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cristoraul.org " El Vencedor Ediciones"
LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

LIBRO PRIMERO EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

 

Tercera Parte

 

LA SAGA DE LOS PRECURSORES

12

EL NACIMIENTO DE JOSÉ DE BELÉN, HIJO DE NATÁN, HIJO DEL REY DAVID

 

Zacarías se pasó años revolviendo las montañas de documentos genealógicos, ordenando rollo por rollo histórico tras la pista que debía conducirle al último heredero vivo de la corona de Salomón. No se volvió loco porque su inteligencia era más fuerte que la desesperación que se apoderó de su mente, y, cómo no, porque el Espíritu de su Dios le sonreía en los labios de su socio Simeón, que no perdía nunca la esperanza y siempre estaba ahí para levantarle la moral.

“Tranquilo, hombre, ya verás tú como al final encontramos lo que andamos buscando donde menos nos lo esperemos, y cuando menos nos lo imaginemos, ya lo verás. No te partas la cabeza porque tu Dios te quiera abrir los ojos a su manera. Yo no creo que te vaya a dejar con las manos vacías. Es sólo que estamos mirando en la dirección incorrecta. La culpa es nuestra. ¿Tú crees que te ha elevado adonde te encuentras para dejarte con tu desolación en la cumbre? Descansa, disfruta de tu existencia, dejemos que Él nos haga reír”.

Era extraordinario aquél Simeón. Pero en todos los sentidos. Cuando él se casó con la mujer de sus sueños también disfrutó del sueño de ser el hombre más feliz del mundo. Con aquella felicidad suya que se derramaba sobre todos los clientes de su Casa y lo convirtió en el banquero de los pobres, un buen día cuestiones de negocios lo llevaron a Belén.

La clientela de los Simeones también extendía sus ramas por las poblaciones alrededor de Jerusalén. Entre las familias que tenían negocios con ellos figuraba el Clan de los carpinteros de Belén. Para la fecha la jefatura del Clan estaba en manos de Matat, padre de Helí. Maestros ebanistas, el Clan de los carpinteros de Belén tenía labrada su fama de profesionales de la madera desde nadie sabía cuándo. Se comentaba incluso que el fundador del Clan puso una de las puertas de la ciudad santa en los días de Zorobabel. Simples rumores, claro. La cosa fue que la llegada de Simeón el Joven a Belén coincidió con el nacimiento del primogénito de Helí. Llamaron al recién nacido, José. Felicitaciones aparte, cerrado el negocio que le trajo a Belén, el abuelo del niño y nuestro Simeón entraron en conversaciones sobre los orígenes de la familia. El tema en curso quiso la propia conversación que Matat se explayara sobre el origen davídico de su casa.

En Belén a nadie se le ocurrió nunca poner en duda la palabra del jefe del Clan de los carpinteros. Todo el mundo estaba, porque desde siempre se había creído en el pueblo, que el Clan pertenecía a la casa de David. Matat, el abuelo de José tampoco iba por ahí usando el documento genealógico de su familia como si se tratase de un látigo presto a caer sobre los incrédulos. No hubiera venido al caso. Sencillamente era así, había sido siempre así y no procedía otra cosa. Sus padres habían sido considerados hijos de David desde ya nadie se acordaba cuando, y él, Matat, estaba en todo su derecho de creer en la palabra de sus antepasados. Después de todo cada cual era libre para creerse hijo de quien mejor le conviniese. Pero claro, la investigación zacariana en punto muerto, la búsqueda del hijo de Salomón a nivel de archivos históricos anclada en un callejón sin salida, por fuerza el que una sencilla familia de carpinteros saltase al terreno de las realidades infalibles, por fuerza a nuestro Simeón, intimísimo amigo del Genealogo Mayor del Reino, tenía que resultarle si no graciosa al menos sí bastante simpática aquella seguridad absoluta del abuelo Matat. Más que nada fue el tono de certidumbre en el aliento del abuelo de José. Cuando sin pretender ofender al jefe del clan de los carpinteros de Belén Simeón el Joven puso en duda la legitimidad del origen davídico de su casa el abuelo Matat miró al joven Simeón con las cejas algo ofuscadas. Su primera reacción fue sentirse ofendido, y por sus barbas que de haber venido la duda de otro individuo por su honor que lo hubiera puesto al instante de patitas fuera de su casa. Pero en honor a la amistad que le unía a los Simeones, y porque de ninguna manera pretendió el Joven ofenderlo el abuelo Matat se privó de darle rienda suelta a su genio. También porque con los vientos que corrían, cuando bastaba pegarle una patada a una piedra para que le salieran hijos a David, la duda del muchacho le resultó comprensible. Hombre de muy buen carácter, a pesar de esta manera de entrar en nuestro relato, no queriendo que en lo sucesivo entre su casa y la de los Simeones flotase duda de ninguna clase, el abuelo Matat cogió a nuestro Simeón del brazo y se lo llevó aparte. Con toda la confianza del mundo depositada en su verdad el hombre lo condujo a sus habitaciones privadas. Se dirigió a un arcón viejo como el invierno, lo abrió y sacó de su interior una especie de rollo de bronce envuelto en pieles rancias. Ante los ojos de Simeón el abuelo Matat lo puso sobre la mesa. Y lo desenrolló despacito con el misterio de quien va a desnudar su alma. Apenas vio el contenido envuelto en aquellas pieles rancias a Simeón las pupilas se le abrieron como ventanas al partir los primeros rayos primaverales. Se le escapó de los labios un mudo “Dios santo”, pero disimuló la sorpresa y escondió la emoción que le estaba recorriendo la espalda. Y es que pocas veces en su vida, aun siendo el íntimo del Genealogo Mayor del Reino, y a pesar de lo habituado que estaba a ver documentos antiguos, algunos tan antiguos como las murallas de Jerusalén, pocas veces habían visto sus ojos una joya tan hermosa como importante.

Tenía aquél rollo genealógico la antigüedad a flor de piel. Los sellos en su metal eran dos estrellas brillando en un firmamento de cuero tan seco como la montaña donde Moisés recibió las Tablas. Los caracteres de su escritura desprendían fragancias exóticas paridas sobre el campo de batalla donde alzara David la que sería la espada de los reyes de Judá. El abuelo Matat desplegó el rollo genealógico de su clan en toda su extensión mágica y dejó leer al Joven la lista de los antepasados de José, su nieto recién nacido. Decía:

Helí, hijo de Matat. Matat, hijo de Leví. Leví, hijo de Melqui. Melqui, hijo de Jannai. Jannai, hijo de José. José, hijo de Matatías. Matatías, hijo de Amós. Amós, hijo de Nahum. Nahum, hijo de Esli. Esli, hijo de Naggai. Naggai, hijo de Maat. Maat, hijo de Matatías. Matatías, hijo de Semeín. Semeín, hijo de Josec. Josec, hijo de Jodda. Jodda, hijo de Joanam. Joanam, hijo de Resa. Resa, hijo de Zorobabel”.

Mientras lo estuvo leyendo Simeón el Joven no se atrevió a levantar los ojos. Una energía fulgurante le estaba recorriendo fibra por fibra la médula. En su interior quería pegar botes de alegría, su alma se sentía como la del Héroe después de la victoria saltando desnudo por las calles de Jerusalén. De haber estado allí con él Zacarías, a su lado, por Dios que hubieran bailado la danza de los valientes alrededor del fuego de la victoria. Claro que sí, por supuesto que Simeón el Joven había visto un documento igual a ése, variando los nombres, pero de la misma antigüedad, guardando en sus secretos los caracteres hebreos más antiguos, escritos por los hombres que vivieron en la Babilonia de Nabucodonosor. Lo había visto en su propia casa. Su propio padre lo heredó del suyo y se lo trajo a Jerusalén para depositar una copia en los Archivos del Templo. Sí, lo había visto en su propia casa, era la joya de la familia de los Simeones. ¿Cuántas familias en todo Israel podían poner sobre la mesa un documento de esa naturaleza? La respuesta la conocía Simeón desde niño: únicamente las familias que regresaron con Zorobabel de Babilonia podían hacerlo, y todas las que podían hacerlo se encontraban en el Sanedrín. ¡Dios santo!, lo que hubiera dado nuestro Simeón por haber tenido en aquél momento a su lado a su Zacarías. La Luna y las estrellas no valían a sus ojos lo que aquél rollo de bronce babilónico abrazado a aquél pergamino de cuero de vaca del Edén. Aquél documento tenía más valor que mil tomos de teología. ¡Qué no hubiera dado él por haber tenido la oportunidad de haber oído de los labios de Zacarías la lectura del resto de la Lista¡

Decía:

“Zorobabel, hijo de Salatiel. Salatiel, hijo de Neri; Neri, hijo de Melqui: Melqui, hijo de Addi; Addi, hijo de Cosam; Cosam, hijo de Elmadam: Elmadam, hijo de Er; Er, hijo de Jesús; Jesús, hijo de Eliezer; Eliezer, hijo de Jori; Jori, hijo de Matat; Matat, hijo de Leví; Leví, hijo de Simeón; Simeón, hijo de Judá; Judá, hijo de José; José, hijo de Eliaquim; Eliaquim, hijo de Melea; Melea, hijo de Menna; Menna, hijo de Mattata; Mattata, hijo de Natam. Natam…hijo de David”.

 

13

La Gran Sinagoga de Oriente

 

Quizá me precipito algo en la sucesión de los acontecimientos movido por la emoción de los recuerdos. Espero que el lector no me tenga en cuenta haberme lanzado casi desbocado por la llanura de las memorias que le descubro. Después de haber estado dos mil años dormidas en el silencio de las altas cumbres de la Historia el propio autor no puede controlar la emoción que le embarga, y se le van los dedos a las nubes con la facilidad que tienden las alas del águila de las nieves hacia el sol inalcanzable que les da vida a sus plumas. La verdad sobre la que he pasado de largo es la relativa calma internacional que trajo a la región el imperio de Julio César, paz relativa que jugó a favor de nuestros héroes, excitando su inteligencia, especialmente la de nuestro Zacarías. Bajo otras circunstancias geopolíticas, tal vez, la posibilidad de hacer entrar esa Paz en el esquema de sus intereses no se les hubiera pasado por la cabeza. En líneas generales, grosso modo, todo el mundo conoce qué tipo de relación amor-odio entre Romanos y Partos mantuvo en jaque al Oriente Próximo durante aquel siglo. En cualquier caso, los manuales de Historia del Próximo Oriente Antiguo y de la República de Roma están al alcance de cualquiera. No es un tema que predomine dentro de la recreación oficial, sobre todo en función del origen asiático de los Partos, detalle éste que a los historiadores occidentales, influenciados por su cultura grecolatina, les es excusa suficiente para tocar de paso el tema de la historia de su Imperio. No es esta Historia el mejor sitio para abrir el horizonte en esa dirección; conste aquí el deseo de hacerlo en otro momento. En fin, esta Historia no puede abrir hasta el infinito el escenario donde se desarrolló. Los manuales oficiales están ahí para abrir el horizonte a todo el que quiera profundizar algo más en el tema. El hecho que viene a cuento y pertenece a esta Historia centra su epicentro en la influencia que la paz del César tuvo sobre la zona y las opciones que puso en mano de sus habitantes. Pensemos que cada vez que se piensa en los días del conquistador de las Galias la nota predominante se queda en la parafernalia de sus guerras, sus instintos dictatoriales, la madeja de las conspiraciones políticas contra su imperium, pasando siempre de largo por los beneficios que su paz les supuso a todos los pueblos sometidos a Roma. En relación a nuestro relato la paz del César más que grande fue importantísima.

Zacarías, que no paraba de maquinar la forma de conducir a término su búsqueda del legítimo heredero de la corona de Salomón, un día pensó en las palabras de su socio: “Tranquilo, hombre, ya verás que al final encontramos lo que andamos buscando donde menos nos lo esperemos, y cuando menos nos lo imaginemos, ya lo verás”, y se dijo que Simeón tenía toda la verdad del mundo. Aún no habían encontrado lo que estaban buscando porque habían estado dando vueltas alrededor del vacío. Ni probablemente darían nunca con la pista de los hijos de Zorobabel de seguir hurgando donde no había huellas de su existencia. ¿Así que por qué no jugarse la carta de la Gran Sinagoga de Oriente? Lo único que tenían que hacer era enviar un correo pidiéndoles a los Magos de la Nueva Babilonia que buscasen la genealogía de Zorobabel entre sus Archivos. Así de fácil, así de simple. Simeón el Babilonio, nativo de Seleucia del Tigris, perfecto conocedor de la Sinagoga en cuestión, asintió con la cabeza. Se rió y lo soltó como le salió del alma:

“Claro, hijos, ¿cómo hemos estado tan ciegos todo este tiempo? Ahí está la clave del enigma. No perdáis el tiempo. En alguna parte de aquella montaña de archivos debe encontrarse la joya que os trae de cabeza. La ocasión es propicia. Es ahora o nunca. Nadie puede decir cuándo se romperá la paz. Manos a la obra”.

Zacarías y sus hombres eligieron un correo de toda confianza de entre los correos de la Gran Sinagoga de Oriente que solían entonces, una vez abiertas las rutas, traer a Jerusalén el Diezmo. El mensaje que debía llevar a su vuelta de regreso a Seleucia, para ser leído exclusivamente por los jefes de la Sinagoga de los Magos de Oriente, concluía con estas palabras: “Centrar la investigación en los hijos de Zorobabel que le acompañaron de Babilonia a Jerusalén”.

La tensión entre los dos imperios del momento, el Romano y el Parto, una cuerda en tensión que podía romperse en cualquier momento, amén de tener que contar con las continuas insurrecciones nacionalistas típicas del Oriente Próximo, la respuesta podría tardar algún tiempo. Pero ellos tenían tiempo.

Desde los días de Zorobabel los judíos del otro lado del Jordán se las habían arreglado para sortear los peligros y cumplir con el Diezmo. Durante la estabilidad que al Asia Occidental le dio el imperio de los persas la caravana de los Magos de Oriente llegó año tras año. Después, tras la conquista del Asia por Alejandro Magno la situación no cambió. Las cosas empeoraron cuando los Partos montaron sus tiendas al este del Edén y soñaron con la invasión del Oeste.

Antíoco III el Grande se las vio y se las deseó para contener la avalancha de los nuevos bárbaros. Su hijo Antíoco IV murió defendiendo las fronteras. Convertidas las tierras del Próximo Oriente en una tierra de nadie abierta al saqueo y al pillaje tras la muerte de la Bestia de los judíos, los judíos al Este del Jordán tuvieron que aprender a apañárselas solos; pero pasase lo que pasase la caravana de los Magos de Oriente siempre llegaba a Jerusalén con su cargamento de oro, incienso y mirra. Esta adversidad dada por contada el correo de Zacarías llegó a su destino. A su tiempo regresó a Jerusalén con la respuesta esperada. La respuesta a la pregunta zacariana era la siguiente:

“Dos fueron los hijos que Zorobabel trajo consigo de Babilonia. El mayor se llamaba Abiud; el menor se llamaba Resa”.

Y había más, siguió diciéndoles el correo de los Magos:

“Al mayor de sus hijos le dio Zorobabel el rollo de su padre, rey de Judá. El hijo de Abiud era, por tanto, el portador del rollo salomónico. Al menor le dio el rollo genealógico de su madre. En consecuencia, el hijo de Resa era el portador del rollo de la casa de Natán, hijo de David. Excepto en sus listas los dos rollos eran iguales. Sobre dónde estaban ambos herederos, sobre esto ellos no podían darles detalles”.

¡Qué extraño es el Omnipotente!, venía de vuelta de Belén pensando Simeón el Joven. ¡Qué extraña forma de moverse la del Todopoderoso! Se esconde el río bajo la tierra, se lo traga la piedra, nadie sabe qué camino se labrará por los hipogeos lejos de la vista de todos los vivientes. Sólo Él, el Omnisciente, conoce el lugar exacto por dónde romperá y saldrá a flote. Se ríe el Señor de la desesperación de su gente, les deja escarbar en el suelo buscando por dónde irá el río que se perdiera en el corazón de la tierra apenas nacido, y cuándo ya tiran la toalla bajo el peso de la victoria imposible y las manos les sangran con las heridas de la frustración entonces se le conmueve al Omnisciente el alma, se levanta, les sonríe a los suyos y con una palmada en la espalda va y les dice: Venga ya muchachos, ¿qué os pasa? Levantad esos ojos, lo que buscáis lo tenéis a dos palmos de vuestras narices.

Simeón el Joven se rió pensando en la cara que iba a poner su socio Zacarías cuando le diera la noticia. Ya se imaginaba soltándole la película de su descubrimiento.

“Siéntate Zacarías”, le diría. Zacarías se le quedaría mirando fijamente. Simeón el Joven lo seguiría envolviendo en el misterio de su alegría, predispuesto a disfrutar ese momento segundo a segundo.

“¿Qué te pasa, hermano, ya has perdido esa capacidad tuya para leerme la mente?”, le insistiría Simeón el Joven.

Sí señor, iba a disfrutar de ese momento hasta la última micra de segundo. En ese momento no había en el mundo cosa que desease más que vivir a cielo abierto la mirada de su socio cuando le dijera:

“Señor Genealogo Mayor del Reino, mañana voy a tener el placer infinito de presentarle a Resa, el hijo de Natán, hijo de David, padre de Zorobabel”.

 

XIII

LA GRAN SINAGOGA DE ORIENTE

 

EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

 

Tercera Parte.

LA SAGA DE LOS PRECURSORES.

 

 

 

LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO