte? ¿Para qué quiere más justicia, más libertad? Si le das
una mano te coge el brazo. Siempre encuentra una razón para dar
al traste con la felicidad de sus gobernantes. Si no fuera porque
los súbditos son necesarios ¿no estarían mejor todos muertos? ¿O
al menos sordomudos?
Las tenebrosas reflexiones
del Asmoneo en sus momentos de agobio no tenían desperdicio. Más
de una vez las dejó fluir de su cabeza sin siquiera apercibirse
de hallarse presentes sus jefes pretorianos. Sus sonrisas diabólicas
respondían con más elocuencia que el discurso más largo y profundo
del sabio más abigarrado y conspicuo.
¿La vida de sus hijos estaba
en peligro? ¿Y seguirían estándolo si no quedase un judío vivo?
Era una opción peliaguda.
Cuando la depresión le ahogaba el Asmoneo la acariciaba. Pero no.
Eso sería demasiado. Tenía que hallar una solución más inteligente.
Darle la espalda al hecho de haber cruzado el límite no le iba a
solucionar el problema. Tenía que pensar. Después de la Matanza
de los 800 ya nada volvería a ser igual. Tenía que encontrar la
salida del laberinto antes de que su familia abriese la puerta del
infierno y las llamas del odio los consumiesen.
Sí, ya nada volvería a ser
igual.
No sólo el Asmoneo lo comprendió. También Simeón
el Babilonio lo comprendió. Las palabras de Abías sonaron en su
cabeza con toda la dimensión de su realidad perenne. “El odio engendra
odio, la violencia engendra violencia y ambos devorarán a todos
sus sirvientes”. ¿Adónde en efecto los habían conducido sus artes
mágicas? La sangre de los 800 pesaba sobre su conciencia. El peso
lo aplastaba. Abías siempre tuvo razón. No se cansó de decirlo:
“¿Quién coge el cántaro y se va por agua al bosque en llamas? A
tal fin, tales medios”. Pero claro ¿qué otro consejo podía esperarse
de un hombre de Dios?
¡¿Qué otra cosa?!
Que
depusieran las armas y sin abandonar el fin pusieran al servicio
de la restauración de la monarquía davídica los medios que le convenían
a tal causa. Por ejemplo.Convencido por los hechos Simeón el Babilonio
las depuso, se hizo discípulo y socio del Abías que durante tanto
tiempo predicara en el desierto de aquellos corazones de piedra.
Por su parte la desesperación
del Asmoneo fue creciendo según fueron pasando los días. La profecía
de Abías sobre el destino de su casa se le empezó a hacer tan evidente
que, contra todo pronóstico, dio su brazo a torcer. No porque el
peso que podía soportar su conciencia, aún fuerte para soportar
unos miles de cadáveres más, le conmoviera las entrañas. La verdadera
causa de la opresión mental que le rodeó el cuello dejándole sin
respiración estaba en el destino que les había labrado a sus hijos.
Él mismo le había sacado el filo al hacha. Por su culpa sus hijos
se habían convertido en el objeto de la cólera de Dios. El verdugo
que habría de cortarles la cabeza aún no había nacido, pero ¿quién
le aseguraría que no nacería?
En un movimiento digno
de sus terrores pactó con sus enemigos un tratado de reconciliación
nacional. Abías y Simeón el Babilonio serían los garantes de ese
pacto que le aseguraría a su descendencia la vida entre las demás
familias de Jerusalén. El pacto de estado fue el siguiente.
A
su muerte la Corona pasaría a su viuda. La reina Alejandra restauraría
el Sanedrín. De esta manera se cerraría entre fariseos y saduceos
la batalla por el control del Templo en el origen de todos los males
últimos. Su hijo Hircano II recibiría el sumo sacerdocio.
A
la muerte de la reina Alejandra, que la corona pasase a su otro
hijo Aristóbulo II o fuese coronado el legítimo heredero de la Casa
de David dependería de los resultados de la búsqueda del Hijo de
Salomón.
Una vez muerta la reina Alejandra, la Casa del
Asmoneo no podría ser culpada de los hechos postreros a que condujesen
la búsqueda. Esta parte del contrato se mantendría en secreto entre
el rey, la reina, Hircano II y los dos hombres de su confianza,
Abías y Simeón el Babilonio.
Su viuda elevaría a estos
dos hombres a la jefatura del Sanedrín liderado por Hircano II.
Esta parte final del pacto permanecería en secreto para evitar que
el príncipe Aristóbulo se rebelase contra
el testamento de sus padres y reclamase la corona.
Alejandro Janneo murió en su lecho. Le sucedió en el trono su viuda.
Que reinó durante nueve años. Fiel al pacto firmado, la reina Alejandra
restauró el Sanedrín, entregándole su gobierno en condiciones de
igualdad a fariseos y saduceos. Su hijo Hircano II recibió el sumo
sacerdocio. El príncipe Aristóbulo II quedó alienado de la sucesión
y de las cuestiones de Estado. La parte secreta del pacto, la búsqueda
del heredero vivo de Salomón, ya no dependería
de la reina Alejandra, sino de los dos hombres a los que su difunto
les encargó la misión. Una misión que debería concluir durante el
reinado de Alejandra y permanecer en el secreto que le dio nacimiento.
Aunque joven, si llegara a los oídos del príncipe Aristóbulo semejante
plan de restauración de la monarquía davídica, nadie podría afirmar
que en su locura no se alzaría en guerra civil contra su hermano.
Fueron nueve años de paz relativa. Los dos hombres encargados
de encontrar el legítimo heredero de Salomón disfrutaron de nueve
años para recorrer las clases altas del reino y dar con su paradero.
Digo de paz relativa porque los familiares de los 800 aprovecharon
el Poder para regar las calles de Jerusalén con la sangre de los
ejecutores de los suyos.
Impotentes la reina y los saduceos
para frenar aquella sed de venganza que impunemente se cobraba a
diario sus víctimas, cada año que fue pasando los ojos de los condenados
comenzaron a fijarse más y más en el príncipe Aristóbulo como salvador.
Dormido Aristóbulo en la esperanza de reinar tras la muerte de su
madre, había que sacarlo de su placentera condición de príncipe
heredero, proceder para ya y dar el golpe de Estado que la propia
situación de indefensión de los saduceos estaba gestando.
Bajo
estas circunstancias ¿de cuánto tiempo disponían Simeón y Abías
para encontrar al legítimo heredero de Salomón? ¿Por cuánto tiempo
podrían capear la guerra civil que se cuajaba en el horizonte?
Dios sabe que Simeón y Abías
buscaron, que rastrearon todo el reino en su búsqueda. Movieron
cielo y tierra en su búsqueda. Y fue como si la casa de Zorobabel
se hubiera evaporado de la escena política de Judá después de su
muerte. Sí, claro que había quienes decían ser descendientes de
Zorobabel, pero a la hora de poner sobre la mesa los documentos
genealógicos pertinentes todo se quedaba en palabras. Así que el
tiempo corriendo en su contra, la reina madre cada día más cerca
de la tumba, el príncipe Aristóbulo II cada año haciéndose más fuerte
al amparo de los saduceos que abogaban por el golpe de Estado que
les diera el Poder; y ellos, Abías y Simeón, cada vez más lejos
de lo que andaban buscando. Sus oraciones no subían al Cielo; los
rumores de guerra civil, por el contrario, parecía que sí. Al noveno
año de su reinado la reina Alejandra expiró. Con ella se murió la
esperanza de los restauradores de encontrar al legítimo heredero
de Salomón.
10.
Genealogía de José, hijo de David
EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET.
Tercera Parte.
LA SAGA DE LOS PRECURSORES.
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