|
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO SEGUNDO
Quinta Parte Juventud, Muerte y Resurrección del Mesías
23
EL MISTERIO DE LAS DESAPARICIONES DE JESUCRISTO
Nadie sabía adónde se iba Jesús ni qué hacía cuando desaparecía de aquella
manera. Sencillamente desaparecía. Desaparecía sin avisar, sin dar
explicaciones. Sus desapariciones podían ser de días, de semanas
incluso. Si sus primos Santiago y José preguntaban por ahí, a ver
si alguien había visto a su Jesús, todos ponían la cara del que
no sabe nada de nada. ¿Dónde se metía Jesús?
Bueno, esto no era fácil
de decir. Pero donde quiera se metiera regresaba de donde hubiese
estado como si tal cosa. Luego regresaba todo pancho, les soltaba
una excusa cualquiera a todos los que con aquella preocupación tan
natural le demostraban cuánto le querían, “he tenido que atender
un negocio urgente”, por ejemplo, y corto y cambio, tema cerrado.
Insistir más no merecía la pena; al final Jesús se echaba a reír
y los tontos parecían ellos.
“¿A qué vienen esas preocupaciones, Santiago, hermano? ¿A ti te falta de algo? ¿Tus hijos están malos? Tienes salud, dinero y amor, ¿qué más puede querer un hombre?”. ¿No lo dije? Era imposible enfadarse con Él. No sólo tenía toda la razón del mundo, si encima te lo decía con aquella sonrisa en los ojos al final el tonto parecías tú por preocuparte sin motivos. Las únicas que parecían ni
sorprenderse ni escandalizarse por sus desapariciones eran las Mujeres
de la Casa. Para mayor sorpresa de Santiago y sus hermanos, las
Mujeres no querían ni oír hablar de reproches. ¿Qué misterio era
el Suyo para tenerlas encantadas de aquella manera?
¿Misterio? ¿Por qué tenía
encantada a su Madre, a su tita Juana y a su tita María?
Sí que había misterio. Uno
muy grande.
Resulta que cuando Él se
iba se producía en la casa un milagro. Los sacos de harina no se
agotaban nunca; aunque sacasen la harina a palas. Las tinajas de
aceite jamás se vaciaban, por muchos litros que regalaran el aceite
jamás bajaba su nivel en las tinajas. Y si alguna de ellas se ponía
enferma las tres Mujeres de la Casa sabían que Él regresaba porque
enseguida se ponían buenas. Y como estas cosas todas las demás.
Así que ¿cómo no iba a tenerlas encantadas? Eso sí, a la hora de
responderles a ellas o a sus primos de dónde venía o qué había estado
haciendo Jesús se limitaba a mirarlas y les daba por toda respuesta
un beso cubierto de sonrisas.
¿Adónde iba? ¿De dónde venía?
¿Qué hacía? Creo que fue el décimo tercer apóstol quien dijo que
Jesús se iba a implorarle a su Dios con potentes lágrimas misericordia
para todos nosotros.
El origen de esas lágrimas
no nos debe resultar un río extraño conociendo la fuente de la que
manaron. Era el Hijo de Dios, de la misma naturaleza que su Padre,
quien miraba cara a cara el futuro de la obra que iba a realizar,
y viendo el Destino hacia el que conducía a sus Discípulos el corazón
entero se le partía.
¿Cómo no buscar en su Padre
una alternativa viable distinta que alejase de los suyos el destino
hacia el que con su Cruz los arrastraba?
Y lo que es más trágico,
cuando su sangre lo arrastraba a la fragilidad de la existencia
humana y se preguntaba cómo podía estar seguro que lo que iba a hacer era la voluntad de Dios, en ese momento el peso
de ese Destino lo aplastaba, se le clavaba en el pecho y le arrancaba
lágrimas de sangre viva. ¿Cómo podía estar seguro que lo que iba a hacer era lo correcto? ¿Por qué la Cruz de Cristo y
no la Corona de David?
La tensión, la presión, la
naturaleza humana en su desnudez golpeándole el cerebro y el alma
con la visión de los cientos de miles de cristianos a los que Él
conduciría al martirio. Un Destino que podría ahorrarles con sólo
aceptar la Corona que el pueblo en masa le ofrecería. ¿Qué hacer?
¿Cómo saber? ¿Y con qué medios resistirse al consuelo que le ofrecía
su Padre? Porque después del Día de Yavé vendría el Día de Cristo, un Día de libertad y gloria: el Rey en
su Trono de Poder dirigiendo los ejércitos de su Padre hacia la
victoria.
Durante aquellos días, antes de empezar su Misión, Jesús fue eligiendo en la Galilea
a los que serían sus futuros Apóstoles. Las conexiones que le unían
a sus futuros Discípulos provenían del nudo sanguíneo que el hijo
mayor de Zorobabel comenzó a atar cuando fundó Nazaret.
A diferencia de la atmósfera
en la que se multiplicaron los hombres de Zorobabel que permanecieron
en la Judea, las gentes de la Galilea acogieron pacífica y amistosamente
a los hombres de Abiud. Los vecinos de
la Judea se escandalizaron al descubrir las intenciones de Zorobabel
y sus hombres; se rebelaron contra la idea de la reconstrucción
de Jerusalén e intentaron por todos los medios obligarles a abandonar
el proyecto.
Dice la Biblia que ellos
no lo consiguieron. A cambio de los por entonces habitantes de Tierra
Santa sí obtuvieron una política de enemistad perpetua. Política
que derivó en el enclaustramiento y aislamiento de los judíos del
Sur del resto del mundo. Circunstancia que, andando el tiempo, transformaría
al judío sureño en aquél pueblo aborrecedor de los Gentiles, a los
que despreciaban y trataban en privado como si estuviesen hablando
de puras bestias.
“Antes comer con un cerdo
que comer con un Griego”, decía un rabino.
“Antes casarse con una cerda
que con una Griega”, apuntillaba su colega.
Este odio hacia el griego
y hacia los gentiles en general, aquél desprecio del pueblo que
llegó a creerse la Raza Superior, fue un odio hasta cierto punto
natural. Hacia el griego tras las persecuciones de Antíoco IV Epífanes.
Hacia el egipcio porque un día el Faraón…Hacia los sirios porque
en otro tiempo…Hacia los romanos porque los tenían encima…La cuestión
era convertir el odio en una especie de identidad nacional, sacar
de él las fuerzas para seguir creyéndose la Raza Superior, la llamada
a someter y ser servida por el resto de la Humanidad.
Los habitantes de la Judea
esperaban al Mesías para convertirse en el Nuevo Imperio Mundial.
Su relación con las leyes no patrias, impuestas por el imperio,
que regulaban la vida entre judíos y griegos, entre griegos y romanos,
entre romanos e íberos, eran un camino en la jungla lleno de peligros
mortales a través de los cuales el Judío debía mantenerse despierto y tener siempre en el Odio
y el Desprecio contra las demás razas la fuerza vital que le ayudara
a superar las circunstancias hasta la Venida del Mesías.
Al contrario que sus hermanos
del Sur, los del Norte se integraron perfectamente en la sociedad
gentil. Trabajaron con ellos, comerciaron con ellos, se vistieron
como ellos, aprendieron su lengua, respetaron sus costumbres, sus
tradiciones y sus dioses.
En comparación a sus hermanos
del Sur los judíos de la Galilea habían evolucionado en la dirección
opuesta. Mientras que el sureño invocaba al odio como muro protector
de su identidad, el norteño invocaba al respeto entre todos los
hombres como garante de la preservación de la paz.
Cuando por tanto llegó Jesús
las diferencias mentales y morales entre judíos galileos y judíos
sureños eran tan enormes como las existentes por entonces entre
un bárbaro y un hombre civilizado. El galileo seguía esperando la
Venida del Mesías, el Cristo que hermanaría a todos los pueblos
del mundo; el judío de Jerusalén también esperaba el Nacimiento,
pero no el de un Salvador, sino el de un conquistador belicoso e
invencible que le pondría a sus pies, de
rodillas, a todas las demás naciones del mundo. Difícilmente Jesús
hubiera encontrado entre estos judíos del Sur un solo hombre que
le siguiera a cantarle al Amor y a la Fraternidad Universal el poema
más maravilloso jamás escrito, el Evangelio.
Dadas tales circunstancias
no fue una casualidad que todos sus Discípulos se hallaran presentes
en las bodas de Canaán.
Cuando el Hijo de Zorobabel
y heredero de la corona de Salomón se instaló en Nazaret sus hombres
y sus hijos se unieron entre ellos y fueron esparciendo su semilla
por toda la comarca. Trabajadores respetuosos con sus vecinos, amantes
de las leyes de la civilización de todos, la religión un asunto
privado sometida a la ley de la libertad de culto, los hombres de Abiud y sus hijos se extendieron por toda
la Galilea, manteniendo el matrimonio endogámico como base de su
identidad nacional. En lo demás el Judío Galileo no se diferenciaba
en nada de sus vecinos. Vestía como ellos, hablaba como ellos.
En semejante ambiente el
éxito del negocio del Taller de Confección de la Virgen de Nazaret
basó su fortuna en la corriente nacionalista que se despertó en
la Galilea a raíz de la reconstrucción de las sinagogas. Era en
esos momentos únicos, claves de la vida, el matrimonio por ejemplo, cuando el orgullo nacional afloraba y gustaba mostrarse
con un traje típico, popular. El arte de la confección del traje
nacional en manos de las hijas de Aarón, que lo habían convertido
en un monopolio con sede en Jerusalén, la apertura del negocio por
la Virgen, discípula de una maestra en el secreto mejor guardado
de la casta femenina sacerdotal, la confección de mantos sin costura
su exponente más supremo, fue un acierto que atrajo a Nazaret a
los novios de la comarca.
Independientemente de la
prosperidad que le trajo a la casa de la Virgen y a la propia Nazaret,
el éxito del taller de la Virgen roturó el campo de la comarca y
lo preparó para encontrar en él sus hermanas un terreno donde crecer
y multiplicarse. Se casaron en la Galilea y tuvieron sus hijos y
sus hijas. A los lazos preexistentes al nacimiento de la Virgen
le sumamos entonces los que sus hermanas y los hijos e hijas de
su hermano Cleofás crearon, y las dimensiones del cuadro en el que
se movió su Hijo adquieren sus verdaderas dimensiones.
O lo que es igual, los discípulos
de Jesús estuvieron presentes en la famosa boda de Canaán sencillamente
porque estaban unidos a los novios por lazos de sangre. ¿O acaso
creéis que la suegra de Pedro se curó sin fe?
A todo lo largo y ancho de
los Evangelios vemos que la única condición que Jesús pedía para
recibir la gracia de su Poder era la fe. Al curar a la suegra de
Pedro ésta no había visto aún al Unigénito de Dios. Que sin ver
tuviera la fe nos abre los ojos a la conexión entre la suegra de
Pedro y la Virgen, gracias a la cual la fe de aquella mujer en el
Hijo de María era absoluta. Y a nosotros nos ayuda a abrir la puerta
de su casa y ver a Pedro, por su matrimonio con la hija de su suegra,
emparentado directamente con la Virgen.
Después del milagro de la
transformación de agua en vino lo único que necesitaba ver Pedro
era la unción del hijo de David por el profeta.
Cuando uno lee el Evangelio
la primera sorpresa salta viendo a Pedro y sus colegas abandonándolo
todo a la voz de: “Seguidme”. Como si fuesen robots o autómatas
sin voluntad aquellos hombres dejaron sus familias y le siguieron
sin preguntar siquiera adónde. Es la primera impresión. Lógicamente
simple apariencia. Aquellos hombres conocían perfectamente al Hijo
de María. Sabían de qué naturaleza era su jefatura espiritual sobre
todos los clanes davídicos de la Galilea. Pedro y sus colegas no
eran autómatas sin voluntad obedeciendo la orden de su creador al
ritmo de las pulsaciones de sus dedos sobre un teclado informático.
Para nada. Inútil decir que en más de una
ocasión, unidos por lazos de sangre a la Casa de su Madre, hablaron
con su Hijo sobre el Reino del Mesías. También apuntillar que el
Primer Milagro en público, del que ellos fueron testigos, transformó
la concepción que se habían hecho sobre la Naturaleza de la Misión
Mesiánica por la que estaban dispuestos a dejarlo todo en el momento
que Jesús lo quisiera. Aclarado esto, seguimos.
Ya habéis visto quién era aquél Juan y qué sentimiento vivía en la raíz de aquéllas sentencias
patibularias contra los judíos. Su madre vivió para criarlo y contarle
toda la verdad sobre su padre, por qué murió y a quién él precedería.
Al morir Isabel, Juan se retiró al desierto y vivió su vida sobrenatural
a la espera del cumplimiento de la misión para la que había nacido.
El bautismo de Jesús por Juan confirmó a los Discípulos en lo que
ya sabían: El Hijo de María era el Mesías.
Se fueron tras Él a la conquista
del reino universal. Nunca imaginaron que la espada con la que Jesús
conquistaría el trono de David estuviera en su boca.
Jesús les anunció muchas
veces cuál sería su fin. ¿Pero a ellos cómo podía caberles en la
cabeza que el Hijo de Dios fuera a morir crucificado? Testigos de
obras prodigiosas, sobrenaturales, extraordinarias, divinas en todas
sus proporciones ¿cómo podía caberles en la cabeza que sus hermanos
en Abraham fueran a cometer semejante crimen contra el Padre de
aquel Hijo?
Pasó lo que tenía que pasar.
Increíblemente Jesús cerró su boca como quien vuelve la espada a
la funda y se abandona inexplicablemente ante el enemigo que viene
a matarlo. Todo lo que hubiera tenido que hacer era abrir sus labios.
Si sólo hubiera dicho: “De rodillas” la turba que salió a buscarlo
se hubiera quedado clavada en el suelo como estatuas de sal. Pero
no, no pronunció palabra. Sencillamente se dejó encadenar.
A ellos, los Once, a ellos
sólo les dejó la alternativa de los cobardes.
Pues todos corrieron a esconderse.
Todos menos el que salió corriendo desnudo. Él fue quien le llevó
la noticia a la Madre: Acababan de coger a su Hijo, se lo llevaban
para juzgarlo.
El romano le había pedido
la cabeza de aquel Mesías al Sanedrín. Acobardado por las legiones
de Pilatos el Sanedrín se lo había entregado.
Este asunto de la culpabilidad
absoluta que el futuro hizo caer sobre aquella generación judía,
exculpando a los romanos de su participación directa en la Pasión
de Cristo, se resuelve en las entrañas de las palabras del sumo
sacerdote al Tribunal que le entregó a Pilatos el Mesías:
“Conviene que un hombre muera
por el pueblo”.
“Conviene” significaba que
o se lo entregaban a Pilatos o éste decretaría el estado de sitio
y sacaría a las legiones a cazarlo. Si le entregaban a Jesús de
Nazaret el pueblo se mantendría quieto al ser cogido por sorpresa,
pero si Pilatos sacaba sus legiones al mismo al que ahora abandonaban
a su suerte, después, por amor a la patria, lo defenderían a muerte.
¿Y dónde estaba el loco capaz de creer en la victoria de una rebelión
popular contra el César?
La suerte de Jesús de Nazaret
estaba echada. Era Él o la Nación. Que por su cobardía el futuro
los culpara de haberle entregado, haciendo recaer sobre ellos toda
la responsabilidad de su muerte, pues bueno. ¿Qué otra
cosa podían hacer? El listo de Pilatos se lavaría las manos,
¿Y qué? ¿No convenía que muriera un hombre a que todo el pueblo
fuera masacrado por las legiones?
El problema de los Discípulos
fue creer que su pueblo no jugaría el papel del cobarde y se levantaría
en armas antes que entregarle el Mesías
a los romanos. Para Ellos la cosa era clara, ¿cómo podría vencer
el Imperio a un ejército liderado por el Rey del Universo? ¿No habían
sido cientos y cientos de hombres, mujeres y niños quienes en sus
carnes habían vivido su Gloria? ¿Entre las masas no eran ésos agraciados testimonio vivo de la Misión Divina de Jesús de Nazaret?
Es verdad que muchas veces esas muchedumbres le habían aclamado
rey y en el mismo número de ocasiones Él les había dado la espalda.
¿Ilógico? ¿Renuncia al Trono que por Herencia le pertenecía?
Sí y no.
Hombre, a lo largo y ancho
de toda la historia de Israel había quedado demostrado que la Unción
del rey no le correspondía al pueblo sino a los profetas de Dios.
Desde esta experiencia era natural que Jesús rehusase una coronación
establecida contra derecho histórico.
La Edad de los Profetas ida
la Unción, canónicamente hablando, le correspondía al Templo. Había
de llegar pues el momento en que esas mismas muchedumbres le siguieran
a Jerusalén y le pidieran al Sanedrín el reconocimiento divino que
por sus obras se había ganado Jesús de Nazaret.
Entonces, presionado por
el testimonio de tantos y tantos agraciados y por una muchedumbre
sin número clamando a grito pelado la Unción del Mesías por el sumo
sacerdote, Jesús se sentaría en el Trono de David, su padre histórico,
y en presencia de todos los hijos de Israel se ceñiría la corona
de los reyes.
Cuando al tercer año de su
Misión se corrió la voz: Jesús de Nazaret se dirige a Jerusalén
para la Pascua, la expectación mesiánica arrastró a Jerusalén muchedumbres
sin número.
Poncio Pilatos lo esperaba.
Al corriente de las aventuras del Mesías de los Judíos hacía ya
tiempo que le había pedido la cabeza de aquél Nazareno al Sanedrín.
La decisión política que debía tomar respecto a la explosión mesiánica
causada por aquél Nazareno era compleja y clara a la vez. Tenía
que matarlo. Matando al Pastor se dispersaría el rebaño. Tampoco
podía sacar sus legiones y lanzarlas al alimón contra la muchedumbre.
La rebelión nacionalista estallaría en defensa de su Mesías y una
guerra espartaquiana era lo último que
podía desear el César. Como político su misión era prevenir la enfermedad
antes que se desarrollara la guerra. Podía esperar lo peor y dejar
engordar la presa. Como ya hicieran Augusto y Herodes en los días
del Censo. En el momento adecuado Pilatos sacaría sus legiones y
de la matanza aprenderían las demás naciones sobre cómo castiga
Roma la rebelión contra el César.
El caso era que el Sanedrín
en pleno estaba contra el Nazareno y no le metía mano por miedo
a la multitud que le acompañaba por donde quiera que fuese. El Sanedrín
le había jurado a Pilatos que se lo entregaría en persona, pero
que esperase a que la fruta estuviera madura.
Después del primer año de
paseo triunfal hacia el Monte del Sermón, el segundo año había sido
de cuesta abajo. En la encrucijada entre el segundo y el tercero
la negativa de Jesús a ser coronado rey había ido espantando a las
muchedumbres, que no le entendían en absoluto.
¿Quién de entre todos ellos
que hubiese disfrutado de semejante Poder Divino no se hubiese hecho
acompañar de las muchedumbres a Jerusalén para exigirle al Sanedrín
en pleno la Corona de su padre David?
El desconcierto y la ignorancia
sobre su Pensamiento lo habían dejado solo al alba del tercer año.
Sólo las Mujeres y sus Discípulos seguían siéndole fieles.
¿En qué pues se había quedado
aquella primera desesperación del político romano? Y lo que les
pareció aún peor al Sanedrín, ¿por qué iba a echarse atrás ahora
Pilatos? ¿No había entre las filas de su ejército quien en caso
de insurrección mesiánica desertaría del Imperio y se pondría al
servicio del Hijo de David?
Tal cual lo demuestra la
entrada triunfal de Jesús en Jerusalén la expectación, ahogada en
el último año por el propio Jesús, despertó de su letargo. Creyendo
las muchedumbres que el Hijo de David había tomado su decisión final
favorable a su coronación ese año todos corrieron a Jerusalén.
Como ya sabemos y la historia
lo demuestra para la Pascua Jerusalén se convertía en una ciudad
asediada. De todas las partes del mundo los judíos bajaban y subían
a la Ciudad Santa a celebrar aquélla Cena que sirvió de preludio
a la Liberación de Moisés.
Aquel año 33 de nuestra Era
a la muchedumbre al uso se le sumaron todos los que una vez le proclamaron
rey.
Cuál no fue la sorpresa de
todos cuando Jesús entró en el Templo y con un látigo desbarató
para siempre la presión contra el Sanedrín y el César que esa muchedumbre
exaltada estaba dispuesta a ejercer.
Aquella fiebre mesiánica
que en su primer año despertó Jesús había vuelto a escena. Alcanzó
Jerusalén antes que Él llegara e hizo temblar las murallas de Jerusalén
con la misma fuerza que en su día lo hicieran las trompetas de Josué.
Si en lugar de irse directo al Templo para coger un látigo y declararle
la guerra total al Sanedrín hubiese hecho Jesús lo que hizo cuando
Niño, abrirse paso hasta el Patio de los Doctores de la ley y entrar
en materia…Pero no. Que va. Para nada. Revueltas estaban las cosas
y fue Él a sumirlas en el caos de la manera más explosiva imaginable.
La misma muchedumbre que
hacía unas horas había batido palmas y vítores en honor del Hijo
de David al caer la Noche le pedía su cabeza a un Pilatos que para
entonces ya no veía a cuento de qué tenía que matar a quien se había
cavado su propia tumba.
Para entender la Huida de
sus Discípulos hay que ponerse en la piel de aquéllos hombres que en su corazón soñaron con aquella entrada triunfal,
e inmediatamente después su Coronación. Fueron ellos los primeros
que se quedaron de piedra al ver a su Maestro coger un látigo y
arremeter con cólera todopoderosa contra el Templo.
Fue en aquel momento cuando
Judas tomó su decisión de entregárselo al Sanedrín. Los demás salieron
con la moral por los suelos, como flotando en un vacío total.
¿Qué iba a pasar ahora?
¿Qué es lo que había hecho
Jesús?
Mientras comían la Última
Cena se sentían tan confusos y vacíos como aquella Tierra que antes
del Principio vagó en las Tinieblas del Abismo confusa y vacía.
¡Ay, hijos de la Tierra,
la herencia de vuestra madre es vuestro lote! ¿No recibió en el
día de su nacimiento toda clase de promesas de su Creador y en cuanto
su Creador se dio la vuelta se dejó atrapar en la confusión que
acompaña toda soledad? ¿Habiendo vivido vuestra madre en su nacimiento
la confusión y el vacío de la soledad cómo vosotros no ibais a caer
en la misma piedra?
Mientras cenaban con Él no
tenían la menor sus Discípulos idea de qué les estaba hablando.
Sólo sabían que estaban dispuestos a morir luchando antes que dejarlo
solo. ¡Pobre Pedro, el alma se le cayó al suelo cuando su Héroe
y Rey le quitó la espada de las manos! Todos sin excepción salieron
corriendo movidos por una fuerza que les superaba y movía sus piernas
contra la voluntad de sus mentes.
“¿Qué va a pasar ahora, Madre?”,
le preguntaba aquél otro Juan a la Madre de Jesús, como si ella
conociera la respuesta.
¿Qué iba a pasar? Iba a pasar
lo que estaba profetizado desde hacía mil años. El firmamento se
vestiría de luto para llorar la muerte del Primogénito, la tierra
se lamentaría por la muerte del Unigénito.
24
MUERTE Y RESURRECCION DE JESUCRISTO
EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET. Juventud, Muerte y Resurrección del Mesías.
|