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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

LIBRO PRIMERO EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO

YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

 

Quinta Parte

Juventud, Muerte y Resurrección del Mesías

 

 

24

MUERTE Y RESURRECCION DE JESUCRISTO

 

 

Los acontecimientos de Aquella Noche están descritos en los Evangelios. No voy a reproducirlos ni a apuntillarlos. Me limitaré a lo que no está escrito.

Mientras la farsa judeo-romana seguía su curso el cielo se fue encapotando sobre las cabezas de los miles de borrachos que coreaban: Crucifícalo.

La misma confusión que se apoderó de los Discípulos y los lanzó a la Huída, esa misma fuerza se había apoderado de la muchedumbre que le aclamara en su entrada triunfal, y, abandonada al alcohol, desahogaba su pena contra el autor de la desilusión que se apoderara de sus mentes. Enajenados, abandonados al alcohol en el que ahogaban su pena, que corría gratis y a toneles de las manos del Templo a sus gargantas, quienes hacía apenas unas horas corearon al Mesías ahora gritaban: Crucifícalo.

Mientras gritaban y gritaban las nubes rodearon el horizonte y tendieron una telaraña de rayos y truenos sobre el Gólgota. Mientras el Condenado arrastraba su cruz por la Vía Dolorosa, ajena a la muchedumbre que borracha escupía sobre el Hijo de María sus carcajadas, la noche se fue cerrando.

Absortos, maravillados por lo que estaban viviendo, mientras hacían la Procesión a muy pocos se les vino a la cabeza las palabras del Profeta. En realidad sólo a un muchacho, al pie de la Cruz según miraba al cielo se le vino a la memoria las Escrituras.

 “Ya me rodeaban las olas de la muerte y me aterrorizaban los torrentes de Belial. Me aprisionaban las ataduras del seol, me habían sorprendido las redes de la muerte. Y en mi angustia invoqué a Yavé y lancé hacia mi Dios mi grito. El oyó mi voz desde su palacio, y mi clamor llegó a sus oídos. Conmovióse y tembló la tierra. Vacilaron los fundamentos de los montes, se estremecieron ante Yavé airado. Subía de sus narices humo, y de su boca fuego abrasador, carbones por Él encendidos. Abajó los cielos y descendió, negra nube tenía bajo sus pies. Subió sobre los querubes y voló; voló sobre las alas de los vientos. Hizo de las tinieblas un velo, formando en torno a sí su tienda; calígine acuosa, densas nubes. Ante el resplandor de su faz las nubes se deshicieron; granizo y centellas de fuego. Tronó Yavé desde los cielos, el Altísimo hizo oir su voz. Lanzóles sus saetas y los desbarató, fulminó rayos y los consternó. Y aparecieron arroyos de agua, y quedaron al descubierto los fundamentos del orbe ante la ira increpadora de Yavé, ante el soplo del huracán de su furor”.

Sí, únicamente aquel muchacho fijó sus ojos en el cielo que contemplaba horrorizado el delito de los hijos de la tierra. En el dolor del momento nadie se había percatado de lo que se les venía sobre sus cabezas. El cielo estaba negro como las profundidades de la cueva más impenetrable. Cuando Jesús gritó su último aliento y creyeron que el fin ya había llegado, como si de pronto despertaran todos de un sueño sus ojos se abrieron a la realidad.

Antes de sentir la amenaza del cielo se partió el firmamento en lágrimas. Dejóse oír un crujido más fuerte que el de las murallas de Jericó al caerse. Fue entonces que alzaron todos sus cabezas por primera vez y olieron en la atmósfera aquella humedad eléctrica.

Iban ya a iniciar la vuelta cuando de pronto un látigo en forma de rayo rompió la oscuridad. Pareció caer lejos. ¡Qué tontos! Era el jinete que una vez le abrió a Judas Macabeo las filas del enemigo quien ahora venía cabalgando violentamente sobre las nubes de las profecías. Sus ojos resplandecientes iluminaron la noche y de su garganta todopoderosa el trueno rodó por el horizonte; como loco, poseído por un dolor que le cegaba las entrañas, aquél jinete divino alzó su brazo y dejó caer sobre la muchedumbre su látigo de rayos y truenos.

El infierno de la Ira del Padre Eterno cayó en tromba sobre niños y mujeres, ancianos y jóvenes, sin distinguir entre culpables e inocentes. Enloquecida, como quien despierta sobresaltado de una pesadilla para al abrir los ojos encontrarse que la verdadera pesadilla acababa de empezar, la multitud comenzó a correr Gólgota abajo. La tormenta que tenían sobre sus cabezas amenazaba granizo, rayos y truenos, pero no lluvia. Era una tormenta eléctrica, que el Todopoderoso, atravesado por la lanza que le incrustaron a su Hijo en el pecho, con el corazón destrozado había cogido en sus manos y enloquecido por el dolor golpeaba contra los hijos de la tierra sin mirar a quién. El frenesí, el espanto se apoderó de todos. El terror cabalgaba sin perdonar al anciano ni al niño, varón o hembra. Enloquecida por lo que había hecho bajo los efectos del alcohol la muchedumbre empezó a moverse hacia los muros de Jerusalén. ¡Locos!, como si el dolor de Dios pudiese ser frenado por la piedra.

Y allá que empezó a correr la muchedumbre Gólgota abajo buscando la salvación entre las murallas. Entonces el látigo eléctrico del Omnipotente comenzó a caer sobre mujeres y niños, jóvenes y ancianos sin distinguir culpable de inocente. Su dolor, el dolor del Todopoderoso los alcanzaba a todos y de todos desgarraba sus carnes sin misericordia de ninguna clase. En menos que canta su segundo anuncio el gallo la cuesta del Gólgota empezó a llenarse de cadáveres chamuscados. Los que ya estaban subiendo la cuesta de la Puerta de los Leones creían haber escapado del horror cuando las tumbas del Cementerio de los Judíos comenzaron a abrirse. Salieron de sus tumbas los profetas y de sus bocas espectrales la Ira del Omnipotente les hacía llegar a los vivos su sentencia de muerte.

Horror, desolación, espanto. Los que creyeron encontrar refugio en sus casas se encontraron con las puertas cerradas. Una noche de Cena, mil quinientos años atrás, el ángel de la muerte recorrió las casas de los egipcios buscando primogénitos. Ese mismo ángel recorría ahora las calles de Jerusalén matando sin distinguir entre grandes y pequeños. El mismo dolor infinito que tenía el corazón de su Señor destrozado había alcanzado el suyo y en su dolor inenarrable hincaba la espada querúbica contra todo el que encontraba a su paso.

Aterrorizados, atrapados en una pesadilla infernal, el terror arrastró a los fugitivos al Templo. Allí se amontonaron entre sus muros buscando misericordia. Locos, con la locura del que mata al hijo y se refugia del padre de la criatura en su casa, allí encontraron su tumba cuando el látigo del Dolor dejó caer sobre la cúpula sus lágrimas, una cúpula que se vino abajo sobre la multitud aterrorizada.

Horror, espanto, desolación. El dolor del Padre de Cristo en pleno estallido violento. La sangre de un Dios transformada en bloques de piedra cayendo sobre una multitud aterrorizada, aplastando cabezas, reduciendo a escombros hombres y mujeres. ¡Gritad de nuevo Crucifícalo! escribían con sus crujidos las piedras de la cúpula del Templo según caían del techo al suelo.

Mientras estas cosas estaban sucediendo a los pies de la Cruz sólo quedó un hombre y tres Mujeres. Como si un escudo de energía le protegiera el muchacho, de pie, contemplaba el espectáculo. A los pies del Monte de la Pasión los cadáveres calcinados, los moribundos aplastados bajo el peso de los que huyeron cuestas abajo. Contra las murallas, sin huida posible de los muertos salidos de sus tumbas, las paralizadas víctimas del horror se apilaban enloquecidas. Cuando al rato se hundió la cúpula del Templo y cesaron los truenos y los rayos y el batir de carne y sangre, Juan recogió la espada del romano que confesó. Volvió el muchacho la cabeza a las tres Mujeres, les habló con los ojos, y comenzó a abrirles paso. La muchedumbre de heridos y moribundos horrorizada se apartaba como si se tratase de un ángel de Dios en pleno remate de la faena comenzada por su Señor. Tal era el fuego que despedía por sus ojos el pequeño de los hijos del Trueno.

Llegados a las calles, incapaces de resistir la mirada de aquél querubín humano, los alucinados se apartaban de su camino. Juan condujo a las tres Mujeres a casa y cerró tras él la puerta. Allí estaban los Diez y las demás mujeres. Como muerta, la Madre se echó en la cama y cerró los ojos a un mundo al que ya no parecía querer volver.

Los supervivientes se juraron arrancar de sus memorias y de la de sus hijos el recuerdo de la Noche en que Dios rompió su Alianza con los hijos de Abraham. Sus historiadores enterraron el recuerdo de aquella Noche en la tumba de los silencios milenarios. Muchas veces en la Historia de la Humanidad un pueblo se juró arrancar de su memoria un cierto acontecimiento, especial, capital para el desarrollo de su futuro. Pocas veces un pueblo logró enterrar de una forma tan definitiva un capítulo tan traumatizante.

Los Once también creyeron que tal era el destino de aquellos tres años de inolvidable gloria. De hecho lo único que los mantuvo aquél viernes y el sábado siguiente encerrados en aquella Casa fue conocer la suerte de aquella Madre que yacía como muerta en el lecho.

¿Despertaría la Madre de su sueño? ¿No se le veía en el rostro roturado por el sufrimiento los trozos en que su corazón se había roto?

Señor, ¿cómo mirarla a la cara cuando despertara? ¿Qué palabras de consuelo le dirían para justificar la huida vergonzosa que emprendieron?

¿Qué podían hacer? ¿Abandonarla a su suerte? ¿Seguir corriendo hasta que la distancia entre ellos y sus recuerdos se hiciera un abismo?

¿No les había dicho Él que todo lo que estaban viviendo habría de pasar, y resucitaría al tercer día?

Las horas se les hicieron interminables a todos los que vigilaban el sueño de la Madre. A pesar del peligro que corrían nadie se iría sin acompañarla a Nazaret.

¿Cuánto tardaría en despertarse? Pero claro, ¿por qué iba a querer despertarse?

El sábado al mediodía la Madre empezó a salir de su estado. Los Once creyeron que no podrían soportar su mirada. Ay, ¡qué tontos estaban!

Llevaban mirando ese rostro anciano más horas de las que podían calcular. Ya se conocían de memoria cada micra de sus mejillas laceradas.

De pronto el sábado aquél rostro empezó a cobrar color. Todos se quedaron observando cada movimiento suyo. En eso la Madre abrió los ojos llenos de vida.

A su lado su hermana Juana acariciaba su frente como quien acaricia la cabeza de la persona más amada del mundo. Impensablemente la Madre pidió un poco de agua. La otra María, la de Cleofás, se levantó. Lentamente la Madre se incorporó en el lecho y los miró a todos. Estaban los Once sentados en el suelo contra las paredes de la habitación. La expresión en su rostro los tenía maravillado cuando abrió la Madre los labios. “¿Qué os pasa, hijos míos?”, les dijo sonriendo. “¿A quién estáis velando? Me miráis como si estuvieseis viendo un fantasma”.

Los Once no salían de su sorpresa. María la de Cleofás regresó con el vaso de agua y se sentó a su lado apoyando su cabeza sobre su hombro.

“Ya está, María, no seas chiquilla, no llores más, ¿o quieres que mi Hijo te encuentre así cuando venga?”.

Los Once se miraron creyendo que el dolor le había hecho perder el juicio. La Madre les leyó el pensamiento y empezó a hablarles, diciendo:

“Hijitos, yo soy la culpable de todo. Hace mucho tiempo que hube de haberos revelado quién es Ese al que llamáis Maestro y Señor. Tenía que pasar esto para que Él me librara de mi silencio. ¿A quién creéis que seguisteis de un lado a otro?

Yo soy vieja, hijos, y estoy cansada. Oídme bien y levantad el alma; cuando Él venga, mañana, tendréis la prueba de todo lo que os voy a contar hoy. ¿Qué pensaría mi Hijo si al venir mañana os encontrara de esta manera? ¿Cómo podría yo mirarle a la cara? Tened paciencia conmigo si en algún punto no soy clara. Cuando Él os envíe el Espíritu de la Promesa recordareis mis palabras y yo mismo me dejaré encantar por la sabiduría que Él derramará en vuestras almas. Lo que yo os voy a contar se lo he escuchado a Él. No tengo su gracia ni su sabiduría. Ya os digo, Él mismo os llenará de su conocimiento y entonces ya no necesitaréis que yo os cuente nada. Él me habló de su Mundo, de su Padre; yo le preguntaba y Él me respondía sin ocultarme nada. Al menos nada que no necesitase saber. Yo era su confidente, el corazón abierto e inocente en el que Él derramaba sus recuerdos divinos. Me hablaba de su Mundo con los ojos mirando al infinito; yo lo guardaba todo en mi corazón; cada una de sus palabras yo la sellaba en mi carne. No he sabido por qué selló mis labios hasta este día. Hoy me ha liberado de mi Silencio y pongo en vuestros corazones lo que Él puso en el mío y he llevado conmigo tantos años.”

Abriéndoles su Corazón, La Madre les descubrió a los Discípulos: la Anunciación, la Encarnación del Hijo de Dios, y la Historia Divina que Ella oyó de los labios de su Niño en aquellos días en que siendo “su Niño” venía el Hijo de Dios a encerrarse entre los brazos de “su Madre”, la Tristeza en los ojos del hijo que echa de menos a su Padre amantísimo, Historia que, llevada a su Plenitud, os narro a contiunuación.

 

 

EL CORAZÓN DE MARÍA . CAPÍTULO TERCERO .

HISTORIA DE LA INCREACIÓN.

INFANCIA DE DIOS

 

Cristo Raul

HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

 

 

 

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