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LIBRO PRIMERO
EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
“YO SOY EL ALFA
Y LA OMEGA” HISTORIA DE JESUS DE NAZARET
Tercera
Parte
LA SAGA DE LOS PRECURSORES
11
LA GENEALOGIA DE JESUCRISTO SEGUN SAN LUCAS
En medio de aquéllos días de horrores sangrientos la Naturaleza desafió
al Infierno inundando de belleza la tierra. Fue de verdad una época
de mujeres hermosas. Al servicio de su Señor la Naturaleza concibió
una mujer de una belleza extraordinaria, y le dio un nombre. La
llamó Isabel.
Era Isabel hija de una de
las familias sacerdotales de la clase alta de Jerusalén. Sus padres
pertenecían a una de las veinticuatro familias herederas de los
24 turnos del Templo. Clientes sus padres de la casa de los Simeones,
la extraordinaria belleza de aquella muchacha le abrió las puertas
del corazón de Simeón el Joven, con quien vino a criarse como si
de una hermana se tratara.
Los padres de Isabel no podían
ver más que con buenos ojos la relación que los muchachos se traían.
Pensando en la posibilidad de un matrimonio futuro sus padres le
concedieron a Isabel una libertad por regla general negada a las
hijas de Aarón. ¿Había algo que más pudiera llenar de orgullo el
corazón de aquéllos padres que su hija mayor llegara a ser la señora
del heredero de una de las fortunas más grandes de Jerusalén?
No era ya sólo una cuestión
de riqueza, también estaba la protección que Herodes había extendido
sobre los Simeones. La muerte de los miembros
principales del Sanedrín tras su coronación dejó a los Simeones en una posición privilegiada. De hecho la de los Simeones fue la única fortuna que el rey no confiscó.
Si Isabel impusiera su belleza
al joven Simeón, ¡ufff!, más de lo que
nunca hubieran podido sus padres soñar.
Esta posibilidad secreta
en mente, que cada año parecía hacerse más real en
razón de la inteligencia con la que la Sabiduría había enriquecido
lo que la Naturaleza vistiera de tantas dotes, los padres de Isabel
la dejaron cruzar aquella delgada frontera al otro lado de la cual
la mujer hebrea quedaba libre para elegir esposo.
Lo normal en las castas judías
era cerrar el contrato de bodas de las hembras aarónicas antes de
llegar a esa peligrosa edad, alcanzada la cual por ley a la mujer
no se la podía obligar a aceptar la autoridad paterna como si se
tratase de la voluntad de Dios. Convencidos de la irresistible influencia
de la belleza de Isabel sobre el joven Simeón sus padres corrieron
el riesgo de dejarla cruzar esa frontera.
Ella la cruzó
encantada, y él fue su cómplice.
Simeón le siguió el
juego a aquella alma gemela que la vida le había dado. Educado él
mismo para disfrutar de una libertad privilegiada, para cuando los
padres de Isabel llegaran a darse cuenta de la verdad ya sería demasiado
tarde. Isabel habría cruzado para ese entonces esa frontera y ya
nada ni nadie en el mundo podría impedirle casarse con el hombre
al que amaba más que a su vida, más que a las murallas de Jerusalén,
más que a las estrellas del cielo infinito, más que a los propios
ángeles.
El día que sus padres comprendieron quién era
el elegido de Isabel ese día sus padres pusieron el grito en el
cielo.
El problema del hombre al
que Isabel amaba de aquella forma tan superior a los intereses familiares
era simple. Le había dado Isabel su corazón al joven más cabezón
de toda Jerusalén. En realidad nadie apostaba
nada por la vida del hijo de Abías. Se le había metido en la cabeza
a Zacarías entrar en el Templo y expulsar a todos los vendedores
de genealogías y traficantes de documentos de nacimiento al por
mayor. Alucinados por lo que creían un ataque frontal a sus bolsillos
fueron muchos los que se juraron acabar con su carrera al precio
que fuese. Pero ni las amenazas ni las maldiciones lograron asustar
a Zacarías.
En esto todos reconocían que el hijo era
el replay de su padre. ¿No fue su padre el único hombre en todo
el reino capaz de plantarse delante del Asmoneo en sus mejores días,
cortarle el paso y profetizarle a la cara un volcán de desgracias?
¿Qué se podía esperar de su hijo, que fuera un cobarde?
De
todos modos ¿por qué no dirigía Zacarías su cruzada hacia otra parte?
¿Por qué se le había metido en la cabeza centrar su cruzada contra
el negocio floreciente de la compraventa de documentos genealógicos
y registros falsos de nacimiento? ¿Qué daño le hacían a nadie emitiendo
aquellos documentos?
Los interesados venían desde la
propia Italia dispuestos a pagar cuanto le pidieran por un simple
trozo de papiro firmado y sellado por el Templo. ¿A qué venía esa
obcecación del hijo de Abías? ¿Por qué no se dedicaba a disfrutar
de la vida como cualquier hijo de vecino? ¿Acaso se divertía cortándole
el rollo a todo el mundo?
Bueno, pero antes de seguir
entremos en la mente de Zacarías y en las circunstancias contra
las que se alzó.
He dicho que Zacarías, hijo
de Abías, y Simeón el Joven, hijo de Simeón el Babilonio, recogieron
el testigo de la búsqueda del Heredero vivo de Salomón.
Dadas
todas las circunstancias establecidas en los capítulos anteriores
se comprende que el secreto fuera la condición sine qua non que
había de conducirlos al extremo del hilo. Nadie debía saber cuál
era la meta en mente.
Si a los Asmoneos la sola idea
de la restauración davídica les puso los pelos de punta, a la menor
sospecha de las intenciones de los hijos de sus protegidos, el Semayas y el Abtalión de los escritos
oficiales judíos, Simeón y Abías para nosotros, el rey Herodes se
cargaría en el día a todos los hijos de David.
Luego
estaban los clásicos piratas que estarían encantados de denunciar
a sus hijos, nuestros Simeón y Zacarías. Herodes recompensaría la
denuncia por traición a la corona con honores miles. Y de paso eliminarían
de la escena al cruzado solitario con el que no se podía llegar
a acuerdo alguno.
Así que, conociendo el mar de peligros
sobre cuyas olas navegaba, Zacarías no abría su mente a nadie en el mundo. Ni a la propia Isabel, la mujer con
la que él era consciente que se casaría a pesar de la voluntad de
sus futuros suegros.
Era natural que de todos los hombres
de Jerusalén no hubiera otro que contara con más protección que
el hijo de Abías.
Entremos ahora en las causas de aquella
corrupción generalizada en cuyos brazos se lanzaron los funcionarios
del Templo.
En agradecimiento a su salvación
por la caballería judía -como he dicho antes- Julio César le concedió
a la Judea privilegios fiscales y liberación para sus ciudadanos
del servicio de las armas.
El César ignoraba la compleja
extensión del mundo judío. Astutos como nadie, los judíos de todo
su Imperio se aprovecharon de su ignorancia para beneficiarse de
los privilegios concedidos a los ciudadanos de la Judea. Pero para
beneficiarse de tales privilegios estaban obligados a presentar
los pertinentes documentos.
Todo lo que debían hacer
era ir a Jerusalén, pagar una suma de dinero y hacerse con los mismos.
¿Era para ponerse en el plan que se puso el hijo de Abías?
¿Acaso Zacarías no amaba a sus hermanos en Abraham? ¿Por qué se
oponía? ¿Qué le iba a él en todo ello? Las arcas del Templo se estaban
llenando. ¿No le interesaba a él, como sacerdote y judío de nacimiento,
la prosperidad de su pueblo?
La enemistad creciente contra
Zacarías procedía del hecho de su imparable ascensión, que, en breve,
de no cortarle el paso nadie, lo conduciría a la cúspide de la dirección
de los Archivos Históricos y Genealógicos, de la cual dependía la
expedición de los susodichos documentos.
Hombre, razones
había para que el hijo de Abías hiciera la vista gorda y se aprovechara
de la ocasión para enriquecerse, y de camino compartir con todos
la prosperidad que el cielo les había regalado después de tantos
males pasados, razones sí había.
Pero no, el hijo de
Abías decía que él no se casaba con la corrupción. Tenía la cabeza
dura como una piedra. Para colmo de males la protección con la que
contaba no les dejaba a sus enemigos otra salida que intentar frenar
su carrera por todos los medios.
Así que por mucho que
adorase al hombre de su vida la propia Isabel se preguntaba a qué
venía aquella cruzada de su amado. Si ella le sacaba el tema él
se dedicaba a darle largas, miraba para otra parte, cambiaba de
rollo y la dejaba con la palabra en la boca. ¿Es que no la quería?
Simeón el Joven se reía de aquellos dos amantes imposibles.
Risa que Isabel cogió y como que ella era hija de Aarón
y tenía a la Naturaleza de su parte que su amigo del alma le iba
a descubrir qué misterio se traían los dos entre manos.
Simeón
el Joven le dio largas al principio. Lo último que quería era poner
en peligro la vida de Isabel. Al final tuvo que abrirle el corazón
y descubrirle la verdad.
¿Un judío de cualquier parte
del Imperio que desease registrarse como ciudadano de la Judea a
qué familia se emparentaría y en qué ciudad pediría ser registrado
como nativo?
La respuesta era tan obvia que Isabel comprendió
al instante.
“En Belén de Judá y al rey
David”.
Difícil que de por sí ya
le era al Genealogo Mayor del Reino avanzar
entre montañas de documentos, encima esta avalancha de hijos de
David que de repente le estaban saliendo al legendario rey por todas
partes.
“Luego estáis buscando al
heredero de Salomón”, le respondió Isabel a Simeón. “¡Qué bonito!”
Simeón se rió con ganas de su ocurrencia.
A Zacarías no le
resultó tan gracioso que su socio le descubriera a Isabel la verdad.
Hecho el daño había que tirar para adelante y confiar en la prudencia
femenina. Confianza que Isabel jamás defraudó.
El mismo Espíritu que detiene
el avance de los guerreros y les niega el paso a las metas por Él
reservadas para los que les seguirán, ese mismo Dios es quien ordena
los tiempos y mueve sobre el escenario a los actores para quien
reservara la victoria que les negara a los que les abrieron camino.
Contra todos los malos presagios que les desearon sus
enemigos Zacarías alcanzó la cúspide de la dirección de los Archivos
del Templo. También se casó con la compañera para él elegida por
el destino. Cuando hallaron que no podían tener hijos se oyó decir:
“Castigo de Dios”, por haberse rebelado ella contra la voluntad
de sus padres, pero ellos se consolaron amándose con toda la fuerza
de la que el corazón humano es capaz.
A la pena de hallarse
estériles se le sumó el fracaso de su búsqueda.
XII
EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET.
Tercera Parte.
LA SAGA DE LOS PRECURSORES.
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