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LIBRO PRIMERO
EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
“YO SOY EL ALFA
Y LA OMEGA” HISTORIA DE JESUS DE NAZARET
Segunda
Parte
HISTORIA DE LOS ASMONEOS
8
GUERRA CIVIL ASMONEA
¿A qué distancia del nacimiento
de una guerra civil se fermentan las nubes que lloverán el caldo
del odio a cántaros? ¿Cómo se borran las huellas de una cicatriz
echa a tajo entre pecho y espalda?
Los fariseos y sus líderes
tomaron la decisión desesperada de contratar un ejército mercenario
para acabar de una vez por todas con el Asmoneo. No contrataron
el ejército de los Diez Mil griegos perdidos en el retorno a la
patria, ni cruzaron el mar en dirección a Cartago buscando la libertad
en los descendientes de Aníbal. Ni invocaron a los famosos guerreros
íberos. Ni echaron manos de bárbaras hordas. Para matar a sus hermanos
los judíos llamaron a los árabes.
¿Cuánto tiempo necesita la
carne del odio en la olla para cocerse? Cuando el veneno no basta
y las conspiraciones secretas sobran ¿es legítimo llamar al propio
diablo para que se lleve al infierno lo que nació al calor de su
fuego?
Como hizo con tantos otros
episodios el historiador oficial de los judíos de aquellos tiempos
pasó sobre las causas detonadoras de aquella rebelión como quien
pisa sobre huevos. Dispuesto a vender la verdad por las treinta
monedas de plata del perdón del César y con el beneplácito de una
generación judía que, entre el culto al emperador o la suerte de
los cristianos, bailó en honor del becerro de oro delante de Dios
y de los hombres, Flavio Josefo pasó por alto esas causas en la
distancia del nacimiento de aquella guerra civil, tan horrorosas
y pérfidas como para obviar la enemistad de siglos entre Jacob y
Esaú.
El hecho detrás de la placa
de hormigón bajo la que enterraron los judíos la memoria de su pasado
es que contra las leyes patrias Israel contrató a Edom, Jacob llamó
a Esaú para vencer juntos al Diablo, ignorando porque no quería
recordarlo, que el Diablo que venciera a Adán, padre de ambos, necesitaba
algo más que una alianza entre hermanos para dejarse cortar el rabo.
Fuera como fuese, la batalla
entre los partidarios de la restauración de la monarquía davídica
y los fieles a la dinastía asmonea se celebró. Y fueron los enemigos
del Asmoneo quienes se llevaron a su campo la victoria.
Parece
ser que aquel mismo Asmoneo que andaba sobre alfombras tejidas con
la piel de los Seis Mil, aquel demonio sin conciencia que se atrevía
a maldecir al Dios de los dioses acostándose con sus rameras en
su propio Templo, aquel invencible hijo del infierno, se cuenta, huyó como una rata.
Ni para
morir como un hombre valía, demasiado tarde se lamentaron luego
sus enemigos.
Lamentablemente a la hora de rematar la
victoria el ejército vencedor cometió el imperdonable error de echarse
para atrás. Como lo digo, fueron a recoger los laureles del éxito
cuando el remordimiento se apoderó de sus cerebros y se pusieron
a pensar en lo que estaban haciendo. ¡Les estaban entregando el
reino a los árabes!
Entre rematar al Asmoneo o verse
bajo el yugo de sus enemigos tradicionales los fariseos decidieron
lo impensable.
Es lo cierto, el amor a la
Patria pudo más que el recuerdo de tanto sufrimiento pasado. Así
que antes de verse atrapados bajo las ruedas de los errores propios
rompieron el contrato con la victoria conseguida, error fatal del
que no tardarían en arrepentirse, del que nunca se arrepentirían
lo suficiente.
Por uno de esos giros clásicos del destino
los nacionales vencedores se unieron a los patriotas perdedores
y juntos se revolvieron contra el ejército mercenario que ya se
disponía a conquistar Jerusalén para su rey.
Alucinado
por este giro del destino a su favor el Asmoneo se transformó de
rata a la fuga en león hambriento, se puso al frente de los que
de nuevo le aclamaban rey y expulsó de su reino a los que acababan
de verle salir corriendo como un perro.
Los primeros
en lamentarlo fueron los fariseos.
Su regreso de la tumba convenció
a sus enemigos de tener el Asmoneo por padrino al mismísimo Diablo.
La calma, la tranquilidad con la que Alejandro hizo su entrada en
Jerusalén fue festejada por casi todos. Aquella era la calma que
precede a la tormenta. Al poco de regresar a su palacio, después
de acostarse con todas sus concubinas, una vez que digirió la derrota
en los pliegues de un mal sueño, cansado ya de prometer lo que nunca
iba a cumplir, el Asmoneo ordenó que los cabecillas de los fariseos
y los cientos de sus aliados fuesen reunidos como se reúnen las
cabezas de ganado. El recuento de cabezas se elevó a tantas almas
que nadie podía imaginarse cómo iba el Asmoneo a cocinar tanta carne.
Lo que pasó pertenece a las memorias no sagradas de Israel.
Pero si hay Bien y Mal y todo tiene su contrario, el pueblo que
tiene una Historia Sagrada también tiene su contraria, una Historia
Maligna. Al género de los héroes de estas escrituras tenebrosas
pertenecía, sin ninguna duda, Caín, el Alejandro de estas crónicas,
y el Caifás que en nombre de su pueblo crucificó al Hijo de David.
Ya le hubiera gustado al cronista judío haber enterrado
este capítulo de la historia maldita de su pueblo. La corta distancia
entre su generación y la que sufrió al Nerón de los Judíos le hizo
imposible borrar del libro de la vida de su pueblo el tenebroso
acontecimiento estrella de este capítulo.
En venganza
por la humillación que le hicieron vivir, cuando tuvo que verse
huyendo como una rata quien hasta entonces se había estado jactando
de ser el león más fiero del infierno, el Asmoneo levantó ochocientas
cruces en el Gólgota. No una ni dos, ni tres ni cuatro.
Si
la Pasión del Cordero os ha sido transmitida en lo físico como dura
esperad a conocer qué sufrimientos tuvieron que vivir aquellos ochocientos
chivos.
El Asmoneo anunció que iba
a celebrar una fiesta. Cogió e invitó a conocidos y extraños, lo
mismo a extranjeros que a patriotas. El festejo iba a ser neroniano.
Pues que el signo natural de la inteligencia humana es la imitación,
no habiendo nacido Nerón alguien tenía que elevarse como modelo
del futuro matador de cristianos a granel. ¿Quién sino él, original
hasta en la huida?
Fijó el día. A nadie le contó palabra
alguna sobre la sorpresa que se había inventado. Y empezó el banquete.
El Asmoneo sacó carne y vino para alimentar a un regimiento, contrató
prostitutas extranjeras, les encargó a las nacionales hacer su oficio
como nunca lo hicieron antes. No faltó de nada. Comida a espuertas,
vino por barriles, mujeres a destajo.
“¿Dónde encontraréis otro
rey como yo?” en el preludio de su locura gritó el Asmoneo para
que le oyera el Cielo al que adoraban los ochocientos condenados
que ya tenían reservada plaza en las ochocientas cruces que coronaban
el Gólgota desde las faldas a la explanada de la cumbre.
Durante
los últimos días todos se habían apostado a que el Asmoneo no se
atrevería a tanto. Los familiares de los involucrados en el espectáculo
macabro rezaron al Cielo para que no se atreviera. ¡Qué poco le
conocían! Los judíos aún no se habían enterado y seguían negándose
a creer que la misma madre que parió a Abel alimentó en sus entrañas
al monstruo de su hermano.
“¿Sólo las mujeres griegas
paren bestias?” gritando pulmón en garganta, dejó oír el Asmoneo
desde lo alto de las murallas su voz. “Ahí tenéis la prueba de lo
contrario. Aquí tenéis ochocientas”.
Nerón no fue tan
malo. Al menos el loco por excelencia crucificó a extranjeros. Estos
ochocientos eran todos paisanos de su verdugo, todos hermanos de
sus invitados.
Esa fue la sorpresa. En lugar de juzgarlos
o asesinar a sus enemigos sin que nadie pudiera culparlo por sus
muertes el Asmoneo los reunió como se reúne el ganado y los condenó
a morir en la cruz. Porque sí, porque él era el rey, y el rey era
Dios. Y si no era Dios daba lo mismo, era el Diablo. Tanto monta,
monta tanto.
El Monte Gólgota estaba abarrotado de cruces.
Cuando los invitados cogieron asientos en sus sillones las ochocientas
cruces estaban aún vacías. El espectáculo era siniestro pero gratificante
si todo se quedaba en una amenaza muda. Este pensamiento
positivo en mente comenzaron a meterle mano al vino.
Al
cabo, quien más quien menos entre que se había comido lo que no
podía, bebido lo que no está escrito y saciado a gusto su instinto
de macho, el Asmoneo dio la orden. A su orden desfilaron los ochocientos
condenados.
Inmediatamente comenzaron a colgarlos de
los maderos. A cruz por cabeza. Si alguno de los presentes sintió
partírsele el alma ninguno se atrevió a soltar una lágrima. El vino,
las rameras, el placer de ver morir como bandido a quien hasta ayer
paseó su condición de príncipe del pueblo, todo junto hizo el resto.
“¿Qué se hace con las ratas
que invaden vuestro hogar? ¿Perdonáis a su prole maldita o la enviáis
al infierno también?” en el éxtasis de la tragedia volvió a aullar
el Asmoneo desde las murallas de Jerusalén.
Lo que vino a continuación
no se lo esperó nadie. El Asmoneo era un saco de sorpresas. Posiblemente
tampoco tú, lector, te lo imaginarías si no te lo contara y te retara
a adivinarlo. Creyeron todos que con la crucifixión de los ochocientos
fariseos la sed de venganza del Asmoneo se saciaría. Ya les daban
las espaldas a las víctimas en sus cruces cuando empezaron a circular
ochocientas familias, las ochocientas familias de los ochocientos
desgraciados expuestos a las estrellas de su destino. Mujeres, niños,
familia por familia fueron cogiendo sitio al pie de la cruz del
cabeza de familia de cada casa.
Atónitos, creyendo haber
sido invitados a vivir una pesadilla infernal, los ojos de los invitados
al banquete del Nerón judío se abrieron de par en par. Paralizados
de horror comprendieron lo que iba a pasar. La última y más fresca
encarnación del Diablo iba a degollar cabeza y cuerpo al mismo tiempo.
Si el hombre es el cabeza de familia entonces su familia es el cuerpo,
y ¿quién es el loco que mata la cabeza y deja vivo un cuerpo lleno
de odio para que se cobre venganza?
El ejército de verdugos
del Asmoneo sacó sus espadas a la espera de la orden del hombre
que convirtió Jerusalén en el trono del Diablo.
Ya se
hallaban todos los cuerpos a los pies de sus cabezas, sus mujeres
con sus hijos e hijas estaban temblando de horror y de desesperación,
llorando la suerte del padre cuando, creyendo que su destino era
el llanto, el rayo de la locura del rey los sacó de su ilusión.
Una vez más, en el cenit de su demencia, el Asmoneo gritó
emocionado: “Jerusalén, recuérdame”. Acto seguido dio la orden satánica.
Degolláronlos a todos, mujeres y niños,
a los pies de las ochocientas cruces y sus ochocientos cristos.
Los verdugos sicarios del Asmoneo desenfundaron hachas y espadas,
alzaron los brazos y comenzaron su infernal y macabra tarea. Nadie
movió un dedo para impedir el crimen.
(Sobre este crimen poco más
escribió el historiador oficial de los judíos. Diciendo en su prólogo
ser la verdad su único interés, después de leer su relato uno se
pregunta qué amor a la verdad puede tener el diablo. Pero sigamos).
Helados,
creyendo vivir un sueño, los invitados asistieron a la tercera parte
del espectáculo infernal sin moverse del sitio. Actores segundones
en la gran representación del Asmoneo la paga les tenía cegado el
cerebro. La verdad es que no había que ser muy listo para adivinar
el resto. El Asmoneo ordenó entonces que les prendieran fuego a
los crucificados. Y que continuara la fiesta.
Y la fiesta continuó bajo
un diluvio de alcohol, carne y rameras.
Al otro día Jerusalén
entera corrió al Templo a encontrar consuelo en el Oráculo de Yavé.
El hombre de Dios sólo dijo: “Decretada está
la destrucción que traerá a esta nación la ruina”.
EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET. SEGUNDA PARTE. HISTORIA DE LOS ASMONEOS.
9.
DESPUES DE LOS 800 DE JUDAS MACABEO
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